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Mariano Picón Salas1

Ricardo A. Latcham





Existen escritores formalistas que denotan pronto el esfuerzo y descubren su artificio. Otros, por el contrario, nacen dotados de gracia y en todo lo que realizan exhiben su maestría instintiva. Entre estos últimos se cuenta Mariano Picón Salas, cuyos Ensayos Escogidos me ha encargado prologar la Editorial Zig-Zag. Hacer su biografía o su semblanza equivale a enfrentarse con lo más maduro del pensamiento intelectual de Venezuela en el último cuarto de siglo.

La patria de Picón Salas es una tierra de enormes riquezas potenciales, de considerables extensiones sin poblar, de contradictorios paisajes que van desde el páramo andino hasta los vastos llanos que se pierden en un horizonte de fuego. Tocole nacer al esclarecido ensayista en la ciudad andina de Mérida, el 26 de enero de 1901, en un medio recogido y devoto que definía un estilo de vida distinto al que prevalecía en otros sitios turbados por las permanentes guerras civiles o descalabros económicos derivados de la violencia. «Aguas frías que descienden de la montaña nevada; árboles de luminosas hojas verdes y sombra apaciguadora; helechos y musgos donde se cristaliza el rocío; permanente rumor de los cuatro blancos y espumosos torrentes en que la altiplanicie de Mérida se va a bañar los pies; continua circulación de pájaros (gonzalitos, colibríes, azulejos, chupitas) por el esmerilado cielo azul; la masa de la Sierra con sus helados picachos del Toro, la Columna, el León, cerrando el estupendo telón de fondo que erigió la naturaleza, daban a mi ciudad deleitable color y placidez entre todas las de Venezuela». Así se ubica admirablemente el escritor en su ambiente nativo.

Era entonces un niño aplicado y estudioso en que ya se definían las líneas de su carácter. Además, en Mérida se fue habituando a la cortesía, esa flor del espíritu andino que sólo desmienten generales y caudillos con el brutal testimonio de sus hechos.

Alcancé a conocer al padre de Mariano, don Pío, que se preocupó fervorosamente de encaminar los rumbos de la inquietud de su hijo, entregándolo a las pedagógicas directivas de un mentor francés, Monsieur Machy. En ese sosegado remanso, propicio a la meditación y el estudio, transcurrió la juventud de Picón Salas, hasta que empezó a intervenir en las discusiones literarias y a señalarse como un asiduo colaborador de la revista Arístides Rojas, fundada con la ayuda del doctor Diego Carbonell, rector de la Universidad de Mérida. Se realizaban las tertulias intelectuales en los corredores del hotel Mérida, del cual era propietario el poeta Emilio Menotti Spósito, que daba a conocer Baudelaire a los jóvenes y les brindaba vino con rangoso gesto.

Es indudable que Picón Salas no ha olvidado nunca a su patria chica. La recuerda en todos sus libros y le ha consagrado evocaciones estupendas en sus novelas.

No soy de los que creen en la definitiva influencia del medio sobre los escritores, pero en el caso de Picón Salas se concentran muchas de las virtudes regionales obtenidas del impacto familiar y de las actitudes tolerantes de ese círculo de letrados que en las generaciones más viejas tenía su expresión en la revista Literatura andina. De Mérida salieron muchos hombres de letras y en el claustro universitario se modelaron importantes vocaciones destinadas a remover el atraso intelectual de Venezuela. De allí también partió, en un lejano día de 1920, Mariano Picón Salas con el propósito de hacerse un individuo culto en el más amplio escenario de Caracas.

La capital de Venezuela ostentaba todavía un aire provinciano que no era propicio a la noble ambición de un estudiante de Derecho. La dictadura de Gómez imperaba con su tremendo ruralismo sobre una nación sometida y sojuzgada por un pequeño grupo de caporales que obedecían sumisamente al prepotente caudillo.

No existían la libertad de prensa, de reunión, ni la de escribir con valentía sobre los pavorosos problemas que se acumulaban en un país que Picón Salas definió como «potencialmente rico, pero políticamente débil».

El novel escritor empezaba a descubrirse a sí mismo en su trato con gentes diversas y a través de tertulias en que actuaban literatos y poetas como Pedro Sotillo y Jacinto Fombona Pachano, que se reunían a discutir y comentar novedades en los rincones de la Plaza Bolívar y en los cafés vecinos. De ese período vacilante e incierto data su primer libro, Buscando el camino (Páginas de adolescencia), impreso en Caracas en 1921. Picón Salas lo amputó de la lista de obras escogidas que dará a luz posteriormente con gran atuendo tipográfico.

Ya empezaba a modelarse la extraordinaria personalidad intelectual del escritor nacido en el riñón andino. A veces buscaba el trato de los viejos literatos venezolanos que se congregaban en la Cervecería Strich, entre los cuales solían aparecer José Austria, que fue ministro en Chile; Eloy G. González, historiador y ensayista, y también Lisandro Alvarado, que desentraña el contenido social del pasado en luminosas interpretaciones.

Sin embargo, Picón Salas se ahogaba entre las discusiones bizantinas y el escaso incentivo intelectual de un período gris de la existencia venezolana. Cuentan que un día le dijo a su amigo Julio Planchart: «Don Julio, el cincuenta por ciento de los venezolanos son abogados, y yo no tengo nada que hacer en Caracas».

Se dedicó entonces a escribir sin tregua, volviendo a su ciudad natal y colaborando en el diario Panorama, de Maracaibo. En ese tiempo lo sorprendió la ruina económica de su familia y tomó la decisión más importante de su vida: partir a Santiago de Chile a realizar estudios universitarios en el Instituto Pedagógico. Desde entonces data mi amistad con el escritor, cuya acción en los círculos literarios de Santiago se concretó en innumerables realizaciones de gran categoría. Siempre fue para nuestra generación un gran animador, una especie de conductor mágico, desprovisto de ambiciones, pero que sabía descubrir como nadie un problema, dirigir una investigación o sacar una luz nueva de un asunto que en otras manos resultaba algo estéril o improvisado.

Casi todos los escritores chilenos cultivaron la incomparable amistad de Picón Salas. Dejó su huella en el Instituto Nacional, en el Pedagógico, en el Liceo Barros Arana, en la naciente Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile, en las columnas de la revista Atenea y, sobre todo, en las páginas de Índice, publicación correspondiente al grupo del mismo nombre, fundado en 1930 y que sobrevivió hasta 1932. El grupo «Índice» contó con colaboradores de múltiple categoría y de generaciones diversas, mancomunadas en un esfuerzo creador que contribuyó a enriquecer y ensanchar los horizontes de la cultura nacional y a despertar una nueva vocación americanista frente al aislamiento en que vivieron las promociones europeizantes más antiguas. Al lado de Mariano Latorre, de Domingo Melfi, de Manuel Rojas, de González Vera, de Eugenio González, de Juan Gómez Millas, se asentaron valores más jóvenes y se estrenaron poetas y ensayistas que después influirán en el pensamiento chileno.

En torno a «Índice» había prolijas discusiones, debates apasionados, ciclos de conferencias como las de Juan Gómez Millas sobre la ruina del Mundo Antiguo y la de Benjamín Subercaseaux en que analiza la poética de Rimbaud. Sectores diversos y a veces antagónicos se confundieron en activas tareas y provechosas búsquedas de valores desconocidos en diversos aspectos de la literatura, la política, la historia y la filosofía.

Nadie ha olvidado en Chile a Mariano Picón Salas, que después de Bello ha sido el venezolano más incorporado a nuestra realidad. Aparte sus valiosos libros, maduros ensayos y breves pero fructuosas exégesis históricas, habría que situar su labor personal de indiscutido líder intelectual Picón Salas obraba por presencia, con socrática vocación, sin ningún residuo pedagógico, con señorío y elegancia de ademanes y actitudes. Esto último era algo natural en su persona, tan definida intelectualmente y tan ajena a cualquier diletantismo.

En Chile permaneció Picón Salas hasta la caída de la dictadura de Gómez, provocada sólo por su muerte. En 1936 estaba de nuevo en Caracas, después de una ausencia de doce años. En Santiago escribió varias de las obras que iban a cimentar su reputación de novelista y ensayista: Mundo imaginario (1926); Hispanoamérica, posición crítica (1931); Odisea de Tierra Firme (1931); Problemas y métodos de la Historia del Arte (1933); Imágenes de Chile (Vida y costumbres chilenas en los siglos XVIII y XIX) (1933); Registro de huéspedes (1934), e Intuición de Chile y otros ensayos en busca de una conciencia histórica (1935).

Quizás el mayor legado que dejó a sus compañeros de grupo fue el interés que puso siempre en definir los sentimientos americanistas y la curiosidad por el mundo mestizo. Ya en su conferencia sustentada en la Universidad de Concepción, en noviembre de 1930, con el título de Hispanoamérica, posición crítica, decía estas excelentes palabras: «Hace falta en América recobrar esta objetividad ante las cosas. Porque teníamos ideas antes que realidades, aquéllas, naturalmente, obtenidas por préstamo, importación y herencia. Las abstracciones y nomenclaturas románticas (otra manera de magia) no nos han permitido durante un tiempo largo buscarnos y fijarnos objetivamente. La cultura no ha existido por sí misma, sino siempre en función, en servicio de algún tótem político. Han existido en América, por ejemplo, la historia liberal y la historia conservadora, pero no lo que era mucho más interesante: la Historia. Nuestra determinación nacional ofuscada por el prejuicio no ha podido precisarse. Así esa corriente de historia que se llama la tradición no es propiamente en América la tradición nacional, ecuménica, como la de un francés de cualquier campo político o religioso que contemple una catedral gótica, sino una tradición particular de clan o de horda. Cada clan defiende su tótem, su dios tutelar, aunque sea muy semejante al del clan del vecino».

Y en el prólogo de su libro Intuición de Chile y otros ensayos, sostenía lo siguiente, que contiene el núcleo de muchas de sus ideas posteriores: «No podemos improvisar el proceso de nuestra naciente cultura americana, ni, asustados de su caos, del carácter tumultuoso que toman la vida colectiva y las ideas en estas sociedades en formación, asumir ante ellas el aristocrático aislamiento de algunos estetas. Mejor es comprender. Si hay algo de dramático en la misión del escritor en estos pueblos que, más que las bellas frases, parecen demandar las máquinas del ingeniero o las grandes botas del pioneer, es que, como ellos, también estamos descubriendo, trazando, explorando; tratamos de crear un Universo moral, una conciencia de perduración que nos eleve del estado de Naturaleza al estado de Cultura».

Promisorias palabras las de Picón Salas. Al regreso a su patria entonces supo allegar su refinado conocimiento de los problemas americanos, pero pronto tuvo que contrastarlos con su primera visión de Europa, que recorrió al ser designado encargado de negocios en Praga.

Desde la ciudad gótica y barroca, manantial de divergentes influencias y centro polarizador donde gravita lo occidental en la misma frontera de lo eslavo, siguió el artista ensanchando su campo de visualidad. En Praga publicó su magnífico y breve ensayo Para un retrato de Alberto Adriani (1936), y pronto en Santiago la Editorial Zig-Zag, en 1938, dio a conocer sus Preguntas a Europa (Viajes y ensayos).

A mediados de 1937 lo encontramos de nuevo en Santiago viviendo la febril existencia literaria y política de un instante de transición en el desarrollo institucional de Chile. En 1938 regresa otra vez a Caracas como dinámico promotor de empresas espirituales. El Ministerio de Educación le encargó la organización del departamento de publicaciones. La mejor muestra de su actividad quedó en las páginas de la Revista Nacional de Cultura, fundada por él y que todavía constituye una de las mejores expresiones intelectuales venezolanas.

En 1939 visita Nueva York, invitado por el PEN Club, y le toca asistir a la Feria Mundial. En 1940 salen nuevos ensayos con el título de Un viaje y seis retratos.

El pensamiento de Picón Salas tenía un sentido americanista y un sesgo cosmopolita que lo revelaba como el mejor representante de la inquietud de su generación. Una técnica diversa lo apartaba del viejo positivismo de los ensayistas anteriores de su época, entregados a un oportunismo político que conciliaba la razón de Estado con el ablandamiento doctrinario. Una especie de obscuro determinismo apoyado en la interpretación del pasado venezolano a la sombra de recetas y fórmulas apaciguadoras dominaba en las páginas de Gil Fortoul y de Laureano Vallenilla Lanz. Siempre fue Venezuela tierra de claros pensadores, de pedagogos de la acción, que no renunciaban al imperativo de la reforma moral de un suelo abatido por los peores caudillismos. Entre esos hombres previsores y que se anticiparon al pesimismo posterior estuvo Cecilio Acosta, que tiene diversos puntos de contacto con nuestro José Victorino Lastarria.

En el extenso y decisivo ensayo titulado 1941. Cinco discursos sobre pasado y presente de la nación venezolana, Picón Salas formula uno de los más nítidos panoramas de las ideas en su patria que se conocen. Estudia a Cecilio Acosta, a quien considera «pensador aislado», y luego examina a Pedro Arcaya, diciendo que sus ensayos tienden a producir «ese conformismo o renunciación del hombre ante el medio». Para Arcaya «la Historia es una especie de ciencia natural», y a Vallenilla Lanz lo define así: «Para él, Venezuela ya "es" y no comprende y no quiere comprender que Venezuela "deviene"». Luego expresa con brillo que el modernismo literario de 1890 a 1900 se caracteriza, a través de las formas de pensamiento literario, en el «criollismo folklórico y el ausentismo exótico». Habla, en seguida, de un interregno trágico de la historia venezolana entre 1848 y 1935 (ochenta y siete años), desde la primera presidencia de José Tadeo Monagas hasta la presidencia «que parecía vitalicia» de Juan Vicente Gómez. La vida social venezolana se caracteriza en los años bárbaros por su «extrema movilidad».

El militarismo, a juicio de Picón Salas, «es la única fuerza coordinadora, la disciplina instintiva de un pueblo en ebullición, en trance de fundirse».

En Venezuela, el proceso histórico, después de la Independencia, se singulariza más bien por una lucha por «la nivelación igualitaria». «Igualdad más que Libertad»; «cada venezolano ha fundido en sí mismo un complejo aporte étnico ya venezolanizado». Contrasta con estos ángulos mesiánicos de la acción política de los caudillos el hecho de que en Venezuela no hay multitudes indígenas que redimir.

La jerarquía intelectual de Picón Salas nunca se solazó en los desplantes demagógicos de otros escritores de su generación. Su amor al pueblo, su decidido carácter democrático, su sentido del equilibrio, confrontaron siempre las tremendas contradicciones del tumultuoso escenario en que empezaba a actuar el entonces joven escritor. Por eso sintió también la necesidad de regulación, el instinto de un orden asentado en la ley, de una convivencia que hiciera fructuoso el desenvolvimiento de un territorio de vasta potencialidad económica, pero de muy embrionaria madurez cívica. «Formar pueblo -decía en 1941-, es decir, integrar nuestra comunidad nacional en un nuevo esfuerzo creador, trocar la confusa multitud en unidad consciente, vencer la enorme distancia no sólo de leguas geográficas, sino de kilómetros morales que nos separan a los venezolanos, y adiestrar "comandos", es decir, hombres que comprendan su tiempo, que se entrenen para la reforma con que debemos atacar nuestro atraso, que tengan voluntad y coordinen sus esfuerzos, es la tarea educativa más premiosa que reclama nuestro país».

El diagnóstico del escritor fue confirmado pronto por los hechos que se sucedieron sobre el aborrascado panorama de su patria. Surgieron nuevos caudillos civiles y militares, se ensayaron formas sedicentes de democracia que fracasaron ante la obscura realidad. El torrente de la riqueza petrolera, que contribuyó después a la diversificación de la economía venezolana, tuvo en sus comienzos consecuencias incalculables en la vida nacional. Muchas irresponsabilidades y demasías se justificaron en nombre de la teoría de que Venezuela era más apta para la democracia social que para la libertad política. Un verdadero alud de apetitos y atropellos se escondió bajo las apariencias de una prosperidad inagotable. Un tenebroso equipo de juristas y financieros comenzó a reemplazar a los caudillos provincianos y a los generales de opereta. La influencia sórdida de los gestores y el desplante de los nuevos ricos correspondieron a un período de la historia venezolana que todavía no se ha clausurado.

El escritor concebía su oficio, a veces, como un intérprete de una realidad social que se escapaba a su control. Diversos equipos secundaron a los nuevos jefes y a los demagogos de turno. Entre ellos Picón Salas siempre representó con dignidad la actitud de un director espiritual, de un excepcional escrutador de los fenómenos cotidianos que compulsaba con agudo criticismo. Si todas las novelas tienen algo de entrañado ensayismo, todos sus ensayos se Escapan al mundo de lo imaginativo. En el estilo del autor de Proceso y formación de la literatura venezolana (Caracas, 1940) vibraba un nuevo acento, un contenido distinto al de los antiguos analistas de los acaecimientos intelectuales. Ya en este libro surge el método histórico-cultural de Picón Salas. No es un simple acumular de fechas y de fichas bibliográficas, como se percibe en otras historias de las literaturas nacionales hispanoamericanas. Supera el inventario desordenado de Gonzalo Picón Febres o el impresionismo crítico de Blanco Fombona. Una auténtica raíz humanística da calidad y vuelo a los juicios de Picón Salas y el proceso intelectual de Venezuela se desmenuza en función de las ideas representativas, de las generaciones y de los vínculos entre el hombre y el medio que lo produjo. No cabe definir aquí el sistema crítico de Picón Salas, pero sí destacar su diverso modo de entender la historia literaria.

En una página de gran finura analítica expresa que en su Proceso y formación de la literatura venezolana buscó a través de los libros y los hombres característicos la herencia moral de su país; lo que no es sólo erudición muerta ni ornamento descolorido, sino vida bullente, arte lozano, esperanza y destino de nuestro pueblo.

Paralelamente a su magnífico panorama de la vida intelectual de su tierra, el notable prosista publicó, en 1940, una Antología de los costumbristas venezolanos del siglo XIX. Nuevamente puso a prueba su vasta erudición y el talento para elegir un conjunto excelente de los antiguos evocadores de tipos y escenas criollos. En un medular prólogo examinó a los distintos autores, donde sobresalen algunos que van a constituir lo más señero del costumbrismo patrio, como Mendoza y Bolet Peraza.

El costumbrismo -dice el hábil recopilador- es como un hito de unión entre la Historia heroica que escribían graves varones de la época de la Gran Colombia, como Restrepo, Yanes, Baralt, y la novela que todavía no despuntaba. El período en que Picón Salas realiza los diversos trabajos que resumimos es de los más activos de su laboriosa vocación. No se da tregua y en abril de 1941 es invitado por la Universidad de Puerto Rico, donde asistió a la ceremonia del levantamiento de un busto de Eugenio María de Hostos en San Juan. Más tarde, en 1942, es nombrado agregado cultural a la Embajada de Venezuela en Washington.

En las universidades norteamericanas da diversos cursos sobre temas literarios y culturales y es invitado también por el Smith College, en North Hampton, Massachusetts, como catedrático de literatura hispanoamericana. En 1943 sale en México su novela Viaje al amanecer, con un prólogo de Ermilo Abreu Gómez.

El estilo de Picón Salas alcanza aquí a las cimas de la perfección. Evoca con gran sentido poético los días de la infancia transcurridos en Mérida y su amor a la tierra natal se descubre en sus interpretaciones del paisaje y del hombre andinos. Ese mismo año aparece su ensayo Rousseau en Venezuela, y en 1944, uno de sus volúmenes más significativos: De la Conquista a la Independencia. Tres siglos de historia cultural hispanoamericana, impreso por el Fondo de Cultura Económica.

En agosto de 1944 se encontraba en Caracas y recibía la consagración de la crítica continental por su sobria y justa interpretación del desarrollo literario y artístico de América. En el campo del ensayo se cimentaba su amplio dominio de los fenómenos culturales y su habilidad para manejar las ideas con un estilo terso y lúcido. En 1946 publica su biografía de Miranda en Buenos Aires y la Apología de la pequeña nación, en Puerto Rico. En 1947 se incorpora a la Academia de la Historia de Venezuela con un discurso que contestó el sociólogo y ensayista Augusto Mijares. Es un breve y enjundioso estudio de la historiografía venezolana y de su propio concepto del arte de describir el pasado. Considera que el estudio de la historia nacional ha sido, en su patria, desde el clásico Oviedo y Baños hasta Gil Fortoul -para no nombrar sino a los muertos-, tarea de individualidades señeras, de solitarios y magníficos investigadores, que «siempre pidieron al pasado una conciencia y razón del presente». A manera de complemento de su revisión de los principales analistas del acaecer patrio, expone su criterio renovador y destaca la necesidad de que los nuevos historiadores acudan a las ciencias auxiliares, como la filología, la arqueología y la etnología, para vertebrar mejor sus obras. Es notable, también, su criterio al sostener que la Colonia no finalizó radicalmente con el movimiento iniciado en 1810. «Cuanto de colonial queda -dice- en las costumbres y estilo de vida de algún rincón aldeano; en ciertas formas de lo que puede llamarse nuestro derecho consuetudinario; en las tradiciones del arte popular, en ritos y supersticiones, es todavía tema de investigación para el sociólogo o historiador de la cultura».

Picón Salas, con raro sincretismo, revisó los conceptos positivistas que no entendieron la cultura colonial y no penetraron en su complejidad psicológica. Sin apartarse de una interpretación social, sustentada también en la acción implacable de lo económico, aparta lo significativo de cada etapa histórica, penetra en su misterio inefable y descubre las ocultas relaciones de las épocas a través de diversos testimonios. Trata de ver más allá de la Historia externa y de las fórmulas frecuentemente convencionales y mentirosas, o sea lo que don Miguel de Unamuno llamaba la intrahistoria, el oculto y replegado meollo de los hechos, que resulta la tarea sutilísima del historiador. Se reproducen aquí sus propias palabras que denuncian su apasionado rigor y su poder de síntesis evocativa. Siempre lo quedó a Picón Salas ese afinamiento de los sentidos adivinatorios que consiguió en una paciente y minuciosa tarea de compulsador de archivos, documentos y viejas crónicas que le traspasan su escondida sugestión. Varios de sus libros, como Miranda y De la Conquista a la Independencia, logran infiltrar al lector más que los voluminosos manuales y eruditos tratados. Por eso dice en su ensayo Antítesis y tesis de nuestra historia, al aludir a la acción de las contiendas civiles de su tierra: «Quien pueda sentir nuestra historia, no como documento inerte, sino como color, cuadro, imagen, notará cómo estas guerras fueron cambiando el tono y mudando el paisaje social». Aquí parece resumirse el método que vuelve a vitalizar a dos de sus obras más recientes: Pedro Claver, el Santo de los Esclavos (1950) y Los días de Cipriano Castro (1955). La historia de San Pedro Claver todavía presenta zonas obscuras que no podían ser reconstruidas por los siervos del menudo dato y de la árida papeleta. Pero no se crea que Picón Salas en su fabulación histórica menosprecia lo erudito en el detalle o el indicio perdido en una crónica polvorosa, en una carta o en un relato contemporáneo de la vida del santo. Lo que hizo fue sorprender el ámbito en que se desenvolvió la singular existencia del evangelizador catalán y restaurarla en un cuadro de época sencillamente magistral.

«Me he contentado -dice- con que sea mi libro una aproximación emocional y poética más que estrictamente objetiva. Quise, sí, relacionar la acción de Claver con ciertos hechos de historia social a los que de modo muy rápido aludieron sus biógrafos: los años de evangelización entre los indios de Tunja; la manera cómo debieron impresionarle algunos procesos inquisitoriales ventilados con escándalo y violencia por el Tribunal del Santo Oficio de Cartagena; las extrañas supersticiones y causas de brujería que conmovieron en su tiempo a aquella revuelta y muy híbrida sociedad indiana» (pág. 11).

La reconstrucción se inicia con la excelente pintura del mundo hispánico en el instante en que Pedro Claver nace en el pueblecito de Verdú. Eran los días postreros del reinado de Felipe II, emblema severo de la Contrarreforma y del totalitarismo religioso. La Compañía de Jesús atrapó en sus redes misionales al hijo de Pedro Claver y de Ana Sabocana. A los quince años Pedrito parte a Barcelona con su ropa remendada y unos cuantos escudos. Entre latines y sólidas letras sagradas y profanas se disciplina su espíritu y despierta su inteligencia. Estudia en Barcelona, Tarragona y Gerona, pero su vocación definitiva cuaja en el Convento de Montesión, de Mallorca. Allí conoce al maestro de perfecciones que se llamó el padre Alonso Rodríguez, autor de un insuperable tratado ascético. Picón Salas va recreando, con regodeo barroco, adecuado a sus héroes, el ambiente ignaciano y el medio fervoroso en que se determinó el futuro destino de San Pedro Claver.

Sin duda los mejores capítulos del volumen son los destinados a revelar las empresas cartageneras del santo. El hervidero humano del puerto que fue considerado un bastión principalísimo de las Indias, las costumbres abigarradas de sus moradores, la suntuosidad de las fiestas religiosas y civiles, el arribo de los galeones españoles, la codicia de los mercaderes esclavistas, el sufrimiento de los negros y la credulidad supersticiosa de los mestizos, conforman el tapiz prodigioso de tan vivida reconstrucción histórica.

La hagiografía laica tuvo en el ensayista venezolano a un rapsoda ejemplar que a los trescientos años de desaparecido el santo de Cartagena de Indias refunde su imagen traspasándola de emoción lírica y profundidad humana.

Con procedimientos novedosos, gran poder evocador y enorme documentación se trabajó el material narrativo de Los días de Cipriano Castro (1955).

Ha sido el libro más discutido de Mariano Picón Salas, pero también mereció el Premio Nacional de Literatura, compartido con el renombrado escritor Arturo Uslar Pietri.

Aquí se trata de criticar los vicios de la organización social presente a través de los defectos orgánicos del régimen político venezolano. Libro saneador de la atmósfera civil, encendido alegato acusador, a pesar de la gran objetividad histórica del cuadro. En la técnica especialísima de Los días de Cipriano Castro han entrado diversos elementos: el recorte periodístico de la época, el testimonio de muchos contemporáneos, las novelas de Pío Gil, como El Cabito, cartas y memoriales, literatura oficial y oficiosa. Es un panorama crudo y mediocre, en que se malograron grandes esperanzas y se frustraron serias posibilidades. Castro cedió el terreno a Gómez, que extremó la violencia y el rigor en una interminable dictadura. Picón Salas ha combinado lo novelesco, por medio de finos rasgos satíricos y psicológicos, con un estudio de las condiciones políticas, económicas y sociales de ese lapso opaco y desmoralizador.

Defendiendo su intención histórica y su teoría del arte narrativo, el escritor estampó los siguientes y esclarecedores conceptos: «Como todas las Historias que se escriben sobre nuestro pasado inmediato ésta encierra un largo caudal de energía perdida, de frustraciones y derrotas. El país todavía se agitaba en el más irracional crecimiento caótico. La Razón y la Cultura no planifican aún el desarrollo equilibrado de la nación. Los caudillos encarnan -llámense Castro, Rolando o el Mocho Hernández- vagos mitos colectivos. Se actúa más por impulso mágico que por deliberación lógica. Las cabezas más iluminadas de entonces prefieren hacer discursos, negocios o trapacerías leguleyas. Cipriano Castro no es más culpable que los que le asesoran y le sirven. Pero si este cuadro de la nación de hace medio siglo, que he excavado de colecciones de periódicos y recuerdos y anécdotas de viejos, dista mucho de ser edificante, acaso ofrezca el efecto catártico de todas las tragedias. También se escribe Historia con la Utopía de mejorar los tiempos y liberarse, a la vez, de muchos materiales y formas muertas que arrastra el pasado».

En la mayoría de las grandes evocaciones de Mariano Picón Salas, desde Odisea de tierra firme hasta Los tratos de la noche (1955), surge una especie de antihéroe criollo: el caudillo bárbaro. Es la imagen negativa del instinto hecho poder, del salaz Cipriano Castro, del ávido Juan Vicente Gómez, de los coroneles y generales que imponen la ley de la espada. Con los diversos elementos dispuestos por la fantasía reanimadora del novelista doblado en ensayista, se puede fácilmente descomponer toda la evolución política venezolana. También presenta el escritor, en agudo contrapunto, a sus protagonistas civiles, como Riolid, que abandona su patria en Odisea de tierra firme, después del estéril fracaso del general Cachete 'e Plata, y Alfonso Segovia en Los tratos de la noche, residuo de un mundo distante, pero también individuo moderno que refleja la crisis colectiva de su país en la propia.

Entonces se podría arribar con facilidad a la conclusión de que Picón Salas ha querido retratar a la sociedad en que vive, pero no por capricho de virtuosismo literario, sino con propósitos de trascender la realidad y juzgarla a la luz de un pensamiento atrevido y analítico.

La vida de Picón Salas ha sido rica últimamente en acontecimientos intelectuales que apagan sus actuaciones breves en la diplomacia o en algún cargo público. En 1947, casi junto con su nombramiento de embajador en Colombia, fue elegido miembro correspondiente de la Academia Venezolana de la Historia. Ocupó su sinecura diplomática con gran dignidad y prestancia. Lo hallé en Bogotá en los aciagos días del denominado «bogotazo», estallido revolucionario sin directiva que provocó enormes daños en la propiedad y ensanchó el abismo de las diferencias políticas y sociales. Se desempeñaba con gran tacto y frecuentaban su confortable residencia en Chapinero los principales escritores nacionales de todas las ideologías, desde Gilberto Alzate Avendaño hasta Antonio García y Gerardo Molina. Mariano Picón Salas era una especie de embajador ideal, un prototipo de una utopía diplomática que apenas hemos visto realizada en personalidades como Carlos Lozano, Alfonso Reyes o Gonzalo Zaldumbide. Dejó el cargo sin pena ni gloria en 1948, a pocos meses del reventón revolucionario, y se le despidió en un banquete inolvidable al que asistieron personas de la calidad y distinción de Fabio Lozano y Lozano, Roberto García Peña y Eduardo Zalamea Borda.

Lo volví a encontrar el mismo año en Panamá, donde contrajo matrimonio por poder con su actual esposa, Beatriz Otañez, y nuevamente en México, en 1949, cuando sustentaba una cátedra en el Colegio de México. En 1950 residió en Nueva York, y poco después, en 1952, editó uno de sus mejores volúmenes de ensayos, con el título de Gusto de México. Ahí añade la interpretación cultural y artística del país azteca a un atinado y justo conocimiento de sus gentes, costumbres y paisajes. La prosa del escritor ha ganado en agilidad, en galanura y en riqueza. Posee ahora un poder metafórico excepcional, un vivísimo sentido del detalle y un sesgo moderno nutrido por un idioma americanista que no ignora ningún matiz de los profusos regionalismos que constituyen el mosaico idiomático del continente. Así como antes interpretó el rumbo histórico de Chile, frecuentando a sus escritores y escrutando su existencia recóndita, ahora presentó un genuino retablo de la maravillosa tierra mexicana.

Entre 1952 y 1956, la superación humanística de Picón Salas se revela en nuevos trabajos. Tiene un importante destino en el diario El Nacional, de Caracas, cuyo suplemento literario dirige con acierto y gran eclecticismo para elegir sus colaboradores. Así como antes fue el primer Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Caracas, la Universidad le abre las puertas de nuevo y desempeña en su casa de estudios el cargo de profesor de Literatura Venezolana y de Literatura Hispanoamericana.

En 1953 se publican en opulenta edición sus Obras selectas, que reúnen sus principales producciones. En 1954 da a luz su sintético estudio La pintura en Venezuela, que consolida su reputación de hondo conocedor de la historia del arte y de la estética. En 1955, junto con su novela Los tratos de la noche, de viva proyección sociológica, se difunde su ensayo histórico Los días de Cipriano Castro. Ese mismo año se imprime la segunda edición aumentada de uno de sus mejores trabajos de exégesis histórica y social, Comprensión de Venezuela, de gran jerarquía estilística. Por fin, en 1955 también se distribuye su último enfoque crítico y ensayístico de la realidad venezolana, con el rótulo de Crisis, cambio, tradición (Ensayos sobre la forma de nuestra cultura).

El universalismo mental de Picón Salas, que revelan sus Ensayos Escogidos, hace difícil resumir su prolijo pensamiento y ubicarlo en nuestro tiempo. Sigue, en cierto modo, una vertiente de moralismo que también aparece en otros ensayistas de la hora presente, como Jorge Mañach en Cuba, Jorge Basadre en el Perú, Martínez Estrada en la Argentina y Hernando Téllez en Colombia, por no citar más que a los correspondientes a su directiva cultural.

Lo dramático de Picón Salas es que, lo mismo que Arturo Uslar Pietri, contemporáneo suyo, no ha podido intervenir con eficacia en los rumbos equívocos de la vida venezolana. La acción le ha sido restada por el rudo determinismo de los hechos precipitados por una sucesión de acontecimientos fatalistas y empujados ciegamente por la adversidad. El mismo ha planteado la misión del intelectual en un sutilísimo ensayo que inserta en su libro Europa-América (Preguntas a la Esfinge de la Cultura) (México, 1947): «Al escritor o al pensador le corresponde la grave -y a veces desagradable- función de ser como el guardagujas de la Historia. De su pupila para ver el peligro y encender la señal en la profunda noche depende, en parte, el derrotero del tren expreso. El político acude, a veces, al recinto del intelectual a pedirle palabras, lemas, conceptos, que aunque en la boca de aquél son más bulliciosos, se suelen agotar con los aplausos del último discurso durante la elección o el comicio. Esto plantea otra cuestión demasiado compleja para ser absuelta en este ensayo volandero: lo que yo llamaría cautela del intelectual que, sin defraudar la fe del pueblo, necesita defender en cualquier época y bajo cualquier régimen su derecho al disentimiento. Táctica es una palabra de gran empleo moderno y que a veces sirve para escudar el silencio ante la verdad, "Hay que callar por táctica", "No conviene a la táctica". Si tales mitos se generalizaran, si una moral universal no superara los intereses del grupo, sí que estaría en grave peligro la cultura humana.

»Lo que cabe de heroico en el oficio de pensar y escribir es que el verdadero escritor -que siente que la palabra no se le dio como juguete personal, sino como medio para comunicarse con los demás hombres y hacer más habitable el mundo- no renuncie a esa militancia y continua rectificación de la vida que llamaríamos (para llamarla de algún modo) con la desacreditada palabra "progreso". Queda bien claro que esta palabra, que indica la peripecia del hombre en la continua conquista del mundo, no es sólo la acumulación de datos y experiencias; la infinita línea recta con que soñó el racionalismo de los días de la Ilustración, sino la permanente posibilidad de reconocer los errores y los fracasos; de enmendar el plan de batalla.

»Hay culturas que mueren -como la romana de los últimos días del paganismo- porque carecieron de decisión para mirar los hechos nuevos, porque cerradas en el prejuicio escolar y el trabajo formalista de una tradición que les parecía eterna, no advirtieron que al lado suyo inmensas multitudes estaban clamando y sintiendo de diferente manera» (Profecía de la palabra, págs. 240-241).

Pocas mentes continentales encierran una potencia esclarecedora como la de Picón Salas. En sus novelas y ensayos, en sus crónicas y esquemas interpretativos de la realidad social e histórica, se confunden la seducción del estilo primoroso y la austeridad del pensamiento. Pero, en ningún caso, se trata de un dogmático, de un moralista sin horizonte o un pedantesco pedagogo, sino de un individuo de matices y contrastes que se detiene ante las formas obscuras y caóticas del medio que halla por delante, con el amplio propósito de descifrarlo. Desde un punto de vista más somero se puede estimar que la genialidad de Picón Salas prolifica en lo eminentemente ensayístico y su ensayismo es producto de una heroica vocación.

Permanentemente vibra su interés al confrontar lo complejo del mundo criollo y su distanciamiento de lo humanístico. Pocos de sus compañeros de generación han tenido la suerte de alcanzarlo en la proyección americanista de sus visiones, en el sosegado análisis de las cosas, en sus dotes de artista equilibrado, que lo mismo define el barroquismo mexicano, la pintura mestiza del Cuzco, la impronta andina en la historia venezolana, el modernismo rioplatense, el gigantismo técnico de los Estados Unidos, la gravidez trágica de Diego Rivera o el hechizo luminoso de Reverón.

Tal ha sido el programa trazado por Mariano Picón Salas desde que descubrió su temprana vocación: la búsqueda de Venezuela primero, y, en seguida, la persecución del rostro huidizo de América, de lo que alguien denominó «la esfinge mestiza». Pero todo esto no habría tenido sentido si el artista de la frase, el seguro dominador del idioma, no lo hubiera encapsulado en seguras pautas culturales, en un recio caparazón de pensamiento. Por el amor de América y de lo nuestro arribó a su gran amor a las normas y las formas culturales del mundo, de lo europeo y de lo criollo, de lo americano, de ambas Américas, como se comprueba en Europa-América, uno de sus más sólidos estudios.

También, como ha dicho Augusto Mijares, el escritor venezolano se ha lanzado a la busca del alma y de los que perdieron el alma. En sus apasionantes coloquios, saturados de ritmo y de dolorido, los lectores de Ensayos escogidos encontrarán un universo lleno de disonancias, pero iluminado por el foco penetrante de una sensibilidad desusada, que no rehúye el diálogo con el invisible oyente y lo guía con mano sabia por una selva de oposiciones y anacronismos políticos y sociales. La gracia, la alacridad, el meollo espiritual, son algunas coordinadas virtudes que hacen de la lectura de Picón Salas un insubstituible halago y un fino ejercicio.





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