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ArribaAbajoLos cuentos «crueles» de Benedetti

Vicente Cervera Salinas (Universidad de Murcia)


Titulo estas páginas «los cuentos crueles» por dos razones fundamentales. En primer lugar, siempre me ha parecido que una de las aspiraciones vitales de Mario Benedetti era la de registrar, experiencia literaria mediante, los verdaderos patrones de la «condición humana». Con los ojos escrutadores y la atención siempre en vigilia de un experto espectador de la realidad vital, desarticula la mecánica aparente de los hechos para mostrar los íntimos resortes que se traducen en la actuación, el comportamiento y las actitudes de las gentes. No en vano su segunda colección de cuentos se tituló Montevideanos. Y desde esos antiguos textos de los años cuarenta hasta la actualidad, ha sido fiel a la tarea de exponer, con sagacidad y aspereza, los hilos que manejan y dominan la conducta de los seres que deambulan diariamente por las calles y las casas de toda ciudad moderna: el compañero de trabajo, el amigo de la infancia, la empleada doméstica, el vendedor de boletos de un cine o el vecino escrupuloso. La aparente inocencia que anula los perfiles nítidos en esas experiencias, traba una pragmática que se torna con el tiempo en costumbre, rutina, ceguera o desinterés. Y es en ese espacio, en esa acción minúscula y banal, donde reside el corazón de la tiniebla.

La alienación social se basa, precisamente, en el hábito como proceso de descomposición, una repetición mecánica que permite incurrir en los mayores descalabros sin que exista juicio o querella que rebaje o reajuste ese progresivo encallecimiento y encanallamiento de nuestra sensibilidad. Con gran acierto e inteligencia abordó en 1961 el escritor Elías Canetti los abusos y atrocidades de la «masa» hecha «poder». Con no menor convicción pretende Benedetti plasmar en sus cuentos la labor, apenas invisible, pero terriblemente corrosiva y destructora, del gusano en la manzana, de la carcoma en el sillón, de la termita en cultivo. La crueldad es un latido social al que no siempre prestamos la debida importancia, tal vez porque así se nos permite también ejercerla en nuestro propio ámbito de mediocridad. La moral del asalariado, siempre descontento, le arroga el derecho mezquino de infringir pequeños males, ardides y astucias consuetudinarias que horadan paulatina, lentamente, los más sólidos tejidos de colectividad y que colman con la justificación y la impunidad de pecado ajeno. Ser cruel, y esto lo sabe muy bien Benedetti, es actuar desde una convicción negativa y abusar de ella hasta lograr los fines previstos. No es impulsar un golpe súbito, un estallido de violencia ni rebatir al adversario con armas propias. Implica una labor insistente e incesante, lenta y minuciosa, perseverar el filo del veneno, escondiendo la mano tras arrojar la piedra. Benedetti aprende esta lección de autores como Guy de Maupassant. Su extraordinaria «nouvelle», Bola de sebo, es el más insidioso ejemplo de la crueldad quintaesenciada: la de aquellos que sirven de la hipocresía y la manipulación más infame para escarnecer al otro, a quien hubieron de recurrir y utilizar de manera vil y rastrera. Esa lacra social, la de una crueldad sofisticada que, tal vez, subyace en toda conciencia, y se convierte en posibilidad real merced a la uniformización y neutralidad del ser colectivo, es objeto de atención por parte de nuestro autor. Él la convoca para mostrar su poder y su tiranía, pues entiende que sólo haciéndola visible se reconocerán sus dimensiones y se advertirá de su peligro.

La segunda razón que aduzco se basa en una clave intertextual. En 1883 editaba en Francia el insigne, y al decir de Rubén Darío, «raro» escritor Villiers de l'Isle Adam una compilación de textos a la que dio por título, «Cuentos crueles». Páginas de una belleza plástica y formal irreprochable transitaban por el territorio de la exquisitez y la perversión como sólo podría darse en el seno del movimiento simbolista. No pretendo en absoluto allegar estilos, procedimientos, espacios narrativos ni técnicas en la creación de personajes, pues a todas luces la literatura del aristócrata y romántico Villiers dista de los referentes sociológicos y estilísticos de Benedetti. Y, sin embargo, el interés por el mecanismo profundo de la crueldad tiene sutiles puntos de concomitancia, pues para ambos autores los resortes de lo cruel se materializan en las formas de la insistencia tenaz y enquistada, progresiva e imparable, como un agonizar imperceptible, que se hace rostro en la metástasis de la esquizofrenia. Pero en el caso del escritor uruguayo, esa esquizofrenia es aun más intolerable y repulsiva, por cuanto se filtra en el tejido de lo social donde aparentemente anula su pujanza. La omisión general, la tácita aceptación masiva se convierte así en su alianza mas valiosa.

Cifra de ello es el extraordinario cuento de Villiers, al que llamó irónica, cruelmente, «La esperanza», «El rabí Abarbanel, judío aragonés que -aborrecido por sus préstamos usurarios y por su desdén de los pobres- diariamente había sido sometido a tortura durante un año»419, alcanza a sufrir la versión más refinada del terror. Al final de su jornada descubrirá que su casual escapatoria y sus presuntas ilusiones de libertad no era- más que una forma refinada y última de la crueldad: la experiencia última «de un suplicio previsto: el de la esperanza». No sin acerba lucidez observó Jorge Luis Borges que el título de los cuentos de Villiers pecaba en la actualidad de ingenuo. Tras más de cien años de horrores contemporáneos (la Historia de nuestro siglo), la agudeza intelectual del francés quedaría relativizada. Mario Benedetti es consciente de ello, y por esa razón, la crueldad plasmada en su literatura se hace eco del ensanchamiento social que ese latido cruel ha ocasionado en el hombre urbano. Mas no por ello renuncia a mostrar los casos más particulares que ilustran ese proceso. Pensemos en su cuento, «Jules y Jim» (de Geografías). Como sucede en el texto de Villiers, también se trata aquí de una creciente dosificación del mal, y asimismo, de convertir la presumible liberación, otra vez la esperanza, en el último estertor de lo cruel. La falsa amistad es aquí el rostro del cruel resentimiento, alimentada con el sustento de lo innoble. Pero observemos cómo instala Benedetti la ficción en los predios de lo social: el cruel Alfredo Sánchez, metaforizado en los impresionantes mastines que custodian su lujosa villa y que, acertadamente, dan título al cuento, es presentado como un triunfador, un hombre de prestigio, fama, posición y dinero. La masa lo ha convertido en un personaje respetable, a pesar del inadvertido rencor que lo gobierna, y por tal razón es tan responsable como él de su miseria y crueldad420.

Crueles son, en efecto, los bajos fondos del alma humana a la luz de los cuentos de Benedetti. En ocasiones, es el propio sistema administrativo el que perpetra los males individuales. Hallamos una presencia notable del mundo laboral como mecánica deshumanizada en la primera literatura cuentística del autor. En el mundo del trabajo, las postergaciones de la ilusión, ya de por sí carente de toda trascendencia, son infinitas. Este procedimiento viene heredado de Franz Kafka, que tejió las más intrincadas fábulas sobre el horror existencial del hombre en su dimensión laboral. Cuentos como «El Presupuesto» (1949), «Sábado de gloria» (1950) o «Aquí se respira bien» (1955) emblematizan esta dirección de lo cruel. La amargura de quien jamás alcanza su objetivo, no solamente entronca con el señor K. del «castillo» kafkiano, o con el agobiante ambiente de oficina que amordaza al individuo en El proceso, del mismo autor, sino también con una novela que es casi contemporánea a la escritura de estos cuentos en los años cuarenta. Se trata de un excelente relato extenso del escritor argentino, tan admirado por Benedetti, Antonio di Benedetto, titulado «Zama» (1948), obra que sintetiza las aspiraciones frustradas de un funcionario durante la época colonial. «Corazonada», cuento de 1955, enlaza el motivo de la crueldad laboral con el tratamiento más específico de la psicología artera y ladina. En este texto, la habilidad de una asistenta doméstica, la joven Celia Ramos, carente de todo escrúpulo ético, le lleva a convertirse en la nuera de su señora, mediante una intriga bien calculada donde el chantaje cumple su cometido maquiavélico. Cabe percibir en el proceso de introspección psicológica de la protagonista, ayudado por la utilización del monólogo interior para la narración del cuento, una huella del personaje femenino principal de Auto de fe, la excelente novela del ya citado Elías Canetti: en ambos casos, una mujer vulgar y torpe que se ve encumbrada en su nivelación social en virtud de un matrimonio realizado por móviles en todo ajenos al sentimiento amoroso. Pero nuevamente, Benedetti amplía el juicio negativo del personaje a la colectividad, ya que el cambio de «estatus» se llega a producir debido al previo deterioro moral del mundo retratado: los arribistas consiguen sus metas amparados en la degeneración colectiva que no está dispuesta a mostrar sus propias grietas. Nuevamente la sociedad corrupta se convierte en el más fiel aliado del manipulador. Los culpables, nos espeta Benedetti, somos todos.

Un costumbrismo ficcional, pero reconocible en la realidad objetiva, y, sobre todo, amargo, podría ser la caracterización de la cuentística de Benedetti, en líneas generales421. Muy reconocible resulta esta plasmación de la médula cruel que habita en el cuerpo de la costumbre, en aquellos casos donde el autor recurre al motivo del cainismo. La recreación contemporánea de este mito bíblico daría lugar a un trabajo de especialización dilatado y riguroso. Benedetti se suma a los autores contemporáneos que presentan el enfrentamiento cruel y despiadado entre dos hermanos de sangre. El cuento «No ha claudicado» (1955) expone el odio acerbo que crece como un tumor maligno en el alma de Pascual hacia su hermano, tanto más infame cuanto se nos muestra que ha sido motivado por una verdadera fruslería, que además supone un previo malentendido. Demasiado tarde para la reconciliación, las vidas de los dos hermanos ofrecen un ejemplo canónico de la crueldad hecha podredumbre espiritual. El rencor persiste aun cuando la causa que motivó la enemistad dejó de ser importante. El odio, pertinaz, «no ha claudicado».

Este motivo del cainismo presenta diversas modulaciones en la narrativa corta de Benedetti. Se amplia y diversifica en una casuística tan intensa como mordaz. En medio de la más «inofensiva» vida cotidiana surge lo nefasto y ominoso. Puede ser la delación entre camaradas, como ocurre en «Tan amigos» (1956), o la filtración perversa de informaciones entre conocidos acerca del pasado de una persona. Datos que pueden dar al traste con una «nueva vida», cruelmente reflejados en el demoledor relato «Déjanos caer» (1961). Normalmente, la técnica tan depurada en Benedetti, de los finales sorpresa, abruptos y violentos, cobran en este tipo de cuentos «crueles» una potencia inusitada, ya que evidencian de golpe el poder devastador que la crueldad en el lento curso del tiempo ha producido. Ese monstruo generado por el espíritu cruel persevera y triunfa porque nadie ha detenido su dilatación. Denuncia así Benedetti el pecado de omisión, nefasto artilugio utilizado para impermeabilizar el mal. En el círculo expansivo de la crueldad surge así la tangente del alma cobarde, con quien firma el armisticio de la prevaricación impune.

Creo interesante resaltar esta vinculación de conceptos por su evidente aplicación funcional en los cuentos de Benedetti. La crueldad suele estar, en efecto, interiorizada en el alma del cobarde. Su comportamiento malévolo e inocuo parte de una ocultación permanente de sus pasiones y afecciones, y es esta actitud la causante, en tantas ocasiones, del procedimiento indirecto y solapado que se utiliza para infringir el daño. Los más crueles suelen ser hombre y mujeres cobardes, que han amordazado el rencor, el odio o la envidia, bajo la máscara de la hipocresía en su actuación. La filiación de esta interesante combinatoria de bajos instintos con otros importantes escritores de cuentos sería objeto de otra aproximación. Pensemos en los magníficos cuentos del ruso Anton Chéjov, verdadero maestro en la iluminación estética de la depauperación moral en la vida anónima de la «fea burguesía». Con lucidez analítica propia de un científico del alma, Chéjov expone los resortes psicológicos, las pequeñas y crueles maldades de las «pequeñas gentes» que pueblan las ciudades y aldeas rusas de principios de siglo. En el ámbito de la literatura hispánica, quisiera destacar esa filiación de Benedetti con autores como Leopoldo Alas, «Clarín» y, sobre todo, el argentino Roberto Arlt y el uruguayo Enrique Amorim. Cuentos como «Benedictine», del escritor ovetense, o el famoso «Pequeños propietarios», incluido en El Jorobadito de Arlt, ilustran ese viaje común de la literatura por las regiones de la hipocresía y la vileza. Son textos, como los de Benedetti, en que la cobardía y la crueldad se muestran cómplices de la infamia. El motivo del cainismo, antes referido, modula en ellos hacia el de la traición. Traidores a un pacto de años entre amigos («Benedictine» de Clarín), a un compromiso de mutuo respeto, nunca formalizado sobre el papel («Pequeños propietarios» de Arlt) e incluso a la última posibilidad de rescatar la frustración vital de un personaje maduro y marginado socialmente («La fotografía» de Enrique Amorim). Aunque, en ocasiones, esa cruel cobardía se vuelva hacia los propios traidores en una vuelta de tuerca irónica y, si cabe, más cruel y acerada de la víctima. El ejemplo más lacerante de este repentino y sorpresivo sarcasmo lo hallamos en el cuento de Benedetti «Los pocillos» (1959), donde la infidelidad de una esposa y un amigo hacia un personaje ciego se revuelve como un latigazo de castigo en la última frase del relato.

Cabría considerar, en último término, las manifestaciones textuales de la crueldad llevada al campo terrible y obsceno de la represión política. La dictadura uruguaya, como la argentina, que asola estos países en la década de los años setenta, nutre una gran parte de la cuentística de Benedetti a partir de ese momento. Interesante sería poner de relieve, a raíz de esta presencia dominante, un proceso evolutivo perceptible en la vertebración de los cuentos atendiendo al campo temático que nos ocupa. En «Ganas de embromar», datado en 1966, presenciamos la relación entre los conceptos ya mencionados de «cainismo» con los de traición, espionaje y cobardía. Pero advertimos que el autor perfila más nítidamente, en la morfología del relato, la oposición entre el cruel y la víctima. A partir de este momento, será notable este proceso de caracterización más polarizada en los esquemas éticos propuestos. Indudablemente, las razones socio-políticas contienen la explicación de este fenómeno evolutivo. El despotismo y la tiranía tiene nombres propios y sus colaboracionistas terminan desenmascarando su oculta crueldad. Ahora bien, nuestro autor también pretende, como todo gran escritor, calar en las razones personales o colectivas que han posibilitado la existencia de torturadores. Benedetti profundiza también en sus almas, por más turbias que su muestren, pues entiende que su perversión está de algún modo explicada, aunque no justificada, en el dominio colectivo, en la infecciosa herida reconocible en el espectro social.

Abundantes son los ejemplos de relatos sobre el motivo cruel de la tortura. Constante tristemente repetida en el panorama cultural contemporáneo, la tortura física o moral condiciona la mirada crítica de un nutrido sector de escritores hispanoamericanos de nuestro siglo. Célebres son las descritas por Miguel Ángel Asturias en su escalofriante novela sobre los entresijos del poder, El Señor Presidente; y no menos rotundas y crueles las estampadas sin ambages ni concesiones al «buen gusto» en ese testimonio del horror infernal sobre la tierra que es Abaddón, el exterminador, del argentino Ernesto Sábato. Entre los cuentos de Benedetti sobre el mismo tema («Los astros y vos», 1974; «Pequebú», 1976; «El hotelito de la rue Blomet», 1976, etc.) quisiera terminar citando uno de los cuentos, a mi parecer, más valiosos del autor uruguayo. Un cuento que data de 1975 y cuyo título es «Escuchar a Mozart». Perfectamente trabado en su estructura, compacto y denso, el texto nos sitúa en una escena doméstica y aparentemente rutinaria (la siesta del capitán Montes) donde, entre la serena audición de Mozart, vamos siendo informados por la propia voz interior del personaje de sus actividades «profesionales», consistentes e ejercitar la tortura contra los detenidos policiales. El monólogo autodefine al capitán, que se nos presenta como un verdadero torturador torturado por sus propias reservas morales, las cuales sin embargo, no le obligan a rechazar abiertamente su actividad. Atrapado en el sistema institucional de la represión, a raíz de un débil y ya marchito concepto de la «disciplina» y, sobre todo, causa de un inconfesado deseo de mantener su situación laboral, el capitán Montes no podrá conciliar su existencia familiar (donde se ignora la verdad de su conducta) con el desequilibrante y aniquilador peso de su mala conciencia. El protagonista es víctima de una esquizofrenia personal, que a su vez procede de la escisión ética colectiva, y terminará asfixiando a su propio hijo (el cainismo se modula aquí en el tema mítico de la inmolación a descendiente) como metáfora cruel de esa impotencia: la imposibilidad de aunar en un ámbito común (la mente del personaje) los dos frutos del árbol de su existencia.

Como vemos, las víctimas de la crueldad no son tan sólo los torturados (recordemos aquí la excelente pieza dramática Pedro y el Capitán, tan cercana a los planteamientos de «Escuchar Mozart»), sino también lo son los verdugos. La crueldad se ramifica terriblemente en la introspección del ser humano. Crueles son los brazos de quienes producen el mal, y cruel asimismo la actitud del observador pacífico, que pretende tomar conciencia de la realidad como simple espectador, sin atreverse a implicarse activamente en contra de la crueldad. El espectador de la crueldad que omite la acción es objeto de esa forma de lo perverso antes citada: la crueldad de la cobardía, como sucede en la novela de principios de siglo, Los extravíos del joven Törless422 (1906) del escritor austríaco Robert Musil, donde se exponen los abusos contra el débil por parte de toda una comunidad en un internado de adolescentes. Todos estamos convocados a reconocer lúcida, críticamente, el escaparate contemporáneo de la hipocresía, de la traición, de la perfidia. Al cabo, ha trazado a lo largo de su narrativa breve Mario Benedetti los rostros de lo cruel para espolear nuestra facultad ética y social y su último deseo no es otro que el de provocar nuestra catarsis personal y colectiva. Nuestro remoto atisbo de purificación.