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Espacio y tiempo en La tregua

Antonia Alonso Gómez (Murcia)



     Benedetti capta en La tregua la totalidad en esencia del Montevideo de finales de los años cincuenta, desde la visión exterior de una ciudad uruguaya a los sentimientos internos que unen a sus habitantes. Junto al espacio (calles, plazas, oficina, casa) y el tiempo (los recuerdos del pasado, el efímero presente y el incierto futuro) físicos, perfectamente especificados, el espacio y tiempo psicológicos.

     El escenario vivencial de Santomé se reduce, en un primer momento, a una alternancia de dos espacios cerrados: el profesional y el familiar. La opresión que sufre en ambos la controla buscando el aire libre; esta búsqueda del exterior, es la búsqueda del equilibrio interior de Santomé.

     El espacio profesional del protagonista se caracteriza por la jerarquización. Por primera vez en la literatura uruguaya, como afirma Mario Paoletti(425), se describe «desde adentro» el Universo Oficina. Este escenario oficinesco también aparece en dos libros paralelos a La tregua : Montevideanos(426),en cuentos y Poemas de la oficina(427),en poesía. La rutina, el deterioro y la frustración son tres elementos presentes en los libros de esta etapa, incluso en su ensayo El país de la cola de paja(428) Benedetti dirá que Uruguay es un país con mentalidad de oficina pública. En 1949 fijó las constantes del género oficinesco con el relato «El presupuesto». En La tregua los miembros del Directorio y los empleados de la oficina sienten un desprecio mutuo, pero ni siquiera existe amistad entre los empleados, lo único que los une es la rutina del trabajo ; y es el trabajo, según Santomé, lo que impide otra clase de confianza. La rutina del trabajo le permite pensar en otras cosas, evadirse de la realidad y soñar(429), la rutina es para él sinónimo de felicidad. Santomé se divide en dos entes diferentes, uno que sabe de memoria su trabajo y otro soñador, por ello cuando aparece un problema nuevo en la oficina se produce un ambiente tenso ya que sus dos mitades deben trabajar para lo mismo. En estos casos el silencio, la oscuridad y el desorden provocan comportamientos distantes y fríos entre los empleados. Para Santomé el trabajo es «esa especie de constante martilleo, o de morfina, o de gas tóxico» (3 de julio)(430).

     El espacio físico de Santomé en la oficina se caracteriza por la opresión, es un espacio cerrado y pequeño que se ve más reducido por la pared frente a su escritorio: «Lo que no soportaba más era la pared frente a mi escritorio, la horrible pared absorbida por ese tremendo almanaque consagrado a Goya» (19 de febrero)».

     En estas ocasiones para no perder el equilibrio sale a la calle buscando el aire libre, pasea o se sienta en un café:

           Salgo entonces como salí hoy, en una encarnizada búsqueda del aire libre, del horizonte, de quién sabe cuántas cosas más. Bueno, a veces no llego al horizonte y me conformo con acomodarme en una ventana de un café y registrar el pasaje de algunas buenas piernas (19 de febrero).               

     Otras veces observa su entorno y sólo entonces se da cuenta de dónde es realmente :

          Cada uno es de un solo sitio en la tierra y allí debe pagar su cuota. Yo soy de aquí. Aquí pago mi cuota (27 de agosto).                

     Santomé es un solitario que analiza a la gente de alrededor, a esos solitarios como él con los que no parecía simpatizar, a la sociedad montevideana, a esa gente con la que se cruzaba por la calle, a esos desconocidos suyos. Existen dos ciudades diferentes para él : por un lado el Montevideo de los hombres a horario, los trabajadores ; y por otro, el Montevideo de las niñas bien, de los hijos de mamá, de los viejos, de las madres jóvenes, de las niñeras, de los jubilados.

     Esta sensación opresiva desaparece cuando empieza a trabajar en la oficina Laura Avellaneda, una joven empleada de la que Santomé se enamora, a partir de ese momento la oficina será el escenario del juego:

           El juego del Jefe y la Auxiliar. La consigna es no salirse del ritmo, del trato normal, de la rutina (24 de marzo).               

     El espacio familiar se caracteriza por la soledad. Santomé vive con sus tres hijos, Esteban, Blanca y Jaime. Haber sacado a sus tres hijos adelante cuando quedó viudo era una obligación para que la sociedad no se encarara con él, no había disfrutado de nada y ahora la soledad inunda su vida. La dedicación a su trabajo y la tristeza de su viudez fue provocando un distanciamiento con sus hijos. Son correctos y reservados con él, Esteban parece un resentido y hace que todos se sientan como «extraños» en su «familia»; Blanca es introvertida pero capaz de revelarse ante este mundo que los hace sentirse a todos desgraciados; Jaime es su preferido, es sensible, inteligente pero existen barreras entre ellos. La falta de comunicación es el rasgo principal de la relación de Santomé con sus hijos, le gustaría saber qué es lo que piensan, si tienen aspiraciones en cuestarriba como él las tuvo cuando era joven, porque la única aspiración de Santomé es la jubilación, pero es una aspiración en cuestabajo.

     Isabel pertenece al pasado de Santomé, actualmente Avellaneda y Blanca son las dos mujeres que llenan su vida. Avellaneda, su amante, pertenece a su espacio profesional y Blanca, su hija, al familiar; ellas son los dos pilares de su vida y por ello Santomé prepara su encuentro en una confitería, el resultado fue sorprendente:

          A los diez minutos ya hablaban como personas civilizadas y normales. Yo las dejaba. Era un placer nuevo tenerlas a las dos junto a mí, a las dos mujeres que quiero más (22 de julio).               

     Tras este encuentro ellas se siguen viendo sin que Santomé lo sepa y aprenden mucho de él intercambiando sus respectivas imágenes. Santomé tiene muy buena opinión de ellas:

           Me gusta que sean amigas, por mí, a través de mí, a causa de mí, pero no puedo evitar la sensación de estar de más. En realidad, soy un veterano del que se están ocupando dos muchachas (31 de agosto).               

     Santomé tiene varios encuentros casuales, que son muy importantes ya que nos dan las claves de la personalidad del protagonista: el primer encuentro es con un extraño borracho cuyas palabras le hacen reflexionar y plantearse de nuevo su existencia :

          «¿Sabés lo que te pasa ? Que no vas a ninguna parte» (...) Pero yo hace cuatro horas que estoy intranquilo, como si realmente no fuera a ninguna parte y sólo ahora me hubiese enterado (21 de febrero).             

     El segundo encuentro es con un antiguo amigo, Mario Vignale, que le recuerda la época de la calle Brandzen y del café de la calle Defensa. La calle Brandzen pertenece al pasado del protagonista, marca una época, la adolescencia, caracterizada por las charlas en el café del gallego Álvarez donde se reunían el grupo de amigos. Diferente a éstos es el encuentro que busca Santomé con Avellaneda, quiere hablarle pero no quiere citarla, busca un encuentro casual y por ello se estudia todo su itinerario para coincidir con ella: el primero en Dieciocho y Paraguay, ella solía encontrarse allí los sábados a mediodía con una prima. El segundo en la feria, Avellaneda solía ir los domingos:

          Tengo que hablarle, así que fui a la feria. Dos o tres veces me pareció que era ella. En la aglomeración veía de pronto, entre muchas cabezas, un trozo de pescuezo o un peinado o un hombro que parecían los suyos, pero después la figura se completaba y hasta el trozo afín pasaba a integrarse con el resto y perdía su semejanza (12 de mayo).              

     El tercero es el café de Veinticinco y Misiones donde hace un experimento, más bien un juego donde confunde realidad y fantasía. Santomé quiere hablar con ella, por lo tanto quiere que aparezca y empieza a «verla» en cada mujer que se acerca:

          Ahora no me importa mayormente que en esta o aquella figura no pudiera reconocer ni un solo detalle que me la recordara. Yo igual la «veía». Una especie de juego mágico (o idiota, todo depende del ángulo desde el que se mire). Sólo cuando la mujer se encontraba a pocos pasos, yo efectuaba un brusco retroceso mental y dejaba de verla, sustituía la imagen deseada por la indeseable realidad. Hasta que, de pronto, el milagro se hizo. Una muchacha apareció en la esquina y, de inmediato, vi en ella a Avellaneda. Pero cuando quise efectuar el consabido retroceso, sucedió que la realidad también era Avellaneda (15 de mayo).               

     El cuarto encuentro, el definitivo, fue inesperado, casual ; esta vez Santomé no estaba vigilando tras la ventana:

          Levanté los ojos y ella estaba allí. Como una aparición o un fantasma o sencillamente -y cuánto mejor- como Avellaneda (17 de mayo).              

     El apartamento será el nuevo espacio de Santomé y Avellaneda, será el escenario cómplice de su amor. Como en la pintura, en la novela la luz selecciona los volúmenes o los mezcla, modifica las perspectivas y los colores propiciando un ambiente determinado según las situaciones. Un cálido ambiente envuelve el apartamento cuando Avellaneda va por primera vez:

          Entró a pasitos cortos, mirándolo todo con extrema atención, como si hubiera querido ir absorbiendo lentamente la luz, el clima, el olor. Pasó una mano por la mesa libro, luego por el tapizado del sofá... Eran las siete de la tarde ; el sol casi tendido, convertía naranjado el papel crema de las paredes (23 de junio).               

     A partir de aquí sus vidas transcurren en la oficina y en el apartamento.

     La luz constituye el elemento fundamental en buen número de escenarios de la novela. Santomé acompaña en dos ocasiones a Avellaneda a su casa, la luz es la que produce diferentes ambientes.

     La primera vez hubo un apagón y la única luz existente era la luz de la luna, «era la clara oscuridad de la noche sin más ni más», escenario típico de una pareja de enamorados, un ambiente cálido:

          «Entonces sus dos brazos emergieron de lo oscuro y se apoyaron en mis hombros. Debe haber visto ese preparativo en alguna película argentina. Pero el beso que siguió no lo vio en ninguna película, estoy seguro (7 de junio).              

     En la otra ocasión no hay apagón y la atmósfera cambia por completo:

          Fue una lástima que no hubiera apagón, porque en este caso no hubiera visto su mirada. Era triste, acaso. Yo qué sé. Nunca estuve muy seguro acerca de lo que las mujeres quieren decir cuando me miran. A veces creo que me interrogan y al cabo de un tiempo caigo en la cuenta de que en realidad me estaban respondiendo... Había luces aquí y allá. No hay sitio para el misterio. Solo esa otra cosa que se llama silencio (16 de junio).                

     Es curiosa también la diferencia que hay entre la casa de Vignale y la casa de Avellaneda. Santomé hace una descripción minuciosa de la casa de Vignale:

          Tiene una casa asfixiante, oscura, recargada. En el living hay dos sillones, de un indefinido estilo internacional, que, en realidad, parecen dos enanos peludos. Me dejé caer en uno de ellos. Desde el asiento subía un calor que me llegaba hasta el pecho.              

     No sólo la descripción de la casa, sino también de la familia en el mismo tono:

           La familia de Vignale es numerosa, estentórea, cargante. Incluye a su mujer, su suegra, su suegro, su cuñado, su cuñada y -horror de los horrores- sus cinco niños. Estos podrían ser definidos aproximadamente como monstruitos. En lo físico son normales, demasiado normales, rubicundos y sanos. Su monstruosidad está en lo molestos que son.                

     En cambio de la casa de Avellaneda, el 368 de una calle con nombre y apellido que no recuerda, sólo destaca una cosa: la fotografía de Avellaneda. Ella ya ha muerto y es lo único que le interesa a Santomé a partir de ahora: «La fotografía llenaba la habitación y yo no pude dejar de mirarla» (16 de febrero).

     El novelista, al igual que el pintor, tiene sus colores predilectos. En La tregua predominan los colores grises. Exceptuando algunas escenas de la pareja de enamorados, este color baña todo el relato y evita que cualquiera de sus partes se vaya por un sendero individual. La vida de los personajes son grises y cerradas, tienen una correspondencia con la situación de la sociedad uruguaya. Tanto los destinos individuales como los colectivos, aparecen limitados por esa frontera del fracaso asumido.

     Joseph V. Ricapito dirá en este sentido: «El personaje central en las calles, cafés, oficina, la casa, las amuebladas de sus situaciones sexuales; nada goza de un colorido rico ni abierto. El espacio refleja a la vez que complementa los pensamientos interiores del personaje»(431).

     El tedio y pesimismo del personaje se sobreimpone a todos los demás elementos. El mismo Santomé afirma que tenía una particular desconfianza hacia sus épocas grises, su hija Blanca, en cambio, es una nostálgica que teme que su vida llegue a parecerse a la gris existencia de su padre.

     González Gosálbez afirma que: «El montevideano vive entonces reducido a una gris monotonía en la que no existen alicientes. Las aspiraciones se han ido limitando cada día más hasta llegar el momento en que ya no se aspira a nada»(432).

     Aparecen numerosas reflexiones característicamente pesimistas de la situación por la que está pasando Uruguay. En una conversación con Aníbal, Santomé hace un cuadro del país:

          Antes sólo daba su coima el que quería conseguir algo ilícito. Vaya y pase. Ahora también da coima el que quería conseguir algo lícito. Y esto quiere decir relajo total.              
     En el principio fue la resignación; después, el abandono del escrúpulo; más tarde, la coparticipación.
     Yo creo que en este luminoso Montevideo, los dos gremios que han progresado más en estos últimos tiempos son los maricas y los resignados.

     También Diego, el novio de Blanca, manifiesta su pesimismo: «¿Usted ve alguna salida?», le preguntará a Santomé, para concluir: «Lo que es yo, por mi parte, no la veo».

     La novela recibe la consideración de arte temporal, como la música ; crea un mundo de ficción situado en el tiempo, puesto que el discurso es forma de una historia y ésta es un conjunto de motivos que se suceden implicando cambios: sucesión y movimiento son los elementos de toda historia y sobre ellos se miden y se señalan el tiempo y el espacio.

     Además de ser el marco en que se sitúa la historia de la novela, el tiempo puede erigirse en tema central, como ocurre en La tregua. El diario de Martín Santomé es el marco de la novela, es un tiempo sucesivo, cronológico, que, en ocasiones, se ve fragmentado por el pasado, el diario implica el rescate del tiempo. El diario va desde el 11 de febrero de 1957 al 28 de febrero de 1958. La novela comienza con una apreciación temporal:

          Sólo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme. Debe hacer por lo menos cinco años que llevo este cómputo diario de mi saldo de trabajo.              

     Santomé muestra hasta el final de la obra su preocupación por el tiempo, sus últimas palabras así lo manifiestan «Desde mañana y hasta el día de mi muerte, el tiempo estará a mis órdenes», pero éste ya no es el mismo tiempo, en el diario el tiempo está fragmentado en días y meses pero al final esta fragmentación se desdibuja, es un tiempo sin medida. Santomé es un oficinista que está contando continuamente los minutos y las horas que pasa en su trabajo. Por un lado, el tiempo real, es decir, el tiempo cronológico que fluye, y por otro lado, el tiempo psicológico, el tiempo que cambia de ritmo y se ajusta a la situación psicológica que está viviendo el personaje. Los domingos y los días festivos aumentan la sensación de soledad del protagonista, en estas ocasiones el tiempo aminora su ritmo, es el denominado tempo lento.

     Otro tiempo diferente es el tiempo de la escritura, aparece al final de la novela: «Montevideo, enero a mayo de 1959». Es el tiempo que Benedetti tardó en escribir la novela. Mario Paoletti lo explica en El Aguafiestas. Una biografía de Mario Benedetti de la siguiente manera:

          Entre enero y mayo de 1959, de lunes a viernes y de doce a dos, Mario Benedetti entró al Sorocabana de la calle 25 de Mayo, se sentó a una mesa (siempre la misma) junto a una ventana... para luego sacar unas hojas con membrete de La Industrial Francisco Piria, S.A, ponerlas al revés y escribir en ellas, con letra regular y clara, el apunte correspondiente a ese día en el diario íntimo de Martín Santomé, protagonista principal de su novela La tregua(433).               

     Tiene su vida controlada por el tiempo hasta tal punto que cuando se encuentra con un amigo al que no veía desde la adolescencia, en vez de disfrutar recordando el pasado, piensa que está perdiendo el tiempo:

          Naturalmente, había que tomar un café, de modo que me arruinó la siesta sabatina. Dos horas y cuarto. Se empecinó en reconstruirme pormenores, en convencerme de que había participado en mi vida (23 de febrero).              

     Pero el encuentro termina cuando aparece el tema de la muerte, Vignale le pregunta por sus padres y por su mujer, su madre murió hace quince años, su padre hace dos y su mujer, Isabel, murió hace más de veinte años. «Hay una especie de reflejo automático en eso de hablar de la muerte y mirar en seguida el reloj». La muerte, que es intemporal, como dice Eduardo Nogareda(434), siempre va unida a connotaciones temporales. Cuando Isabel murió, a los veinticinco años, Santomé tenía veintiocho. El encuentro con Vignale le deja una obsesión: recordar a Isabel, su recuerdo sufre un proceso de erosión, provocado por el paso del tiempo. Santomé la recuerda con «recuerdos de recuerdos», no consigue tener una imagen directa:

           Ya no se trata de conseguir su imagen a través de las anécdotas familiares, de las fotografías, de algún rasgo de Esteban o de Blanca. Conozco todos sus datos, pero no quiero saberlos de segunda mano, sino recordarlos directamente, verlos con todo detalle frente a mí tal como veo ahora mi cara en el espejo. Y no lo consigo. Sé que tenía ojos verdes pero no puedo sentirme frente a su mirada (24 de febrero).               

     Santomé no recuerda su rostro, pero sí tiene una memoria táctil de todas las noches. Su hija Blanca tampoco se acuerda de su madre, pero Esteban sí, por eso Santomé se hace tantas preguntas:

         ¿Cómo se acordará? ¿Como yo, con recuerdos de recuerdos, o directamente, como quien ve la propia cara en el espejo? ¿Será posible que él, que sólo tenía cuatro años, posea la imagen, y que a mí, en cambio, que tengo registradas tantas noches, tantas noches, tantas noches, no me quede nada? (25 de febrero).              

     Esteban tiene una imagen de su madre a la que se le ha ido superponiendo las imágenes y los recuerdos de los demás, pero sólo uno de esos recuerdos es de Esteban: «Ella peinándose en el dormitorio, con su largo y oscuro pelo cayéndole en la espalda(26 de agosto)».

     Isabel no es el único recuerdo que tiene Santomé del pasado. El recuerdo de su infancia regresa cuando vuelve a soñar, después de treinta años, con sus encapuchados:

          Cuando yo tenía cuatro años, o quizá menos, comer era una pesadilla. Entonces mi abuela inventó un método realmente original para que yo tragase sin mayores problemas la papa deshecha. Se ponía un enorme impermeable de mi tío, se colocaba la capucha y unos anteojos negros. Con este aspecto para mí terrorífico, venía a golpear a mi ventana. La sirvienta, mi madre, alguna tía, coreaban entonces: «¡Ahí está don Policarpo!». Don Policarpo era una especie de monstruo que castigaba a los niños que no comían (2 de marzo).               

     Esto se convirtió en una famosa diversión, pero Don Policarpo además ingresó en los sueños de Santomé, sentía menos horror que en la realidad, aparecían en fila, de espaldas y Santomé «asistía como hipnotizado a la cíclica escena» y ahora, después de treinta años regresan por última vez y se despiden para siempre:

          Los Policarpos, los indeformables, eternos, inocuos Policarpos de mi infancia, se balancearon y, de pronto, hicieron algo totalmente imprevisto. Por primera vez se dieron vuelta, sólo por un momento, y todos ellos tenían el rostro de mi abuela (2 de marzo).              

     Además del recuerdo del pasado a través de imágenes de la memoria -el recuerdo de Isabel y de sus padres, el recuerdo de la infancia, «los Policarpos», y de la adolescencia, la calle Brandzen-, los recuerdos a través de las fotografías, por un lado, las fotografías del pasado de Santomé, y por otro, las fotografías del pasado de Avellaneda.

     Las «fotografías de Martín Santomé» que guardaba Vignale sacudieron la memoria de Santomé. En la primera fotografía estaba su madre, una vecina, su padre y él, en la siguiente reconoció al Adoquín que era la misma persona que «aquel tipo de marrón» y lo define como: «era algo así como la caricatura de alguien que yo, en otro tiempo hubiera visto a menudo», era Mario Vignale, aunque físicamente no lo reconoció, el tiempo lo ha transformado físicamente, seguía siendo el mismo pesado de siempre.

     También Santomé conoce el mundo de Avellaneda por las fotografías que le enseña de su infancia, de su familia. Otra regresión al pasado o analepsis, como diría Genette, es la carta de Isabel fechada en Tacuarembó el 17 de octubre de 1935. Con la relectura de la carta vuelve a encontrar el rostro perdido de Isabel, ese rostro estaba en la memoria de Santomé.

     Todos los personajes sufren el paso del tiempo. Aníbal no es el mismo, el tiempo lo ha cambiado en todos los sentidos:

           Siempre tuve la secreta impresión de que él iba a ser joven hasta la eternidad. Pero parece que la eternidad llegó porque ya no lo encuentro joven. Ha decaído físicamente (está delgado, los huesos se le notan más, la ropa le queda grande, su bigote está como deshilachado) pero no es sólo eso. Desde el tono de su voz, que parece mucho más opaco que el que yo recordaba, hasta el movimiento de las manos, que han perdido vivacidad; desde su mirada, que en el primer momento me pareció lánguida pero después me di cuenta de que era sólo desencantada, hasta sus temas de conversación, que antes eran chispeantes y ahora son increíblemente grises, todo se sintetiza en una solo comprobación. Aníbal ha perdido su goce de vivir (5 de mayo).                

     El tiempo tiene poder de cambio y destrucción, transforma los seres ágiles en monstruos deformes, como su amigo Escayola:

           Nunca he sentido con tanto rigor el paso del tiempo como hoy, cuando me enfrenté a Escayola después de casi treinta años de no verlo, de no saber nada de él. El adolescente alto, nervioso, bromista, se ha convertido en un monstruo panzón, con un impresionante cogote, unos labios caninos y blancos, una calva con mechas que parecen de café chorreado, y unas horribles bolsas que le cuelgan bajo los ojos y se le sacuden cuando se ríe.                

     Incluso en la letra se refleja el paso del tiempo del protagonista:

            En 1929 tenía una caligrafía despatarrada: las «t» minúscula no se inclinaban hacia el mismo lado que las «d», que las «b» o que las «h», como si no hubiera soplado para todas el mismo viento. En 1939, las mitades inferiores de las «f», las «g» y las «j», parecían una especie de flecos indecisos, sin carácter ni voluntad. En 1945 empezó la era de las mayúsculas, mi regusto en adornarlas con amplias curvas, espectaculares e inútiles. La «M» y la «H» eran grandes arañas, con tela y todo. Ahora mi letra se ha vuelto sintética, pareja, disciplinada, neta (18 de abril).              

     Santomé no es capaz de disfrutar de la vida, sobre todo de esos momentos que lo llenan de felicidad. La cumbre para él es sólo un segundo, un breve segundo, un destello instantáneo:

          La vida se va, se está yendo ahora mismo, y yo no puedo soportar esa sensación de escape, de acabamiento, de final. Este día con Avellaneda no es la eternidad, es sólo un día, un pobre, indigno, limitado día, al que todos, desde Dios para abajo, hemos condenado. No es la eternidad pero es el instante que después de todo, es su único sucedáneo verdadero (29 de agosto).              

     A raíz de la comparación que realiza Santomé entre el cuerpo de Isabel y de Avellaneda, realiza su propia comparación, es decir, la comparación de su propio cuerpo: «Mi cuerpo de Isabel y mi cuerpo de Avellaneda». El Santomé de Isabel era un hombre joven, fuerte, tenía músculos y la piel lisa y tirante. El Santomé de Avellaneda es un hombre maduro por el que habían pasado los años, con todas las consecuencias típicas de la edad ; era un hombre en decadencia física. No le preocupa lo que Avellaneda piense de él, ella lo había conocido así, le preocupa a él mismo. Al examinar su cuerpo se reconoce como un fantasma de su juventud, como una caricatura de sí mismo, la única satisfacción es que emocionalmente ha mejorado, pero ni siquiera aprovecha esos momentos de felicidad porque vive apurado por el tiempo. Avellaneda conoce los miedos que tiene Santomé:

          tu miedo al tiempo, a que te vuelvas viejo y yo mire a otra parte. No seas tan mimoso. Lo que más me gusta de vos no habrá tiempo capaz de quitártelo.                

     Isabel estaba preocupada por su destino, como muestra en la carta, tenía miedo a la muerte, algo neurasténica por su próximo parto decide hacer un solitario «Si me sale, es que no voy a morir de parto». El solitario salió pero Isabel murió de un ataque de eclampesia, no sabía que sacando el solitario provocaba su destino. Avellaneda también está preocupada por su horóscopo, le predijeron el futuro hace un año, en ese futuro figuraba su actual empleo y Santomé. Avellaneda también se plantea el tema de la muerte: «¿Te imaginas qué vida espantosa si uno supiera cuándo se va a morir?» (29 de agosto).

     No se cumplen las predicciones para Isabel, pero tampoco para Avellaneda, a pesar de que creyeran que su destino había sido fijado por los juegos de azar. La muerte de Avellaneda causa la ruptura temporal del diario. El 23 de septiembre le dan la noticia de la muerte y sólo es capaz de escribir dos palabras repetidas veces «Dios mío». El día 17 de enero vuelve a escribir en el diario, ya han pasado cuatro meses, hasta ahora no había sido capaz de explicar lo que sucedió ese 23 de septiembre. Santomé relee el diario para encontrar todos «Sus Momentos», al principio Avellaneda era simplemente un apellido, después fue un mundo de palabras con multitud de significados y ahora para Santomé significa «No está. No estará nunca más».

     Rosa, la madre de Avellaneda, a diferencia de Santomé, está aprisionada en su propio pasado:

           Hace veinte años que se me murió alguien. Alguien que era todo. Pero no se murió con esta muerte. Simplemente, se fue. Del país, de mi vida, sobre todo de mi vida. Es peor esa muerte, se lo aseguro. Porque fui yo quien pedí que se fuera, y hasta ahora nunca me lo perdoné. Es peor esa muerte porque una queda aprisionada en el propio pasado, destruida por el propio sacrificio (13 de febrero).               

     Rosa le contó a Santomé los últimos días, las últimas palabras, los últimos minutos de Avellaneda, pero nunca lo anotará, sólo le pertenece a él. Volvió a buscar esa soledad que había estado oculta durante la existencia de Avellaneda, después de cuatro meses volvió al apartamento, lo que importaba era su ausencia. Ahora comprendió que ese período de su vida había sido una tregua y ahora estaba metido en su oscuro destino. Santomé cierra su diario el último día de trabajo, a partir de ahora no escribirá más porque no tendrá nada interesante que contar.

     La pregunta final de La tregua, como afirma Jorge Rufinelli(435), se refiere desoladamente a quien no tiene futuro:

          Desde mañana y hasta el día de mi muerte, el tiempo estará a mis órdenes. Después de tanta espera, esto es el ocio. ¿Qué haré con él?              

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