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ArribaAbajoEl yo como imagen desprendida en La muerte y otras sorpresas de Mario Benedetti

Ana Belén Caravaca (Universidad de Valencia)


La muerte y otras sorpresas, como título, convoca una identidad paradójica: la muerte coagula la sorpresa y ésta es un modo de muerte, un territorio de pérdida. Unidas por el vínculo de la intercambiabilidad, fundarán en diversos cuentos «sorprendentes» contactos, a menudo, fóbicos. Analizar estos «roces» con los diferentes «yoes» textuales será el meollo de nuestra comunicación.

Si como dice Paul De Man «la muerte es un nombre que damos a un apuro lingüístico»423, nos situamos a partir del título frente a una palabra que nombra, fundadora, y lo hace vinculando la expresión de la urgencia del lenguaje, con su propio ahogo, con su atolladero. Puntuar lo indecible, es decir, la urgencia y el agobio del lenguaje parece la identidad «sorprendente» de la muerte. Ésta se coloca en una encrucijada de significación, pues adquiere una dimensión de invención: la muerte inventa, e inventa un «apuro lingüístico».

Esta identidad que hemos extraído de la frase del crítico belga, podemos hilarla con los versos de Antonio Machado que encabezan el libro: «Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa», pues si verdad y fantasía son, en realidad, invenciones, son ficciones trenzadas con la mentira, la muerte, nombradora de atolladeros, también puede serlo, como prolongación inexcusable de éstas. Partiendo de la ruptura de la distancia entre la muerte y la sorpresa, encadenadas por una marca de exclusión, nos ocuparemos del lugar que ocupa el yo que regula, o que es regulado por ambas. Los cuentos «La muerte», «El altillo», «Todos los días son domingo» y «Datos para el viudo» tejen ciertas relaciones asimétricas de poder entre el yo textual y la muerte, armadas desde o con la sorpresa. Relaciones que transforman a estos «yoes» en desprendidos, en imágenes fragmentadas por estar prendidas de la muerte, o de las sorpresas. Adquieren excepcionalidad desde el roce con ambas. Veamos las diferentes formas de desprendimiento del yo vinculada a los diferentes recintos de la muerte en los citados cuentos de la colección.

En «La muerte», el texto que premonitoriamente abre la obra, el yo narrador pierde un espacio de utopía: el dominio sobre el cuerpo propio. La posibilidad, en un principio, y la certeza posteriormente de que padece una enfermedad mortal convulsionan no sólo su mirada sobre el exterior, sino también sobre su propio cuerpo. Su vida corriente, compuesta de un trabajo de oficina, una esposa y dos hijos y una amante, se confunde enfrentado con una sorpresa: la muerte, corporeizada, presente. Lo paradójico es el tránsito que sufre el propio enfermo que narra: mientras duda, mientras se mantiene en la incertidumbre de cuál será el origen de sus agudos dolores estomacales, a pesar de que Octavio, su médico y amigo, ex compañero del liceo, le dice que se «prepare para lo peor», vive catastróficamente, toca todos los fondos posibles de su yo y rememora interminablemente escenas y seres cotidianos. Los proyectos utópicos de su yo, fundados en minúsculas esperanzas («Esperanza, esperanzas, hay esperanza, hay esperanzas, unas veces en singular y otras en plural; Octavio se lo había repetido de cien modos distintos, con sonrisas, con bromas, con piedad, con palmadas amistosas, con semiabrazos, con recuerdos del liceo, con saludos a Águeda, con ceño escéptico, con ojos entornados, con tics nerviosos, con preguntas sobre los chicos»424, pág. 18), lo hacinan, paradójicamente, en la muerte, en la oquedad. En el tiempo de la incertidumbre sobre cuál es la distancia que lo separa de la muerte, ésta lo arroja al espacio y al tiempo de la nada, la muerte, como posible, es el agujero que cerraba el camino tras de sí:

«quedarse sin ellos. Sin ellos, bah, sin nadie, sin nada. Sin los hijos, sin la mujer, sin la amante. Pero también sin el sol, este sol; sin esas nubes flacas, esmirriadas, a tono con el país; sin esos pobres, avergonzados, legítimos restos de la Pasiva; sin la rutina (bendita, querida, afrodisíaca, abrigada, perfecta rutina) de la Caja Núm. 3 y sus arqueos y sus largamente buscadas pero siempre halladas diferencias; sin su minuciosa lectura del diario en el café, junto al gran ventanal de Andes; sin su cruce de bromas con el mozo; sin los vértigos dulzones que sobrevienen al mirar el mar y sobre todo al mirar el cielo; sin esta gente apurada, feliz porque no sabe nada de sí misma, que corre a mentirse, a asegurar su butaca en la eternidad o a comentar el encantador heroísmo de los «otros»; sin el descanso como bálsamo; sin los libros como borrachera, sin el alcohol como resorte; sin el sueño como muerte; sin la vida como vigilia; sin la vida, simplemente».


(págs. 21-22)                


La muerte, lo decible sobre sí mismo, lo que él puede llegar a saber sobre sí mismo, sin mentiras, y por ello sin vida, tal y como decía Machado en los versos antes citados, operan activando el deseo de permanencia, de estar prendido al mundo.

Sin embargo, «la seguridad del diagnóstico le había provocado, era increíble, una sensación de alivio, pero también la necesidad de estar solo, algo así como una ansiosa curiosidad por disfrutar de la nueva certeza»(pág. 22).

La nueva certeza, por tanto, le da una suerte de poder, marcada por el deseo de soledad («la necesidad de estar solo»), de desprendimiento. Se va diluyendo en el entorno como en una muñeca rusa, peldaño a peldaño, convirtiéndose en eco de ecos, de ecos... Adquiere, en cierta forma, una imagen de infinito que paulatinamente se desvanece. La minimalización del exterior al yo, detallado y magnificado en el momento de la incertidumbre, la muerte a tamaño natural de las casas, los autos y toda la realidad que lo rodeaba hacen sentirse al narrador como una figura desprendida, ajena ya a ese espacio de los «otros». Él se asume como excepcionalidad, como un hombre-isla, rodeado por un océano ajeno, y ése es su poder: conocer el límite de la muerte.

En definitiva, en la aceptación de la muerte le viene dado el propio límite de ésta. Cuando se sabe puntuado por ella, en la medida en que ya no puede esquivar la muerte, adquiere el poder de morir sin desafío, desprendido.

En el cuento «El altillo» el yo representa una figura de alteridad: es un fronterizo, cuya identidad siempre bordea el límite de la normalidad. Este identidad como «fronterizo» se articula en el cuento con un deseo: poseer un altillo, esto es, un lugar propio desde donde mirar a los otros.

Siempre quise un altillo, para escaparme. ¿De quién? Nunca lo supe. Francamente, yo quisiera saber si todos están seguros de quién escapan. Nadie lo sabe.


(pág. 25)                


El altillo es, a partir de la propia configuración del yo, un espacio de fuga que le permite mirar no con «ojos de fuga» (los ojos del que escapa), sino con «ojos de dominador», el que posee, sobre todo, el dominio de las intimidades. El altillo representa la identidad de dominador, es una forma de no saberse fronterizo.

Para el yo narrador escapar es una consecuencia de su agresividad («cuando yo escapaba (por ejemplo, cuando hice añicos los anteojos de mi tía y los tiré por el water y ella perdió todo su aplomo», pág. 26) y el espacio donde se licua dicho escape es el altillo; éste, por tanto, adquiere una doble dimensión: el espacio de soledad y el de identidad, en tanto, le permite olvidar al mundo y olvidarse como fronterizo, por la suerte de poder que le otorga mirar sin ser visto.

Para la identidad necesita la soledad y para ésta la muerte: por eso mata al perro que «miraba con ojos de persona», pues esos ojos de persona son una forma de compañía humana, de aquel lugar humano que le era ajeno, que se convierte en el «otro» para el fronterizo del texto. Se acuña un yo desprendiéndose del «otro», frente al que paradójicamente él ocupa un espacio de exclusión (es un fronterizo). La forma de acuñar ese espacio propio, materialmente el altillo, es a través de la muerte; matar al otro, sea el perro con ojos humanos, a su profesora particular o a Ignacio, es un modo de fundarse una identidad, que no es la de fronterizo, impuesta por lo social.

De su vida «humana» no recuerda nada con certeza: los lapsus temporales o su carencia de recuerdos de los tiempos de colegio así lo manifiestan. La indefinición de su yo, clavado en el tiempo («Siempre se me mezclan las fechas», «Todo eso a los doce y también a los nueve», dice el yo narrador), esto es, la oscilación constante entre la «normalidad» y la «anormalidad» («Se acabó el colegio de fronterizos, dijo mi tío. Después de todo es casi normal», dijo mi tía») hacia donde lo hacinan tranquilizadoramente los «otros», viene contrarrestrada por la identidad que él mismo se fabricará, a través del vínculo con la soledad y, por tanto, con la muerte.

La historia de la enseñanza que articula el texto, como un modo de ingresar en la «normalidad», está constantemente interrumpida por el deseo del altillo, de ese espacio que desea suyo, no invadido por nadie y desde el que potencialmente puede invadir al otro.

Las tres muertes del yo narrador tienen en común la mirada: el perro que miraba con ojos de persona, la maestra, cuya «mirada era de ojos bien abiertos» e Ignacio, fascinado por mirar los espacios ajenos. Los tres, de alguna manera, compiten con él, desean escrutar en los otros. Esto supone una amenaza a la identidad que desea conseguir y, por ello, los aniquila. Quizá la muerte de Ignacio sea la más brutal: conseguido el deseo, el altillo, y viéndose invadido por otro espía como él, el que lo enseñó a espiar, Ignacio, ya no permite invasiones y lo mata: «Yo a él no lo traicioné, y ahora viene y se pone el muy falluto a mirar disimuladamente el cielo. Todos sabemos que él perdió su altillo, pero yo no tengo la culpa» (pág. 29). Ninguna piedad con Ignacio, quien nunca lo hizo sentirse ajeno en su altillo, pues con su tentativa de mirada agrede la identidad paulatinamente adquirida.

En definitiva, en este cuento el yo se desprende de los otros a través de la muerte, habitante silenciado del altillo largamente deseado por el yo. Matar las miradas es fundarse una propia, ajena definitivamente. Saberse excepcional es saber mirar, es un tiempo filtrado por la muerte.

La muerte como pérdida vertebra el cuento «Todos los días son domingo». María Ester, la mujer de Antonio, muere y éste comienza a habitar en domingo, esto es, en el despojo del descanso. Perder la compañera es carecer de la rutina, es vivir en la demoledora inacción.

Entre Antonio y Marta existía la comunicación del silencio: la pérdida es para él perder el respaldo del silencio: «Una lástima no haber tenido un hijo. Por lo menos, ahora tendría a alguien que respaldara su silencio» (pág. 51).

Frente a cuentos como «El altillo», en el que el narrador permanece en el indeterminación espacio-temporal, como respuesta a su propia identidad como fronterizo, en éste el narrador en tercera persona, sólo interrumpido por el diálogo entre Marcos y Antonio acerca de la pérdida de Ester, cuenta una rutina, la historia de cada día a partir de la muerte. La muerte rutiniza, hastía por la pérdida del silencio comunicador; ni la foto, ni la lápida de Ester consuelan a Antonio; el silencio de ambas lo condenan a él a la soledad. El yo que configura el narrador es un desprendido del silencio en que vivía con su mujer; desea haber tenido un hijo, porque con él, al menos, hubiera tenido a alguien que «respaldara su silencio». La muerte, en último extremo, desprende al yo de su silencio voluntario, lo hunde en la inacción. No puede salir ya de su lenguaje, lo ha entregado a la muerte. Al mirar el retrato de su esposa se ve obligado a sustituir el lenguaje del silencio por una contemplación silenciosa. Por esto el personaje vive en domingo: representa la continuidad de la contemplación, de la imagen del yo tumbado e inactivo.

Sin embargo, al mismo tiempo, la muerte se alía como deseo: en el cementerio, frente a la lápida de su mujer, ante la que no puede sentir, de repente desea, frente a la falsa simbología de la muerte, la muerte como cuerpo: en las iniciales E.B. de los coches del cortejo fúnebre que se acerca al cementerio piensa en que sean las de Eduardo Budiño, su jefe, ese que posee «esa capacidad para despreciar, esa insensibilidad para mentir, ese encarnizamiento para venderse» (pág. 51); sin embargo, tras de las iniciales se oculta el juego: no es Eduardo Budiño, sino un desconocido Enzo Barrios, con quien, confundido, ha gozado su muerte. El yo, por tanto, se prende de nuevo al mundo, a través, paradójicamente, del deseo de muerte.

La muerte, en síntesis, adquiere dos vertientes: la pérdida del silencio, espacio de privación, y otro espacio de perversión: el deseo de la muerte ajena, de aquel a quien detesta en su vida profesional. La muerte se interioriza en el yo como vehículo de desprendimiento de su vida y lenguaje íntimos, pero de prendimiento momentáneo con su vida profesional.

Por último, en este breve repaso de las relaciones entre el yo y la muerte, nos centraremos en el cuento «Datos para el viudo», el cual también se articula sobre la pérdida de la mujer amada, aunque el tratamiento es diferente respecto del texto anterior. El cuento nos plantea tres «yoes» desprendidos: el yo del viudo, el de Pablo Pierre, amigo de la infancia de la muerta y que introduce «otra» visión de Marta, y el de la propia Marta, que da respuesta en un fragmentario final a la mala conciencia del viudo y a los fantasmas amorosos de Pierri.

El viudo ocupa el lugar de la mala conciencia: su esposa se ha suicidado y él se cuestiona qué significa esa muerte: «¿Un reproche?, ¿un perdón?, ¿Simplemente un silencio?» (pág. 68). Preguntarse por la identidad de la muerte es hacerlo por la de la mujer y por la de él mismo, pues asume que tras la pérdida ya «está de vuelta, inerme y repetido. Me han amputado una mujer, eso es todo»; por tanto, fagocitada su mujer, su muerte es una forma de amputar su cuerpo, de mutilación: la muerte es la mutilación en el cuerpo ajeno y en el propio. La imagen del yo desprendido se materializa porque la muerte lo mutila y lo convierte, por tanto, en cuerpo fraccionado, dividido y, en último extremo, «repetido», como otros cuerpos mutilados. Aquí el Yo, a través del vínculo corporal con la mujer, viva y muerta, se desprende por la muerte.

Sin embargo, ya antes de la pérdida, el yo se configura como una imagen de otredad: «Su nariz afilada, sus labios de cartón amarillo, sus pómulos hoscos, todavía desafiantes, se acostumbraron de inmediato a su ausencia, la aprendieron, casi la reanudaron»(pág. 65); por tanto, ocupa el lugar identitario del romántico, aspirante a suicida, inmerso en una soledad irreversible, en la que estaba depositado antes de la muerte de la esposa. No hay, de este modo, una relación entre la muerte y la ausencia en el yo, como vimos en el cuento «Todos los días son domingo».

Sin embargo, este yo fóbico, invisible para el resto de la gente, no es el protagonista de su muerte, sino el de la de su esposa. Ella culmina el «proyectado» suicidio del esposo, absorbiendo toda la ajenidad social de éste. La venganza de Marta es culminar las tentativas imaginarias de su esposo y condenarlo a la mala conciencia, a no poder reposar nunca más en los mundos posibles de los libros. Lo obliga a mirarse en el espejo.

Él, que había pretendido devorarla, comprometerla en su mundo, fracasa cuando ella convoca a la muerte, cuando la nombra, y lo lleva a él hacia su mundo, lo arroja al mundo de la significación de la muerte. El desplazamiento desde el amor a la muerte es llevado por este vínculo: él queda atrapado por las redes de la muerte de Marta y, por ello, aflora su conciencia culpable y accede a escuchar a Pablo Pierri, que le trae la identidad de la Marta en vida, de la otra Marta que él desconocía.

Él sólo conocía a la muerta porque vivía desprendido del mundo, cuyo olor se le aplastaba «en la ropa, en el rostro, en las manos, como si fuese el único enemigo del mundo, acorralado, sediento,...» (pág. 67): sólo vive, como ya hemos mencionado, en la presencia de los libros: su vida es un vivir muerto para los hombres, ser un muerto en la cama de su mujer, etc., sin embargo, convocada la muerte, muerta ella, se abre a la vida que no es de silencio y escucha a un desconocido, se deja impregnar por las palabras del otro. Ésta es la relación paradójica que pone en funcionamiento el cuento.

En síntesis, la muerte es una socia oculta para Marta, pues le permite fugarse de su marido: ésa es la sorpresa que nos revela el cuento al final, en esos retazos del yo de la propia muerta.

Para concluir, sólo reiterar que lo que parece unir a los «yoes» desprendidos de estos cuentos es la vivencia en tiempos vacíos, independientemente de cuál sea la relación que establezcan con la muerte. Son «yoes» vacíos de tiempo y, por ello, el silencio no succiona sus vidas, sino que llena el tiempo vacío. Un espacio sin palabras que el viudo de este último cuento llenaba con las de los libros, imposibles de vivir, pero nombrada la muerte, se rompe ese tiempo vacío, ese tiempo perpetuo, sólo roto por el silencio. «No sabíamos hablar, no teníamos tema, no deseábamos nada» (pág. 74) es el epitafio común a todos los habitantes de estos cuentos sobrevolados por «la muerte y otras sorpresas».