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ArribaAbajoLo fantasmático en un cuento de Benedetti: el recurso de lo imprevisible

Miguel Herráez (Universidad Politécnica de Valencia)


Referirnos a Mario Benedetti, al menos desde una propuesta de arranque, es aceptar varias nociones, distintas categorías, principios previsibles. Digamos y leamos que es un escritor comprometido, y aquí este término pretende establecer una voluntaria connotación de espíritu conectada con el tiempo que nos ha tocado vivir. Subrayemos, como segundo peldaño, que es un autor cuyo discurso descansa en un eje de la sencillez. Destaquemos, por último, que es un narrador (y ésta es la faceta a la que me voy a referir en las siguientes páginas) en quien, sin veladuras, se impone el registro realista.

Comprometido porque podemos adivinar en él ese interés y deseo por apuntalar el cuento desde unos parámetros de filo instrumental. Se da, efectivamente, en Benedetti un observable epicismo heroico, y, ¿por qué no decirlo?, rastreamos inclusive un mensaje utilitarista. Indicaba, de igual manera, relato de la sencillez, que no del desaliño, en tanto prevalece en su visión del hecho literario un marcado carácter antielitista. También he indicado, he acuñado realismo, que es quizá el estigma más fiero y, a la vez, el más equívoco de lo citado hasta el momento, pues por él y desde él nuestro escritor especifica su enfoque e interpretación del mundo. Es decir consecuentemente, en el marco benedettiano se eleva el cuento ideologizado y configura un modelo de espacio ideológico, ese espacio en el que se mueve el hombre moderno y la sociedad enferma que lo acoge y que Benedetti retrata con maestría. A través de su mirada agridulce reconocemos desde el Montevideo lluvioso y oficinesco de los años cincuenta hasta el París selectivo y áspero de este final de milenio. Una forma indiscutible de hacer historia, un entrar por la puerta trasera en la historiografía, pues hay datación socio-político-histórica, del mismo modo que, implícitamente, se trama un argumento de ficción, pero sin nada que nos recuerde la posmodernidad, puesto que se da ausencia de los activos caracterizadores de ésta. No encontramos la descreencia, el pastiche, la parodia, la desmitificación o el disparate recursivo. Digamos que lo histórico en Benedetti es un icono desde donde dejar constancia de una realidad de la persona y no de su representación abstracta. Insistamos en el valor de reconocimiento, de identidades, afinidades y empatía que cristaliza entre lector y autor.

No obstante, y por lo dicho hasta aquí, Mario Benedetti presenta un número, reducidísimo, de cuentos en los que queda esquinada la serie de principios que, como hemos indicado, le son inherentes por definición. Nos hallaríamos ante una atipicidad en su producción, frente a un perfil de narración distinto, y no tanto por la estrategia de su formulación, que se mantiene coherente, cuanto por el contenido argumental que lo anima. En concreto, estoy refiriéndome ahora al cuento «Acaso irreparable»507, cuyo cuerpo voy a explorar a continuación.

Es éste un cuento de vértices fantásticos y, por buscar esas acotaciones odiosas, pero siempre tan cómodas para el crítico, diríamos que el eje de ese cuento es más identificable con un concepto de fantasía cortazariano y menos con un esquema borgiano. O sea, hablemos de un eje benedettiano. Por tanto, realidad cotidiana en cuyo núcleo se injerta lo fantástico sin estridencias; o, lo que es igual, desdoblamiento de lo fantástico a partir de un estado de realidad constatable entre unas coordenadas espaciotemporales. Tendríamos -ensanchando la consideración y cambiando el orden- un sello de lo fantástico cuya incidencia recae en la construcción de mundos autónomos, ante el diseño de universos al margen de nuestra realidad de ducha diaria, parón de coches en ese maldito cruce entre Colón y Félix Pizcueta y reuniones a mitad de tarde, cafés y cigarrillos de fondo. Observamos, pues, una fantasía disociada de la realidad y regida por unas leyes de carácter independiente; y otra fantasía (la que vemos en este Benedetti) que nace asociada a la realidad y regida por las mismas leyes que operan en nuestra cotidianidad.

Es decir, Sergio Rivera que emprende un viaje desde Montevideo hacia Europa. Su avión debe hacer escala en un país eslavo, posiblemente Hungría. A partir de ahí, cuatro jornadas (de un lunes 4 a un jueves 7), en teoría, que se van a convertir en un encadenamiento de cancelaciones permanentes del vuelo 914 de la L.C.A. Porque siempre es el mismo mensaje del aplazamiento, la invitación para que pasen por el mostrador a recoger los vales canjeables por noches en el Hotel Internacional (acaba de nevar), cafés y sandwiches en el bar de la terminal. Benedetti nos narra así las vicisitudes de este viajero y viajante entre el aeropuerto y el hotel y el aeropuerto, sus reflexiones, sus inmediatas citas («decidió que postergaría varias entrevistas secundarias»508), sus recuerdos de Clara, su mujer, y de Eduardo, su hijo. ¿En dónde radica, en suma, el elemento fantástico? ¿Cuál es la pieza del puzzle que nos indica y nos alerta sobre la convención rota? Ni más ni menos que en el propio Sergio Rivera, y por añadidura en todo el pasaje, dado que aquél y éste son puro ectoplasma desde el mismo arranque del cuento, ya que ese vuelo postergado rutinariamente no es más que el símbolo de su propio avión caído en pleno trayecto unos diez años atrás.

Hemos rotulado el cuento como fantástico y, ahora -dándole una vuelta de tuerca más-, lo inscribimos en la acepción de fantasmático. Destacar a Benedetti como autor de cuentos de fantasmas, en verdad que genera cierta inquietud. «Acaso irreparable», sin duda que, en principio, es un cuento de fantasmas, si bien es necesario matizar que no hay un cumplimiento de los enlaces del género, entre otras razones porque a nuestro autor no le interesa lo más mínimo concitar esas dimensiones cósmicas de lo feérico. Lo aceptamos como fantasmático porque -ya lo hemos mencionado- Sergio Rivera y sus compañeros de vuelo se han convertido en seres transfísicos, aunque con una particularidad fundamental que convierte la circunstancia anecdóticamente en respuesta al género: no es Rivera y el resto de espíritus quienes regresan al mundo de los vivos, sino los vivos quienes se les aparecen a ellos en ese mundo de vivos pero ocupado por los muertos: la terminal del aeropuerto. Sergio Rivera no se siente un ser distinto hasta que, en el vestíbulo del aeropuerto, se topa con quien resultará ser su hijo Eduardo. Es éste quien, en una conversación con una adolescente, devuelve a su padre a una realidad inexplicable: «Además, no es mi viejo sino mi padrastro. Mi padre murió hace años, ¿sabes?, en un accidente de aviación»509.

Como señalan Michael Cox y Robert Gilbert, en el género estamos habituados, por tradición (que se remonta a Le Fanu, a M.R. James, a Edith Wharton o a Blackwood, por citar cuatro nombres incuestionables), a «una interacción dramática entre los vivos y los muertos»510, a un choque que transmita terror entre unos y otros, que no deja de llamarnos la atención cómo resuelve Benedetti su trayecto en este cuento. Lo hace sin histrionismo ni cristales rotos: Sergio Rivera está sencillamente muerto, y vaga, se mezcla y (eso no lo sabemos con exactitud) conserva con esa gente apresurada que vemos en un aeropuerto cualquiera a cualquier hora de cualquier ciudad del mundo.

Podemos ahora preguntarnos cuáles son las claves de que se vale Benedetti para establecer y correlacionar su cuento. Lo hace a través de los cortes secuenciales, pero, sobre todo, de determinadas alusiones que nacen de ellos y que adquieren en el discurso categoría de símbolo. Vayamos por días:

1) Es lunes, 4. Rivera emprende el viaje desde Uruguay, hace escala en un país europeo, se cancela el vuelo de continuación, se hospeda en el Internacional, piensa nítidamente en Clara y Eduardo y habla de su amuleto (la pluma Sheaffer´s) con otro viajero, argentino.

2) Es martes, 5. Rivera desayuna, le trasladan al aeropuerto y a las 12 y 15 anuncian nuevo retraso de tres horas. A las 15 y 30 hay otra postergación hasta el día siguiente. Los pasajeros reaccionan con cierta agresividad, comentan con malhumor: «Si por lo menos nos devolvieran el equipaje»511: son fantasmas que quieren cambiarse de muda. En esta secuencia hay, por primera vez, una sensación de estatismo/muerte frente al dinamismo/vida que viene dictada por la gente joven que irrumpe en la terminal. Aquí es donde encontramos un inicial rasgo sintomático, ceñido por su primera y evidente falta de pérdida de memoria. No recuerda el cuarto nombre de los clientes que tiene que visitar: «Sólo recordó que empezaba con E. Le fastidió tanto esa repentina laguna que decidió apagar la luz y trató de dormirse»512. Además en este tramo del cuento se percata de que en veinticuatro horas no ha pensado en su mujer. El tiempo empieza a desnaturalizarse.

3) Miércoles, 6. Aquí asistimos a la escena de las niñas alemana y francesa, Gertru y Madeleine. Nuevo aviso de cancelación. Rivera corre a coger los bonos: ha asumido su condición de postergado perpetuo: «Rivera se sorprendió a sí mismo corriendo hacia el mostrador para conseguir un buen lugar en la cola de los aspirantes a vales de cena, habitación y desayuno»513. Continúa la pérdida de memoria, ya que no se acuerda de Clara, aunque sí de Eduardo, y los tres nombres de los clientes se reducen a dos: Fried y Brunelí.

4) Jueves, 7. Ropa sucia. Rivera deja de ducharse y de cepillarse los dientes. Aquí Benedetti acelera la desintegración del tiempo cronológico: Rivera descubre un almanaque que marca el miércoles día 11 en vez de jueves día 7. Rivera vuelve a ver a Gertru y Madelaine, pero duda si son ellas o son otras niñas. No recuerda, definitivamente, ninguno de los nombres de sus clientes, aunque eso parece no afectarle. No se trata de interpretar en Rivera una suerte de amnesia, sino constatamos que el personaje se balancea en un plano distinto. Por último, se escucha otro aplazamiento del vuelo, y es cuando, tras verificar en otro almanaque una fecha que lo desconcierta (lunes 7), pero no lo conmociona, se le cruza Eduardo (Rivera) que intercambia señas y domicilios con María Elena Suárez.

Desde aquí podemos inferir cuál es el código por el que Benedetti opta en su articulación de este cuento. Lo hace valiéndose de una descomposición del orden vital de su personaje, lo cual es puesto de manifiesto significativamente por avisos plegados que van desde la erosión de la memoria hasta la desvitalización del tiempo. Señalar, además, que el método por el que opera Benedetti se refugia en una fórmula sorpresiva. Nos da un afilado corte de vida y en su espacio ubica el elemento transgresor, que es el resorte fantástico. Es éste el que, activado desde esa misma posición final de discurso, determina el rumbo de todo el segmento narrativo, pues él es el encargado de reversibilizar la estructura diseñada hasta este instante con lo que el lector es descolocado y entra en la trampa tan sabiamente montada por el escritor.

Mario Benedetti, en definitiva, un narrador también de la fantasía, un cuentista de lo sobrenatural. Con él, asistimos a una normalización de lo extraordinario y a una apuesta por lo mágico en la escena. Todo un reto del que, y a este cuento me remito, sale victorioso cum laude.