Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoLas relaciones entre lo mediocre y lo otro en los personajes de los cuentos de Mario Benedetti

Gracia María Morales Ortiz (Granada)


De más está afirmar que no existe escritura inocente. El hecho de nombrar la realidad, presupone ya elegir una forma de observación, selección y representación. Para el escritor es imposible desligarse de su mundo circundante, donde constantemente se le está exigiendo tomar una posición concreta. Si esto es así para cualquier artista, incluso para aquellos que se autodenominan «no comprometidos», en Mario Benedetti descubrimos además un afán permanente por implicar su actividad intelectual con los problemas del hombre. Según sus propias palabras, el escritor debe asumir «una actitud ciudadana que significa lisa y llanamente su inserción en el medio social, una participación (así sea mínima) en la creación de los bienes colectivos que él luego disfrutará como consumidor»514. Por tanto, para él la palabra nunca va desvinculada de la realidad y todo texto se convierte en un instrumento de elaboración ideológica. Desde luego, no por ello se descuidan sus componentes formales, sino que, como afirma Sylvia Lago:

el discurso literario de Benedetti se presenta como una gran unidad donde confluyen de modo impar valores estéticos y éticos conformando un corpus poético de particular hondura y originalidad. [...] Literatura como «acto social», pues, donde lo artístico es consustancial a la problemática esencial del hombre y adquiere, a ritmo con su época, una función modificadora y elucidante515.



Así, en nuestra opinión, si se quiere abordar responsablemente el estudio de este autor, será necesario atender esas dos facetas de su obra literaria: su valor como expresión artística y su valor como expresión social. Intentaremos, pues, descubrir cómo se vinculan estos dos campos, limitándonos exclusivamente a sus cuentos. Nos proponemos partir de un elemento estructural de la narración, el personaje, y desde él acceder a un grado más abstracto: la persona. Es decir, vamos a estudiar el papel y los comportamientos de determinados modelos de ficción, para encontrar en ellos una plasmación de las actitudes vitales de nuestra realidad. El propio autor legitima esa conexión, al afirmar: «Hoy en día, el personaje literario es individuo y a la vez sociedad; es fragmento plural sin dejar por ello de ser ineluctablemente singular»516. Así pues, nuestro interés está, en última instancia, dirigido hacia «lo humano», que, según Benedetti, es también el eje de atención de la mayoría de los intelectuales hispanoamericanos actualmente517.

Habiendo diseñado, pues, este amplio marco de actuación, vamos ahora a centrarnos en un tema más concreto: la inserción del hombre en el sistema social. Nuestra intención consiste en utilizar las experiencias narradas por los personajes en sus relatos como ejemplo para dilucidar las opiniones del autor sobre la relación del individuo con la colectividad.

Y en primer lugar comenzaremos por atender a los que hemos llamado «personajes de lo mediocre». Bajo este título se engloba a aquellos a quienes su contacto con la sociedad les provoca una reacción doble y paralela: por una parte, la renuncia progresiva a los rasgos personales y distinguidores, y, por otra, la asunción ciega de aquellos dictados por la comunidad. Apresados por un entorno rutinario y cotidiano, van dejando que sus señas de identidad se diluyan ante el empuje alienante de una sociedad opresiva. En el interior de este grupo, como no, hemos de considerar una figura bastante habitual en los cuentos de Benedetti: la del ciudadano pequeño burgués, entresacado de la realidad uruguaya de su momento. Cualquier estudio que consultemos sobre la obra de Benedetti, insistirá en señalar la asiduidad con la que dicha figura aparece518, retratada ya sea en versos (Poemas de la oficina, Poemas de hoyporhoy), en sus novelas (Quién de nosotros, La tregua), en sus relatos y en ensayos, como El país de la cola de paja. Esto lleva a José Carlos Urioste a afirmar, a propósito de esta última obra:

De este modo, Mario Benedetti se convierte en una «voz» que interpreta la clase mayoritaria uruguaya, y, al mismo tiempo, esa clase lo asume como su «voz». No resulta extraño que El país de la cola de paja se leyera en los ómnibus de CUTSA, en la rambla, en Paso Molino y en Barrio Sur; no resulta extraño que fuera el libro de los muchachos de la oficina, o que algún mozo aprovechara la ausencia de clientes para continuar su lectura, o que un jubilado (quizá Martín Santomé), sentado en un banco de la plaza Artigas, deslizara una página tras otra519.



En los cuentos, género en el cual vamos a centrarnos, encontramos una gran presencia de este tipo humano en sus dos primeras obras Montevideanos y Esta mañana. Como emblema de esta clase social suele aparecer la figura del oficinista (en «El presupuesto», «Familia Iriarte», «Esta mañana», «Sábado de gloria», «Musak»...), quien, según creemos, representa al hombre inmerso en el sistema hasta tal punto de perder sus rasgos identificadores y anular sus particularidades. A este respecto Rafael González Gosálbez compara el mundo de este personaje con «un gran círculo cerrado en el que la comunidad y el orden que ella dicta se muestran como un enorme guardián de sus propios intereses frente al individuo». Y, citando a Sergio Visca, formula las tres bases en las cuales se asienta este tipo de vida: mediocridad, frustración, sordidez.

Mediocridad: en el bien y en el mal, en el pesimismo y en la ilusión. Es un mundo de seres en el que todos los impulsos vitales tienen proporciones módicas. Frustración: existencia de una posibilidad interior, de una fuerza íntima que, por cobardía, apatía o ignorancia se deja morir. Sordidez: una sordidez no material sino de alma, oculta bajo ropa limpia y bien planchada520.



Una vez ofrecido el esbozo de las características de estos «personajes de lo mediocre» o «lo habitual», pasaremos ahora a considerar cómo establecen sus relaciones personales. Estas se basan fundamentalmente en la inautenticidad. El amor y la amistad quedan devaluadas, a causa de esa medianía y desapasionamiento que todo lo trivializa. Las parejas que encontramos en estos cuentos han dejado a sus sentimientos marchitarse poco a poco y tal vez su mayor problema sea la falta de comunicación y de contacto físico. En «Idilio» (Esta mañana), por ejemplo, los dos protagonistas, cada uno por separado, muestran al lector sus pensamientos y éste se da cuenta de que ambos se quieren, pero al no hablar entre ellos, no saben interpretar los actos del otro. La lejanía física y espiritual impide salvar ese matrimonio por el cual ambos estarían dispuestos a luchar. Piensa la mujer al final del relato:

sin embargo a él yo querría decirle algo no sólo Juan María ni querido otra cosa que sepa que estoy y lo quiero y me gusta que se haya pegado fuerte con ésos y quizá baste con acercarme y no decirle nada y suspirar un poco y tocarlo tocarlo521.



Igual renuncia a oponerse a la costumbre y la inactividad observamos en Roberto, protagonista de «Como siempre» (Esta mañana):

Cuando entró al dormitorio, María Luisa dormía. Los ronquidos la sacudían a veces como una carcajada incontenible. Roberto comenzó a desvestirse. Como siempre, puso la corbata sobre el saco, los gemelos junto al vaso con agua. Fue la impremeditada caída del segundo zapato lo que la despertó. El último ronquido tuvo cierta emoción. Luego, abarcando la escena desde un solo ojo, murmuró: «¿Qué tal, querido?» No esperó la respuesta. Salió al encuentro de la próxima modorra.

Como siempre. «¿Qué tal, querido?» o la reconciliación. Por un momento sintió envidia de los pobres diablos que hablan de la patrona y le llevan cada sábado una torta con merengue.

Cuando estalló en el reloj del comedor la acostumbrada campanada, comprobó -como siempre- la exactitud de su reloj. Entonces notó que era demasiado tarde. Como siempre522.



Vemos cómo en el interior de estos personajes existe una serie de inquietudes y deseos, pero no los dejan aflorar por temor a romper el equilibrio de lo cotidiano. La vida se convierte en una continua silenciación de la propia voz. «Una estafa» así define el protagonista de «Los novios» (Montevideanos) esa claudicación, esa entrada en la rutina:

Para mí, no había dudas. María Julia, hija de un estafador, me había a su vez estafado a mí, hijo de un estafado. La estafa se había nutrido de recuerdos infantiles, de comprensión cuando la muerte del viejo, de paciencia sin reclamos durante tantos años de noviazgo, de afectuosa pasividad frente a mi muestrario de caricias. Su estafa consistía en haber rodeado nuestras relaciones de suficientes sucedáneos del amor y del deseo como para hacerme creer que ella y yo habíamos sido realmente novios a través de cuatro lustros, deformados ahora en la memoria por la malsana corrección y el largo aburrimiento523.



Ese afán por esconder lo personal, lo verdadero, es también la causa de otro tipo de actitud vital: el fingimiento. Encontramos a lo largo de la cuentística de Benedetti claros ejemplos de personajes que viven en una continua representación. Así, entre otros, la Ana Silvestre, seudónimo de Mariana Larravide en «Déjanos caer» (Montevideanos), o el protagonista de «La expresión» (La muerte y otras sorpresas), o la Digamos Isabel de «La vecina orilla» (Con y sin nostalgia) y desde una actitud más humorística, también la Fanny-Raquel de «Triángulo isósceles» (Despistes y franquezas). Son actores o actrices en su vida cotidiana, interpretando un papel frente a la sociedad. Recojo ahora un fragmento del diálogo onírico que se establece entre un narrador y el Papa, en «Fábula con Papa» (Geografías):


    El Papa levantó lentamente sus dos brazos, como cuando saluda a las multitudes.
-Aquí no hay nadie, Santidad.
Bajó los brazos y volvió a entrecerrar los ojos.
-¿Puedo ser franco?
-La franqueza no figura entre las virtudes teologales.
-Comprendo.
-Ni siquiera entre las cardinales.
-Comprendo. Pero ¿puedo ser franco?
Inclinó la cabeza en un signo neoescolástico de afirmación.
-Disculpe, Santidad, pero el Papa Juan XXIII me caía mejor. Juan XXIII es, después de Cristo, la figura de la cristiandad que me cae mejor.
Movió lentamente los labios, como si rezara. Pero no rezaba. Tal vez decía algo en polaco.
-Sólo pretendo ser un buen pastor.
-Y también un buen actor, ¿no?
-Lo fui en Cracovia, hace mucho.
-Y todavía.
-Es conveniente seguir purificando la memoria del pasado524.

Otra forma de engaño es el enmascaramiento, presente en cuentos como «Esa boca» (Montevideanos) o «Cleopatra» (Despistes y franquezas). Por debajo del maquillaje o la careta, se descubre un rostro distinto del que se está dando al público.

Se trata de un proceso camaleónico de adaptación a la masa, a lo «habitual», a lo «normal». «Yo», dice Benedetti en una entrevista, «conocía a una cantidad de ejemplares humanos que eran formidables por lo lúcidos, por lo inteligentes, por lo sensibles, y que, a poco, se iban como agrisando, como opacando»525. Y si bien este es un fenómeno que se daba en esa clase media uruguaya a la que él retrata, también es la respuesta general de quien no se atreve a ser fiel a sí mismo y se deja fagocitar por la masa. En cualquier momento histórico y en cualquier geografía. Si releemos desde esta perspectiva la breve narración «El otro yo» (La muerte y otras sorpresas), descubrimos en su protagonista la metáfora de quien no es capaz de valorar la parte intuitiva, sincera, sensible de su personalidad, llegando incluso a promover su suicidio, y se da cuenta después de que al perder ese «yo» más profundo y sentimental, se le ha muerto también lo que lo constituye como persona.

Resumiendo pues lo expuesto hasta el momento: ese «personaje de lo mediocre» nos presenta la imagen del hombre alienado, sin señas de identidad, devorado por la fuerza homogeneizante de la sociedad, y en nuestro momento histórico es precisamente la clase pequeño burguesa la más propensa a dejarse arrastrar hacia ese terreno «cosificante» y anulador.

Vamos ahora a centrar nuestra atención en un tipo de personaje totalmente distinto: el personaje de «lo grotesco». Bajo este rótulo reunimos a aquellos seres con alguna deformación física o psicológica, diferentes, por tanto, a «lo normal». Estos representan lo diverso, lo otro, lo no habitual. Quedan apartados de la colectividad y no pueden integrarse al ser rechazados por la mayoría imperante. Según nuestra opinión, estas figuras nos valen como emblema del individuo que, por conservar su originalidad, se ve discriminado del corpus social; es decir, estudiando las características de dichos seres ficticios, su opción de vida, su situación de marginados..., estaremos a su vez trazando la trayectoria de quienes defienden su singularidad y no se dejan arrastrar por las reglas de «lo mediocre».

En realidad, este tipo de «figura grotesca» es menos común en los cuentos de Benedetti que ese integrante de la pequeña burguesía analizado anteriormente. Nos vamos a centrar en tres relatos: «La noche de los feos», «El fin de la disnea», ambos de La muerte y otras sorpresas, y «Su amor no era sencillo» de Despistes y franquezas. Recordemos brevemente cómo se configuran los protagonistas de estos tres cuentos. En el primero, nos encontramos una pareja cuyo rostro está deforme:

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia526.



Así empieza describiéndose el narrador, haciendo hincapié desde la primera línea en esa monstruosidad que los caracteriza y los hace completamente in-habituales. Después él mismo nos narra cómo se conocieron y decidieron darse la oportunidad de enamorarse.

En «Su amor no era sencillo» volvemos a encontrar a un par de amantes, diferentes de lo normal. Resultaría imposible relatar este cuento sin respetar cada una de las palabras elegidas por el autor. No hacerlo así, sería obligarlo a perder toda su fuerza:

Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales527.



Detengámonos en estos dos relatos antes de pasar al de «El fin de la disnea». En ambos nos encontramos con un sentimiento amoroso muy diferente del de los «personajes de lo mediocre». Como apuntamos en la primera parte del trabajo, el vínculo de aquellas parejas se basaba en la convención y la rutina. Faltaban tanto la comunicación de un diálogo sincero como el contacto físico. Por el contrario, los protagonistas de «La noche de los feos» desde su primer encuentro sienten la necesidad de abrirse el uno al otro, de conversar:

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía528.



Ellos no se enmascaran. Su fealdad son ellos mismos, y negarla supondría estar engañándose. Por eso, aunque al principio se camuflan en la oscuridad para poder acariciarse sin ver sus respectivos rostros, después entienden la necesidad de admitir esa deformidad física, que les proporciona su especificidad:

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad, mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas529.



En cuanto a los amantes del otro relato, vemos también ese coraje, esa defensa de sus sentimientos, pasando por encima de las convenciones sociales. A ellos tampoco los comprenden, no los aceptan («Los detuvieron por atentado al pudor»), pero aun así, aunque «su amor no era sencillo», ellos buscan la manera de poder practicarlo, de encontrar un lugar neutral, en donde puedan coexistir sus dos opuestas naturalezas. Sinceridad, pasión, valor, riesgo..., estos son los auténticos componentes del sentimiento amoroso, frente a esa «estafa» de la costumbre en la cual se convertía para el protagonista de «Los novios». Y se destaca el valor del contacto físico, como medio de comunicación más expresivo e intenso que la palabra. En definitiva, por estar marginados socialmente, no ser comprendidos ni aceptados, pero haber defendido su autenticidad, estos personajes «grotescos» pueden sentirse a la vez, como dice el protagonista de «La noche de los feos», «desgraciados, felices»530.

Pasemos ahora a desentrañar las claves del tercer cuento citado: «El fin de la disnea». En él un narrador-protagonista nos habla de los inconvenientes y los beneficios de ser asmático. La valoración negativa está clara: su insuficiencia respiratoria no le permite realizar con normalidad determinadas actividades y con ello le ocasiona cierto aislamiento. En cuanto a lo favorable, la disnea le sirve como vínculo de relación con los otros enfermos. Con este denominador común, las víctimas del asma crean una especie de micro-sociedad, aislada del resto. Los componentes de esta micro-sociedad se sienten en ella cómodos, pues son capaces de establecer lazos de fraternidad entre sí, pero a la vez mantienen unas señas de identidad personales e intransferibles.

Los lectores que siempre han respirado a todo pulmón y a todo bronquio, no pueden ni por asomo imaginar el resguardo tribal que proporciona la condición de asmático. Y la proporciona (o la proporcionaba) justamente por ese rescate de lo individual que, a diferencia de lo que sucede con otros achaques, siempre aparece preservado en la zona del asma. [...] Pero un asmático, con respecto a otro asmático, no es igual (he aquí el matiz diferencial y decisivo) sino afín531.



Esta posibilidad de pertenecer a una comunidad, en la cual son aceptados por sus rasgos peculiares, por su diversidad, es la mayor ventaja, y por ella merecen la pena los achaques de la disnea. ¿Qué hace este personaje cuando la ciencia le ofrece la oportunidad de ser «normal», de acabar con la enfermedad? Él es consciente de las conveniencias de estar sano, y sin embargo, se resiste hasta el final a tomar la medicina capaz de curarlo, pues con su buena salud llega también la destrucción de esa micro-sociedad establecida. Recojo dos fragmentos del texto en donde se refleja claramente esta situación:

Hay que admitir que cada asmático tuvo que luchar con su propia alternativa: darse cuatro bombazos de CUR-HINAL y aliviarse para siempre de estertores sibilantes y no sibilantes, de expectoraciones espumosas o sobrias, de toses secas y resecas, de paroxismos y jadeos; o seguir como hasta entonces, es decir, sufriendo todo eso pero sabiéndose partícipe de una congregación internacionalmente válida, sabiéndose integrante de una coherente minoría cuyo poder se afirmaba noche a noche532.

Finalmente me vencieron. El día en que tuve conciencia de que yo era el único asmático del país, concurrí personalmente a la farmacia, pedí un frasquito de CUR-HINAL (ahora viene mejor envasado e incluye un aparatito inhalador) y me fui a casa. Antes de darme los cuatro bombazos de rigor, tuve plena conciencia de que ésta era mi última disnea. Juro que no pude contenerme y solté el llanto.

Hoy respiro sin dificultad y reconozco que ello significa algún progreso. Un progreso meramente somático. Claro que nunca volverán para mí los buenos tiempos. Yo, que fui uno entre pocos, debo ahora resignarme a ser uno entre muchos533.



Luchar, vencer, resignarse... Si decidimos considerarlas desde este punto de vista, estas palabras reflejan el conflicto del hombre ante una sociedad que trata de silenciar su voz personal, el enfrentamiento del ser libre con un medio alienante. Si, como este protagonista asmático, se termina cediendo, entonces se pierde ese privilegio de «los grotescos», de los que son diferentes y auténticos, y se ingresa en el orden opresor de «lo mediocre».

Por último, quisiera apuntar, siquiera brevemente, otro componente esencial en los cuentos de Mario Benedetti, también implicado en la cuestión que venimos desarrollando: nos referimos a la infancia. José Juan Pérez Pérez, cuya tesis doctoral está dedicada a los cuentos de Benedetti, destaca la presentación de este motivo «bien como personajes, bien como un período fundamental en la vida de los adultos. Y es importante señalar el gran interés que muestra Benedetti por esta cuestión, pues no en vano el análisis de los setenta y cinco cuentos arroja un porcentaje de aparición del tema de un 50'66 %534. A nosotros nos incumbe en tanto que marca un espacio caracterizado también por quedar fuera de «lo habitual», por no formar parte todavía de ese sistema esquematizado y cosificante de los adultos. Por ser también un lugar de «lo otro». Los personajes infantiles conservan la inocencia, la ingenuidad, son directos y esenciales. Además, si nos fijamos en los que aparecen en «Aquí se respira bien», «La guerra y la paz» (Montevideanos), «La colección» (Con y sin nostalgia), «Más o menos custodio», «Como Greenwich» (Geografías), «Pacto de sangre» (Despistes y franquezas) y tantos otros, observamos cómo el autor gusta de situar a los niños en el momento decisivo de comenzar a vislumbrar las reglas de ese juego, aparente y falsificador, de los mayores. Sus padres, sus familiares, los hombres y mujeres a quienes conocen les van proporcionando la imagen del mundo al que pertenecerán. Y casi siempre resulta decepcionante ese primer contacto. Intuyen la hipocresía, la crueldad, el engaño; intuyen «Esa boca» (Montevideanos) triste y frustrada por debajo del maquillaje del payaso, y, ante tal descubrimiento se producen diversas reacciones: desde el llanto y la negación, hasta el aislamiento y la sospecha.

Por último, quisiéramos acabar este trabajo extrayendo algunas conclusiones. En primer lugar, queda claro que la intención de Benedetti es trazar las claves del «hombre nuevo», capaz de integrar una sociedad más justa y libre. Dice así:

Si queremos que el hombre de transición se convierta por fin en hombre nuevo, quizá represente una modesta pero buena ayuda que los escritores y los críticos no lo dejemos en la sombra, sino que lo iluminemos, lo enfoquemos, lo interpretemos, para así aprender de él, para así comunicarnos con lo mejor de nosotros mismos535.

Con esta finalidad atestiguadora, los cuentos comentados proponen una dirección que deberíamos seguir para conseguir esa mejora en nuestra realidad. Dicha dirección se basa en dos principios complementarios: la fidelidad a uno mismo, es decir, el mantenimiento de nuestras características individuales, y, en segundo lugar, el respeto hacia lo «otro», hacia las diferencias del prójimo.

Refiriéndonos al primero de esos dos requisitos, debemos señalar cómo para salvar nuestra personalidad, única e intransferible, de las fuerzas que traten de anularla, la mejor arma será siempre la memoria de lo que somos: «la memoria, o su vicario el subconsciente, van acumulando una antología de las esencias atesoradas, de las imágenes que entre otras cosas son signos de identidad, de las palabras que fueron revelaciones, de los goces y sufrimientos decisivos»536.

En cuanto al segundo, el respeto y la aceptación de la diversidad, es un proceso paralelo al reconocimiento de uno mismo y el único modo de consolidar un medio social libre y pacífico. Así lo expresa el propio autor:

La paz es, por ejemplo, el consentimiento (y hasta la comprensión) de las contradicciones, y en consecuencia, la aceptación de la otherness, o la otredad, esa índole de lo que piensa, siente y es el otro. Cada ser humano es él mismo y también es otro; es otro, cuando se le juzga, se le aprecia o se le mide desde un punto de vista ajeno. La admisión de la cualidad o el carácter del otro no implica la automática aceptación de lo que ese otro es, piensa o siente, sino la mera admisión del derecho que tiene a ser otro. Es precisamente la negación de ese derecho lo que lleva al conflicto, y, en el caso de naciones, a la guerra537.



Indudablemente, no es fácil conseguir esa sociedad equitativa y liberadora. Desde un punto de vista realista y pragmático se la puede calificar de utopía, pero para nosotros, como para Benedetti, «la utopía sigue siendo el motor que mueve al hombre. Siempre la humanidad ha avanzado gracias a la utopía, que nace como un puente desde una realidad injusta hacia otra más justa»538.