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ArribaAbajoLa borra del café: la escritura y la memoria

Eva Valcárcel (Universidad de Coruña)


La novela contemporánea y el concepto de fragmentaridad

La novela, como sabemos, es una forma relativamente nueva que no aparece en la teoría aristotélica de los géneros, que consideraba como géneros mayores a la tragedia y la épica. La teoría literaria moderna, por su parte, se inclina a borrar la distinción entre prosa y poesía y a dividir la literatura imaginativa en ficción y poesía574. Los géneros tradicionales pueden mezclarse y producir un nuevo género impuro y ello significa aceptar que se puede construir al margen de la pureza o la exclusividad, aceptando la fórmula de la inclusividad como presupuesto de un orden más complejo. La novela contemporánea,«ese género bastardo, cuyo dominio es verdaderamente ilimitado», como afirmaba Baudelaire, es el resultado brillante de esa fórmula inclusiva575.

El siglo XX, también en lo que a la novela se refiere supone la preocupación por la complejidad del yo y se encuentra ante la necesidad de elaborar un nuevo lenguaje capaz de traducir la contradicción y el ilogicismo del mundo interior. Éste es uno de los objetivos de las vanguardias históricas europeas576. La narración novelesca se disuelve en reflexiones filosóficas y los contornos de la realidad que la habita, seres y cosas, toman significados ocultos y simbólicos y la historia pierde su posición central577.

El mundo actual no cuenta con una correlación verdadera entre realidad exterior y vida interior, por lo que no puede aspirar a la totalidad, y la experiencia de la vida y el arte sólo puede ser vivida en términos problemáticos. La memoria como mecanismo de creación sustituye a la observación, y se convierte en modelo para la explicación del yo y del mundo. El narrador se implica decisivamente en la narración. El discurso se fragmenta, el tiempo se quiebra y se produce la valoración -inmediata en el texto- de lo anecdótico frente a lo esencial al que se llegará a través de los senderos de la lectura. ¿A dónde va la novela de este fin de siglo?

La trayectoria de esta forma literaria en los últimos tiempos parece revelar que la novela, cada vez más, se constituye en forma de conocimiento, por lo que poesía y novela podrían fundirse y compartir su objetivo: el conocimiento comunicable.

Memoria y escritura en La borra del café

Al encontrarse por primera vez frente al conjunto textual de La borra del café578, el lector se reconoce y se siente inclinado a celebrar la sencillez original de un texto narrativo en el que se invoca una reflexión continua por medio de fragmentos con apariencia de anécdotas y otros que todos reconocemos como claves en la vida de un niño, de un adolescente o un adulto: la desolación extrema de la muerte de la madre, el acercamiento al sexo, al amor, la conciencia social, la familia, la experiencia del goce y la asunción del dolor que es, en definitiva, lo que fundamenta nuestra trayectoria existencial. El lector se reconoce en un universo literario construido con humor y poesía.

La novela consta de cuarenta y ocho fragmentos y un enigma: la imagen, la voz, las promesas y el tacto de una mujer misteriosa y mentirosa y un árbol, una higuera579. Los dos elementos de la narración, mujer e higuera, son indicios de presagio en los posos del café. También se repite una hora, las tres y diez, que a través de los años rememorados actúa como elemento de conexión en el tiempo de las circunstancias que el personaje decide, al recordarlas, seleccionar como decisivas en su vida. La hora exacta, las tres y diez, también une a mujer e higuera, que ya estaban unidas por un espacio del ensueño580 -el patio de la casa de Claudio- en el momento en que el niño Claudio conoce la muerte y el eros.

La mujer es Rita581, la niña de la higuera 1 y 2, ella es un enigma para Claudio en la ficción y para el lector. Rita tal vez no existe, pero sabe besar: «Quién podía saber mejor que yo que Rita era una chiquilla de carne y hueso?... Además, me había besado y los fantasmas no besan. ¿O sí?»582

Entre las unidades que configuran la novela existe una imparable progresión, mantenida por medio del ejercicio necesariamente fragmentario del recuerdo, cuya referencia última es el crecimiento de un niño que pierde los baluartes de la infancia y luego los de la adolescencia y más tarde, perdidos todos los asideros, se convierte en un adulto que se defiende de si mismo y de sus propios deseos, en un gesto violento y enérgico, en el capítulo final, en el que asistimos a la presentación compleja del universo sencillo y bien caracterizado en el que habíamos creído crecer. Una vez más Rita, eros y muerte, aparece en el espacio subconsciente, en el capítulo, «La borra del café». Allí todas las certezas se convierten en dudas, en un discurso vertiginoso que transmite un sueño obsesivo del que es preciso huir: el sexo y la muerte y el dominio del propio destino. Ese era en realidad el objetivo de todo el texto y ¿de todo el sueño? La línea final que el narrador nos ofrece nos obliga a preguntarnos con sus propias palabras:¿dónde ha empezado el sueño?583

En el proceso de reconstrucción mnemónica del personaje, se manifiesta una progresión de intensidad entre los capítulos, que se corresponde con el crecimiento de Claudio. Y en el proceso se acumulan signos e instrumentos de ejecución de esa constitución del ser. Entre ellos ocupa un lugar fundamental el espacio, del que quisiéramos ocuparnos más adelante, el recuerdo del espacio o los espacios de la infancia, el erotismo, el amor, la muerte y el mundo o la conciencia de los demás a los que ya nos hemos referido, sin olvidar otro motivo de gran relevancia que, por sí solo, justifica la existencia de la novela: la conciencia de la escritura y la pertinencia o la necesidad de escribir. Naturalmente, todo esto no nos es acercado de manera directa, sino tal y como se nos da en la vida, explicado u ofrecido por medio de historias no excepcionales, parábolas, anécdotas, circunstancias que el humor se ha ocupado de desdramatizar y que nos son acercadas con la suavidad y la firmeza de una mano diestra e implacable.

La borra del café es también, y por encima de pequeños detalles, una inmersión en la memoria necesaria, un buceo en el pasado efectuado por el protagonista, quien se desdobla en algunas ocasiones haciendo que el narrador en primera persona pase a una tercera persona, obligando a Claudio a verse desde fuera formando parte del gran teatro, como un ser desdoblado que se ve a sí mismo en medio de un ambiente, como un personaje entre los demás que es recogido en el discurso del narrador omnisciente584. Otras veces, el narrador se recuerda como perteneciente al grupo, en episodios que no serían material del recuerdo sin los demás, entonces la perspectiva narrativa será «nosotros»585. Todas son versiones de la memoria del hombre y el niño «Claudio Alberto Dionisio Fermín Nepomuceno Umberto (sin hache)». Las diferentes perspectivas se repiten lejanas en el tiempo para recrear y reconocer situaciones en parte ya vividas. Es el material de la experiencia en el mecanismo del recuerdo. En «El Dirigible y el Dandy»: el punto de partida es un Globo, el de llegada es un muerto; en «Mi segundo Graf», muchos años después, en la Segunda Guerra mundial, Claudio adulto identifica aquella imagen del globo con la del «acorazado alemán Graf Spee, que vino a dar con sus hierros maltrechos al puerto de Montevideo». La existencia está configurada por anillos cíclicos de memoria. Somos un relato. Claudio es un relato en el que intervienen múltiples voces que son invocadas en la novela, como un retorno implacable del que fue. El retorno, como presencia o fijación de un proceso de constitución del individuo consciente, eso que llamamos un adulto. Claudio busca su identidad en el recuerdo que ante cualquier nuevo paso hacia el futuro le hace reflexionar, le recuerda quien es, quien ha sido, leyendo con claridad el relato ya avanzado de su vida.

La memoria fluye y encuentra en su fluir la identidad de Claudio, del hombre, la identidad es la ficción entrevista que germina en el vigoroso oleaje del recuerdo586. En el mar de las presencias inciertas. La memoria es nuestro signo más profundo, el signo que fija la vida, el signo de lo que permanece, pero también es desconcertante, porque no podemos dominar las direcciones del recuerdo. Pero recordar es discernir, el ejercicio del discernimiento se realiza en la mirada impasible y parada sobre un fragmento de vida despojado de la duración, así, regresamos a un espacio habitado en el pasado del que ya no somos parte porque el tiempo nos arrojó de él, sin esperanzas de recuperarlo, pero con la necesidad de comprender, de descifrar lo que fuimos y lo que no quisimos o no fuimos, por incapacidad o por deserción. No es posible el olvido si buscamos el discernimiento, si buscamos la morada del hombre.

Mario Benedetti escribió en 1987 un artículo titulado «Variaciones sobre el olvido»587. El inicio dice así: «El pasado es siempre una morada». Este artículo contiene en forma teórica algunas de las verdades que también están presentes y formando parte esencial de La borra del café. Parece que Claudio se ha dado cuenta de que al mudarse al presente no podía cerrar su pasado como casa que se abandona (luego volveremos sobre casa) si no que es preciso aceptar que ese pasado es una morada intermitente que la memoria «o su vicario, el subconsciente» convierten en un archivo de tesoros esenciados, que son «esencias atesoradas, imágenes que entre otras cosas son signos de identidad, de las palabras que fueron revelaciones, de los goces y los sufrimientos decisivos».

Revelaciones como la definición de la muerte que Rita le da a Claudio en «La niña de la higuera 2»:

La muerte no es tan grave, Claudio... Yo la concibo como un sueño repetido, pero no un sueño circular, sino una repetición en espiral. Cada vez que volvés a pasar por un mismo episodio, lo ves a más distancia y eso te hace comprenderlo mejor588.



O también, otra vez Rita, la confesión del abuelo sobre «su Rita»:

Pasó sencillamente que se esfumó. Era linda y seductora, la verdad es que esa no se me entregó.



O la revelación de Mateo:

Una vez se me acercó una, de nombre Rita, pero luego resultó que no era ciega, y no me gustó el engaño...



Me parece pertinente también destacar que Mario Benedetti habla del futuro como juego de azar o de ruleta en el que siempre perdemos, lo que nos queda es el pasado, como a su personaje, Claudio, quien en el último capítulo de la novela ve pasar su vida en espiral en un sueño en medio del vuelo entre Buenos Aires y Quito, recordando peligrosamente a la interpretación de la muerte que Rita, el fantasma, le había ofrecido. El pasado es lo seguro, lo que nos queda, es nuestra certeza, aunque sea «un pretérito imperfecto, o sea mi pasado no perfecto, rudimentario, timorato, inmaduro, deficitario, chapucero, distorsionado, vulnerable, quebradizo, negligente, etcétera»589.

La existencia es una revisión constante, para avanzar, de lo que ya es inamovible porque pertenece a la certeza del pasado. El olvido no es posible decíamos. Aceptamos con Mario Benedetti que: «El olvido es, antes que nada, aquello que queremos olvidar pero nunca ha sido factor de avance»590. Y el primer instante cierto del pasado rescatado por el recuerdo, ha de pertenecer sin duda a nuestra infancia. La madurez de Claudio, la nuestra, está instalada en lo que Benedetti llama «los puentes de la infancia», y que podríamos también nombrar como las voces que constituyen mi relato, nuestro relato, a las que ya nos hemos referido. Sin ellos, las voces o los puentes, nos condenamos a la infinita inmadurez, a la incapacidad de discernir. Para el total discernimiento se impone la escritura, y en la novela, un narrador secundario, el padre de Claudio, nos lo subraya en dos capítulos titulados: «¿Para qué hablar?» y «Primer Subsuelo», ambos subtitulados «( Fragmento de los Borradores del viejo)». En estos capítulos encontramos reflexiones como éstas:

Cuando los años se suman, uno empieza a tener noción de que el tiempo se escapa, y tal vez por eso alimente el autoengaño de que escribir sobre lo cotidiano puede ser una forma, todo lo primitiva que se quiera de frenar ese descalabro. No se lo frena, por supuesto. Nada ni nadie es capaz de sujetar al tiempo591.



Y también:

Tal vez sea éste el sentido de estos Borradores..., decir algo. No sé con quién hablar de Aurora...



En este punto no puedo dejar de aludir a María Zambrano y a su insustituible ensayo «Por qué se escribe»592. El lector de Benedetti encontrará este ensayo zambriano reseñado por el autor en La realidad y la palabra bajo el epígrafe de «La soledad comunicante», título que remite a la frase inicial y definitiva de la Zambrano: «Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable»593. Escribir es un modo de organizar el mundo y la propia habla.

Cuenta Benedetti en «La soledad comunicante» como respondieron algunos escritores a una encuesta de Libération en mayo de 1985 en la que se preguntaba a cuatrocientos escritores del mundo entero simplemente «¿Por qué escribe?» De las diferentes respuestas que Benedetti transcribe una destaca sobre las demás por sus resonancias filosóficas, la de Osvaldo Soriano: «Escribo para compartir la soledad». Mario Benedetti elige ésta respuesta también y habla de un filtro riguroso que es la soledad, habla del secreto que debe comunicar el escritor en el acto de escribir y una vez y otra vuelve a la transparencia de Zambrano cuando afirma: «El escritor sale de su soledad a comunicar el secreto» para añadir su interpretación propia de ese secreto, como «un matiz inédito en el tembladeral de las relaciones humanas» o como «la mera invención de una palabra», para concluir diciendo que «El impulso que lleva al escritor a revelar ese secreto forma parte de su oficio, que es comunicar». Y podríamos decir conocer, compartirse con los demás en lo que poseen de homogéneo, ser hombres iguales y diversos, sentientes, complejos, completos, defectuosos y mortales. En definitiva, como hemos apuntado ya, la relación del pensamiento de María Zambrano con la propuesta de Benedetti en su novela La borra del café -que coincide con los planteamientos de la novela moderna, no mimética, fragmentaria y entre paréntesis «poética»- se establece en este punto en el que se diferencia entre escribir y hablar. Hemos visto qué es escribir para Benedetti y para Zambrano, pero hablar es lo contrario de escribir. Explica María Zambrano:

Escribir viene a ser lo contrario de hablar; se habla por necesidad momentánea inmediata y al hablar nos hacemos prisioneros de lo que hemos pronunciado, mientras que en el escribir se halla liberación y perdurabilidad594.



Tal vez por esto, Mario Benedetti nos ofrece en La borra del café una historia en la que nos prestamos como lectores a seguir en sus indagaciones por la memoria a un adulto que retrocede hasta convertirse en niño de unos cinco años.

La primera reflexión que nos ofrece es sobre el espacio, sobre sus casas. Por medio de la casa rememorada, podemos descubrir los valores de la intimidad del espacio interior de Claudio. La verdadera casa de Claudio es la del Capurro, a ésta la llama «Un espacio propio». Poca descripción tenemos de todas las casas que ha habitado Claudio, apenas unas pinceladas subjetivas, lo que nos da información sobre su adhesión a la casa y no sobre la casa en sí. En el primer capítulo, el narrador nos informa de que su percepción de las primeras casas se fundamenta en la discrepancia de sus padres sobre la angostura, la humedad o el exceso de sol de las moradas. En resumen, nada podemos saber de las casa y algo de sus moradores. Los recuerdos de Claudio referidos a las casas primeras se limitan a una imagen: en la casa de Justicia y Nueva Palmira, había una claraboya particularmente ruidosa que sólo se abría y se cerraba en tiempo seco. La casa de Inca y Lima, en el mismo barrio, tenía un inodoro problemático, ya que, cuando «alguien tiraba de la cadena, el agua, en lugar de cumplir su función higiénica en el water, salía torrencialmente del remoto tanque empapando no sólo al infortunado usuario sino todo el piso de baldosas verdes». Después vino la casa de Joaquín Requena y Miguelete, de la que sólo es evocada, o merece ser evocada, según el narrador, «una vitrola» en la que su madre ponía un disco con clases de gimnasia. La siguiente casa fue la de Hocquart y Paullier, en ella había «una azotea». Más tarde, vino la verdadera casa, el espacio propio de la casa del Capurro.

En todos estos ejemplos, memoria e imaginación se funden en el recuerdo y constituyen una sóla unidad de actualización.

En la rememoración, el espacio lo es todo, ahora que el tiempo ha sido abolido y ha sido negada la posibilidad de revivir la duración595. La localización en el espacio de la intimidad de Claudio, el personaje, o de cualquier hombre, es determinante para la descripción de los pasajes de la vida íntima y la forja de la personalidad propia.

La casa aparece como un cuerpo de imágenes al que el hombre se siente perteneciente. Claudio nombra la Casa del Capurro, a diferencia de las otras, y concretamente a su altillo en ella, como «Un espacio propio». En su altillo, el niño se convierte en soñador orientado hacia la centralidad del patio y del árbol identificado en él, la higuera, que será el puente hacia el mundo de Norberto, con el que hablará «del mundo y sus alrededores», pero también puente al mundo de la enigmática Rita. La casa de Capurro, es «Un mundo para mí», y está enmarcada en un espacio exterior, el Parque Capurro, escenario central de la infancia, recorrido por los amigos de esa etapa. Pocos datos tenemos de la casa, una vez más, un detalle, esta vez referido exclusivamente al mundo íntimo de Claudio. En el patio de la Casa de Capurro, el centro del mundo para Claudio, está el Paraíso y la higuera, el árbol del pecado, del bien y del mal y el cuerpo. Mirando a ese mismo patio, verá Claudio como es expulsado de la infancia al ser advertido de la próxima muerte de su madre y, casi en el mismo instante, al ser besado por Rita. Ese Paraíso se perderá para siempre cuando el personaje ha de trasladarse a otro barrio, momento en el que asistimos en el texto de Benedetti a la ceremonia de la despedida de los lugares. El espacio definitivo de la infancia es recordado con todos los sentidos, con el olfato, con el tacto, con la vista:

Tocar la casa, palpar sus paredes, sus puertas, sus ventanas, sus pestillos, tocar sus escalones, abrir sus armarios, todo eso era mi forma de poseerla.

Tenía asimismo un olor peculiar (...) el que exhalaban, por ejemplo las baldosas blancas y negras del patio interior, o los escalones de mármol del zaguán o las tablas del parquet, o la humedad de una de las paredes...596



Es evidente que la casa de la infancia posee una emoción onírica. Unos pocos detalles son suficientes para conducirnos al ensueño y a la reconstrucción del pasado, siguiendo la pauta de una voz lejana que es la de la memoria que habla dentro de uno. Así, mediante el ensueño es rescatada la infancia y no mediante los hechos concretos.

Ya para finalizar, quisiera subrayar que la poética del espacio en La borra del café merece un análisis más detenido. De ella depende en gran medida el discurso narrado. El centro del mundo narrativo es Claudio en su altillo mirando al patio centro de la casa, y al árbol, centro del patio con su pájaro, centro el centro mismo. En el patio, la ensoñación, el amigo, la conciencia del cuerpo y de la muerte. Ese mundo pertenece al espacio del Parque Capurro y el resto es el mundo que queda fuera del pasado imperfecto de Claudio Nepomuceno:

La casa tenía un paisaje y un tacto y un olor promedio que era la fragancia general de la vivienda. Cuando llegaba de la calle y abría la puerta, la casa me recibía con su olor propio, y para mí era como recuperar la patria.597



La patria. La pertenencia. La identidad. La casa y su perfume. El cuerpo de la memoria. La patria. La casa598.