Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoEl teatro de Mario Benedetti

Rafael González (Alicante)


Para Patrizia Spinato

Resulta ya un lugar común señalar que la historia del teatro latinoamericano no puede compararse a la de los demás sectores de la creación literaria en ese continente mestizo; que el teatro latinoamericano, por desgracia, no tiene, como la poesía, la novela o el cuento, ningún Neruda, ningún García Márquez, ningún Cortázar, ningún Borges..., aunque, eso sí, varios han sido los grandes autores de la literatura latinoamericana que, en alguna ocasión, casi de manera anecdótica y desde luego con no demasiado éxito, se han aproximado al teatro. Lo hizo Pablo Neruda con Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, también García Márquez con su monólogo Diatriba de amor contra un hombre sentado, Carlos Fuentes con Orquídeas a la luz de la luna, Vargas Llosa con La señorita de Tacna, Kathie y el hipopótamo y La Chunga, y hasta Julio Cortázar con el poema dramático titulado Los reyes. Asimismo hay que mencionar que algunas grandes obras de los grandes autores latinoamericanos han sido traducidas desde sus lenguajes originales (principalmente el narrativo) a formas escénicas. Es el caso, por ejemplo, de El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, Rayuela de Cortázar, Concierto barroco de Alejo Carpentier, Pantaleón y las visitadoras de Vargas Llosa, El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez, e, incluso, rizando el rizo, la trilogía Memoria del fuego de Eduardo Galeano655. Paradójicamente, estas adaptaciones no sólo contaron con una buena difusión -extraña en lo que se refiere a la dramaturgia latinoamericana-, sino que, asimismo, en la mayoría de los casos, también recibieron el aplauso de público y crítica. Con una excepción: la de la reciente y ya citada Pantaleón y las visitadoras, adaptada por Alfonso Ussía, Juancho Armas Marcelo y Javier Olivares, dirigida por Gustavo Pérez Puig y producida por Salvador Collado que resultó, para decirlo con generosidad, una auténtica desvergüenza.

Pero, como es evidente, citando estos títulos y estas firmas poco, muy poco, se está hablando de la literatura dramática de la América Latina, una literatura que, como señala Giuseppe Bellini656, da sus primeros pasos en firme con las obras escritas a finales del siglo XIX y principios del XX por el uruguayo Florencio Sánchez, pero que ya anteriormente había contado con algunos balbuceos a destacar, como las obras escritas en España por el mexicano Pedro Ruiz de Alarcón en la primera mitad del XVII, y las dos comedias y tres autos sacramentales de la también mexicana Sor Juana Inés de la Cruz creados en la segunda mitad de la misma centuria.

En efecto, el auténtico precursor de la dramaturgia latinoamericana fue el uruguayo Florencio Sánchez, el cual, con obras como M'hijo el dotor (de 1903), Barranca abajo (1905) o Nuestros hijos (1907), se consideró durante muchos años, al decir de Bellini, como «el único autor destacado del teatro hispanoamericano»657. De hecho, Sánchez llegó a ser el nombre más importante de la denominada «Década Dorada» (1900-1910) del teatro en América Latina. Ernesto Herrera, José Pedro Bellán, Justino Zavala Muñiz, Juan Carlos Patrón o Víctor Pérez Petit son otros dramaturgos uruguayos que continuaron el camino iniciado en buena medida por Sánchez y cuyas obras ocupan el espacio temporal que va desde aquél al ecuador del presente siglo, que es cuando el teatro uruguayo inicia su etapa más interesante, hasta llegar a nuestros días. Así lo señala Juan Carlos Legido: «...teatro uruguayo, o sea teatro como una manifestación cultural coherente y continuada de creación y representación escénica no existe en nuestro país, a mi entender, sino desde 1947...»658, que es el año, por cierto, en que se crean la Comedia Nacional y la Federación Uruguaya de Teatros Independientes.

Roger Mirza establece una división entre las generaciones del 45, del 60 y de los 70 (también llamada generación de la Dictadura, Invisible o Fantasma) para ofrecernos una plantilla bastante considerable de los dramaturgos que ha dado el Uruguay en estos últimos cincuenta años659. Andrés Castillo, Carlos Maggi, Antonio Larreta y Jacobo Langsner aparecen como nombres destacados de la literatura dramática de la generación del 45, donde también se puede incluir tanto a Ángel Rama (excelente ensayista, pero asimismo autor teatral en textos como La inundación, Lucrecia o Queridos amigos) como a Mario Benedetti.

Si echamos una ojeada a la última lista de obras publicadas por el autor de La tregua (la que aparece en las páginas finales de El Aguafiestas Benedetti, biografía escrita por Mario Paoletti), encontraremos que son más de setenta los títulos debidos a la pluma (o el ordenador, según los tiempos) del escritor uruguayo660. Pero de esos más de setenta sólo tres pertenecen al género dramático: El reportaje (cuya primera edición es de 1958), Ida y vuelta (publicado por primera vez en 1963) y Pedro y el capitán (editado en 1979). Raúl H. Castagnino amplía, sin embargo, esa nómina, y cita también Amy, teatro poético premiado en un Concurso Universitario de Literatura; Ustedes, por ejemplo, que no trascendió, y El apuntador661. Pero lo realmente cierto y comprobable es que tres han sido las obras teatrales publicadas por Benedetti, y sólo se tiene noticia del estreno de dos de ellas: Ida y vuelta y Pedro y el capitán. Habría que mencionar también la adaptación teatral de algunos cuentos de Montevideanos realizada por el Teatro del Pueblo de la capital uruguaya, las de La tregua por Rubén Deugenio para El Galpón en 1962 y por Rubén Yáñez para el Teatro Circular de Montevideo en 1996, y la de Primavera con una esquina rota por el grupo ICTUS de Santiago de Chile en 1984.

El primero de los intentos dramáticos de Benedetti que ve la luz es el ya citado El reportaje. Lo publica Marcha en Montevideo en 1958, el mismo año en que se estrena La trastienda, pieza con la que se dio a conocer como dramaturgo (y, por cierto, acaparando todos los premios del teatro uruguayo) Carlos Maggi. La acción de El reportaje, pieza en un acto con «un presente y tres evocaciones» que fue premiada por el Ministerio de Instrucción Pública del Uruguay, transcurre en Montevideo y en una «época actual»662, mientras que las evocaciones acontecen, respectivamente, diez, treinta y quince años antes. Aparecen ocho personajes, aunque tres de ellos son el novelista Jaime Valdés con tres edades distintas: como niño, como joven y con cuarenta años. La escenografía principal de la obra la constituye el estudio de Valdés, en el que sostiene una larga conversación con Suárez, crítico literario con el que parece mantener unas relaciones bastante más benévolas que las que podrían suponerse habituales entre crítico y escritor. Valdés ha publicado recientemente una novela, Juventud, mezquino tesoro. Mientras bebe whisky y conversa con Suárez sobre sus próximos proyectos (una «novela del empleado público, con un título chocante, como Enterado archívese663», que nos remite inevitablemente a varios trabajos de Benedetti de esa época y tema similar, pongamos los Poemas de la oficina), recibe una llamada telefónica en la que se le recuerda que tiene que contestar a las preguntas de un reportaje para un semanario. Empujado por ellas, y por el empeño de Suárez en que su novela editada es «cien por cien»664 autobiográfica, Valdés se verá obligado a recordar tres momentos de especial trascendencia en su vida que, tratados de forma literaria, se han visto reflejados en su obra. Curiosamente, la imagen de Valdés que nos van transmitiendo las tres evocaciones pasa de ser positiva (en la primera se nos muestra como una persona repleta de dignidad y en la segunda como una pobre víctima del egoísmo de sus padres) a convertirse en especialmente despreciable. El procedimiento que propone Benedetti en su texto para afrontar escénicamente las tres evocaciones es el del cambio de luces, dejando a oscuras la parte del escenario donde se encuentran el Valdés de 40 años y Suárez e iluminando aquélla en que se va a desarrollar el flash-back, así como la permuta de los telones con diferentes vistas que pueden apreciarse tras una ventana. El primer recuerdo nos conduce, como dije, diez años atrás, cuando El Patrón de Valdés («ejemplar perfecto del industrial prepotente, inescrupuloso y sumamente hábil en el trato con la parte despreciable de la gente, que es sin duda la que mejor conoce»665) intenta engatusar a su empleado para que delate a los dos compañeros que, junto a él, fueron los instigadores de una huelga en la empresa. El Patrón promete a Valdés varios beneficios a cambio de esos dos nombres, pero Valdés no cede.

La segunda rememoración nos hace viajar en el tiempo hasta treinta años antes, cuando Valdés es apenas un niño de nueve años y asiste como «un testigo mudo, pero [con] los ojos bien abiertos y espantados»666 a una violenta discusión de sus padres que, tras echarse en cara mezquindades varias (entre ellas, unos cuantos adulterios), convienen en separarse y dividir sus bienes gananciales: casas, coches, títulos, hipotecas... Los adultos no sólo olvidaron al niño durante su refriega, sino que también ahora, en el momento del reparto, lo dejan de lado hasta que El Padre, al final de la evocación, repara en él: «Ah, y también queda éste», dice667. Esta misma historia ya había sido recreada por Benedetti algún tiempo antes, concretamente en 1951, en el cuento «La guerra y la paz», inserto en Montevideanos. En él, el niño describe lo que sucede a través de una primera persona testigo y, en palabras de Dante Liano, «mentalmente como un corresponsal de guerra»668. De hecho, así lo confirma el afectado: «Yo era un corresponsal de guerra», asegura. En realidad, es la única función que puede cumplir. El padre repara en él con la misma frase que lo haría en el texto teatral. El niño, entonces, se siente un objeto más: «yo estaba inmóvil, ajeno, sin deseo, como los otros bienes gananciales»669. Como señala Jorge Ruffinelli, «La cosificación aparece aquí en todo su apogeo»670, combinando en una ambigua suerte la indiferencia y el desprecio que alcanza un grado de repulsa definitivo al tratarse del propio hijo.

Por fin, el tercer flash-back nos presenta nuevamente al Valdés Joven de la primera evocación, aunque han pasado ya cinco años desde aquélla. El actual recuerdo hace que aparezca en escena Clara, una mujer a la que Valdés conoce desde ocho meses antes y con la que mantiene unas extrañas relaciones sentimentales, pues sólo se ven los jueves y apenas si conoce cada uno de ellos detalles de la vida del otro. Ante la insistencia de la chica, Valdés inicia una sesión de confidencias que, por supuesto, alcanza al aspecto amoroso. Confiesa una antigua relación pasional, una relación que acabó, por su culpa, de modo trágico. «Yo tenía una horrible conciencia de no ser tomado en serio -explica Valdés- [...] Un día no pude más y la golpeé... [...] La golpeé, la humillé. La obligué a cometer acciones que eran denigrantes en nuestra relación. Tenía que verla alguna vez en una postura horrible, en una actitud absurda, reprochable»671. La mujer, después de ese incidente, se suicida.

El reportaje culmina con los sollozos de un Valdés ya a solas y la aparición en el gran ventanal que ocupa la pared del fondo de la escenografía del mismo telón que sirvió para ubicamos en la segunda evocación, aquella en que Valdés era un niño olvidado por sus padres. Todos los males de este personaje que ha ido envileciendo ante nuestros ojos de manera irreparable parecen tener su origen en aquella infancia agria que él mismo nos ha contado, y que no es sino el reflejo de un mundo que se refocila en su propia sordidez. No cabe duda de que el texto entronca perfectamente con otros de esa primera época de Benedetti: los cuentos de Esta mañana, la novela Quién de nosotros, los relatos de Montevideanos... donde se realiza, como señaló Jesús Díaz, el «inventario de una moral en crisis»672.

El segundo texto dramático de Benedetti del que tenemos noticia fiable, Ida y vuelta, una «comedia en dos actos» escrita en 1955, que sería publicada en el año 63 en Buenos Aires por la editorial Talía673, fue estrenado en la Sala Verdi de Montevideo el día 17 de julio de 1958 por la Compañía de Actores Profesionales Uruguayos, bajo la dirección de Emilio Acevedo Solano. Este montaje obtuvo un segundo premio en un concurso teatral organizado por la compañía El Galpón y, con posterioridad, el tercer premio de las Jornadas de Teatro Nacional organizadas por la Comisión de Teatros Municipales de Montevideo. Al igual que en la obra anteriormente comentada, la acción transcurre en la capital uruguaya, y en una época contemporánea a la de escritura del texto. El gran protagonista es un Autor teatral que quiere mostrar a los espectadores una serie de materiales (argumento y personajes) que le rondan la cabeza y con los que se plantea redactar una comedia. Insiste en que lo que se verá a continuación no es la obra en sí, ya acabada, sino simplemente un boceto de lo que podría ser, con el fin de comprobar el efecto que causa en el público pero también de constatar por sí mismo si vale la pena o no enzarzarse en su escritura. Evidentemente, lo que está haciendo Benedetti con esta primera intervención (y con otros procedimientos) es utilizar las técnicas distanciadoras de autores como Berltolt Brecht o Luigi Pirandello, influencias analizadas por Alyce de Kubhne en un interesante artículo de 1968674. Vale recordar que el germanoriental proponía un teatro en el que, entre otras cosas, los actores, lejos de actuar, narraran; en el que se hiciera al espectador un observador con el fin de despertar su actividad, obligándole a estudiar y a adoptar decisiones; en el que se investigara al hombre como ser mutable, y en el que, sobre todo, se produjera la expresión de la razón675. Por lo que se refiere a Pirandello, recordemos que en su excelente Seis personajes en busca de autor (estrenada en 1921), el espectador asiste de entrada al ensayo de una obra del propio Pirandello titulada El juego de las partes cuando irrumpen en el teatro media docena de personas que exponen al director y a los actores que ensayaban la historia de sus propias vidas. Utilizando este artificio, el autor italiano pretende que el público tome a estos personajes como seres reales, no ficticios, lo mismo que el Autor de la obra de Benedetti desea para sí, otorgando a la pieza, como señala David William Foster, «su naturaleza como metateatro»676.

Así pues, los personajes que protagonizan ese borrador que es Ida y vuelta son Juan y María, «un hombre y una mujer tan corrientes y tan montevideanos -dice el Autor- que da lástima escribir sobre ellos»677. En las distintas secuencias que se nos van mostrando, asistimos a su relación, una relación que comienza a la salida de un cine y que continuará con un noviazgo, un matrimonio, una distanciación entre ambos, un viaje de él a Europa que le resulta desalentador, una separación y, de inmediato, en palabras de Castagnino, «al añorarse mutuamente, el sentir nostalgia de la cotidianidad termina por reunirlos nuevamente»678. La conclusión a la que llegará el Autor al final de la obra es que «lo montevideano no es teatral... [...] para hacer grandes obras son necesarios grandes temas... y nuestros temas son chiquitos... como para soneto...»679, por lo que se siente obligado a desistir de la escritura de la historia de Juan y María y a emprender la composición de Nausicaa una gran pieza basada nada menos que en un argumento de Homero.

Según escribe Paoletti sobre el estreno de Ida y vuelta, «Al público le gusta bastante, a la crítica absolutamente nada, a él (Benedetti) más o menos»680. Sea como fuere, lo cierto es que el estreno de esta obra permite a nuestro autor viajar un año después a los Estados Unidos como becario del American Council of Education en su condición de joven dramaturgo. Allí dictará dos conferencias en otras tantas universidades: precisamente la de la Universidad de Chapell Hill en Carolina del Norte, se titulará «Teatro uruguayo hoy».

Tienen que pasar veintiún años para que Benedetti se decida a escribir un nuevo texto dramático. Y lo hace de forma casi accidental, podría decirse que sin proponérselo. De hecho, en una conversación con su compatriota Ernesto González Bermejo había asegurado que nunca jamás lo iba a volver a hacer. La razón que esgrimía para esa decisión tan drástica era clara: «el teatro que escribo es malo»681. Pero se ve que no contaba con los caprichos de la creación. En uno de los últimos días de diciembre de 1973, en Buenos Aires, Jorge Ruffinelli entrevista a Benedetti y éste, al hablar de sus nuevos proyectos, cita una novela «que tal vez se llame El cepo, [y que] va a ser un diálogo entre un torturador y un torturado, en donde la tortura no estará presente como tal aunque sí como la gran sombra que pesa sobre el diálogo. Pienso tomar al torturador y al torturado -añade Benedetti- no sólo en el diálogo que se realiza en la prisión o en el cuartel, sino mezclados con la vida particular de cada uno»682. Ése es el tema de la obra teatral más importante y conocida (para el gran público, posiblemente la única) de Mario Benedetti.

Escrita íntegramente en Cuba, Pedro y el capitán fue publicada por primera vez en 1979 por Nueva Imagen de México, y en 1995 alcanzó su trigésima segunda edición. El mismo año 79 la compañía uruguaya El Galpón (que también la llevaría al cine) sube la obra a un escenario. Este montaje fue realizado en el exilio mexicano del grupo y bajo la dirección de un nombre mítico de la escena uruguaya, latinoamericana: Atahualpa del Cioppo. El Galpón llegó a realizar más de doscientas funciones de su puesta en escena. La llevaron desde las minas de Bolivia hasta el Berliner Ensemble y recibió tanto el Premio Amnistía Internacional como el de Mejor Obra Extranjera en México. En 1980, el Teatro Político Berltolt Brecht de La Habana también levanta este tercer texto dramático de Benedetti, y dos años después es el Teatro Independiente del Uruguay quien hace lo propio, presentándolo, incluso, sobre las tablas del Teatro Lavapiés de Madrid. Ha sido representado en castellano, inglés, francés, alemán, portugués, sueco, noruego, italiano, gallego y euskera, y ha sido traducido asimismo al eslovaco y danés. Además de por las ya mencionadas, fue escenificado por compañías de México, Costa Rica, Puerto Rico, República Dominicana, Panamá, Chile, Venezuela y Colombia. Varias han sido también las agrupaciones españolas que han representado esta obra: entre otras, el Teatro Estudio de Gijón, el Teatro del Noctámbulo de Extremadura y la salmantina Etón Teatro, cuyo trabajo, como saben, podremos ver esta misma noche.

La obra se divide en cuatro actos, y se desarrolla en una sala de interrogatorios. A diferencia de los textos antes comentados, aquí no encontramos una acotación ubicadora inicial, pero sabemos de sobra que la acción transcurre en Montevideo durante la época de la represión militar, que comenzó a principios de los años setenta, endureciéndose a partir del golpe de finales de junio de 1973. Pedro, un preso, y el Capitán, un interrogador, son los dos únicos personajes del texto. El Capitán intenta que Pedro delate (tema éste que ya había aparecido en El reportaje) a unos compañeros revolucionarios, pero Pedro se mantiene firme en sus convicciones a pesar de la tortura («apremios físicos» según los represores uruguayos, «presiones físicas moderadas» según los actuales torturadores israelíes), incluso llegará a decantarse por la muerte antes que por la traición. El Capitán (que, en realidad, es coronel) intenta mostrarse, por lo menos en un primer instante, como un hombre civilizado, que está por «el argumento»683, y no por la fuerza bruta. La pieza se plantea entonces como, en palabras de Benedetti, una «indagación dramática en la psicología del torturador»684. No es el primer intento de nuestro autor en este sentido. Recordemos cuentos como «Los astros y vos» o «Escuchar a Mozart», de Con y sin nostalgia; o «Escrito en Überlingen», de Geografías, donde se nos enfrenta con la crueldad (en los dos primeros) y la locura (en el último) de esos torturadores que acabarán confesando sus crímenes, como ha sucedido en la vida real (caso del arrepentido argentino Scilingo), o suicidándose, como en Andamios, la última novela de Benedetti, aunque, en el colmo de la vileza, la autoinmolación del «milico» no obedece allí a problemas de conciencia. Da lo mismo, o casi, porque, como escribía Benedetti, «Un torturador no se redime suicidándose, pero algo es algo»685.

La obra, como señalé antes, ha obtenido un éxito innegable allá donde se ha visto o leído. En todas partes, menos en el Uruguay. Allí, como confesaba a Paoletti el propio Mario, «La crítica la ignoró o la vapuleó y el público no fue a la sala: duró muy poco en cartel. Y tampoco gustó la película que se hizo sobre la obra»686. Seguramente por proximidad. La herida de los tiempos crueles, que acabaron en el 85, aún no ha cicatrizado del todo en Uruguay. Es probable que, dentro de unos años, los uruguayos puedan contemplar con la distancia necesaria para que el dolor no les empañe la mirada ese canto a la dignidad titulado Pedro y el capitán que, no casualmente, lleva la firma de Benedetti, ese honesto en estado puro, el cual, ya en «Hombre preso que mira a su hijo» escribió: «es mejor llorar que traicionar / [...] es mejor llorar que traicionarse»687. No lo olvidemos.