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ArribaAbajoUn lector bien entrenado (Mario Benedetti, el periodista-crítico)

Pablo Rocca (Ediciones Banda Oriental. Montevideo)


Entre la multitud de formas de discurso por las que desde 1943 incursiona Mario Benedetti, la crítica literaria fue una manifestación temprana. Paralela a la poesía, el cuento y aun anterior a la escritura de novelas, por encima de su comprensión de la literatura ajena Benedetti encontró, en esa dedicación crítica, su propia cifra en el cauce de la modernización literaria hispanoamericana. Esa tarea permanente contribuyó a cimentar su propio edificio literario. En las páginas que siguen se pondrá a prueba esta hipótesis.

Sobre la función del crítico literario, Benedetti abriga una certeza: «ayudar al lector, ponerlo en antecedentes de qué es lo que va a encontrar» en el libro que puede caer en sus manos688. Basta esta anotación intercalada en un artículo sobre el narrador uruguayo Juan José Morosoli, para explicar cómo el escritor ha concebido una parte de esta actividad durante toda su vida, cincuenta años redondos en los que publicó alrededor de dos centenares de notas y ensayos.

Sucesivas recopilaciones han juntado una y otra vez muchos de esos textos689. Ahora, esa acumulación de títulos se decantó en dos volúmenes en los que no está todo, pero está lo que el autor entiende que es fundamental. El ejercicio del criterio690, el primero de ellos, reúne los escritos sobre las letras del «primer mundo» y las de América Latina, así como ciertas reflexiones sobre arte literario y realidad; Literatura uruguaya siglo XX, que acaba de alcanzar una cuarta edición ampliada, recoge su labor sobre el objeto de estudio declarado en el título. Juntas, estas compilaciones suman un millar de páginas. Sus itinerarios diversos parten, no obstante, de un mismo lugar: la mirada sobre este siglo agónico.

El estreno crítico de Benedetti se remonta a 1948 con Peripecia y novela, el libro de un joven competente y enterado, el libro de un outsider que trabaja en una oficina y que, en los ratos libres, lejos de toda capilla o aun de cualquier grupo intelectual, lee, escribe y publica todavía sin eco. Conviene reparar en los asuntos de este libro nunca reeditado, pese a que no le faltaron oportunidades para ello. Peripecia y novela contiene, primero, el largo ensayo que da título al volumen en el que, apoyándose básicamente en la narrativa del siglo XX, revisa «la ley y la trampa» de la peripecia novelística, recursos que sintetiza en este enunciado: «Desde el momento en que se certifica el estado legal de una actividad creadora, ésta pierde inevitablemente actualidad»691. Dedica otro largo ensayo del volumen a la vida de Rainer María Rilke y sus Malte Laurids Brigge, en otro más aborda los Extractos de un Diario, de Charles Du Bos y, al final, queda espacio para el examen de la obra de Evelyn Waugh. Son tres ensayos sobre escritores de tres lenguas europeas distintas.

Salvo el alemán, al que aprendió en la infancia, Benedetti adquirió en soledad las otras dos lenguas, sólo con la ayuda de diccionarios y de mucha disciplina -según ha declarado- porque ansiaba leer a Proust, Henry James y William Faulkner en el original692. A ese empecinamiento autodidáctico corre pareja la carencia de un curriculum universitario que no podía tener de forma alguna, puesto que en su época no existían en Montevideo las carreras superiores de letras. Esta ardua conquista de la modernidad «occidental» y cosmopolita, hasta mediados de los cincuentas le hizo dedicar la mayor parte de su energía lectora a desentrañar la obra de Proust, Faulkner, Henry James, Italo Svevo, Thomas Mann, Forster y otros europeos y angloamericanos, aunque de a ratos se acercó a las letras del que luego llamaría «el continente mestizo». Un pasaje de su libro inaugural justifica esa opción que se había formulado ya en los años juveniles: «los novelistas y cuentistas de Hispanoamérica, han sufrido necesariamente la influencia de las nuevas corrientes europeas [...] (entre ellos, Jorge Luis Borges) ha cumplido (...) la importante tarea de introducir lo inglés en nuestros medios intelectuales, traduciendo y prologando obras de autores que como Melville o James eran hasta hace poco casi desconocidos en el Río de la Plata» (op. cit, p. 58).

Más que la evidente elección estética, como antes ocurriera con Borges en Buenos Aires y con Onetti en sus artículos del semanario Marcha, Mario Benedetti supo de la necesidad de modernizar el instrumental literario de su país para sacar del letargo y la esclerosis a una narrativa demasiado penetrada por el realismo decimonónico y distraída en exceso con los motivos campesinos. En los años subsiguientes continuará con ese propósito, apuntando también hacia una idéntica renovación del discurso poético. Pero ya no estará solo, sino que pronto va a encontrarse con un grupo bastante homogéneo que también compartía esa línea modernizadora, y que además la llevó adelante con vehemencia, un grupo heterodoxo que «reúne» a Carlos Martínez Moreno, Emir Rodríguez Monegal, Idea Vilariño, Ángel Rama, Carlos Ramela y otros.

No es esta la ocasión de averiguar las exclusiones y las posibles (y seguras) discriminaciones efectuadas al aplicar esta norma, llevada a cabo con persistencia y claridad de objetivos. Alcanza corroborar que ese proyecto literario vanguardista llegó a su meta en la literatura latinoamericana hacia fines de la década del cincuenta. Entonces, merced al sacudón de las conciencias políticas que representó la Revolución cubana, Benedetti y otros redirigieron su estudio hacia las letras del «continente mestizo» urgidos por el paradigma del cambio social. Se ha interpretado ese pasaje de manera unilateral, y así lo ha propuesto el mismo autor693: como la abrupta ruptura que va del cosmopolitismo «evadido» de la realidad inmediata al «compromiso» con el entorno próximo. En principio esto es indudable, dado que las nuevas evidencias históricas -con el catalizador del fenómeno cubano- producen ese vuelco del escritor preocupado por lo puramente estético hacia una cierta articulación de su discurso con la transformación social y revolucionaria. Se trata de un pasaje similar al que vivieron en los años treinta Alejo Carpentier o Mario de Andrade, quienes abandonan su originaria «articulación con la cultura universal, marcada por el intento de una experiencia creadora individual y elitista», para «focalizar la realidad americana como una experiencia excéntrica, en la medida que periférica», según observa Raúl Antelo en su estupendo libro sobre Mario de Andrade y los hispanoamericanos694. Pero a diferencia de estos ancestros no tan pretéritos, desde 1959 Benedetti puede enfrentar el proyecto político con la tranquilidad de un modelo que entiende ejemplar.

Desde otro punto de vista no hay ruptura sino una verdadera continuidad. Porque sin el entrenamiento lector en los productos de las nuevas letras metropolitanas, ni Benedetti -ni nadie- hubiera podido examinar la nueva literatura latinoamericana; sin esa literatura engendrada en algunas zonas del «primer mundo» hubiera sido imposible la obra de García Márquez, Cabrera Infante, Vargas Llosa, Monterroso, Cortázar, etcétera. Además, y por último, sin el circuito latinoamericano que, por primera vez de modo armónico, tramó en los sesentas a escritores, críticos, editoriales y lectores, no estaría hoy en cuestión el concepto mismo de metrópoli.

Pero antes de este proceso circular, para que el prospecto individual del Benedetti de 1948 se transformara en esfuerzo colectivo, tuvo que integrarse al periodismo, conducto por el que circulaba la producción intelectual más dinámica del medio siglo en toda América Latina. Y en Uruguay, quizá como en pocos sitios. Si se exceptúa su Rodó, el pionero que quedó atrás (Buenos Aires: Eudeba 1962), no por casualidad desde que en 1949 se incorpora al sistema cultural de su país, Benedetti sólo ha trabajado como crítico para las revistas (Marginalia, Número, Casa de las Américas, etcétera) y para las publicaciones periódicas de mayor tirada (Marcha, La Mañana, El País de Madrid, Página 12 y otros). Fuera de las imposiciones de la atmósfera en que se formó, ese régimen de trabajo ha sido para él una vocación sin tregua.

Mediante esta práctica el crítico algo envarado del primer libro mutó en un prosista ágil, comunicativo. Una metamorfosis similar se operó en el estilo de sus cuentos y novelas, cambio que se verifica en el transcurso de la década que va desde Esta mañana (1949) a La tregua (1960). Por eso, puede concluirse que Benedetti hizo periodismo cultural en forma intensa y el periodismo también lo hizo (o lo reformó) a él.

Antes aún del desvelo sobre el «aquí y ahora» político, su escritura se desplegaba sobre el quehacer cultural contemporáneo. No sólo por las perentorias obligaciones del oficio, no tanto porque su cultura «clásica» careciera de la solidez necesaria -según insinuara Real de Azúa en 1964695-, sino porque siempre se ha interrogado por lo presente y sus raíces más próximas. Como la anterior, esta proposición también puede extenderse a su narrativa y hasta a un sector importante de su obra poética. Una lectura posible del ciclo narrativo que se abre con Quién de nosotros (1953) y que por ahora se cierra con Andamios (1996), comprende todas sus preguntas y respuestas sobre el país «de clase media» que empieza a derrumbarse y no puede (re)construirse a cabalidad.

En suma, la profesionalidad adquirida en la crítica literaria con los beneficios de una escritura fluida y punzante, prepararon el nivel de agudeza y de calidad que, hacia 1960, Benedetti empezó a practicar en sus notas políticas insurgentes que se han prodigado por una buena porción del planeta.

II

En su labor de crítico literario nunca aspiró a ser más de lo que ha sido: un lector. Y el paso de los años, el aprendizaje de varias lenguas modernas, el sosegado estudio, el duro trabajo, lo convirtieron en «un lector bien entrenado», como se autodefine -casi con disimulo- en su artículo «Literatura de balneario» (Literatura uruguaya, p. 396). Un lector que elige unos textos y, por lo tanto, desecha otros; un lector que pone en juego sus valores y los muestra sin vano pudor ni pretensión de cientificidad. Al principio de su carrera es notoria la inversión de tiempo en el conocimiento de las corrientes críticas y de la teoría literaria en boga. Menudean las citas de los trabajos de Roger Caillois y Wladimir Weidle sobre la novela contemporánea, de los estudios de Carl Van Doren sobre James y los de Ernst R. Curtius y Claude Edmond Magny sobre Proust. A medida que se consolidan sus principios críticos, se fía más de su propia intuición lectora, del serio oficio de «lector cómplice», (noción que toma de Julio Cortázar), del personal «ejercicio del criterio» (paradigma que adopta de José Martí).

Separa su ejercicio feraz, situado entre 1949 y 1967, del que luego siguió practicando, la irrupción de un prisma de corrientes críticas (el estructuralismo, la teoría de la recepción, el desconstructivismo, etcétera). Lejos de plegarse a cualquiera de estas escuelas, Benedetti siguió fiel a las ideas adquiridas en la matriz formativa, de ahí que en 1985 anatematice la operación crítica que sólo devuelve al lector los personajes ficticios «prolijamente fichados, colacionados, computados, clasificados y probablemente archivados», olvidando -dice respecto de las criaturas onettianas- la condición de «individuos huraños y tiernos que efectivamente son, con su carga de amor y su autosanción de desamor» (El ejercicio..., p. 234 y Literatura uruguaya..., p. 201). En 1976, en pleno auge de las tendencias formalistas, haciendo el balance de las novelas sobre dictadores latinoamericanos, confesaba: «Simplemente quiero transmitir mi experiencia, o sea, la de un lector que virtualmente conoce toda la obra que hasta ese momento habían publicado estos novelistas» (El ejercicio del criterio, p. 364). Un año después, en 1977, no tenía reparos en atacar los abordajes que llama «ahistóricos», predicando que «el deber de nuestra ensayística, de nuestra crítica, de nuestra historia de ideas, será el de vincularnos a nuestra historia real (...) como el medio más seguro de interpretar y asumir nuestra realidad» (El ejercicio..., p. 46). También de 1977 es esta afirmación poco seducida por los gritos de la moda: «el valor esencial de una obra de arte (...) tiene bastante más que ver con la inserción natural del autor en su tiempo y en su comunidad».

Esta «devoción» por la contemporaneidad desde que asume su compromiso político, se liga a la propuesta de vincular el arte nuevo con el contexto que lo gesta. Pero algunos puntos de esta línea ya se habían adelantado en sus observaciones sobre el caso uruguayo antes de los años sesenta. Visto desde lejos, más que ningún otro, su libro sobre letras uruguayas funciona «como un diario, y, en efecto, es el diario del espíritu», para apelar a una cita de Hipólito Taine que Rodó hace suya, y que Benedetti refiere en su estudio más extenso y documentado. La mayor cantidad del medio centenar de textos que contiene Literatura uruguaya siglo XX fueron redactados entre 1950 y 1965, los años de la irrupción de la generación del «45» y de la que Ángel Rama llamara «promoción de la crisis». Al igual que Emir Rodríguez Monegal y que el propio Rama, Benedetti entendió que en ese período, cuando él mismo adquiere protagonismo, empieza a hacerse en Uruguay la literatura que se estaba necesitando, la que se pone a tono con las letras modernas de cualquier parte, aunque no ignore el valor de algunos precursores del Novecientos y otros antecedentes más próximos al «45» -a veces observados bajo esa forma retrospectiva-, como los narradores Francisco Espínola, Felisberto Hernández o Juan Carlos Onetti y el poeta Líber Falco.

Para Benedetti la narrativa de su tiempo y su país representa «la vuelta a lo real» (p. 349), dispuesta en una estrategia que respeta la noción aristotélica de «peripecia» o que, en su defecto, acciona el «resorte anecdótico» (del que habla en sus textos sobre Morosoli y Espínola) y que, siempre, contempla la «fluidez y los efectos narrativos» (p. 147). En ocasiones estas normas pueden ser válidas, incluso, para los narradores ajenos al realismo canónico, como Onetti, Felisberto, María Inés Silva Vila y L. S. Garini. Pero en todos ellos sus mundos llenos de «fantasmas» (ejemplo de Silva Vila) o de seres «reales» que por obra de la técnica son recreados por procedimientos del discurso poético (caso de Onetti), nunca cortan «amarras con la realidad», aun en el extremo de la literatura fantástica, como pensaba el crítico en 1961 sobre los relatos de Felisberto Hernández. Algo parecido postula tres lustros después: «puede el escritor convertir la realidad en fantasía, pero siempre con la secreta esperanza de que esa fantasía se convierta en realidad» (El ejercicio..., p. 75).

En cambio, la mejor poesía para Benedetti debe mantenerse dentro de las «emociones primordiales, [no] caer en la tentación de decorarlas literariamente» (p. 172); siempre debe proponer una «plataforma para aludir al prójimo, para llegar a él» (p. 160). Por eso condena los versos de Emilio Oribe que dejan afuera «el chispazo verbal, la imagen iluminada, la inflexión de angustia» (p. 133); por eso advierte que la lírica Ida Vitale pone al lector ante el «peligro» de presumir que «está cerca de un poeta (frío, descarnado, intelectual) que en realidad no es el verdadero (cálido, angustiado, sensible)» (p. 321). Todo este breviario interesa, y mucho, como una poética benedettiana con destino a sus ficciones.

III

En el último cuarto de siglo, aun restando el alejamiento de la crítica «militante», Benedetti no ha dejado de leer y de opinar con sagacidad sobre casos recientes (Ibero Gutiérrez, Nancy Morejón, Daniel Moyano, Mario Delgado Aparain, Rafael Courtoisie, Ángeles Mastretta, etcétera). Sean de las épocas que fueren, conviene reparar en la axiología benedettiana presente en sus aportes críticos. Pero también y a esta altura, las páginas del rubro interesan porque están muy bien escritas y conllevan una fuerte dosis de humor, porque en ellas siempre se descubre una idea inteligente aunque predomine la reseña de circunstancia, porque son el producto de un lector sensible y riguroso -adjetivo éste favorito del autor-. Sus apuntes representan el cuaderno de bitácora de un escritor que, al leer cada pieza, de alguna manera se lee a sí mismo.

Benedetti también ha sido traductor. Quizá fue el primero que trasladó al español algunas parábolas de Franz Kafka, publicadas durante 1949 en Marcha y Marginalia. Una y otra tareas, la del crítico y la del traductor, son -se sabe- complementarias. Hay una palabra germana («aufgabe») que, entre otros, tiene dos significados: «tarea» y «renuncia». Quizá consciente de esta bifurcación semántica, aunque nunca abdique de sus principios, Benedetti reserva en sus críticas un espacio para la duda, para la suspensión final del juicio inclemente, reclamando en su lugar un «acercamiento a la obra, a sus antecedentes, un mínimo esfuerzo por comprender cuál ha sido la intención de ese creador, y juzgarla sobre tal medida» (Literatura uruguaya..., p. 405). Walter Benjamin pensaba que la traducción no es «sino un procedimiento transitorio y provisional para interpretar lo que tiene de singular cada lengua»696. Sobre la tarea del crítico puede decirse algo parecido y, como tal, comporta la renuncia a la aproximación absoluta, de la censura sin mediaciones ni matices, de la pura exaltación. Son éstas tres lecciones que se desprenden de la tarea crítica de Mario Benedetti, tres enseñanzas que merecen escucharse con atención.