Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoLector y fábula: la opción ética-estética en la obra de Mario Benedetti

Ana Inés Larre Borges (Semanario Brecha. Montevideo)


Desde sus orígenes independentistas es tradición en América Latina la figura del escritor que aúna al artista con el intelectual inmerso en los problemas de su tiempo. La urgente realidad del continente exige también ese mestizaje del arte y la política, de la creación y el compromiso. Como su admirado Martí o su inquerido Rodó, Benedetti ha asumido ese destino de escritor que no rehuye las emergencias de la historia ni las perplejidades del fin de siglo. A diferencia de otros colegas lejanos o inminentes, compañeros o adversarios, que apelaron directamente a la política o tomaron las armas -digo Sarmiento, digo Rodolfo Walsh, digo también su tocayo Vargas Llosa- Benedetti ha hecho ese compromiso desde la intemperie del escritor, y desde el arte de la palabra. Hubo, es verdad, un brevísimo interludio en que probó la militancia partidaria10, pero sólo para regresar, decepcionado y convencido, al duro oficio de escribir que ha sido su verdadera trinchera y su auténtica biografía. La razón de sus alegrías y la causa de las persecuciones, de incomprensiones y diálogos, de merecidos homenajes como el que hoy nos reúne y de obligados exilios.

«Si el arte por sí sólo no derriba tiranías -escribió una vez- ha sido, sin embargo, a través de la historia, un elemento nada despreciable en cuanto a su capacidad de convertir en imágenes, en color, en certero pensamiento, ciertos principios rectores de los pueblos»11. Apostando a esas «verosímiles posibilidades de salvación» que promete el blanco móvil de la cultura, Benedetti puso su talento y su desmedida -germánica- capacidad de trabajo para exigir a las palabras todo su imprevisible e incalculable poder. Ningún género literario le fue ajeno en una carrera literaria hoy decididamente abrumadora que ya en sus orígenes muestra en la contundencia de tres libros contemporáneos, la base ética y la opción estética de una obra por venir. Pienso claro está en Poemas de la oficina para la poesía, Montevideanos en la narrativa y El país de la cola de paja en el ensayo de ideas, que antes de iniciada la fértil década del 60, forman un tríptico que instala las coordenadas de una literatura diseñada en el inconformismo, la crítica social, la desacralización del arte y la apuesta por la comunicación respecto a sus lectores.

Desde entonces la obra de Mario Benedetti parece haber desarrollado en la versatilidad y pertinencia de cada género una misma visión de la aventura humana, una respuesta acordada a las solicitudes de la historia. La coherencia entre el pensador político y el creador literario se hace evidente en el más íntimo poema como en el artículo político más urgente.

Existe, sin embargo, una esfera de su labor intelectual que ha sido visualizada como una práctica escindida o lateral al resto de su obra. El Benedetti crítico y ensayista literario difícilmente es convocado a la hora de explicar sus ficciones, asediar sus poemas o dar cuenta de sus ideas y actitudes políticas. Esa suerte de autonomía otorgada a su vasta labor en lo que martianamente ha llamado el ejercicio del criterio, puede estar abonada en el evidente desequilibrio entre la vastedad de la cultura literaria del autor y el protagonismo casi insignificante que ese caudal tiene en su creación. La hipótesis que intento demostrar es la de que tras la aparente contradicción entre el homme des lettres, habitado por la literatura que se exhibe en sus ensayos críticos y el poeta o narrador que tiene su musa anclada en la realidad y elige la sencillez, existe una profunda identidad de contenidos éticos y estéticos.

Pero antes de entrar en discusión quisiera evocar dos imágenes del escritor en sus orígenes.

En la primera hay un niño de diez años sentado en la fresca escalera de la entrada de su casa en la siesta bochornosa del verano. Lee las aventuras de Tarzán de Borroughs. Durante todo ese verano leerá uno tras otro los diecinueve tomos de esa deseada «colección completa» que su padre le regaló como premio por sus calificaciones escolares -siete redondos sobresalientes que conquistaron para él toda una selva de aventuras12-.

Trece años más tarde, un joven melancólico, lejos de su familia y de su novia de Montevideo, ocupa un banco de la Plaza San Martín de Buenos Aires. Tiene también un libro en las manos. Bajo la sombra de los grandes árboles el joven Benedetti lee ahora los poemas de Baldomero Fernández Moreno y descubre maravillado la aventura de lo cotidiano13.

Si una cuota de soledad y melancolía une estas imágenes, un hilo menos evidente las comunica. El niño que descubre en las palabras de Borroughs y después en las de Salgari, D'Amici y Julio Verne, un mundo más pletórico y rico que el de la rutina doméstica y familiar; el joven que redescubre la maravilla de las cosas sencillas y «la innegable magia de lo cotidiano»14 ilustran acaso un itinerario privado, pero pueden también revelar en modesta metáfora una elección que proviene de los orígenes mismos de la literatura. Es Ulises cansado de prodigios que regresa a Itaca.

En Mario Benedetti ese retorno fue el punto de partida. El impulso inaugural que precozmente eligió la difícil sencillez y, como dice en un poema, rompió «una lanza / por los discriminados / los que nunca o pocas veces comparecen»15 tanto en la historia como en la poesía. Bajó a la literatura del olimpo16 y tuvo la obsesión machadiana de hablar claro y seguir su lección de «escribir para cada hombre». Su opción significó una ruptura con la tradición heredada y una conquista que debió pelearse letra a letra. Fue parte beligerante de una generación -la del 45, la de Marcha o generación crítica, tan crítica que nunca hubo tampoco acuerdo sobre su denominación- que irrumpió en la cultura uruguaya para imponer una renovación con conciencia de sí. En los variados pugilatos críticos, polémicas y ofensivas estéticas, un rasgo que destaca el accionar de este escritor es su conciencia del público como instancia decisiva de la creación.

El lector oculto

«Benedetti ha sido -sigue siendo- ni más ni menos, un lector» escribió Pablo Rocca en la introducción a una antología de sus ensayos17. Sobre esa evidencia compartida puede iniciarse una interpretación.

Es sí, ese lector que no cesa, voraz, atento, exhaustivo, que no se resigna a la relectura, el que atestiguan sus ensayos y sus notas periodísticas. Pero, paradójicamente, es un lector ausente de la obra que el escritor ha creado. En sus novelas y cuentos, en sus poemas, Benedetti prefiere construir sobre la realidad antes que sobre la palabra. Este escritor que no sólo no es un naif sino que asume en otros ámbitos su calidad de intelectual y de hombre de letras, evade la intertextualidad. Sus vastas lecturas quedan fuera de la órbita de sus ficciones y de su poesía. Acaso un lector atento pueda registrar las menciones aisladas a otros escritores, a otras obras en la trama de sus ficciones. Pero esas menciones no son más que datos, equivalentes a las marcas, las comidas, los nombres de los periódicos que habitan la literatura de Benedetti para brindar un contexto. Es así que la mención a Dostoievski en Gracias por el fuego no ostenta mayor jerarquía que las referencias a la tienda Gath & Chaves, el futbolista Juan Alberto Schiaffino o «la fuente luminosa del Parque de los Aliados». Alusiones que cumplen una función referencial -en su acepción lingüística, denotan- y, por lo tanto, pertenecen más al orbe de la realidad que al de la palabra.

Las únicas referencias literarias con un valor de lenguaje están -tanto en sus novelas como en su poesía- colocadas como acápites, citas o títulos, e integran la categoría de paratextos tal como la definió Gérard Genette. Son los versos de Huidobro en La tregua, la cita de Martí bajo la que amparó sus ensayos reunidos y las citas de versos que se multiplican naturalmente en sus libros de poemas. Son rastros del mundo del lector que ha quedado fuera, síntomas elocuentes de la vastedad y profundidad de su bagaje literario, afinidades electivas que funcionan sí con fuerza de palabras pero que en lugar de mediatizar la separación de aguas, marcan el límite entre palabras y realidad en una literatura cuya musa no está -salvo raras excepciones- en la tradición literaria. Las citas dibujan la frontera entre la creación propia y la ajena y no deja de ser elocuente que la interpolación de textos, desde «Corazón coraza» en Gracias por el fuego, a los varios poemas y artículos periodísticos que se integran a la reciente Andamios, sean creaciones del propio autor.

Reconocer y evaluar ese desequilibrio evidente entre la probada (y practicada) cultura literaria del autor y el casi insignificante protagonismo que ese caudal tiene en la creación obliga a concluir que esa ausencia no es inocente sino que revela una elección deliberada. «En la literatura latinoamericana actual, no hay legado cultural que iguale en fuerza la influencia de la mera realidad», supo decir con desafío y riesgo18.

El gesto de desterrar toda intertextualidad cuando se es un hombre hecho de literatura supone una ética que condiciona las estrategias discursivas y en ellas se realiza. El Benedetti lector -el que comparece en sus ensayos- ilumina -y es más: argumenta- sobre esa ética de la escritura.

El rostro del autor

En el ensayo que dedica a Roberto Fernández Retamar, Benedetti ha hecho una confesión: «Como lector -dice- siempre me ha apasionado buscar el verdadero rostro del escritor»19. Antes de referirme a esa nítida metáfora, «el rostro del autor», que puede procurar varios sarpullidos críticos en tiempos en que la muerte del autor ha sido decretada junto a otros decesos igualmente improbables, quiero señalar la insistencia del Benedetti crítico en ubicarse en la perspectiva del lector. Esta vocación de acercamiento a su público tiene una destacada permanencia aún por sobre la evolución también significativa de sus intereses. Si el crítico ha ido cambiando el objeto de sus prioridades al distanciarse de las letras europeas que signaron sus lecturas de juventud por las latinoamericanas que acompañan su toma de conciencia política, si trueca también su inclinación por la prosa en favor de la poesía, la actitud para enfrentar los textos manifiesta, en cambio, una singular coherencia.

Una manera de auscultar esa coherencia puede definirse en primera instancia por la negación. La negativa -sostenida en tantos años de ejercicio crítico- a adoptar comportamientos de la academia, la negativa a embanderarse con corrientes o métodos críticos, aun los afines a su ideología o sus intereses, y la negativa a utilizar un lenguaje profesional -el cuidado medido de no incurrir en jerga alguna- al escribir sus artículos y ensayos. Estas ausencias están muy lejos del desconocimiento teórico y la prescindencia bibliográfica. Benedetti sabe que «no hay crítica sin biblioteca», pero reivindica el derecho a ejercitar con «irrestricta libertad, mi capacidad interpretativa y esclarecedora»20.

Es elocuente la advertencia que precede a las páginas que dedicó a Darío: «Advierto que en este prólogo hablaré muy poco de Modernismo y no se entrará en la discusión acerca de quién fue el iniciador del movimiento: 'No hay escuelas, hay poetas' dijo Darío desde la entraña misma del Modernismo»21. El rescate de esa cita dariana delata acaso una preferencia compartida, la de valorar siempre al escritor en su singularidad. Hijo de la estación de las generaciones que hizo fortuna en el Río de la Plata en el magisterio de Ortega y Gasset y Julián Marías como demuestra paradigmáticamente la producción de otro crítico uruguayo, su amigo Ángel Rama, Benedetti no quiso plegarse a ese modelo de análisis. Aunque supo tempranamente y en el original alemán la teoría de Julius Petersen22, prefirió desentenderse de categorías para asumir la perspectiva del lector.

«El problema consiste -dice en el citado ensayo- en saber si, después de leer a Darío, el lector sigue siendo el mismo. O sea someter a este poeta al infalible test que permite reconocer a los grandes creadores, esos que nos conmueven, en el intelecto o en la entraña, y al conmovernos nos cambian, nos transforman». Y agrega aún: «Sospecho que a esta altura, habrá que apearse inevitablemente del púlpito crítico y convertirse en mero lector-feligrés.»

La apelación a ese casi humorístico «mero lector feligrés» delata sin énfasis la misma operación desacralizadora que realizó en su obra creativa. No era improbable que en el triángulo que dibuja el hecho literario autor-obra-lector, la opción del escritor se haya ubicado en el ángulo más lejano al púlpito, el del lector, su prójimo. No se trata, sin embargo de una opción sentimental sino ideológica. Como demostró en un ensayo que es casi un manifiesto de la labor crítica -me refiero a «El escritor y la crítica en el contexto del subdesarrollo»- Benedetti entiende la actividad crítica como una práctica cultural eminentemente ideológica. Su rebelión frente a las interpretaciones ahistoricistas en las que percibe la amenaza de que «archivemos la realidad y nos atrincheremos en la palabra», su rechazo a lo que juzga un pecado de evasión, desembocan en el reclamo de una crítica integradora y plural, fundada en la identidad mestiza de América Latina.

Si Benedetti asigna esa misión liberadora a la crítica como tal, en su práctica individual buscará su concreción ubicándose en la perspectiva del lector. Parafraseando uno de sus poemas podemos afirmar que si su estrategia es liberadora, su táctica está en ese democrático posicionamiento. Una táctica que es también un recurso eficaz a la hora de seducir a sus lectores. Es ejemplar su ensayo sobre Lezama Lima a partir del relato de sus personales desconciertos cuando escuchó al maestro leer fragmentos de Paradiso: «La primera vez que lo escuché estuve hipnotizado durante una hora: iba de estupor en estupor frente al chisporroteo imaginero de aquel voluminoso disneico orador. Pero al finalizar la conferencia no habría podido decir honradamente cuál había sido el tema». Es la misma estrategia de la sinceridad que Benedetti emplea para sus ficciones y es una ética del discurso crítico, la misma que en 1966 aconsejaba al crítico que «no sienta rubores de su propia sorpresa»23. La modalidad del «juego limpio» que defendió cuando en 1961 se preguntaba «¿Qué hacemos con la crítica?»24. Pero esa sinceridad es también sabiduría estilística, retórica crítica que sabe seducir al lector, y al ubicarse en la platea y lejos del púlpito, encuentra la cercanía que busca, la complicidad no del escritor, de la academia o de los otros críticos, sino la del lector para quien escribe con toda sinceridad, pero también con toda la destreza necesaria a sus fines.

La lectura reunida de los ensayos de Mario Benedetti, que aún incompleta ronda ya las mil páginas de libro, termina por dibujar el rostro de su autor. Y ese «rostro tras la página» en formulación de Orwell que Benedetti reivindica, coincide palmo a palmo con el del escritor con quien comparten un cuerpo y un nombre. Si es evidente que el crítico que valora «la calidad humana en las Poesías Completas de Antonio Machado» es el escritor que aspira a realizarla en su obra, también es coherente, aunque aparentemente paradojal, que el crítico que elige no olvidar al lector y ubicarse donde él, sea el poeta que a la hora de escribir prescinde de sus vastas lecturas y va en busca de las palabras menos prestigiosas, del lenguaje cotidiano de los hombres, para -en una operación de ida y vuelta que nada tiene que ver con la mímesis- devolverlo hecho ya poesía. El lector cómplice es también un escritor cómplice.