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ArribaAbajoNotas a propósito de «El Olimpo de las antologías»

Carlos Alberto Guzmán Moncada (UNAM, México - Universidad Complutense, Madrid)


En el origen de estas páginas se encuentra, entre otros, un texto de Mario Benedetti -«El Olimpo de las antologías»51- acerca de algunas recopilaciones poéticas hispanoamericanas, aparecidas entre 1970 y 1984. A partir de la revisión contrastada de tales compilaciones, el escritor uruguayo apuntaba algunos de los problemas centrales de todo proyecto antológico, así como los aspectos capitales necesitados de reflexión que su lectura había puesto en evidencia. Que todas las antologías son arbitrarias y objetables, que son una confesión pública de gustos privados, un atentado a la justicia y, por ello, una justificación anunciada, lo reconocen no sólo los victimados -poetas y lectores comunes-, sino incluso los victimarios mismos: esos lectores especializados que, en nombre de una institución, nos presentan un panorama jerarquizado, pretendidamente verosímil, de la inasible realidad poética de un país o, incluso, un continente. Pero que estos olimpos, como decía Benedetti, admiten sólo un número limitado de dioses por razones no siempre evidentes, es algo que pareciera no poder ser discutido más allá del respeto por «afinidades electivas» encontradas, sin mayor consecuencia para el amplio público, porque de cualquier modo la poesía se abre siempre camino y porque suele asumirse que, al final, se quedan los mejores.

Contra esta opinión, Benedetti afirmaba que no hay ignorancia ni olvidos inocentes y que, en las operaciones de selección llevadas a cabo en tales antologías, era posible ver la manera en que suele entenderse y escribirse la realidad literaria de Hispanoamérica. Más allá de un mero ajuste de cuentas, nos parece que el texto del poeta uruguayo apunta hacia la necesidad de leer tales compilaciones no como casos aislados, sino como integrantes de una serie de lecturas cuya naturaleza pudiera relacionarse y definirse no sólo por sus presencias y ausencias, sino también por el modo en que unas validan -o anulan- a las otras. A su manera, Benedetti escribe uno de los capítulos más recientes y no menos valiosos de una crónica multiautoral de las antologías poéticas hispanoamericanas dispersa en ensayos, estudios, reseñas y prólogos de las mismas, cuya complejidad hemos intentado exponer en la investigación que sobre este tema concluimos recientemente y que aparecerá en México durante este año52. Trabajo que encontró en las observaciones de Benedetti uno de sus puntos fundamentales de inicio, de apoyo y referencia.

Si dicha crónica tuviera que escribirse sólo a partir de los pecados, literarios y no, cometidos por las antologías, no habría lugar a dudas de que aquella tendría que hacerse, o bien como una «historia hispanoamericana de la infamia», quizá muy divertida pero poco provechosa, o bien como una «crónica de una exculpación anunciada», edificante y tal vez ejemplar hasta el límite de lo fantástico, pero un tanto aburrida. De cualquier modo, ambas coincidirían en algo: que no dejan lugar para las ilusiones, pues todas ellas pecan, algunas con más virtuosismo que otras, porque no existe la antología inocente. Todas nos engañan. Son presuntuosas y autoritarias, avaras bajo su manto de generosidad; falsamente modestas, nacen casi por necesidad para el segundo plano, para el papel secundario, y sin embargo corren el riesgo de ser soslayadas y muestran un intrínseco y flagrante deseo de protagonismo. Como Helena, las antologías nacen para traer la discordia. Algunas, como la de Menéndez Pelayo, asumen su fatum plenamente y obligan a los lectores presentes y futuros a romper más de una espada sobre la misma piedra. A veces, edifican tanto como derrumban y no dudan en servirse de las ruinas que dejan para hacer sus cimientos.

Ahora bien ¿por dónde comenzar a leer esta crónica?, ¿dónde empieza a escribirse? Frente a los estudios recientes sobre el fenómeno antológico centrados en ámbitos particulares, en su mayoría nacionales (como La poesía española en sus antologías, de Emili Bayo; Antologías poéticas en México, de Susana González Aktories; Las antologías poéticas de Colombia, de Héctor Orjuela) o dedicados a una lengua (como Die deutschsprachige Anthologie, de Dietger Pforte y Joachim Bark)53, los análisis llevados a cabo sobre las antologías poéticas hispanoamericanas son más bien fragmentarios, en parte debido a la enorme extensión del corpus antológico. Textos como «Teoría y proceso de la antología», de Estuardo Núñez; «Las antologías hispanoamericanas del siglo XIX: proyecto literario y proyecto político», de Rosalba Campra; el ensayo ya citado de Benedetti, o «Parnasos fundacionales: letra, nación y Estado en el siglo XIX», de Hugo Achugar, por citar sólo algunos de los más importantes54, ayudan a comprender que, pese a su papel discretamente protagónico, las antologías hispanoamericanas abren un campo de trabajo y reflexión que involucra aspectos tan relevantes como el de la escritura de la historia y la composición de eso que suele llamarse tradición. Al mismo tiempo, parecen coincidir al menos en un punto: es inoperante, y además infructuosa, una lectura puramente «casuística», enumerativa -como se ha hecho en los casos nacionales- de dicho corpus hispanoamericano.

Una revisión de la labor antológica sobre el conjunto de la realidad poética en Hispanoamérica exigiría, antes que nada, su delimitación. Y, si bien la práctica recopilativa aparece ya en la época colonial, no es sino a partir del siglo XIX cuando ésta se vuelve significativa para las posteriores. No queremos decir que deba eliminarse lo anterior de un estudio estrictamente antológico, como argumentaba Núñez55, sino que es a partir de aquí cuando las recopilaciones mismas manifiestan el primer corte paradigmático de significación. Y con ello, llegamos a un aspecto que nos parece fundamental: de las posibles lecturas que tal corpus admite, una sistemática basada en «cambios de paradigma»56 puede resultar útil y esclarecedora, ahí donde pareciera que los árboles no dejan ver el bosque.

En toda antología subyace un idealismo subjetivista que, ante los desarrollos históricos presentes en el texto seleccionado, coloca el concepto de «contemporaneidad». Como anota Morales Saravia, los textos «son considerados como monumentos culturales presentes y disponibles como patrimonio de la humanidad»57; el antólogo fractura la plural y contradictoria existencia de los mismos y nos ofrece un panorama donde la yuxtaposición de unos poemas con otros simula, inevitable y necesariamente, un continuum ahí donde no lo había. Y crea a la vez abismos. Esta lectura rebasa el simple gusto de un antologador, y se proyecta en el conjunto de nociones practicadas en un momento histórico que involucran aspectos como qué se entiende por poesía, qué por Hispano/Latino/Ibero/Afroindoibero/América -según el caso-, y por qué, hasta dónde y de qué modo vale la pena leer a los elegidos. En suma, apela a una interpretación sistemática que puede servirse de conceptos como «especificidad», «perspectiva», «conjuntos literarios», «periodización», «sujeto social», entre otros -propuestos en los años setenta y ochenta en el marco teórico de los proyectos para una historia social de las literaturas latinoamericanas-, aunque sin ignorar las limitaciones que ya ponderaba Achugar en su ensayo «Preguntas de fin de siglo»58.

De este modo, creemos que es posible articular un corpus sólo en apariencia inconexo. Cuando Benedetti afirmaba que «los antólogos de hoy son más perezosos que los de ayer, ya que en vez de espigar en las varias obras de múltiples autores, prefieren hacer antologías a partir de otras antologías»59, señalaba sin percatarse un fenómeno que, en el marco de las antologías continentales, tiene más de un siglo de existencia y gracias al cual es posible superar una lectura fragmentaria. La visión del antologador decimonónico, de aquél que desde su gabinete en una ciudad de la periferia dedica años a reunir -de revistas, diarios y cuanto libro pueda hallar- un conjunto de poemas que quieren dibujar un continente, trabajo que parece superior «a la fuerzas de un hombre solo» como decía Sarmiento hablando de Juan Mª Gutiérrez, quizá no se acomode más que a los pioneros en tal empresa, Ignacio Herrera Dávila (compilador de las Rimas Americanas de 1833) y, sobre todo, al mismo Gutiérrez. Los posteriores coleccionistas reconocen abiertamente su deuda con compilaciones ya publicadas, tanto americanas como locales, y ello permite que podamos estudiar la recepción y la trascendencia de las antologías anteriores en las mismas recopilaciones subsecuentes. Porque, como lector privilegiado y especializado, el antologador hispanoamericano se coloca en una línea paradigmática, para acatarla o atacarla, y así revalida o rechaza una lectura previa, le da continuidad o la cancela.

Al estudiar el corpus antológico hispanoamericano, consideramos prudente iniciar con la producción del siglo XIX, desde 1833 hasta 1893/95, y dejamos a un lado la época colonial, porque creemos que las implicaciones literarias, culturales, filosóficas e históricas de las compilaciones de dicho periodo exigen más atención de la que podíamos dedicarles, y porque en verdad el cambio de paradigma de los siglos XVI-XVIII al XIX exige una reconstrucción completa de época, que implica a la vez una revisión de los supuestos con los cuales la crítica y la historiografía de este siglo han «rescatado» al barroco, como han señalado entre otros Mabel Moraña, John Beverley y Hernán Vidal. Además, los primeros intentos de integración de lo colonial como parte de lo hispanoamericano se dan, precisamente, en la segunda mitad del XIX, de manera parecida a como se da en el siglo XX la preocupación por la designación y ubicación de lo «prehispánico» y, más marginalmente, lo indígena, en la tradición, como parte importante de nuestra identidad.

Así pues, abrimos con el primer medio siglo de producción antológica, cerrado con la antología de Menéndez Pelayo, y durante el cual se establece el primer cambio de paradigma y un desplazamiento canónico importante60. En él, el criterio de selección predominantemente político, ampliamente estudiado por Campra, es desplazado en la lectura del filólogo santanderino, basada en una reconstrucción histórica del pasado literario donde la tradición hispánica y la lengua articulan el panorama poético hispanoamericano, notablemente enriquecido por su extensa investigación no exenta de críticas. Hecha en nombre de la Real Academia Española y con motivo del IV centenario del «descubrimiento» de América, su lectura marca un punto radical de discusión que redefinió diversos aspectos del quehacer antológico y de la crítica, en medio de fuertes polémicas, como las sostenidas acerca de la unidad-diversidad lingüístico-política de Hispanoamérica, y las introducidas por la irrupción modernista. Además, instituye la práctica dominante de nuestra historia antológica que no considera al Brasil ni a las porciones no hispanohablantes de América como parte de «nuestra tradición».

Entre las fechas de aparición (1893-95) y reedición de esta antología (1927-28), el surgimiento del modernismo y de las primeras expresiones de vanguardia hizo necesaria a los antologadores la reorganización de la nómina autoral y la consideración de propuestas líricas nuevas. Esto es, la reinterpretación de tres nociones fundamentales para el canon: la noción de tradición (que implica releer las obras del pasado a la luz de las presentes); la noción de poesía (que implica patrones de lectura de propuestas estéticas distintas a las decimonónicas); y la noción de lo hispanoamericano (que implica una definición política y cultural del entorno de las obras mismas, así como de sus lecturas). En este segundo momento, aparecen las antologías que dan paulatina cabida y aceptación a los poetas modernistas, a la vez que se enfrentan con los encumbramientos y derrumbes de los distintos ismos. De esta etapa -cuyos límites en realidad pueden extenderse hasta el decenio siguiente-, hay dos aspectos importantes que considerar: uno, la redefinición de las relaciones con España, no sólo a nivel literario, sobre todo en los años veinte y treinta; y dos, la coincidencia de las generaciones poéticas fundacionales de este siglo en su momento de expansión -los modernistas y sus epígonos-, con los que en algunas antologías se denominan como «modernos», quienes comienzan a escribir hacia el cuarto decenio del XX sus mejores obras61.

Es una coincidencia que, también aproximadamente entre dos fechas de edición de una misma antología (1934 y 1956), podamos ubicar algunas de las propuestas antológicas más interesantes y trascendentes de la etapa siguiente62. Entre ellas, claro está, la aludida por las fechas, de Federico de Onís. A nuestro parecer, su lectura resulta medular porque revela en su estructura cómo han operado la mayoría de las recopilaciones de este siglo; porque reúne a las voces poéticas que las antologías posteriores consideraron como imprescindibles; y por su propuesta «distributiva», al incluir a poetas españoles, en la primera edición, y a poetas de habla no española, en la segunda. Resulta significativa la redistribución geográfica, ya que da cuenta de los cambios en las relaciones culturales y políticas establecidas entre América y España, no rotas después de la guerra civil, sino incluso interesante y polémicamente mantenidas, como lo evidencia la antología Laurel (1941), incomprensible sin el entorno de revistas, publicaciones periódicas y proyectos editoriales ligados al exilio español. Además de hacer eco de las discusiones políticas de su momento, fruto de las cuales es la autoexclusión de Juan Ramón Jiménez, León Felipe y Neruda, por citas los casos más conocidos, Laurel atiende a una concepción de la tradición hispanoamericana con España, pero de un modo distinto al del paradigma asimilacionista de algunas colecciones decimonónicas63.

Los cuarenta años siguientes, de mediados de siglo a los noventa, son de una complejidad histórica y literaria difícilmente englobables sin errores. Hendidos por la discusión acerca de la «poesía de evasión» y la «poesía de compromiso» (diluida posteriormente en lo que Benedetti, citando a Paz, llamaba la «poesía de la conciencia» y la «conciencia de la poesía»64), en estos años se redefine la noción de «contemporáneo», a la luz -o a la sombra- de las obras maduras de los «maestros» y tomando en consideración la obra de los poetas nacidos hasta mediados de siglo. Son años, además, en los que la historia misma de Iberoamérica enriquece y hace más complejo el análisis de las antologías, marcadas sin embargo por una tendencia hacia la canonización de una lectura autónoma de su circunstancia histórica, opuesta a otra más preocupada por reflejar el estado de la realidad social de los países que, supuestamente, pertenecen a una misma tradición literaria. Es en este contexto que las observaciones hechas por Benedetti a una muestra (¿antológica?) de antologías hispanoamericanas encuentran plena validez, pues en el conjunto se confirma el olvido y la ignorancia voluntaria, que vale por indiferencia, de grandes extensiones y propuestas estéticas: países que no existen, poetas de sistemas literarios no hegemónicos que no han escrito nunca o que han escrito sólo un reiterado o pretendido puñado de poemas.

Lejos de incluirse sólo en ponderaciones de especialistas, los problemas planteados por el fenómeno antológico se proyectan hacia un terreno que comparten, en distintos niveles y con diversa fortuna, críticos, historiadores de la literatura, antologadores, autores de libros de texto y profesores de letras. A su manera, y por medio de herramientas entre las que se cuentan las antologías, todos ellos contribuyen a establecer las nociones con las que su receptor hipotético habrá de entenderse con (y a veces sin) la literatura. No se trata, entonces, de hablar sobre un tema marginal o anecdótico, sino de un asunto que involucra la crítica, la difusión y la enseñanza y que, si bien parte de ese encuentro fundamental entre lector y autor/libro en la soledad de una biblioteca o una «habitación propia», también toma en consideración la historia de las lecturas previas, los rechazos generacionales y las recuperaciones posteriores que hacen posible que un autor u obra figure en nuestra lista socialmente aceptada y difundida de aquello que vale la pena leer. Historia, crítica y crónica de esas lecturas antológicas cuyas implicaciones hemos sólo esbozado en estas páginas, y cuyas preguntas -como ya había señalado Mario Benedetti en «El Olimpo de las antologías»- distan mucho de haber encontrado todas sus respuestas.