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Mario por Mario

Félix Grande (Madrid)



     El Destino tiene un hermano gemelo: solemos llamarle el Azar. El Destino está desposado con la Fatalidad. El Azar, que de vez en cuando se acuesta con la mujer de su hermano, permanece soltero, pero hace mucho el amor con la Perplejidad, con la Sorpresa y con la Exactitud. Julio Cortázar sostenía que son la pereza, el atolondramiento o el temor quienes nos ponen telarañas en la mirada para que no veamos cómo las comparecencias del Azar se producen de acuerdo con unas leyes tan rigurosas como indescifrables. ¿Encontraría a La Maga? Se echaba a caminar sin rumbo, sin temor al Azar, y acababa encontrando a La Maga. En esta vida quien se azora ante el Azar no encontrará a La Maga. Solemos tener miedo a lo desconocido y eso nos impide compartir nuestro corto tránsito con el Azar y con La Maga. Es un error: deberíamos saltar sin red, pasear sin rumbo y perder el miedo al Azar: de este modo lograríamos llegar a ser lo que la buena educación, y hasta el buen gusto, nos piden que seamos: «perfectos idiotas latinoamericanos»: así es como nos han bautizado cortésmente unos latinoamericanos tan perfectamente listos como para saber poner una vela paleoposmoderna a Karl Popper y otra vela más canosa a Mas Canosa. Pues érase que un día del año pasado, un perfecto idiota latinoamericano a quien el Azar hizo nacer en Alicante y a quien su padre, el señor Rovira, con la cooperación de su esposa, puso de nombre José Carlos, me invitó a participar en este homenaje a Mario Benedetti. Y bien, fíjense: en la madrugada de ese mismo día yo había comenzado a leer la biografía de Benedetti escrita por Mario Paoletti. Agradecí a José Carlos Rovira su invitación, le prometí venir a Alicante con una cuartillas de homenaje a Mario (¿a qué Mario? ¿Benedetti, Paoletti? ¿por qué no a Benepaoledetti?), colgué el teléfono y comprendí que el Azar, que es también parte del nombre de Julio CortÁzar, me había honrado con su visita. Algo bueno, pensé, debo de haber hecho últimamente para que el Azar haya resuelto bendecir mi casa. Lleno del lento orgullo que proporciona el saberse elegido a la vez por la amistad y por el Azar, miré de nuevo la portada del libro. En ella, la cara de Mario Benedetti mira hacia arriba, hacia la izquierda (derecha del espectador: se diría que el lugar de los espectadores podría ser la derecha; se diría que conviene transformarse de espectadores en, por lo menos, testigos); en esa cubierta aparecen unidos los apellidos Benedetti y Paoletti. Me dije: no es nada fortuito: es una formidable decisión del Azar. Mirando esa cubierta me caí en mi propia memoria. Mirando la cubierta de esa biografía de Benedetti por Paoletti, Mario por Mario, caí en el tiempo de mi propia vida latinoamericana. Algún día, susurré, deberías escribir el libro de tu vida latinoamericana. Si el Azar me da tiempo, algún día redactaré ese libro. Ahora deambulaba, sin forzar el rumbo, por mi vida latinoamericana. Vi cómo las oleadas del tiempo hacían crujir las bisagras de la memoria. El tiempo, como una amorosa lengua de buey, limpiaba y empañaba los cristales de las ventanas de mi edad, justo las ventanas que dan al Continente americano. Sentí cómo la melancolía me daba golpecitos en la nuca. El tiempo, escribió Rainer María Rilke, es como la recaída de una larga dolencia. Si uno arrima la palabra dolencia al Continente americano es muy posible que la siguiente palabra que nos traiga el Azar sea la palabra tortura. En el año 1995 se publicó la edición número treinta y dos de Pedro y el Capitán, una obra teatral pudorosamente escalofriante que Mario Benedetti había escrito sobre el tema de la tortura. En noviembre de 1979 el Gobierno canadiense concedió una visa de refugiado político a Mario Paoletti, con la que pudo solicitar autorización para salir de la Argentina. Para esas fechas a Mario Paoletti ya no lo torturaban.

     «Me llamo Mario Argentino Paoletti Moreno. Tengo 39 años, soy casado y padre de tres hijos. Fui detenido en mi país, la Argentina, el día del golpe militar (24 de marzo de 1976) a las 4 de la mañana, mientras dormía en mi casa, en La Rioja. Una patrulla del Batallón de Ingenieros 141 llamó a la puerta. Mientras un suboficial me apuntaba con su arma, su compañero me dijo que debía acompañarlos. Pregunté si antes podía asearme. 'No vale la pena -respondió el del arma- porque éste es un asunto que no va llevar más de 30 o 40 minutos'. Permanecí detenido durante cuatro años y diecinueve días». Así comienza el informe que Mario Paoletti entregó el día 25 de mayo (día de la Independencia de su país) de 1984 a la Comisión Argentina por los Derechos Humanos (de la que formaban parte su hermano Alipio Paoletti y Julio Cortázar, entre otros) para ser presentado a la Comisión correspondiente de las Naciones Unidas en Ginebra. Es un informe que los presos políticos en la dictadura de Videla (recuerden: muchos miles de desaparecidos) estaban moralmente comprometidos a redactar y hacer llegar a los Organismos Internaciones de Derechos Humanos. Lo que continúa a las líneas que encabezan el informe de Paoletti es un escrito pudorosamente escalofriante. Recuerdo que cuando tuve por primera vez ese informe en mis manos no pude evitar leerlo varias veces seguidas: la abyección de los torturadores, el prodigio de la dignidad del torturado, una dignidad que se alargaba hasta convertirse en una prosa pudorosa, reunían una fuerza de gravedad de la que no era posible apartar ni los ojos ni la conciencia. ¿Cómo pudo aguantar? A Mario Paoletti no lo habían reventado por dos causas: porque es un hombre físicamente muy fuerte y porque la estructura de su moral está construida, como la de Mario Benedetti, con materiales emocionales de primerísima calidad. Recuerdo cómo leí aquel informe: con los codos sobre la mesa y las dos manos sujetándome la cabeza. Leí una vez, otra vez, otra vez. Cuando ya estuve ahíto, cuando noté cómo unas lágrimas civiles me condecoraban la cara, guardé el informe en mis archivos y luego me encerré en mi cuarto para recibir a solas mis recuerdos latinoamericanos. Por ese cordón umbilical que une mi memoria a la historia reciente del Continente hispanoamericano van y vienen entreverados en una misteriosa armonía una multitud de mujeres y hombres, de guitarras y libros, de aeropuertos y risas y vino, de noticias aterradoras, de charlas fraternales que perfumaron centenares de madrugadas, de ciudades colosales y aldeitas habitadas por criaturas ultrajadas por la injusticia y lastimadas por la resignación. Veo enormes proporciones de América recorriendo el pasillo de mi casa. Paco Urondo tocando los libros de mi biblioteca. Rodolfo Walsh derramado en el tresillo y sonriendo a mi mujer, que le trae almendras para el vino. Juan Carlos Onetti maldiciendo para disimular su piedad. Daniel Moyano contándonos cómo raptó a su novia y se la llevó a La Rioja. Veo en La Rioja a Daniel, a los hermanos Paoletti, a Irma, a Lilí, al Toto Guzmán, a Yiyi Alfieri. Veo en La Rioja, junto a Jujuy, ya cerca de Bolivia, con una calor infernal, la rotativa del diario El Independiente, en donde un puñado de periodistas, escritores, pintores, trabajaban en cooperativa y se repartían la pobreza, la alegría y el coraje. Veo a Moyano repasando su diccionario de español-alemán para leer en su idioma a Franz Kafka, allí, a unos centímetros de los Andes. Veo a don Adolfo con su guitarra, admirado y casi cabreado conmigo porque no fue capaz de cantarme un tango que yo no conociera. Veo a Alejandro Paternain y a Benito Milla charlando conmigo en las calles de Montevideo: me veo a mí mismo en esas calles recordando las vidas modestas que dan calor a un libro: Montevideanos. Veo a Onetti tumbado sobre su cama, en pijama, llenando su cuarto de humo de tabaco y mirando con un cariño disfrazado de ironía cómo me chupo los dedos tras comerme el plato de arroz cocinado por Dolly. Veo a Idea Vilariño, que fue mujer de Onetti, en los pasillos de un hotel de La Habana. Veo en ese mismo hotel la figura casi pequeña, sugerida, como escondida en la modestia, de Mario Benedetti. Me ha dejado en el casillero un ejemplar de Gracias por el fuego. He leído la novela nada más tenerla en las manos, en cinco o seis horas de la noche. Muerto de sueño, he bajado y le he dejado en el casillero una nota que dice: Mario, «gracias por el fuego». Veo cómo Julio Cortázar y un tal Félix Grande, que han sido invitados a una reunión de autoridades culturales, al escuchar sonido de guitarras unas habitaciones más al fondo, se levantan, se arriman a una pared, se van deslizando hasta la puerta, desaparecen por arte de magia y aparecen en la habitación donde se divierten quince o veinte críos de dieciocho o veinte años; dos de esos críos son Pablo Milanés y Silvio Rodríguez: esos desalmados me dan una guitarra para que toque flamenco, y con esa guitarra yo no puedo tocar flamenco. Voy corriendo al hotel y me traigo mi guitarra flamenca. Cuando ya hemos mezclado todas las músicas que conocemos son las ocho de la mañana, Julio Cortázar se ha pasado la noche en el suelo, fumando cigarrillos, bebiendo vino y llamando cronopio a todo el mundo como quien distribuye antidiplomas académicos. A las ocho y media salimos corriendo y riendo como chiquillos: la sesión del Congreso empieza a las nueve y vamos a tener que personarnos sin haber desayunado, y veremos si nos da tiempo a pasar por la ducha. Dormir, ni en sueños. Cuando echamos a correr, Silvio nos llama a gritos: ¡Esta noche voy a buscaros al hotel, y te traes la guitarra! ¿Y cuándo voy a dormir? ¡Grita más, que con el aire no se oye! Vale, tío. Veo en las comisiones del Congreso a Rodolfo, a Urondo, a Jorge Enrique Adoum, que habla tan lento y tan bajito que parece darnos la absolución. En el aeropuerto de La Habana, el día de mi regreso, hay varias horas de retraso en el vuelo. Saco del estuche a mi guitarra «Mesalina» y me pongo a tocar en un rincón del aeropuerto. Un hombre casi herméticamente silencioso, de mirada triste y dulce como la que atribuimos a César Vallejo, se sienta a escucharme tocar. Durante tres horas me escucha. Guardo la guitarra en su estuche. El hombre triste y yo nos instalamos juntos en el avión. El hombre triste y silencioso me hace preguntas sobre los orígenes de la música flamenca. Sabe música, sabe mucho sobre folklore. Tiene una forma de hablar en donde la vehemencia queda siempre amortiguada por la cortesía: se llama José María Arguedas. Veo el aeropuerto de Ezeiza en Buenos Aires: Fernando Quiñones y yo hemos hecho un recorrido hispanoamericano para dar conferencias sobre flamenco. Además de dar información a nuestros auditorios les servimos los ejemplos en vivo: Quiñones canta por soleá, por siguiriya, por taranta, por fandangos caracoleros; yo le acompaño a la guitarra. Hemos actuado en Puerto Rico, en Venezuela, en Colombia, en Perú. Antes de concluir nuestro viaje en la Argentina habíamos previsto vivir unos días en Chile, pero ya no podemos entrar en Chile: hace unas semanas Pinochet y la CIA han perpetrado un golpe militar. Por fuerza renunciamos a Chile. Al llegar a Ezeiza, Fernando y yo casi no podemos creer lo que vemos: esperaban nuestra llegada ocho o diez amigos componentes de la revista El Escarabajo de Oro, encabezados por Abelardo Castillo, Sylvia Iparraguirre, Liliana Hecker; nos aguardaban José Carlos Gallardo con una docena de sus alumnas de literatura española; nos aguardaban Urondo y su mujer. Meses atrás Urondo había sido hecho preso. Nos movilizamos en una frenética recogida de firmas. Ahora, en su coche, Urondo me dice que me invitaría a vivir en su casa, pero que no es segura, en cualquier momento puede haber un atentado... Recuerdo perfectamente que a la noche siguiente, en el hotel, ya de madrugada y sin sueño, estuve leyendo un número de la revista Crisis, que me había obsequiado Eduardo Galeano (mientras acomodo estos recuerdos con un rotulador «Pilot» sobre papel cuadriculado puedo mirar la revista Crisis encuadernada en cinco tomos) y, ya hacia las cuatro de la mañana, releo algunos de los ensayos reunidos en el libro Letras del Continente mestizo, en la primera edición de la Editorial Arca, de 1967. Recuerdo perfectamente que aquella noche, en un hotel de Buenos Aires, poco después del golpe militar en Chile y ya olfateando el golpe militar que dos años más tarde convertiría a la Argentina en uno de los territorios más ensangrentados del mundo, estuve leyendo dos ensayos de ese libro de Benedetti; uno de ellos establece, con una afinadísima inteligencia, las diferentes formas de influencia de las obras de Neruda y de César Vallejo. En el otro, Benedetti elogia las novelas y los ensayos de Ernesto Sábato. Recuerdo cómo me alegró la decencia intelectual de Benedetti en esas páginas. Por entonces había, ¿lo recordáis?, una cosa llamada «El boom de la literatura latinoamericana». La independencia furiosa de Sábato y el marketing político habían dejado fuera los espléndidos libros de Ernesto Sábato. Era una injusticia. Sobre héroes y tumbas tenía ya entonces más traducciones y más lectores que la inmensa mayoría de los libros del «boom». Pero a Sábato se lo ninguneaba de una forma estrepitosa. Era una injusticia. Y allí, en Letras del Continente mestizo, unas páginas de Mario Benedetti reparaban esa injusticia. Reconfortado, dejé el libro en la mesita, apagué la luz y me quedé dormido.     Despierto. Me miro la cabeza blanca. Tengo sesenta años. Mario Paoletti tenía, cuando yo me quedé dormido, poco más de treinta. Me despierto y lo veo con cincuenta y seis y con una irreparable gota de angustia en el fondo de su mirada devastada por la serenidad. Benedetti, que aquella noche en que yo leía sus páginas en Buenos Aires sólo había publicado treinta libros, es ahora un amable Aguafiestas en cuyo rostro de setenta y seis años la pena suaviza a la ironía, y a cuyos setenta libros publicados les han nacido un total de ochocientas noventa y tres ediciones, aproximadamente. ¿Cuándo se conocieron estos dos individuos, cuándo supieron que estaban señalados por el Azar para reunirse en un libro llamado El Aguafiestas Benedetti? No lo sé. Hubo un tiempo en que Benedetti anunciaba que el Uruguay, «la Suiza de América», iba derecha a la catástrofe social, mientras Paoletti miraba con lenta rabia la miseria del interior de la Argentina. Como los dos tenían razón, ambos desembocaron en el exilio. Cuando a uno de ellos comenzaron a torturarlo, el otro ya tenía en la cabeza y sobre la tortura una obra que iba a llamarse El cepo. En diciembre de 1973 me quedé dormido con un libro de Mario Benedetti y un ejemplar de Crisis en la mesita. La crisis y el cepo conmocionaron al Continente mestizo y ahora hago memoria, y cuento con los dedos, y veo cómo el dolor y la muerte se fueron arrimando para formar parte del muro de la Historia. Un día fueron a por Rodolfo; suponemos que lo reventaron; su cadáver no apareció jamás. Urondo: necesitamos creer que fue más astuto: cuando medio centenar de balazos le desfiguraron el cuerpo, Paco ya habría mordido su pastilla de cianuro. Haroldo Conti: nos dijeron que alguien lo vio inválido y descompuesto por el tormento; no apareció nunca, ya lo habrán rematado. Además de la represión, el tiempo y el infortunio ejercieron su propio cepo. Alipio Paoletti regresó del exilio y poco después le estalló el corazón. Don Adolfo ya no canta tangos ni toca la guitarra: se lo llevó la muerte. A Onetti también se lo llevó la muerte, enojada al ver cómo el viejo y áspero compasivo no dejaba ni de beber ni de fumar. A Daniel Moyano lo asesinó un cáncer. A Julio Cortázar lo asesinó otro cáncer. A José María Arguedas lo asesinó el suicidio. ¡Hubo tantas y variadas desgracias! Mario Paoletti y Mario Benedetti debieron de conocerse en alguna pausa del fragor aniquilador de estos tiempos de muchos infortunios y pocas y a veces descabelladas esperanzas. No tengo la menor idea de qué es lo que hablaron en el día de su primera conversación. Sólo sé que con ellos estaba el Azar, que ya desde hacía años venía entreverando sus vidas y que tal vez suspiró con alivio cuando estos dos hombres se estrecharon la mano. Mario por Mario. Lo que quiero decirles a ustedes es que ese libro, El Aguafiestas Benedetti no es sólo una biografía de un Mario redactada por otro Mario. Es también un tornado de memoria continental en donde dos hombres se pasan uno a otro sus recuerdos como si se pasaran el mate. A su lado, la Historia americana pone en el mate agua caliente y remueve la hierba. En silencio se miran uno a otro y sonríen con una pesadumbre apacible. Esa sonrisa es a la vez un epitafio, un homenaje, una lágrima... y una fatigada y obstinada bandera que se pone de pie para asomarse al siglo que ya está llamando a la puerta.

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