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Mario Benedetti, un mito discretísimo: biografía [fragmento]

Hortensia Campanella



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Prólogo

«tragaluz para la utopía...»1.





Había una cola de personas, de a dos, de a tres; eran casi todos muchachos bullangueros, veinteañeros, y luego estaban también los que parecían supervivientes de los años sesenta. Se extendía metros y más metros, doblaba junto a la fuente de la Cibeles, subiendo por la calle de Alcalá. Muchos llevaban libros, y todos, paciencia; no había habido mucha publicidad, pero se habían pasado la noticia con euforia: Mario Benedetti cumplía ochenta años, había una semana de homenajes en la Casa de América de Madrid, pero ese jueves estaba él solo leyendo sus poemas. Así que ése era el día que reunía a la multitud.

Cuando lo acompañé a través del jardín veía las miradas sonrientes, oía, como él, los saludos espontáneos, y de pronto una chica muy joven se le acercó con una flor, era un nardo, creo. Se la dio, y cuando el escritor, un tanto confuso, me la entregó, le pregunté a ella cómo se le había ocurrido aquello. Y me contestó: «No quería pedirle nada; me ha dado tanto, que pensé que lo único que podía hacer yo era traerle una flor».

En medio de las muestras de admiración, de cariño, casi de veneración que he visto ofrecerle al escritor uruguayo, me había quedado grabada esa escena transparente y expresiva. Y ha resurgido, vivida, cuatro años más tarde en otro espacio bien diferente. De nuevo, la cola de gente paciente esperando para asistir a un acto en el que va a estar Benedetti. Pero ahora los entusiastas van a entrar en el paraninfo de la Universidad de la República, en su Montevideo, como él dijo, «el corazón de mi país». Le van a hacer entrega del título de Doctor Honoris Causa, pero la ceremonia será acorde al estilo serio aunque informal de una joven república falta de centenarias tradiciones. No hay birretes, ni togas, y junto al homenajeado estará un cantautor, Daniel Viglietti, con las canciones que nos llevan a las palabras de los años duros. Ya han pasado casi veinte desde el final de la dictadura y de su regreso del exilio, y sin embargo, esta escena tiene la emoción de un corolario, de un símbolo. Cuando se terminaron las palabras y las canciones y los aplausos, todos evitábamos mirarnos para no ver la lágrima en ojo ajeno. Entonces se oyó a otra muchacha -pura coincidencia- gritar: «Gracias, Mario». Y así se cerró el círculo. Porque, en realidad, después de tantos años de leer y oír los textos de este escritor peculiar, lo que queda es la convicción de que vida y obra de Mario Benedetti conservan una armonía especial que recae, como un influjo, como una fuerza, como un regalo, sobre los lectores. Y, más allá de los vaivenes de esa obra, tan amplia, tan variada, tan arriesgada, por encima de los desniveles inevitables, de los gustos y disgustos que depara, la coherencia y la honestidad son de agradecer.

Y esos sentimientos implican cercanía, naturalidad en el trato. Hace pocos años se organizó un panel; una joven poeta y un joven crítico, profesor universitario, comentaban la obra del escritor, contando con su presencia. Hubo una parte importante del acto dedicada a las preguntas del público y pronto nos dimos cuenta de que la gente se dirigía al crítico llamándole «profesor», mientras que al anciano poeta le decían «Mario». Nada más que espontaneidad.

Así, a uno le nacen las ganas de saber cómo es que un pequeño ángulo de América del Sur puede producir artistas y escritores que sintonizan con tantos públicos y que pasan a la historia de sus respectivas vocaciones (Torres García, Barradas, Juana de Ibarbourou, Onetti, Horacio Quiroga, Mario Benedetti). Y, cerrando el objetivo, también uno empieza a interrogarse acerca de la vida de este escritor, cómo fue su formación, de dónde sale la solidez de sus citas, cómo se llevaba con sus padres, por qué ha tocado prácticamente todos los géneros literarios, cuáles han sido sus modelos, las alegrías que han llevado sus textos a tantas canciones, el compromiso que provocó once años de exilio.

Del mismo modo que él le preguntaba a su abuelo cómo era su pueblo en Italia, cómo había sido su viaje en barco hasta el Río de la Plata, yo me he puesto a interrogar a familiares, a los amigos, a los testigos de una vida tan larga e intensa. He buscado el testimonio de cartas, documentos, textos propios y ajenos para encontrar pistas, explicaciones, ángulos desde donde mirar una vida, la vida de Mario Benedetti. Una vida que ha ido persiguiendo la utopía y que por eso mismo ha encontrado en la poesía su mejor expresión, o por lo menos, la más querida, la más auténtica. Así, en uno de los últimos poemas que el escritor uruguayo dedica a la poesía2, ya a sus ochenta años, la ilumina como «altillo de almas», la descubre como «tragaluz para la utopía», la propone como «un drenaje de la vida / que enseña a no temer la muerte».

Comienzo a preguntar, y me dirijo también a los creadores que lo han tenido cerca o lejos, no importa, pero siempre presente. Y empiezo interrogando a otro poeta, un joven uruguayo que nunca ha dudado en mostrar sus amores y sus deudas, Rafael Courtoisie. Él se vuelve hacia su pasado íntimo y responde con tres escenas:

ESCENA I

EXTERIOR. DÍA. CEMENTERIO CENTRAL DE MONTEVIDEO

Era mayo de 1976. Éramos adolescentes. Los cadáveres de Toba Gutiérrez Ruiz y de Zelmar Michelini, líderes asesinados por esbirros, por sicarios de la mediocridad del diablo en Buenos Aires, el país de enfrente, habían retornado al país. En el Cementerio Central la caballada policial y militar intentaba impedir hasta el mínimo honor que requerían aquellas exequias.

Muy poco tiempo después, circuló en Montevideo el poema «Zelmar», escrito por Mario Benedetti en el exilio y propagado mediante miles de copias mecanografiadas, copias al carbónico, que iban de mano en mano, de voz en voz: «Convoquemos aquí a nuestros zelmares», decía uno de aquellos indelebles versos. Lo leyó muchísima gente. Eso siempre le pasó a Benedetti, qué desgracia simpática y desaforada (qué envidia, bufaron tantos): lo leía la gente, aun bajo la crueldad de la tiranía, lo leían todos.



ESCENA II

CEMENTERIO DEL BUCEO. 1996

Había pasado la noche entera velando a mi padre, hombre de derechas, conservador, entrañable, cabezadura. ¿Cómo explicar el dolor? Sépanlo: para el dolor no hay derechas ni izquierdas. Mi padre estaba muerto.

Muy temprano, en el cementerio, apareció don Mario Benedetti. No dijo nada. Nada. Sólo estaba allí para que fuera menos el dolor.

Para disminuir el dolor, fuera izquierdo o derecho.



ESCENA III

1974, 1975

Recuerdo haber firmado muchas veces, con mi nombre propio, el poema de Mario Benedetti titulado «Corazón coraza».

Lo confieso: le entregaba «Corazón coraza» a mis noviecitas del alma, les decía al oído:


Porque te tengo y no
porque te siento
de ojos abiertos... porque la noche está

y ellas desfallecían. Les recitaba:


Pequeña mía, corazón coraza...

Y el milagro se hacía.

¿Qué más puede uno pedir? Estuve acompañado, en la muerte y en el amor. Todo este tiempo. Gracias, Mario.



De nuevo la gratitud. Noble sentimiento.






Capítulo 1

«sitio para el candor...»3.





El 14 de septiembre de 1920 los periódicos de Montevideo, capital de la República Oriental del Uruguay, ofrecían algunos titulares muy interesantes. El escritor dominicano Fabio Fiallo había recibido la buena noticia de que el Gobierno de Estados Unidos suspendía la condena de un año de prisión y multa que las mismas autoridades norteamericanas le habían impuesto por protestar ante la ocupación de su patria por tropas de aquel país. No sería la última invasión en la República Dominicana, ni menos aún en América Latina, y en el futuro habría muchos escritores que sufrirían igual o peor suerte que el autor de Cuentos frágiles. También se abría la posibilidad de una mediación italiana ante los gobiernos de Perú y Chile por su enconada disputa territorial. Y, además de divulgarse la opinión del dramaturgo Bernard Shaw acerca del «cinematógrafo», aparecía la noticia del triunfo local del Club Nacional de Fútbol en reñida contienda. Ese mismo día nacía, en un pequeño pueblo a casi trescientos quilómetros de la capital, Mario Orlando Hamlet Hardy Brenno Benedetti Farrugia. En medio de esos nombres -homenajes literarios y familiares- reconocemos al Mario Benedetti que a lo largo de su vida ha sido apasionado del fútbol, en especial del Nacional, y del cine, decidido defensor de la verdadera independencia de los pueblos de América Latina, enemigo de la intervención extranjera, lúcido crítico de las pequeñeces que han separado a los pueblos latinoamericanos. Como decía Julio Cortázar, las coincidencias nos envían mensajes.

En ese momento, el país que acogía al pequeño Mario era lo que luego se consideraría un peculiar laboratorio político y social. Superada la inestabilidad exterior producida por la Revolución mexicana, por la Primera Guerra Mundial y por la crisis financiera, lejana de la zona de aplicación de la «política del garrote» de Estados Unidos, la República Oriental del Uruguay experimentaba un reformismo político y social que se reflejaría en el desarrollo cultural, y en el cambio de las costumbres. Esas transformaciones, lideradas por el presidente José Batlle y Ordóñez, por las que, en palabras del sociólogo Germán Rama, «la población se transformó en ciudadanía», condujeron a períodos de prosperidad, de afianzamiento de la democracia política, de consenso integrador de la sociedad. En este proceso innovador, mezcla de utopías, anarquismo y socialismo, incidió una temprana inmigración muy cualificada que encontró una sociedad en formación y por lo tanto muy permeable a su influencia.

Entre esos profesionales había un enólogo, químico y astrónomo nacido en Foligno, Umbría, llamado Brenno Benedetti, el abuelo paterno. En un país que apenas sobrepasaba el millón de habitantes ocurrían hechos insólitos: el científico había sido contratado directamente desde Italia por Francisco Piria, dinámico empresario, dueño de un importante hotel, negocios inmobiliarios y bodegas. Era, en realidad, un visionario que llegó a concebir una ciudad balneario, popular incluso en esa época, y conocida luego por el apellido de su creador, como en los libros. Y cuando aquel italiano rompió relaciones con su empleador, lo que le costó una caminata de más de cien quilómetros, puesto que los medios de transporte entre Piriápolis y la capital eran propiedad del indignado jefe, decidió radicarse en otra zona del país y seguir trabajando en el negocio vitivinícola. Ése será el abuelo que el niño Mario descubrirá disfrazado de Rey Mago, provocándole la decepción de la verdad. De los tres hijos que tuvo -Brenno, Flaminia y Danilo-, el mayor, Brenno, también enólogo y químico, conocerá a Matilde Farrugia, quien vivía en Paso de los Toros con su madre dos veces viuda y un hermano, y se casarán allí. Así llegamos a esa fecha del 14 de septiembre de 1920, con el nacimiento de Mario bajo la advocación ambiental ya mencionada.

En la vida del que luego sería el más popular de los escritores uruguayos, se proyectan con fuerza las dos vertientes familiares. Por un lado, la familia paterna, cultos, científicos, severos, y por otro, la familia materna, más informales y con una historia peculiar. El bisabuelo materno de Mario, uruguayo, había seguido una tradición latinoamericana de las familias acomodadas: viajar a París. En La Sorbonne estudió Medicina y allí se enamoró de una francesa. Poco después, en Marsella, iba a nacer la madre de Matilde, la futura esposa de Brenno. Se llamaba Pastora Rus y fue una figura más bien odiosa dentro del círculo más íntimo de la familia; el episodio de su muerte y entierro está en el origen del cuento «Retrato de Elisa». La genealogía se completa con un abuelo madrileño. Así, Matilde será una muchacha hermosa, pero con grandes diferencias culturales con Brenno, circunstancia que tendrá consecuencias en el ambiente familiar en el que crecerá el joven Mario.

Si bien sólo vivió dos años en Paso de los Toros, trasladándose enseguida a la capital del departamento, Tacuarembó, el futuro escritor conserva muy precoces recuerdos de su vida allí: por ejemplo, las morisquetas de una muchacha contratada para inducirlo a comer, la despedida en la estación de tren. En Tacuarembó ocurrirían algunos hechos que marcarían de un modo indeleble la vida familiar. El padre decide independizarse laboralmente y compra en el centro de la ciudad la farmacia Magnone, que, a pesar de tener enfrente la competencia de otra, parecía un buen negocio. De este modo, tendrán una amplia casa, además de las dependencias adyacentes a la farmacia. Pero la estafa sufrida cuando descubre un negocio vaciado enteramente de medicamentos por su anterior propietario hunde a Brenno Benedetti en una quiebra económica reconocida por él en la Liga Comercial, ante la cual deberá responder con cualquier ingreso que vaya a tener en los años siguientes. El ejemplo de probidad y sacrificio del padre será motivo de imitación y orgullo para el hijo durante toda su vida. Es indudable que, de un modo directo o indirecto, la figura del padre aparece permanentemente como referencia en la obra del escritor uruguayo. En «Propiedad de lo perdido»4 dice: «el rostro de mi padre / tan mío es que acude a mis espejos / para comprometerme en sus dilemas».


El paraíso perdido

Lo que había sido el paraíso de la primera infancia, con las películas de Chaplin de la mano de la abuela materna, junto a su perro Sarandí, con el que solía esconderse bajo la cama cuando lo llamaban para comer, desaparece bruscamente. Y enseguida se produce un nuevo cambio de vida: en 1924 la familia se traslada a Montevideo en busca de un nuevo horizonte laboral para el padre. Empero, los primeros tiempos son muy malos. Viven en sencillas pensiones céntricas y cuando logren alquilar una casa será un lugar muy precario en las afueras de la capital, en Villa Colón, el mismo barrio que había acogido, años antes, una infancia bien diferente de otro grande de la literatura, Juan Carlos Onetti. El padre conseguirá trabajos provisionales, casi clandestinos, para escapar al embargo que lo persigue desde Tacuarembó. La madre sostendrá el peso de la casa cosiendo ropa para niños, disfraces, muñecos, como recuerda el poeta en «La madre ahora»5. De esa época se conservan fotografías en las que el niño aparece vestido con esos disfraces, como un temprano maniquí de la habilidosa modista. Son tiempos de recuerdos agridulces: a partir de la realidad de una pobreza extrema, el adulto escritor sublima esa situación hacia una suprarrealidad espiritual, en la que los valores del cariño filial y la admiración hacia el padre compensan las estrecheces económicas, tal como aparece en el cuento «Los vecinos»6 y en el poema «Abrigo»7.

La precariedad de ingresos no impide que el futuro escritor empiece a demostrar cierta precocidad en su formación. Así, sus propios recuerdos y la tradición familiar revelan que aprendió a leer a los cinco años prácticamente solo, y antes de ir al colegio ya se había lanzado a la lectura (Julio Verne, Salgari, Corazón, de Edmundo d'Amicis). Era tal la fiebre lectora del niño que el padre le imponía ciertos límites diarios que él continuamente rebasaba para volver a leer el mismo fragmento al día siguiente.

La normalización económica del hogar comenzó de un modo curioso, cuando el padre se decide a jugar a la ruleta, descubre una «martingala» o truco que lo lleva a ganar de un modo continuado, y logra una difícil contención: sólo juega hasta que consigue el dinero necesario para vivir un mes. Será el momento de pensar en la educación del hasta entonces hijo único, y se impone la admiración de Brenno, el científico, por la exigente cultura alemana. Toda la educación primaria la hará Mario en el Colegio Alemán, una institución en cierto modo elitista en el panorama educativo uruguayo dominado por una escuela pública, gratuita y laica desde treinta años atrás y que se pretendía de buen nivel. La enseñanza de un idioma y el ambiente rígido del colegio marcarán definitivamente el futuro del joven Benedetti. Sus recuerdos de aquella época son nítidos y recurrentes. A pesar de la severidad de los profesores, de los frecuentes castigos corporales a los alumnos, de la discriminación entre los hijos de familia alemana y los de otro origen, Mario disfrutó de su etapa escolar. De los escasos archivos que se conservan luego de la clausura que sufrió el colegio durante la Segunda Guerra Mundial, podemos deducir que cada grupo en los distintos niveles presentaba una minoría de alumnos de origen no alemán (en 5.° de 1932, por ejemplo, serán cinco o seis en veinticuatro), lo cual favorecía la discriminación. Mario recuerda al director del colegio, el doctor Fritz Bornmann, paseándose con un látigo, del que milagrosamente pudo salvarse a pesar de que su nota en conducta nunca fue alta. La tabla de horarios de los profesores del 5.° B de Mario de aquel año de 1932, nos demuestra la pesada carga horaria de los alumnos: seis horas semanales de alemán, cinco de español, cuatro de inglés, cinco de aritmética, cuatro de educación física, y así hasta once materias. Sin embargo, fue un muy buen estudiante, al extremo de que en varias oportunidades logró el premio de fin de curso, que le fue entregado cada vez, en acto solemne, por el propio embajador de Alemania. Tal vez ese rendimiento extraordinario con un currículum tan exigente fue lo que le granjeó cierta simpatía por parte del director, quien solía darle consejos y hablar distendidamente con él. Fue ese mismo director quien debió marchar luego a combatir en la guerra europea, pero que eligió de nuevo Uruguay para el retiro y la muerte.

Mario empezó a ser un superviviente en ese colegio: menudo y ágil, consiguió superar los problemas que se planteaban diariamente por parte de un grupo de compañeros que se sentían protegidos por la autoridad. En las fotos de su etapa escolar se lo ve un poco triste, tal vez por el trasfondo familiar, pero integrado en el colectivo aunque eso supusiera superar cierta violencia latente. Una de ellas es especialmente significativa: se ve al pequeño Mario, en medio de un corro, jugando con espadas de madera con uno de sus compañeros, Enrique Galindo, de su misma edad, pero mucho más grande físicamente. Su gran amigo a lo largo de esos años fue Kempis Vidal Beretervide, quien llegó a ser médico y destacado hombre de ciencia. También coincidieron en una toma de postura política de izquierdas y de lucha contra la dictadura: ambos tuvieron que exiliarse y mantuvieron una relación de confianza y amistad hasta su muerte en el año 2000.

Colón, el barrio donde vivía en los primeros cursos escolares, era un suburbio de la capital desde el que debía trasladarse primero en autobús y luego en tranvía hacia el colegio, situado en el centro. El pequeño Mario tuvo que acostumbrarse desde entonces a decidir, y así optó por caminar el último tramo para poder quedarse con el dinero del tranvía. Pocos años después, viviendo ya en el barrio residencial de Punta Carretas, el trayecto hacia el colegio era más breve, y también más interesante, como lo recordará en el poema «Tranvía de 1929»8.

Afortunadamente, muy pronto el padre conseguirá un empleo público y por lo tanto, según las leyes del aquel temprano estado del bienestar uruguayo, con un sueldo inembargable. Va a trabajar como químico en la Oficina de Impuestos Directos, y por primera vez en varios años la familia podrá disfrutar del ingreso de un sueldo completo. Como contracara de esa tranquilidad, ésa es la época en la que pierde al abuelo casi mítico: «La tristeza del mundo / es decir mi tristeza / empezó hace treinta años / en una noche hueca. [...] También tuve y no tengo un abuelo / con un siglo de cuentos / y una barba de seda / y dijo buenas noches / y se metió en su sueño / como huésped antiguo y de confianza. / Claro / no era su sueño / era su única muerte / nada más»9.




El hermano imprescindible

Desde poco tiempo atrás había comenzado una curiosa serie de mudanzas que marcará toda la vida familiar. En no más de veinte años contabiliza veintidós casas diferentes. Aparentemente por deseo inexplicado y un poco caprichoso de la madrease mueven por diferentes barrios de la ciudad. De ese baile de casas puede recordar, a veces, datos sueltos: la claraboya rota de Justicia y Nueva Palmira, el nacimiento de Raúl en la calle Miñones, la efímera felicidad en la calle Capurro, dos casas en una misma calle, Ellauri, en una de las cuales queda grabada la imagen de una sirvientita que se asomaba a la ventana desnuda, y lo llamaba, para asombro y rubor de su incipiente adolescencia.

Nace el hermano, Raúl. La fecha es el 11 de noviembre de 1928, en Punta Carretas, un barrio de clase media cercano a la costa, sólo estropeado por la presencia de una enorme cárcel, y por el que circularán en varias casas recordadas con añoranza. Ese deambular un poco penoso, del que ambos hermanos recuerdan sobre todo que cada vez había que montar y desmontar el laboratorio paterno, aparecerá mucho más tarde como una clave autobiográfica de la novela La borra del café10.

Los ocho años que separan a los hermanos nunca fueron una distancia insalvable; al contrario, Mario fue para Raúl algo así como un padre mucho más accesible, con quien se comunicaba mejor. Pocos años después, el barrio de Capurro, tranquilo, cercano a la bahía, parece haber sido la Arcadia de ambos. Allí compartieron juegos, allí vieron pasar por el cielo el Graf Zeppelin. Para Mario el hermano fue primero un juguete, y un compañero después. A lo largo de la complicada vida del escritor, Raúl ha sido su confidente, su apoyo, y estén donde estén se hablan por teléfono todos los días. En la madurez, pues, serán amigos y cómplices. La imagen plácida de Mario con nueve o diez años estudiando o leyendo y meciendo la cuna del hermanito con el pie se rompe sin rencor ante el recuerdo de un impulso demasiado violento que manda al bebé al suelo, afortunadamente sin consecuencias. Mucho más dramática es la intervención de Raúl en situaciones de peligro para la vida de Mario, perseguido por las sucesivas dictaduras que lo consideraron, con razón, un enemigo.

La actividad literaria de Mario comenzó muy tempranamente. Aunque no quedan pruebas escritas, siempre habla de los poemas en alemán que le servían para responder a las tareas del colegio, para asombro de los maestros. Alimentado de lecturas obsesivas, poco después escribió una novela «de capa y espada» llamada El trono y la vida, de la que sólo queda el recuerdo en los dos hermanos. Y con Raúl apenas crecido, escribía a máquina un periódico, haciendo copias con papel de calco, que su hermano vendía por el barrio. Esa temprana adolescencia también será el momento del diario íntimo del que no quedan rastros, experiencia que, desgraciadamente para los investigadores, no continuó en lo sucesivo. También será un paréntesis de preguntas existenciales, de dudas y, por último, como dice uno de sus poemas tempranos, de «Ausencia de Dios». Por insistencia de unas tías había tomado la primera comunión, y lo hizo en la iglesia de Punta Carretas, al lado de donde vivía el abuelo materno. De ese modo había entrado en contacto con la religión como institución, pero también en un entorno peculiar; mientras se preparaba para la ceremonia jugaba al fútbol con los curas, quienes se enrollaban la sotana a la cintura y le imponían por cada falta cometida un padrenuestro de penitencia. Tal vez esa circunstancia en un ambiente como el uruguayo, laico, incluso anticlerical, influyó en la ausencia de fe que ha experimentado toda la vida, a pesar de que el tema, como problema humano, ronde una y otra vez su inspiración poética. Se podría decir que el escritor lamenta no tener fe y a lo largo de toda su obra son numerosos los poemas en los que aflora esa ausencia de Dios en su espíritu, en su meditación y en sus expectativas acerca de la muerte. No faltarán en su obra, especialmente poética, las explicaciones que va encontrando, aceptando, ofreciendo, para su falta de fe, como por ejemplo su temprana «Primera incomunión»11.

Así, con experiencias contradictorias, con precocidad y tristeza, se puede decir que se cierra la infancia de Mario. Una época nunca mitificada por él, siempre recordada a través del tamiz de cierta amargura, de la disconformidad y la decepción, como surge en muchos poemas, pero especialmente en ese soberbio compendio de las emociones que experimentara en ese período tantas veces cantado por los escritores, el poema «La infancia es otra cosa», de Quemar las naves12.

Llegamos a 1933. En Alemania es presidente Hindenburg y Hitler, su canciller. En el Colegio Alemán de Montevideo se hace obligatorio el saludo nazi. Mario, que hasta entonces había evitado comentar en casa algunos rasgos autoritarios del colegio por temor a ser obligado a abandonarlo, no puede menos que comunicar esta novedad ominosa. La respuesta paterna es inmediata: para no perder el año, terminará el curso escolar, el último de primaria, pero ya no seguirá en ese ambiente. Se había terminado el candor.






Capítulo 2

«los ojos llenos de sueños...»13.





Los años de la adolescencia son los años de la precocidad. Parece querer hacerlo todo rápidamente. Abandonado el Colegio Alemán, ingresa al bachillerato en un instituto público, el Liceo N.° 2 Héctor Miranda, donde termina con buenas notas el primer curso. El segundo lo deja por la mitad y trata de continuar los estudios sin asistir a clase: no terminará el último de los cuatro cursos de secundaria. A partir de ese momento la educación del adolescente y el joven dependerá exclusivamente de su libre esfuerzo y disciplina, y de la antigua pasión por la lectura. Al observar al adulto, años más tarde, llegaremos a la conclusión de que la sistematicidad de estudios académicos fue sustituida por la fuerza de la vocación que generó un profundo conocimiento de literaturas extranjeras, a menudo acompañadas por el estudio de la lengua correspondiente, lo cual agudizó un, al parecer, innato sentido crítico.

Sin que fuera una de sus prioridades, agrega a los estudios diversas actividades deportivas. Jugó al fútbol, pero confiesa que era malo y sólo lo dejaban actuar en la meta; en todo caso, su peor recuerdo es un gol que le hicieron y en el que el balón lo golpeó en el estómago: se desmayó. Desde entonces su pasión por el fútbol se ha manifestado sólo como espectador. Es claramente un hincha y en sus cuentos el tema aparece con amplitud. Tal vez el más conocido sea «Puntero izquierdo», pero con los años, «El césped» le disputará popularidad. También practicó el baloncesto; sin embargo, donde descolló fue en atletismo. En una de las tradicionales plazas de deportes montevideanas, pequeños polideportivos a la medida de cada barrio, situada ésta frente a la tradicional iglesia de la Aguada, se ejercitaba corriendo y ganó una competición de ochocientos metros lisos, tal como recuerda con nostalgia en uno de los dos poemas que ha titulado «Piernas»14. También el deporte está asociado para Mario Benedetti a uno de los peligros que lo acompañan a lo largo de toda su vida. En una tarde calurosa de su adolescencia, mientras estaba jugando a la paleta con su amigo del colegio, Kubler, el padre de éste les trajo un helado que contenía nuez. En ese momento se le manifestó por primera vez una alergia a este fruto seco que pone en peligro su vida cada vez que se descuida, cosa que ha ocurrido en dos o tres oportunidades. Otro causante de sus alergias es la penicilina, pero tiene la ventaja de que no se puede ocultar inocentemente en cualquier alimento apetitoso, como ocurre con la nuez. A partir de ese momento, el ejercicio deportivo quedará casi exclusivamente centrado en el tenis de mesa, o ping-pong, como se lo llamaba en Uruguay. El temprano entrenamiento de Mario en este deporte contó con un compañero siempre dispuesto, su hermano Raúl. Éste recuerda que practicaban en una mesa muy pequeña, lo que aumentó su efectividad en condiciones normales. Con el tiempo, en Cuba, llegó a ser campeón en torneos de este deporte, muy popular entre los cubanos.

En 1933, el país todo y él en particular sufren un choque político y moral. El presidente del Consejo Nacional de Administración, parte del Poder Ejecutivo, Baltasar Brum, es depuesto por un golpe de Estado, instaurándose una dictadura que, aunque durará poco, será un sobresalto para el tranquilo país, «verde y con tranvías», como el poeta recordará más adelante esos tiempos. Pero lo más emocionante es que Brum decide suicidarse como gesto heroico, simbólico pero inútil, de resistencia y protesta. Fue un acto solitario que impresionó enormemente al adolescente sensible que contemplaba con admiración al personaje y, con vergüenza, la falta de reacción de la colectividad. Muchos años después, en 1960, escribe en su provocador ensayo político El país de la cola de paja un capítulo sobre la indiferencia y la cobardía social de sus compatriotas, a pesar de que con el tiempo se había suscitado alguna resistencia a la dictadura, trayendo a colación aquel lejano recuerdo. Esa mención sirve, asimismo, para fechar su ruptura con la Iglesia, según confiesa, «después de una ardua polémica de casi una hora con un cura confesor que se propuso denigrar a Brum»15.


El trabajo, necesidad y responsabilidad

El joven Benedetti en esa época oscilaba entre la necesidad de atender a cuestiones materiales, ayudar al hogar siendo serio y responsable, y una cierta ansiedad de absoluto, de trascendencia espiritual, de vuelo adolescente. Para atender a lo primero, decide seguir el ejemplo austero de su padre y buscar un trabajo. Lo encuentra en Will L. Smith, S. A., una empresa de recambios para automóviles en la calle Uruguay, en el centro de la capital, donde también se vendían alfombras, linóleos, etcétera. Allí trabajará varios años, primero como ayudante, luego como encargado de ventas, por último, como secretario del gerente. El sentido de la disciplina, ya presente en su carácter para siempre, lo ayudará a soportar una vida laboral incómoda por la rigidez e impertinencia de sus jefes, y nada gratificante como perspectiva de futuro. Esa desagradable experiencia servirá de base autobiográfica para una de las partes del cuento «Puentes como liebres»16'.

Con la intención de mejorar en el futuro sus condiciones laborales, Mario estudia provechosamente taquigrafía con el método Martí, considerado por muchos como el más apropiado para la lengua española. Esos conocimientos le serán muy útiles en muchos de sus futuros trabajos y en ocasiones serán su única oportunidad para ganarse la vida con cierta comodidad, debido a lo solicitado que podía, ser un buen taquígrafo para muchas actividades a esa altura del siglo xx. Uno de los lugares más apreciados para ejercer como tal en Uruguay fue durante muchos años el Poder Legislativo. En cuanto se sintió preparado se presentó a una prueba para ingresar a la Cámara de Diputados, pero perdió el cargo por medio punto. En esa ocasión, sin embargo, ganó una amistad que le duraría toda la vida, la de Mario Jaunarena, también taquígrafo, periodista, prestigioso socialista. Uno de los cuentos fantásticos de El porvenir de mi pasado, precisamente «Taquígrafo Martí», trae a un presente español la existencia de un taquígrafo uruguayo.

Sus inquietudes espirituales, habiendo abandonado casi sin haber entrado la Iglesia católica, serán colmadas con intensidad por un encuentro muy trascendente: Raumsol y la Escuela Logosófica. Era un momento de su vida colmado de sueños de futuro tanto desde el punto de vista material como espiritual, sin que hubiera hallado todavía un cauce seguro, y ello lo hacía vulnerable ante estructuras preparadas para dar respuestas.

Carlos Bernardo González Pecotche, autodenominado Raumsol, y nacido en 1901, había creado la Fundación Logosófica en la ciudad de Córdoba, Argentina, en 1930, y en 1932 la llevó a Montevideo. A partir de entonces, y hasta el presente, la organización se ha extendido por decenas de ciudades en Brasil, Argentina, Uruguay y otros países americanos y europeos. La logosofía se presentaba como «una nueva concepción del pensamiento humano frente a los problemas del mundo», y sus objetivos -vagos, positivos, esplendorosos, abarcadores- promueven, en resumen, la superación humana. Para conseguirlo, Raumsol había fundado escuelas para adultos y jóvenes. Ese foco de atracción había captado a Matilde y Brenno Benedetti, quienes comenzaron a frecuentar la escuela e indujeron a Mario a hacer lo mismo. Si bien este último era materia propicia para ser seducido por una retórica espiritual que llevaba a una energía positiva, renovadora, llama la atención que un científico como Brenno cayera en las redes de esa nueva teología que rápidamente extendía su negocio con escuelas, revistas y ediciones. Más aún, pronto Raumsol se fijó en la seriedad e inteligencia del joven Benedetti y le ofreció la oportunidad de ser su secretario en Buenos Aires, algo así como un discípulo especial.

La situación no dejaba de ser difícil. Por un lado era, o le parecía a la familia Benedetti, un orgullo y una ocasión digna de agradecimiento. Mario veía asimismo la oportunidad de abandonar Will L. Smith y sus escasas perspectivas. Pero la Escuela Logosófica también le había traído una presencia que ahora debería abandonar: la familia López Alegre, de la que sus padres se habían hecho amigos, incluía a una niña de trece años llamada Luz, que se había convertido en una presencia imprescindible para Mario. Y lo fue tanto que casi desde entonces serían compañeros inseparables. Pero el sentido del deber prevaleció, como siempre ha ocurrido en su vida, y Mario se fue a vivir a Buenos Aires.




La logosofía en soledad

Éste es un período cronológicamente oscuro pues no hay datos concretos de la partida del joven Benedetti y toda esta etapa de su vida ha quedado envuelta en la niebla de la decepción y de una posterior actitud, consciente o inconsciente, de borrar los detalles de esta experiencia. Sí sabemos que a principios de 1940 Mario ya se encontraba de regreso en Montevideo.

En Buenos Aires, el solitario joven lleva dos vidas paralelas y contradictorias. Por un lado, el ser persona de confianza de Raumsol no le dará ninguna satisfacción. Al contrario, vivirá muy precariamente y en estado de tensión permanente: el líder lo tendrá constantemente a su disposición y el joven empezará a desilusionarse acerca de las supuestas virtudes de la alta espiritualidad que habían provocado su adhesión. Las falsedades del Maestro, como gustaba que lo llamaran, la certeza del uso de la fachada espiritual para sus negocios, fueron abriendo los ojos de Mario sin separarlo del todo de la corriente logosófica. Trabajaba muy intensamente y muchas horas -ésa será una constante a lo largo de toda su vida-, pero en este caso sentirá que no se trata de una opción libre, más allá de aquella primera decisión de ir a Buenos Aires. La soledad, la falta de comunicación con quienes lo rodeaban, tanto en la infame pensión donde lo habían recluido como en el trabajo junto a Raumsol, la decepción al descubrir las mentiras del líder, que ocultaba sufrir de asma o pretendía conocer idiomas manifiestamente ignorados, empezaron a minar su determinación de continuar en la ciudad bonaerense.

Por otro lado, la lectura como forma de escape lo llevará a la escritura. El contacto con los libros de nuevos autores, especialmente el descubrimiento de la poesía de Baldomero Fernández Moreno en un mercadillo cercano a la plaza San Martín, lugar de sus lecturas dominicales, tendrá un carácter revelador. Muchas veces, con posterioridad, Benedetti hablará del deslumbramiento de empezar a creer en su destino como escritor. La poesía sencilla y transparente de Baldomero Fernández Moreno lo llevará más tarde a la más profunda pero igualmente carente de artificios de Antonio Machado, y en ese mundo poético reconocerá su camino como escritor. La influencia de Fernández Moreno fue primero una lección de vida: no sólo lo llevará a la poesía, sino a escribir, a lanzarse hacia una actividad creativa. Por eso, la hermosa y recoleta plaza San Martín ocupará un lugar preferente en su memoria mítica. Será la respuesta para la tópica pregunta de cómo empezó su carrera de escritor; también aparecerá en sus poemas17, y será el entorno de su casa buscada y elegida en Buenos Aires, muchos años después.

Antes de que pasaran dos años de estancia en la capital argentina, y a pesar del chantaje emocional del «líder», que no quería perderlo, el futuro escritor decide abandonarlo y volver a Montevideo.

El secretario de Raumsol debía ocuparse de citas, correspondencia, ediciones logosóficas y, desde enero de 1941, también de la revista de Logosofía. Ésta será para nosotros una guía de su complicada relación con esa corriente espiritual que, a pesar de las decepciones, todavía lo tuvo retenido en sus inmediaciones hasta 1944. Desde los primeros momentos Benedetti colabora en casi cada número con su firma. La mayor parte de las colaboraciones son poemas: «Estaciones», «Un buen vecino», «El hombre fuerte», «Nudo», «Identidad», etcétera. Tal vez eran algunos de los poemas que le enviaba a Luz en sus cartas proponiéndole un noviazgo que ella todavía no acogía explícitamente. Pero también hay algún artículo que, como varios de los primeros poemas, ostenta un innegable carácter pedagógico. Así, en el número 6, de junio de 1941, en «Utilidad práctica del conocimiento aplicado», el futuro autor de La tregua exalta la actitud logosófica en esta «época de desequilibrios», y propone una flexibilidad impensable en su pensamiento de diez o quince años después: «El hombre debe adaptarse al ambiente». La revista, además de una línea muy conservadora en cuanto a colaboradores -por ejemplo, el ministro de Defensa Nacional uruguayo- y temas tratados, presenta una buena sección de recomendaciones de libros, y un intermitente «Noticiario periodístico» que resulta interesante. Aunque no sabemos exactamente el grado de responsabilidad del escritor uruguayo en la confección global de la revista, vamos observando en sus propias colaboraciones una evolución positiva, tanto en la temática como en el manejo estilístico. El último poema con su nombre aparece en el número 41, de mayo de 1944, «Casi parábola», y todavía muestra una clara preocupación ética, bajo la dicotomía del bien y el mal. Así comprobamos que mucho tiempo después de separarse de Raumsol en Buenos Aires, Benedetti seguía ligado a esa colectividad en la que todavía permanecían sus padres, su novia y los padres de ésta. Su separación de la corriente logosófica traerá como consecuencia la del resto de personas de su entorno.

Con la perspectiva que dan los años, Raumsol será una figura execrada por Benedetti, posiblemente, y en mayor grado, por la importancia que llegó a tener para él durante cierto tiempo, lo cual le ha atraído las críticas de seguidores y familiares de aquel personaje, hoy todavía considerado por ellos como uno de «los grandes precursores de la humanidad». No mucho después, en «Como un ladrón», uno de los cuentos de Esta mañana (1947), podemos reconocer cierta inspiración autobiográfica cuando el protagonista se encuentra con Rosales, «una especie de filósofo casero». Buena revancha de un creador. El mismo personaje, también llamado Spatium, aparecerá en Gracias por el Juego (1965), encuadrado en una historia breve y lateral a la principal, que reproduce el esquema de la vida del autor varios años antes. También aparecen anécdotas de pequeños personajes en los que reconocemos rasgos de quienes lo habían rodeado en Buenos Aires. Así, como ocurrirá casi siempre, se introduce en las narraciones de Benedetti una célula de realidad que crece, se transforma y dispara la imaginación del autor.

A pesar de todo, la decepción no le produjo parálisis o depresión, al contrario, el amor y la intención de escribir se irán afianzando en el período siguiente, confirmando que los sueños pueden hacerse realidad de un modo u otro.






Capítulo 3

«las esquinas del viento y del amor...»18.





En Uruguay la década de 1940 empezaba con positivas esperanzas en lo local, pero con el desastre de la guerra al otro lado del Atlántico. Mientras la dictadura instaurada en 1933 se desvanecía por medio de componendas y realineamientos poco traumáticos, otro pronunciamiento -el «golpe bueno» de 1942- trajo la convocatoria de nuevas elecciones, y la población, en general, se mantenía en la misma apatía que tanto había impresionado a Mario Benedetti cuando se produjo el golpe de Estado de 1933. Eso no significa, como ya quedó dicho, que no hubiera habido resistencia a la dictadura, incluso con un conato de alzamiento armado, y la gran campaña de solidaridad con la amenazada República española a partir de 1936, que se hizo una con la demanda de democracia para el país. Con esos objetivos la movilización fue enorme y de esa manera se expresó el descontento de un modo real pero apacible. Por otra parte, un minoritario sector de la izquierda independiente, expresándose a través de la recién creada revista Marcha, que tan influyente llegaría a ser, protestó por la falta de ímpetu «refundador» de la República que debería haber habido en ese proceso democratizador. En cambio, la Segunda Guerra Mundial se vivió con inquietud, y en cierto modo la caída de París en 1940 fue considerada una verdadera tragedia por la mayoría de la población. Como señalan los historiadores Caetano y Rilla19, la posición oficial de neutralidad del Gobierno uruguayo expresada a principios de 1939 rápidamente se escoró hacia la actitud popular de simpatía por los aliados.

En ese marco, los Benedetti también tomaron partido y padre e hijo se presentaron voluntarios para luchar, participaron en manifestaciones multitudinarias, y Mario incluso se decidió a hacer instrucción militar. El gobierno había impulsado esta opción, y el joven entusiasta recibió en un cuartel algunas lecciones para el manejo de armas, sin más consecuencias. Nuevamente se ponía de manifiesto la falta de maduración política de este joven que todavía se movía por razones afectivas y, sin pensarlo demasiado, apoyaba unas posiciones que en América Latina sirvieron, más allá de la lucha contra el nazismo, para fortalecer la influencia de Estados Unidos en la zona, y que llegaron incluso a plantear la posibilidad de instalar bases militares en territorio uruguayo. Faltarían algunos años para que se concretara dicha maduración y Benedetti llegara a formar parte de la resistencia a esa pretensión norteamericana, que terminó por fracasar.

En lo estrictamente personal, el regreso a Montevideo significó para el recién estrenado poeta poder concretar el noviazgo con Luz, y ponerse a trabajar duramente. Por un tiempo tuvo tres empleos simultáneos, el antiguo de Will L. Smith, otro como taquígrafo y traductor en una agencia de importación y exportación propiedad de Otto Kubler, padre de su ex compañero del colegio, y también como taquígrafo de la Federación de Baloncesto del Interior, dos días a la semana. También vendió libros de puerta en puerta. Tal vez ese excesivo esfuerzo laboral le provocó un debilitamiento, lo cual favoreció que cayera seriamente enfermo de tifus. Cuando por fin lo pudo superar, le había quedado una secuela que lo ha afectado, a veces gravemente, a lo largo de toda su vida: el asma.

El carácter crónico de esa enfermedad ha tenido efectos contradictorios: por un lado ha condicionado su estilo de vida, el lugar de su residencia, su capacidad para enfrentarse a situaciones de tensión nerviosa. Por otra parte, el escritor siempre ha dicho que el asma enseña a sobreponerse. Tal vez sea una forma romántica de explicar un modo de vida siempre austero, sujeto a disciplinas autoimpuestas. Al ser consultado el doctor Ricardo Elena, su médico de toda la vida, considera, empero, que las situaciones de tensión le ocasionan una agudización del asma. Conociéndolo desde los catorce años, puesto que Luz era prima de un amigo suyo, ha estado a su lado en momentos decisivos, como fue su etapa de dirigente político, o durante su exilio en Cuba. Como amigo compartió muchas horas en la casa de la pareja en el barrio de Malvín, colaboró con Mario en sus tareas militantes, le presentó al que sería dirigente guerrillero tupamaro Raúl Sendic, en fin, colaboró en agudizar su estrés, y como neumólogo, intentó compensar los efectos que aquellas actividades causaban en el aparato respiratorio del escritor metido a líder político. Afortunadamente, durante buena parte de su vida han coincidido en una misma persona la condición de médico y la de amigo, porque se dice que Mario es bastante aprensivo como paciente y cree a pie juntillas aquello que le propone o aconseja el médico. De todos modos, dejando de lado sus alergias y el asma, la salud de Benedetti ha sido lo bastante buena como para soportar una vida agitada, llena de sobresaltos, angustias, viajes, compromisos diversos y un ritmo de trabajo muy exigente. Tal vez haya influido en esa buena relación con la enfermedad el buen humor con que la trata, por ejemplo en su famoso cuento «El fin de la disnea»20, que suscitó en alguna oportunidad la crédula indagación de ciertos lectores ansiosos de creer en remedios mágicos.


Consecuencia de los veinte años

Al salir del tifus, el joven Benedetti estaba muy pálido, muy delgado, se había dejado crecer el bigote y, por única vez, una leve perilla. Las fotos del momento corroboran una anécdota que relata divertido el propio escritor. El primer día en que salía a la calle fue a hacerse una foto con su nueva apariencia. El fotógrafo le pidió para poner esa fotografía en la vitrina de su negocio. Al preguntarle por la razón de esa curiosa propuesta, le respondió que sería una magnífica «foto de tuberculoso». Según ha señalado en numerosas oportunidades, la enfermedad también afianzó la relación con Luz, quien se mostró solidaria y enamorada en los peores momentos. La convalecencia fue breve, y muy pronto Mario ingresaba en la «cofradía» más nutrida de la República Oriental del Uruguay en aquella época: la de los empleados públicos. Del mismo modo que había hecho su padre, quien se trasladaría por ese tiempo de la Oficina de Impuestos Directos a ANCAP (Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland), Mario encontraba cierta seguridad bajo la protección del Estado. Ingresó a la función pública, en concreto a la Contaduría General de la Nación, dependiente del Ministerio de Hacienda, el 20 de junio de 1940, según consta en la ficha 101614 del Registro General de Funcionarios, y no en 1942, como se creía hasta ahora. La corrección tiene su importancia porque resalta la extrema juventud con la que accede a ciertas responsabilidades, y porque así se entiende la sucesión cronológica de los trabajos que desempeñará. A pesar de la apariencia de aridez de las funciones de contralor presupuestario del organismo, era un destino atractivo por las condiciones laborales, y son varios los intelectuales y artistas que pasaron por allí. Algunos fueron compañeros de trabajo de Benedetti, como el historiador Guillermo Vázquez Franco o el muy conocido Horacio Pintín Castellanos, campeón de saltos ornamentales en natación, pero muchísimo más popular como compositor de tangos y milongas; entre ellos, notoriamente, «La puñalada».

Como ocurrirá en muchas otras ocasiones, Mario Benedetti destaca enseguida por sus cualidades intelectuales y personales, y se convierte en secretario y hombre de confianza del máximo jerarca, el economista Raúl Previtali. El recuerdo de esa etapa aflora sesenta años después en el cuento «Amores de anteayer»21. La anécdota inicial del relato coincide con aquella experiencia a medias entre el trabajo y el entretenimiento. Previtali era, además de contador general de la nación, presidente de la Comisión Nacional de Educación Física y había creado un plan de difusión del deporte en el que creía firmemente. Mario estaba encargado de redactar sus discursos y ambos hacían giras por todo el país acompañados de un grupo de muchachas gimnastas. La fugaz relación con una de ellas da pie al desarrollo del cuento, esa parte sí totalmente imaginaria, según el escritor.

Al contrario de lo que haría la mayoría de los uruguayos que consiguieron hacer realidad el sueño del empleo público, fuente principal de trabajo de esa sociedad mesocrática de mediados del siglo xx, Benedetti no durará mucho allí, sólo cinco años. Mientras tanto, seguía escribiendo y en 1945 publicó, pagado por él, como ocurrió con cada uno de sus primeros siete libros, un poemario titulado La víspera indeleble. Se trata de una edición sencilla pero elegante, con un romántico dibujo en la portada, un perfil femenino y una flor, ejecutado por Luz López Alegre, entonces ya su prometida. El libro es prácticamente imposible de encontrar porque su autor muy pronto renegó de él y se ha opuesto terminantemente a incluirlo en las recopilaciones de poemas posteriores, o a reeditarlo. Sus composiciones, metafísicas o amorosas («Poema hacia ti», «El amén de la tarde», «Monólogo del hereje», «Dice el diablo», «Dice el ángel», entre veintiséis poemas), ciertamente se diferencian con claridad de las recogidas pocos años después en Sólo mientras tanto (1950), y muchísimo más de sus conocidos Poemas de la oficina (1956). También empieza a escribir cuentos, uno de los cuales será publicado en el Almanaque del Banco de Seguros del Estado, publicación oficial que todavía existe, que incluía un compendio de notas literarias, históricas, de interés general, y que guarda como sorpresa algunas colaboraciones de escritores uruguayos luego muy reconocidos.

En 1945 deja el empleo de la Contaduría y entra en una empresa privada que le trae reminiscencias familiares: la Industrial Francisco Piria, S. A., la misma que más de treinta años antes había traído desde Italia a su abuelo paterno. Esa empresa, con intereses en diversos lugares del país y oficinas en la Ciudad Vieja de Montevideo, lo contrató primero como auxiliar de contabilidad, luego lo ascendería a jefe de contaduría y por último lo nombraría gerente. Este periplo le llevará quince años, pues recién en 1960 se sentirá suficientemente seguro en su actividad de escritor como para abandonar ese fatigoso trabajo de oficina. En este momento, sin embargo, ese empleo le garantiza una tranquilidad económica que le permite pensar en casarse. Igualmente, Luz empieza a trabajar en la Administración Nacional de Aduanas, en Montevideo, función que conservará hasta que la dictadura haga imposible su continuidad.

A esta temprana altura de su vida, el asma y las responsabilidades laborales lo han retirado del deporte activo, pero siempre le quedará el fútbol como espectador. A lo largo de decenios será un seguidor del Club Nacional de Fútbol, y era habitual verlo en el Estadio Centenario de Montevideo los domingos. La poetisa Gladys Castelvecchi, que acompañaba en esas tardes a su marido, el notable narrador Mario Arregui, todavía recuerda la figura menuda, el bigote casi pelirrojo, de Mario, Pero lo que le llamaba más la atención era verlo siempre con un libro, que leía en el descanso del partido, estampa sin duda peculiar. Mostraba tal grado de fanatismo que durante mucho tiempo me costó confesarle que yo era del Peñarol, el otro equipo tradicional. Podía recordar su disgusto cuando en México se les ocurrió usar los colores amarillo y negro en la portada de uno de sus libros, colores que para cualquier uruguayo que se precie, aunque los encuentre en un cuadro de Mondrian, siempre aludirán al Peñarol y, por lo tanto, serán razón de admiración o rechazo, según su hemisferio futbolístico. En cada país que toque en su periplo de exilios, el escritor se interesará por los avatares de campeonatos y ligas, y frecuentemente encontrará buenos pretextos para aludir al fútbol en sus narraciones, y en algunos casos producirá joyas de la cuentística, como el ya mencionado «Puntero izquierdo», de Montevideanos. Es sintomático de la atmósfera que se respiraba en la época el que ese cuento esté dedicado a Carlos Real de Azúa, uno de los críticos y ensayistas uruguayos más refinados del siglo, un hombre de impresionante cultura, y que coincidía con el fervor futbolístico de Mario.




Entre la oficina y el arte

Curiosamente, Benedetti estuvo muy tempranamente relacionado con las artes plásticas y la música, casi contemporáneamente a la literatura. El padre de Luz era un pintor muy estimable, y varios de sus cuadros cuelgan hoy en las paredes de la casa de la pareja en Montevideo. Tenía un taller de pintura en el Palacio Díaz, un edificio modernista muy conocido en el centro de la ciudad. Sin embargo, la atracción que sintió el joven Mario como cultor de ese arte fue efímera. Resulta sorprendente la anécdota: hizo un cuadro al pastel que, al parecer, fue acogido muy positivamente puesto que se exhibió en un concurso de la Asociación Cristiana de Jóvenes (YMCA) en la capital. La exposición tuvo lugar del 29 de noviembre al 10 de diciembre de 1943, y en ella participaron pintores uruguayos que luego alcanzarían renombre como Alfredo de Simone, Antonio Frasconi o Julio Verdié entre otros que también llegaron a ser amigos del futuro escritor.

Mario asegura que fue su única obra y de ella no tenemos más que la mención impresa en el catálogo correspondiente: al volver a casa con el cuadro -que no había sido sometido al proceso de fijación debido- se le cayó al suelo y sólo quedó... polvo. En adelante, su relación con las artes plásticas quedará circunscrita al gusto por los buenos cuadros que adornan o han adornado las casas, pequeñas pero cómodas, de Montevideo, Buenos Aires y Madrid, y a la estrecha amistad con sus autores: Portocarrero, Frasconi, Gamarra, Vicente Martín, Mariano Rodríguez. De la acumulación de objetos que lo rodean en sus casas, sobresale sin duda esa colección de pinturas que me va mostrando con amor; perdura incluso el recuerdo de aquellos que tuvo que vender en la época del acoso de la dictadura. Son los gallos de Mariano Rodríguez, un maravilloso Portocarrero, uno de los dos que tenía antes de 1974, otro de Amelia Peláez, los tres cubanos, y también uruguayos como Gamarra, Vicente Martín, Ounanián, lo mismo que un grabado de Alberti dedicado. Mención aparte merece la colección de caricaturas propias que atesora, fruto de años de atención por parte de dibujantes de distintos países: al parecer su nariz, su bigote o su figura son preciados estímulos para la caricatura. Y no podemos dejar de lado el único dibujo de su autoría: cuatro trazos para el jopo o tupé, una nariz importante, un bigote con el hoyito de la barbilla debajo, una corbata y dos zapatos, he ahí un autorretrato producto de su buen humor que salió publicado en el número 919 de Marcha, el 11 de julio de 1958.







 
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