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ArribaAbajo- XXIV -

En que vuelven a aparecer unos antiguos conocidos


El marqués de Cerralvo y el visitador Carrillo no avanzaban mucho en la causa que seguían a los fautores del tumulto contra el marqués de Gelvez. Cada día aparecían nuevas personas complicadas, y cada día era más profunda la convicción de ambos de que nada podía hacerse, por la necesidad en que se estaba de castigar a todos los habitantes de la ciudad, o de echar un velo sobre aquello.

Cuatro o cinco infelices a quienes se habían podido probar que tenían parte en el robo del Palacio, habían sido ejecutados; pero estas ejecuciones habían pasado como tantas otras que se hacían constantemente en la ciudad, con ladrones y bandoleros.

Algo más tenía inquietos los ánimos del virrey y visitador: la sombría conspiración de los criollos, sobre la que a pesar de las denuncias de Don Baltasar de Salmerón, nada se descubría.

Había rumores de que pronto se volvería el visitador a España, y de que se había mandado llamar al arzobispo Don Juan Perez de la Cerna a la corte.

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Don Baltasar seguía sirviendo al virrey, y tenía ya, aunque secretamente, gran valimiento en el Palacio. Don Baltasar había visto salir en libertad a Don Leonel, veía tranquilo al Padre Alfonso, y tenía por cosa cierta que ellos y otros de los conjurados conocían su traición y tarde o temprano querrían vengarse; y Don Baltasar tenía miedo, y su odio contra los hermanos Salazar era cada día más grande.

Comunicó sus temores al visitador, y éste le prometió velar por él y además castigar secretamente al que se atreviese a ofenderle; pero esto no era bastante, y Don Baltasar espiaba en la sombra el momento oportuno para destruir a sus enemigos.

Apenas salía de su casa, y eso sólo en las noches que iba a Palacio, pero tenía personas pagadas, sólo para darle noticias de lo que hacían Don Leonel y el Padre Alfonso. Por este medio supo que Don Leonel había estado de visita en la casa de la viuda de Don Pedro de Mejía.

-Es preciso -pensó- saber a qué va a esa casa. Quizá la viuda, que dicen que es joven y bella, sea la heredera de Don Pedro, y Salazar intente hacer con ella un buen casamiento; necesito tener en esa casa uno o dos criados de confianza.

Y aquella misma noche Don Baltasar contaba ya con dos criados de la casa de Doña Catalina, que se le habían vendido en cuerpo y alma.

El viejo se acostó con una alegría diabólica. Los criados le contaron que el joven permaneció mucho tiempo hablando con la señora, y que salió con grandes señales de contento y de excitación.

-¡Oh, esto es soberbio! -dijo-; quizá por aquí caerá.

Preciso será confesar que Don Leonel pensaba menos a   —447→   cada vez en Doña Esperanza, y que Garatuza solo, no podía nada contra aquella liga que se iba formando entre la viuda y Don Leonel: declarar al joven que ella, y él eran hermanos, era afianzar más aquellos vínculos, y Garatuza, no estaba conforme en ello.

Todo el día pasó en inútiles averiguaciones; en la noche fue a la casa de Don Leonel, y con poca diferencia, se repitió la escena de la mañana. Martín pensó entonces en ocurrir a los consejos de Teodoro y de Don César de Villaclara.

Sin perder tiempo se dirigió a la casa del negro que le recibió con su habitual condescendencia.

-Vengo a tratar con vos un negocio -dijo Martín.

-Estoy como siempre a vuestras órdenes -contestó el negro.

-Quisiera haceros una consulta, pero desearía que estuviese presente nuestro amigo Don César, que es hombre de ciencia.

-Más fácilmente no podía cumplirse vuestro deseo, porque Don César vive ahora en mi casa y está ahí.

-¿Está ahí?

-Sí, desde que se abrió el testamento de Mejía, que le hablasteis, abandonó aquella casa; cada día está más triste y más pensativo: sin embargo, le llamaremos.

-Si me hacéis la gracia...

El negro salió, y a poco volvió seguido de Don César, que no tenía ya el disfraz del pobre Lázaro, pero que daba señales de estar o muy enfermo o muy triste.

-Buenas noches, señor Don César -dijo Martín.

-¿Cómo te va, Martín? -contestó Don César.

-Os veo muy desmejorado.

-Es natural; mi vida ha sido más de goces que de padecimientos:   —448→   estoy triste; ¿qué puedo ya esperar en la vida?

-Don Pedro ha muerto, y vuestra venganza estará satisfecha.

-No, Martín; tengo tanta amargura en el fondo de mi corazón, que no creo que la muerte de Don Pedro se pueda tener como un castigo: Teodoro vio morir a Doña Blanca de Mejía, la hermana de Don Pedro, que era un ángel y una mártir, y podrá decirnos si hay comparación entre una y otra muerte; el verdugo ha expirado como si hubiera sido un inocente.

-Es cierto -contestó Teodoro- otra cosa merecía Don Pedro.

-Os queda Don Alonso -dijo Don Martín.

-Es cierto, pero me he convencido que nada puede el hombre contra la voluntad de Dios, que no es la desgracia el patrimonio de los malvados, y que quizá la felicidad se hizo para los perversos: dejo a Don Alonso que siga la suerte que le depare el cielo.

-Sin embargo -insistió Garatuza- si hubiera en el mundo seres infelices, a quienes fuera preciso defender contra esos mismos perversos, ¿os negaríais a ayudarme?

-Seguramente que no.

-Pues bien, escuchad esta historia y dadme vuestro parecer.

Martín refirió sucintamente todo lo ocurrido con Doña Esperanza, y luego agregó:

-No hay ni modo de saber de esa joven; ocurrir a la justicia sería lo mismo, porque si yo no he podido averiguar nada, menos podrán los golillas.

-¿Estáis seguro de que el golpe fue dispuesto por Don Alonso y por Doña Catalina? -preguntó Don César.

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-Juzgadlo vos -contestó Martín.

-La verdad es que aun cuando en el tiempo que viví en la casa no observé nada, creo que ellos deben ser, porque son capaces de todo.

-¿Y vos que conocéis bien la casa, no podéis indicarme un medio para averiguar algo por los criados?

-No; Don Alonso y Doña Catalina son tan reservados, que es indudable que nadie podrá mas que ellos saber nada.

-Pero deben haberse valido de algunas personas para cometer el delito, y con ellas era más fácil.

-Id a adivinar quiénes serán esas personas; eso equivaldría a saberlo todo.

-¿Qué haremos?

-Me ocurre una idea -dijo Teodoro.

-Veamos.

-Robarnos a Don Alonso y hacerle confesar por medio del tormento.

-No es malo -dijo Don César.

-Pero otra cosa es mejor -dijo Garatuza.

-¿Qué?

-Que la robada sea Doña Catalina.

-También -dijo Don César.

-O los dos -agregó Teodoro.

-¡Excelente! -exclamó Martín.

-Entonces -dijo el negro- fijémonos: se trata de robarnos a los dos o a él, o a ella, como mejor se pueda, por su puesto lo más pronto posible.

-Mañana mismo -dijo Martín.

-¿Pero los medios?

-Esta noche meditaremos el negocio, y mañana mismo nos reunimos otra vez.

-¿A qué hora?

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-En la mañana y temprano, porque importa; ¿quién sabe lo que estará pasando Doña Esperanza?

-Pues hasta mañana -dijo Don César retirándose a su aposento.

Martín salió y se encaminó a su casa meditando el rapto de Catalina.

Martín no pudo dormir en toda la noche, meditando en sus planes, y muy temprano andaba ya en la calle, y casi sin intención se encaminó a la casa de Teodoro.

El negro y Don César estaban ya levantados y hablaban en el jardín, por supuesto del mismo negocio.

-Hemos pensado -dijo Don César- si otra cosa mejor no discurrís, que Teodoro, que es el menos conocido de nosotros y el que no puede infundir sospechas, vaya hoy con cualquier pretexto a la casa de Doña Catalina, para explorar el terreno, y buscar algún criado de confianza entre los que yo le indico, que nos ayude, para ver si hoy mismo se da el golpe.

-Paréceme muy bien -contestó Martín-; vos y yo no podríamos entrar en casa de Don Pedro, y Teodoro, además de su natural inteligencia, no infundirá sospechas de ninguna clase.

-Iré -agregó Teodoro- y espero encontraros reunidos aquí a mi vuelta.

-¿A qué horas? -preguntó Martín.

-Supongo que será a las dos de la tarde.

-Muy bien; entonces no hay que perder tiempo.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

La noche misma en que Martín, Don César y Teodoro formaban el plan de robarse a Doña Catalina, en la casa de ésta se discutía sobre la suerte de Esperanza.

-Decidnos ya vuestro plan, señora -decía Don Alonso   —451→   de Rivera a la madre de Catalina-; creo que tiempo es ya de que le hayáis meditado y de que lo sepamos.

-En verdad que os diré lo mejor que me he imaginado y que dará sin duda el resultado apetecido.

-Veamos -dijo Catalina.

-Ante todo -continuó la vieja- contestadme con franqueza algunas preguntas. En primer lugar, Don Alonso, y tú, Catalina, me dirás: ¿es cierto que no os tenéis amor, pues amor así, de novios, y que en todo pensáis menos en casaros el uno con la otra?

A pesar del cinismo de los dos interpelados, ni ella ni él se atrevían a contestar, y no hacían sino mirarse.

-Vamos, contestad, que me es importante saberlo -insistió la vieja.

-Es cierto -dijo Catalina.

-Es verdad -contestó Don Alonso.

-Así se habla; adelante: pues no teniendo vosotros intención de casaros -dijo- los dos estáis libres para contraer un matrimonio.

-En efecto -dijo Don Alonso.

-Si nos conviene -dijo Catalina.

-Se entiende -replicó la vieja-; un matrimonio de conveniencia y hasta de necesidad para la compañía.

-¿Adónde vamos a parar?

-Paciencia, paciencia; de lo que se trata es de que la herencia de Don Pedro de Mejía no salga de vosotros, y que se divida entre vosotros por partes iguales, conforme a vuestro contrato, ¿es verdad?

-Es verdad.

-Pues bien, si Doña Esperanza casara con Don Alonso, la herencia quedaba entre vosotros y podía dividirse sin obstáculo. ¿Estáis de acuerdo?

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Catalina y Don Alonso callaron.

-Contestad con franqueza -continuó la vieja-. Don Alonso se lleva un rico caudal y una real moza, y Catalina queda bien puesta y puede casarse el día que quiera.

-¿Pero consentirá Doña Esperanza? -dijo Don Alonso, comenzando ya a conformarse.

-Eso es cuenta mía -replicó la vieja-; contestadme si estáis o no de acuerdo.

-Estoy.

-Hay que advertir que como ahora la herencia no vendría por Catalina, sino por vos, y ese caso no está previsto por vuestro contrato, no vayáis a decir que en ese caso la ganancia no es divisible.

-No me creáis capaz de semejante villanía.

-Siempre es bueno estar de acuerdo, que cuenta y razón conservan amistad: ahora ya advertido, cuidado tendréis de no faltar, que sabéis ya de todo lo que yo soy capaz cuando me engañan.

-No habrá nunca necesidad de eso.

-Bien; ahora hablemos del consentimiento de la novia, que aunque es cosa que corre de mi cuenta, quiero arreglarlo con vosotros. ¿Creéis que se resistirá mucho?

-Puede que sí -dijo Catalina.

-¿Le conoces tú algún novio?

-Sí, a Don Leonel de Salazar.

-Apenas de nombre conozco a ese caballero; será uno de tantos Salazares como hay en México. ¿Y le ama mucho? porque eso sí sería obstáculo grande.

-Creo que él no la ama mucho que digamos, porque hoy casi me ha declarado a mí su pasión.

-¡Oh! eso estaría soberbio -dijo la vieja-; si tú consiguieras, dulcificándote algo con él, aun cuando no le quieras,   —453→   una prueba de que olvidaba a esa muchacha, la cosa se facilitaría mucho.

-Sencilla cosa me pedís.

-Pues con eso y con otros arbitrios de que me valdré yo, es negocio arreglado: ¿cuándo esperas tener esas pruebas?

-Mañana temprano, si lo deseáis.

-¿Si lo deseo? no solo lo deseo, sino que lo exijo de ti en bien de todos.

-Pues se hará como decís.

-Ahora os diré mis determinaciones: esa joven está entregada solo a Guzmán.

-Sí, señora -dijo Don Alonso.

-¿Y cuándo vendrá aquí Guzmán?

-Mañana temprano, para ver qué decidimos sobre ella: como sabéis, Guzmán tiene una casa por uno de los montes inmediatos, adonde habíamos determinado que se llevara a Esperanza, y que allí o la hacía su querida, que a él bien le gusta, o la hacía desaparecer de la tierra.

-No era mal pensado; pero probaremos antes este otro medio: como que quizá será vuestra mujer... ¿Supongo, Don Alonso, que Guzmán no le habrá faltado a esa joven?

-Estoy seguro de su respeto.

-Adelante; pues mañana temprano que venga Guzmán; me voy con él: entretanto Catalina arregla lo del novio de Esperanza, y yo enviaré al mismo Guzmán algo más tarde, para saber si hay ya lo que necesito.

-Está bueno -dijo Don Alonso-; pero como la casa está lejos...

-No importa; Guzmán vendrá a caballo: en cuanto a mí, la carroza irá a dejarme hasta cierto lugar, y después cuando la necesite la enviaré a traer. ¿Esa joven ha comido algo?

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-Nada; no hemos querido que se le dé alimento; la debilidad del cuerpo influye sobre la energía del alma.

-Bien dispuesto, ya es algo avanzado.

-¿Queréis, madre, que cite yo a Don Leonel?

-Eso es cuento tuyo, y las mujeres en nada de amores necesitamos de consejos; cuando preguntamos algo de eso, es sólo para buscar votos de aprobación y para engañarnos a nosotras mismas: tú sabes lo que quiero y me basta. Por ahora me retiro a descansar para levantarme temprano: no olvidéis mis prevenciones; al amanecer que enganchen una carroza, y me avisen en cuanto venga Guzmán.

-Sí, señora.

-Buenas noches.

-Buenas noches.

La vieja se retiró a su aposento, y Don Alonso dijo a Doña Catalina:

-Confesad, señora, que no os disgusta el papel que tenéis que representar con Don Leonel.

-Como tampoco a vos el que os toca con la heredera.

-Es cierto.

-Pues he aquí cómo mi madre ha concebido un plan que a todos nos deja contentos.

-¿Y seríais capaz de casaros con Don Leonel?

-¡Quién sabe! pero hasta ahora me parece que sí.



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ArribaAbajo- XXV -

En donde se verá de todo lo que era capaz la vieja Doña Catalina


En una casita aislada al Oriente de la ciudad de México y a orillas del triste lago de Texcoco, estaba encerrada desde el día en que la robaron, Doña Esperanza de Carbajal.

La casita constaba solo de dos piezas: una interior, que era la que servía de prisión a Doña Esperanza, y que tenía una ventana con una fuerte reja para la calle y una puerta para la pieza siguiente, que servía de habitación a Guzmán, guardia y carcelero de la joven.

En la pieza de Esperanza había un banco de cama viejo sin colchón ni abrigo, y una silla desvencijada. La ventana estaba abierta, y desde allí se distinguía la tranquila superficie del lago, que atravesaban a lo lejos las canoas que de la ciudad iban para Texcoco.

Esperanza permanecía arrimada a aquella ventana mirando el lago y el cielo, y con la ilusión de que alguien   —456→   pasase por allí al alcance de su voz para pedir socorro; pero todos los alrededores de la casa estaban siempre desiertos.

Pasó el día, la noche tendió sus crespones, y agua y firmamento se envolvieron en negra oscuridad, que rompían sólo a la luz de alguna estrella que cintilaba en el cielo, o la de alguna canoa que atravesaba a lo lejos lentamente.

Comenzaba Esperanza a sentir hambre, cansancio, frío, tristeza, desesperación, terror; el aire húmedo zumbaba entrando entre los hierros de la reja, trayendo de cuando en cuando entre sus ráfagas inconstantes, lejanos ladridos de perros y cantos de gallos.

La habitación estaba oscura, y Esperanza buscó a tientas el banco para reclinarse y descansar un momento; lo encontró y se acostó; pero le hubiera sido imposible dormir meditando en su situación, y en un lecho tan incómodo.

El silencio de la noche era pavoroso, y no se interrumpía sino por los ruidos que traía el viento, y por el canto monótono de los grillos y de las ranas que habitaban en los pantanos de los alrededores.

Algunas veces cuando el viento arreciaba, le parecía a Esperanza que percibía el galope de un caballo o el rumor sordo de un carruaje que se acercaba; entonces se incorporaba, procuraba aplicar el oído, poner toda su atención; esperaba algo extraordinario, algún salvador desconocido; pero todo cesaba, y ella volvía a recostarse desesperada, pensando en Don Leonel y llorando.

La pálida luz de la mañana comenzó a deslizarse en el aposento de Doña Esperanza, y la joven se dirigió inmediatamente a la ventana.

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Nada podía distinguirse desde allí; una neblina densa y blanca se tendía sobre la superficie de sus aguas.

Doña Esperanza comenzaba a sentir cosas horribles; el hambre y la debilidad le producían vértigos, dolores vagos en la cabeza y en el cuerpo; de repente se sentía desfallecer, se oscurecía su vista, zumbaban sus oídos, y un sudor frío empapaba su frente; pero luego venía una reacción inexplicable y súbita como un relámpago, y entonces se sentía fuerte, pero dominada de un sentimiento de ira, de un deseo de venganza, de un rencor terrible, y sacudía las rejas de la ventana con una energía increíble.

Pero este vigor pasaba con la misma rapidez con que había llegado, y volvía a dar lugar a todos los sufrimientos del hambre, y sobre todo, de la sed.

La joven sentía sus fauces y su garganta secas y ardientes; aspiraba el aire frío de la mañana y ponía su lengua en los hierros fríos de la reja; pero aquello no podía, templar su sed, sino solo aumentar su martirio: a poco su lengua seca comenzó a inflamarse, y un nuevo sufrimiento vino a complicar más su triste situación.

Serían las siete de la mañana, cuando se oyó en la puerta el ruido de la llave. Desde que Esperanza estaba allí nadie había penetrado en aquella estancia; el único deseo que ella abrigaba, porque creía su muerte segura, era que la dejasen sus verdugos morir sola; temía, sin saber por qué, cosas más horribles que aquella, muerte lenta a la que parecía habérsele condenado, y así es que al escuchar el ruido de la puerta, se refugió espantada en uno de los ángulos de su prisión.

Pero la puerta se abrió, y en vez de hombres feroces o enmascarados, Esperanza vio entrar a Doña Catalina, que volvió a cerrar luego que penetró.

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Aunque el aspecto de la vieja nada tenía de agradable, sin embargo era una mujer, y Doña Esperanza se tranquilizó. ¿Qué podría hacerle una anciana?

-Dios os guarde -dijo la vieja.

Doña Esperanza sin contestarle inclinó la cabeza como haciendo un saludo silencioso.

-Veo que estáis enojada, y no os falta razón, hija mía; quizá os han tratado con más dureza que la que era necesaria; pero todo podrá remediarse. Vamos a cuentas: sentaos aquí a mi lado, y hablaremos como amigas, porque aquí solo me trae vuestro interés.

Esperanza instintivamente se había ido acercando a Doña Catalina. La vieja tomaba un aire tal de bondad y la joven tenía tanta necesidad de algún apoyo, que cuando la vieja acabó de hablar, ya Esperanza estaba sentada a su lado y mirándola casi con simpatía.

-Vengo -dijo la vieja- a proponeros de parte de quien puede hacerlo, vuestra libertad y la dicha de vuestra vida, y a deciros a todo lo que os exponéis en caso de una negativa obstinada. ¿Estáis dispuesta a escuchar?

-Sí, señora.

-Bien; atendedme. En primer lugar, ¿qué es lo que deseáis más en este momento?

-Antes que todo, agua; me abrasa la sed, mi lengua se pega ya al paladar y apenas puedo hablar.

-Ya me lo suponía yo, y os he traído y tengo afuera excelentes refrescos para calmar vuestra sed; ¡oh! unas limonadas soberbias, horchatas; en fin, una fuente de placeres para vos, pobrecita, que debéis soñar ya con esos vasos de cristal llenos de agua fría y pura y trasparente...

-Sí, sí señora; pero haced que los traigan: ¿no sabéis lo que es tener sed?

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-Ya, ya veréis; capaz os supongo de tomaros un vaso de chía fresca y olorosa sin respirar siquiera, o una de esas jícaras de Valladolid, rojas y doradas, con una horchata blanca y fría, en la que nadan polvos de canela y hojas de rosa...

La vieja, con una especie de lujo de crueldad y de rencor, procuraba con su ademán y sus sonrisas dar mayor fuerza a sus palabras, saboreando el tormento de Tántalo, que había preparado a Esperanza.

-¡Oh! pero, señora, aunque sea agua, una poca de agua.

-Sí; venid, venid.

Y la vieja se levantó: Doña Esperanza la seguía sonriendo al placer de calmar la horrible necesidad que la devoraba: llegaron a la puerta, pero estaba cerrada; la joven empujó, y como los batientos no cedieron, dijo tristemente a Doña Catalina:

-Está cerrada.

-Sí, mi alma, está cerrada, pero abrirán; mirad por la cerradura, entretanto lo que os aguarda.

Doña Esperanza, como el avaro que espía un tesoro, miró por el agujero de la chapa.

En la pieza inmediata, sobre una mala mesa, había una enorme palangana de plata, con vasos, botellas y jícaras que contenían agua y refrescos, rodeados de flores y hojas verdes.

-Que me den agua, que me den agua -dijo como fuera de sí la joven.

-Todo lo tendréis; pero hablemos antes un momento.

-Primero dadme de beber.

-No son esas las instrucciones que tengo; os he dicho que voy a proponeros de parte de quien puede, lo que se   —460→   desea de vos, y a presentaros lo que debéis esperar o temer, según vuestra resolución: conque paciencia y contestadme.

-¡Pero esto es horrible! ¡quieren matarme de sed y de hambre!

-No, lo que se quiere es que comprendáis lo que se os espera, si no sois buena, y condescendiente.

-¿Pero qué se exige de mí? ¿qué se pretende?

-A eso vamos; no más que ya os lo hubiera dicho, pero no habéis querido oír.

-Vaya, hablad.

-¡Bendito sea Dios que os ponéis en juicio! Se trata no más que de un matrimonio.

-¿Matrimonio? ¿de quién?

-Vuestro.

-¿Mío?

-Sí.

-¿Pero cómo? ¿con quién?

-¿Cómo? dad vuestro consentimiento y lo veréis: ¿con quién? con un caballero muy rico y principal, con el señor Don Alonso de Rivera.

-¡Con Rivera! -exclamó admirada Esperanza.

-Con el mismo Don Alonso de Rivera, amigo íntimo de vuestro difunto Padre Don Pedro de Mejía, ¡que en paz descanse!

-¡Imposible! -dijo la joven sentándose indignada.

No, no digáis imposible, porque no lo es; es libre y rico, vos también; no sé por qué os parezca imposible.

-¿Pero cómo os podéis suponer que pueda yo unirme con un hombre a quien no conozco, a quien no amo, con quien no me ligan relaciones de ninguna especie...?

-Todo eso no importa nada: si consentís, ya lo conoceréis   —461→   bien después, ya lo pensaréis, y muy pronto tendréis con él relaciones demasiado íntimas.

-Primero me moriría yo.

-Esos son disparates, que los decís sin reflexionar, porque sois una criatura sin experiencia; la muerte es cosa muy dura para preferirla a un matrimonio tan conveniente como el que yo os ofrezco. Meditadlo bien.

-Nada tengo que meditar; primero muerta que mujer de ese hombre, a quien apenas conozco y a quien odio.

-Vamos, vamos; la debilidad os hace delirar, y si no me doliera tanto vuestra suerte, no tendría ya paciencia para tanto; pero os quiero advertir a lo que os exponéis con vuestra obstinación.

-La muerte misma no me importaría nada.

-Puede ser; pero hay cosas que para una mujer como vos, tan llena de altivez, son peores que la misma muerte; por ejemplo, la sed y el hambre.

-Las sufriré hasta morir, y contenta.

-No moriréis, ni cosa semejante; hay otro plan que voy a descubriros, porque no hay temor ni de que se lo comuniquéis a ninguno, ni de que os escapéis de él.

Doña Esperanza abrió los ojos con terror; la calma de la vieja, y el convencimiento de que decía la verdad, la asombraban.

-Está claro -continuó Doña Catalina- que vos tendréis valor para soportar el hambre y la sed; se os presentarán dentro de un momento tan luego como yo me vaya, refrescos y manjares; pero en todos, hasta en la misma agua, habrá un veneno que no os hará morir; os sumergirá sólo en un profundo letargo, y entonces, aquí va lo curioso, atended; el hombre que os vigila, que es un jefe de ladrones, que tiene una casita oculta en el monte, después (y   —462→   así se le ha ordenado) de hollar aquí mismo vuestra pureza...

-¡Qué horror, Dios mío!

-Cuando vos no podáis oponer ninguna resistencia, cargará con vos y os llevará a su casa, de donde no podréis salir hasta que tengáis ya una familia que sea también suya...

-¡Pero esto es infame! ¡infernal! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡socórreme!

-No hay que esperar socorro de Dios: oídme; si no queréis probar de esos alimentos, entonces la fuerza suplirá a la astucia, y sucederá lo mismo con una poca más de solemnidad, porque Guzmán, que así se llama el hombre de que os he hablado, tendrá que entrar aquí con cuatro de sus compañeros que le ayuden a dominaros, y ya veis que pare evitaros el dar espectáculo tan divertido a cuatro bandoleros, se os debe aconsejar, como lo hago, que toméis los refrescos...

-¡Sois un infame!...

-¿Infame porque os advierto los peligros que os amenazan? Bien; esa es la gratitud: si no os hubiera dicho nada, lo mismo hubiera sucedido; conque ¿por qué me culpáis? Podrá evitarse todo: dad vuestro consentimiento, sed ante el mundo la honrada esposa de Don Alonso de Rivera, y estamos al otro lado.

Doña Esperanza se cubrió el rostro con las manos y empezó a sollozar.

-Vamos, vamos, tened prudencia, que el sacrificio no es tan grande como os lo suponéis: yo también he sido joven, y supongo lo que pasa en vuestro corazón; lloráis por otros amorcillos, ¿los de vuestro primo Don Leonel de Salazar, tal vez?

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-¿Quién os ha dicho?... -preguntó Doña Esperanza levantando con indignación el rostro y mirando a la vieja.

-Nadie; pero todo se sabe: estáis enamorada de vuestro primo Don Leonel, y de aquí viene toda esa resistencia...

-Yo no os autorizo para hablarme de eso.

-No necesito de vuestra autorización, como Don Leonel tampoco la ha necesitado para tener amores y tratar de su matrimonio con la hermosísima Doña Catalina de Armijo, viuda de vuestro padre.

-¡Mentira! ¡mentira, señora! -dijo temblando de emoción Doña Esperanza.

-¿Mentira? ¡Vaya una ceguedad! Yo lo sé, lo he visto, y os lo probaré cuando queráis.

-¿Lo habéis visto? ¿decís que lo habéis visto? Repetidlo, señora, repetidlo, para deciros que mentís.

-Decid cuánto gustéis, que no por eso dejará de ser menos cierto que yo misma, con estos ojos que se ha de comer la tierra, he visto a vuestro Don Leonel en brazos de Doña Catalina, cubriéndola de caricias, estrechándola contra su corazón, jurándole que la amaría eternamente, que no había amado a nadie como a ella...

-¡Imposible!

-¿Insistís en negar? Yo los he visto, y a Doña Catalina, tan bella, tan elegante, tan discreta, llorar de placer y llamarle su «ángel», era un grupo encantador; parecen nacidos el uno para el otro, y todo el trabajo era que se encontraran sobre la tierra, que una vez encontrados, ellos conocen que nacieron para vivir amándose, y nadie ni nada será capaz de separarlos.

-¡Dios mío, Dios mío! ¡qué tormento! ¡qué tormento!   —464→   -decía Doña Esperanza, retorciendo los brazos con todo el furor de los celos y de la desesperación.

-¡Oh! y no os ofendáis por lo que voy a deciros -continuó la vieja- pero debéis disculpar a Don Leonel; Doña Catalina es tan bella, tan bella, que bien se puede olvidar a cualquiera mujer por su amor: mirad; serán las diez, y en este momento Don Leonel estará a su lado: yo soy vieja ya, pero les tengo envidia, y gozo al mismo tiempo con espiarlos: ¡qué amor, qué fuego! ¡cómo gozan esas dos almas, esas dos naturalezas! Si vierais una escena de esas, cualquiera, lo que pasa tal vez en estos momentos, perdonaríais a Don Leonel, porque quizá vos no le haríais nunca gozar como Doña Catalina.

-¡Oh! ¡silencio, por Dios! ¡silencio!

-Yo os lo cuento porque veáis lo que es Don Leonel para vos, porque sepáis que aun cuando no llegue a casarse con Catalina, aun cuando cansado de ella la abandone mañana, nunca podrá ser vuestro, porque vos no seréis, al menos no os lo consentirá la Iglesia, la mujer del amante de vuestra madre, porque Doña Catalina, viuda de Don Pedro de Mejía, viene a ser como vuestra misma madre; de modo que para vos Don Leonel está perdido para siempre.

-Pero la prueba, la prueba de todo eso, vieja infernal.

-¿La prueba? ¿queréis una prueba? muchas hay; pero voy a buscaros una. Guzmán -dijo la vieja abriendo la puerta.

-Voy -contestó desde afuera un hombre

-Doña Esperanza -agregó la vieja, poned cuidado al hombre que va a entrar, que es el que está destinado para ser el padre de vuestros hijos, ya que perdéis a Don Leonel y no queréis a Don Alonso.

La tosca y repugnante fisonomía de Guzmán apareció   —465→   en la puerta, y la joven, que no quitaba de allí los ojos como fascinada por una serpiente, dio un grito y cayó desvanecida.

-Guzmán -dijo Doña Catalina- monta a caballo y ve a pedir a Don Alonso la prueba de que le hablé anoche.

Guzmán salió, la vieja volvió a cerrar y se acercó a Esperanza, que permanecía en el suelo sin sentido.

En este momento se escuchó el galope de un caballo que se alejaba.



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ArribaAbajo- XXVI -

En el que Guzmán consigue la prueba que quería Doña Esperanza


En aquel mismo día muy temprano, Don Leonel recibió una esquela perfumada. La abrió, y decía:

«DON LEONEL:

Vuestras palabras y la escena de ayer me han preocupado de tal modo, que necesito veros hoy en la mañana: si me amáis, venid lo más pronto que os sea posible.

Os besa las manos

CATALINA»

Don Leonel tomó la pluma y contestó inmediatamente con el mismo lacayo que había traído la carta:

«DOÑA CATALINA:

El amor me hará volar a vuestras plantas; a las diez estaré en vuestra casa para juraros de nuevo una y mil veces que os adoro.

Vuestro hasta la muerte

LEONEL».

A las diez, como lo había prometido Don Leonel de Salazar,   —467→   entraba a la casa de Doña Catalina, que le esperaba impaciente.

-Perdonadme -dijo la joven-; estoy avergonzada, confusa, de haberme atrevido a escribiros; pero fue un momento de delirio, de locura, del que me arrepiento...

-¿Arrepentiros, señora? ¿y por qué? ¿por qué? ¿acaso es vergüenza que vos, libre y joven, me amarais siquiera por un instante? ¿me amarais a mí, a mí, que os adoro, a mí que me abraso por vos? Si estabais impaciente por verme, ¿cómo estaría yo? Doña Catalina, me habéis hecho el hombre más feliz de la tierra.

-¿De veras, Don Leonel?

-¿Lo dudáis? señora, ¿dudáis que se alegren los prados y las flores con la luz del sol? ¿dudáis que se estremezcan de placer los árboles al sentir después del calor abrasador del día, las gotas frescas de las lluvias? ¿dudáis, señora, que sea feliz el alma que mira la luz de la esperanza entre las negras sombras de la incertidumbre y del desconsuelo? Señora, podéis no amarme, y nada podré deciros; pero dudar de mi pasión, nunca.

-Don Leonel, yo soy libre, pero vos no lo sois; podéis amarme, pero haréis mal, y mal haría yo en corresponderos, porque vos no sois libre, porque sagradas promesas y juramentos os unen con Doña Esperanza de Carbajal.

-No me recordéis eso, por Dios, Catalina: yo sé bien lo que debo a Esperanza; yo sé que me ama, que soy un infame en abandonarla, que quizá la haré infeliz para toda su vida; todo eso lo sé y sé cuanto vos me queréis decir, ¿cómo suponéis que no he meditado en esto? Y sin embargo, a pesar de lo que me dice mi razón, a pesar de todo, no puedo resistir, y os adoro y lo olvido todo, todo por vos, porque siento que me arrastra hacia vos una fuerza desconocida pero que no   —468→   me es dado contrariar; no sé si es Dios o el demonio el que me ciega; pero por vos soy capaz de todo, del crimen, de la traición, de la locura.

Don Leonel hablaba con todo el fuego de la pasión. Doña Catalina, con su traje de luto y su rostro encendido por el entusiasmo quo le inspiraban las palabras del joven, le escuchaba clavando en él sus ojos brillantes, y sin contestar una palabra, estrechaba convulsivamente una de las manos de Don Leonel que tenía entre las dos suyas.

-Si yo pudiera mostraros mi alma para que la vierais como yo miro vuestros ojos, señora, entonces leeríais en ella cuánto os amo, así, tan claro como yo leo en vuestro semblante, señora, que me amáis a mí.

-¿Que os amo? -contestó Catalina con una sonrisa-;¿quién os lo ha dicho?

-¿Quién me lo ha dicho? nadie, señora; pero yo lo conozco porque vuestros ojos os venden, porque no me lo podéis negar: Catalina, ¿me amáis?

-¡Oh! no es cierto, os engañáis, no es verdad que os amo.

-No os empeñéis, señora, en negármelo: ¿no me amáis?

-Sí; os quiero como a un amigo, como a un hermano.

-Inútil fingimiento, Catalina; me amáis.

-Vaya un empeño, quererme hacer creer que os amo.

-Y me amáis -dijo con firmeza Don Leonel, llevando con pasión muchas veces a los labios la mano de Doña Catalina, que ella no cuidó de retirar-; me amáis, ¿a qué negarlo? Dejad que salga de vuestro seno esa pasión; dejadme oír esas palabras, tan dulces como la música de los cielos.

-No debe ser -contestó Doña Catalina.

-¿No debe ser, alma de mi alma? no debe ser, pero es, y yo os amo y vos me amáis, y en este momento el único   —469→   pesar que tenéis es el rubor de confesármelo. ¿Es verdad, bien mío?

Las cabezas de los dos jóvenes estaban tan cerca, que Don Leonel no tuvo mas que inclinarse un poco, y sus labios se unieron con los de Catalina, que instintivamente aspiró con delicia aquel beso.

-Por Dios, Don Leonel -dijo la joven retirándose.

En este momento llamaron a la puerta.

-Pasen -dijo Doña Catalina, procurando tomar un aire de tranquilidad.

-Aquí buscan a la señora -dijo un lacayo.

-¿Quién? -preguntó Catalina.

-Dice que se llama Guzmán.

-Con vuestro permiso, Don Leonel -dijo Catalina levantándose- voy a ver qué quiere ese hombre.

Don Leonel quedó solo, meditando en el amor que tenía a Doña Catalina, y mirando en el fondo de su pensamiento la figura triste y melancólica de Doña Esperanza.

Catalina salió al corredor, y Guzmán la esperaba con el sombrero en la mano.

-¿Qué se ofrece? -dijo ella.

-La señora me envía -contestó Guzmán- a decir a Don Alonso de Rivera que le mande la prueba convenida; pero Don Alonso no está ahí, y me he atrevido a molestar a la señora.

-Has hecho bien. ¿Qué hay por allá?

-Verdaderamente no sé, porque apenas entro al aposento de la presa; pero se había desmayado.

-¿Mi madre habló con ella largo tiempo?

-Muy largo, y creo que todo va bien porque le vi a la señora muy buena cara.

-Toma -dijo Catalina, sacando de una escarcela la carta   —470→   que le había escrito Don Leonel en la mañana-; lleva esto con cuidado, no se pierda.

-Está bien.

Guzmán bajó la escalera, y Doña Catalina volvió a entrar adonde la esperaba Don Leonel.

Quizá no hay cosa que enfríe más un diálogo amoroso, que una interrupción larga en el momento del mayor entusiasmo; el placer que no se apura de un solo trago, no es un verdadero placer.

Don Leonel y Catalina no volvían a reanudar la conversación con el mismo calor: hay una época en los amores en que la mujer recibe un beso con gusto, pero que es fuerza robárselo, porque necesita disculparse consigo misma, y en esa época, que por fortuna de los amantes dura bien poco, el hombre está siempre en una situación embarazosa, sin saber si acomete, a riesgo de recibir un desaire, o con peligro de que su prudencia pase por tontera. En este periodo el hombre de más mundo pierde la sangre fría, y una mujer que hiciera durar esto demasiado, acabaría por alejar al adorador.

Catalina se sentó y Leonel volvió tímidamente a su lado.

-Doña Catalina -dijo- ¿tendré que perder la esperanza?

-La esperanza -contestó Catalina marcando con intención esta palabra- es quizá lo que se interpone entre nosotros.

-¡Oh, señora, por Dios! Os lo he suplicado, no hablemos de eso.

-Bien, ¿de qué queréis que hablemos?

-De mi amor.

-Habéis avanzado hoy mucho para que yo no os tema y vos no estéis satisfecho.

  —471→  

-Mi pasión no se satisface con nada.

-Lo creo, pero no se ganó Zamora en una hora; dejad algo a la constancia del hombre y algo a la virtud de la mujer, que amores en que se triunfa sin combate y se sucumbe sin resistencia, son de poca vida y de poco mérito.

Decía esto Doña Catalina con tanta frialdad, que Don Leonel comprendió que el momento que debiera haber aprovechado para el triunfo había volado, y era preciso esperar que otro volviese a presentarse.

Pero los enamorados no pueden hablar sino de amor con la mujer que los inspira, y Don Leonel, conociendo que la ocasión no era ya oportuna, tomó su sombrero, maldiciendo al lacayo inoportuno.

-¿Volveréis pronto?-dijo Catalina.

-Mañana, señora -contestó Leonel, estrechando la mano de la joven.

Guzmán salía en su caballo en el momento mismo en que Teodoro siguiendo las instrucciones de Don César y de Martín llegaba a la casa de Doña Catalina para averiguar, si podía, algo sobre el paradero de Doña Esperanza.

Teodoro se detuvo para dejar el paso a Guzmán, a quien no había conocido al principio; pero así que llegó cerca de él, la fisonomía de aquel hombre despertó en él tales recuerdos, que no vaciló ya en asegurar quién era.

-¡Oh! -exclamó en su interior- yo debo seguir a este hombre; tiene conmigo una deuda atrasada que no le perdonaré jamás, y puede que este me dé el hilo que busco: ave de mal agüero no puede anunciar sino desgracias.

Y sin pensar más, se cercioró de si llevaba su daga, y echó a andar siguiendo a Guzmán, que caminaba paso a paso para no llamar la atención de los transeúntes.

Mientras atravesaron la parte poblada de la ciudad, Teodoro   —472→   pudo seguir fácilmente al hombre del caballo; pero a medida que iban alejándose, el caballo caminaba más de prisa, hasta que el jinete se puso al galope.

Teodoro seguía sus movimientos, y cuando el caballo galopaba, él corría.

-¡Demonio! -decía el negro- este lleva prisa; si vuelve el rostro y advierte que le sigo, se perdió el lance. ¿Qué asunto tendrá este bribón por aquí que es un rumbo tan distinto del suyo?

Y seguía corriendo.

-Esto no puede seguir así -continuaba el negro-; si va muy lejos le dejo seguir y caigo sofocado; apenas puedo; ¡malditos años! en otro tiempo me hubiera cogido este lance... ¡Ah...! si tuviera yo diez años menos... vamos, ya no puedo...

Verdaderamente el pobre de Teodoro ya no podía correr; su respiración era fatigosa; tronaba su corazón agitado como si quisiera romper el pecho; le flaqueaban las piernas, y tuvo que dejarse caer entre la yerba seca.

Pero no perdía de vista a Guzmán, y le vio entrar en una casa aislada, la casa en que le esperaba Doña Catalina.

-Vaya -dijo el negro- cerca está la lobera; me repongo un momento, y voy a ver si descubro algo.

La vieja Doña Catalina había seguido exhortando a Doña Esperanza a unirse con Don Alonso de Rivera; pero la joven, extraordinariamente fatigada, apenas la escuchaba pensando en Don Leonel: los celos la devoraban; si lo que le decía la vieja era cierto, nada le importaba ya la vida, y era capaz de casarse con Don Alonso o con cualquiera.

El tiempo pasaba; el misionero que había ido en busca de las pruebas no volvía, Doña Esperanza comenzaba a sentirse desconsolada; quizá todo aquello sería una calumnia   —473→   urdida por sus enemigos. Doña Catalina comenzaba a temer; quizá su hija no se habría podido proporcionar la deseada prueba, y entonces no quedaba más remedio que matar a Esperanza.

A cada momento la vieja se asomaba a la puerta, para ver si distinguía a Guzmán, y volvía dando muestras de profundo desagrado.

Doña Esperanza, más alentada con aquella tardanza, no perdía ninguno de los movimientos de Doña Catalina.

-¿Creéis, señora -la dijo- que vuestro enviado tarda?

-Tarda, pero vendrá.

-Quizá no haya tal prueba, quizá todas sean calumnias.

-¿Y qué ganaríais con eso?

-¡Oh! con tal de que eso no sea cierto, moriría contenta.

-Ya sabéis que no es la muerte lo que os espera; viviréis, viviréis, os lo prometo, pero si sois la esposa de Don Alonso, o la moza de Guzmán; ya le conocisteis; no es tan feo, y pasaréis a su lado días muy placenteros, y sobre todo, cuando tengáis en vuestros brazos al tierno fruto de vuestros amores.

-Señora, no me insultéis -dijo Esperanza encendida de cólera y levantándose.

-No os insulto; sólo os advierto lo que os espera: y mirad lo que son las cosas; supongamos que fuera una calumnia lo de los amores de Don Leonel con Doña Catalina; pues en ese caso, vos esposa de Don Alonso, todavía erais digna de Don Leonel, todavía él tendría ilusión por vos, y como engañar a un viejo como Don Alonso es fácil, podríais tener de amante a vuestro primo; ¿pero creéis que él se dignaría a miraros siquiera el día que supiera, como lo sabría luego y por mi boca, que erais la manceba de un ladrón...?

  —474→  

Doña Esperanza no pudo contenerse al oír tales insultos, y ciega, rabiosa, se lanzó sobre Doña Catalina para ahogarla.

La vieja no esperaba el ataque, y como estaba desprevenida, no pudo impedir que la joven hiciera presa en su garganta con sus manos, que la oprimían hasta cortarle el aliento.

Pero Doña Catalina había recibido una educación muy varonil y se sentía ahogar, y era preciso que hiciera una resistencia desesperada; luego que volvió en sí de la sorpresa procuró desasirse de Doña Esperanza, y se trabó entre ambas una lucha desesperada.

Doña Esperanza derribada por la vieja, la arrastró en su caída, y rodaban por el suelo jadeantes, enseñando los dientes, y procurando dominarse una a la otra.

Nadie en estos momentos hubiera reconocido en Doña Esperanza la tímida y recatada doncella de la «casa colorada», nadie la hubiera visto sin horror, debatirse en aquella lucha, convulsiva, desmelenada, y lanzando horribles maldiciones, que quizá ella misma ignoraba que sabía.

La lucha se había prolongado mucho, pero Doña Esperanza estaba muy débil, y sólo la desesperación le había dado un vigor pasajero; las fuerzas comenzaron a faltarle y sus brazos se aflojaron.

La vieja lo comprendió, y redobló entonces su ataque. La joven quedó vencida. Doña Catalina, como un luchador, se enderezó y le puso sobre el pecho una rodilla; con una de sus manos sujetó las dos de Doña Esperanza, que casi ya no se resistía, y con la otra le quitó un pañuelo que tenía alrededor del cuello.

Doña Esperanza estaba casi desmayada y dejaba ya   —475→   a la vieja hacer lo que quería. Con aquel pañuelo ligó Doña Catalina las manos de la joven con tanta fuerza, que los dedos se pusieron morados, sin que ella exhalara ni un quejido.

Cuando estuvo segura de que estaba bien atada, se levantó y la dejó tirada en el suelo.

-¡Infeliz! -le dijo con cierto aire de desprecio- ¿qué podías tú contra mí? si quisiera, podría matarte impunemente, y ganas me dan de colgarte de una viga hasta que mueras; pero necesito que vivas.

Doña Esperanza ni miraba a la vieja.

-Mira, tentada estoy de llamar a Guzmán y no esperar ya más.

La joven se enderezó como si le hubiera picado un alacrán; comprendió el inmenso peligro que corría.

-Señora, no, por Dios no, por Dios, esperemos esas pruebas, y si todo pasa como me habéis dicho, os doy mi palabra de que seré la esposa de Don Alonso; pero por el amor de vuestra madre, no me entreguéis a ese hombre; me vuelvo loca sólo de pensar en eso.

-Bien, veo que vais siendo más racional; si así hubierais pensado desde el principio, no habríais tenido que sufrir tanto: vamos, os levantaré y sentaos aquí en esta cama: no os desato las manos, para impediros otra tentación y para probaros que fácilmente pudieran sujetaros cuatro hombres.

-Por Dios, no me digáis eso.

-Vaya, procurad levantaros.

La vieja ayudó a Doña Esperanza a levantarse, y la sentó después en la cama.

-Haré más; voy a traeros un refresco.

-No, no, refresco, no; antes morir de sed.

  —476→  

-No temáis, nada tiene el refresco; ya veis que soy franca y no os engañaría; estáis ya sujeta de tal manera, que no es necesario más que mi voluntad para mandar: tomad sin desconfianza.

La vieja había traído un vaso de horchata, y le aplicó a los labios de Esperanza, que no podía hacer uso de sus manos.

La joven lo apuró con delicia, y se sintió desvanecer.

-Me habéis engañado -dijo-; esta horchata tenía algo.

-Nada, no temáis, es un accidente lo que os da por vuestra suma debilidad; pero ya pasará pronto.

En afecto, muy pronto pasó aquel desvanecimiento, y en este momento llamaron a la puerta.

-Es Guzmán -dijo la vieja, levantándose a abrir.

-¡Guzmán! -repitió con terror Doña Esperanza, porque aquel hombre traía la vida o la muerte para ella.

-Aquí está -dijo Guzmán entregando a Doña Catalina la carta de Don Leonel.

-Está bien, espérame -contestó la vieja volviendo a cerrar.

Esperanza se había incorporado en el lecho y la miraba fijamente, como deseando adivinar lo que contenía aquella carta.

La vieja desdobló el papel y le leyó en voz baja; ni una sola de sus facciones se alteró, nada pudo descubrir en aquel rostro la inquieta mirada de la joven.

-¿Conocéis vos la letra de Don Leonel de Salazar vuestro primo? -preguntó Doña Catalina acercándose con el papel extendido en la mano.

-Sí, señora.

-¿Pero muy bien, muy bien, hasta el punto de no poder equivocar esa letra y esa firma con ninguna otra?

  —477→  

-Sí, sí.

-Pues leed y decidme si en algo os queda duda, si como yo os decía cuando vos llorabais aquí por sus amores, no estaba él gozando de la belleza de Doña Catalina.

Doña Esperanza tomó la carta entre sus manos atadas, y aunque con dificultad, la llevó a la altura de su vista con el auxilio de la vieja y comenzó a leer.

La carta era la que en aquella misma mañana había escrito Don Leonel a Catalina, y que comenzaba:

«Catalina: el amor me llevará a vuestras plantas». Y concluía, «vuestro hasta la muerte: Leonel».

Esperanza sin dar un grito, sin arrojar una sola lágrima, leyó y releyó aquella carta, y después con una resolución que no aguardaba Doña Catalina, le dijo:

-Señora, hacedme la gracia de soltar mis manos, porque no necesitáis ya de esas precauciones; estoy dispuesta a ser la esposa de Don Alonso de Rivera.

-¿Y cuándo?

-Hoy mismo, en este momento si es preciso; cuanto más pronto será mejor.

Doña Catalina quitó el pañuelo que ataba las manos de Esperanza.

-Ahora -le dijo- que estáis libre y dispuesta a ser esposa de Rivera, voy a llevaros conmigo, y para que no os quede ni la menor sospecha de que os engaño, os haré presenciar una entrevista de Don Leonel y Doña Catalina.

-Os lo agradecería en el fondo de mi alma.

-Y os prometo que yo haré lo que digo.

-Será el último favor que os pida.

-Bien; por ahora procuremos salir de este destierro. Guzmán, ve a la casa, que me traigan una carroza, y que   —478→   preparen una habitación independiente para esta señora, en donde sólo yo pueda verla.

Guzmán salió sin replicar, y volvió a montar a caballo.

Teodoro rondaba ya los alrededores de la casa y se ocultaba entre la maleza. Vio salir otra vez a Guzmán y dirigirse a México al galope.

-Bueno -dijo para sí- este vuelve a la casa de Don Alonso, mis sospechas se confirman; aquí debe haber algo: veremos, y volveré violentamente a dar parte a Martín y a Don César.

Y arrastrándose, fue dando la vuelta hasta llegar a la ventana del cuarto en que estaban Doña Esperanza y la vieja. La casa era baja, y desde afuera se podía ver por aquella ventana lo que pasaba dentro.

Teodoro escuchó; nada se oía, y poco a poco se fue levantando hasta acercar su rostro a las rejas. Doña Esperanza estaba dándole el frente, y aunque Teodoro no la conocía bien, sin embargo, se supuso que era ella; pero la joven, a quien todo impresionaba en aquellos momentos, al mirar la fea cabeza de Teodoro, lanzó una ligera exclamación de espanto; Doña Catalina volvió el rostro y descubrió la figura del negro en la ventana, y entonces como una leona sorprendida, se levantó furiosa, sacando de su seno un puñal pequeño y agudo, y se arrojó a la ventana tirando una puñalada al negro por entre las rejas; pero todo esto con tal violencia y con tanta rapidez, que a pesar de que Teodoro quiso huir el cuerpo, recibió, sin embargo, una ligera herida en el brazo.

Doña Catalina estaba tan furiosa, que si aquel obstáculo no los hubiera separado, era capaz de haber matado al negro.

-¿Qué debo hacer? -pensó Teodoro-; matar a esta mujer,   —479→   armar un escándalo, darle a entender que vengo de espía; quién sabe si tendrán aquí gente oculta y yo estoy solo, y todo se pierde: mejor será irme y volver con algunas personas, antes de que vayan a llevar a la joven a otra parte...

Y siguiendo esta determinación, echó a correr para la ciudad.

Doña Catalina, con el puñal en la mano, había salido a la puerta de la casa, y le vio ya a lo lejos ir huyendo: volvió a entrar y cerró la puerta.

-¿Qué era eso? -preguntó temblando aún Doña Esperanza.

-No temáis, sosegaos; sin duda alguno de esos negros cimarrones que venía a ver si podía robarnos: la fortuna es que son tan malos como cobardes, y ya va muy lejos.

Doña Esperanza se calmó y no volvió a hablar una palabra; pero levantó la carta de Don Leonel y la leyó hasta saberla de memoria.

La vieja la observaba desde lejos.

Dos horas después se oyó el ruido de una carroza. Doña Catalina hizo una señal a Esperanza, que la siguió en silencio. Montaron en la carroza, Guzmán subió a la zaga, y se dirigieron a la ciudad.



  —480→  

ArribaAbajo- XXVII -

En el que Martín y Teodoro vuelven a perder la pista


Teodoro caminó sin descansar hasta volver a su casa; había estado ausente más de seis horas, y Garatuza, que le aguardaba, se desesperaba ya de su tardanza.

Por fin, le vio llegar cansado, lleno de polvo, pero con el rostro alegre y placentero, como señal de que llevaba una buena noticia.

-Albricias, amigo mío, albricias -dijo arrojándose en un sitial.

-¿Qué hay? ¿qué hay? -preguntó Martín.

-Lo he descubierto todo, todo.

-¿Pero qué?

-El lugar en que tienen esas gentes a Doña Esperanza.

-¿Cómo así?

-Como lo estáis oyendo; yo mismo la he visto.

-¿A quién?

-A Doña Esperanza.

-¿Conocéisla por ventura?

-Casi, y sé dónde está ahora.

  —481→  

-¿Estáis seguro?

-Tan seguro, como de estar hablando ahora con vos.

-Llamemos a Don César.

-Llamadle, y os referiré a los dos todo lo que me ha acontecido.

Martín salió a llamar a Don César, y entró poco después a la estancia en que les aguardaba Teodoro, que había corrido tanto durante el día, que no tenía aliento para levantarse.

El negro refirió minuciosamente a sus amigos todo lo que había visto y pasado desde su encuentro con Guzmán hasta la vuelta a la casa.

-¿Qué pensáis de esto? -dijo Martín a Don César.

-Mi opinión es que Teodoro tiene razón, que esa mujer debe ser Doña Esperanza, y la vieja feroz que hirió a Teodoro, Doña Catalina, y que es preciso no perder un instante, sino ponerse en marcha para ir a libertar a esa joven.

-Bien pensado -exclamó Garatuza-; en el momento nos vamos.

-Esperad -dijo Teodoro-; el lugar está lejos y yo no puedo ya dar un paso; tengo los pies hechos pedazos.

-Iré a conseguir una carroza.

-¿Adónde?

-Id; pero me parece difícil.

-No tanto; ya veréis.

Martín salió precipitadamente a la calle: cerca de la Alameda vio una carroza que tirada por dos soberbias mulas caminaba.

Miró bien en el interior, y advirtió que nadie la ocupaba. Entonces hizo señas al cochero para que se detuviese.

  —482→  

-¿Tenéis la bondad, amigo, de decirme -le preguntó con mucha urbanidad- si vais muy de prisa?

-Voy -contestó el cochero con agrado, viéndose tratar así por un caballero tan bien vestido- en busca de mi amo el señor adelantado de Filipinas, Don García Legaspi de Albornoz.

-¡Oh, y qué feliz casualidad! precisamente para su señoría buscaba una carroza; que le ha dado un accidente y hémoslo metido aquí en una casa inmediata.

-¡Jesús nos ampare! -exclamó el cochero- pues vamos.

-¡El cielo os ha traído!

-Subid al coche, señor, y decidme dónde.

-No; seguidme, que voy mejor a pie guiándoos.

Y Martín echó a andar rumbo a San Hipólito, meditando adónde llevaría al cochero para deshacerse de él.

Llegaron así frente a la casa de Teodoro, y allí Garatuza dijo al cochero: -Esperadme un instante, que voy a entrar aquí a ver si vive un amigo.

El carruaje se detuvo y Martín entró.

-Listos -dijo a Teodoro-: armaos, que os acompañen dos hombres de confianza, y salid a esperarme a la esquina de la Alameda.

-¿Pero qué hay?

-Haced lo que os digo, y sin dilación.

Martín volvió a salir, y dijo como para satisfacer al cochero:

-Equivoqué la casa; no es esta la que buscaba.

Y siguieron andando: dieron vuelta a un callejón, y allí dijo Martín deteniéndose delante de la puerta de una de las huertas:

-Aquí.

  —483→  

-¿Pero qué hacía por aquí mi señor? -preguntó el cochero.

-Silencio, y no os deis por entendido; aquí tiene una mocita como una perla; voy a ver: dad la vuelta al coche mientras entro a avisarle.

El cochero se adelantó con el carruaje para tomar la vuelta, y mientras entró Martín a la casa.

-Señora -dijo a una vieja que encontró- ¿tenéis de venta un gallo?

-¿Un gallo?

-Sí; pero que sea viejo, porque es para remedio: os lo pagaré bien.

-Tengo uno; pero vale tres duros, porque es muy viejo, muy viejo -contestó la vieja, mintiendo por codicia.

-¿Y dónde está?

-Allá adentro; ¿queréis llevarle?

-No; mi cochero vendrá por él.

-Bien; que venga.

-Venid conmigo para que le llevéis.

La vieja salió hasta la puerta acompañando a Martín.

-Mirad -dijo Garatuza al cochero- sería bueno que bajaseis para sacar al viejito, que lo haríais mejor que yo; entretanto, yo tendré cuidado con las mulas.

-Muy bien -dijo el cochero-; al fin son mansas.

-¿Está adentro? -preguntó Martín a la vieja.

-Sí, señor. Yo llevaré al señor adonde está.

El cochero entró, y Martín se subió en la mula; y tan pronto como el hombre y la vieja desaparecieron, echó a caminar con el coche, que no hacía ruido porque en la calle no había empedrado.

La vieja llevó al cochero hasta unos cuartos en el fondo de la huerta, y le dijo:

  —484→  

-Esperadme, que voy a traérosle.

El hombre se quedó parado y pensando.

-¡En qué cosas anda mi señor! ¡quién lo hubiera creído! no sé cómo a su edad no tiene miedo de que le asesinen por aquí: en fin, yo debo ocultar a mi ama estas cosas, porque no vaya a suceder que se descomponga un matrimonio de tantos años.

-Aquí le tenéis -dijo la vieja saliendo con un gallo en las manos.

-¿Pero qué es eso?

-El gallo viejo que quiere vuestro amo.

-Mala peste os mate a vos y a vuestro gallo, que yo no vengo aquí por eso, ni mi amo quiere tal gallo, que para nada necesita.

-¿Cómo se entiende, deslenguado y mal cristiano? ¿vuestro amo no es ese que quedó al cuidado de las mulas?

-Mi amo es el señor adelantado de Filipinas, que me han dicho que aquí se hallaba enfermo de accidente, porque aquí tiene una moza; y ese es al que busco.

-Mal hayáis vos y vuestro amo, que mi casa es casa de pobres, pero honrada; y aquí ni él ni nadie tiene mozas, y vos queréis burlaros de mí, porque no está aquí mi marido; pero yo os enseñaré cuántas son cinco, que conmigo no se juega.

Y la vieja dejó el gallo y arremetió a un palo para dar sobre el cochero, que se ponía ya en actitud de defensa, cuando acertó a entrar un hombre viejo que venía de la calle.

-¿Qué pasa aquí, Matiana? -dijo el recién venido.

-¡Qué ha de pasar! -contestó la vieja furiosa- sino que este hombre y su amo, el que verías en la calle cuidando un carruaje, viendo que no estabas quisieron divertirse conmigo.

  —485→  

-Cálmate, hija, cálmate, que será alguna equivocación, porque tal carruaje de que me hablas, ni le hay en la puerta, ni en todos los alrededores lo he visto.

-¿No está una carroza en la puerta? -preguntó espantado el cochero.

-No hay nada.

-¡Madre Santísima de Guadalupe! -exclamó; y echó a correr para la calle, tropezando con la bota y la espuela que usaban los cocheros.

Llegó a la puerta, y ni señas de por dónde se había ido el carruaje.

Hacía ya largo rato que Martín había llegado a la Alameda; Teodoro le esperaba allí con dos criados.

-¿Don César no vino? -preguntó Garatuza.

-No.

-Pues subid, y decidme para dónde vamos: afortunadamente ya es de noche y no distinguirán bien que no soy cochero.

En efecto, iba ya oscureciendo.

-Seguid derecho -contestó Teodoro- hasta atravesar la ciudad por la calle de Tacuba adelante.

El carruaje caminó de prisa, y al cabo de una media hora, estaban del lado del Oriente.

-Aquí parad -dijo Teodoro.

Se detuvieron y bajaron del carruaje, que quedó encargado a uno de los criados.

-¿Podréis encontrar la casa? -preguntó Martín.

-Sí; debemos estar cerca, porque ya distingo la laguna -contestó Teodoro.

Comenzaron a caminar, hasta que el negro exclamó:

-¡Miradla!

-Bien; ahora con precaución -dijo Martín-; las armas   —486→   listas y seguidme, que voy por delante a ver si descubro algo.

Todos sacaron sus espadas y se fueron acercando a la casa con precaución, procurando no hacer ruido.

-Estaban ya muy cerca, y se detuvieron.

-No se oye nada -dijo Teodoro.

-Ni se ve luz -agregó Martín.

Siguieron observando, y el mismo silencio.

-¿Estáis seguro de no equivocaros? ¿esta es la casa? -preguntó Garatuza.

-Mirad al derredor, a ver si hay por aquí otra -contestó Teodoro-; seguro estoy de que esta es.

-Acerquémonos.

Y llegaron hasta los muros de la casa.

-¿Por dónde visteis a Esperanza? -preguntó muy bajo Garatuza al negro.

-Por una ventana.

-¿Dónde está?

-Por el lado de la laguna.

-Vamos a ver.

Y como deslizándose por las paredes, llegaron a la ventana y se acercaron con precaución a la reja: el aposento estaba oscuro y silencioso.

-¿Qué hacemos? nada se ve -dijo Teodoro.

-Pues al asalto por la puerta.

Y armándose de resolución, se dirigieron a la puerta y la encontraron abierta.

Martín sacó una piedra y un eslabón y una pajuela, y encendió una torcida que llevaba el criado.

A la vacilante luz de la torcida que acababan de encender, Martín y Teodoro penetraron en las habitaciones; pero estaban enteramente desiertas; ni un vestigio había quedado   —487→   del paso por allí de las personas que en la mañana había visto el negro.

-¡Nada! -dijo.

-¡Nada! -contestó Martín.

-Quizá os habréis equivocado; no hay señal de que esta casa haya estado habitada hace mucho tiempo.

-No, no me equivoco, esta es la casa; mirad, en este ángulo estaba sentada la joven, más acá la vieja; por aquella ventana me asomé; por aquí me tiró el golpe con la daga: estoy seguro de que aquí estaban.

-Entonces os han conocido y se llevaron a la pobre Esperanza para otra parte.

-Es seguro.

-¿Qué habrán hecho de ella?

-Lo sabremos.

-¿Pero cómo?

-Buscando; quien persevera alcanza: aún no hemos echado mano del recurso de apoderarnos de alguno de los de la casa.

-Quizá sea el más seguro.

-En fin, no perdamos el tiempo: vámonos, que ya aquí es inútil buscar.

Volvieron a salir, y se dirigieron adonde habían dejado el carruaje; subieron en él y se internaron en la ciudad.

En una de las calles oscuras del tránsito y ya cerca de la Alameda, dijo Martín, que llevaba las mulas:

-Aquí es preciso dejar este carruaje, porque es prestado.

-Me parece -contestó Teodoro.

Todos se bajaron, y el coche quedó en la sombría calle abandonado.

Cuando llegaron a la casa de Teodoro, encontraron a   —488→   Don César que los esperaba, como siempre, triste y silencioso.

-¿Qué habéis adelantado? -les preguntó.

-Nada -contestó Martín.

-Nada -replicó Teodoro.

-¿Ni esperanza?

-Ni esperanza.

-Yo he sido menos desgraciado que vosotros.

-Contadnos.

-No es posible aún; tengo un plan con el que espero rescatar muy pronto a esa joven.

-¿Podéis comunicárnoslo?

-Ese es mi secreto.

-¿Y entretanto?

-Buscad vosotros por vuestro lado y yo por el mío; así es mejor.

-Como vos dispongáis.



  —489→  

ArribaAbajo- XXVIII -

De lo que había pasado a Don César


Cuando Martín y Teodoro salieron en busca de Esperanza, Don César tomó una capa y su sombrero, y se dirigió a rondar la casa de Don Pedro de Mejía.

Era indudable para él que aquella casa era el centro de todas las intrigas y de todas las maquinaciones; allí debía haber alguien de entre los criados que conociera la historia de Doña Esperanza y que supiera lo que había sido de ella. Allí era donde Don César estaba seguro de averiguar la verdad.

Comenzó a pasear la calle con disimulo, esperando ver salir algún lacayo que le prestara confianza; la noche iba cerrando, y en una de las puertas de las casas que estaban frente a la de Mejía, le pareció a Don César observar a un hombre que acechaba, recatándose de los transeúntes.

Púsose entonces a examinarlo desde lejos, y se convenció de que en efecto aquel hombre esperaba algo.

Como en aquellas circunstancias todo llamaba la atención de Don César, dejó de observar la casa de Mejía, y no perdió ya de vista al hombre misterioso.

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Largo tiempo estuvo éste en espera y Don César en acecho; por fin, de la casa de Don Pedro salió un hombre que observó por todas partes si alguien le esperaba, y alcanzando a mirar al misterioso personaje que había llamado la atención de Don César, se dirigió hacia donde él estaba.

Pasó a su lado sin decirle ni una sola palabra; pero el hombre le siguió y se encaminaron ambos a una de las calles más retiradas y más solas.

Don César conoció a la persona que había salido de la casa de Mejía; era uno de los lacayos, y entonces no dudó que el que acechaba la casa tenía en ella relaciones ocultas.

Se embozó en su capa, y destacándose contra las paredes y procurando ahogar el ruido de sus pasos, siguió a corta distancia a los dos hombres que se alejaban.

Llegaron los unos seguidos por el otro hasta un callejón triste y solitario, y allí los de adelante se detuvieron, y Don César procuró con mucha precaución acercarse para escuchar la conversación.

Afortunadamente se creían solos y hablaban en alta voz.

-Mucho hay ahora que contaros -decía el lacayo.

-Como sea mucho y cierto -contestaba el otro, que al parecer era ya viejo- mucho tendré yo que pagar y tú que recibir.

-Pues cierto es todo.

-Habla.

-En primer lugar, tenéis que saber que como os he dicho, la viuda Doña Catalina está ya en grandes amores con Don Leonel de Salazar, y aún se murmura entre los criados que puede eso parar en casamiento.

-¿Pero qué hace el Don Alonso?

-Ni dice ni hace nada.

-¿Él no tiene también amores con ella?

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-No sabemos; pero creo que no, porque de ser así tendría celos, cuando ahora se dice que protege a los amantes

-¿Y la vieja?

-Debe traer entre manos algún negocio grave, porque hoy en la mañana salió en un coche de los de la casa, y la llevaron hasta cerca de la salida de la ciudad, por el lado de la laguna.

-¿Pero adónde fue?

-No sabemos.

-¿No preguntaste al cochero?

-Sí que le pregunté; pero esta mañana me contestó que le habían dicho en el camino que se detuviera; se bajó del carruaje la vieja y le mandó que se volviera, y que ella siguió a pie; y me cuenta el cochero que ya venía lejos y volvió la cara y todavía la vieja caminaba a pie con Guzmán.

-¿Y luego?

-Guzmán volvió dos veces a México y habló con Doña Catalina, y volvieron en la tarde a llevar el carruaje, y volvió la vieja con una mujer encubierta...

-¿Pero quién es esa mujer?

-Eso no he podido averiguar.

-¡Imbécil! viviendo en la misma casa.

-Sí señor, pero está tan retirada, que nadie la ha visto ni la conoce.

-¿Qué más sabes?

-No más.

-Pues eso no vale nada.

-Señor...

-Toma, y mañana mismo me das noticia de quién es esa mujer, y dónde está, y todo; ¿lo entiendes? de todo.

-Sí, señor.

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El lacayo recibió un puñado de monedas de mano del hombre misterioso.

-Me voy antes de que me extrañen en la casa -dijo.

-Vete -contestó el otro.

Y sin esperar más, el lacayo echó a correr.

El hombre que le había entregado el dinero había dado algunos pasos, cuando Don César se presentó delante de él.

-Caballero -le dijo- perdonad que os detenga y escuchadme un momento.

-¿Con qué intenciones me detenéis? -dijo el hombre, dando un paso atrás y desnudando el estoque.

-No deben ser malas, cuando veis que no hago uso de mis armas -contestó Don César cruzando sus brazos.

A pesar de que la claridad de la noche no era muy grande, el hombre pudo notar muy bien que Don César le decía la verdad, y esto le calmó un tanto.

-¿Entonces, qué pretendéis? -preguntó.

-Tan solo que me hagáis la gracia de hablar conmigo.

-Tengo casa y podíais haber ido a ella.

-Ignoro en dónde está.

-Puedo guiaros.

-Sería mejor hablar aquí.

El hombre miró a Don César con desconfianza.

-¿Por qué? -preguntó.

-Por no perder tiempo.

-Bien; decidme -dijo aquel hombre después de vacilar un momento.

-Escuchad. Vos vigiláis y rondáis la casa de Don Pedro.

-¿Y eso qué os importa a vos?

-Ya veréis si me importa.

-Ved que no os doy el derecho de intervenir en mis acciones.

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-Ni yo lo deseo; solo que, como veréis, debemos ser aliados.

-¿Aliados?

-Sí.

-¿Por qué?

-Porque vos necesitáis saber lo que acontece en la casa de la viuda de Mejía y yo también.

-Averiguadlo por vuestro lado.

-Cuidaré de hacerlo; pero esto no impide el que quiera estar de acuerdo con vos.

-Pero yo no os conozco.

-¿Y yo os conozco a vos? Tenemos un negocio semejante, quizá con diverso interés, y nos unimos.

-¿Qué interés tenéis?

-Os lo confesaré, para enseñaros a ser franco, y a no desconfiar sin razón; entre Don Alonso de Rivera, la viuda y la vieja, como vos la llamáis...

¿Y cómo sabéis que la llamo así?

-Ya lo sabréis; entre los tres han logrado robarse a una joven con el objeto de apoderarse de su herencia; yo busco el medio de encontrar a esa joven.

-¿Y eso es cierto?

-Como haber Dios.

-En ese caso, yo os ayudo.

-Dios os premiará.

-¿Cómo habéis pensado hacer?

-Sacar a alguno de los tres y obligarle a confesar.

-Es mejor para eso la vieja.

-Lo creo.

-Pues yo lo haré; ¿cómo se llama la joven robada?

-Doña Esperanza de Carbajal.

-¿La prima de Don Leonel?

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-La misma.

-Yo os respondo de todo. ¿Qué parte tendré en la herencia si lo consigo?

-Diez mil duros.

-Está bien.

Los dos permanecieron en silencio por un rato, como no atreviéndose a decir lo que pensaban.

-¿Y bien? -dijo Don César.

-¿Y bien? -repitió el otro.

-Preciso será darnos algunas garantías mutuamente.

-Negocio es este en que no hay más garantías que las que él mismo arroje de sí; os entrego a Doña Esperanza o a la vieja, y me dais el precio convenido; si no, ni una ni otra van a dar a vuestro poder.

-Conforme, a fe de César de Villaclara, para serviros.

-Conforme a fe de Baltasar de Salmerón.

-¿Y adónde nos veremos?

-¿Vuestra casa?

-En la calle de San Hipólito, en la casa del negro Teodoro.

-La conozco.

-Muy bien; un papel, un recado vuestro, y ocurriré adonde me digáis.

-Pero ante todo, secreto.

-Secreto.

-Si la suerte hace caer en nuestras manos a Don Leonel de Salazar, yo dispondré de su suerte.

-A sola condición de que yo disponga de la de Don Alonso de Rivera si llega a estar en nuestro poder.

-Convenido.

-¿Y cuándo esperáis conseguir vuestro objeto?

-La vieja, espero que será mañana, y ella dirá en dónde ocurro por la doncella.

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-Entonces, adiós, y buena fortuna.

-Adiós, y buena memoria.

Y aquellos dos hombres como dos sombras, se separaron para ir cada uno a su destino.

Don César volvió a la casa de Teodoro.

Y Don Baltasar a la suya, pensando y saboreando la idea de que ya tenía un modo de hacerse de dinero, vengándose en la familia de Salazar y destruyendo los planes de Don Leonel.

Aquella misma noche disponían sus planes para el siguiente día Martín y Teodoro, que no habían quedado satisfechos ni con sus pesquisas del día, ni con las promesas de Don César de Villaclara.

Don César, por su parte, los escuchaba con la mayor indiferencia; para él su misión sobre la tierra estaba terminada; no había sabido amar y tampoco sabía vengarse: sólo Don Alonso podía ya sufrir el castigo en cuanto al negocio de Doña Esperanza; auxiliaba a Martín y a Teodoro porque ellos se lo habían pedido y por tener algo en qué ocupar su corazón vacío.



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ArribaAbajo- XXIX -

Cómo se casó Doña Esperanza de Carbajal con Don Alonso de Rivera


La vieja Doña Catalina había llevado a Esperanza a la casa de su hija con tanto misterio, que ni los criados supieron quién ella era, ni ella misma comprendió la casa en que estaba.

Una habitación completamente aislada le había sido preparada, y nadie, sino la misma vieja Doña Catalina, la cuidaba y la veía.

A su llegada allí, Doña Esperanza fue conducida por la vieja a una estancia en donde estaba preparada una magnífica cena; la vieja se sentó e invitó a sentarse a la joven.

Doña Esperanza estaba débil y tenía hambre, y después de su resolución, su alma estaba triste pero tranquila: Don Leonel la había engañado, había burlado su amor; ella quería casarse, porque creía inocentemente que esto era una venganza y que el dolor había de ser terrible para Don Leonel.

¡Pobres de las mujeres que se casan por despecho! ellas sufren el dolor y ellas se ponen en el borde de un abismo   —497→   para su virtud, abismo tanto más peligroso cuanto que sólo es poderosa para separarlas de él la misma mano por quien se creían impulsadas: en este caso la virtud de la mujer depende únicamente del hombre por cuyo amor han cometido aquel acto de locura.

Después de comer algo, Doña Esperanza sintió la necesidad de dormir; se recostó en una cama y quedó sumergida en un profundo sueño.

Cuando la vieja la vio dormida, salió del aposento procurando no hacer ruido; cerró con llave la puerta por la parte de afuera, y se dirigió a la estancia en que se reunían a esas horas Don Alonso y Doña Catalina.

-Curiosa me habéis tenido en todo el día, madre -dijo Doña Catalina al verla llegar-. ¿Qué tal?

-Cuando os prometí -contestó la vieja- que yo lo arreglaría todo, era porque me creía capaz de cumplir lo que ofrecí.

-¿Y está arreglado? -preguntó Don Alonso.

-Perfectamente; Doña Esperanza está dispuesta a ser la esposa de Don Alonso de Rivera.

-Por muchos años -dijo Catalina sonriendo y haciendo una caravana a Don Alonso.

-¿Y para cuándo? -preguntó Rivera.

-Prisa os corre -contestó Catalina.

-Es que en eso -agregó Rivera- se interesan nuestros mutuos intereses.

-Eso dependerá de mi hija -dijo la vieja.

-¿De mí?

-Sí, con tal que me sigas ayudando como hasta ahora.

-Contad con ello.

-En ese caso, Don Alonso, disponed las bodas para mañana en la noche.

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-¡Tan pronto! si apenas habrá tiempo.

-Pues mirad cómo tenéis que componeros porque si se pierde la coyuntura, no respondo.

-Lo procuraré.

-No, lo haréis, que os sobra dinero, y con él no hay dificultad ninguna en el mundo.

-¿Y qué tenemos que hacer? -preguntó Catalina.

-En primer lugar, disponer todo para el casamiento, incluso el vestido de la novia y sus arras, para mañana mismo; el sacerdote, las dispensas, todo, todo; preparando el oratorio al cura para la ceremonia, de manera que cuando yo os llame, ya no sea cosa sino de recibir la bendición.

-Eso Don Alonso; ¿y yo?

-Pues tú, mira: ¿a qué hora llega mañana Don Leonel aquí?

-Supongo que a las once.

-Escúchame bien: ante todo dispones que entre a esta misma estancia; luego harás que ningún criado esté por las habitaciones interiores; ¿comprendes?

-Sí.

-El objeto es el que yo pueda traer, sin que la vea nadie, a esa joven, hasta ponerla tras esa cortina, para que vea y diga por sí misma lo que no quisiera.

-Entiendo, entiendo.

-Tú sabrás lo que le haces decir al primo; procura solo no olvidar que yo y ella os estamos mirando.

-No temáis -dijo sonriéndose Catalina.

-Este será el golpe de gracia.

-¿Pero si ella pretende entrar, o da un grito o algo?

-No entrará, que yo cuidaré de sujetarla si gritare, la retiraré a tiempo, y tú dirás a Don Leonel que es la esclava   —499→   loca a quien pretendían hacer pasar por mujer de Don Pedro de Mejía.

-Muy bien pensado.

-¡Cuando yo decía -exclamó Don Alonso- que la señora es una alhaja!

-Ahora me voy con mi prisionera, y no saldré de allí hasta que todo esté dispuesto; cuando Don Leonel llegue envíame a avisar con el mismo Don Alonso; que me dé cuatro golpes en la puerta, y será la señal de que todo está dispuesto y de que puedo traer a mi paloma.

-Sí, señora.

-Buena noche y no olvidar nada.

-No, señora.

-¿Creéis -dijo Catalina a Don Alonso cuando se retiró la vieja- que a pesar de que no tengo con vos relaciones de amor, sólo y quizá porque las tuve, siento una especie de celos al ver que se acerca vuestro matrimonio con una mujer hermosa?

-Os lo creo -contestó Don Alonso- porque cuando os unisteis a Don Pedro, a pesar de que fuí yo quien preparó e inventó aquel matrimonio, sentí unos celos horribles, y es que nunca nos parece más bella, y más seductora una mujer que cuando va a pertenecer a otro.

-Lo que es yo, me siento muy mal con este casamiento.

-No se hará, si así os place.

-¡Qué locura! después de tanto trabajar, no casaros; pero tenga yo la seguridad de que sois siempre el mismo para mí.

-¿Podéis dudarlo? -dijo Don Alonso, estrechando en sus brazos a Catalina, y atrayéndola hasta darla un beso.

-No lo dudo; pero vos que habéis sentido esto, supondréis lo que siento, y a fe que me avergüenzo; esto casi me parece ridículo.

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-Catalina, no sólo he sentido esos celos, sino que los siento aún: ¿creéis que no siento hervir mi sangre cuando veo llegar a Don Leonel y tengo que dejaros a solas con él?

-Ahora me toca deciros: le despediremos si gustáis.

-Y yo os responderé: ¡qué locura! tengo yo la seguridad de que sois para mí siempre la misma.

-Parecemos unos niños.

-Cierto; pero es fuerza dejar algo al corazón; que caigan esos dos pichones, y ya después veremos lo que con ellos se hace.

-Mañana es el día decisivo.

-Mañana, hermosa mía; y si me dais permiso, me retiro, que tengo mucho que trabajar para arreglar esta boda, o quizá estas dos bodas.

-Como gustéis.

-¿A qué hora esperáis a Don Leonel?

-A las diez, y ya sabéis que mi madre os necesita.

-No faltaré, y lo que es más, a esa hora estará arreglado ya todo lo de la parroquia, y el cura, etc., etc.

-Es preciso.

-Adiós, alma mía, y espero que seréis conmigo siempre como siempre.

-Como vos conmigo.

Sonó un beso, y los dos antiguos amantes se separaron; no más que Don Alonso bajó la escalera riéndose y Catalina se entró riéndose a su aposento.

Ambos se reían de sí mismos.

Al lado de Esperanza durmió aquella noche Doña Catalina, la vieja.

Doña Esperanza despertó temprano, como todo el que tiene grandes pesares: parece que el sueño se retira más pronto cuando menos deseos se tienen de volver a la realidad.

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Doña Catalina hizo servir el almuerzo a la joven en el mismo aposento.

Serían las once de la mañana, cuando se escucharon en la puerta los cuatro golpes que la vieja esperaba.

-¿Qué es eso? -preguntó la joven.

-Señora -contestó la vieja- aunque tenéis dada vuestra palabra de casaros con Don Alonso, os he prometido yo que veríais a Don Leonel a los pies de la mujer a quien ama ahora; así, ni el más ligero escrúpulo podrá quedaros.

Doña Esperanza se puso densamente pálida y vaciló en contestar.

-Venid, venid; armaos de valor, contened un momento la fuerza de vuestro espíritu, quizá de este momento depende vuestro porvenir: vale más el desengaño más cruel que la duda.

La joven meditaba en silencio lo que debía hacer; temía encontrar la realidad, pero temblaba ante la idea de proceder con ligereza.

-¿A qué os decidís? -preguntó la vieja.

-Vamos -exclamó Doña Esperanza haciendo un esfuerzo.

-Bien, seguidme; pero os suplico que no hagáis el menor ruido, que no habléis, que ni una exclamación salga de vuestra boca, sea lo que fuere lo que vais a ver y a escuchar, porque sería yo perdida, y vos haríais un papel ridículo delante de Don Leonel y de su amada.

-Callaré, tened confianza.

La vieja abrió la puerta, y salió seguida de Doña Esperanza, que apenas podía caminar, presa de la más terrible emoción.

Atravesaron así algunas habitaciones enteramente solas, sin ver a nadie y sin que nadie las viera; al entrar a una   —502→   estancia que estaba casi oscura, la vieja se volvió a Esperanza y le dijo:

-Ya estamos en la pieza contigua a la que ocupan los amantes; por Dios, silencio, y dadme vuestra mano, porque aquí está oscuro.

Doña Esperanza tendió la mano y entró a la estancia.

-Allí se percibían ya las voces de Don Leonel y de Catalina que hablaban en voz alta. Esperanza sintió que las fuerzas le faltaban y tuvo que detenerse, apoyándose en el hombro de la vieja.

-Ánimo, señora -le dijo esta- ánimo.

-Le tendré -contestó Esperanza.

Y poco a poco, conteniendo aún el aliento, llegaron hasta la gran cortina de seda que cerraba una de las puertas.

Allí se percibía distintamente la conversación.

-Aquí podéis oír y ver -dijo tan bajo Doña Catalina a la joven, que ella casi lo adivinó-: acercaos -agregó atrayéndola.

Y Doña Esperanza vacilante, llegó hasta aquella cortina, que la separaba del desengaño.

Temblando levantó la joven uno de los pliegues de la cortina, y estuvo a punto de lanzar un grito de dolor y de sorpresa.

Doña Catalina, radiante de belleza y de placer, soberbiamente ataviada, escuchaba sentada en un gran sitial de ébano tapizado de seda, las dulces y tiernas palabras que le dirigía Don Leonel, sentado a sus pies en un taburete.

Leonel tenía entre sus manos una de las de Doña Catalina, y la estrechaba contra su pecho, o la cubría de besos.

Doña Esperanza, haciendo un esfuerzo supremo, se reprimió y procuró escuchar con tranquilidad.

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-Don Leonel -decía Catalina- por más que lisonjee mi orgullo y por más que quisiera con toda mi alma, no puedo creer en vuestra pasión, en una pasión nacida casi casi de repente.

-Señora, no me desesperéis -contestó el joven- os amo, y jamás he mentido: ¿de repente decís que ha nacido esta pasión? ¿Y esto qué tiene de imposible? ¿no nace de repente el rayo en las nubes, y es por eso menos ardiente y menos terrible que si hubiera tardado un siglo en formarse? Catalina; decid que no me amáis, que no queréis amarme, pero no que yo no os amo, o que vos no lo creéis.

Doña Esperanza, tras de la cortina, se mecía agitada por la violencia de sus emociones, como una encina por un huracán; la vieja la contenía de una mano.

Doña Catalina, que adivinaba ya lo que estaba sucediendo, vio moverse la cortina y comprendió que era el momento de dar el golpe de gracia.

-Oídme, Leonel -dijo con dulzura-; ¡cuán feliz sería yo creyendo en vuestro amor! pero es imposible. Si vos no hubieseis amado nunca, si vos al menos no hubierais tenido sino impresiones pasajeras en el mundo, quizá me haría yo la ilusión de que os había causado una pasión violenta y terrible; pero vos habéis amado mucho, habéis amado desde vuestra niñez a Doña Esperanza, vuestra prima, y no es posible que esa imagen se haya borrado de vuestro corazón.

Doña Esperanza estrechó terriblemente la mano de la vieja, y escuchó.

-Doña Catalina -contestó Leonel- amé a mi prima cuando era joven, cuando no sabía lo que era una verdadera pasión; la amé como ella me amó a mí, porque habíamos llegado a esa edad en que el corazón necesita del amor, y   —504→   ama lo que tiene delante, porque vivíamos casi juntos; pero aquel fue verdaderamente un sueño, un sueño del que despertando, me encuentro con la realidad, más hermosa que ese sueño, que ese sueño que no fue sino un presagio de lo que me esperaba sobre la tierra.

-¿Y es verdad?

-Os lo juro.

-¿Y no debo inquietarme por el recuerdo de Esperanza?

-Como yo por el de Don Pedro de Mejía.

Doña Catalina pasó su mano por la cabeza de Don Leonel, y éste la atrajo suavemente; el ruido del beso de los amantes impidió a Don Leonel oír un gemido que salió de detrás de la cortina.



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ArribaAbajo- XXX -

En el que termina el que trata del casamiento de Doña Esperanza


Doña Esperanza no pudo resistir más y cayó desmayada en los brazos de la vieja, que la retiró violentamente del lugar en que estaban.

Cuando volvió en sí, se encontró en otra estancia y sentada en un gran sitial, con una ventana abierta enfrente, y la vieja Doña Catalina haciéndole aire con un gran abanico chino.

-¡Ay, Dios mío! -exclamó la joven sin comprender aún lo que sucedía.

-¿Qué tal, hija mía? -dijo la vieja- ¿pasó ya el mal? ¿os sentís mejor?

-¿En dónde estoy? ¿qué me ha sucedido? ¿era un sueño?

-No, señora; afortunadamente, no era sueño, y digo afortunadamente, porque ya vos comprenderéis el peligro de que os habéis salvado. Ese Don Leonel...

  —506→  

-No me habléis de él, señora; ese hombre no merece que yo le haya elevado hasta mi corazón.

-En efecto; su comportamiento ha sido muy malo, que no hay necesidad para enamorar a una dama, de decirle que otra...

-Sí, tenéis razón, podía haber amado a esa señora sin hablar nada de mí; bastaría con decir que ya no me amaba...

-De modo que estáis convencida.

-Lo estoy, lo estoy más de lo que quisiera.

-En ese caso, no tendréis ya dificultad en dar vuestra mano a Don Alonso de Rivera, como me lo habíais ofrecido.

-Pero, señora, si no le conozco bien siquiera.

-Recordad vuestra promesa; aún estáis en su poder, y todavía en buen camino para ser la querida de Guzmán; tanto más fácilmente, cuanto que ni la esperanza más remota tenéis del amparo que pudiera prestaros Don Leonel, vuestro antiguo amante...

-Señora, os he suplicado que no me habléis de ese hombre; estoy dispuesta a casarme, pero que sea ahora mismo, en este momento, y antes de que otra cosa suceda, porque yo no sé si podré mantenerme en esta resolución pasados estos momentos, para mí supremos.

-Se hará así como decís, ahora mismo; venid, venid.

Y la vieja, casi arrastrando, llevó a Doña Esperanza hasta su habitación.

Llamó entonces a los criados, y dijo a uno de ellos:

-Avisad al señor Don Alonso que la novia está dispuesta; que si por su parte no hay inconveniente.

Y Doña Esperanza, sin voluntad, sin resistencia, como   —507→   presa de un sueño, fue sentada en un sitial, y rodeada de camaristas que la peinaban y la ataviaban, sin que ella dijera ni una sola palabra.

La vieja dirigía aquella operación, y sin saber de donde, Esperanza vio salir un traje de novia y un velo, y la corona de azucenas; y todo se lo puso, y se encontró con el vestido de la desposada y llena de alhajas.

-Señora, -dijo una camarista entrando- el señor Don Alonso y los padrinos esperan a la novia en el oratorio.

-Vamos -contestó la vieja, echando sobre sus hombros un mantón y tomando de la mano a Doña Esperanza.

La joven la seguía como un autómata; tantas y tan terribles sensaciones habían como paralizado su razón; la habían vuelto indiferente a todo.

Llegaron al oratorio; el sacerdote revestido ya les esperaba, y Don Alonso acompañado de dos caballeros, salió a recibir a Esperanza y le ofreció su mano para llevarla al altar.

Don Alonso se puso al lado de la joven, y un caballero y la vieja Doña Catalina sirvieron de padrinos del matrimonio.

Esperanza pronunció el «sí» de su consentimiento, casi con terror.

Terminó la ceremonia, y como era aún hora a propósito y Don Alonso quería no dejar pendiente requisito alguno, determinó que siguiera la de la velación, y se arrodilló ante el altar al lado de la nueva esposa...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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La visita de Don Leonel se había prolongado; las horas vuelan para los enamorados, y siempre creen que se separan demasiado pronto.

-Don Leonel -decía Catalina- ¿seríais capaz de casaros conmigo?

-Por supuesto, ángel mío; sería para mí la mayor felicidad vivir siempre a vuestro lado, adorándoos, llamándoos mía, mía para siempre.

-¡Debe ser tan bello casarse con una persona amada, debe ser tan grato ser del que se adora!

-Pero vos habéis sido casada.

-Pero no por amor. En este momento creo que hay en esta casa un matrimonio.

-¿De quién?

-Se enlaza Don Alonso de Rivera.

-¿Y con quién?

-Es un misterio para mí, porque me prometió revelármelo hasta el momento mismo de la ceremonia.

-¿Y no habéis ido siquiera por curiosidad?

-¡Ingrato! ¿podíais creer que perdiera un solo momento de vuestra compañía por algo en el mundo?

-Gracias, gracias; me hacéis muy feliz.

-Esa es una historia muy curiosa: figuraos que la dama huyó de su casa con Don Alonso, y que él la ha tenido aquí hasta que arregló la boda.

-¿Y no conocéis ni de cara a la dama?

-No.

-Es curioso.

-Deben estar en este momento en el oratorio; ¿queréis ir a ver?

-No; tal vez se incomodaría Don Alonso porque descubríais su secreto.

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-Ya no es secreto; ¿no os digo que él no quería que se supiera nada hasta la hora de la ceremonia, seguramente porque temía que la joven tuviera parientes o novio?

-Pues bonito papel hará el novio.

-Divertido: ¿conque vamos?

-Curiosita.

-Por vos lo hago.

-Pues vamos; dejadme tomar mi sombrero.

Doña Catalina guiaba y Leonel la seguía, aprovechándose de que no encontraban a nadie, para llevarla de la mano.

Entraron al oratorio; la misa estaba ya terminando, y no podían ver a los novios sino por detrás.

Acabó la ceremonia, y todos se agruparon en derredor de los recién casados.

-Vamos a verlos -dijo Catalina.

-No, mejor esperaremos en la puerta que salgan -contestó Leonel.

Y salieron al corredor a esperar a los novios.

Poco después, a pesar de que Don Leonel estaba como encantado mirando a Catalina, oyó el ruido de la comitiva que se aproximaba. Volvió el rostro; los nuevos casados venían por delante, y Leonel reconoció a Esperanza en el momento en que ella los reconocía a él y a Doña Catalina.

Leonel lanzó un grito y se precipitó a su encuentro.

-¡Esperanza! ¿qué es esto? ¿qué es esto? ¿sueño?

-Caballero -contestó Doña Esperanza con una frialdad y una altivez que helaron la sangre de Don Leonel en sus venas- apartaos, que no os conozco, ni sé con qué derecho me detenéis.

-¡Esperanza! ¡Esperanza! -gritó como loco Leonel.

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-Paso, caballero -dijo Don Alonso apartándolo.

Don Leonel se sintió indignado, pero no pudo ni lanzar ya una exclamación, ni moverse siquiera.

Doña Esperanza, altiva y desdeñosa, se unió al brazo de Don Alonso, y se retiró sin mirar siquiera a su primo.

Cuando Don Leonel alzó el rostro, no estaba junto a él mas que Doña Catalina, que lo miraba amorosamente.



  —511→  

ArribaAbajo- XXXI -

De cómo la vieja Doña Catalina oyó terribles verdades


Doña Esperanza, con el alma destrozada, llegó lasta la cámara nupcial, seguida de Doña Catalina, la anciana, que había servido para formar todo aquel enredo, y de otras varias personas.

Don Alonso quería representar el papel de marido joven y apasionado, a pesar de la frialdad y esquivez de Doña Esperanza.

-Señora y esposa mía -le dijo- permitidme tomar asiento a vuestro lado, en este para mí el día más feliz de mi vida.

-Libre y dueño sois de hacerlo -contestó con indiferencia Esperanza- tanto más, cuanto que aquí delante de estos testigos quisiera deciros algo que me interesa.

-Hablad, señora; ¿qué cosa no haré por complaceros?

-De poca cosa se trata, señor...

-Decidme esposo, Alonso si queréis; pero apartad de nosotros esas ceremoniosas palabras de señor, etc...

-Pues bien, Don Alonso.

  —512→  

-¿Otra vez, esposa mía? Suprimid el Don.

-Perdonad; eso lo hará el trato y la costumbre.

-Bien, esperaré, y ojalá sea pronto: ¿conque decíais...?

-Decía yo que supongo que tendréis para mí y para vos otra casa que no sea esta.

-¿Otra casa, Esperanza? ¿pero cuál casa? ¿acaso no es vuestra esta? ¿no sois su dueña y señora como única, y universal heredera de vuestro padre D. Pedro de Mejía?

-Aún no he entrado en posesión de esa herencia.

-No le hace; vos sois dueña y señora de todo, y nadie se opone a ello.

-No importa; quisiera yo vivir en la casa de mi marido, en la que debe ser mi casa.

-Esperanza, mi casa, es decir, esa que ya es vuestra, no es digna de recibiros...

-La habitación del esposo es siempre digna de recibir a su esposa, cualquiera que sea la categoría de ambos, cualquiera que sea la distancia que los dividía antes del matrimonio...

-Pero...

-Creed que no admitiré disculpas; enviad a preparar allá nuestras habitaciones, porque estoy decidida a no permanecer en esta casa ni dos horas más.

-Pero, señora...

-No quiero, no me conviene permanecer aquí por más tiempo, ¿lo oís? y sería sensible para mí verme contrariada en los primeros momentos de mi vida y en una cosa tan justa como la que deseo.

Doña Esperanza había tomado un aire de resolución tal y hablaba con tanta firmeza, que Don Alonso no se atrevió a contradecirla, y contestó con resignación:

-Seréis servida.

  —513→  

Don Leonel había sido conducido por Catalina a uno de los salones de la casa, y a pesar de que Doña Esperanza estaba en la misma casa, como ésta era tan grande, unos en una ala del edificio y otros en otra, permanecían como independientes.

Don Leonel estaba sombrío, y no hablaba ni una palabra; Catalina lo contemplaba también en el silencio.

Por fin ella se atrevió a hablar.

-Permitidme -le dijo- que os advierta, Don Leonel, que eso que conmigo hacéis es muy poco galante, no sólo para la mujer a quien hace poco jurabais amor eterno, sino hasta para una dama con la cual no os uniesen relaciones sino de simple conocimiento.

-Perdonadme, señora, tenéis razón; conozco que he andado torpe y que tenéis razón de sentirlo; pero hay acontecimientos que afectan de una manera muy profunda.

-Creía yo que ya no amabais a vuestra prima.

-Señora, perdonadme esta ruda franqueza; yo creía también lo mismo, porque estaba seguro de mi amor...

-¿Y os habéis equivocado?

-Ciertamente.

-¿Es decir que la amáis aún?

-La amo y estoy desesperado.

-¡Caballero! -exclamó Doña Catalina, levantándose furiosa- ¿estáis loco para hacerme a mí una confesión semejante?

-No sé si estoy loco, señora; pero no sé tampoco lo que me pasa.

-Es la verdad, señora, es la verdad, y no me es posible fingir; en este momento siento que mi cerebro estalla...

-¿Y el amor que me jurasteis?

  —514→  

-Señora, os amaba, sentía por vos pasión; pero amo a Esperanza, la amo, señora.

-¿Entonces era un capricho lo que sentíais por mí?

-No sé cómo explicaros esto.

-Caballero, hacedme la gracia de salir de mi casa -dijo Doña Catalina mostrándole la puerta con ademán terrible.

-¡Señora! -contestó Leonel levantándose pálido como un cadáver.

-Sí, salid de mi casa; jamás hombre alguno se ha permitido semejante cosa: salid, salid, y tened entendido que yo sabré vengarme de vos y de esa mujer.

-¿De ella? ¿Y por qué?

-Porque ella es la causa de esta herida que hacéis a mí orgullo; porque, ahora os lo confieso, había llegado a amaros, a amaros de veras, como no había amado nunca a nadie; porque había yo consentido ya en ser algún día vuestra esposa, sí, y por esa mujer que os ha olvidado, me injuriáis: idos, Don Leonel; os aborrezco, os desprecio: idos, y cuidad de vos, porque me vengaré, os lo juro, me vengaré.

Y Catalina, agitada, y con el rostro encendido por la ira, salió de la estancia, cerrando tras sí violentamente la puerta, y dejando a Don Leonel espantado de aquella fogosidad de pasiones que no conocía.

El joven tomó su sombrero, y como un loco salió a la calle, sin saber adónde dirigirse.

Catalina entró a su aposento trémula y palpitante, se arrojó en un sitial y rompió en llanto.

¿Eran las lágrimas del dolor, o las de la desesperación? Ella misma quiso saberlo; pero pensó en que no volvía a ver a Don Leonel, y el llanto fue más abundante. Entonces comprendió su desgracia; estaba verdaderamente apasionada de Don Leonel.

  —515→  

Poco después llamaron a la puerta; Catalina limpió sus ojos violentamente y procuró tomar un aire sereno y tranquilo.

-Que pasen -gritó.

La puerta giró sobre sus goznes, y la vieja Doña Catalina entró al aposento.

-Hija mía -le dijo- todo está terminado: Don Alonso de Rivera es como lo viste ya, el esposo de Doña Esperanza ante Dios y los hombres, y gracias a mí, vosotros sois ya legítimos dueños de las riquezas de Don Pedro de Mejía.

-Me alegro -contestó secamente Catalina.

-¡Válgame Dios! -dijo la vieja- ¡qué frialdad para recibir una noticia tan grande! Pues no creas que no ha costado mucho trabajo conseguirlo; la tal jovencita tiene un carácter de hierro, y estaba apasionada del Don Leonel con todas las fuerzas de su alma...

Catalina necesitó hacer un esfuerzo muy grande para no volver a llorar.

-A no haber sido -continuó la vieja- por el ardid de que me valí, es casi seguro que haciéndola cuartos, todavía no se hubiera conseguido nada; pero los celos, ¡los celos! ¡Oh! por los celos son los hombres y las mujeres capaces de hacer cualquiera locura.

-Es verdad -murmuró Doña Catalina, porque aquellas palabras de su madre contestaban a sus mismos pensamientos.

-Lo dices eso con un tono, que parece que tú también estás celosa: sea por Dios, aquí todos están locos; quizá se te meta a ti el demonio de tener celos de Doña Esperanza.

-¿Por qué? ¿por qué? -preguntó furiosa Doña Catalina,   —516→   como si su madre hubiera penetrado en su corazón y adivinado lo que en él pasaba.

-Vaya, que estás hoy furiosa; pero ya voy creyendo que te has encelado por esa muchacha.

-¡Madre, por Dios!

-Lo dicho; a ti te pasó lo que sucede siempre: decías que ya no amabas a Don Alonso, y al ver que le perdías, se te ha encendido la pasión, y das a conocer que lo quieres; así sucede, es la verdad.

Como aquello era lo que había pasado a Don Leonel con Esperanza, y Catalina lo sabía, las palabras de la vieja le hacían un efecto terrible; parecía que eran estudiadas a propósito para herirla por todos lados, para recordar todo lo que había pasado con Don Leonel, para convencerla de que aquel hombre no podía amar a otra mujer mas que a Esperanza.

-Así es el corazón -continuó la vieja- se apasiona cuando no debiera, deja pasar la dicha a su lado sin advertirlo, o la desprecia; ama lo imposible, nunca encuentra amor correspondido; es el trabajador constante de su desgracia, y... ¿pero qué es esto? ¿te pones mala?

En efecto, Doña Catalina se había dejado caer desvanecida sobre una mesa que estaba a su lado.

-Cuidado, muchacha -decía la vieja procurando hacerla volver en sí-; vamos, ¿qué, te has vuelto sensible cuando menos lo temía yo? ¿Ha pasado?

-Sí -contestó Catalina- fue un ligero desvanecimiento.

-¿Pero qué es esto? ¿qué tienes? ¿ahora lloras? Catalina, ¿qué te sucede? todo esto es muy extraño en ti: dime, no me ocultes nada.

-Señora, soy muy desgraciada.

  —517→  

-¿Desgraciada tú, ahora que eres rica? ¿cuando eres joven y bella?

-Sí, soy desgraciada.

-¿Pero por qué?

-¿Creéis, señora, que ese Don Leonel me ha despreciado, y lo que es más, me ha confesado que ama aún a Doña Esperanza?

-¿Y eso te apura? Vaya que eres tonta: tú, tan joven y tan hermosa, puedes tener aún cien amantes mejores que ese mozuelo, y ahora rica, aun cuando estuvieses como yo, te sobrarían amantes: si yo no hiciera ya tan poco caso de todo eso, con lo que yo poseo, que no es ni la décima parte de lo que tú tienes, me alcanzaría para proporcionarme diez amantes, apuestos, jóvenes y buenos mozos.

-Pero, madre...

-¿Ya tenías capricho por él? lo comprendo; yo también en mis mocedades tenía capricho por algún mozo de los de mis tiempos, y sin darme razón yo misma del por qué; pero estos caprichos me preocupaban y como yo era tan guapa como tú, no paraba hasta que me salía yo con la mía: así es que no te desesperes; ese joven volverá y caerá a tus pies; con tu cara y tu garbo no se resiste tan fácilmente un hombre: esa historia del casto José, solo porque está en la Biblia la creo; la verdad es que la mujer debe haber sido o muy fea o muy tonta; pero ahora ya no hay de esos Josés, y los hombres dicen que nosotros somos débiles; pero ellos... ya, ya verás.

-No, madre, no es un capricho, os lo confieso; yo estoy enamorada de Don Leonel, celosa, sí, horriblemente celosa de Doña Esperanza.

La vieja soltó una carcajada de burla, que hizo estremecer   —518→   a Catalina, que como todas las mujeres, había tenido su época de ser espiritual.

-¡Cosa más divertida! -decía sin poder contener su risa la vieja-; ¿tú enamorada? ¿tú, mi hija, criada en mi seno y educada con mis ideas? Vamos, Catalina; si no estás loca, no sé cómo tienes valor de decirme semejante cosa, a mí que sabes que no creo en esas pasiones de leyenda, y que te conozco a ti como que eres mi hija, y que te he criado y educado, y que te he visto cambiar de amantes como de trajes.

-Es verdad eso por desgracia, pero también lo es que yo amo a ese hombre.

-Pero aun suponiendo que eso sea así, ¿qué te impide que tú tengas amores con él? Ni tú ni él sois casados; ya te habrás vuelto escrupulosa, sin recordar que tu padre mismo era un hombre casado, y no conmigo.

Por acostumbrada que estuviera Catalina al lenguaje cínico y soez de su madre, sin embargo, en aquellos momentos le hizo una impresión dolorosa; la mujer vulgar estaba enamorada, y el amor la enaltecía; la Mesalina se tornaba en Magdalena.

-¡Por Dios, madre! -exclamó- no me habléis así, os lo ruego por Dios, no me habléis así.

-¿Pero qué es esto? no te conozco; pero si amas a ese hombre, no sé para qué demonio puedas quererlo.

-¡Madre!

-A no ser que te figures que pueda casarse contigo.

-¿Por qué no? si le amo, si él puede volver a amarme.

-¡Válgate Dios! ¿estás loca? ¿piensas que hay dos Pedros de Mejía? Vamos, Catalina, vuelve en ti, y confórmate con el papel que te ha tocado en el mundo, sin andar pensando en locuras.

  —519→  

-Pero sí, yo sería muy feliz con ser su mujer -contestó Catalina con esa terquedad propia de los enamorados.

-Eso es imposible.

-¡Imposible! ¿por qué?

-¿Crees, tonta, que ese hombre no sabrá lo que eres y lo que has sido, que si lo sabe antes no te tomará nunca por su mujer, y si lo sabe después del matrimonio, no te arrojarán de su casa sus lacayos? ¿crees que no conozca a algunos de los muchos que te han llamado suya en México, que han gozado de tus encantos? ¡Oh! desengáñate y no quieras volar mas que hasta donde puedas.

-Pero si él conociendo mi vida...

-¡Locura! ¿se uniría contigo nunca cuando supiera que desde los quince años de tu vida estás entregada al viejo, y que desde esa edad comercias con tu hermosura?

-Decid más bien -exclamó Catalina furiosa- que vos sois la que habéis comerciado conmigo, la que entregasteis mi virtud y mi inocencia, la que procuró corromper mi corazón y mancillar mi espíritu como mancillasteis mi cuerpo: sí, vos, señora, que no habéis sido para mí una madre, porque no habéis visto en mí una hija, sino una mercancía para enriqueceros.

-Y tú también has enriquecido.

-Sí, yo también he adquirido a costa de mi honor esas malditas riquezas, cuyo peso no conocía hasta este momento, porque me siento regenerada, señora, porque abro mis ojos a la voz de la verdad, porque comprendo que soy rica, pero que valgo menos que la esclava más infeliz; porque con mil tesoros más de lo que poseo, no conseguiría volver a la inocencia ni a la virtud; porque pobre, miserable y cubierta de harapos, quizá conservaría la ilusión de ser la esposa de un caballero; no tendría que ocultarle mi nombre ni mi   —520→   historia, no bajaría mi frente con vergüenza delante de esa Esperanza a quien hemos hecho desgraciada, y que, lo confieso a mi pesar, es más digna del amor de Don Leonel que yo; yo, que podré comprar amantes como vos decís, pero nunca inspirar una pasión ardiente y pura, una pasión noble: para mí los torpes placeres del amor, pero nunca el dulce goce del alma, del corazón, del sentimiento: estoy condenada eternamente al pecado y a la desesperación.

-Catalina, tú deliras -le dijo la vieja, asombrada del giro que tomaban las ideas de su hija.

-Sí, deliro, deliro porque comprendo lo que encierra de terrible mi situación; porque comprendo lo que soy, lo que valgo en el mundo: sí, señora, esto es lo que me hace delirar: ¿quién soy yo, madre? ¿quién soy? una mujer perdida, deshonrada, que cubre con el oro su vergüenza, que tiene que ocultar para unos su verdadero nombre, que tiene que ser Estela para Don Pedro de Mejía, que engañado le dio su mano, y que no puede dejar de ser Catalina para los demás: Catalina, la desgraciada, la dama de picos pardos, la mujer que ha vendido su amor, que ha comerciado con su belleza, que no puede ni aun alentar la esperanza de ser digna nunca del amor del hombre a quien ama por vez primera...

La madre escuchaba, sin atreverse a contestar aquel torrente de palabras; Catalina estaba como fuera de sí.

-¡Oh! y lo que es vos, señora, me enseñáis el abismo profundo, inmenso, espantoso, en el que estoy sumida, en el que vos me hundisteis, sin mostrarme la luz siquiera de una esperanza: decidme, vos que recordáis mi vergüenza y mi rubor con el primero de mis amantes, vos que desvanecisteis mis temores, vos que le ayudasteis a burlar mi candor, haciendo brillar a mis ojos sus joyas y el oro, que   —521→   me abandonabais a solas con él para que insensiblemente bebiera el veneno dulce de su seducción, ¿qué hago hoy? ¿que hago para ser digna del hombre que amo? decidme, señora, vos que sois mi madre.

-El arrepentimiento -dijo como instintivamente la vieja.

-¿El arrepentimiento? ¡Oh! sí, lo sé, lo sé; el arrepentimiento me abrirá las puertas del cielo si persevero en él, si hay un Cristo que me sostenga en mi propósito; pero eso es la muerte, esa es mi despedida de la tierra, ese es el principio de la penitencia y de la austeridad; pero yo no quiero todavía el cielo, señora, porque amo a un hombre, ¿lo entendéis? porque daría todo mi ser daría mi alma porque ese hombre fuera mío, porque sin su amor no comprendo ni la vida, ni el cielo, ni la salvación, porque me habéis perdido para el mundo y para la eternidad: yo amo a Don Leonel, y por él, por él no más, no por el cielo, siento el haber pecado, porque sin sentirlo he llegado a adorarle; es mi Dios, es mi todo; él mueve mi corazón para aborrecer el cieno en que he vivido; sin conocerle, sin amarle, nunca hubiera pensado en esta contrición que siento por él, y si fuera capaz de perdonarme siquiera mis extravíos, si comprendiera lo que siento haberle ofendido antes de conocerlo, ¡oh! sería yo muy feliz, aunque muriera en el acto. Dios mío, ¿por qué no conocí a este hombre cuando era pura? ¿por qué le he conocido ahora que no soy más que una ramera, una infame?

Y Catalina, sofocada por aquel supremo esfuerzo de pasión y de entusiasmo, cayó de rodillas en el suelo y se recostó en el asiento de un sitial, sollozando.

La madre espantada, la contemplaba en silencio; era la primera vez que el relámpago del remordimiento alumbraba aquel corazón endurecido por el vicio.



  —522→  

ArribaAbajo- XXXII -

En el que se prueba que una hija puede hacer la conversión de su madre


Catalina seguía llorando y sollozando, y como una estatua la vieja la miraba, haciendo entre sí terribles comentarios de aquella escena.

Después de un largo rato, la joven volvió el rostro algo más sereno, y dijo con tristeza:

-¿Aún estáis ahí, madre mía?

-¿Podía yo acaso haberte abandonado así? ¿no eres mi hija?

-¡Ah, sí! -exclamó Catalina levantándose- sois mi madre, porque sólo una madre podía haber escuchado con paciencia cuanto os he dicho: deben haber sido cosas horribles...

-Horribles, es la verdad; pero he sentido no sé qué en mi alma, he conocido que hay una realidad que yo me empeñaba antes en no ver; sí, he oído de tu boca cosas horribles, pero yo las merezco...

  —523→  

-Perdonadme, señora, perdonadme, porque estaba loca, loca; soy muy desgraciada, mucho, muy desgraciada...

Y la joven volvió a llorar amargamente.

-Hija mía, pobre hija mía, conozco todo el peso de tu infortunio; ven, consuélate, consuélate y perdóname, porque yo soy la causa de todo, alma mía. -Y Doña Catalina se sentó en un sitial y atrajo sobre su regazo a su hija y la sentó allí como si fuera una niña-. Yo soy la causa de todo, hija mía; ¿pero qué quieres? yo no tenía educación, ni religión, ni nada, ni sé a quién debí el ser, ni conocí a mis padres; me crió un soldado, y en mi juventud los hombres usaron de mí como un instrumento de placer, y nada más; y uno tras otro me abandonaban, y nunca creí en amor ni en pasiones, porque éstas eran para mí palabras sin sentido; no conocía ninguno de los goces del corazón, y pasó mi belleza, y me encontré pobre y despreciada: entonces crecías tú, bella y sola también, y yo en mi vida quise encontrar lecciones para la tuya, y creí, y eso te enseñaba, que era todo en la vida conservar con el placer la utilidad y ganar con las gracias y la belleza de la juventud oro para tener una vejez tranquila y no vivir en los últimos años con el amargo pan de la caridad, y pedir a un hospital un jergón y un Crucifijo para hacer el último trance.

-¡Pobre madre mía!

-Óyeme, óyeme hasta el fin: así te eduqué; creí que lo había conseguido todo cuando te vi rica, y en los momentos mismos de mi triunfo, tu voz me dice: «madre mía, me habéis perdido; ¿para qué quiero ser rica si no puedo ser feliz? ¿para qué sirve el oro cuando se tiene el alma de cieno? ¿para qué voy a tener las comodidades del lujo, si el infierno está en mi corazón?»

-Perdonadme, perdonadme.

  —524→  

-No, no tengo de qué perdonarte; tú eres quien debe darme el perdón: Dios me entregó un ángel, y yo le vuelvo una mujer perdida.

-¡Madre, madre!

-Sí, una mujer perdida, Catalina; pero yo haré por ti cuanto quieras: ¿qué quieres que haga yo por ti, por ese Don Leonel? Por ahora sí creo en el amor, y en la pasión, y en todo, en todo...

-¡Oh! así, así me gusta veros, abriéndome las puertas de la esperanza: ¿creéis que tendré remedio?

-Sí, mi vida; un arrepentimiento como el tuyo, que es capaz de borrar hasta la huella del vicio, que redime el alma delante de Dios, ¿cómo no ha de encontrar gracia delante de un hombre? Sí, creo que él se conmoverá cuando le veas, cuando le digas: «Don Leonel, por Dios no he hecho lo que hago por ti; si lo hiciera por Él, Él me miraría con amor: mírame tú siquiera con lástima».

-Sí, sí, eso le diré, eso le diré -exclamó Catalina, loca de contento- y me oirá, y su corazón, que es noble y grande, conocerá lo inmenso de esta pasión que me purifica y me engrandece, y me mirará siquiera, porque yo he nacido para amarle, para servirle, aunque sea como la más infeliz de las esclavas de su casa.

-¿Y esa joven, esa Esperanza...?

-Ese será nuestro eterno remordimiento... pero no... ella le amó, ella le ama quizá... que sufra, que sufra... ante esa idea, ante el pensamiento solo de que se aman, siento brotar sangre de mi corazón. Me siento con las entrañas de una hiena y sería yo capaz de todo, porque pasan delante de mis ojos relámpagos de sangre y de fuego: ved qué hacéis con ella; que no la vea yo nunca, que no oiga ni su nombre, porque me siento ahogar por los celos...

  —525→  

-Ella ha determinado salir de esta casa e ir a vivir a la de Don Alonso: nada tienes que temer; sus relaciones con Don Leonel están rotas para siempre; un muro de bronce que yo cuidaré de conservar, se ha levantado entre ellos, y uno para el otro han dejado ya de existir.

-Más vale así, para ella y para mí: ¿y creéis que no se verán, que no volverán a encontrarse?

-Lo creo, y estoy casi segura de que ella va a sepultarse en vida dentro del recinto de la casa de su marido; este matrimonio ha sido la señal del perpetuo retiro para ella.

-Dios lo haga: ¿y cuándo se va?

-Dentro de una hora cuando más, y eso venía yo a avisarte, que voy con ella a dejarla instalada dentro de su nueva casa, para volver de nuevo a ayudarte en tus planes de regeneración.

-Entonces id, madre mía, id, y activad cuanto antes esa marcha, porque yo no puedo vivir bajo el mismo techo que ella; o yo o ella debemos salir de aquí.

-Voy, y pronto, muy pronto estaré aquí.

La vieja salió, y Catalina se arrojó otra vez a llorar sobre un sitial.

Poco después la puerta volvió a abrirse, y Doña Catalina se presentó cubierta con un manto.

-Hija mía -dijo- en este momento me voy a dejar a su casa a Doña Esperanza.

-Gracias a Dios, madre mía -contestó la joven-; id, id, y volved pronto; pero por Dios, madre mía, a nadie refiráis lo que ha pasado con esa joven, ni los motivos del matrimonio...

-¡Imposible...!

-Si Don Leonel lo supiera, sería para mí la última ilusión que se desvanecía.

  —526→  

-No temas, Catalina; aun cuando me costara la vida, no diría yo nunca nada, te lo juro.

-Gracias, madre mía, me hacéis feliz.

-¡Ojalá que pueda hacerte siquiera menos desgraciada!

Y Doña Catalina salió, dejando a su hija entregada a las más profundas y tristes reflexiones.

Una carroza cerrada esperaba en el patio, y en ella entraron Doña Catalina, Don Alonso de Rivera y Doña Esperanza de Carbajal.

Los caballos partieron arrastrando el carruaje, y muy pronto llegaron a la casa de Don Alonso.

-¿Queréis que os aguarde la carroza? -preguntó Rivera a la vieja.

-No, que se retire; volverá a pie, y vos, si no os incomoda, me acompañaréis; algo tendremos que arreglar.

El carruaje dio la vuelta para la casa de Don Pedro, y Doña Catalina y los nuevos esposos subieron a la casa de Don Alonso.

Como éste había dicho, la casa de Rivera no estaba en estado de recibir a una novia tan joven, tan bella y tan rica.

La casa de Rivera no era ya aquel magnífico edificio de la calle de la Celada, en que Don Alonso vivía con su hermana Doña Beatriz en los tiempos de su opulencia; no había ni lacayos ni carruajes, ni muebles suntuosos. Don Alonso había llegado casi a la pobreza, y ostentaba lujo solo en su persona; su casa era una pequeña habitación en la calle de las Atarazanas, con bastantes aposentos, porque todas las casas en México, y sobre todo en aquellos tiempos, eran grandes; pero esos aposentos estaban tristes, sin muebles, sin adornos.

-Esposa mía -dijo Rivera a Esperanza- ¿veis con cuánta razón os decía yo que mi casa no era digna de vos?

  —527→  

Esperanza no contestó.

-Pero qué queréis, hombre solo, sin familia, viviendo siempre en la casa de Don Pedro de Mejía, casi nunca me ocupaba yo de lo que aquí pasaba, y era para mí muy duro el llegar aquí: excusad, pues, todo esto, que ya trataremos de componer, y entretanto culpaos a vos misma de haber querido venir a habitar aquí, en lugar de vivir en vuestro palacio.

-¿Adónde está mi aposento, mi cámara? -preguntó Doña Esperanza, sin contestar a lo que le decía Rivera.

-Nuestra cámara, querréis decir -contestó con sonrisa maliciosa Don Alonso.

-No, mi cámara -repitió con altivez Esperanza.

-Decís bien -dijo Rivera-; la cámara y la casa son de la señora y no del marido: venid.

Y seguido de Esperanza y de la vieja, se dirigió a la que se había dispuesto cámara nupcial, bien triste en verdad.

-Aquí la tenéis, señora -dijo con galantería, dejando pasar por delante a su esposa.

Esperanza contempló desde la puerta aquella estancia sin penetrar en ella, y luego volviéndose a Don Alonso, con aire de mando le dijo:

-Don Alonso, esta es mi estancia, mi cámara, ¿lo entendéis? mi cámara, pero nada más mía; desde este momento tomo posesión de ella y os prohíbo dar un solo paso dentro de ella.

-Pero, señora...

-Esta es mi voluntad, señor Don Alonso de Rivera.

-Pensad, señora, que sois mi esposa y que tengo derecho de penetrar aquí a cualquiera hora.

-Pienso que no entrareis nunca, que no me veréis mas que cuando yo salga de aquí y os lo permita, que no os acercaréis a mí jamás, y que no tocaréis ni la orla siquiera de mi vestido.

  —528→  

-¡Doña Esperanza! -exclamó la vieja.

-Es mi voluntad y se hará.

-¿Pero desde cuándo la mujer prohíbe a su marido acercarse y penetrar en su aposento? -dijo Rivera.

-Desde que los hombres se casan no con las mujeres, sino con sus riquezas: vuestra esposa es la herencia de mi padre; haced de ella lo que os agrade: en cuanto a mí, a quien no os habéis unido sino para tener un título a esa herencia, no os reconozco como esposo, porque bien sabéis que ni os amo ni os he amado nunca.

Don Alonso estaba asombrado, y Doña Catalina, impresionada por la reciente escena que había tenido con su hija, caminaba de sorpresa en sorpresa, no hablaba una palabra, y solo pensaba en su interior:

-Estas muchachas no son como las de mis tiempos; comienzo ya a creer que existe el amor.

-Señora -dijo en alta voz Don Alonso y como tratando de tomar la autoridad de marido-; señora, debo advertiros que esto es ya demasiado y que he tenido sobrada condescendencia.

-Habéis hecho bien -contestó Esperanza- y espero que así será en lo de adelante, porque es el único camino que os queda.

-Os engañáis, señora, porque sabré hacer respetar mis derechos.

-¿Vuestros derechos?; ¿y cuáles pensáis tener? ¿el título de esposo, de marido de una mujer que no os ama? Os engañáis, Don Alonso, antes de casaros conmigo, podíais haberme sacrificado impunemente mandándome asesinar; entregarme a la torpeza de un ladrón, venderme a él como su querida, deshonrarme; pero ahora todo es diferente; ahora tengo títulos para exigir vuestro respeto, para exigir y esperar   —529→   que cuidéis de mi nombre y de mi honra, que son los vuestros; ahora vos sois el que tiene que obedecer y que temblar, porque yo puedo denunciar vuestros crímenes, y la sociedad podrá preguntaros si intentáis hacerme desaparecer: «¿Adónde está Doña Esperanza de Carbajal?»

Don Alonso y la vieja se miraron: comenzaba ya a oscurecer.

-Don Alonso, os lo prevengo, no entraréis aquí jamás, ni me veréis ni me hablaréis sin mi permiso; y en cuanto a vos, señora -dijo dirigiéndose a la vieja- salid de aquí, y en lo de adelante os prohíbo presentaros en mi casa, bajo la pena de ser echada por mis lacayos. Don Alonso, haced que vengan unos criados para servirme, y buenas tardes.

Doña Esperanza se entró en su cámara, y cerró con un aire de soberano desprecio la puerta, que casi fue a chocar contra Don Alonso y Doña Catalina, que se habían quedado asombrados.