Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —530→  

ArribaAbajo- XXXIII -

De cómo toda Magdalena puede encontrar un redentor


La noche había comenzado a tender su manto por las calles de México, y entre aquella incierta claridad y entre aquella dudosa sombra, se vio salir, como recatándose de la casa de Don Pedro de Mejía, a una dama cubierta con un velo negro y envuelta en un gran mantón, negro también.

Por la gallardía de su talle y por el garbo con que caminaba, los lacayos conocieron a la viuda de su amo, a Doña Catalina, que pasó entre ellos sin dirigirles una palabra, sin ordenar que la siguiese alguno, como era más que costumbre en aquellos tiempos y en aquella hora.

Doña Catalina salió y atravesó resueltamente la plaza sin hacer el menor aprecio ni mostrar siquiera que oía las flores y las galanterías que le decían al paso los hombres de buen humor que encontraba por la calle, y que la tomaban por una dama de picos pardos que buscaba aventuras.

Profundamente preocupada Doña Catalina llegó hasta la   —531→   casa de Don Leonel de Salazar, subió las escaleras, y se mandó anunciar con un lacayo, no dando su nombre, sino solicitándole para una conferencia con una dama encubierta.

Don Leonel hablaba con su hermano el Padre Alfonso. Después de haber salido de la casa de Catalina despedido por ella y con el corazón despedazado por el matrimonio de Doña Esperanza, Leonel vagó por las calles de la ciudad sin encontrar consuelo, y casi instintivamente entró a su casa y buscó a su hermano.

Don Leonel estaba en una situación incomprensible aun para él mismo; sentía celos horribles por el casamiento de su prima; pero enmedio de su despecho sentía por ella un amor y una ternura infinitas, que luchaban, por decirlo así, como la luz y las tinieblas; con una especie de pasión volcánica que se encendía en su pecho al recuerdo de la belleza de Catalina, a la memoria de su gracia, de su voluptuosidad: el combate entre el ángel bueno y el ángel malo de que hablan las tradiciones cristianas se trababa en su alma; no sabía quién triunfaría por fin: amaba a Esperanza con toda la fuerza de su espíritu, y ese amor, por lo mismo que era imposible ya, se había vuelto en él más ardiente; pero adoraba a Catalina con todo el fuego de su corazón, con todo el vigor de su cuerpo: no hubiera sabido qué contestar si le hubieran preguntado a cuál prefería perder, pero tampoco hubiera sabido decir cuál de aquellas dos pasiones era más vehemente.

Don Leonel necesitaba contar a alguien lo que sentía, lo que pensaba; le era preciso desahogar sus penas en el corazón de un hermano o de un amigo, porque hay veces en que el placer o el dolor son de un peso superior al que puede sostener nuestro espíritu, y necesitamos buscar quien nos ayude a sentir.

  —532→  

Don Leonel refirió a su hermano cuanto pasaba en su alma, y cuantos acontecimientos habían tenido lugar en aquel día.

-Pero hermano mío -decía Don Alfonso- parece increíble que nuestra prima Doña Esperanza, la hija de Doña Juana de Carbajal, criada en tanto recogimiento, se haya atrevido a tanto, se haya olvidado de ese amor que me has dicho que te juró tantas veces, para huir de su casa con un hombre viejo y de tan mala reputación...

-Y no lo dudes, Alfonso, yo la he visto ante el altar, yo la he visto pasar a mi lado orgullosa y serena, del brazo de su esposo, y cuando me he acercado a hablarla, a reconvenirla, ciego de admiración y de celos, ella me ha apartado desdeñosamente, diciéndome «no os conozco». Esto es infame, ¿es verdad, Alfonso? infame...

-Al menos es incomprensible.

-No, eso no; yo sí lo comprendo, lo comprendo todo, todo; la codicia entró en el corazón de esa mujer, por no sé que ligas misteriosas, Don Alonso de Rivera venía a ser una persona necesaria para Esperanza, en la testamentaría de Don Pedro, y ella por quitarse un obstáculo, por hacerse de un aliado, por encontrarse sin duda rica y poderosa, lo ha sacrificado todo, todo, mi amor, mi felicidad, su juventud, sus juramentos...

-Leonel, quizá haya en todo esto algún misterio que no puedes tú alcanzar; no culpes a esa joven, quizá habrá sido más desgraciada que criminal.

-Hermano mío, la nobleza de tu corazón te lleva siempre a disculpar las faltas de todos, pero ahora esa benevolencia se engaña, si hubieras visto a Esperanza cómo iba satisfecha de sí misma, cómo me miró con desprecio, ¡oh! ¡entonces no la disculparías, como yo no la perdonaré nunca!

  —533→  

-Somos crueles, Leonel, con los demás, y demasiado indulgentes con nosotros mismos: ¿qué contestarías a Doña Esperanza si ella hubiera sabido tus amores con Doña Catalina, si ella te hubiera reclamado la fe de tus promesas y tus juramentos?

Don Leonel bajó los ojos y cayó.

-Pero ya Doña Esperanza está perdida para ti; una vez unida a otro hombre, no te es permitido ni pensar siquiera en ella, ni recordarla; debes evitar un encuentro con ella: si la amaste no debes hacerla desgraciada; quizá ella te ame aún, quizá algún compromiso terrible la haya hecho dar su mano a ese hombre, y llore en secreto su pasión por ti; y entonces ¿será digno, será noble que tú te acerques a ella, que le dirijas reproches, que le recuerdes lo que debe olvidar para siempre, que la pongas en la espantosa situación o de morir de pena o de faltar a sus deberes?

-No, nunca, nunca cometeré semejante vileza. Viva feliz y estaré contento.

-Así, así te quiero ver, hermano mío, con esos arranques de nobleza y de generosidad: si ella, como yo creo, te ama, y tú la amas también, haced un esfuerzo, sobreponeos, y quizá el tiempo y otro nuevo amor os hará olvidar vuestra desgracia.

-Me parece imposible.

-Nada hay imposible para Dios, y míralo patente; cuando era segura tu desgracia, y ya esa Doña Catalina interesaba tu corazón, y ya sentías por ella el principio de un amor que puede ser tu remedio...

-Es verdad.

-¿Tú amas ya a Doña Catalina?

Creo que sí.

-¿Y tú crees que es una mujer digna de tu amor?

  —534→  

-La verdad es que si no lo fuera, me sentiría yo el hombre más desgraciado del mundo.

-Ese es un síntoma de amor; ¿conoces tú la historia de esa dama?

-Casi toda: es una muchacha pobre, pero de familia honrada, y casi noble, a quien unieron con Don Pedro de Mejía, sacrificándola a sus grandes riquezas; pero el candor y la inocencia brillan tanto en sus ojos azules, como en los negros ojos de mi prima Doña Esperanza.

-¿Y es bella? ¿y te ama?

-¿Bella? es un arcángel; y no sabría hacerte su descripción, porque es una hermosura para vista y no para pintada: ¿si me ama? ¡ay! Hermano; yo lo creía así; pero ya te he referido que me arrojó con indignación de su presencia.

-Bien; pero eso, Leonel, no puede haber sido mas que un acto de celos, porque fuiste inoportunamente franco con ella.

-¿Lo crees así?

-Sí, estoy seguro, y esta es la prueba de que te ama; y sin duda, por su misma inexperiencia ha dado este paso: creete, Leonel, que otra mujer que hubiera tratado solo de engañarte, de divertirse contigo, de explotarte, no se hubiera mostrado tan indignada...

-¿Y piensas que me perdonará...?

-Una mujer perdona siempre que ama de veras y que está segura de ser amada.

En este momento la puerta de la estancia en que hablaban los dos hermanos se abrió, y un lacayo dijo sin pasar del dintel:

-Una dama encubierta que no ha querido decir su nombre, solicita hablar al señorito Don Leonel.

Los dos hermanos se miraron.

  —535→  

-Iré a verla -dijo Don Leonel.

-No -contestó el Padre Alfonso- hazla pasar aquí; yo me entraré al aposento que sigue; quizá tenga esta visita relación con tus aventuras de hoy, con tu felicidad y con tu porvenir: espero en la estancia vecina; si necesitas de mis consejos, llama; el corazón me dice que te seré útil.

-Gracias, hermano mío. Di a esa dama que pase.

El lacayo salió por un lado; el Padre Alfonso se retiró por el otro, y Don Leonel quedó solo, esperando a la dama.

Pocos momentos después, la puerta se abrió lentamente, y la dama misteriosa penetró, volviendo a cerrar.

-¿Estáis solo, Don Leonel? -preguntó la dama, en voz muy baja.

-Solo, señora, entrad con confianza -contestó el joven temblando de emoción-. ¿Quién sois?

-Miradme.

-¡Dios mío! -exclamó espantado Don Leonel-. ¡Catalina! ¡Catalina en mi casa!

-Sí, Leonel, en vuestra casa, porque necesitaba hablaros, necesitaba veros para pediros de rodillas, si no vuestro amor, al menos vuestro perdón, porque no puedo vivir sin adoraros.

-Catalina -dijo Leonel exaltado y tratando de tomar una de las manos de la joven- me hacéis muy feliz.

-No me toquéis -exclamó Doña Catalina retrocediendo- no me toquéis, porque entonces me sería más espantoso después vuestro desprecio; no os acerquéis a mí, no me habléis de vuestro amor, hasta que os diga quién soy, hasta que conozcáis mi historia, Don Leonel, porque yo no soy digna de vuestro amor.

-¡Catalina! ¡Catalina! ¡me espantáis...!

  —536→  

-Sí, Don Leonel -continuó con exaltación la dama y en voz muy alta- yo no soy lo que parezco; yo no soy una joven honrada, pura, virtuosa; yo no soy la honesta viuda de Don Pedro de Mejía...

-¡Catalina! ¡callad, por Dios!

-No, no; escuchadme, escuchad hasta el fin lo que tengo que deciros; porque os amo tanto, que este secreto pesa como una montaña sobre mi corazón, y porque moriría antes que engañaros: yo soy una mujer perdida, que ha comerciado con su cuerpo y con su belleza desde su más tierna juventud; yo he servido para lisonjear los caprichos de los jóvenes prostituidos y para juguete de las brutales pasiones de los viejos y ricos encenagados en el vicio; yo no debo traer este traje de viuda honrada y honesta, no; para mí los picos pardos de las mujeres públicas, los escandalosos tocados de las mulatas que viven del vicio: yo no soy una joven virtuosa como vos habéis creído; soy una ramera, una infame, indigna de ser vuestra, indigna de vuestro amor, indigna de ser siquiera esclava de vuestra casa.

Don Leonel, verdaderamente aterrado con aquellas confesiones, con aquella ruda y terrible franqueza, con aquel lenguaje apasionado de Catalina, había caído en un sitial y se cubría el rostro con las manos, sin atreverse a mirar siquiera a la joven.

-Yo no quiero -continuó Catalina- ni referiros mi historia ni culpar a nadie de mi desgracia: yo vivía en el vicio... y en el escándalo, y me presté a representar el papel... de una joven honrada, con un hombre que me hizo su es... posa y que murió sin haberme llamado suya nunca; pero entonces, no me arrepentía de nada, porque no os conocía a vos, porque no os amaba, porque no me habíais dicho vos nunca que me amabais, porque no comprendía yo que había   —537→   perdido la honra, que era la única llave que me falta hoy para penetrar hasta el santuario de vuestro amor y mi felicidad. ¡Oh! pero ya lo conozco, y soy muy infeliz: Don Leonel, por Dios, miradme, no apartéis de mí los ojos con disgusto; miradme a vuestros pies suplicando; no quiero vuestro amor, no, no quiero tanto, porque no lo merezco; no quiero mas que vuestro perdón por haberos engañado, y una sola de vuestras miradas.

-¡Catalina! -exclamó Don Leonel.

-¡Oh! Don Leonel, oídme y me perdonaréis: yo no he sentido sino por vos el arrepentimiento, por vos solo siento cuanto malo he hecho en mi vida; sin haberos conocido, sin haberos amado, hubiera sido para mí indiferente todo: pues bien, Don Leonel, la Magdalena obtuvo su perdón del Salvador: si yo sintiera por Dios este supremo arrepentimiento de mis culpas que siento ahora por vos solo, Dios me perdonaría, y vos que me veis de rodillas, confesándoos con rubor mis faltas e implorando vuestro perdón, ¿me lo negaréis, cuando es sólo el perdón lo que solicito? ¡Don Leonel! ¡Don Leonel! ¿no habrá un Redentor para esta Magdalena?

-Si le habrá -dijo solemnemente el Padre Alfonso penetrando en la estancia.

Doña Catalina retrocedió espantada, a la presencia inesperada del Padre, y Leonel se arrojó a su encuentro abrazándolo.

-¡Hermano mío! -exclamó- ¡soy muy desgraciado!

-Y ella también -agregó el Padre señalando a Catalina-; ella quizá más que tú, hermano mío: acercaos, señora.

Doña Catalina obedeció instintivamente, y el Padre la tomó de una mano.

-Leonel -dijo con solemnidad- tú puedes no amar a   —538→   esta mujer, pero no abandonarla cuando vuelve a ti los ojos en su arrepentimiento; no la hagas tuya, pero ábrele, hermano, los brazos cuando busca tu perdón en su abatimiento.

Doña Catalina dio un grito de placer, porque los brazos de Leonel se abrieron, y cayó de rodillas abrazada a los pies del joven, y derramando un torrente de lágrimas.



  —539→  

ArribaAbajo- XXXIV -

En el que se da razón de lo que pasó a la vieja Doña Catalina con el viejo Don Baltasar de Salmerón


Don Alonso de Rivera y Doña Catalina de Armijo quedaron pasmados con la violenta energía de Doña Esperanza. La joven cerró con violencia la puerta de su cámara, y sus dos interlocutores se miraron entre sí con asombro, e instintivamente se retiraron de aquel lugar en que habían llevado una lección tan ruda.

-¿Qué decís de todo esto? -preguntó Don Alonso.

-Digo que esa muchacha tiene una energía salvaje, y un genio tan fuerte que trabajos os mando para domarla.

-¿Pero creéis que siga esto así? porque ese aislamiento en que ella quiere colocarse, y esa prohibición de que la toque y de que penetre en su habitación, me convierte en el marido más gracioso del mundo.

-Supongo que esa resolución no se llevará adelante; las mujeres tienen a veces caprichos raros que es preciso no contradecir, y acaban por abandonar ellas mismas.

-Según eso...

  —540→  

-No insistáis en nada vos; ella amainará: y si acaso descubrís que se humaniza con vos, procurad entonces hacer el desdeñoso, mostrando que nada se os da de todo eso, y la veréis más blanda que una madeja de seda.

-Pero entretanto esto no puede seguir así; yo soy su marido, yo tengo derechos...

-¿Derechos? ¿pensáis que a una mujer se la conquista con derechos? ¿suponéis que es una casa o una heredad cuya posesión pretendéis tener? Desengañaos, Don Alonso; a no ser casos muy remotos, que yo no conozco, una mujer nada concede por violencia ni por fuerza, nada, quizá ni un beso; lo que no haga o el amor o la astucia, ni todos los derechos ni toda la fuerza del mundo lo conseguirá.

-Entonces, ¿qué camino me queda aquí?

-La paciencia, la paciencia: ya es vuestra esposa.

-Bien, pero ya habéis visto...

-Vamos, Don Alonso, que a mí no me salgáis con esas; yo sé mejor que vos que por pasión no os habéis casado con esa muchacha, sino por interés de su herencia; eso lo habéis ya conseguido: decid ahora que al verla tan cerca de vos y a vuestro poder, os ha entrado un capricho y os creeré, pero no más.

-Capricho o no, tengo derechos.

-¡Torna con los derechos! yo os daría un medio muy sencillo para que todo quedara en paz.

-¿Cuál?

-Si queréis venir a casa, os daré un bebedizo que la dormirá de manera que no tenga más voluntad que una piedra: en esto no quebrantáis ninguna ley divina ni humana, porque es ya vuestra mujer.

-¿Y luego, cuando vuelva en sí?

-¿Qué? dará gritos, os reñirá, se mostrará desesperada;   —541→   pero en vano; ni tendrá remedio, ni podrá quejarse a nadie, porque los mismos a quienes se queje, se reirán y os darán a vos la razón.

-Puede pasar a otros extremos.

-A nada, no seáis tímido: además, yo os propongo lo que creo que puede hacerse: si no os agrada, adelante.

-Sí, sí me agrada; iré, iré con vos, que ningún mal puede seguírseme, y es un medio seguro, infalible.

-Y que os dará un rato muy divertido cuando podáis decirle: esposa mía, yo no podía obedeceros, ni la ley ni mi corazón: me permiten veros como a una enemiga ¿qué queréis? castigadme como os parezca.

Don Alonso soltó una carcajada.

-Vamos -dijo la vieja.

-Vamos -contestó Don Alonso.

Rivera tomó su sombrero y una capa, se sujetó su espada a la cintura, y salió de la casa al lado de Doña Catalina.

Estaba ya oscura la noche, y Don Alonso, entretenido en su conversación con Doña Catalina, no observó un hombre que se destacaba de un zaguán de la acera de enfrente, y se puso a seguirlos.

Llegaban ya a la esquina Don Alonso y Doña Catalina, cuando el hombre que les seguía lanzó un silbido agudo y prolongado.

Volvió Rivera la cabeza, y en este momento cinco o seis hombres se arrojaron sobre él y sobre la vieja, les pusieron mordazas, y les sujetaron con ligaduras de pie y manos en un momento y de tal manera, que no podían ni dar un grito ni hacer un solo movimiento.

Uno de aquellos hombres se desprendió y volvió con una carroza, en la que metieron a Rivera y a Doña Catalina,   —542→   y entrando dos de ellos también, el carruaje echó a caminar.

Después de una media hora se detuvieron, y sacaron de la carroza a los dos prisioneros.

Doña Catalina se estremeció de horror: a la luz de una torcida que tenía encendida uno de aquellos hombres, había reconocido la casa en que estaba; era la misma a que habían conducido a Doña Esperanza. La vieja creyó encontrar en esto la explicación de aquella aventura; relacionó con esto el severo comportamiento de Esperanza con ella, y con Don Alonso; pensó que era una venganza preparada sin duda por Don Leonel, y tembló.

En brazos de aquellos hombres fueron bajados del coche, pero separados; Don Alonso fue llevado a la pieza interior, y Doña Catalina depositada al pie de un árbol que había fuera de la casa.

-¿Por qué será esto? -pensó ella- ¿qué irán a hacer con él o conmigo?

Todo se había ejecutado con el mayor silencio: un hombre alto, enmascarado, y cubierto con una capa negra, dirigía la maniobra casi sin hacer seña alguna; parecía que los otros adivinaban su voluntad en sus ojos, que brillaban como los de un tigre, al través de su antifaz de terciopelo negro.

-¿Quién será ese hombre? -decía entre sí Doña Catalina- no puedo adivinar quién sea; debe ser viejo, porque al través del embozo se escapan algunos mechones de canas de su barba.

Los que habían llevado a Don Alonso volvieron. Entonces uno de ellos pasó un lazo por encima de uno de los brazos del árbol.

-¿Me van a ahorcar? Pensó la vieja, y se estremeció.

  —543→  

El hombre tomó uno de los extremos de aquel lazo, hízole un nudo corredizo, y se acercó a la vieja.

-¡Jesús me acompañe! -dijo ella interiormente.

Pero el hombre pasó la lazada sobre las dos manos atadas de Doña Catalina y corrió el nudo; luego se dirigió al otro extremo del lazo, y comenzó a tirar.

La vieja comenzó a enderezarse hasta que quedó de pie; siguieron tirando del otro extremo de la cuerda, y la levantaron del suelo, y quedó suspendida a dos varas sobre la tierra; pero esto le causaba terribles dolores en las manos y en los brazos, tanto por la posición de las manos como por la presión del nudo corredizo.

Hubiera gritado si se lo hubiese permitido la mordaza.

-Basta -dijo el hombre que mandaba.

Doña Catalina creyó que la iban a bajar; pero los hombres ataron el extremo de la cuerda en el tronco del árbol, y la vieja quedó meciéndose en el espacio.

Dio el hombre misterioso algunas órdenes en voz baja, y dos de los que le obedecían, se perdieron entre las sombras y volvieron a poco, trayendo entre ambos con dificultad un objeto pesado.

A pesar del dolor de sus manos, la vieja seguía con terror todos aquellos preparativos.

Los hombres depositaron en el suelo lo que traían, que era una gran piedra, y se dirigieron a Doña Catalina. En un instante le arrancaron las medias y el calzado, dejando sus pies enteramente desnudos.

Los amarraron fuertemente uno contra otro con la punta de una cuerda que estaba debajo, pero de tal manera tirante, que el cuerpo permanecía suspendido entre las cuerdas de las manos y las de los pies, sin que la vieja pudiera hacer el menor movimiento: ni levantar siquiera un pie.

  —544→  

-Esa falda estorba -dijo el hombre-; quitad ese vestido. Los que le obedecían arrancaron de la manera más violenta la falda del vestido a Doña Catalina y la tiraron en la yerba.

-Quitadle la mordaza, dadme su vestido y retiraos todos a México; dejadme solo. Tú, Juan, no dejes de ir adonde te encargué.

-No, señor -contestó uno de los hombres.

Entregaron la vela al jefe, y levantando entre todos a uno para que alcanzase a la cabeza de Doña Catalina, le quitaron la mordaza y luego se retiraron en silencio.

El hombre se cercioró de que habían partido, y cuando creyó que ya iban lejos, porque se había perdido el ruido del carruaje que se retiraba, volvió adonde estaba Doña Catalina, que se quejaba dolorosamente, y se quitó la capa para estar más libre en sus movimientos.

-Ea, señora -le dijo con una calma horrorosa- ya nos hemos quedado solos y es fuerza que me refiráis cómo fue esa desaparición de Doña Esperanza de Carbajal; tengo curiosidad de saber esa historia, toda, entera y verdadera, y por vuestra misma boca.

-Yo os la contaré -dijo la vieja-; pero bajadme de aquí, padezco mucho.

-¡Oh! no soy tan tonto; no me contaríais nada entonces.

-Os juro que os lo contaré todo.

-No; hablad, hablad, y no perdamos el tiempo.

-En ese caso -dijo con energía la vieja, creyendo salvarse- no diré nada mientras no me quitéis de aquí.

-¿No?

-¡No, y mil veces no!

-Entonces, yo os obligaré a hablar.

Y el viejo se acercó con la vela en la mano; Doña Catalina   —545→   hizo un esfuerzo para ver lo que iba a hacer, pero no podía inclinar la cabeza.

portada

El martirio de doña Catalina

De repente dio un grito agudísimo, sintió un terrible dolor en las plantas de los pies.

El viejo le aplicaba a ellas la llama de la vela que tenía en la mano.

Doña Catalina quiso moverse, quitar los pies, levantarlos; imposible.

Estaba atada de tal manera, que no podía hacer el menor movimiento, y no conseguía con sus esfuerzos otra cosa que aumentar el dolor de sus manos.

El hombre, con una tranquilidad asombrosa, paseaba la llama de un pie al otro, procurando hacerlo con tanta lentitud que fuera abrasando toda la planta.

Doña Catalina gritaba y rechinaba los dientes.

Cerca de un minuto duró esta operación.

-Bien -dijo el viejo retirándose-; ¿contaréis?

-Infame viejo infernal, no, no; ahora nada, nada; mátame si quieres.

-¿No?

-No; ¡mátame, viejo infame, asesino, asesino!

Y Doña Catalina procuró escupir al hombre, ya que no podía hacer otra cosa.

-Muy bien -dijo con calma el viejo-; ahora tiempo doble por la resistencia, y por la injuria de haber osado escupirme, tormento extraordinario.

Y volvió a llegar con la torcida a los pies de Doña Catalina, teniendo cuidado de avivar la llama.

-Vamos a ver; así como así, esto me divierte, y sería lástima que acabase tan pronto; tengo aún mucho que esperar para que lleguen unos amigos que aguardo.

La llama volvió a quemar los pies de Doña Catalina; pero   —546→   ya era aquello una cosa horrible: las carnes casi ardían en algunas partes por sí mismas; comenzaban a descubrirse los músculos, que se torcían y se encogían y se ponían negros.

Doña Catalina gritó hasta que se quedó ronca, lloró y se desmayó; pero el hombre, como embriagado, como absorto en su horrible tarea, ni se cansaba, ni se enternecía, ni se demudaba; parecía una estatua de mármol, o un sabio que estudiaba los progresos del fuego en un cadáver.

Varias veces, muchas, Doña Catalina ofreció contar al viejo lo que él quería saber, y aún comenzó el relato; el hombre no escuchaba, y seguía instintivamente su tarea de martirio.

Los pies de aquella desgraciada habían perdido su forma; eran unas masas negras, sangrientas, que goteaban sangre, que se encendían, que ardían por sí mismas.

La vieja, desmayada, estaba suspendida como un cadáver insensible. El viejo retiró la torcida, y sus carnes siguieron ardiendo.

En este momento se oyó el ruido y las voces de varias personas que se acercaban.

El viejo se dirigió con su luz al encuentro de los que se llegaban, y encontrose con Don César de Villaclara, que venía conducido por el hombre a quien el viejo había llamado «Juan», y seguido de Teodoro y de Garatuza.

Doña Catalina, privada enteramente de sentido, había quedado en la oscuridad, y como la llama de su torcida deslumbraba a los que llegaban, éstos entraron a la casa sin apercibirse de lo que había fuera.



  —547→  

ArribaAbajo- XXXV -

Dase razón de cómo habían venido Don César y sus compañeros, y lo que se siguió después


Aquella noche, Don César, Teodoro y Garatuza se habían reunido para hablar sobre la empresa que entre manos traían.

Teodoro y Martín estaban desesperados, porque nada habían adelantado en todo el día; Don César, como siempre, indiferente y silencioso.

-Paréceme -decía Martín- que cada día debemos ir perdiendo más la esperanza de encontrar a esa pobre joven.

-Yo solo confío -contestó el negro- en la promesa de Don César, porque no porque está delante, pero nunca da palabra que no cumpla.

Don César alzó la cara, miró a todos y calló.

-¿Aún esperáis algo? -le dijo Teodoro.

-No sólo espero, sino que estoy seguro de conseguir mucho.

-Pero ¿y cómo?

-Ese es mi secreto; tened confianza.

-¿Cuando creéis tener alguna noticia?

  —548→  

-Esta noche.

-Me temo que os engañéis.

En este instante llamaron al zaguán de la casa.

-¿Quién podrá ser? -dijo alarmado Garatuza, que siempre andaba a vueltas con la justicia.

-Quizá será -contestó Don César- la noticia que esperamos; voy a ver.

-Si es la justicia, hacedme favor de contenerla -dijo Garatuza- mientras escapo.

Don César salió, y Garatuza, por precaución, comenzó a quitarse la ropa para tomar un disfraz.

-Lo dicho -dijo Don César volviendo a entrar.

-¿La justicia? -preguntó Teodoro.

-No, la noticia esperada.

-Tomad vuestros sombreros y vuestras armas y seguidme.

Martín se vistió precipitadamente, y todos salieron a la calle.

Subieron todos sin preguntar nada, y la carroza comenzó a caminar.

Durante el camino nadie habló palabra; de repente paró el carruaje, la puerta se abrió y el hombre y Don César y Teodoro y Martín, bajaron y siguieron a pie el camino.

-Si no me equivoco -dijo el negro por lo bajo a Martín- vamos a la misma casa de la otra noche.

-Tal me parece -contestó Garatuza- pero sacaremos la misma piedra; quizá Don César ignora lo que pasó: ¿se lo decimos?

-No tal, dejémoslo, que así se convencerá de que no son tan sencillas las cosas como él se figura.

-¡Calla! pues hay luz en la casa.

  —549→  

-Sí, desde aquí veo luz, y aún me parece que he oído gritos.

-Sería el viento, porque no se oye nada ya.

-¿Estamos cerca? -preguntó Don César al conductor.

-Cerca estamos -contestó el otro- que ya se ve la luz que tiene allí mi amo.

En esto llegaron a la casa y el viejo salió a recibirlos y los metió a la primera pieza.

Como el hombre tenía un antifaz de terciopelo, Martín y Teodoro no pudieron conocerle; sin embargo, apenas habló, dijo entre sí Garatuza:

-Conozco esta voz, y no de buen encuentro: ¿quién será este bicho? tiene mal aspecto.

El criado había quedado fuera de la casa.

-¿Los señores son de confianza? -preguntó el del antifaz.

-Debéis suponerlo, puesto que los he traído.

-¿Podemos hablar?

-¡Claro! ¿Qué hay?

-Que podéis aprontar los diez mil duros del contrato.

-¿Dónde está Doña Esperanza?

-Aún no lo sé.

-¿Entonces?

-Aquí os tengo a Don Alonso de Rivera y a la vieja.

-¿Y qué dicen?

-A él aún no lo interrogo; en cuanto a ella, está renuente, y no confiesa a pesar de que algo le he apretado; pero quería esperar a que vinieseis para obligarla por medios más violentos.

-¿Adónde la tenéis?

-Afuera: venid a verla; quizá vos alcanzaréis más que yo.

El viejo tomó la luz, encendió dos o tres torcidas más, se las dio a los otros y salieron todos de la casa.

  —550→  

Don César y sus compañeros buscaban por el suelo; pero al llegar al árbol, el viejo les dijo levantando la torcida:

-Aquí está.

La luz bañó el cuerpo de Doña Catalina, y todos lanzaron una exclamación de horror al verle los pies, porque el fuego había atacado aún parte de la pierna.

-¿Qué es esto? -dijo Don César.

-¡Qué ha de ser! no quería confesar, y le apliqué la llama a los pies; pero ni aún así.

-Esto es horrible -exclamó Teodoro con indignación.

El viejo le dirigió al través del antifaz una mirada de tigre.

-Bajad a esa mujer -dijo Don César.

-En fin, haced lo que gustéis; corre ya de vuestra cuenta -dijo el viejo.

Teodoro desató la cuerda y comenzó a bajar a la vieja, que recibieron Don César y Martín en sus brazos.

El rostro de aquella mujer estaba espantosamente contraído por el dolor; aún estaban erizados sus cabellos, y en su boca había una espuma sangrienta: el cuerpo estaba frío y rígido.

-Está desmayada -dijo Don César.

-¡Qué desmayada, muerta! -replicó Garatuza.

-¿Muerta? -exclamó Don César.

-Muerta -repitió Martín poniéndole la mano en el corazón y luego frente a la boca.

-¡Asesino! -dijo Teodoro.

-Registradla, examinadla -dijo Don César-; quizá no haya muerto.

Martín volvió de espaldas el cuerpo de la vieja, que estaba ya en el suelo, y con su daga le cortó el justillo para quitárselo y darle más libertad en caso de que estuviera viva;   —551→   pero al ejecutar esto, la espalda de la mujer se descubrió y apareció la marca roja de la familia de los Carbajales.

-¿Quién es esta mujer? -preguntó Martín.

-Doña Catalina de Armijo -contestó el del antifaz.

Martín sintió como un rayo de luz en su cerebro y se arrojó sobre el hombre del antifaz y se lo arrancó, descubriendo el rostro de Don Baltasar de Salmerón: los demás lo contemplaban sin moverse.

Martín arrastró a Don Baltasar hasta cerca del cadáver, y con voz ronca y cavernosa, se lo mostró, diciéndole:

-Tu hija, miserable; es tu hija.

-¡Su hija! -exclamaron los demás espantados.

-¡Mi hija! -dijo temblando Don Baltasar.

-Sí, tu hija, tigre; tu hija, la hija de tu crimen, la hija de Doña Isabel de Carbajal: ¿te acuerdas? mira, mira esta marca roja que tiene en la espalda: ¿no recuerdas a la madre, a la víctima de tus tenebrosas maquinaciones y de tus liviandades? De rodillas al lado de ese cadáver, pide perdón a Dios, porque vas a morir aquí mismo, en mis manos.

Don Baltasar se irguió, y con un movimiento rápido e inesperado, desenvainó el estoque y se lanzó sobre Martín; pero la mano de hierro de Teodoro le sujetó como a un niño, le arrancó el estoque y le arrojó de rodillas al lado del cadáver de Doña Catalina.

-Bien, Teodoro, bien -dijo Don César.

-Sí, dijo Martín sin preocuparse de lo que había pasado; tú has sido el demonio encarnado de esta familia; tú deshonraste a Doña Isabel de Carbajal; tú denunciaste a las tres hermanas, que murieron por ti en la hoguera; tú traicionaste a Don Leonel y a Don Alonso de Salazar; en fin, monstruo, tú has vivido demasiado para poder matar a tu hija por medio de los tomentos más espantosos.

  —552→  

-¿Y todo eso es verdad? -preguntó espantado Don César.

-Verdad, señor -contestó Martín-; os lo juro por Dios que nos oye, y al llegar a mi casa os daré las pruebas.

-Entonces esta noche será la de la justicia -dijo solemnemente Don César-; atad a ese hombre.

Don Baltasar hizo aún un esfuerzo por librarse de las manos de Teodoro y huir; pero era imposible, porque el negro era fuerte como un Hércules. Don Baltasar fue derribado en tierra, y a la incierta y rojiza luz de las torcidas y sobre el cadáver mismo de Doña Catalina, se empeñó una lucha horrible, porque Don Baltasar no quería dejarse sujetar y mordía y gritaba, hasta que por fin, Teodoro y Martín le aseguraron y le ataron con el mismo cordel con que había hecho colgar a su hija.

El viejo no hablaba; rugía y jadeaba como un condenado en el infierno.

-Está ya seguro -dijo Martín.

-Traedle, y vamos a ver adónde está Don Alonso: esta es la noche de la justicia.

Martín se echó al hombro al viejo y siguió a Don César al interior de la casa.

El hombre que había ido en busca de Don César permanecía impasible a presencia de aquella escena.

-Se necesitan algunos instrumentos para sepultar ese cadáver -dijo Martín, señalándole el lugar en que yacía el de Doña Catalina.

-Adentro los hay -contestó el hombre.

-Tómalos, y haz una fosa.

-Bien; todo se hará; pero sepa yo cuánto voy ganando en esto, porque el hombre que habéis atado me daba quinientos duros por ayudarle en todo, y todo lo he hecho yo.

-Los tendrás; pero ve a trabajar.

  —553→  

-Corriente.

El hombre aquel, cubierto también con un antifaz, encendió una torcida, sacó algunos instrumentos de labranza y se dirigió al jardín.

Don César, Teodoro y Martín, colocaron al viejo Salmerón en la misma pieza en que estaba Don Alonso.

Rivera abrió los ojos con espanto al ver aquella extraña comitiva.

-Quitadle la mordaza -dijo Don César.

Martín le quitó la mordaza, y Rivera respiró con fuerza.

-Don Alonso de Rivera -dijo Don César- ¿me conocéis?

-¿Y a mí? -dijo Teodoro.

-¿Y a mí? -dijo Martín.

Don Alonso los miró fijamente, y luego exclamó:

-¡Teodoro!

-El mismo -contestó el negro.

Martín se puso entonces delante de él.

-¿Me conocéis?

-No recuerdo.

-Martín de Villacencio y Salazar, Garatuza.

-¡Garatuza! -dijo Don Alonso.

-¿Y a mí no me recordáis?

-Creo que os conozco.

-Demasiado, por desgracia vuestra; soy Don César de Villaclara.

-¡Don César! ¡Don César! -exclamó entonces con pavor Rivera.

-Sí, el esposo de Doña Blanca, que viene a pediros cuenta de la víctima.

-¡Dios mío! ¿pero qué queréis de mí?

-Vuestro castigo.

  —554→  

-¿Pero qué os he hecho yo?

-¡Miserable! Vuestra conciencia os responderá.

-¿Adónde está Doña Esperanza de Carbajal? -preguntó Martín.

-¿Doña Esperanza, mi esposa?

-¿Tu esposa? ¡infame!

-Sí, está en mi casa; pero os juro que fue por su voluntad; no la he obligado yo: preguntadselo a Doña Catalina.

-¿A Doña Catalina? -dijo Martín-: escucha, escucha; ¿qué oyes?

Resonaban por fuera de la casa los golpes del hombre que cavaba la sepultura.

-¡Golpes! ¡golpes secos, como si cavaran la tierra! -contestó espantado Don Alonso.

-Eso es -continuó Martín-; cavan la sepultura para Doña Catalina, que ha muerto a manos de su mismo padre, de ese tigre de Don Baltasar de Salmerón.

Don Baltasar rugió y se revolcó en el suelo.

-¡Muerta! ¿y a mí me vais a matar también?

-Quién sabe; ya veremos.

-¡Por Dios! ¿qué queréis que haga? Si lo intentáis por rescatar a Doña Esperanza, yo os la devolveré; no me he acercado a ella, no es mi esposa, no es mi mujer más que de nombre; yo os la devolveré...

Don Alonso temblaba de miedo.

Don César hizo una señal a Teodoro y Martín, y los tres salieron del aposento.

La fosa estaba ya dispuesta, y el hombre vino a dar aviso.

El cadáver fue depositado en ella, y la tierra cubrió aquellos restos.

Don César habló un momento en voz baja a Teodoro y   —555→   a Martín, y luego éste, dirigiéndose al hombre enmascarado le dijo:

-Seguidme.

Volvieron a penetrar a la estancia en que estaban Rivera y Salmerón.

Martín y el hombre de la máscara cargaron a Don Alonso, Teodoro alzó sobre sus hombros a Don Baltasar, y precedido de Don César, que llevaba una luz y los instrumentos que habían servido para cavar la fosa, se encaminaron para la orilla del lago.

Don César reconocía el terreno y parecía buscar el que estuviera más sólido; por fin, encontró alguno que le pareció oportuno; crecía allí abundante la maleza.

-Aquí -dijo.

Los dos presos fueron colocados en el suelo, Teodoro y Martín comenzaron a practicar dos agujeros en la tierra; no tenían la forma de una sepultura, sino la de un pozo.

-¿Qué vais a hacer con nosotros? -preguntó Rivera; pero nadie le contestaba.

Los pozos se profundizaban más y más, hasta que ya un hombre pudo caber dentro sin tener fuera mas que la cabeza.

-Ya están -dijo Teodoro.

-Pues a ello -contestó Don César.

Tomaron entonces a Don Alonso, y a pesar de sus movimientos convulsivos y de sus gritos, le metieron de pie dentro del hoyo.

Entonces comenzaron a llenar el hoyo de tierra, apretándola y enterrando a aquel hombre, del que no quedaba fuera sino solo la cabeza.

Nadie hablaba, y sólo la víctima gritaba hasta perder el aliento.

  —556→  

Después le tocó su turno a Don Baltasar; pero no gritó, no habló, no pidió misericordia; sombrío y silencioso sintió llegar la tierra hasta el cuello; estaba como loco.

-¿Les ponemos mordaza? -preguntó Martín.

-Sí, para que no griten y puedan auxiliarlos -dijo Teodoro.

Martín puso las mordazas a aquellas dos cabezas; enseguida amontonaron sobre ellas yerbas secas para que no las pudiesen ver, y se alejaron.

Al llegar otra vez a la casa, el hombre que nada había hablado, dijo a Martín:

-Mi dinero; os he ayudado hasta el fin.

-Primero te veremos el rostro para conocerte si nos vendes.

-Jamás he vendido a nadie.

-No importa, descúbrete.

-Lo mismo da -dijo el hombre quitándose el antifaz.

Apenas quedó su rostro descubierto, Teodoro lanzó un grito y se arrojó sobre él.

-¿Dime -exclamó- no eres tú el que vivías al lado de la barranca de la «Monja maldita»?

-Sí -contestó el hombre.

-¿Te llamas Guzmán?

-Sí.

-¿Por huir de ti no cayó una dama en la ensenada?

-Sí; ¿y qué hay con eso? -dijo el hombre sacando con disimulo un puñal.

-Don César -dijo el negro- Martín ha dicho bien, esta es la noche de la justicia; este es el verdadero matador de Doña Blanca. Para Martín Don Baltasar; para vos Don Alonso; para mí este.

Y levantando el brazo antes de que Guzmán hubiera podido   —557→   hacer uso de su puñal, le hundió el cráneo de una puñalada, y le tendió muerto a sus pies.

-¡Justicia! -dijo Martín- justicia, pero huyamos de este lugar maldito.

-Sí, vamos -contestó Don César saliendo. Teodoro le siguió, Martín se detuvo un poco dentro de la casa y luego los alcanzó; los tres volvieron a México apresuradamente.

Habían caminado un largo trecho, cuando un resplandor que salía del lugar que habían dejado, llamó su atención.

¿Qué pasa? -dijo Don César.

-Que antes de salir pegué fuego a esa maldita casa, contestó Martín.

Y siguieron en silencio su camino.



  —558→  

ArribaAbajo- XXXVI -

En el que Catalina y Don Leonel conocen que su situación es más triste que lo que ellos pensaban


Doña Catalina quedó casi sin aliento entre los brazos de Don Leonel y del Padre Alfonso.

Lloraba y sollozaba, pero de placer. Don Leonel la perdonaba; quizá no la amaría; pero alcanzar aquel perdón era ya demasiado para ella.

-Sentaos, hija mía, sentaos -dijo el padre Alfonso-; esas emociones violentas podrán haceros mal.

Catalina, sostenida por Don Leonel, se dejó caer en un sitial.

-Catalina -le dijo Don Leonel- el arrepentimiento borra las manchas del corazón, pero el mundo y la sociedad son exigentes; oídme, Catalina, aún hay un modo de salir de esta horrible situación...

-Decid, decid -exclamó Catalina.

-Quiero que mi hermano escuche, porque espero de su prudencia y de su sabiduría que ilumine mi alma en estos momentos.

-Habla, Leonel -contestó el padre Alfonso- y Dios quiera inspirarme para daros un consejo saludable.

  —559→  

-Doña Catalina -dijo Leonel- respondedme en nombre de Dios la verdad en lo que voy a preguntaros, como si estuvierais ante el Supremo Juez de vuestra vida.

La joven, impresionada por el tono solemne de estas palabras, se levantó de su asiento y se puso de pie.

-Catalina, ¿creéis que vuestra felicidad consiste en vivir a mi lado?

-Sí, sí -contestó con exaltación la joven.

-¿Y os sentís fuerte contra vuestras pasiones y vuestros instintos, para ser bajo mi mismo techo una mujer virtuosa?

-Os lo juro, lo juro, lo juro -contestó Catalina.

-Bien -continuó el joven, ante todo debo advertiros, aunque haga pedazos vuestro corazón, que yo no puedo dejar de amar a Esperanza; pero como este amor es ya imposible, criminal, como ya nada me liga a la tierra, quiero vivir para haceros feliz, porque si el cielo no cierra sus

uertas al pecador arrepentido, yo no os puedo cerrar las de la felicidad, si de mí depende: iremos a vivir lejos de aquí, en otro país, bajo otro cielo, en donde nadie nos conozca; en donde vos podáis ocultar vuestro nombre y vuestra historia, y yo mi dolor, mi nombre y mis desgracias: ¿queréis?

Catalina cayó de rodillas a los pies de Don Leonel: un paraíso se abrió ante sus ojos, el porvenir se mostraba lleno de luz, de vida, de color: aquel hombre no sólo la perdonaba, sino que la llamaba a vivir a su lado, bajo su mismo techo; aquello era más de lo que ella había soñado. Ni el recuerdo de Esperanza turbaba su felicidad. Don Leonel la amaba, pero con el tiempo podía ella hacérsela olvidar, hacerse amar, volverse digna de aquel hombre por quien sentía lo que jamás había sentido.

Don Leonel alzó a Catalina y la volvió a sentar en el sitial.

  —560→  

-Entretanto es preciso que volváis a vuestra casa -dijo Don Leonel.

-Volveré -contestó con humildad Catalina.

-Y que guardéis el más profundo secreto.

-Callaré -dijo la joven.

-Evitaré el ir a vuestra casa y veros.

-Pero, señor... -exclamó ella con acento de súplica.

-Es preciso -dijo el padre Alfonso.

-Obedeceré, y se hará en todo cuanto vos dispongáis; espero en el porvenir la felicidad.

-Bien; ¿habéis venido sola? -preguntó el Padre.

-Sí, señor -dijo la joven.

-En ese caso, haré que dos lacayos os acompañen.

En el tono con que el Padre Alfonso dijo esto, comprendió Catalina que era una orden, y se levantó y se cubrió con su velo.

El Padre se dirigió a la puerta, pero en vez de ser Doña Catalina la que salía, fue Don Nuño de Salazar el que penetró en la habitación, con aire severo y sin descubrirse.

Don Leonel, su hermano y la joven quedaron como avergonzados.

-Señores -dijo Don Nuño- sois mis hijos; y bien que por vuestra edad y por vuestras profesiones sois dueños de vuestras acciones y conciencia, vivís en mi casa, ¿lo escucháis? en mi casa, honrada siempre, y en donde nunca se han visto entrar damas encubiertas, y a deshoras menos: ¿lo oís?

-¡Padre! -dijo Don Leonel.

-Señor, ¿suponéis...? -dijo el Padre Alfonso.

-Nada supongo -dijo con severidad el anciano- que me horrorizaría de suponer nada en vuestra edad y vuestro estado; pero esto es un escándalo, por más que me juréis la pureza de vuestras intenciones.

  —561→  

-¡Señor! -exclamaron los dos hermanos.

-Silencio; que aquí yo mando, y soy el padre, y aquí nadie levanta la voz. Señora, descubríos.

-¡Padre! -dijo Leonel-; ¡a una dama, en mi casa!

-Podrá ser una dama, aunque los pasos en que anda no lo prueban; pero que esto sea vuestra casa, no lo creáis; lo era cuando por honor del padre los hijos no abusaban trayendo aquí damas encubiertas; ahora sólo es mía: ¡señora, os mando que os descubráis!

-¡Padre, por Dios! -dijo Don Leonel interponiéndose entre el anciano y Catalina.

-Quitaos, digo -repitió el anciano- y de lo contrario os haré entender que soy vuestro padre, y que aunque viejo, me sobran fuerzas y energía para hacerme respetar.

Y los ojos de Don Nuño centellaban de furor, y su rostro estaba encendido, y comenzaba a temblar su voz.

-¡Padre mío! ¡reportaos, por Dios! -dijo el Padre Alfonso acercándose.

-Apartaos -contestó Don Nuño-: señora, descubríos.

La joven vaciló, y Don Nuño iba ya a lanzarse sobre ella, cuando el Padre Alfonso dijo:

-Descubríos, señora, os lo ruego.

La dama alzó su velo, y Don Nuño la miró fijamente.

-¡Ah! ¡muy joven y muy bella sois para andar en estas aventuras!

-¡Padre! ¡por piedad, no la insultéis! -dijo Don Leonel.

-Señora, ¿cómo os llamáis? -preguntó Don Nuño, sin atender a las razones de sus hijos.

-¿Esto más, señor? ¡Por Dios! -decía Don Leonel.

-¡Vuestro nombre, señora, vuestro nombre! Necesita cada uno saber el nombre de las personas que entran a su casa: ¡vuestro nombre, os digo! ¡contestad!

  —562→  

Don Leonel estaba densamente pálido, y la joven temblando, y sin poder resistir el fuego de las miradas, las palabras del anciano, contestó tímidamente:

-¡Catalina de Armijo!

-¿Cómo? -dijo Don Nuño, dando un paso atrás como si hubiera pisado una víbora-; ¿cómo? Repetid, repetid.

Los dos hermanos estaban espantados del efecto que aquel nombre había producido en su padre.

-¡Catalina de Armijo! -repitió la joven.

-¿Y vuestra madre, vuestra madre, cómo se llama?

-Catalina de Armijo también -contestó la joven.

-¿Y vuestro padre?

-Nunca lo he sabido.

-¿Tenéis otros hermanos?

-No señor, yo he sido la hija única de mi madre.

Don Nuño, sin que nadie hubiera podido preverlo, se lanzó adonde estaba la joven, y tomándola de la mano, casi la arrastró hasta cerca de la bujía.

Allí sin ceremonia alguna, sin miramiento de ninguna especie, sin que se lo pudieran impedir ni la misma joven, ni los hermanos que estaban inmóviles por el asombro, la volvió de espaldas a la luz, y con un movimiento convulsivo, rasgó el vestido de la joven, descubriendo la espalda blanca y mórbida como si fuera de alabastro.

En aquella espalda blanquísima se descubría una llama pintada con sangre; la marca de la familia de los Carbajales.

Don Nuño lanzó un grito, y volviendo de frente a la joven, la contempló un momento con ojos extraviados, y luego la estrechó entre sus brazos, gritando:

-¡Hija mía! ¡hija mía!

-¡Su hija! -exclamaron los dos hermanos con espanto.

  —563→  

-¿Mi padre vos? -dijo Doña Catalina desprendiéndose de sus brazos.

-¡Sí, tú eres mi hija! ¡mi hija! tú eres mi hija, que te he buscado tanto, que creía haber encontrado en Doña Esperanza. ¡Oh hijos míos! Leonel, Alonso, abrazad a esta joven, porque es vuestra hermana.

Catalina miró a Leonel con asombro, como si quisiera volverse loca; después dirigió su mirada a Don Nuño, cerró los párpados, lanzó un gemido, y cayó desmayada.

Don Nuño comprendió que algo terrible pasaba allí, porque Don Leonel habíase abrazado del Padre Alfonso y estaba como desvanecido.

Entonces aquella idea le preocupó más que el accidente de Catalina; un mundo de ideas se alzó en su cerebro, y sin atender a la joven que yacía en el suelo, se precipitó sobre Don Leonel, y sacudiéndole fuertemente de un brazo, le dijo con ronca y entrecortada voz:

-¡Leonel! ¿tendré que llevar un remordimiento más a la tumba?

-¡No, padre mío! -contestó Leonel-; vivid tranquilo, ya que ella va a ser tan desgraciada.

-Leonel, no me engañes para calmarme.

-Os lo juro por la memoria de mi madre.

-¡Dios te haga feliz, hijo mío! ¡yo te bendigo!

Y arrodillándose en el suelo, levantó cuidadosamente a Catalina, y la apoyó contra su pecho.

-Pronto, Leonel, llama a los criados; dame agua aunque sea: esta niña se muere.

Leonel salió precipitadamente, y el Padre Alfonso se arrodilló también al lado de Catalina y le tomó una mano.

-No temáis -dijo- no temáis, padre mío; es un desmayo;   —564→   Dios no ha de querer arrebataros a vuestra hija en el momento mismo en que la recobráis.

-¿Tú lo crees, hijo mío? ¿tú lo crees?

-Sí, mirad, ya abre los ojos, ya respira con mayor facilidad; mirad, mirad.

En efecto, Doña Catalina abrió los ojos, y lo primero que llamó su atención, fue Don Leonel que entraba.

-¡Ah! ¿sois vos, Don Leonel? -exclamó-; he tenido un sueño espantoso: soñaba... -Entonces alzó su cara, y miró a Don Nuño-. ¡Dios mío! -gritó- ¿conque no es un sueño? ¿conque es una realidad...? ¡Oh! ¡soy muy desgraciada! ¡muy desgraciada...! ¡Dios mío! ¿merecen esta pena mis pecados?

Don Leonel no se atrevía ni a moverse; Don Nuño lloraba, y su llanto caía sobre la frente de la joven y resbalaba sobre su rostro.

Seguramente el Padre Alfonso era el único capaz de hablar, y habló.

-Catalina, hermana mía -dijo- por pruebas terribles quiere Dios que pase vuestro espíritu; el fuego del dolor debía purificar vuestro corazón y hacer brotar en vuestro pecho el inmenso raudal del arrepentimiento: hace un momento os contentabais con sólo el perdón de Leonel; ahora ese hombre es vuestro hermano, ahora encontráis un padre, ahora vuestro arrepentimiento será perfecto, porque es para Dios y no para el mundo; vuestra alma sacude las cadenas del vicio, el cielo os brinda con sus eternas venturas; aceptad con gusto la corona del martirio, vivid para Dios y para vuestro padre; perded la memoria de lo que pasó, ya que en medio del camino de la miseria suena para vos la hora de redención: ¡hermana mía! Dios que os envía dolor tan grande, no podrá negaros el esfuerzo para resistirle; acercaos   —565→   a él y pensad en el cielo, ya que la tierra no os ha dado mas que cieno y espinas.

Doña Catalina había seguido con el alma las palabras del Padre Alfonso, su rostro había comenzado a cambiar de aspecto, las sombras de la desesperación sombría que lo nublaban, iban como disipándose, y los ojos comenzaron a tener ese brillo y esa humedad que anuncian el llanto, y cuando el Padre Alonso acabó de hablar, la joven, que se había ido incorporando poco a poco, estaba ya de rodillas con la mirada fija en un cuadro que representaba a la Virgen y que según la costumbre de aquellos tiempos, estaba en la cabecera de la estancia, con dos velas de cera que le encendían cada noche.

-Madre mía, madre mía -dijo Catalina alzando sus manos a la Virgen- dame fuerza y resignación para sufrir.

Y luego, cubriendo su rostro con ambas manos, comenzó a derramar un torrente de lágrimas, que salían entre sus blancos dedos como una lluvia de diamantes.



  —566→  

ArribaAbajo- XXXVII -

Se ve lo que determinaron e hicieron Martín, Don César y Teodoro


Cuando Don César y sus compañeros llegaron a la casa de Teodoro, era pasada ya con mucho la media noche.

Sin embargo, en la casa esperaban, porque llamaron apenas, cuando se abrió la puerta y encontraron luego como si fueran las nueve o las diez.

Se entraron los tres a una estancia y allí se encerraron.

-Por este lado -dijo Teodoro- creo que hemos hecho ya lo bastante.

-Y más de lo que esperábamos -replicó Don César-; Martín dijo que era la noche de la justicia, y lo ha sido.

-Pero aún falta algo -dijo Martín.

-¿Qué?

-Sabemos en donde está Doña Esperanza, la hemos libertado de sus tiranos y de sus enemigos; pero ella no lo sabe, y es preciso comunicárselo, verla, decirla que está libre, que ya no existen sus perseguidores, que el hombro que la hizo su esposa por fuerza no reclamará ya sus derechos de   —567→   marido; en fin, que es rica y libre para amar a su primo Don Leonel o a quien mejor le parezca.

-¿Y quién la buscará para decirle todo eso? porque esa dama no creo que pueda recibir la noticia de lo que ha pasado esta noche sin horrorizarse -dijo Don César-; lo que ha sido para nosotros un grande acto de justicia, es seguro que ante sus ojos no pasará de un asesinato bárbaro, que quizá se crea con obligación de denunciarlo a la justicia tratándose de su marido.

-Es verdad -dijo Teodoro.

-Y es además ponerla en un caso terrible de conciencia -agregó Martín.

-Que nos reprobaría en lugar de agradecérnoslo -dijo Teodoro.

-Entonces ¿qué pensáis? -preguntó Martín a Don César.

-Escuchadme -contestó Don César- esos cuatro muertos, porque Don Alonso y el otro cuando más serán cadáveres mañana, deben descubrirse muy pronto, quizá antes de tres días; entonces vos iréis a buscar a Doña Esperanza y le diréis cuanto se os ocurra sobre haberla buscado, y no más, y entonces podréis ayudarla en todo.

-Pero si no se descubren los cadáveres, si Doña Esperanza queda en esa posición incierta, sin saber si es viuda o casada, sin poder probar ante los tribunales su verdadero estado, entonces la habremos hecho más desgraciada.

-En efecto -dijo Don César-; en tal caso, lo que se debe hacer es cerciorarse mañana si ya han muerto Don Alonso y el otro, y si esto ha sucedido, entonces mañana mismo se hace llegar la noticia a conocimiento de algún alcalde, y todo se asentará mañana mismo, antes de que los rostros de los muertos se desfiguren y cueste más trabajo reconocerlos.

-Muy bien -contestó Martín-; yo me encargo de ir a   —568→   ver si esos dos lobos han dejado de existir, y vendré a avisarlo para que se proceda a lo demás.

Con esta resolución cada uno se retiró en su aposento, y Martín no volvió aquella noche a su casa, sino que se quedó en la de Teodoro.

Toda la noche pensó en Doña Esperanza; casi la veía ya feliz y rica, pero tenía la idea de que era necesario para cortar las relaciones de Don Leonel con Doña Catalina, a las que él no daba una gran importancia, llevar a aquel el libro de las Memorias de Doña Juana, tanto para hacerle volver al amor de Esperanza, cuanto para evitar que por una desgracia se fuese a enamorar verdaderamente de su hermana.

Estas reflexiones tanto le afectaron, que casi sintió no haber llevado antes el libro a Don Leonel, y determinó llevarlo al siguiente día, antes de ir a cerciorarse de si habían muerto Don Baltasar y Don Alonso.

Pensando en esto, como iba amaneciendo y estaba muy cansado, se quedó dormido profundamente.

Cuando Martín despertó era ya muy tarde, el sol estaba muy alto, y se oía ya el rumor de mucha gente que andaba por la calle.

-¡Sea por Dios! -dijo-; tanto pensé en lo que tenía que hacer temprano, que no lo hice, y a fe que he tenido sueños espantosos, y la vieja y Don Alonso, y Don Baltasar y el hombre que mató Teodoro, han bailado al derredor de mi cama toda la noche, haciéndome unos gestos horribles y echando lumbre por los ojos... ¡y qué cosa tan fea es matar a un hombre, aunque sea con justicia...! Estos eran unos pillos, que ya, ya, buena guerra hubieran dado si siguen viviendo... en fin, me vestiré y vamos a ver lo que ha sucedido por allá.

  —569→  

Martín se vistió, y sin averiguar si Teodoro se había levantado, saliose a la calle y se dirigió a su casa.

La muda le esperaba; Martín por señas le hizo comprender que Doña Esperanza estaba buena; luego se hizo servir el desayuno, y tomando el libro de las Memorias de Doña Juana de Carbajal, la emprendió para la casa de Don Leonel.

Subió sin que nadie le viera y llamó a la habitación del joven; un lacayo salió a verle y le dijo que aún no se levantaba su amo, porque estaba un poco enfermo.

-Garatuza no creyó prudente volverse a salir con el libro, y dijo al lacayo:

-Como supongo que su señoría, si no está levantado, sí por lo menos despierto, os ruego le llevéis esta caja inmediatamente, advirtiéndole que quien la trae volverá esta tarde.

El lacayo recibió la caja, hizo una reverencia y Garatuza se retiró.

Procurando recatarse, andando unas veces de prisa y otras despacio, pero caminando siempre en dirección del lugar de la escena de la noche anterior, Garatuza llegó a encontrarse fuera de la ciudad.

Miró por todos lados, y ni una persona se distinguía en una gran extensión.

Confiado en esto, apretó el paso y llegó al fin de su camino.

Humeaban aún los restos de la casa; el fuego había consumido los techos y las puertas, parte de las paredes habían caído y parte se conservaban humeadas y negras.

El cadáver de Guzmán, o había sido consumido por las llamas, o había quedado sepultado bajo los escombros; pero no se descubría.

  —570→  

-Quizá no estaba bien muerto y se haya escapado -dijo Martín, y comenzó a levantar algunas piedras en el sitio en que suponía se hallase el cadáver.

Trabajó un rato, y de repente se detuvo; era que al levantar uno de aquellos escombros, había descubierto una mano negra y crispada.

-¡Ave María Purísima! -dijo santiguándose- aquí está; vamos a ver a los otros.

-Lo que es esa -continuó señalando el sepulcro de Doña Catalina- ni que preguntar: veamos a aquellos.

Y se dirigió adonde habían quedado Don Alonso y Salmerón; apartó la maleza y casi se horrorizó de lo que veía.

Los dos habían ya expirado; pero aquellas dos cabezas que salían de la tierra, presentaban un espectáculo capaz de helar la sangre en las venas del hombre más atrevido.

En los dos rostros se pintaba la muerte con los caracteres de la más infernal desesperación.

Don Alonso había conseguido romper con los dientes la mordaza, que era de madera; pero quizá al conseguirlo, o quizá en medio de su agonía, se había trozado la lengua con los dientes, porque le colgaba fuera de la boca, negra y despedazada, y un charco de sangre se advertía en la tierra, debajo de su barba.

Don Baltasar tenía los ojos abiertos, casi saltados de las órbitas, vidriosos, amenazadores aún, y sus cabellos blancos y escasos estaban como erizados todavía.

Una infinidad de moscas de todas clases cubrían aquellas dos horribles figuras, y se levantaron como una nube al acercarse Garatuza, produciendo un rumor siniestro y triste.

Martín se acercó a examinar, y notó que antes de morir y quizá durante toda la noche, esas moscas de la laguna, cuyas picaduras son tan agudas y tan molestas, habían martirizado   —571→   a aquellos infelices, aumentando así lo espantoso de su situación, porque se notaba en todo el rostro de ambos el estrago que había causado en ellos la multitud de aquellos animales.

-Vámonos -dijo Garatuza-; yo no puedo ver esto, y es preciso que la justicia venga pronto, porque si tarda, será imposible después reconocer estos cadáveres.

Y sin esperar más, y sin pensar que no había descansado ni un instante, dio la vuelta a México a llevar noticia de todo a Teodoro y a Don César.



  —572→  

ArribaAbajo- XXXVIII -

Cómo Don Leonel supo de Doña Esperanza, y lo que aconteció entonces


Don Leonel estaba aún en la cama cuando el lacayo entró con la caja que le había entregado Martín.

-Señor -le dijo.

-¿Qué quieres?

-Un caballero ha buscado a su señoría.

-He dicho que no quiero ver a nadie.

-Se ha ido ya.

-¿Entonces?

-Me encargó que le entregue a su señoría esto.

-¿Qué es?

-Una caja.

-Déjala por ahí.

-Agregó que era urgente que la viera su señoría.

-Dámela.

El lacayo se acercó y entregó la caja a Don Leonel. Apenas la vio el joven, la reconoció.

-Está bien; retírate y abre antes la ventana.

  —573→  

El lacayo abrió la ventana y se retiró.

Don Leonel, temblando abrió la caja, sacó el libro, y comenzó a leer con ansia.

Aquel manuscrito, que él debía haber conocido algunos meses antes, y que entonces le hubiera sido tan útil, en aquellos momentos no venía sino a aumentar su aflicción.

Pasaban las horas, y Don Leonel absorto, no advirtió que la puerta de su aposento se había abierto y que penetraba en él su hermano el Padre Salazar, el cual al verlo tan entretenido, se llegó hasta el lecho y se detuvo a contemplarle sin interrumpir su lectura.

De repente Leonel alzó el rostro y miró a su hermano, se sonrió con él tristemente y le tendió la mano.

-Buenos días, Leonel -dijo el Padre Alfonso-: ¿te sientes más tranquilo? Lo creo, porque te encuentro leyendo.

-¡Ay hermano! este libro es la historia de mi desgracia, porque encierra las Memorias de Doña Juana de Carbajal.

-¿Y qué has encontrado en él?

-La prueba evidente de que Catalina es hermana nuestra; es hija de nuestro padre.

-¿De manera que en eso no hay duda?

-No, hermano, y no podré decirte si es por fortuna, o por desgracia.

-Quizá sea por fortuna, y esto abra para ti las puertas de la felicidad y para Catalina las del cielo.

-¿Qué hay, pues, hermano mío? ¿qué hay? porque tú sabes que no puedo ser feliz cuando Esperanza es esposa de otro hombre.

-Grandes novedades han ocurrido hoy en el día.

-Dime, dime.

-En primer lugar, te diré que tan luego como amaneció, mi padre se dirigió en busca de la madre de Catalina a   —574→   la casa de Don Pedro de Mejía; yo le acompañé, y nuestra pobre hermana se quedó en el aposento que le dispusimos anoche.

-¿Y qué hubo?

-En la casa de Mejía nos dijeron que no había nadie, que la madre de Catalina había salido desde la víspera con Don Alonso y su esposa.

-¡Su esposa! ¡Dios mío! ¿y yo perdí esa joya? ¡pero la ingrata, que se huyó de la casa de Martín para casarse con ese hombre! No, no debo pensar en ella.

-Mi padre quiso que fuésemos a buscar a esa señora a la casa de Don Alonso; llegamos allí, y nos dijeron que la esposa de Rivera no recibía a nadie, y que Don Alonso y Doña Catalina habían salido de la casa desde la víspera en la tarde y que nada se sabía de ellos.

-¿De manera -dijo Leonel- que Rivera no pasó la noche en su casa?

-No.

-¿No se sabe aún de él?

-No, ni de Doña Catalina.

-¡Vaya un misterio!

-Pues hay además una cosa horrible.

-¿Qué cosa?

-Ya de vuelta, encontramos un alcalde del crimen, acompañado de gentes de justicia y de mucho pueblo, que iban rumbo a la laguna; mi padre preguntó a un amigo que encontró entre los curiosos, lo que aquello significaba, y le contestó el otro que el alcalde había recibido un anónimo en que le decían que por aquel rumbo había cuatro cadáveres, y entre ellos el de una dama, que parecían de personas principales, cuyos cadáveres unos estaban enterrados y otros no; que el que hacía la denuncia los había visto, y no se   —575→   presentaba en persona porque no quería andar entre justicias...

-¿Y crees...?

-Que quizá entre esos cadáveres estén el de Doña Catalina y el de Rivera.

-¿Pero por qué lo crees así?

-Por esa extraña desaparición.

-¿Y cómo sabremos?

-Muy fácilmente y muy pronto, porque mi padre en persona siguió al alcalde.

-¿Hace ya mucho de eso?

-Cosa de una hora, y no deben tardar, porque mi padre se fue en la carroza, e hizo montar en ella al alcalde y al escribano.

En este momento se oyó el ruido de un carruaje que penetraba en el patio.

-Ahí está -dijo Don Leonel comenzando a vestirse precipitadamente.

-Él debe ser -contestó el Padre Alfonso.

Dos minutos después la puerta se abrió con violencia, y Don Nuño, pálido, desencajado, con el pelo erizado y casi sofocándose, penetró en la estancia y se arrojó en un sitial, cubriéndose el rostro con las manos.

-¿Qué tenéis, padre mío? -dijo Don Leonel espantado.

-¡Oh! -exclamó Don Nuño como hablando consigo mismo- ¡esto es horroroso, espantoso, increíble!

-¿Pero qué os pasa, señor? -preguntó el Padre Alfonso.

-¡Doña Catalina muerta, seguramente en medio de horribles tormentos, porque tenía los pies calcinados, y señales de cuerdas en las manos; Don Alonso de Rivera y Don Baltasar de Salmerón, enterrados vivos, según se nota, hasta   —576→   la garganta, y un desconocido muerto en medio del incendio de una casa!

-Pero Rivera y Salmerón ¿salvaron? -dijo Leonel cediendo a un impulso de buen corazón.

-¡No! estaban muertos también.

-¡Qué horror! -exclamó el Padre.

-¿Y nada se sabe de los autores del crimen?

-Muy poco; parece que el hombre muerto entre las llamas de la casa, fue el que enterró a Don Alonso y a Salmerón, porque cerca de él había algunos instrumentos de labranza llenos de lodo, y con yerbas de la misma clase que la que crece en el lugar en que fueron enterrados los infelices; además, él tenía el traje y las manos llenas de lodo, no estaba herido, y quizá el incendio de la casa en que estaba, sería providencial para castigar su crimen.

-¡Pero esto es espantoso!

-¡Horrible! ¿y quién sería ese hombre?

-Uno de los alguaciles dijo conocerle, y que es un famoso ladrón, llamádose Guzmán.

-¿Y Doña Esperanza sabrá esto? -dijo Don Leonel.

-Es probable, porque en este momento no se habla de otra cosa en toda la ciudad; todo el mundo está aterrorizado

-¿Y Catalina? -dijo Don Nuño.

-Es preciso impedir que le den la noticia, así, de repente; sería bueno irla preparando -contestó el Padre Alfonso.

-¡Pobrecita! ¡cuán desgraciada es! yo me encargo de eso.

-Yo quisiera ver a Doña Esperanza -dijo Don Leonel.

-No lo creo prudente -contestó el Padre Alfonso-; iré yo, y le hablaré y procuraré calmar su dolor.

  —577→  

-Dices bien; pero vete pronto: en este momento está sola en el mundo.

-Voy, si lo creéis prudente, padre mío.

-Por supuesto -contestó Don Nuño-; anda, hijo mío, anda, y voy a consolar a mi hija.

El Padre y Don Nuño salieron, y Don Leonel quedó solo en su cuarto, acabando de leer las Memorias de Doña Juana Carbajal.

Cuando el Padre Alfonso llegaba cerca de la casa de Doña Esperanza, venía a lo lejos una gran multitud.

El Padre comprendió que traían allí los cadáveres, y se apresuró a entrar a la casa para impedir a Esperanza que atraída por la novedad, saliese a la ventana y mirase aquel espectáculo.

Un lacayo le detuvo en la puerta de la sala.

-¿Qué mandaba su merced, Padre? -preguntó.

-Deseo hablar con la señora.

-No quiere recibir, Padre.

-Es preciso que le avises siempre.

El respeto al clero era en aquellos tiempos tan grande, que el hombre no vaciló en quebrantar su consigna.

-¿Y qué quiere su merced que le diga?

-Dila que la busca su primo el Padre Alfonso.

-Voy corriendo; pase mientras su merced.

Comenzaba a sentirse ya el rumor de la gente que se iba acercando.

El Padre temblaba, porque creía que el lacayo no llegaba a tiempo.

Pero de repente la puerta se abrió, y Doña Esperanza, pálida y vestida de negro, entró y se arrojó llorando en los brazos de su primo.

-Sabe ya todo -pensó el Padre: y luego en voz alta,   —578→   dijo a Esperanza: -prima mía, habéis sido mi hermana; vengo a acompañaros en vuestra desgracia, y a procurar calmar vuestra pena, si es posible.

-Primo mío, mi mal es tan grande, mi desgracia tanta, que creo que no hay para mí consuelo sobre la tierra.

-¡Oh! leo en vuestro corazón, porque conozco vuestra alma.

-Si me comprendéis, compadecedme.

-¿Le amabais mucho? -preguntó el Padre, creyendo que Esperanza sabía la muerte de Don Alonso.

-Más que a mi misma vida -contestó la joven, pensando que el Padre aludía a Don Leonel.

-Pero Dios ha querido que no fuerais feliz; conformaos con su divina voluntad.

Esperanza se puso a llorar; la presencia del Padre Alfonso había abierto de nuevo su herida.

-Conformaos, conformaos; y ya que sois cristiana, rogad por el que esperamos en Dios que le tendrá en su gloria.

-¡Cómo! -exclamó Doña Esperanza levantándose como loca- ¡cómo! ¿es decir que ha muerto?

-¿No lo sabíais? -preguntó espantado el Padre Alfonso.

-¡Pero no! ¡no! ¡decidme por Dios! ¿cuándo ha sido esto?

-Perdonadme, Doña Esperanza, si así os he dado la funesta noticia; pero creí que ya sabíais el suceso y que... no le amabais tanto.

Doña Esperanza lloraba sin consuelo: en la calle se escuchaba el rumor de la inmensa multitud que acompañaba los cadáveres.

-¿Qué es eso? -preguntó Doña Esperanza, levantandose y dirigiéndose a la ventana.

  —579→  

-¡Oh! ¡no salgáis, señora! ¡no os asustéis, por Dios! ese espectáculo os causaría la muerte.

El Padre Alfonso detenía a Esperanza, que pugnaba por acercarse a la ventana.

-¿Pero qué es? decidme siquiera.

-Señora, no os alarméis, porque debe ser su cadáver.

-¡Su cadáver! ¡gran Dios! ¡su cadáver! -y la joven quiso avanzar, dio un paso y cayó desvanecida en los brazos del Padre Salazar.

Cuando volvió en sí, el fúnebre cortejo había pasado y se alejaba.

-¡Leonel! ¡Leonel! -exclamó Esperanza.

El Padre Salazar creyó que deliraba, y no contestó.

-Decidme -le preguntó de repente la joven- ¿no me engañáis? ¿es verdad que Leonel ha muerto?

-Está como loca -pensó el Padre.

-¡Respondedme en nombre del cielo, señor! ¿Don Leonel ha muerto?

-Señora -dijo el Padre- no os he dicho yo eso.

-¿No me lo habéis dicho? entonces estoy loca: ¿entonces quién ha muerto?

-Señora -contestó el Padre, comprendiendo que había allí alguna equivocación- el que ha muerto es vuestro esposo, Don Alonso de Rivera.

El rostro de Doña Esperanza se trasfiguró; la negra nube que oscurecía su semblante, se disipó repentinamente, y sin pensar en que estaba delante de una persona extraña y que el muerto era su mismo marido, cayó de rodillas y levantando sus ojos y sus manos al cielo, exclamó con un acento profundamente conmovido:

-¡Gracias, Dios mío! ¡gracias!

  —580→  

El Padre la contemplaba absorto, y no se atrevía a interrumpir aquella oración mental.

Por fin, Doña Esperanza se levantó grave, pero serena; tomando una de las manos de Don Alfonso, le dijo:

-Por Dios, señor; vos habéis sorprendido los secretos de mi corazón, y os ruego que no los descubráis a nadie: yo soy libre ante el mundo ya, como lo era ante Dios, porque ese matrimonio lo había yo contraído obligada por la fuerza; pero Leonel no debe saber nada de esto, porque no es libre, porque ama a otra, y porque tal vez muy pronto se encuentre enlazado con esa Doña Catalina.

-Os engañáis, señora, porque mi hermano no puede amar a esa dama, y ese matrimonio es imposible.

-¿Imposible decís? si yo sé que se aman, si los dos son libres.

-A pesar de todo eso, es imposible.

-¿Pero por qué? decidme.

-Porque Doña Catalina de Armijo, la viuda de Don Pedro de Mejía, es hermana mía y de Leonel; es hija de nuestro mismo padre.

-¿Hermana vuestra? -exclamó la joven, enderezándose como impulsada por un resorte- ¿hermana vuestra?

-Sí, señora; hija de nuestro mismo padre.

-¿Y Leonel lo sabe? ¿lo sabe?

-Sí, señora, lo sabe, porque nuestro mismo padre se lo dijo, y porque se ha confirmado en ello al leer las Memorias de mi tía y vuestra madre, Doña Juana de Carbajal.

-¿Es decir que ya no la ama, que no puede amarla?

-La ama como se ama a una hermana desgraciada, a   —581→   una hermana que pronto irá a encerrarse para siempre en un claustro.

-¿Y se acuerda de mí Don Leonel? ¿y os ha hablado de mí?

-Sí, señora, aunque con tristeza, porque le hicieron creer que vos habíais huido del lado de Martín para poder uniros con el que fue vuestro esposo.

-¡Infames! ¿Y quién puede haber dicho semejante calumnia? ¡Oh! ¿y él lo ha creído? ¿y vos no le dijisteis que era eso una maldad, que yo no podía hacer semejante cosa?

-Perdonadme, señora; pero vos comprenderéis que yo nada sabía.

-¿Pero él me ama? ¿me ama a mí? decidme la verdad.

-Creo que más que antes.

-¡Ay, Dios mío! ¡qué feliz soy! ¡libres los dos, me ama! ¡me ama! ¡ah! es preciso que yo le vea, que le hable, que le explique: acompañadme, señor; vamos a verle ahora mismo, inmediatamente.

-No, señora; permitidme que os advierta que en estos momentos, cuando vuestro esposo acaba de morir, cuando la pobre Catalina está sumida en el más profundo dolor, no debéis ir a la casa de mi hermano; sería causar un escándalo, sería mal visto...

-Tenéis razón; pero yo necesito verle, hablarle, y no me es posible contenerme; temo que algún nuevo incidente, que algún acontecimiento funesto, turbe ese porvenir que ya miro tan bello y tan claro.

-No temáis, señora; Dios os ha protegido y os hará feliz, os lo aseguro: además, yo voy por mi hermano, y volverá dentro de poco tiempo.

-¡Qué bueno sois, hermano mío! permitidme que os dé ese nombre.

  —582→  

-Sí, llamadme hermano, porque os amo como a una hermana.

-Pero id, id, no os detengáis, os lo suplico.

-Voy en el instante.

-Y volved pronto y con él.

-Volveremos.

-¡Dios os bendiga, hermano mío! ¡Dios os bendiga, porque me habéis traído la dicha y la felicidad!



  —583→  

ArribaAbajo- XXXIX -

Continúase tratando de la misma materia que en el anterior


El Padre Salazar tomó su sombrero, y salió de la casa de Doña Esperanza verdaderamente satisfecho; entreveía ya la felicidad para su hermano y para aquella joven a quien amaba como si hubiera formado siempre parte de su misma familia.

Llegó así hasta su casa, y se dirigía al cuarto de Don Leonel, cuando de la puerta de una de las habitaciones que había en el corredor, oyó que le llamaban.

Era Catalina.

El Padre Alfonso entró, y Catalina cerró la puerta.

La joven estaba ya serena, y en su rostro se notaba la conformidad de la mujer cristiana después de una de esas tempestades de la vida que hacen cambiar completamente al corazón.

-Entra, hermano mío, entra, y hablaremos un poco; necesito oírte, porque veo en ti al sacerdote y al hermano, y tus palabras serán las de la religión y las del cariño.

  —584→  

-Hermana mía -contestó el Padre Alfonso- Dios te dará resignación, y tu corazón encontrará esa calma y esa felicidad que en vano la buscarías en el mundo, en las aguas purísimas de la religión.

-¡El mundo no tiene para mí atractivos! ¡mi madre ha muerto...

-¿Lo sabes ya...?

-Sí lo sé, y mi alma ha sentido un dolor inmenso, porque puedo sentir ya más de lo que he sentido: ¡pobre madre mía! yo la perdono; ¡ojalá que así la perdone Dios!

-Catalina, ¿has visto a mi padre y a Leonel?

-A mi padre le he visto; él me dio la noticia de la muerte de mi madre: en cuanto a Leonel, pienso no verle hasta el momento mismo de mi partida.

-¿Qué partida?

-Sí, hermano, he determinado marchar a España, y tomar allí el velo en alguno de los conventos de arrepentidas.

-Creo que harás bien. ¿Y quién te acompañará?

-Tú -contestó a la espalda del Padre Alfonso la voz de Don Nuño.

-Será así, si vos lo ordenáis -dijo el Padre.

-Es necesario, y además, esto debe ser muy pronto, porque las urcas están en Veracruz aparejadas ya para darse a la vela.

-Estoy dispuesto. ¿Y cuándo saldremos, señor?

-Esta misma noche: uno de mis amigos me ha dicho que el visitador Don Martín de Carrillo tiene datos para creer, o mejor dicho, para estar seguro de que eres tú el jefe de las conspiraciones que traman aquí los criollos para alzarse con el reino; que hace algunos meses habéis suspendido vuestros trabajos, merced a la actividad con que él os persiguió;   —585→   pero que cuando él se retire, que quizá será muy pronto, no quiere dejar la chispa oculta, exponiendo al reino a nuevos trastornos: él ordena que te envíe yo a la corte, o que de lo contrario, tendrá que llevarte preso a su salida de la Nueva España.

-Vámonos, hermano mío, vámonos -dijo Catalina-; quizá allá encontremos paz y tranquilidad para nuestros corazones.

-Partiremos esta noche -dijo el Padre Alfonso- y ahora, padre mío, deseo hablaros a solas.

-¿Me retiro? -preguntó humildemente Catalina.

-No, hija mía -contestó Don Nuño acariciándola-; nosotros pasaremos a otra estancia.

Y Don Nuño y su hijo pasaron a otra de sus cámaras.

-¿Qué deseas? -preguntó el anciano.

-Solo deciros que Catalina y yo partimos esta noche; Leonel mi hermano queda a vuestro lado: dad vuestro permiso, señor, para su enlace con su prima Doña Esperanza de Carbajal.

-No tengo ya inconveniente; pero apenas hace unas cuantas horas que ha muerto Don Alonso de Rivera; ¿qué dirá el mundo?

-Señor, por medio de la fuerza hicieron casar a mi prima con Don Alonso, no porque él la amase, sino por que querían apoderarse de sus grandes riquezas, según comprendo; mañana lo sabrá todo México, y nadie murmurará de una boda que debía ya haberse olvidado, a no haber sido por los crímenes de Rivera.

-Por mi parte no hay inconveniente; ¿qué dice tu hermano?

-Voy a verle y os diré lo que resuelva, esta misma tarde.

  —586→  

-Anda, hijo mío, y no olvides que esta noche partirás.

-No, señor; siempre estoy dispuesto a obsequiar vuestra voluntad.

Don Nuño le tendió la mano y el Padre Alfonso la besó y salió.

Don Leonel se paseaba agitado en su aposento; al ver entrar a su hermano, se arrojó a su encuentro.

-¿Qué hay? -le preguntó.

-Doña Esperanza desea hablarte.

-¿Pero cuándo, adónde?

-Ahora mismo en su casa.

-Dios mismo, ¡qué feliz soy! -dijo Leonel precipitándose a tomar su sombrero y su espada-. Vamos, vamos. -De repente se detuvo y exclamó-: ¡imposible!

-¿Imposible? ¿por qué? ¿estás loco?

-Loco, no; pero ella amaba a otro hombre, huyó de su casa y se enlazó con él: ¿cómo voy a buscarla?

-Vamos, que ella te explicará todo; ella te ama, y si hay alguien que necesite de perdón, eres tú, tú que te atreves a pensar mal de un ángel como ella.

-Vamos, dijo Don Leonel.

Y los dos hermanos se dirigieron a la casa de Doña Esperanza de Carbajal.

Apenas llamaron a la puerta de la sala, cuando esta se abrió y se presentó Doña Esperanza.

El semblante de la joven estaba encendido como las amapolas del lago, sus ojos brillaban por el placer, tenía la boca entreabierta por una sonrisa de felicidad, dejando ver entre sus rojos labios sus dientes blanquísimos y sus encías nacaradas y frescas.

Vestía un traje negro, sin más adornos que una gran hilera de botones que bajaban por delante desde el cuello hasta   —587→   la orla; su cintura delgada y flexible estaba ceñida por un cinturón negro también, y sus negros y rizados cabellos formaban el fondo en que se destacaba un rostro tan bello como el de un arcángel.

Esperanza avanzó majestuosamente; su elevado talle parecía mecerse agitado por la emoción; tomó con sus manos las dos de Don Leonel, que la miraba extasiado, y las oprimió con delirio, sin pronunciar una palabra.

Aquella demostración tan sencilla era la expresión más elocuente de aquel amor infinito.

-Esperanza -dijo Leonel- ¡cuánto te adoro!

El Padre Alfonso conoció que no debía esperar la respuesta, y se salió sin que lo sintieran los dos enamorados.

-Leonel -dijo Esperanza- ¡cuánto me has hecho sufrir en la vida, cuánto! tú has herido mi corazón virgen, tú jugaste con mi amor, tú no comprendiste lo que yo te quería: ¡ah, Leonel! tú me has ofendido mucho.

-Alma de mi alma, tienes razón; yo te he ofendido, yo herí tu corazón; pero te amo, ángel mío, como no se ama más que una sola vez en la vida; mi corazón es solo para ti: si la sombra de un capricho pasó sobre la pureza y sobre la constancia de mi amor, el fuego que me devora, aliento de mi vida, basta por sí solo para purificarme ante tus ojos: sí, Esperanza, tú lees en mi corazón, tú sabes que te amo; tú lo adivinarías si no te lo dijera, porque el amor se siente como se siente la tempestad que se tiende sobre nuestro cielo: tú comprendes mi pasión, tú sabes que yo pensé en ti para mi esposa: una barrera inmensa se había levantado entre nosotros con tu matrimonio, Dios la ha hecho desaparecer, y ahora que eres libre, vuelvo a tus plantas a pedir tu perdón y tu amor.

  —588→  

-¡Ah! Leonel, ¡cuánto me hiciste padecer! por ti y nada más por ti he aceptado la unión que me propusieron, porque te vi a los pies de otra mujer; si no, hubiera preferido morir: ¿tú sabes lo que yo sentiría al ver que ibas a unirte a otra?

-¿Y no crees, ángel mío, por lo mismo que conoces ese intenso dolor, que estoy más que castigado con haberte visto esposa de otro hombre? ¡Oh, Esperanza! dolor por dolor, si el tuyo ha sido grande, el mío ha sido infinito, porque yo me sentía culpable.

-Leonel, te perdono; ¿me perdonas tú a mí?

-¿Yo a ti, amor mío? ¿y de qué? ¿de qué? Tú eres el ángel que me guía a la felicidad; si no quise seguirte, si te abandoné ¿quién es culpable?

-¿Me amas aún?

-Más que nunca, mi bien, más que nunca.

-Y yo te adoro.

-Pronto serás mía.

-Será el día de felicidad suprema para mí; me parece imposible.

-Ya llegará -contestó Don Leonel besando con pasión una de las manos de Doña Esperanza que tenía entre las suyas.

La encantadora viuda ruborizada, retiró su mano, exclamando:

-¡Leonel!

En este momento llamaron a la puerta, y hasta entonces no se apercibieron los amantes de que el Padre Alfonso había desaparecido.

La puerta se abrió, y un alcalde del crimen seguido de varias personas, entre las cuales se encontraba el Padre Alfonso, se presentó.

  —589→  

-Señora -dijo el alcalde- vengo a tomaros una declaración: excusadme, señora; pero es una cosa precisa, es un negocio de suma gravedad.

-Estoy muy dispuesta a contestaros; podéis comenzar.

-¿Deseáis que se retiren las personas que están presentes?

-No, señor; cualquiera cosa que tenga que decir, será pública, y no necesito del secreto.

-En tal caso, señora, comenzaremos.

El escribano sacó un enorme tintero de cuerno, unas grandes plumas y unos rollos de papel, se sentó junto a una mesa y se preparó a escribir.

-¿Tenéis la bondad de poneros de pie y hacer la señal de la cruz?

Doña Esperanza obedeció.

-¿Juráis por Dios y por su santa Madre, y por la fe cristiana que profesamos, decir verdad en cuanto supiereis y fuereis preguntada?

-Sí, juro -dijo Esperanza, llevando a sus labios su mano derecha, con cuyos dedos tenía hecha la señal de la cruz.

-Que sea a cargo de vuestra salvación y conciencia -agregó el escribano.

Y comenzó el interrogatorio.

El juez preguntaba de manera que apenas podía contestar la dama, mas que sí o no; pero hizo por último una de las preguntas que decía:

-Preguntada cuanto más supiere de todo esto.

Entonces Esperanza dijo al alcalde:

-¿Permitiréis, señor alcalde, que diga todo cuanto sepa?

-Sin duda, señora; que eso es lo que desea la justicia.

Doña Esperanza refirió entonces todo cuanto le había pasado con Don Alonso y con Doña Catalina, y todas las   —590→   crueldades de que había sido víctima, hasta que la obligaron a dar la mano de esposa a Don Alonso.

Todos los presentes escucharon aterrorizados esta relación hasta su fin.

-Verdaderamente, señora -dijo el alcalde- habéis sido víctima de horrorosos atentados; sólo que ya la justicia humana nada puede hacer, porque el cielo ha castigado a vuestros verdugos. Doña Catalina, Don Alonso y Guzmán no existen, y no es posible encontrar al hechor de todo esto; lo más seguro parece ser que ese Guzmán los llevó allí con engaño, y los mató de una manera bien cruel, y que después, por una desgracia o por disposición de Dios, que no permite nunca que los delitos queden impunes, la casa en que estaba Guzmán se incendió, y él pereció entre las llamas: de todos modos, libre estáis ya de vuestros perseguidores, y Dios recompensará vuestros sufrimientos.

-Así lo espero -dijo Doña Esperanza.

-Señora, me retiro; perdonadme la molestia y os deseo mil felicidades.

La joven hizo una reverencia, y el alcalde con su acompañamiento salieron, dejando solos a Don Leonel, Doña Esperanza y al Padre Salazar.

-Aconsejadme -contestó ella dirigiéndose al Padre Alfonso.

-Si seguís mis consejos, oid en primer lugar, debéis trasladaros a la casa de vuestro padre Don Pedro de Mejía.

-Me entristece esa casa.

-No importa; ya veréis cómo se alegra muy pronto.

-¿Y luego?

  —591→  

-No vistáis luto por Don Alonso; todos sabrán lo que hicieron con vos y no lo extrañarán.

-Bien; ¿y luego?

-Luego, ¿para qué queréis que os lo diga? casaos con Leonel si los dos estáis conformes en ello.

Doña Esperanza miró a Leonel, éste la miró también, vacilaron un momento, y luego se arrojaron llorando el uno en los brazos del otro.

-Dios os bendiga -dijo el padre Alfonso algo conmovido.

-Hermano mío -dijo Esperanza tomándole de una mano- vos bendeciréis nuestra unión.

-No es posible, hermana mía; esta misma noche parto para Veracruz; voy a embarcarme, Leonel lo sabe.

-Parte -dijo Don Leonel-; va a llevar a nuestra hermana Doña Catalina, que quiere tomar el velo en uno de los conventos de España.

Doña Esperanza no contestó, y todos tres guardaron silencio.

La sombra del pasado cruzó en medio de aquella escena de felicidad.



  —592→  

ArribaAbajo- XL -

El fin de la historia


La noche había cerrado, y en el patio de la casa de Don Nuño de Salazar se veía uno de esos coches de camino que hacían el entonces largo y peligroso viaje de la capital de la colonia al puerto de Veracruz.

Pero aquel viaje se preparaba sin ruido, sin movimiento, sin escándalo.

Los cocheros esperaban el momento de la partida, y el coche estaba cargado con baúles y cajas.

En un aposento de la casa, Don Nuño daba sus últimos consejos al Padre Alfonso.

-Hijo mío -le decía- vas a la tierra de tus antepasados; allí la nobleza, la inteligencia, y el dinero te abren camino para los altos puestos; allí, hijo mío, nadie se acordará de que eres americano, sino para alabarte; llevas fondos para cubrir el dote y los gastos que necesita tu hermana para profesar. Dios los bendecirá como los bendice su padre. Llama a Catalina.

  —593→  

El Padre Alfonso se levantó conmovido, y el anciano se limpió una lágrima que había procurado ocultar a su hijo.

-Catalina -dijo el Padre Alfonso- llegó el momento.

Doña Catalina apareció entonces vestida de negro y sumamente pálida.

El Padre y su hermana se pusieron de rodillas delante del anciano, que procurando aparecer sereno, echó su bendición sobre aquellas dos cabezas inclinadas.

Aquella bendición caía como el rocío de consuelo, en dos almas tan diferentes y agitadas por pasiones tan diversas.

Eran dos seres desgraciados.

El hombre fuerte, inteligente, vigoroso; el sacerdote de la virtud, que no había tenido en el mundo más anhelo que el de la ciencia, ni más ambición que la libertad de su patria, y que marchaba a tierra extraña con el corazón despedazado, porque dejaba a México cautivo y sin esperanza.

La joven hermosa, que había apurado la copa del placer y de la disolución, y que no había tenido más amor en su vida que el de Leonel, huía del hogar doméstico, a buscar en la soledad del claustro un asilo para llorar sus desventuras y un amparo contra las tormentas de la vida.

La una iba impulsada por el arrepentimiento de lo que había hecho en el mundo, huyendo de él.

El otro, devorado por el despecho de lo que no había podido hacer, huía también.

-Hijos míos -exclamó el anciano-; yo os bendigo, y la bendición de un padre que ama a sus hijos, es la bendición de Dios: no olvidéis mis consejos, y rogad a Dios por vuestro padre.

Los jóvenes se levantaron y se arrojaron llorando en el seno de Don Nuño, que los recibió en sus brazos.

El Padre Alfonso tuvo más presencia de ánimo; se arrancó   —594→   de los brazos del anciano, y tomando de la mano a Doña Catalina, salió llorando del aposento.

El viejo permaneció inmóvil mirándolos, hasta que la puerta volvió a cerrarse; entonces con una voz que salía del fondo de su corazón, exclamó, volviendo a bendecir el lugar por donde él suponía que aún estaban:

-¡Hijos míos! ¡hijos míos! ¡Dios os bendiga! -y se dejó caer sobre un sitial.

Doña Catalina, siguiendo a su hermano, salió del aposento de su padre; sin alzar siquiera el rostro atravesaban ya el corredor, cuando oyeron una voz que decía:

-¡Alfonso, Catalina!

La joven, como herida por una corriente eléctrica, volvió el rostro, y vio a Don Leonel; y ella y Don Alfonso se arrojaron en los brazos del joven, sin hablar.

-¡Adiós! -dijo el Padre desprendiéndose.

-¡Adiós, hermano mío! -contestó Don Leonel conmovido.

-Leonel -exclamó Catalina- ¡adiós para siempre! ¡para siempre!

-¡Adiós para siempre, hermana de mi corazón!

Catalina siguió al Padre; pero al llegar a la escalera, volvió el rostro y miró a Don Leonel que los contemplaba con las lágrimas en los ojos; no pudo contenerse, lanzó un grito y volvió corriendo a precipitarse entre sus brazos.

-¡Vámonos! -dijo el Padre tomándola de una mano-; ¿para qué quieres herir más tu corazón?

-¡Para siempre! -dijo Catalina.

¡Para siempre! -contestó Don Leonel-; y se separaron.

Poco antes de retirarse, la joven hizo otro esfuerzo, y tomando una de las manos de Don Leonel, imprimió en ella un beso, en que parecía querer dejar el alma.

  —595→  

El joven retiró su mano y se precipitó en su aposento.

Pocos momentos después se escuchó el ruido del coche que comenzaba a caminar y salió de la casa de Don Nuño.

Don Leonel se tapó los oídos, porque en medio de aquel ruido que se alejaba, le parecía escuchar la voz de Catalina que le decía tristemente:

-¡Para siempre! ¡para siempre!

Y él instintivamente le contestaba también:

-¡Para siempre! ¡para siempre!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Al siguiente día, Martín buscó a Doña Esperanza, y supo que vivía ya en la casa de su padre Don Pedro de Mejía, en la posesión de cuyos bienes había entrado.

Martín determinó no verla ya, y Don César y Teodoro aprobaron su resolución.

En toda la corte no se hablaba mas que de las desgracias de Doña Esperanza y de las maldades de que había sido víctima; todos atribuían a un milagro su salvación; y el nombre de Martín Garatuza no se escuchaba para nada en aquellas conversaciones.

Los esfuerzos y el triunfo de Martín no eran ni siquiera conocidos.

¡Así es el mundo en su gratitud!



  —596→  

ArribaEpílogo

Por un estrecho y escabroso sendero, que practicado entre la maleza y los riscos, conducía a la cresta de una de las elevadas montañas que rodean el extenso Valle de México, caminaban tres hombres, caballeros sobre tres soberbios corceles.

Ninguno de ellos hablaba, y uno en pos de otro trepaban por aquellas escarpadas sierras, deteniéndose a cada momento para no fatigar demasiado a sus cabalgaduras.

El que guiaba en la marcha, era un negro de elevada talla y robustos miembros; seguiale después un caballero joven, pero que mostraba en su semblante las huellas de profundos sufrimientos, y al último caminaba un hombre como de cuarenta años, que revelaba en la viveza e inquietud de sus miradas toda la astucia y la sagacidad de la zorra.

Comenzaba a distinguirse una planicie en la cumbre de uno de aquellos cerros, y allí una casa de madera medio arruinada ya por la intemperie.

-Señor Don César -dijo el negro deteniéndose y hablando   —597→   con el caballero que le seguía; mirad, aquella es la casa de Guzmán, y desde aquí presencié yo la desgracia de Doña Blanca.

Don César no contestó, y se puso a contemplar el punto que le señalaba el negro.

-Teodoro -preguntó el tercero de los viajeros- ¿acaso aquella cruz estaba ya en la orilla del Barranco?

-No, Martín -contestó el negro-; cuando yo volví en mis sentidos, después del accidente que me causó la vista de aquella desgracia, obligué a la vieja que me había traído, a plantar esa santa cruz en el mismo lugar en que estaba parada Doña Blanca cuando se precipitó.

-¡Pobre mártir! -exclamó Martín-; no me arrepiento de lo que hicimos con Don Alonso.

-Ni con Guzmán -agregó el negro.

-Adelante -dijo Don César.

Teodoro emprendió de nuevo el camino, y llegaron muy pronto a la meseta que se formaba en la cima.

Don César se bajó de su caballo; los demás le imitaron y los animales fueron atados a las columnas de madera formadas de troncos de árbol, que sostenían el techo de la casa que había sido habitación de Guzmán.

Don César estaba sombrío, Martín no le perdía un instante de vista; Teodoro, triste y cabizbajo, no hablaba una palabra.

-Teodoro -dijo Don César- ¿adónde está esa cruz estaba Doña Blanca?

-Sí, señor; mirad: Guzmán se había colocado en esa peña, vuestra esposa estaba en esa punta que se levanta entre la barranca; hablaban y accionaban; yo no oía lo que se decían; Guzmán dio un paso adelante, se escuchó un gemido, y vi volar al abismo a Doña Blanca.

  —598→  

Don César no contestó; siguió avanzando hasta el pie de la cruz, se quitó su sombrero y se arrodilló.

Con el rostro inclinado, el desgraciado amante de Doña Blanca oró y sollozó largo rato; los otros dos lo contemplaban con respeto.

Después, se levantó con mucha serenidad, se acercó a la orilla del torrente, contempló aquellas aguas que chocando contra las rocas se tornaban en un pequeño lago hirviente y espumoso, alzó los ojos y las manos al cielo y se arrojó al abismo...

Pero en aquel mismo instante una mano de acero lo sujetó de la espalda de la ropa, y lo retiró del borde del barranco.

Don César volvió el rostro con indignación, buscando quién lo había detenido.

Era Teodoro, que había seguido todos sus movimientos, que había adivinado sus intenciones.

-Dios te lo perdone -dijo calmándose repentinamente Don César-; iba a unirme con Blanca.

-Ibais, señor, a separaros de ella, por toda una eternidad: ella se dio la muerte por salvar su pureza; es una mártir, está en el cielo, en el coro de las vírgenes escogidas; vos ibais a morir por la desesperación, los réprobos os aguardaban ya. Pensad si os uniríais a Doña Blanca, pensadlo, señor, y si insistís, os dejaré en libertad de morir.

Don César inclinó la cabeza, meditó y lloró, y luego como iluminado por un relámpago, exclamó:

-Eso es, no moriré; viviré aquí, aquí para orar siempre por Doña Blanca, para recibir aquí la muerte cuando Dios sea servido de enviármela: idos, aquí me quedo...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

  —599→  

De los tres hombres que habían subido a la montaña, sólo dos volvieron al Valle.

Don César de Villaclara quedó allí haciendo esa vida de soledad y de penitencia mística y contemplativa de que tantos ejemplos nos traen las historias de aquellos tiempos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Aquella misma noche se celebraba en México con grande pompa el casamiento de Don Leonel de Salazar con su prima la hermosísima y rica señora Doña Esperanza de Carbajal.

Entre las gentes que miraban por la calle la luz que salía por las ventanas en la antigua casa de Don Pedro de Mejía, se podían notar dos hombres embozados en largas y negras capas, que hablaban en voz baja.

-Teodoro -decía el uno- me alegra esta boda por lo que quiero a Don Leonel y a Doña Esperanza, siento el corazón despedazado al pensar que así debieran haberse celebrado las bodas de la desgraciada Doña Blanca y del infeliz Don César, a quien hemos dejado en la Sierra metido a ermitaño.

-Es verdad; pero estos jóvenes merecen ser muy felices, Martín -contestó Teodoro.

-También aquellos, y no lo fueron.

-Eso prueba que la virtud ni trae la desgracia, como dicen los impíos, ni la felicidad, como aseguran los hombres de la Iglesia.

-¿Qué es, pues, la felicidad? ¿qué la produce?

-Es un conjunto casual de circunstancias y se produce por la casualidad.

-¿Y Dios?

-Allá -dijo Teodoro señalando al cielo- allá da sus castigos   —600→   o sus recompensas; aquí deja la libertad al hombre para obrar.

-Por esa libertad misma -contestó Martín sonriéndose- me marcho mañana mismo, porque ya la justicia sabe que no he muerto y que vivo por desgracia de ella.

-Haréis bien.

Y los dos embozados en sus capas, se pusieron en marcha y se perdieron en las sombrías calles de la capital de la colonia.