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Mártires o libres: un dilema estético. Las víctimas de la cultura en "El Matadero" de Echeverría y en sus reescrituras

Cristina Iglesia





Para la historia de la literatura argentina, El Matadero es el primer relato, el primer cuento. Su aparición marca el momento en que una ficción en prosa surge con la única fuerza de su dramaticidad interior entre el fárrago doctrinario de la producción de los escritores del 37. Su constitución en texto fundacional es, en realidad, una construcción de la crítica argentina del siglo XX: El Matadero no fue publicado en vida de Echeverría. Escrito probablemente entre 1838 y 1840, fue descubierto por Juan María Gutiérrez entre los papeles de Echeverría y puesto en circulación en 1871, en la Revista del Río de la Plata.

Es sólo desde 1950 que se le adjudica un género ficcional. Desde entonces, la crítica y la narrativa del siglo XX han vuelto una y otra vez a El Matadero y esto es así porque funciona como el génesis, porque el origen de las cosas siempre es inquietante y porque este breve texto de violencia eficaz y armadura estrafalaria parecería contener todas las preguntas sobre la literatura nacional. Piglia, por ejemplo, ha leído El Matadero como la contracara atroz de la primera página del Facundo: ambas serían versiones del enfrentamiento entre civilización y barbarie; sólo que en Sarmiento el héroe unitario, que es el propio Sarmiento, salva su cuerpo con el exilio, mientras que en el relato de Echeverría el héroe, en vez de huir y exiliarse, se acerca a los suburbios, se interna en territorio enemigo. Viñas ha escrito que la literatura argentina emerge alrededor de la violación como metáfora mayor pensando precisamente en este relato y Jitrik ha seguido con precisión la emergencia, en el texto de Echeverría, de la ficción que escapa al propósito ejemplificador y político de su autor1.




Pueblo y artista: la violencia de la escritura de los otros

En El Matadero el pueblo es sordo, ciego y sobre todo dócil ante los mandamientos de los federales. El Matadero se propone representar al pueblo en un momento particularmente crítico. El momento es difícil porque el sistema impugnado por los intelectuales por dictatorial y represivo se atribuye las marcas de lo popular, las exhibe a cada paso. Artista y pueblo están brutalmente distanciados y el narrador elige el reproche engarzado en la ironía: no hay peor sordo que el que no quiere oír, ni peor pueblo que el que no quiere escuchar la palabra ilustrada y salvadora de los que se oponen a Rosas. La distancia irremediable ratifica la inutilidad de quedarse y la conveniencia del destierro. El Matadero fue escrito con un pie en el estribo. Justamente porque problematiza una disyuntiva dramática para la palabra esclarecedora de los ilustrados: a quién hablar si nadie quiere oír, a qué pueblo adorar si el que buscamos adora a los tiranos y para quién escribir si el pueblo no nos leerá. El dolor y la frustración que la distancia instalada entre el pueblo y el artista produce, está también en el origen de la furia del texto.

El Matadero es un relato sobre la violencia de los cuerpos que apuesta a producir con las palabras el efecto de violentar al lector, del mismo modo que las acciones violentan al héroe unitario. Hay dos niveles de violencia en El Matadero. Una del orden de las acciones y de las palabras dirigidas al héroe, que lo humillan, lo vejan, lo violan y que violentan al lector como espectador. Otra, la de las palabras que sólo se dirigen al lector. Es tan violento leer la vejación del unitario, que es uno y que sólo puede defenderse del ataque físico de los muchos con palabras, como leer la frase «ahí se mete el sebo en las tetas la tía».

Un pequeño relato de diez palabras que narra con un lenguaje nuevo una naturalidad también nueva en la literatura argentina: esta mujer, mulata o negra, se mete el sebo, la grasa de un animal recién carneado, entre las tetas, con la misma naturalidad con que una dama de los salones despliega su abanico para abanicarse el pecho. Esta frase es la apertura hacia otro mundo, es el intento de narrarlo desde sus propios códigos. Gutiérrez el exhumador, no puede leer frases como ésta sin intentar disculpar a su autor: frases como ésta tendrían que ver con la prisa y la falta de serenidad del que las escribe, remitirían más bien al orden de la reproducción mecánica de la realidad: Echeverría es como el tipógrafo que estampa las palabras que escucha, el tipógrafo que no tiene que reproducir fielmente «el natural». Y al intentar la disculpa, Gutiérrez inicia una manera de leer el texto: El matadero como apuntes del natural, como lo más natural que la literatura del siglo XIX haya producido porque precisamente la reproducción y no la elaboración literaria regirían su estética.

Echeverría enfrenta el problema de la representación del pueblo con varias estrategias convergentes. Una de ellas consiste en elegir el matadero del Alto como borde, como ejemplo de la presencia ubicua del régimen rosista. «La federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero», comienza diciendo, para terminar el relato con el matadero como origen, como causa: «puede verse que el foco de la federación estaba en el matadero». En este vaivén, un personaje, el juez del matadero, del que sólo importa en el texto el modo de nombrarlo, es a la vez el que reúne la capacidad de juzgar el delito y de provocarlo. Hay un procedimiento de sobremarcado en la escritura: de entre la chusma resaltan los carniceros; de entre los carniceros, Matasiete y el Juez de un matadero convertido ya en pequeña república con leyes y delitos propios.

La pequeña república del matadero es un campo de horrible carnicería. El juez es también caudillo de los carniceros y ejerce el poder por delegación de Rosas. La palabra delegación cobra así un matiz de inusual atrocidad: refuerza la impunidad de las decisiones de un hombre común.

Otra estrategia consiste en instalar carteles en el espacio bárbaro, como los que, escritos en rojo sobre las paredes blancas, dicen «Viva la federación, Viva el Restaurador y la heroína Encarnación Ezcurra, Mueran los salvajes unitarios». Pero lo que los letreros rojos dicen no es suficiente por sí mismo: el texto elige la sobreescritura, la explicación del sentido de los carteles, del sentido de los nombres propios. En este apartado, El matadero puede leerse como una serie de letreros negros, llenos de saberes útiles, de avisos al lector: «pero algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta esposa del restaurador...». El texto desata así un combate de letreros de la razón, en negro sobre blanco, que explican a través de los exempla la manera de atravesar el plano, marcar sus zonas ocupadas, guiar al lector, lograr que no se confunda, que no se mezcle.

El letrero es la indicación más clara del temor a la indiferenciación, el temor a la imposibilidad de nombrar, es decir, separar. La cosa tiene un nombre pero el letrero la escribe, la subraya, la sobrenombra. Produce con la palabra una distancia que permite su reconocimiento. Permite también, que una palabra se escriba sobre otra.

En La ciudad ausente, la novela de Piglia, se dice: «la locura del parecido es la ley», una ley impuesta por el estado represor. Se trata de parecer lo que se es: si se es un militante uno debe parecer un militante, vestirse como, actuar como, para no ser descubierto. La lectura del estado, el registro del estado, no se detendrá en quien se parece a lo que es porque, ostentando el parecido con lo real, no se es real. Frente a la sordera y a la ceguera del lector, Echeverría elige, por el contrario, la sobreescritura, los letreros que señalen al delito y al delincuente que presagien el martirologio: es peligroso no disimular lo que se es. Otra clara elección de El matadero es una fuerte y prácticamente infranqueable delimitación de zonas: un ejemplo rotundo de ese procedimiento es la construcción de la escena final. En ella, el unitario habla desde un lenguaje «elevado» hasta lo insostenible para subrayar el carácter bajo del lenguaje de los sayones. Ni siquiera en la brutalidad carnal de la escena final pueden acercarse los dos mundos. El escenario del crimen está habitado por una utillería que contiene elementos de ambos mundos. En un rincón, recados de escribir sobre una mesa china; y a un costado, casi como un telón de fondo, un hombre, un soldado quizás, entona solitario y concentrado «La refalosa», precisamente «cuando la chusma, llegando en tropel al corredor de la casilla, lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la sala»: «a ti te toca la refalosa», grita uno de los federales, y la frase es todo lo ambigua que puede esperarse de una situación que se empeña en mantener las distancias también en las palabras. En el «Avellaneda», un poema en el que Echeverría cifra muchas esperanzas de gloria, los versos grandilocuentemente elevados narran la huida del héroe, y el momento en que es traicionado y encara su destino final, su muerte en manos de Oribe, secuaz de Rosas. Pero en el interior de un poema escrito desde la perspectiva unitaria, un golpe de timón cambia de bando la mirada del texto, y al hacerlo cambia de ritmo y de rima para narrar a la chusma federal contemplando la escena en que Avellaneda llega, por fin, al campamento de Oribe:



¡Cuál será el gobernador?
¿El más viejo o más muchacho?
El de la barba sin flor.
Lástima es; parece un guacho
Con los aires de señor.

Y oyen cantar en redor:
Salud al gobernador
Del rebelde Tucumán;
No quiere ya ser traidor,
Y se aparece en Metán
Con bonete de Doctor.

Le jugaron una treta
Los de la Federación;
Y perdiendo la chaveta,
Como perdiera el bastón,
Viene en desnudez completa.

Y oyen cantar en redor:
¡Salud al gobernador!

Buena acogida le harán
Los federales aquí;
Otro bastón le darán;
Camiseta le pondrán
Con bonete carmesí.
Y a zapatear con primor
Aprenderá fácilmente
La resbalosa de amor,
Que hace federal ardiente
Al salvaje más traidor.

Y oyen cantar en redor:
¡Salud al gobernador!2



Estos octosílabos de la copla popular que irrumpen para narrar cómo acosan los federales con la mirada y con el canto al que pronto será mártir unitario tienen mucha más cercanía con el vértigo perverso de risa, frenesí y terror de «La refalosa» que con el final de El Matadero. Y así como El Matadero no necesita notas al pie sino que las incorpora como letreros al texto, el «Avellaneda» está rodeado de notas. Y estos versos que transcribimos están seguidos de una nota que explicita en prosa didáctica, la diferencia que distingue lo que la eficacia de la copla había logrado unir, vuelve a separar el estilo de los federales del estilo unitario del poeta: «Damos esta pequeña muestra del estilo liberal-burlesco puesto de moda entre los suyos por Rosas, Restaurador del arte de escribir como lo es de las leyes». Si el proceso de restauración ha llegado hasta el arte de escribir, escribir en el estilo liberal burlesco del restaurador es la mejor prueba de que se puede pisar, también en el plano de las palabras, el terreno del adversario: Echeverría puede parodiar el estilo burlesco de la restauración de la escritura que no es otro que el estilo popular de unir imagen, ritmo, música.

Sin embargo, a pesar de esta diferencia esencial, hay algo en común en estos dos textos y es que ambos colocan en el centro la figura de un hombre que avanza hacia su muerte. Avellaneda va desnudo y fumando hacia la muerte, un poco como el general Quiroga iba en coche al muere, y el unitario de El Matadero avanza al trote inglés, con su cuerpo vestido de ropas unitarias.

Finalmente, Echeverría pone en movimiento el manejo eficaz de una lente que se acerca y se distancia de su objetivo de acuerdo con las necesidades del relato:

La perspectiva del Matadero a la distancia, era grotesca, llena de animación. Pero a medida que se adelantaba, la perspectiva variaba. El espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco, aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria, peculiar del Río de Plata.



Es decir que puteadas, bolas de carne, cuajos de sangre, pelotas de barro se arrojan sobre los cuerpos y sobre el lector, con el único justificativo de que la perspectiva se torne más brutal a medida que el narrador se acerque.

Estos excesos necesitan algún límite, y entonces sobreviene la frase: «Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo, preciso es hacer un croquis de la localidad». Y ahí comienza el croquis: «El Matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al sud de la ciudad...».

Hacer el croquis significa delimitar la zona de lo inmundo, recortarla, aislarla, para poder narrarla con intensidad, pero sin desbordes, sin que el exceso de las voces, de los cuerpos y de las acciones pueda contaminar el otro lado de las cosas. Si es preciso escribir frases como «Ahí se mete el sebo en las tetas la tía», el narrador debe asumir que la voz no puede permanecer neutra sino que se contagia de la carnalidad que es también oralidad ajena3.

Ya no se trata sólo de reproducir un diálogo entre ellos (plagados de palabras como huevos, cojones, cuajos y vergazos) sino, también, de que el texto pueda ponerlos exactamente en su lugar, en el lugar de la pequeña clase proletaria; se trata de un enunciado, una definición que el texto produce con fruición, un enunciado que connota distancia por su tufillo científico: los miro, así son los otros, pequeños, y precisamente por eso puedo clasificarlos, darles un nombre genérico que, a la vez, los torne diminutos, observables: pequeña clase proletaria. El enunciado contiene, impide el desborde, el contagio con la carnalidad, que quiere ser dicha en otras zonas del texto.




Pequeños asesinatos republicanos

Un toro desbocado en medio del matadero desboca el lenguaje del texto: «las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca», alarde de ingenio popular, es el desborde pero también es un tope. El pueblo compite en la obscenidad y en las puteadas, es la única competencia posible, la brutalidad de los cuerpos, la brutalidad del lenguaje.

¡Alerta! ¡Guarda los de la puerta! ¡Allá va furioso como un demonio! Y en efecto, el animal, acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando entrambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Diole el tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo de la asta, crujió por el aire un áspero zumbido, y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta de corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño, cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.



La escena describe algo que puede suceder cualquier día de trabajo en el matadero. Hay, sin embargo, algunas novedades este día: entra un toro al que no se esperaba, el toro se desboca, un niño es degollado, pero estas novedades son absorbidas por la rutina de una faena que consiste en matar.

Un toro cuyos genitales fueron exhibidos es espoleado en la cola por dos picanas agudas. Un niño se hamaca sobre su caballo de palo, un niño juega sobre la mugre del matadero. No tiene juguetes sino su caballo de palo que es un puro palo al que sólo la forma de horqueta le otorga el parecido con un caballo.

Puede ser el mismo niño que un poco antes había embadurnado el rostro de una tía con sangre, o uno de esos dos muchachos que se adiestran en el manejo del cuchillo. Puede ser un niño solitario que contempla todo, como el narrador, desde un lugar privilegiado, pero que no podrá ver el final del relato. En El Matadero la cámara del viento es la que narra el degüello del niño: un niño pobre, un niño proletario, un espécimen, uno -diferenciado del genérico pequeña clase proletaria-, un niño que obtiene la muerte como el niño proletario de Lamborghini4.

Este es un degüello del destino: un muchacho degollado por el lazo -no por una mano humana-, degollado por la mano del destino, inexorable como la que aguarda a cada niño proletario a la vuelta de cada esquina. Ese carácter inexorable hace exclamar al narrador de Lamborghini, que usa por primera vez la primera persona: «Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario».

En el uso genérico de una biografía tipológica, «El niño...» de Lamborghini produce tres cambios simultáneos: el plural del narrador, el todo que se vuelve uno y el cambio de nombre. En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario. Stroppani era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de ¡Estropeado! [...] ¡Estropeado!, con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y los periódicos bajo el brazo (representación y encarnación del universal), venía sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo, yo.

Y como «la excecración de los obreros, también nosotros la llevamos en la sangre», ¡Estropeado! termina mutilado, violado y ahorcado:

-Con un alambre -dijo Esteban en la calle de tierra donde empieza el barrio precario de los desocupados. [...] Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.



Pero más que el final, importa lo previo, la agonía: «Desde este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto», escribe Lamborghini en los 70, años en los que los poetas y los narradores también intentaban representar al pueblo, hablar de sus dolores, decir sus sufrimientos.

Este hecho perfecto, desde el punto de vista de la representación literaria, es lo que Echeverría logra en la frase más hermosa del relato. Esa frase bien vale un curso de literatura argentina. Pero en el texto de Echeverría, lo que convierte en perfecta la muerte del niño proletario es la ausencia de agonía, el inmediato y casi sutil procedimiento por el cual el niño muere. Estamos en la delicadeza y el terror del detalle realista: producir con la literatura el efecto de la violencia y de la sutileza al mismo tiempo. Un niño proletario que muere tan bellamente es, después de todo, preservado, en un instante fugaz, de sufrir la vida inmunda del matadero.

Propongo leer el texto de Lamborghini como la inversión de los crímenes de El Matadero. Allí, un niño proletario es violado por tres niños burgueses y ahorcado en el lugar que le pertenece, en el barrio precario de los desocupados. Es decir, un niño proletario que participa del simulacro de plural de una escuela pública es vuelto al lugar de donde nunca debió salir. Contra el mito uniformador, en la escuela sería escrito como uno, «nosotros teníamos a uno, un niño proletario», y sería tratado como el indeseable por su diferencia y, después de vejado y muerto, tirado, devuelto al barro proletario. Nuevamente hay un cruce de fronteras: como en El Matadero, en el pasaje del toro y del unitario, cuando el joven burgués es violado y muerto por más de tres groseros federales.

El unitario cruza el límite, alardea con los letreros de su cuerpo, está gritando su diferencia, está paseando su diferencia por un sitio en el que no puede hacerlo, está mostrándose unitario, no frente a Rosas sino frente al pueblo federal, que no perdona.

La pequeña gente proletaria -dice el texto de Echeverría- es capaz de matar a un hombre porque tiene barba en vez de bigote, porque monta en silla inglesa, porque no tiene divisa: ésta es la única lectura posible, el único alfabeto que puede descifrar, y esa lectura le basta para matar o morir. Gutiérrez lo dice textualmente en su «Advertencia», cuando exhuma el texto en 1871: el unitario es una víctima de su cultura. En El Matadero, la violencia y la vejación son absolutamente gratuitas desde la lógica de la guerra. La única justificación posible es la necesidad de que un bando no ocupe el espacio del otro. En el texto de Lamborghini tres muchachos burgueses pueden violar y degollar a un niño proletario porque tiene en la cara, en la expresión, las marcas de su cultura. Ambos, unitario y niño, resultan víctimas de sus propias culturas o más bien de las señales explícitas de sus culturas que los hacen reconocibles cuando se mueven de lugar.

Acá la inversión es posible porque, como ha escrito Barthes, en el verosímil lo contrario jamás es imposible, puesto que la notación reposa sobre una opinión mayoritaria, pero no absoluta. La notación, en el caso de El Matadero, reposa efectivamente sobre una opinión mayoritaria, pero no absoluta.

En El Matadero, el círculo que se ha abierto con la estampida de la escritura a partir de la corrida del toro por la ciudad se cierra con la frase: «Del niño degollado no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio».

El círculo que se cierra sobre el toro es el mismo que se cierra sobre el niño y sobre el unitario, pero de una manera diferente. «De esa manera se cierra el círculo, de esa manera se completa», dice Lamborghini.

Del toro al lazo, del lazo al niño degollado. El impersonal señala el desastre. «Se mata a un niño -dice Maurice Blanchot-. Desafío a quien sea que logre diferenciar muerte y asesinato, y sin embargo, hay que separar estas palabras». Porque el desastre, que según Blanchot se hace cargo de todo, no se hace cargo de esta distinción.

El Matadero es un banco de prueba de la representación del pueblo y sus peligros. El texto irritado termina condenándolo. Lamborghini enfrenta el desafío de una tradición realista congelada y logra desviarla. Sin embargo, ambos trabajan la violencia como crímenes impunes sobre víctimas de la cultura. No hay castigo. Sólo la literatura se hace cargo del desastre.





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