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ArribaAbajoXavier Zubiri


ArribaAbajoTres apuntes

Quien desee conocer desde su fundamento el pensamiento filosófico de Xavier Zubiri, hará bien leyendo las tres páginas finales del estudio Hegel y el problema metafísico. La tercera metáfora sobre el ser humano que en ellas se propone -el hombre como «la auténtica, la verdadera luz de las cosas»- le ayudará a comprender la personal situación de Zubiri en la historia de la Filosofía; la escueta afirmación de que el primero y el último de los problemas filosóficos «no es la pregunta griega: ¿Qué es el ser?, sino algo, como Platón decía, que está más allá del ser», le indicará cómo la mente de Zubiri da inicial expresión metafísica a esa tercera situación del hombre vocado al oficio de filosofar; la frase con que el estudio concluye le mostrará quintaesencialmente la posición del filósofo en el pensamiento español. En esa breve frase va a tener principio y tema mi reflexión. Veámosla, pues, dentro de su contexto más inmediato. Recuerda Zubiri el texto en que Aristóteles atribuye a la melancolía, a una melancolía por exuberancia de salud o katà physin, la disposición del hombre para el saber filosófico; interpreta luego esa condición melancólica como un modo de sentir la soledad, distinto del que enseñaron Descartes y Hegel, y añade: «La soledad de la existencia humana no significa romper amarras con el resto del universo y convertirse en un eremita intelectual o metafísico: la soledad de la existencia humana consiste en un sentirse solo y, por ello, enfrentarse y encontrarse con el resto del universo entero. Esperemos que España, país de la luz y de la melancolía, se decida alguna vez a elevarse a conceptos metafísicos.»

No creo que en toda la producción escrita de Zubiri haya ninguna otra alusión al problema intelectual de España. De ahí que mi actual pesquisa haya de tener, por lo menos, tres partes: España como país de luz y melancolía; España en cuanto posible patria de conceptos metafísicos; la ascesis verbal de Zubiri frente al «problema de España». A modo de ilustración o paradigma mostraré luego cómo puede ser ejemplar erga hispanos la actitud zubiriana frente al pasado.

I. Que España es «país de luz», en el más literal sentido de la expresión, lo saben bien cuantos viajeros cierran sus ojos soñolientos en la raya de Francia y los abren de nuevo, vencidos ya la noche y el sueño, a la cruda e hiriente claridad de la paramera de Ávila. Que lo es también en sentido metafórico, lo demuestra cumplidamente el tantas veces nombrado y comentado «realismo» de los españoles. Sea metafísico, como en la mente de Suárez, o sólo sensorial, como en la mollera de Sancho Panza, ¿qué es, en efecto, el «realismo», sino un aserto de que las cosas son -usaré el decir del propio Zubiri- a la luz de la existencia humana?

No menos demostrable es la visión de España como país de melancolía. ¿O es que necesita demostración esa tesis? Desde el suspiro con que Mío Cid comparece en el teatro de nuestra historia:


Sospiró Myo Cid ca mucho auie grandes cuydados,

hasta los versos recientísimos de José María Valverde:


La alegría, que no es contraria a la tristeza,
sino el mirar más lejos, entornando los párpados
y adivinar el símbolo del ser...,

¿qué otra cosa sino melancolía saludable y no melancolía biliosa es lo que ha solido fluir por entre las telas más íntimas del corazón español? Recordad, si no, el temple anímico de Jorge Manrique y el «dolorido sentir» de Garcilaso y Azorín; pensad cuál es el humor que domina en el cuerpo de don Quijote, y más a la hora en que va encontrando la verdad de sí mismo y del mundo; traed a vuestra memoria los pálidos rostros castellanos de El entierro del Conde de Orgaz; considerad cómo el delicado e implacable Antonio Machado:


¡Ay de la melancolía
que llorando se consuela!,

llega a negar entereza al carácter melancólico que no puede resistir la acción removedora del llanto. ¿Cómo negar que todo un flanco espiritual de España tiene en la melancolía su ingrediente y su pábulo principales? A diferencia de la alegría célica o del gozo terrenal que otros pueblos han sabido cantar -aquélla, Shiller, en los versos de An die Freude; ésta, D'Annunzio, en su Laus Vitae-, la alegría española lleva siempre en su trama un aceitunado entrevero de melancolía.

Melancolía, esto es, descubrimiento y fruición de la soledad. No es azar que Karl Vossler pudiera escribir todo un libro en torno al sentimiento de la soledad en la poesía española; libro, esto es lo decisivo respecto a mi actual propósito, fácilmente ampliable en extensión y en profundidad. «Los portugueses y los españoles -escribe Vossler- han sido los primeros en dar a los sentimientos de abandono y de inclinación a la soledad una expresión realmente moderna.» Y eso que el gran romanista no conocía las jarchas que hace poco han exhumado hebraizantes y arabistas, esos balbucientes arroyuelos de soledad entre gustosa y dolorida: «Sin el habib [el amigo], non vivrayu.» Pero el amigo existe, aunque ausente, y esa seguridad otorga un sabor agridulce al sentir del alma que tan sola se declara.

Sigamos fielmente la línea del pensamiento de Zubiri. «Mientras la soledad significa, para Descartes, replegarse en sí mismo, y consiste, para Hegel, en no poder salir de sí -enseña nuestro autor-, es la melancolía aristotélica justamente lo contrario: quien se ha sentido radicalmente solo es quien tiene la capacidad de estar radicalmente acompañado. Al sentirme solo, me aparece la totalidad de cuanto hay en tanto que me falta. En la verdadera soledad están los otros más presentes que nunca.» Traducida en conceptos metafísicos, o vivida preontológicamente como un puro y real sentir del alma, ¿no es equiparable a la aristotélica la melancólica soledad de los españoles? No nos dejemos engañar por la primera apariencia de la letra. Según ésta, el sereno gusto por la convivencia que Aristóteles declaró a Nicómaco -«Nada es tan propio de los amigos como la convivencia» (Eth. Nic., VIII, 6, 1157 b)- sería la antítesis de la vehemente pasión por la soledad que el hispánico Quevedo recomendará veinte siglos más tarde a todos los capaces de


Vive para ti solo, si pudieres,
pues sólo para ti, si mueres, mueres,

Pero quien haya sabido traspasar la letra del poeta castellano -y la de todos cuantos en castellano han escrito- pronto habrá percibido que bajo esa imprecación retórica late un hondísimo sentimiento de privación, un descubrimiento negativo, por ausencia, de «la totalidad de cuanto hay». La soledad del español, sea místico desasimiento de todo lo creado, canto lírico o, más popularmente, soleá, lleva siempre en su almendra psicológica -y, por lo tanto, en su trasfondo metafísico- el enfrentamiento de un espíritu solitario con la realidad que no es él y le falta: Dios, los demás hombres, el diverso mundo de las cosas. Scheler, que necesitó de la fenomenología para descubrir la condición, coexistencial de Robinson, sólo hubiera necesitado el ejercicio de la intuición directa para advertir la índole conviviente del solitario don Quijote.

II. España, país de luz, melancolía y soledad. Así es, hasta cuando la fe mueve a cerrar los ojos (recuérdese el sentido de las «lámparas de fuego» en Llama de amor viva), o cuando la alegría se transmuta en cántico («todo lo visible es triste lloro», dice fray Luis, cantando el gozo que la música de Salinas le regala), o cuando la compañía del amigo ha saciado la humana sed de convivencia. Tal es el sentir de Antonio Machado:


Tengo a mis amigos
en mi soledad.
Cuando estoy con ellos,
¡qué lejos están!

Pero la luz, la melancolía y la soledad a que Zubiri alude no son aquellas que no rebasan el nivel psicológico de la expresión sentida, sino las que logran transformarse en «conceptos metafísicos». Como diría un secuaz de Aristóteles y Heidegger, las que de ser materia óntica sentimentalmente vivida se han trocado en forma ontológica conceptualmente pensada. «Nace la filosofía de la melancolía -afirma Zubiri- en el momento en que, en un modo radicalmente distinto del cartesiano, se siente el hombre solo en el universo.» La soledad no es entonces mero sentimiento social o literariamente expresable, sino condición primera de una visión metafísica de la realidad; y ya no mueve al canto de lo que falta, sino al concepto de lo que es.

En tal caso, ¿cuándo y cómo la luz, la melancolía y la soledad de los españoles han llegado a ser condición y materia de una expresión metafísica y conceptual verdaderamente propia y no copiada? Por lo pronto, en Suárez. «Suárez es, desde Aristóteles -ha escrito Zubiri-, el primer ensayo de hacer de la metafísica un cuerpo de doctrina filosófica independiente»; y cumplió ese empeño con un vigor y una originalidad que «le colocan, en muchos sentidos esenciales -muchos: no todos, ni primarios-, muy por encima de los escolásticos clásicos de los siglos XIII y XIV». No hay duda: en Suárez, luz, melancolía y soledad luciéronse fuente de conceptos metafísicos; y después del libro de Gómez Arboleya, no es lícito dudar de que la filosofía del eximio granadino fue «el despliegue intelectual de una forma de existencia» tan suareciana como hispánica, tan dependiente de la índole personal de su autor, como ligada a la situación histórica del pueblo a que éste pertenecía.

Desde Suárez hasta el siglo XX, España no da a la historia del pensamiento un solo concepto metafísico original. El inteligente y juicioso Balmes no pasó, en este respecto, de la pura posibilidad, y nuestros krausistas sintieron muchos más impulsos educativos y reformadores que lucideces metafísicas y conceptuales. Pero he aquí que, apenas traspuesto el cabo del siglo XIX, y en virtud de razones muy hondamente arraigadas en el seno de nuestro destino histórico, la luz, la melancolía y la soledad de los españoles comienzan a exigir nueva expresión original, primero bajo forma artística (poética, pictórica, musical), y luego -esto es lo de veras nuevo- bajo palabra especulativa. No puedo ni debo contar aquí la historia del movimiento filosófico de las mentes españolas durante estos últimos decenios. Quien desee conocerla, lea las exposiciones de Julián Marías y del padre Ceñal. Yo, fiel a mi tema, he de limitarme a bosquejar cómo Xavier Zubiri ha comenzado «a elevar a conceptos metafísicos» originales la luz, la melancolía y la soledad de un español del siglo XX inexorablemente vocado a la faena de pensar.

En los estudios que componen el libro Naturaleza, Historia, Dios, y en seis plenísimos cursos orales («Ciencia y filosofía», «Tres concepciones clásicas del hombre», «Platón», «El problema de Dios», «Cuerpo y alma», «La libertad humana»), el pensamiento filosófico de Zubiri ha demostrado ser luz iluminante y constituyente. Ha sido fiel en consecuencia, a las palabras con que hace más de veinte años nos propuso y explicó la «tercera metáfora» de la historia de la filosofía. El hombre consiste en ser la verdadera luz de las cosas. Ahora bien: «lo que se constituye en la luz -añadía entonces Zubiri- no son las cosas, sino su ser; no lo que es, sino el que sea; pero, recíprocamente, esa luz ilumina, funda, el ser de ellas, de las cosas, no del yo, no las hace trozos míos». Quien recuerde las ideas científicas y metafísicas de nuestro filósofo acerca del ser humano, la animación, los cuerpos vivientes, las partículas materiales y los entes matemáticos, pronto advertirá que el pensador ha sabido ser leal consigo mismo, porque su pensamiento ha cumplido la doble misión de «iluminar» la realidad, lo que es, y de «constituir» el ser que esa realidad nos revela cuando intelectualmente tratamos con ella.

El hombre, el español Zubiri ha sido y está siendo luz original de la realidad; lo cual equivale a decir que esa luz es radiación de un espíritu humano existente en soledad y melancolía. Repetiré algunas palabras ya citadas; «La soledad en la existencia humana consiste en un sentirse solo y, por ello, enfrentarse y encontrarse con el universo entero.» ¿Qué otra cosa sino una íntima soledad, una soledad acompañada por todo el orbe de lo que es, hay en el fondo de un espíritu que se encuentra con las cosas y, respetándolas absolutamente, librándose con un dudado infinito de hacerlas trozos de sí mismo, las mira y remira para iluminar lo que ellas son? Mas no es ésta la cartesiana soledad del solus recedo, sino la soledad aristotélica -y platónica- de quien frente a la totalidad del universo puede y quiere decir un solus incedo. Esto es, la soledad de un hombre capaz de haber sentido efusiva y metafísicamente aquella «noble melancolía de dioses desterrados» -usaré la espléndida expresión de Dionisio Ridruejo- que cualifica el oculto fondo de los hijos de Adán.

Sí, melancolía. No me refiero, por supuesto, a la que de cuando en cuando ateza la piel y contornea los ojos de Xavier Zubiri, y tampoco a la que en ocasiones vuelve hosco su casi siempre amigable y vivacísimo trato social. Hablo de otra, invisible para todos, mas no insospechable para quienes, oyéndole, saben no contentarse con admirar su celérea elocución impecable y precisa, o con sonreír cuando opone un breve y tajante inciso irónico o retador a tal o cual orientación del pensamiento filosófico. La personal melancolía del filósofo Zubiri, su melancolía entre aristotélica y española, sólo se hace patente cuando la discusión de un problema le ha conducido a la zona de sus últimos principios. Suele acontecer esto en los minutos finales de una lección que ha durado ochenta o noventa. Aunque las palabras sigan fluyendo rápidas y cristalinas, la voz se ha hecho algo más débil y opaca, o acaso tenuemente quebrada. Por fatiga, claro; mas no sólo por ella. Es que entonces el alma pensante del filósofo, extenuado, como de sí mismo decía Platón, en la contemplación de la realidad, y totalmente instalado y activo en lo más sutil de su actes mentis, vive la gloria y la pesadumbre de sentir el límite extremo del ser humano; y quien eso siente, sea por modo místico, poético o intelectual, no puede dejar de advertir que en la raíz misma de nuestra existencia terrena tiene que habitar la melancolía.


Darum behagt dem Dichtergenie
das Element der Melancholie,

escribió Goethe. También cabe decir eso mismo del genio filosófico, y más si lo ejercita un hombre realista y español.

III. Algo sorprende, cuando se contempla el perfil de Xavier Zubiri dentro del retablo del pensamiento español contemporáneo: la parvedad y la sobriedad de su expresión en lo tocante al «problema de España». En toda la producción intelectual de Zubiri, impresa u oral, no conozco más alusión a la historia y al ser de España que la contenida en las páginas que ahora comento. ¿No es esto extraño en un país donde la primera ocupación de las mentes reflexivas ha consistido en enfrentarse con el problematismo de ser español? «Para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar, es España el problema primero, plenario y perentorio», decía Ortega en 1910. No otro ha sido el caso de Costa, Menéndez Pelayo, Unamuno, Maeztu, Azorín, Américo Castro, y, en cierto modo, el de Cajal, Menéndez Pidal, Marañón y d'Ors. Entonces, ¿qué razón y qué sentido tiene esa tan notable ascesis verbal?

Que en ello han influido por necesidad, y primordialmente, el temperamento propio, la biografía y el personal carácter de nuestro filósofo, es cosa bien obvia. Pero que en la configuración de ese carácter y, por tanto, en la determinación del hecho que comento, han tenido buena parte motivos históricos -o, si se quiere, generacionales-, no me parece cosa dubitable. En el último decenio del siglo pasado y en los primeros años del siglo presente nacieron entre el Bidasoa y Gibraltar unos cuantos hombres que, por la virtud coincidente de sus individuales talentos y de la época en que transcurrió su formación espiritual, pudieron lograr colectivamente algo hasta entonces punto menos que vedado a los españoles: el dominio riguroso y suficiente de toda una serie de saberes científicos y de las técnicas necesarias para manejarlos y hacerlos fructificar. Cualquier conocedor de la vida española podrá citar sin esfuerzo una decena de nombres demostrativos. Esos saberes y esas técnicas, ¿podían venir a España solos, desgajados del «espíritu del tiempo» que por entonces señoreaba Europa? A tal «espíritu» -aceptemos por una vez, contra las preferencias de Zubiri, el uso impreciso de tan grave vocablo- pertenecieron dos consignas, una filosófica y otra estética. Procedía la primera de la fenomenología, y en su formulación definitiva vino a rezar así: Zu den Sachen selbst!, «¡A las cosas mismas!» Muy afín a ella, la segunda exigía Neue Sachlichkeit, «nueva objetividad», y era como una apretada consecuencia genérica y verbal de la osada experiencia pictórica de Picasso. Sería abusivo que yo tratase de exponer aquí la significación histórica de esas dos consignas; mas no creo que mi obligado silencio impida ver en la operación de una y otra -operación tácita o expresa, advertida o insensible- el punto de partida de un modo muy sobrio y objetivo, muy poco «unamuniano», si se me admite la expresión, de mirar y sentir a España. Recuérdese cómo Ortega, tras haber quemado su juventud «como la retama mosaica, al borde del camino que España lleva por la Historia», proclamó en 1916 -y cumplió durante unos años- esa severa ascesis verbal y sentimental frente al destino histórico de nuestro pueblo.

Desde el nivel temporal en que ahora escribo -octubre de 1952- no es difícil percibir la necesidad que España tenía y sigue teniendo de hombres sobriamente consagrados a la perfección de su quehacer propio. No sólo de Unamunos han de vivir los pueblos. «No me creo obligado a hurtarme de los que estimo sagrados deberes para con mi patria -escribía Unamuno-, engolfándose en eruditas disquisiciones sobre este o el otro punto de filología o de literatura helénica, lo cual sería pasadero si no hubiese aquí labores mas urgentes que acometer...»

Menos que nadie puedo yo vituperar la unamunesca dedicación a predicar somnia Dei per hispanos; pero es el caso que el primer «sagrado deber» del helenista para con su patria es hacer buena filología helénica, como el del médico es hacer buena medicina y el del filósofo idear buena filosofía. Elementales verdades, harto descuidadas en un país que tiende a sentir «sed de absoluto» -real algunas veces, sólo retórica otras-, y eficazmente vividas por una gavilla de españoles que hoy andan en torno a la cincuentena. A quienes hemos venido a la vida histórica un poco después, ¿se nos permitirá pedirles el esfuerzo necesario para dar plenitud y cima a su indiscutido magisterio intelectual?

IV. Cuando tan copiosamente nos inunda la memoración declamatoria del pasado, tal vez sea oportuno y ejemplar exponer brevemente la actitud de Zubiri ante la historia. No me refiero con ello al pensamiento historiológico de nuestro filósofo, ni a su tan original y fecunda elaboración de las ideas de «posibilidad», «situación» y «horizonte», sino al modo zubiriano de contemplar el pasado y obtener su posible lección.

No quiero demorarme discutiendo con Dilthey, Nietzsche y Valéry -o contra ellos- en torno a la utilidad y al daño del saber histórico. Demos por sentado, con Ortega, que la historia debe ser vista como el sistema real de las actitudes y acciones del hombre ante el deber inexorable de existir humanamente, y preguntémonos por el modo como Zubiri utiliza ese sistema.

Dos partes comprenden la verdadera la oportuna respuesta. La primera atañe al conocimiento técnico del pasado; la segunda se refiere a la utilización intelectual de ese conocimiento. «La historia -advierte Zubiri- ha de instalar nuestra mente en la situación de los hombres de la época que estudia. No para perderse en turbias profundidades sino para tratar de repetir mentalmente la experiencia de aquella época, para ver los datos acumulados desde dentro. Naturalmente que esto exige un penoso esfuerzo, difícil y prolongado. La disciplina intelectual que nos lleva a realizarlo se llama filología.» Sólo quien haya oído a Zubiri penetrar en el sentido real del mito de la caverna o del poema de Parménides, acertará a comprender la la verdadera significación de sus propias palabras. ¡Qué pura y maravillosa emoción intelectual y humana esta de percibir, al cabo de largas series de análisis sutiles, documentados y convergentes, el intacto meollo de unas palabras mil y mil veces leídas desde que fueron escritas!

De nada serviría, empero, este primer paso, si otro ulterior no viniera a coronarlo: el que nos conduce a utilizar para nuestra propia existencia -he aquí un pragmatismo historiológico bien distinto del que prevaleció en el siglo XVIII- ese penoso y acendrado esfuerzo de comprensión. En una carta de Farinelli a Menéndez Pidal con motivo de la muerte de Menéndez Pelayo, el diserto hispanista italiano, tan influido por Ranke como por Hegel, proponía ver al espíritu humano, en su incesante actividad a través de los siglos, spirante l'eternità stessa in ogni attimo che si dilegua e fugge. Y Unamuno, por su parte, no se cansó de afirmar que «la historia es la forma de la tradición, como el tiempo la de la eternidad». Pero esa idea de una relación entre la historia y la eternidad es tan susceptible de formulación bella y sugestiva como ardua de utilización rigurosa y conceptual. Si la historia tiene que ver con la eternidad -y esto ningún cristiano podrá negarlo-, ¿cuál debe ser la actitud de nuestro espíritu frente a la trama cambiante y disímil de aquélla? Diré aquí algo semejante a lo que antes dije: quien haya visto a Zubiri enfrentarse con la historia entera de un problema intelectual bien determinado -la idea humana de Dios, la teoría de la Naturaleza, la esencia de nuestra libertad- podrá acaso comprender dónde está el nexo entre lo mudable y lo eterno, entre la tornadiza vida del hombre y su permanente condición de ente creado a imagen y semejanza de Dios. Yo diría, en espera de mejor descripción, que Zubiri es sumo maestro en el arte de reducir la historia a retablo -un retablo curvado en torno al considerador, de modo que todos sus puntos equidisten de éste- y en el de hacer ver con ello la «presencialidad de lo verdadero». Todo cuanto la historia tiene de verdad en su variable seno cobra entonces una presencia simultánea y trastemporal -tal vez mejor: «eval»- con el espíritu del hombre que la contempla, y de modo misterioso viene a coincidir con una parte de la verdad inferida por la inteligencia en su bregar inmediato e instante dentro del problema a que esa historia se refiere. La «presencialidad» del contenido de la historia en verdad constituye la instancia intermedia entre la eternidad de la causa primera y la cambiante multiplicidad de las causas segundas. ¿No hay en ello una lección ejemplar para quienes viven la historia como pura fluencia y para quienes se empeñan en ver la tradición como continuidad inmutable? ¿Y no es ésta una egregia manera de ser ciudadano, si, como enseñaron Aristóteles y santo Tomás, es ciudadano simpliciter quien da juicio y consejo a su propio pueblo?

Año tras año, va Zubiri diciendo su lección a los españoles que quieren oírla. No habla sobre el verde césped, como los antiguos filósofos, ni junto a él suena aquel arroyo Cefiso que dio a la voz de Platón dulce contrapunto. El agrio estruendo de los ruidos ciudadanos suelen servir de lejano fondo a su discurso. Tampoco son Xenócrates o Teofrasto los mozos que apoyan su incipiente estilo sobre la blancura de la cera. Pero quienes año tras año le oyen con mente abierta y amistosa, saben bien que lo más perenne de aquel viejo espíritu -el espíritu que vivió y ardió en Platón y Aristóteles- pervive en él y da impulso a las palabras.

Estas palabras, ¿llegarán un día a ser impresas? ¿Ganarán constante figura visible, o habrán de quedar sometidas, en el seno de unas cuantas memorias individuales, a la corrosión penosa e inexorable que el tiempo impone a lo que sólo se oyó? Escribió para siempre san Juan de la Cruz que «la dolencia de amor» sólo con la presencia y la figura puede alcanzar curación. El amor que algunos tenemos a la enseñanza filosófica de Zubiri, ¿quedará privado de contemplarla presencial y figuralmente? Mi respuesta debe limitarse a copiar la breve sentencia que el propio Zubiri pone al término de su ensayo sobre Descartes: «Sólo Dios lo sabe.»




ArribaAbajoUn filósofo

El imperativo de fijar la significación de los términos antes de emplearlos cobra muy especial urgencia cuando se trata del que encabeza este artículo. ¿Qué es un filósofo? Si, como hoy es tópico, se llama «filosofía del impuesto fiscal» y «filosofía de la asistencia médica» al conjunto de los criterios que orientan la ordenación de aquél y la prestación de ésta, ¿habremos de considerar filósofos a los hacendistas y a los altos funcionarios del Seguro de Enfermedad? Incluso entendida la palabra en sentido técnico, la diversidad interna de un área semántica que aloja por igual a Platón, Aristóteles, Descartes, Kant y Hegel, por un lado, y a los sofistas griegos, a los teólogos y los místicos medievales, a los humanistas del Renacimiento y a los neopositivistas de nuestro siglo, por otro, salta a los ojos de cualquiera. A la pregunta por lo que el filósofo sea sólo puede responderse, en consecuencia, mediante dos definiciones complementarias, una laxa, capaz de abarcar todas esas múltiples formas de la actividad intelectual, y otra rigurosa, tocante no más que al hilo rojo de los que desde Heráclito y Parménides hasta hoy merecen por excelencia tal denominación. Dispuesto desde ahora a sustituirla por otra mejor, he aquí mi fórmula para la segunda: es filósofo el hombre que ante una realidad o un problema quiere y sabe pensar acerca de ellos con toda la profundidad, toda la generalidad y toda la universalidad de que su inteligencia sea capaz. Que tal capacidad sea genial, como la de Aristóteles y la de Kant, o que no pase de ser estimable, como la de los pensadores que sirven de empedrado a las historias de la filosofía, no quita validez, creo, a la definición propuesta.

Al cumplir sus ochenta años, Xavier Zubiri es en mi opinión el hombre viviente que de modo más amplio e idóneo realiza esa exigente definición mía. Ha pensado como filósofo acerca de todos o casi todos los temas que constituyen el saber filosófico: metafísica general, antropología, religión, teología y teodicea, cosmología, historia, teoría del conocimiento y de la ciencia, ética, estética; y ha querido y sabido hacerlo ejercitando el hábito intelectual que alguna vez he llamado yo «salvación de la realidad». Salvación de la realidad y de lo que sobre ella filosóficamente se ha dicho -por tanto, del pasado-, a través de la ciencia y la metafísica; tal es, a mi modo de ver, la más adecuada y concisa enunciación de la obra intelectual de Zubiri, desde que en 1923 publicó su Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio. La vigorosa y actual originalidad del pensamiento zubiriano se constituye, pues, sobre la viviente conjunción de tres raíces, la ciencia, la reflexión metafísica y la voluntad de tradición, y queda finalmente orientada por una intención central, la salvación de la realidad misma. No será impertinente una sucinta meditación acerca de estos cuatro motivos.

Ciencia. Matemática, física teórica, astrofísica, física atómica, biología clásica, biología molecular, psicología, neurofisiología, lingüística. Moviéndose dentro de ellas con rigor y actualidad, con todas estas disciplinas científicas sabe contar el pensamiento de Zubiri; mas no para ensamblarlas entre sí, conforme al viejo programa de Wundt, o para utilizarlas ornamentalmente, sino para trascender sus respectivos saberes en busca de lo que respecto de 1a realidad -de una zona particular de la realidad o de la realidad en cuanto tal- ellos nos dicen. Si el lector desea un ejemplo de este proceder, vea dos recientes meditaciones filosóficas de Zubiri, la consagrada al espacio y la dedicada al tiempo.

Reflexión metafísica, esto es, respuesta satisfactoria, bien que nunca de manera total y definitiva, a la siguiente interrogación: ¿cómo tienen que estar constituidas tal realidad y la realidad en general para que se presenten ante mi inteligencia como la experiencia y la ciencia me las hacen ver? Sin osadía metafísica, el saber filosófico queda en ser un sincretismo de penultimidades (Wundt, Dilthey) o la bien afilada punta de un lápiz que luego no se emplea para dibujar (Carnap, Wittgenstein). Muy bien lo sabía Lenin: «A nosotros los materialistas se nos designa como metafísicos porque reconocemos la realidad objetiva de lo que nos está dado en la experiencia.» Menos reduccionista que Lenin acerca de los modos de la realidad, mucho mejor que él lo sabe Zubiri. Y, sabiéndolo, actúa en consecuencia.

Voluntad de tradición. En pocos filósofos tan viva y operante como en Zubiri. Para ponerse a pensar y para seguir pensando, pocos tan cuidadosos como él en la tarea de asumir -recreadora y no imitativa o sincréticamente, acabo de decirlo- cuanto de salvable haya en toda la tradición filosófica, desde Anaximandro hasta Heidegger, y cuanto de fecundo contenga la historia entera del pensamiento no filosófico, sea religión o mito. Quien haya oído a Zubiri exponer a Parménides, a Platón, a Hegel o a Bergson, quien haya seguido de su mano la constitución y la historia del monoteísmo de Israel, valgan tales ejemplos, sabrá por experiencia propia lo que es y cómo es su voluntad de tradición.

Salvación de la realidad. No siendo inmediatamente utilitaria, como lo es la intelección científica -gobierno racional del cosmos, producción de sustancias nuevas-, ¿de qué serviría la intelección filosófica de la realidad si, mediante un incesante proceso de humanización, no fuese salvándola? una pregunta surgirá al punto: salvándola ¿de qué? Respondo: de la manquedad en que existe cuando no se la conoce y modifica según el fundamento que como tal realidad la constituye. «Son los filósofos -escribía hace años Zubiri- amigos del saber de lo más real de la realidad, de un saber que nos permite ser lo más real de nosotros mismos.» San Juan pedía a sus discípulos que se hiciesen «cooperadores de la verdad». Y puesto que la verdad lo es de la realidad que en ella se patentiza, y puesto que la realidad creada es perfectible y salvable, cosalvador de lo real -a su modo y según sus fuerzas- es el filósofo auténtico, aunque él mismo no se lo haya propuesto formalmente. Zubiri, sí, y no otro es el sentido último de ese radical modo de ver y entender al hombre que una y otra vez ha llamado teologal.

Salvación cognoscitiva de la realidad a través de la historia, la ciencia y la metafísica. Preparándose para la ejecución de tan arduo empeño y ejecutándolo luego en sus cursos, en sus escritos o en silenciosa y meditabunda soledad ha pasado Zubiri gran parte de los ochenta años a que hasta hoy ha llegado su vida. Si la más reciente historia de España hubiese sido otra, acaso unas decenas de tesis doctorales, una gavilla de docentes y un rimero de libros serían testimonio legible o audible de la verdad de mi aserto; pero la índole de esa historia ha hecho que hasta ahora permanezca inédita la mayor parte de su obra. ¿Me será permitido ver a nuestro filósofo como una versión recoleta y mecanografiada del Sócrates que iba derramando pensamiento y ejemplo por las plazas de Atenas? Sólo el recuerdo de su palabra hablada quedó de ese Sócrates viandante y coloquial cuando para siempre le enmudeció la cicuta; pero, cada uno a su modo, Platón y Aristóteles supieron continuar y recrear lo mejor del legado socrático. El propio Zubiri nos lo hizo ver. Rodeado y urgido por el recuerdo de sí mismo -sus cursos y el monte de papel en que hoy yacen-, pero animado por esa lúcida transjuventud de que a veces disfrutan las almas creadoras, el recoleto Zubiri ha empezado a ser desde hace algún tiempo Platón y Aristóteles de sí mismo, y a mostrar a sí lo que en este último tercio del siglo XX, más allá, del reduccionismo materialista del puro marxismo, del reduccionismo formalista del puro neopositivismo y del reduccionismo inconformista del puro criticismo, puede ser un filósofo de la estirpe que Heráclito y Parménides iniciaron. Haga Dios que esta segunda navegación suya por dentro de sí mismo dure todavía muchos años, para que Xavier Zubiri -un Sócrates superviviente de la cicuta, a su modo- pueda ser plenamente su propio Platón y su propio Aristóteles. La ganancia y la alegría de saber que así sucede no quedarán limitadas, estoy seguro, al campo de quienes hoy tenemos el privilegio de ser sus amigos.




ArribaAbajoUn recuerdo

«Poco después de concluir la guerra civil pude cumplir un viejo y vivo deseo mío: conocer y tratar a Xavier Zubiri. Miguel Ortega y Javier Conde me lo presentaron en el desaparecido hotel Roma, de la Gran Vía, y ese día nació para mí una relación amistosa que en dos básicos órdenes de mi vida, el intelectual y el afectivo, iba a ser para mí rigurosamente decisiva. En el orden intelectual, porque al magisterio de Zubiri -triple magisterio: sus escritos, sus lecciones, nuestra frecuente conversación privada- debo mucho de lo poco que actualmente soy. En el orden afectivo, porque su amistad siempre me ha permitido encontrar en él todo lo que en él yo he buscado, compañía, consejo, ayuda y, cuando éste ha sido necesario, consuelo.» (Del libro Descargo de conciencia, 1976.)






ArribaAbajoEnrique Jardiel Poncela


ArribaAbajoFuturismo irónico

En la historia de las letras españolas es ya tópico hablar de una «generación de 1927» o «de la Dictadura» (aunque ninguno de sus miembros fuese devoto o secuaz del entonces Dictador). Todos conocen de coro la lista de los grandes poetas que la integran. Alguna vez he añadido yo a esa gavilla de nombres los de otros -no poetas, pero no menos grandes, cada uno en lo suyo, que esos poetas- a los cuales también hay que colocar bajo aquel epígrafe: Zubiri, Jiménez Díaz, Palacios, Duperier, Catalán, el Dámaso Alonso filólogo, García Gómez, Joaquín Garrigues, Plácido González Duarte... Y también más de una vez he pensado que a esa misma generación pertenecen con Ramón, su precocísimo y genial decano a la cabeza, los renovadores -los creadores, más bien- del humor español contemporáneo: Jardiel Poncela, Mihura, Tono, Neville, López Rubio, ¿Existe un nexo generacional entre los poetas, los sabios y los humoristas de la generación? Y si realmente existe, ¿cuál es? Sugestivo tema para otro día. En el de hoy debo limitarme a comentar la reposición de Tú y yo somos tres, que para conmemorar el XX aniversario de la muerte de su autor, Enrique Jardiel Poncela, está ofreciendo el teatro Arniches, de Madrid.

Tú y yo somos tres, la divertida tragicomedia de una señorita madrileña de los años del «charleston» -the happy twenties, suelen llamarles los angloparlantes del mundo entero- que se hizo novia de Rodolfo por correspondencia, se casó con él por poderes, y al recibirle en la estación del Norte descubre de golpe que el guapo e ingenioso Rodolfo no es un solo hombre, sino dos, porque a través de un brazo común vive desde su nacimiento en indisoluble unidad vital con Adolfo, su siamés hermano gemelo. Cómo Manolina, que tal es el nombre de la mencionada señorita, cae en desesperación, cómo la técnica quirúrgica del doctor Lóriga logra separar uno de otro esos dos cuerpos biológicamente solidarios y sintónicos, cómo la simple cirugía no alcanza a resolver el problema, porque los cerebros de Rodolfo y Adolfo continúan funcionando al unísono, y cómo, en fin, el propio doctor Lóriga, mas no en tanto que cirujano, sino en tanto que psicólogo, pone en orden las cosas y consigue la felicidad conyugal de Manolina y Rodolfo, véalo el lector, si se le ofrece ocasión de ello, y tenga desde ahora la seguridad de que -además de haber tributado un merecido homenaje a la memoria de Enrique Jardiel Poncela- no se arrepentirá de su decisión. Y ahora, a lo nuestro.

Comentando hace como cuarenta años Angelina o el honor de un brigadier -debo la cita a un estudio del competente jardielista Alfredo Marquerie-, escribía Eugenio d'Ors: «Esta farsa de Jardiel Poncela nos fuerza mucho a pensar, después de habernos forzado mucho a reír.» Eso mismo me ha acontecido a mí viendo y oyendo la reposición de Tú y yo somos tres. Y lo que, puesto en ese trance, he llegado yo a pensar, puede ser notariescamente resumido en los tres siguientes puntos:

1º La tradición hispánica de la comicidad teatral de Jardiel Poncela. Dos de las más importantes y reiteradas notas de esa española comicidad, la trepidante movilidad escénica y el gusto por el retruécano, son muy deliberada y eficazmente utilizadas en Tú y yo somos tres. Hay momentos de su acción en que el salón de Manolina, que él es el ámbito de todo lo que en la comedia pasa, parece un verdadero tiovivo. Aprovechando la popularidad de que entonces gozaban los «Roldós tiroleses», Jardiel hace que una chacha diga «tiroleses» por «siameses», y luego explota la ocurrencia; como también explota hasta el límite la confusión verbal de un señor nervioso y azacanado entre las «gotas» que hay que tomar de un medicamento y las «horas» del ritmo con que ese medicamento debe ser tomado: «Quince horas cada doce gotas.» En cierto modo -sólo en cierto modo- Tú y yo somos tres se halla en la línea cómica del Muñoz Seca de Satanelo, Los extremeños se tocan y La plasmatoria.

2º La novedad, europea de la materia sobre que se apoya esa comicidad. Sólo en cierto modo, acabo de decirlo, puede ser comparada con la de Muñoz Seca la vis comica de Jardiel Poncela; sólo en cierto modo, porque, sobre el habitual popularismo hispánico de sus predecesores, Jardiel, hombre y mente de su tiempo -el de la primera Revista de Occidente-, acierta a incorporar a la trama de sus piezas teatrales no pocos de los «temas de aquel, tiempo», para decirlo orteguianamente; por ejemplo, el espíritu deportivo, aunque él fuese todo menos un deportista, la ciencia y la técnica. Repásese la lista de las obras de Jardiel, analícese con alguna atención su contenido y se descubrirá la frecuencia de esos motivos y de otros, si no semejantes, sí emparentados por coetaneidad con ellos. El problema biológico y psicológico de la semejanza cerebral entre los gemelos siameses -no en vano el autor llama «psicoilógica» a su comedia- y el subsiguiente problema técnico de la individualizadora separación de los así emparejados constituyen el centro mismo de la acción de Tú y yo somos tres.

3º El humor irónico, despegado y futurista -europeo de entonces también; más precisamente, hispano-italiano, porque, con España por delante, ella e Italia fueron las creadoras de este humor literario- con el cual es ahora tratada la materia cómica. Humor irónico, despegado y futurista hay, frente a la locura, en Eloísa está debajo de un almendro; y frente al curso biológico del tiempo y de la edad, en Cuatro corazones con freno y marcha atrás; y frente a la manipulación técnica de la naturaleza humana, para no prolongar la lista, en Tú y yo somos tres. Una generación cómica que había leído a Wells, a Huxley y acaso a nuestro ingenuo y doméstico «Coronel Ignotus», que tenía alguna idea de lo que entre 1920 y 1930 empezaba a decirse del átomo -recuérdese el título de una obra de Ramón Gómez de la Serna- o de la paradoja relativista de los relojes, hacía su humor y su literatura instalándose desenfadada e inteligentemente frente a los temas de su tiempo. ¡Qué abismo, entre la broma agarbanzada de los Viajes morrocotudos de Pérez Zúñiga y el ácido y lúcido juego de ida y vuelta, de juego a ultranza, del autor de La tournée de Dios y sus compañeros de grupo!

Bien merece Jardiel Poncela el módico homenaje que se le está tributando en el teatro Arniches, Pero me temo que el gran público, injusto con él durante la última etapa de su vida, siga siéndolo, por miopía, a los veinte años de su muerte.






ArribaAbajoJosé López Rubio


ArribaAbajoQue el corazón nos mande

En otro lugar, y junto a Enrique Jardiel Poncela, nombraba yo a José López Rubio como miembro del grupo de humoristas de la generación de 1927; y así vuelvo a hacerlo ahora, aunque su humor pocas veces sea tan despegado y deportivo como el de sus compañeros y nunca olvide el profundo sentido que en la vida humana tiene -debe tener, más bien- esa hoy tan traída y llevada víscera que los españoles llamamos «corazón». Acaso el madrileño López Rubio viese más de una vez en su mocedad granadina un escudo nobiliario con esta entre humilde y arrogante leyenda: «El corazón manda». En cualquier caso, el problema que en nuestro tiempo de trasplantes, negocios y violencias plantea tal leyenda es justamente el nervio mismo de la preciosa, comedia que bajo el título de El corazón en la mano acaba de estrenar en el teatro Benavente, de Madrid, con la valiosa cooperación de uno de nuestros actores más seguros e inteligentes, Ismael Merlo, y las actrices Vicky Lagos y Conchita Goyanes,

El corazón en la mano; así tiene el suyo Eduardo, honestísimo abogado hasta un determinado momento de su vida, cuando se lo saca del pecho y lo entrega a Mapy, la jovencísima, evolucionadísima y a la postre ingenuísima muchacha hippie que le ha sorbido el seso. Un piadoso y docto médico de la Alemania barroca, Friedrich Hoffmann, escribió que en la total realidad del hombre hay dos corazones; uno corporal, cor corporale, encargado de distribuir la sangre y el éter vivificante, y otro espiritual, cor spirituale, bajo cuyo imperio se hallarían los sentimientos y la moralidad. Pues bien; aunque se le vea sobre la mano de Eduardo y muestre en ella la forma y el color que a esa víscera tradicionalmente se atribuyen, este último corazón, el espiritual, es el que el protagonista de la comedia regala a la chica a quien quiere y el que, como suele decirse, brilla por su ausencia en el hasta entonces honradísimo pecho del donador. Desprovisto de sentimientos y principios morales, así vive y así triunfa, luego nuestro abogado como hombre de negocios; y -salvo los pocos minutos en que de nuevo se lo injerta- así va a seguir viviendo cuando cae el telón. Pero las peripecias morales y sociales del sucesivamente corazonado, descorazonado y recorazonado Eduardo deberá verlas por sí mismo el lector, sí de ello tiene ocasión. Muy de veras se lo aconsejo.

Esta comedia de López Rubio es por igual una no por suave y sonriente menos dura sátira social -al fondo, ciertos negocios que unas veces han ocupado las páginas de los periódicos y otras no- y un sugestivo venero de problemas psicológicos. Tres preguntas suscita en el alma de cualquier espectador español medianamente sensible y sencillo: ¿Hasta qué punto son frecuentes entre nosotros esos negocios politicoeconómicos para cuya gestión es necesario, o por lo menos conveniente, perder el corazón espiritual?; en el nivel de nuestro tiempo, ¿son entre sí compatibles la realidad social comúnmente llamada «negocio» y la cabal integridad cardíaca, por tanto moral, del ser humano?; quien para su provecho haya extirpado de su persona ese «corazón espiritual» de que hablaba el bueno de Hoffmann, ¿será luego capaz de amar a una mujer con un amor que en su verdadera realidad trascienda la pura pasión erótica?

Quisiera tener suficientes datos precisos para responder sin vaguedades ni circunloquios a las dos primeras interrogaciones y desearía moverme en un clima dentro del cual el hecho de hacer tal cosa no acarrease situaciones enojosas a la publicación en que la respuesta apareciera. Pero yo no puedo pasar de este deseo y aquella volición, y debo atenerme, en consecuencia, a la fina, humanísima conclusión psicológica que frente a la tercera nos ofrece el López Rubio de El corazón en la mano.

Recuerdo ahora la sutil reflexión de Sartre acerca de la aspiración que en su seno encierran ciertas expresiones verbales de algunos enamorados ambiciosos: «¿Robarías por mí? ¿Matarías por mí? ¿Traicionarías a un amigo por mí?» Quien así habla, dice Sartre, aspira a convertirse en señor de la libertad, el mundo y la moral de la persona a quien dice amar; en el Dios o cuasi-Dios de su vida. Claro que hacer con seriedad y no por juego esas preguntas no es amor, sino vampirismo existencial; lo cual, para el Sartre de El ser y la nada no puede resultar extraño, al contrario, es la cosa más natural del mundo. Pero López Rubio, a diferencia de ese Sartre, cree en el amor-amor, aunque sobre él haga en ocasiones muy ingeniosas bromas, y propone una tesis harto más certera que la del estupendo escritor francés. Hela aquí, tal como a mí me ha parecido oírla durante la última escena de El corazón en la mano: «Si para conquistar a una mujer un hombre se revela capaz de robar o de considerar al prójimo como simple materia explotable -no vayamos más allá de lo que por sí misma nos muestra la comedia-, ese hombre no la quería con verdadero amor; porque para que éste en verdad exista es condición necesaria que en la realidad del amante opere, además del corazón corporal, ese corazón espiritual de que hace dos siglos y medio nos habló el médico tudesco antes mencionado.»

Así nos lo hace ver Eduardo cuando, ante la tentadora perspectiva de un fin de semana con Mapy en el parador de Bailén, decide arrojar por la ventana el corazón -en el fondo su cor spirituale que ella le había devuelto poco antes. La cosa no puede ser más clara: el Eduardo anterior a su voluntaria desvergüenza y a su triunfo económico quería a Mapy con amor-amor, y el que luego, a costa de su autoamputación moral, ha triunfado socialmente, sólo con amor-eros la quiere. Con otras palabras: para amar de una manera humanamente cabal hace falta poseer ese doble corazón.

Por debajo de la descocada sonrisa de donjuán motorizado con que Eduardo se despide del público que asiste a la representación de El corazón en la mano, tal es la lección de esta comedia de López Rubio. Y como esa lección no es una píldora de moralina -palabra que en su originario sentido nietzscheano acaba de ser incorporada a nuestro diccionario oficial-, sino un divertido poema de total humanidad, López Rubio e Ismael Merlo, no el triunfador y encalabrinado Eduardo, son los que ese público aplaude cuando cae el telón y el opulento pirandón se dispone a meter a Mapy en su Jaguar, rumbo a Bailén. A Mapy, la pobre chica hippie que sin saber lo que es el corazón resulta que lo llevaba dentro de sí.






ArribaAbajoAlejandro Casona


ArribaAbajoPoesía y bondad

l. El feliz éxito de Alejandro Casona en esta su «segunda navegación» por los mares de Iberia -éxito iniciado por la representación de La dama del alba y continuado con la de La barca sin pescador- culmina sin duda alguna en los aplausos entusiastas que el público tributa a Los árboles mueren de pie, comedia que con acierto indudable interpreta desde hace unos días la compañía del teatro Bellas Artes, de Madrid. Muchas razones se concitan para que yo celebre de corazón este triunfo de Casona. No puedo recordar sin gratitud la briosa aparición de La sirena varada en la escena española. He sido testigo, por otra parte, de la importante contribución de Alejandro Casona al prestigio de España en la -otra ribera atlántica. Y por si esto fuera poco, los treinta años largos transcurridos desde ese primer estreno de nuestro autor permiten contemplar el conjunto de su valiosa obra teatral como una empresa a la vez literaria y moral en que se entrelazan y aúnan dos motivos principales: la bondad y la poesía. Cuando la bondad -así, a palo seco- suele ser tenida por cosa blanda y démodée, cuando la poesía, en este «mundo de las siglas», como diría Dámaso Alonso, no parece vivir sino en los resquicios que le dejan el radar y la estadística económica, ¿no es cosa digna de gratitud el empeño de llevar una y otra a las almas variopintas y azancanadas que suelen llenar las salas de los teatros?

Un canto a la bondad y una exaltación de la poesía -de un determinado modo de entender la poesía- son, como resumiendo la intención radical de todo el teatro de Casona, las claves más centrales de Los árboles mueren de pie. Júzguelo, si no, el lector.

En cierta ciudad innominada -para el buen conocedor, Buenos Aires: en sus jardines crece el jacarandá, con el intenso y delicado azul de sus flores primaverales; los personajes llaman «torta» a lo que por acá llamamos «tarta» y responden telefónicamente diciendo «¿Hola?»- en cierta ciudad innominada, repito, un filántropo, el doctor Ariel, tiene una singular idea benéfica: la idea de suministrar ilusión, y por tanto entusiasmo por la vida, a las personas que carecen de una y otro. Instituciones benéficas enderezadas a procurar sustento material -a veces, sólo bazofia- al menesteroso de él, no hay pocas. Pero el hombre no vive sólo de pan, vive también de ilusión, y esta honda verdad psicológica y social es la que ha movido al doctor Ariel a gastar su dinero en la peregrina empresa asistencial que sirve de fondo y marco a la fábula de Los árboles mueren de pie.

Pero las ideas sociales no llegan a ser plenamente reales si no hay una persona que las convierta en institución y conducta; y tal persona es en este caso el director, un hombre animoso, imaginativo, organizador y dinámico, un artista para quien el arte -entendido como ficción creativa- vale más que la realidad y la vida. El director de la institución examinará, con mirada atenta y sensible, las zonas de la sociedad en torno donde la carencia o el desfallecimiento de la ilusión hayan causado un daño o estén a punto de causar una catástrofe, y con su imaginación y el dinero del doctor Ariel inventará el recurso salvador que en cada caso proceda. Por ejemplo: que un imitador de ruiseñores cante en el jardín de un juez implacable, pero secretamente sensible al trino de los pájaros, y enternezca su ánimo, inclinándolo al indulto, en el momento en que se dispone a firmar una pena de muerte. (¡Qué dulce y maravilloso mundo ese, amigo Casona!)

Este empeño benéfico e ilusionante ¿podrá ser en la gran mayoría de los casos otra cosa que pura ficción engañadora? ¿Hay acaso muchas personas capaces de soportar la verdad, cuando la verdad es denigrante o penosa? He aquí dos viejos para quienes, muertos todos sus hijos, lo único que queda y vale en el mundo es un nieto superviviente. Le cuidan. Le miman. Viven para él. No pueden evitar, sin embargo, que el nieto se descarríe y encanalle, y el abuelo se ve obligado un día a expulsarle de su casa. Pronto el nieto va a hacerse un verdadero gangster. El abuelo lo sabe. La abuela, no, pero teme que la dureza con que el abuelo hubo de proceder haya agravado en el desgarrado nieto el desorden de la conducta. Temeroso aquél de las consecuencias que en su mujer, vieja y enferma, pueda producir el conocimiento de la terrible verdad, decide fingir para ella un piadoso engaño: hará que de cuando en cuando lleguen del Canadá cartas escritas por él en que el nieto pide perdón, da cuenta de la reforma de su vida y de su rápido éxito como arquitecto, notifica su matrimonio, promete una visita con su esposa. Veinte años han pasado desde el día de la expulsión del nieto. Menesteroso de dinero para aplacar a sus compañeros de gang, el descarriado anuncia, mediante un cable, su llegada. La abuela le espera con vehemente ilusión. Pocos días después, los diarios publican la noticia de haberse hundido en alta mar el buque que le traía, con todos los pasajeros que viajaban en él. El abuelo consigue que la noticia no llegue a la anciana: sería muy duro para ella ver hundirse, con el barco, la última ilusión de su vida. Más aún pretenderá el providente abuelo. Puesto que el nieto real ha muerto ¿por qué no hacer que el nieto fingido -el inventado arquitecto del Canadá- comparezca triunfador, casado y feliz ante la mujer que con tanto anhelo desea verle antes de morir?

La institución del doctor Ariel resolverá el problema. El director en persona asumirá el papel de Mauricio, el nieto pródigo. Una joven a quien la institución acaba de salvar del suicidio, será, durante los días de la visita, Isabel, la esposa de que han hablado las cartas del falso Mauricio. Todo parece ir a las mil maravillas. La llegada de la pareja a la casa de los abuelos es un soberano acierto: la anciana admite, sin la menor sospecha, la bienintencionada ficción que para ella han inventado, y conoce las horas más venturosas de su vida. ¡Qué prodigio, tener de nuevo entre sus brazos, hecho un hombre de bien, al nieto lejano y esperado! Pero resulta que el verdadero Mauricio no ha muerto. Pocos días después de la llegada de la pareja -en la cual, como era de esperar, la cooperación ocasional va convirtiéndose en mutuo amor-, el nieto real, gangster de tomo y lomo, comparece ante el abuelo y exige de éste dinero, muchísimo dinero. ¿Qué va a pasar? ¿Se desmoronará, aplastando a la anciana, el castillo de naipes de la ilusión? ¿Prevalecerá la torva, siniestra realidad, sobre el delicado artificio que la bondad y la imaginación habían puesto en torno a ella? No. Porque la abuela -y éste es tal vez el máximo acierto de la comedia, aunque la escena resolutiva, la entrevista entre ella y su nieto, adolezca de simplismo- entra al fin en la realidad, la acepta con coraje y logra salvar todo lo que en el juego ilusivo había llegado a ser valioso: el recién nacido amor entre el falso Mauricio y la falsa Isabel, la buena voluntad de éstos, la inventiva bondad del abuelo. El nieto real se va, rechinando los dientes, y el dolor que en todos ha producido su comparecencia inesperada no logra matar la felicidad de un bien merecido happy end. Al contrario, la ennoblece, porque no parece humanamente noble una felicidad en cuya entraña no fluya un hilo, siquiera un hilo de dolor.

Esto es Los árboles mueren of pie: canto a la bondad, exaltación de la poesía, concebida como fingida e ilusionadora superación de la realidad. ¿Qué cabe decir de ese canto y de esta exaltación desde un mundo que acaba de estrenar, entre esperanzado y temeroso, los almanaques de 1964?

II. Alguna vez he dicho que mis glosas teatrales se atienen, muy deliberadamente, al contenido de la obra comentada: no en vano se publican bajo el epígrafe común de «Teatro y vida». Ahora bien, en el contenido de una obra de arte -y todas los tienen, hasta las menos «figurativas»- es posible discernir tres ingredientes: lo que la obra en cuestión dice a todos (su contenido «objetivo»), lo que el autor ha querido decir con ella (su contenido «subjetivo») y lo que efectiva y ocasionalmente dice al hombre o al grupo de hombres que en un determinado momento la contemplan (su contenido «efectivo»). Cualesquiera que sean las implicaciones existentes entre estos tres momentos de la obra de arte, no creo que sea mal ejercicio metódico el de distinguirlos con cierta precisión.

En mi artículo anterior traté de exponer el contenido objetivo de Los árboles mueren de pie, la comedia de Alejandro Casona que estos días triunfa en el teatro Bellas Artes. Dije, por tanto, lo que esa comedia es para todos: la serie de sucesos que componen su trama y el genérico sentido que, también para todos, posee la acción escénica. Por muy divergentes que sus respectivas sensibilidades sean, todos los espectadores, estoy seguro, verán en el argumento de Los árboles mueren de pie un canto a la bondad humana y una exaltación de la poesía, de un modo de entender la poesía. ¿Qué otra cosa es y pretende ser la institución del doctor Ariel, sino una invención poética y benéfica? ¿Qué son el director y el abuelo, cada uno a su modo, sino imaginativos bondadosos, hombres buenos que emplean, su bondad en la faena de inventar vida e ilusión para los demás?

Demos ahora un paso más, y preguntémonos por el contenido efectivo de la comedia. Esto es: por lo que la acción de Los árboles mueren de pie dijo al grupo de hombres que hace algunas noches la contemplaba y aplaudía; y dentro de ese grupo espectador y palmeante, al hombre que soy yo. ¿Qué sentido tenían, en cuanto promovidos por esa comedia, los aplausos del público? ¿Qué me dijeron a mí el canto a la bondad y la exaltación de la poesía que -bajo la hábil y tenue ironía de su apariencia- desde la escena se nos ofrecía?

El doctor Ariel, sutil y original filántropo, se propone regalar ilusión, y por tanto inventarla, a los mortales carentes de ella. Gran idea social, feliz idea teatral. El director, por su parte, concibe y realiza su misión como una obra de arte, entendida ésta -tal es el meollo de las razones con que el personaje defiende el sentido general de su tarea y justifica su particular intervención al servicio de los planes del Abuelo-, como una ficción ilusionante, sobreañadida a la prosaica, caduca, desplaciente realidad y, por supuesto, más valiosa que la realidad misma. Recuerdo ahora la consigna poética y vital de dos vigorosos versos de Unamuno:


en tus figuraciones hazte fuerte,
que eso es vivir, y lo demás es muerte.

Habría en la vida del hombre, según esto, dos ámbitos, dos esferas: la esfera de la realidad con que uno topa en su existencia cotidiana, y el orbe maravilloso que para sí cada uno inventa, el ultrarreal mundo de los sueños en que respiramos ilusión y conseguimos plenitud. La imaginación artística cumple entonces, si se me permite decirlo así, una función «ultra». El arte y la poesía son así los caminos reales de una evasión contentadora. Como Kant habló del «camino real de la ciencia» (real en el sentido de regio), cabría hablar también del «camino real del arte»; un camino entendido ahora como vía de acceso al «más allá» de lo que no depara tedio, sino ilusión.

Diríase que a esta concepción del arte -en la cual no se agota, me apresuro a decirlo, la estética unamuniana- se atienen la idea básica y el planteamiento de Los árboles mueren de pie. Tanto el director como el Abuelo, aquél por vocación, éste por compasión, son inventores de ficciones bellas e ilusionantes: vestes gratas a la vista y al alma y aptas para cubrir y ocultar la insatisfactoria, la dolorosa realidad de la vida en torno. Vivir es ser feliz en la medida de lo posible, y ser feliz consiste en nutrirse, no de lo que es, sino de lo que uno quiere que sea; a la postre, en practicar creyentemente ese modo de pensar y sentir que los anglosajones llaman wishful thinking. ¿Qué será, mejor, qué deberá ser en tal caso la bondad? La respuesta es inmediata: satisfacer las concretas necesidades reales de los demás -alimento, vestido, cobijo- e inventar para ellos sueños capaces de ilusionarles. Con lo cual la humanidad se dividiría en dos órdenes de hombres: los ilusionantes y los ilusionados, los proveedores de ensueños, y por tanto de vida plenaria y verdadera («De razones vive el hombre ― y de sueños sobrevive», escribió el mismo Unamuno), y los beneficiarios de esa bienhechora providencia y provisión. Bien. Pero a los inventores y proveedores de ensueños, ¿quién les dará los suyos? ¿O habrán de verse irremisiblemente obligados a ser, cada uno de un modo distinto, melancólicas y desengañadas versiones de San Manuel Bueno, mártir, el sacerdote sin fe que por bondad fingía tenerla?

Grave cuestión metafísica y ética, desde el estremecedor «mito de la caverna», de Platón, y aún desde más allá, desde el poema de Parménides: si para el hombre es preferible la verdad de lo que es o la ilusión de lo que parece ser. Grave cuestión porque, como Parménides y Platón demostraron -aquél con entusiasmo volador, éste con hondo y clarividente patetismo-, la conquista y la posesión de la verdad no son y no pueden ser para el hombre terrenal cosas muelles y placenteras; una y otra exigen esfuerzo y fortaleza, y si el empeño de vivir con los ojos abiertos puede traer al alma muy íntimos gozos, nunca será y nunca podrá ser -en este mundo, al menos- pura delicia. Pero, con todo, diría Platón, hay que vivir en la realidad y en la verdad, y para ello hay que educar a los hombres.

Nacen así una nueva idea del arte y una nueva concepción de la bondad. Así entendido, el arte ya no es invención de ensueños susceptibles de ser sobreañadidos a la realidad en torno, para hacerla, ilusionante y vividera, sino revelación -no filosófica, ni científica, sino imaginativa y metafórica- de lo que la realidad es en su mismo seno, aunque este descubrimiento pueda ser, tenga que ser tantas veces doloroso. ¿No es ésta, por ventura, la más secreta clave vital y estética de la poesía y el arte contemporáneos, quiero decir, desde Stendhal, Leopardi y Baudelaire? Vivir, en tal caso, puede ser dos cosas; o resignarse más o menos sinceramente a la creencia de que no se puede ser feliz, o gozar de una felicidad entreverada de dolor -o acaso padecer un dolor entreverado de felicidad- con la esperanza de que un día el dolor desaparezca. De lo cual se sigue que la bondad no será tanto regalo de ficciones gratas, como delicada pedagogía de la verdad, benevolente enseñanza con palabras y con obras de que la realidad es en el fondo «de otro modo». Frente a la insuficiente función «ultra» de la poesía y la bondad, una y otra cumplen ahora una función «intra»; la cual no podría ser nunca contentadora, hay que decirlo, sin una definitiva función «trans».

Decía yo antes que la idea básica y el planteamiento de Los árboles mueren de pie responden a una concepción del arte y la beneficencia como actividades «ultra». Pero acaece que en el desenlace prevalece una actitud mental y ética tenue, pero inequívocamente «intra». La realidad se impone, y la Abuela pasa rápida y enérgicamente de ser ilusionada con la ficción a ser -en el sentido antes apuntado- pedagoga de la verdad. ¿Por qué? ¿Porque la realidad de la vida -la vida como es- se ha rebelado, como un tema en busca de personaje, contra la tesis inicial de los personajes de la comedia? ¿Porque, contra la primera apariencia, y allende la excesiva dulzura de ciertas escenas, es realmente «intra» la tesis del autor? Estas interrogaciones son la cifra de lo que a mí, uno de tantos espectadores de Los árboles mueren de pie, me decía «efectivamente» el contenido de esta comedia de Alejandro Casona.






ArribaAbajoMiguel Mihura


ArribaAbajoCuando no es cruel la risa

Asistí hace unos días a la representación de una inteligente y graciosísima comedia de Miguel Mihura -Maribel y la extraña familia-, y a ella quiero aplicar hoy mi reflexión. Con lo cual me limitaré a pagar en letra impresa la delicia mental que durante dos horas ese espectáculo me regaló.

Acabo de llamar «inteligente» a la comedia de Mihura, y esto es lo que a mi juicio hay que comenzar diciendo de ella. No sólo por la notable habilidad técnica con que está construida, sino por algo mucho más esencial: por la manera ingeniosa, sencilla y delicada con que en su trama y en su desarrollo se combinan el humor, la ternura y la poesía.

Ante todo, el humor que -sin dejar de serlo, y éste es su principal mérito- llega a provocar la risa. No es infrecuente que los autores españoles, acaso desde Quevedo, traten de suscitar la risa de lectores y espectadores mediante recursos antes atañederos a la crueldad que pertenecientes al humor. ¿Acaso no habló certeramente Unamuno del «malhumorismo» español? «La risa -escribió Bergson en su célebre ensayo- no puede ser absolutamente justa... El que ríe se mete en sí mismo y afirma más o menos orgullosamente su propio yo, considerando al prójimo como un fantoche cuyos hilos tiene él en su mano.» Confirmando la sentencia bergsoniana, buena parte del teatro cómico español ha hecho reír cultivando sin saberlo la potencial crueldad del espectador; siendo, en suma, más quevedesco que cervantino. Mas no siempre tiene que ser así. Es posible lograr, en efecto, que el espectador no se ría de una persona o de un tipo «de una pieza», que en esto consiste ahora la crueldad, sino de situaciones irónica o ingenuamente creadas por la persona o el personaje en cuestión. En el primer caso -creación irónica de la situación hilarante-, la risa no cruel es testimonio de un buen humor intelectual; en el segundo -creación ingenua de tal situación-, la risa deja de ser cruel por obra de un humor que llamaré cordial: el humor en cuyo seno existe una gota de ternura para con la persona o el personaje que nos hacen reír. Es -ejemplo sumo- la risa de la madre ante la ocasional e involuntaria torpeza de su hijo.

Recordad los personajes de esta hilarante comedia de Mihura: la vieja años y años recluida en su casa, el trío de mujeres de vida -¿por qué la llamarán así?- alegre. Para no sentirse del todo sola -en definitiva: para poder hablar en compañía- esa vieja paga algún dinero a gentes que de cuando en cuando la visitan. Tan estupenda y teatral ocurrencia hace reír a todos. Mas nadie se ríe entonces de la vieja, sino de una situación que ha podido ser irónica o ingenuamente creada por ella. Y como al final resulta que tal creación es a la vez irónica e ingenua, la risa no cruel, más bien clemente, del espectador atestigua la condición a la vez intelectual y cordial del humor de Mihura. Más puramente ingenua es la conducta con que las tres hetairas de pensión crean las situaciones cómicas donde ellas son protagonistas; y, por tanto, más depurada y esencial viene a ser la ternura -una ternura inteligente, no sentimental y edulcorada- con que el autor considera la «realidad personal» del personaje. Torrente Ballester ha dedicado muy lúcidas y penetrantes páginas a mostrar la significación sociológica de la prostituta -Santa Isabel de Ceres, Pepa Doncel...- en el teatro español contemporáneo. Pues bien: creo que Maribel y la extraña familia inaugura una actitud nueva, mucho más honda. La prostituta no es ahora un arma teatral contra la hipocresía del mundo en que ella vive; es -nada más, nada menos- una pobre persona capaz de crear ingenuamente situaciones que hacen reír, y susceptible de ser cualquier día moralmente redimida y poéticamente transfigurada por la virtud ensalzadora del amor. Sin los «cisnes unánimes» de la retórica modernista de hace medio siglo y sin los «andrajos documentales» de la más reciente literatura social, ¿no es honda, sutil y verdaderamente poético el encuentro final entre la protagonista y el hombre entre candoroso y avisado que con tanto deslumbramiento la ama? A su modo «muy siglo XX», la Rufi, la Pili y la Niní de Maribel y la extraña familia son hermanas de la Gananciosa, la Escalanta y la Cariharta que con tan alertada y soterraña ternura pintó Cervantes en Rinconete y Cortadillo. El humor de Mihura, ya lo he dicho, es mucho más cervantino que quevedesco, y ni siquiera Tres sombreros de copa es excepción a tan consoladora regla.




ArribaAbajoLa acción social de lo cómico

Con Ninette y un señor de Murcia, que desde hace varias semanas viene representándose en el teatro de la Comedia, de Madrid, su autor, Miguel Mihura, ha conseguido un importante éxito cómico. ¿Tan importante como el que hace años logró con Maribel? Tal vez no. Pero sí lo suficiente para que esta Ninette ocupe por mucho tiempo las carteleras y haga reír a los públicos de España. Muy de veras me complacerá que así sea. Pero la sincera admiración que profeso al talento de Mihura me mueve a pergeñar, al hilo de este claro éxito, algunas reflexiones acerca del sentido social de lo cómico. Más precisamente: acerca de cómo la indudable comicidad de Ninette y un señor de Murcia incide y opera sobre la sociedad a que pertenece.

La trama es bien sencilla. Andrés, joven señor de Murcia que acaba de recibir una pequeña herencia, decide gastar parte de ésta «corriéndola» durante unos días, como suele decirse, entre esos hipotéticos placeres que París ofrece a todos los Andreses de todas las Murcias del mundo. A París, a París. Armando, amigo de Andrés que desde hace algún tiempo reside en la seductora Lutecia, procurará instalación adecuada al viajero. ¿Adecuada? Trátase de una habitación interior en la vivienda de Pierre y Bernarda, exiliados españoles y españolísimos padres -pese a sus veinticinco años de vida parisiense- de la encantadora Ninette. En resumen: que Andrés se encuentra con Ninette apenas llegado a la casa de ésta; que, sin proponérselo, encuentra en ella la aventura que con su murciana -o zamorana, o cacereña- imaginación venía buscando; que entre arregostado y pesaroso pasa un mes en el domicilio de su aventura, sin poner el pie en las calles de París y sin poder cumplir, por tanto, su sueño de una excursión nocturna en bateau-mouche; y que al final, siempre entre el pesar y el arregosto, aunque con vehementes indicios de que éste va convirtiéndose en verdadero amor, tiene que salir hacia Murcia con Ninette, Pierre y Bernarda, para legitimar y santificar con un matrimonio como Dios manda las incipientes consecuencias de su amatoria reclusión.

No contando las diversas incidencias ocasionales, dos me parecen ser los principales motivos cómicos de Ninette y un señor de Murcia: el contraste entre la idea que de la vida parisiense tienen los señores de Murcia -o de Zamora, o de Cáceres- y la realidad que esa vida les ofrece; y, por otra parte, la tenaz pervivencia de los hábitos hispánicos -sentimiento del honor familiar, gusto por la fabada, el cocido o la gaita asturiana- en unos españoles que hace veinticinco años residen en París y que siguen viviendo bajo la tan poco armoniosa y verosímil presidencia iconográfica de Lenin, Pablo Iglesias y don Alejandro Lerroux. ¿En qué consiste la eficacia social de uno y otro? En cuanto operantes sobre una sociedad y no sólo sobre un alma aislada, ¿cuál es la vía a través de la cual logran su eficacia?

Muy consciente del apresuramiento de mi proceder, archiconvencido, por tanto, de la necesidad de revisar, perfilar y completar el esquema, me atrevo a sostener que la eficacia social de lo cómico puede seguir tres cauces principales: el regodeo (un regodeo más o menos irónico), la corrección (el castigat ridendo mores de los viejos preceptistas) y la elevación perfectiva (a la cual, para que sea cómica, no pueden faltar la zumba o la ironía). El regodeo hace reír sumergiendo cómicamente al espectador en la contemplación y el disfrute de los hábitos vigentes en el grupo social a que pertenece, aunque él, como persona individual, diste mucho de poseerlos en su alma. Por encima de tal expediente, con superioridad ética y estética sobre él, hállase la corrección, cuya meta consiste en la debelación cómica de hábitos que se estiman viciosos o indeseables. Y por encima de uno y otro está la elevación perfectiva, el propósito de hacer reír ampliando y mejorando en alguna medida el horizonte mental, moral y estético del público que ríe.

El primero de los fundamentales recursos cómicos de Ninette pertenece, sin duda alguna, al orden de la corrección. Aunque más de una vez cumplida en la literatura de los dos últimos siglos, la empresa de fustigar cómicamente la idea que de París y de Europa suelen tener los señores de Murcia, de Zamora o de Cáceres -idea que la vida actual va matizando no poco- sigue siendo harto plausible. El segundo de tales recursos se halla, en cambio, y a pesar de las reservas irónicas del autor de la comedia, muy próximo al puro regodeo, cuando no incurso en él. Viendo la reacción de Pierre, Bernarda y sus amigos ante la aventura de Ninette, y sobre todo ante las consecuencias de esa aventura, ¿cómo no recordar la intención y la peripecia de Anacleto se divorcia? Lo cual, y con todos mis respetos y aplausos para la actitud moral de Pierre, Bernarda y Anacleto, me parece que no corresponde exactamente al talento y a la firma estética de Miguel Mihura.

Pero lo más grave en Ninette y un señor de Murcia es, a mi juicio, la falta de una comicidad cuya meta sea la elevación perfectiva del público. No faltaba ésta en Tres sombreros de copa, Maribel y Dorotea, alegatos cómicos en favor de la poesía, la ternura y -en el buen sentido de la palabra, como diría don Antonio Machado- la bondad. Y yo, que muy sinceramente admiro la inventiva y el estilo del autor de Ninette, desearía que no faltase en sus futuras comedias. Aunque la risa de la elevación perfectiva sea a veces más difícil de lograr que la del regodeo.






ArribaAbajoJoaquín Calvo Sotelo


ArribaAbajoEl arzobispo Carranza

Cuatro siglos después de sus tártagos en Valladolid y en Roma, fray Bartolomé Carranza vuelve a comparecer ante el público de España. Le ha traído Joaquín Calvo Sotelo, con su drama El proceso del arzobispo Carranza, que estos días se representa en el teatro María Guerrero, de Madrid. Gran acierto de Calvo Sotelo: la figura y el destino de fray Bartolomé Carranza tienen sustancia dramática y muy viva actualidad.

El drama nos presenta la vida de Carranza, desde su aparatoso prendimiento en Torrelaguna, el 21 de agosto de 1559, hasta su muerte en el Castillo de Santángelo, de Roma, diecisiete años después. La acción culmina en el cuadro tercero de la Primera Parte: ante el Tribunal de la Inquisición de Valladolid, duramente hostigado por el fiscal y por fray Juan de la Regla, confesor de Carlos V, fray Bartolomé explica el sentido de las palabras de consuelo espiritual que pocos meses antes había dirigido al Emperador, cuando éste agonizaba en Yuste. Menos fuerza dramática tiene la escena en que Felipe II declara ante Martín Azpilicueta su actitud ante el proceso y la entrevista del embajador de España en Roma con el Cardenal Reviva. E incluso -no obstante su natural patetismo- el cuadro final del drama, con la humilde abjuración y la muerte serena del desgraciado Arzobispo.

Ante esta representación de El proceso del arzobispo Carranza, ¿qué puede decir el espectador actual? Por lo pronto, lo que antes dije: que la elección del tema ha sido un gran acierto. Y luego, que el lenguaje es en todo momento decoroso y entonado, y que el desarrollo del drama se sigue con muy viva atención a lo largo de toda la obra. En conjunto, pues, la sanción del espectador leal tiene que ser favorable. Pero este drama de Joaquín Calvo Sotelo, ¿es teatralmente todo lo que el drama real, el drama humano y español del hombre Bartolomé Carranza, le permitía ser?

No aludo, desde luego, a la fidelidad histórica de la obra. En la parva medida en que yo puedo juzgarla -y reservando siempre la última palabra a J. I. Tellechea, nuestro máximo carrancista-, creo que esa fidelidad es muy suficiente. Tampoco me parece objetable la indudable simpatía del autor hacia la persona de Carranza. En relación con el tema, mis personales preferencias van resueltamente con la exégesis de Marañón y Tellechea, y no con el juicio de Menéndez Pelayo. Pero una materia tan vasta, sutil y compleja como la vida de este fray Bartolomé, clave de uno de los momentos más decisivos de nuestra historia, puede ser teatralmente contemplada desde puntos de vista muy distintos entre sí. La escenificación de la realidad histórica, y más cuando ésta es tan copiosa, exige traer ciertos hechos a primer plano y preterir otros; por tanto, la instalación en un determinado punto de vista y la adopción de una determinada óptica. Tres eran posibles, a mi entender, frente al proceso de Carranza (no contando, claro está, el puramente teológico): uno jurídico, otro psicológico y otro social. El punto de vista jurídico llevará a considerar, ante todo, el proceso mismo; el psicológico hará patente, muy en primer término, el alma del procesado, las tensiones y los problemas que en el interior de éste operaron; el social, en fin, presentará con principal relieve la situación del tan discutido Arzobispo en el seno de la sociedad a que perteneció, la España grandiosa y terrible de los años 1558 y 1559.

Mi impresión personal es que Joaquín Calvo Sotelo, movido acaso por su propia formación, ha adoptado con demasiada exclusividad la óptica jurídica. No quiero con ello decir que no hay en su obra toques y aciertos psicológicos y sociales. Los hay. Ahí están, para demostrarlo, la primera reacción de Carranza ante la visita de fray Hernando, el recuerdo de la primavera toledana desde la presencia de la primavera romana, los comentarios de las pescadoras de Cartagena cuando ante ellas pasa fray Bartolomé, camino del galeón que ha de llevarle a Italia. Digo, sí, que la elección del punto de vista jurídico -enteramente lícita, por supuesto, tanto en el historiador como en el dramaturgo- deja muy en segundo plano las zonas y los aspectos de la vida de Carranza de máximo vigor dramático y más apasionante actualidad.

¿Acaso no es así? He aquí un procesado, Carranza u otro cualquiera. Si yo considero su vida y su conducta con ojos de jurista -y si, por añadidura, siento una entrañable simpatía por su persona-, ¿qué veré, qué intentaré hacer, qué haré? La respuesta es obvia. Procuraré ante todo que el procesado quede absuelto. Trataré de hacer ver, por lo tanto, que no es realmente culpable de las acusaciones contra él lanzadas. Ahora bien: puesto que la sentencia de absolución ha de darla el tribunal ante el que el procesado comparece, me sentiré obligado a demostrar la inocencia de éste moviéndome dialécticamente en el mismo terreno que el tribunal. Mi argumentación, en suma, se esforzará por demostrar a los jueces que el acusado no es, después de todo, tan distinto de ellos.

Es natural que así procediera Martín Azpilicueta, abogado de Carranza ante el Tribunal de la Inquisición. «Ved, jueces -viene a decirles el honrado vasco-, que este hombre no es sólo un católico fervoroso, más también un esforzado defensor de la fe. Su piedad y su celo son notorios. Y cuando por encargo de Felipe II estuvo en Inglaterra y fue confesor de María Tudor, ¿no se condujo como un verdadero debelador de herejes?» Es natural, por otra parte, que así hablase el propio fray Bartolomé en determinados momentos del proceso. «Mis palabras a Carlos V en su lecho de muerte -dirá al Tribunal que le juzga- no tenían la significación que vosotros les dais. No eran doctrina luterana, la más inadecuada para ayudar a bien morir al vencedor de Mühlberg, sino consuelo para un alma atormentada y sedienta de verdadero reposo en Cristo.» Y tanto Martín Azpilicueta, como Carranza tenían, sin duda, harta razón. Pero, argumentando así, ¿no queda semioculto y como esfumado el drama de este singular obispo español del siglo XVI? ¿No queda eo ipso rebajada la eficacia de su aparición sobre las tablas de un teatro?

La vida personal de fray Bartolomé Carranza -y, en cierto modo, la vida histórica de España- tuvo su año decisivo en el de 1558, uno antes de ser prendido en Torrelaguna. En 1558, en efecto, fue Carranza nombrado arzobispo de Toledo, publicó en Amberes sus Comentarios sobre el catecismo cristiano y pronunció en Valladolid un sermón famoso, que bien puede ser llamado el «sermón de la misericordia». Para entender su proceso y su drama, conviene tener muy en cuenta estos dos últimos hechos.

Sería enteramente inoportuno que yo expusiese y glosase aquí el contenido de esos Comentarios: ni yo soy quién -hablen de ello los teólogos-, ni éste es lugar para ello. Pero hasta para el más lego en teología es evidente que con la publicación de su discutidísima obra, Carranza concitó contra sí tres fuertes enemistades: la de la Inquisición, acaudillada por Fernando de Valdés, arzobispo de Sevilla e inquisidor general de España; la de la fracción «dura» de su propia orden, representada por Melchor Cano, antiguo compañero de Carranza y áspero rival suyo; la de Felipe II, hipersensible por razones religiosas y por razones políticas a cuanto pusiese o pareciese poner en peligro la unidad católica de sus reinos.

Por grave y amenazadora que fuese, la animosidad del rey, del inquisidor general y de un gran teólogo se movía en la zona más alta de la sociedad; era, como hoy suele decirse, «de alto nivel». ¿Podremos decir lo mismo del recelo y la animosidad subsiguientes al tercero de los hechos antes mencionados? El 21 de agosto de 1558, camino de su archidiócesis, Carranza pronuncia un sermón en la iglesia de San Pablo, de Valladolid. Las cárceles de la ciudad están llenas de presuntos herejes: bien reciente es el descubrimiento de focos luteranos y conciliábulos de alumbrados en la ciudad del Pisuerga. Las gentes vallisoletanas -y las de España entera- hablan, se aíran, temen, caen en consternación. ¿Cómo es esto posible? ¿Puede concebirse que España, Judit de la Iglesia, protagonista de Trento, abanderada de la contrarreforma, brazo armado de Cristo, se halle contaminada de herejía? «Breve remedio y ejemplar castigo» contra «tan gran desvergüenza y bellaquería», pide Carlos V a su hija, gobernadora del reino en ausencia de Felipe II. Pues bien: en presencia de la princesa gobernadora y de toda la corte, con el templo rebosante de fieles y curiosos, Carranza pronuncia un sermón -cuyo texto nos ha hecho conocer la inteligente diligencia de J. I. Tellechea- en el cual viene a decir: primero, que la «ufanía y presunción de esta provincia -Castilla- tenía de la limpieza de luteranos y otros herejes» ha resultado vana; segundo, que el pueblo no debe entrometerse en el problema de la represión de la herejía, y tercero, que es preciso tratar a los inculpados con misericordia y procurar que vuelvan al seno de la Iglesia.

«Misericordia.» ¿Es lícito, es posible usar esta palabra? «Que no se puedan prevaler de la misericordia», había escrito Carlos V a su hija. A los dos días de pronunciado el sermón, dos franciscanos, fray Bernardino de Montenegro y fray Juan de Menceta, denuncian a Carranza a la Inquisición; los dos consideran inadmisible lo que el flamante arzobispo ha dicho, los dos estiman intolerable y peligrosa esa incitación a la misericordia. La opinión de los oyentes -y en ellos, la de España entera- se divide: a un lado, los «duros» y los «ufanos»; al otro, los blandos de corazón y los histórica y religiosamente sensibles al drama que entonces están representando y sufriendo los hombres de Europa. En el bando de los «comprensivos», la noble voz de san Francisco de Borja: «para estos tiempos», ése es el mejor modo de predicar, comenta. Entretanto se intensifican las presiones para que la Inquisición abra proceso a Carranza por la publicación de sus Comentarios. Y al fin, el 21 de agosto de 1559, un año justo después del sermón de Valladolid, el prendimiento del arzobispo en Torrelaguna. En este episodio tiene su punto de partida, como se recordará, el drama de Joaquín Calvo Sotelo, tan fiel a su título: El proceso del arzobispo Carranza.

La publicación de los Comentarios sobre el catecismo cristiano enfrenta a su autor con los magnates de la vida política y religiosa de España. Con la predicación de su sermón de Valladolid, Carranza pone contra sí una buena parte, la mayor, sin duda, de la encrespada sociedad española de entonces. He aquí una de las formas escénicas que podría recibir el complejo drama humano del infeliz arzobispo: su enfrentamiento con quienes, a partir de esos años decisivos -1556, retirada de Carlos V a Yuste y subida de Felipe II al trono; 1558, sermón de Carranza; 1559, prisión de éste y autos de fe de Valladolid-, van a encerrar a España en sí misma y a segregarla de la entonces incipiente aventura del mundo moderno. El drama cristiano e hispano de Carranza, en cuanto hombre representativo de una España posible y no realizada. ¿Qué hubiera sido, cómo hubiera sido en la segunda mitad del siglo XVI una España católica, puesto que Carranza lo era, en la cual no hubiese sonado a escándalo y provocación la palabra «misericordia»? ¿Qué dialéctica habría empleado fray Bartolomé frente a los que por ufanía de pureza, por sequedad de corazón o por exigencia de una fe con vocación de espada juzgaron inadmisible su sermón de Valladolid? Gran tema para un drama español y europeo; gran tema para un drama humano y cristiano.

Y, por fin, lo que en el alma de ese hombre realmente acaeció. Acaso algunas de sus expresiones pudieran ser equívocas en oídos tan apasionadamente sensibles como aquellos que le rodeaban; mas no parece que su intención fuese en ningún momento luterana. No permiten opinar de otro modo su conducta y sus palabras a la hora de la muerte. Por otra parte, en Inglaterra y en Flandes fue tan sabueso y tan debelador de herejes como el que más. ¿No fue él, acaso, quien en la Universidad de Cambridge, cuando de ella fue visitador por orden de la reina María, hizo desenterrar y quemar los huesos de Martín Bucero? Junto a esto, su sermón de Valladolid, su alegato en favor de la misericordia, su actitud benigna frente al doctor Cazalla, quemado luego como luterano en uno de los autos de fe de 1559. ¿Qué hubo en el alma de Carranza, cuáles fueron sus intenciones más personales y sus afectos más íntimos?

Tres dramas posibles. Uno de carácter jurídico, atenido sobre todo a lo que el proceso del arzobispo Carranza realmente fue. Otro de índole histórica y social, sensible en primer término a lo que ese hombre significó en su mundo, la España de los últimos años de Carlos V y los primeros de Felipe II. Otro, en fin, de intención psicológica, más atento a lo que en la intimidad del procesado verdaderamente aconteció; mejor dicho, a lo que en ella pudo acontecer. Joaquín Calvo Sotelo ha elegido el primer punto de vista, y ha compuesto una generosa y digna pieza dramática. Pero ¿no es verdad que hoy -cuando está en curso el segundo Concilio Vaticano- hubiese ganado mordiente teatral su obra dando más momento a cuanto en el orden histórico y social y en el orden anímico constituyó el drama personal del arzobispo Carranza?






ArribaAbajoFrancisco Marco Merenciano


ArribaAbajoPrólogo al amigo muerto

Fui amigo de Francisco Marco Merenciano por las dos razones que mejor justifican la amistad entre hombres: la razón personal y la razón comunal. «Somos amigos -decía Montaigne, aludiendo a su relación, cordial e intelectual a la vez, con La Boëtie- porque él es él y yo soy yo.» La vinculación amistosa se levanta ahora sobre una aquiescente aceptación de la peculiaridad personal del amigo, y viene a ser el mutuo y obsequioso reconocimiento de la existencia ajena. Mas también cabría decir, completando la aguda sentencia del escritor bórdeles: «Somos amigos, porque él y yo somos nosotros.» Un «nosotros» casi siempre integrado, claro está, por más de dos personas. El vínculo amistoso tiene entonces su fundamento propio en la comunidad de esas personas, y es tanto la quieta fruición de aquello que une, creencias, ideas, gustos o intereses, como la acompañada ejecución, de las empresas a que el común futuro invite, y el padecimiento solidario de las vicisitudes que el común presente imponga. La obsequiosa «mutualidad» antes señalada queda implantada así, sin mengua para ella, y aun para su constante enriquecimiento, en el blando suelo nutricio de una «comunidad» interpersonal.

Una y otra, mutualidad y comunidad, dieron cuerpo a mi fraterna relación amistosa con Francisco Marco. Nos conocimos en Valencia, hace ahora más de treinta años, entre los altos pinos y los muros almenados de un Colegio Mayor. Nítidamente veo de nuevo su rostro pálido y fino, su mirada penetrante y sedienta, su negra chalina de artista. Una soterrada vena romántica latía en él, que siempre se esforzó por ser y parecer antirromántico. ¿No era romántica, acaso, su reiterada y un poco soñadora apelación al laúd, que tañía con gusto y destreza no comunes, para evadirse del hastío que suele traer la iniciación memorística en el arte de recetar? ¿Y no lo era, de otro modo, el gesto entre irónico y complacido con que nos mostraba sus primeras tarjetas de visita: «Francisco Marco Merenciano. Profesor del Orquestal Anderdo»?

Muy pronto me aficioné a su amistad. Me atraían hacia él su ingénita distinción espiritual, su exigente gusto literario, su liberal generosidad para el regalo del tiempo, la constante abertura de su mente. Tal vez nos uniera, además, la compartida irresolución de nuestro problema vocacional. Él estudiaba tercer curso de Medicina, y aún no había descubierto su secreta y verdadera vocación de médico. Yo comenzaba a estudiar Química, y sentía en mi alma una sorda e irreprimible querencia intelectual por otras cosas; por demasiadas cosas, pienso ahora. Ello es que, movidos uno y otro por lo que en nosotros había y por lo que en nosotros no había, no tardamos en estimar con deferencia gustosa nuestra naciente condición de amigos. Entre sus notas autobiográficas me encuentro con ésta, relativa al curso académico en que nos conocimos, el de 1924 a 1925: «El tercer curso. Farmacología experimental. Pesimismo. Comienzo a leer alemán y mucha literatura. Freud. Marañón y Nóvoa. Clásicos y modernos.» Ahí está, íntegro, mi amigo, desde su alma de veinte años: ayudando sin vocación, pero con seriedad, a la faena de valorar preparados digitálicos en gatos decapitados; estudiando morosamente a Freud, que por entonces, en los tórculos de Segovia y bajo un prólogo incitante de José Ortega y Gasset, era vertido a buen castellano; buscando la mejor faz de la Medicina, a través de los autores españoles más sugestivos; leyendo a Azorín y a santa Teresa, de cuyos escritos fue siempre tan perspicaz y devoto huésped; luchando animosamente, a la española, con su nunca vencido pesimismo. Y entre una y otra cosa, en su habitación, alta como un palomar, conversando con sus amigos acerca de lo divino y lo humano, o dejando que el alma se le deslizase sobre la escandida melodía de su laúd.

La soledad, la punzante y desvalida soledad del ejercicio médico en una aldea de la serranía valenciana, le hizo descubrir su honda condición de médico y confirmó en él, a través de nunca abandonada lectura, al penetrante y diestro escritor que en él ya existía. Llegó a ser médico por los más nobles caminos: el sentimiento doloroso de una posible responsabilidad profesional frente a los enfermos cuya muerte no sabía evitar, la necesidad de ir conquistando por sí mismo las técnicas elementales de la curación y del diagnóstico, y el cultivo a fondo -trocando el menester en virtud- del coloquio anamnéstico con el paciente. Bien incisiva y persuasivamente lo declaran las breves, escuetas frases con que él recordará los tres años de práctica rural que precedieron a su definitiva especialización psiquiátrica: «Ya soy médico, médico rural. Soledad. Desesperación. Pero puedo decir con humildad y sin sonrojo que me formé en el pueblecito donde por tres años fui médico rural. El ejercicio. Sé más de lo que creía, pero menos de lo que podría saber. Conflicto moral: los enfermos que se me mueren. ¿Yo homicida? Así comprendí yo en toda su profundidad el valor de la vida y el valor de la técnica. ¡Cuántas cosas se pueden hacer sin técnica! ¡Y qué fácil es a veces la técnica! Necesidad de practicar a fondo la anamnesis... Descubro al fin la auténtica medicina y encuentro sentido a mi lucha con mi destino individual.» Decidme si en esas densas líneas memorativas -escritas para el autoconocimiento y nunca publicadas- no queda expresada una hombría de óptima calidad.

A la vez que el médico va forjándose el escritor, y también por la vía más segura y responsable: la que, a la manera de las aguas quijotescas del Guadiana, comienza por mostrarse impacientemente en los artículos, las cavilaciones, las narraciones y los poemas de la adolescencia, y se depura luego por modo callado y oculto -bien echado el pestillo de la estancia propia, según el no marchito ejemplo de Ronsard- en escritos que jamás han de ver la luz. Había publicado mi amigo algunas cortas prosas durante su primerísima, casi infantil mocedad. Escribió luego sólo para sí mismo, en su campesino aislamiento y durante sus primeros años de psiquiatría, en medio de privaciones y estrecheces airosamente sobrellevadas. Y siguió escribiendo, ya para la publicidad, cuando su mente y su pluma adquirieron madura consistencia: trabajos científicos muy originales y sugestivos, por una parte, y ensayos de diversa índole, por otra, como Sexo y cultura, valiosa y sutil ampliación del pensamiento de Otto Weininger y de Eugenio d'Ors, y aquellos otros que se hicieron letra impresa en Norma, fugaz revista de un grupo de jóvenes -él y yo, entre ellos- aspirantes a vivir y a pensar. Y aún hubiera escrito más, y más literariamente -le tentaba con frecuencia el teatro psicológico-, si su pudor de médico en ejercicio y de aspirante a profesor universitario no le hubiese frenado la pluma.

Dejemos, sin embargo, al médico. Conformémonos con recordar que lo fue de manera muy cabal y eminente, primero en los años de su ejercicio rural, y luego en los que transcurren desde 1939 hasta su muerte, ya afianzado su justo prestigio de psicoterapeuta. Limitémonos a consignar, a lo sumo, que su exigente postura ante la Medicina le hizo ser «más-que-médico», en el sentido que a esta expresión da Werner Leibbrand; nunca se allanó a constituirse en puro técnico del arte de curar, y siempre sintió como propia cualquier cuestión atañedera al ser y al destino del hombre, desde el examen psicotécnico hasta el trance místico. Dejemos también al escritor. Baste con afirmar que lo fue desde dentro de su alma, no por la presión de solicitudes externas, y que llegó con su limpia pluma hasta donde su triple condición de psiquiatra, cristiano y español podía y debía llevarle. Sí, permitidme dejar ahora al médico y al escritor y llenar mí memoria con el recuerdo del amigo y el hombre.

Otra breve nota manuscrita, hallada entre los papeles que le sirvieron de ayuda en sus ejercicios de oposición a la cátedra de Psiquiatría de Madrid, empapa de mansa y dolorosa nostalgia ese recuerdo. Alude a sus trabajos de 1934, y dice sucintamente así: «Llega Laín. Nuestras empresas en común. Norma. El premio Roel. La clínica. Conferencias y cursos...» Cada inciso nombra un hito nuevo en nuestra amistad, entonces renovada y creciente: una común pesquisa sobre la inteligencia juvenil; la fundación de la revista que antes he mencionado; la instalación de un modesto consultorio psiquiátrico, donde él y yo esperábamos sin pena a enfermos que no habían de llegar; el proyecto de un semanario, versión española y mixta de Gringoire y Les nouvelles littéraires, en cuyas páginas habían de colaborar -a tanto llegaban, entre 1935 y 1936, nuestro candor y nuestra ambición de provincianos- José Antonio Primo de Rivera y José María Gil Robles, Ramiro Ledesma y Xavier Zubiri, Eugenio d'Ors y Alfredo Mendizábal, Ramiro de Maeztu y Azorín, José Bergamín y Eugenio Montes... No sólo el revivir la muerte del amigo me hiere, con la lectura de ese sucinto apunte. Algo más ha muerto desde entonces, y no sólo para mí.

Si hubiese de reducir a un mínimo de palabras el retrato moral del amigo muerto, me quedaría con estas dos: lealtad y melancolía. He conocido muy pocos hombres tan honda y enteramente leales como él. Son leales, dice la Academia, «las acciones propias de un hombre fiel y de buena ley»; y luego añade que el adjetivo «leal» vale tanto como «fidedigno, verídico, legal y fiel, en el trato o en el desempeño de un oficio o cargo». En todos estos sentidos era leal mi amigo, consigo mismo y con los demás. Lo fue consigo -y lo afirmo sin énfasis ni trémolo alguno- hasta el heroísmo, hasta un heroísmo lúcido y cotidiano, el menos frecuente entre españoles: ahí están, como prueba fehaciente, su actitud frente a la pobreza, cuando ésta se mostró necesaria, y su conducta en la Valencia de 1937 y 1938. Lo fue con los demás hasta la aspereza, y en ello vieron su mayor defecto cuantos prefieren la amabilidad o la lisonja a la verdad. Minimizando deliberada y casi cómicamente el argumento, ¿será suficiente decir que, siendo médico de extensas relaciones, no quiso nunca expender en vano un sólo certificado de enfermedad, y que sabía negarlos con llana deportividad, sin estiramientos o ademanes de puritano ofendido? «Soy fundamentalmente homo religiosus -escribió un día, usando confesionalmente el conocido esquema sprangeriano-; y más que por los contenidos conceptuales de mi mente, y más, incluso, que por mi práctica de la religión, por el testimonio de los estados emocionales que dan tono religioso a mi mundo interior.» A la luz de ese interno «testimonio» llegaba a sentir que su vida, «llena de inquietud, de sobresalto y de una vaga tristeza, fluía animada de intención unitaria». Un noble y certero sentimiento romántico de la existencia propia -¿no parece un Novalis actual quien así se describe?- daba raíz y último fundamento a su modo, tan radical, de entender y practicar la lealtad.

Tan radical y, a la postre, tan melancólico. También sabía mi amigo ser jovial. También era capaz de bromear con gentes humildes y vulgares, y hasta de compartir sin enojo sus pasatiempos. Pero todas sus acciones descansaban en última instancia sobre un escondido subsuelo de melancolía: la melancolía de quien exige de sí mismo más de lo que el mundo merece, si se le mira según su visible capacidad de agradecimiento, y menos de lo que el mundo reclama, cuando se le considera según su íntima necesidad de salvación; la melancolía -tan próxima siempre a convertirse en alegría sobrenatural- de quien a sabiendas quiere mucho más de lo que la realidad creada puede conceder. Temperamental y espiritualmente melancólico fue mi amigo. Así se mostró, sin mengua de su ocasional jovialidad, desde los primeros días de nuestra relación amistosa, y así continuó siendo hasta su muerte, herido año tras año por la enfermedad, y más herido aún por la pertinaz injusticia de los hombres. Ésta y aquélla hicieron crecer su melancolía, mas no alcanzaron a quebrantar o a desvirtuar su lealtad.

Dos son, decía, las postreras razones de la amistad humana: que el amigo sea «él», y que forme parte de un «nosotros». Como póstumo y tardío tributo a la memoria del amigo muerto he querido recordar algo de lo que le hacía ser «él» en su amistad conmigo, y apuntar alguno de los empeños en que él y yo fuimos «nosotros», según el más auténtico sentido de este fundamental pronombre; un «nosotros» que con su muerte ha quedado extraña y dolorosamente manco. De otro amigo verdadero, el poeta Dionisio Ridruejo, tomaré unas palabras capaces de expresar esa rara manquedad de la existencia superviviente:


No has muerto tú tan solo.
Éste yo que era en ti también ha muerto,
y en medio de los tiempos yace inerte
aquel trozo imposible de mi vida.
También yo era esa parte que podía haber sido
y que matas muriendo...
También dentro de mí te entierras y te pudres,
que al fin soy polvo y cieno.
En él se harán encono y hastío las memorias
de lo que no pasó, de las palabras
que no llegamos a cambiar, del libro
que no escribirás nunca, de los viajes
que no hicimos jamás y que ya nunca haremos,
de las cosas y seres que hubieras deseado,
y de todo tu tiempo
que me das en herencia para que se fatigue.

Pero el poeta y yo sabemos que nunca se muere del todo, ni siquiera en cuanto a las posibilidades que la muerte del amigo ha destruido. Porque el recuerdo del amigo perdido y la prosecución de una amistad truncada por la muerte, son, para el superviviente, un modo inédito y misterioso de seguir siendo «nosotros». Por lo menos, cuando se cree que muerte y aniquilación no son términos equivalentes -ut unde mors oriebatur, inde vita resurgeret, nos han dicho estos días- y cuando, por añadidura, se llega a cumplir en fiel memoria del amigo muerto alguna de las acciones que hubieran dado nuevo pábulo espiritual a nuestra amistad con él. Después de haber descubierto el poeta que


aquel punto invisible por donde caen los muertos
y por donde la vida regresa extrañamente

es a la vez «pórtico de Dios» y «la eternidad más clara», siente en su alma el sorprendente imperativo de continuar en su propia existencia personal la amistad con aquel que ya no vive:


La fe de mi memoria me mandaba vivirte
-oh, memoria que tienes la vida de la muerte-
y hacerte palpitar en el seno del tiempo.

Sí, es posible la amistad viva con el amigo muerto. Así siento yo la que todavía me une, a través de la memoria, más allá de la memoria, con éste que hace un año perdió una existencia terrena donde se habían fundido ejemplarmente la inteligencia, la lealtad y la melancolía.






ArribaAbajoJuan Rof Carballo


ArribaAbajoMédico de hombres, médico del hombre

Discurso de recepción en la Real Academia Nacional de Medicina.


Vuestro encargo de recibir en esta Casa a Juan Rof Carballo y hacer en ella público y razonado elogio de su obra y su persona, sólo podía tener por mi parte la respuesta que nuestro pueblo ha inventado para situaciones afectivas iguales o semejantes a la mía: «A bodas me convidas.» En primer lugar, porque desde hace no pocos años he seguido paso a paso el desarrollo de esa obra, y la admiro tanto como el que más. En segundo, porque considero que el cabal conocimiento de la producción científica y literaria de nuestro nuevo compañero puede ser un bien muy positivo para la medicina española, e incluso para la vida común de los hombres de España. Y en tercero -last, but not least, como suelen decir los angloparlantes y, por extensión, los anglopedantes-, porque Rof es amigo mío, y siempre he pensado que la amistad, cuando rectamente se la entiende y practica, es el mejor camino para conocer de veras la vida y la obra de una persona.

Primero como aprendiz, luego como maestro, Juan Rof Carballo ha encarnado ejemplarmente en su persona un tipo muy cualificado de nuestra vida intelectual, el «pensionado de la Junta»: el joven universitario que durante los cuatro o cinco lustros anteriores a 1935 salía hacia un centro científico extranjero, casi siempre germánico, para perfeccionar allí la formación recibida en España. Sin indagar ahora el contraste entre el «pensionado de la Junta» y los ulteriores a 1950, año en torno al cual los universitarios españoles vuelven a frecuentar los centros de trabajo de ultrapuertos, os recordaré cómo fueron ejemplares los años de la peregrinación intelectual de Juan Rof.

Punto de partida hacía ella fue el magisterio de Gustavo Pittaluga, hombre a quien los médicos españoles, extraviados unos por la anécdota, cegados otros por el olvido, no han rendido todavía el homenaje que en justicia merece. Inicialmente formado en hematología, nuestro pensionado seguirá cursos y practicará investigaciones a lo largo de todo un lustro y junto a muy distintos maestros de la medicina europea: en Viena, Sternberg (anatomía patológica general y de los órganos hematopoyéticos), Eisler (roentgenología clínica), Winterberg y Zak (cardiología clínica y electrocardiografía) y Pötzl, Hoff y Dattner (neurología); en Colonia, Eppinger (fisiopatología de los ácidos grasos); en Berlín, Bonhoeffer y Serieller (neurología); en Copenhague, Möligaard (metabolismo del calcio y del fósforo) y Busch (tumores cerebrales); en París, Guillain (clínica neurológica). Entre 1931 y 1936, cinco densos años de la vida de Rof en que, sobre un fondo de esforzado estudio, va apuntando la investigación original, según dos de sus líneas entonces y ahora más fundamentales y fecundas: la anatomía patológica y la fisiopatología bioquímica. Rof comenzó a ser clínico en las salas de hospital, por supuesto, pero también sobre el ocular del microscopio y ante la bureta químico-analítica.

He aquí un joven médico español ampliamente instalado en el más alto nivel de lo que entonces era la medicina europea. Tres importantes grupos de trabajo -primero el de Pittaluga, luego el de Jiménez Díaz, años más tarde el de Marañón- van a recibir el beneficio de su colaboración. Con una mezcla de pena y remordimiento, en todos nosotros debiera surgir esta interrogación: ¿por qué, Rof no ha sido titular de una cátedra o jefe de un gran servicio hospitalario? Pero yo no estoy aquí para imaginar con pena lo que Rof pudo ser y no fue, sino para exponer con gratitud lo que Rof ha sido; esto es, para reseñar según sus graneles rasgos la obra científica del médico y pensador Juan Rof Carballo.

Año 1945. Rof está ya en su madurez, pero todavía no en su plenitud. Aparte su tesis doctoral, «Función de los ácidos grasos en el organismo», ha publicado en revistas españolas y extranjeras varias docenas de trabajos sobre los distintos temas que hasta entonces le ha ofrecido su formación o le ha impuesto su circunstancia: el linfogranuloma, la patología de los órganos hematopoyéticos, los estados de carencia y no pocos más, de índole fisiopatológica, diagnóstica o terapéutica. Pero hacia ese año, un conocimiento profundo y minucioso de lo que desde 1925 está siendo la medicina europea, y desde 1939, fecha en que inicia su publicación la revista Psychosomatic Medicine, comienza a ser la medicina norteamericana, le remueve en su fundamento mismo los hábitos teóricos y prácticos de su condición de médico y le decide a iniciar, dentro de ese reciente nivel histórico e intelectual que ha alcanzado el arte de curar, lo que desde entonces será su camino más propio: la edificación de una medicina antropológica ambiciosamente tendida, como un osado arco de puente, entre dos órdenes de realidades aparentemente muy lejanos entre sí, el proceso bioquímico y el hecho psicológico y social de la convivencia humana.

Tres importantes libros van a jalonar el itinerario intelectual, a la vez médico y antropológico, de esta segunda navegación de Juan Rof: Patología psicosomática (1949), Cerebro interno y mundo emocional (1952) y Urdimbre afectiva y enfermedad (1961).

Uno de los capítulos finales de Cerebro interno y mundo emocional lleva por título «El mundo del semejante y el cerebro interno». En él pone de manifiesto Rof el destacado papel del endoencéfalo como «órgano para la relación afectiva con el mundo que nos rodea, principalmente con el mundo de nuestros semejantes», y se hace cargo del fundamental, centralísimo papel que el trato con los demás hombres tiene en el desarrollo de la personalidad y en las vicisitudes ulteriores de ésta, comprendidas -et pour cause- la enfermedad y la asistencia médica. Esas densas y sugestivas páginas iban a ser el preludio del más importante y personal de los libros médicos de Rof, el titulado Urdimbre afectiva y enfermedad. Como su título indica y todos vosotros sabéis, su tema es un detenido y multilateral estudio de lo que la convivencia -la viviente relación del hombre con sus semejantes, comenzando por los más próximos- significa en la concreta existencia humana, y por tanto en medicina.

Como antropólogo, internista y patólogo general, Rof alcanza con este libro, respecto del tema de la convivencia humana, una altura intelectual no inferior a la que Binswanger logró como psiquiatra y psicólogo en el más hermoso de los suyos, Grundformen und Erkenntnis menschlichen Daseins. «Ad personalitatem requiritur solitudo», escribió hace siglos Duns Escoto. «En la verdadera soledad están los otros más presentes que nunca», ha escrito hace lustros Xavier Zubiri. Dando personal realidad a estas dos complementarias sentencias, Rof Carballo ha consagrado la activa, enriquecedora soledad de su cuarto de trabajo a demostrar por la triple vía de la lectura, la observación y la meditación que la compañía amorosa de los demás hombres, sobre todo durante los primeros años de la vida, es rigurosamente necesaria, así en el orden psíquico como en el somático, para que el individuo humano adquiera su plena integridad, y por tanto ese modo habitual de ser biológicamente íntegro que solemos llamar «normalidad» o «salud». Procedente de la clínica, la antropología cultural, la observación ecológica y la experimentación en los laboratorios de biología animal, toda una amplísima serie de hechos e ideas -bastará citar, entre sus autores, los nombres de Spitz, Bowlby, Silvia Brody, Sullivan, Halliday, Ruth Benedict, Margarita Mead, Portmann y Lidz- recibía ordenación sistemática e inédito fundamento doctrinal en Urdimbre afectiva y enfermedad. Ahí está el libro, y cualquiera puede comprobar por sí mismo la verdad de lo que yo ahora digo. Falto de tiempo para exponer una sinopsis de su rico contenido, me limitaré a decir aquí que con este volumen y la gavilla de estudios breves en que luego han tenido sus páginas explanación y desarrollo, Juan Rof Carballo ha llegado a ser una de las máximas autoridades mundiales en este tan central y fecundo tema antropológico y médico de la convivencia humana.

¿Es posible enlazar de un modo armonioso y científico la bioquímica y la vida personal? Puesto que el individuo humano es una unidad sustantiva de cuerpo y alma, ¿lograremos construir una antropología en cuya trama se aúnen de manera comprensible y científicamente aceptable la estructura del DNA, la neurofisiología, la creación literaria y la vida religiosa? Hace años afirmó Viktor von Weizsäcker que la condición moral, del ser humano no se expresa tan sólo en la intimidad de su conciencia y en la exterioridad de su conducta, mas también en la dinámica físico-química de los protoplasmas celulares y de los líquidos intersticiales. Pero esta gran verdad no pasaría de ser una ingeniosa ocurrencia volandera o un simple aserto heurístico, si el médico, el fisiólogo y el moralista no supiesen con alguna precisión cómo se integran en la unidad de la vida humana lo que bioquímicamente pasa en el interior del protoplasma y lo que mental y sentimentalmente acontece en el seno de la conciencia.

Como un signo de esta ambiciosa preocupación comprensiva e integradora, los trabajos médicos y literarios de Rof que sirven de hueste y corolario a la serie de sus libros mayores, citan con frecuencia un conjunto de autores bien poco conexos entre sí: los bioquímicos Szent-Györgyi y Pauling, el inmunólogo sir Macfarlane Burnet, los poetas Hölderlin, Unamuno y Rilke, los mitólogos e historiadores de las religiones Eliade y Kerényi, los filósofos Zubiri, Heidegger y Ortega. Como una incesante y alertada lanzadera, la mente de Rof se mueve una y otra vez de la biología molecular -y de la biología submolecular que ha propuesto Szent-Györgyi- al mundo de la religión y del mito, pasando por la psicología, la medicina y la filosofía, y de éste hacia aquélla. ¿Cómo? El discurso que acabamos de escuchar nos da, creo, una cabal y precisa respuesta.

Si yo he entendido bien, en la estructura conceptual de la nueva endocrinología que Rof anuncia y postula se articulan unitariamente los siguientes asertos:

1) Sin mengua de la especificidad de acción de las distintas hormonas, su real eficacia biológica depende en definitiva de una doble unidad funcional: la que en el interior de las células constituye esa sutil «red integrativa» que preside y unifica la varia actividad bioquímica del protoplasma y el núcleo, y la que en el plasma hemático circulante forma el variable conjunto de todas ellas.

2) Como ya sospecharon los pioneros de la endocrinología, y muy especialmente nuestro Marañón, las hormonas, material y funcionalmente asociadas al sistema nervioso, son el sustrato bioquímico y el agente inmediato de todos los procesos biológicos en que se pone en juego la total individualidad del ser viviente. Más de una vez he subrayado yo el acierto insigne de Starling cuando llamó «hormonas» a los principios activos específicos de las glándulas de secreción interna, porque ese nombre procede del sustantivo griego hormé, asalto, ataque, impulso o ardor, y a la postre de la raíz indoeuropea or-, alzarse o levantarse, que en latín da orior y oriens, con lo cual acaece que también en su etimología, y no sólo en su función, las hormonas vienen a ser el sol naciente del organismo en su totalidad.

3) En los animales superiores y en el hombre -en éste, de un modo más o menos inteligente y libre-, la expresión somatopsíquica de los movimientos vitales en que se pone en juego la totalidad individual del ser viviente recibe el nombre de «emoción»; la cual, como alteración somática, es un proceso neuroendocrino en el que se modifica organizadamente el nivel hemático de una gran cantidad de hormonas, si no de todas ellas.

4) La organización de este complejo movimiento hormonal posee un carácter a la vez sincrónico y diacrónico. En su aspecto sincrónico se muestra como la configuración ocasional de esos niveles; en su aspecto diacrónico -esto es, como figura o melodía temporal-, tal organización se ordena según pautas bien definidas, que parecen tener un profundo sentido biológico.

5) Las diversas pautas diacrónicas de la realización endocrina de la emoción se hallan constituidas por la mutua implicación de una reacción ergotropa y otra reacción trofotropa, variablemente conexas entre sí; pero en cualquier caso ordenadas a anticipar biológicamente la respuesta del individuo a la situación en que entonces se encuentra.

6) Esta anticipación o prolepsis biológica se orienta en dos direcciones: una descendente, hacia los sistemas receptores y efectores del organismo; otra ascendente, cuya nieta es la «valoración» y la «interpretación» del estado emocional, según las reglas vigentes en el grupo vital -en el grupo social y cultural, cuando se trata del hombre- a que el individuo viviente pertenece.

7) Todo lo cual indica que, en el hombre, la actividad de la organización, hormonal -ordenada en la salud, desordenada en la enfermedad- se realiza en tres niveles: uno molecular, otro embriológico y otro a la vez ambiental y social, que desde poco después de la publicación de Urdimbre afectiva y enfermedad Rof viene llamando «sociogenético».

La vida humana, unidad real en cuya dinámica se articulan estructuralmente o se funden la libertad y la entropía, la convivencia y el código genético, el amor y el spin de las partículas elementales, la conciencia moral y el instinto, la biología personal y la biología submolecular. En el hombre -escribió hace años Zubiri- «todo lo biológico es mental y todo lo mental es biológico.» Tal es la clave más central de la «nueva endocrinología» que Rof nos ha presentado; tal es, en definitiva, el alfa y omega de la actividad médica e intelectual de nuestro nuevo compañero. Es verdad: la vida espiritual del hombre se expresa tanto en sus creaciones intelectuales y artísticas como en la bioquímica de sus células y humores. ¿Cómo? Frente a esta pregunta, siempre estará el misterio; pero sistematizando e interpretando originalmente los múltiples datos de la investigación científica más actual, Rof nos ha ayudado a penetrar un poco en ese misterio por la vía regia de la inteligencia.

Después de todo lo dicho, ¿puede extrañar que Rof, además de médico, patólogo y antropólogo, sea también ensayista y escritor? Comenzó siéndolo, todavía muy inmediatamente pegado a la medicina, en los artículos recogidos en su libro El hombre a prueba (1951); y abierto ya a los más diversos temas literarios, psicológicos y mitológicos, ha ido ganando maestría en los que ulteriormente han reunido los volúmenes titulados Entre el silencio y la palabra (1960), Medicina y actividad creadora (1964) y Violencia y ternura (1966). La tradición española del médico ensayista -no será necesario mencionar a Marañón y a Nóvoa- tiene una de sus más altas cimas en Juan Rof Carballo. «Una sugestiva teoría de urgencia», he dicho yo alguna vez que es el ensayo, y esto son, muy ejemplarmente, los ensayos de Rof. Hay en ellos teoría, porque siempre adelantan o glosan las ideas científicas contenidas en sus libros mayores; y hay también sugestión, tanto por la finura intelectual y estética de sus intuiciones, como por la calidad literaria de la documentación en que se apoya y del lenguaje en que se expresa: «un lenguaje de absoluta y contenida plenitud», para decirlo con palabras de Gregorio Marañón.

¿Se me permitirá dar término a esta respuesta mía completando el juicio que en 1960, muy poco antes de morir, escribió acerca de la obra de Rof ese grande e inolvidable maestro de nuestra medicina y nuestras letras? «Su obra actual, ya llena de realidades, le convierte en una de las más altas esperanzas de nuestra vida intelectual futura, tanto por su reciedumbre científica como por su excepcional preparación humanística y por su ímpetu de creación.» Así hablaba Marañón de nuestro nuevo compañero, un año antes de la aparición de Urdimbre afectiva y enfermedad. Hecha realidad lograda, pero todavía prometedoramente abierta al futuro, esa «alta esperanza» está desde hoy con nosotros. Trayéndola a su seno, nuestra Academia ha hecho un bien a la sociedad española, porque le ha enseñado a reconocer públicamente el valor de uno de sus mejores hombres, y se ha hecho un bien a sí misma, porque ahora va a contar con la colaboración de éste. Imaginad, pues, señores académicos, el gozo con que en vuestro nombre voy a dar a Juan Rof Carballo el ritual abrazo de bienvenida.






ArribaAbajoFrancisco Orts Llorca


ArribaAbajoMaestro de verdad

Muchos y muy merecidos homenajes, querido Paco, han caído estos días sobre ti. Tu ingreso en dos Academias de Medicina, la de Madrid y la de París, y la proximidad de la fecha de tu jubilación como profesor ejemplar -al punto me replicaría don Gregorio Marañón, si por fortuna viviese: «Profesor, no: maestro»- han dado lugar a que tus discípulos, tus colegas, tus alumnos y tus amigos se volcasen, como suele decirse, en la manifestación de dos de los sentimientos que por igual honran a quienes en sí mismos los viven y a quien en los demás los han hecho nacer: la admiración y la gratitud. A fuerza de racionalizarse, ¿llegará la humanidad a un modo de vivir en que esos dos sentimientos sean considerados cosa delicuescente y obsoleta? Si es así, preferiré haber desaparecido del planeta antes de que tal novedad se produzca, y desde mi profesoral pequeñez me iré de él diciendo lo que desde su estelar grandeza decía Descartes a la princesa Isabel: «No soy de esos filósofos crueles -a los estoicos se refería- que quieren que el sabio sea insensible.»

Obrando en consecuencia, pienso que no empachará a mis lectores conocer las tres razones principales por las que yo te debo gratitud.

La primera, que ayudaste muy eficazmente a que mi paso por el rectorado de la Universidad de Madrid -etapa de cuya existencia biográfica apenas puedo acordarme; en esto soy más afortunado que Cervantes con el nombre de un pueblo de la Mancha- no fuese pura desolación. La general experiencia íntima de quienes desde hace veinticinco años vienen pasando en nuestras Universidades por el oficio rectoral -queden aparte los devotos de eso que los italianos llaman onorificenze; alguno habrá- se halla primordialmente compuesta por dos básicos estados de ánimo: la frustración, porque uno hubiese querido hacer ciento y no ha podido hacer más que cinco, y la difusa contrariedad que como poso afectivo en uno van dejando mil y mil sucesos diversos. Pero sobre ese fondo oscuro y desplaciente, como aisladas estrellitas consoladoras, queda el recuerdo de las pocas acciones particulares verdaderamente satisfactorias que el antiguo rector haya podido llevar a término. Y entre ellas, Paco, una de las que con más grato brillo veo yo ahora consiste en lo que pude entonces hacer para que te trasladases de la Facultad de Medicina de Cádiz a la de Madrid, y con ello pudieras ampliar considerablemente el área de tu magisterio y las posibilidades de tu obra científica. Mira por donde, tus veinte años largos de docencia matritense, de cuya excelencia millares y millares de alumnos dan óptimo testimonio, son una constante lucecita en el mudable firmamento de mi vida universitaria.

Te debo al misino tiempo gratitud, y ésta ya no sólo personal, también estamental, por algo que ha nacido de lo que en la Universidad soy: docente de la historia de los saberes médicos. A todos los que con alguna sensibilidad la enseñamos en nuestras Facultades de Medicina nos queda una y otra vez el mal sabor de boca de no poder pronunciar en nuestras explicaciones tantos nombres españoles como de corazón quisiéramos; y más aún cuando esa imposibilidad ha sido determinada porque los españoles que con alguna eminencia se han consagrado al cultivo de las diferentes disciplinas médicas no han sabido, no han querido o no han podido hacerlo de modo que su recuerdo quedase consignado en páginas no ceñidas a la simple erudición local. Tú, Paco, cultivas una de las materias más tradicionales de nuestra Facultad, la Anatomía; y quienes año tras año enseñamos las líneas generales de su historia, sabemos muy bien estas cinco cosas: que en la segunda mitad del siglo XIX había quedado prácticamente conclusa la aventura de explorar disectiva y ocularmente la estructura del cuerpo humano, porque en éste ya no existía detalle perceptible a simple vista no descubierto y descrito por el celo de los anatomistas, desde los alejandrinos y Galeno hasta el vienes Hyrtl; que, puesto en esa situación de su deber académico, el profesional de la Anatomía se veía sometido a una inexorable opción, o repetir invariablemente año tras año lo que ya constaba en los manuales, o idear caminos nuevos para que en su ciencia hubiese algún progreso; que, en esquema, tales caminos eran la pesquisa microscópica, la anatomía comparada (el estudio de un mismo órgano o sistema en distintas especies animales, la comparación de los resultados obtenidos y el establecimiento de una relación meramente formal o resueltamente evolutiva entre ellos), la embriología (la indagación de cómo el óvulo fecundado se convierte en embrión, éste en feto, y el feto en niño), la antropología anatómica (la determinación de los diferentes modos de mostrarse nuestra condición específica en la visible constitución del cuerpo humano) y la morfología fisiológica (la aplicación de métodos fisiológicos para el mejor conocimiento de la contextura de nuestro organismo); que en este crítico trance del saber morfológico, un genial español, Santiago Ramón y Cajal, supo elegir y recorrer con resonancia universal el camino de la investigación microscópica, teniendo a la vez muy en cuenta los aspectos embriológicos y anatómico-comparativos de ella, y promover en nuestro país una gloriosa escuela de histología, y otro español sabio y talentoso, Federico Olóriz, hombre que murió con la amargura de haber querido hacer bastante más de lo que efectivamente hizo, consiguió merecida autoridad en el campo de la antropología anatómica; que el resto de los morfólogos españoles, unos por entrega a la mera rutina profesoral, otros por haber dedicado su esfuerzo principal a una determinada parcela de la medicina clínica, se limitaron a enseñar en sus cátedras, con habilidad mayor o menor, lo anatómicamente sabido y consabido. Pues bien, Paco: yo y quienes como yo por oficio enseñan en España la historia de los saberes médicos, te debemos nuestra gratitud estamental, porque con tu seria y fecunda dedicación a la embriología descriptiva y experimental -contigo, los discípulos de tu escuela, no pocos de ellos ya eminentes maestros- nos has permitido mostrar y demostrar ante nuestros alumnos o ante nuestros oyentes foráneos que tras Cajal y Olóriz, figuras cuyo máximo brillo lució hace ya tres cuartos de siglo, y siempre en el dominio que ahora nos ocupa, el de las disciplinas biomorfológícas, «también las gentes de España tienen su corazoncito». Mas no sólo como fugaz rector de una Universidad española y como docente profesional de la historia de los saberes médicos te debo gratitud, también como simple celtíbero a quien interesan de veras su país y la ciencia. Ahí es nada, hacer en España ciencia de calidad y haberla hecho durante los años que transcurren entre 1933 y 1975. Has hecho esa ciencia en España, primero en Cádiz, ciudad que para muchos sólo sería capaz de irradiar salada claridad, sonido de palmas flamencas y aroma de pescado frito, y luego en un Madrid donde la mayor parte de sus habitantes bien situados, unos por su entrega habitual al negocio amparado y al ocio excursionista, otros con la exhibición de un cómodo pretexto, que para hacer ciencia son precisos los recursos de un Berkeley, un Estocolmo o un Cambridge, otros, en fin, como consecuencia de las heridas morales o los quehaceres administrativos ulteriores a 1939, apenas se interesan por el saber puro; has demostrado, pues, que con talento, voluntad y cierta abnegación, la investigación científica de calidad internacional es entre nosotros perfectamente posible. Has hecho por añadidura esa ciencia entre la España de 1933 y la de 1975; esto es, a través de vicisitudes académicas, políticas y sociales que no siempre han casado bien con el talante tan honesta y profundamente liberal de tu alma; has probado con tu obra, en consecuencia, que -mientras a uno no le encarcelen- la investigación científica y el trabajo intelectual son factibles en cualquier situación, si en el investigador se aúnan las tres cualidades anímicas, talento, voluntad y abnegación, a que ahora acabo de referirme. Y sí a todo lo dicho se añade la condición apacible, ecuánime, conciliadora, leal, de tu carácter, ¿quién no comprenderá y hará suya, si de verdad le importa la suerte de su país, y aunque no sea médico ni anatomista, la pública expresión del personal agradecimiento que te debo?






ArribaAbajoJosé Corts Grau


ArribaAbajoEspaña eterna

«España eterna», la France éternelle, ewiges Deutschland. ¿Cuántas veces fueron repetidas estas expresiones, desde que en el siglo XVIII y más aún en el XIX, pareció ser la nación la suprema norma y la instancia definitiva de la vida humana? Esto pensará, sin duda, el lector semiculto de nuestro tiempo que lea el hermoso epígrafe de este reciente libro de José Corts Grau: Motivos de la España eterna.

Dejemos al semiculto con sus semirrazones y hagámonos, con sed ingenua de verdad -cosa bien superior a lo que llaman «cultura», y no digamos a la semicultura- esta pregunta liminar: ¿Qué quieren decir los hombres cuando juntan el adjetivo «eterna» al nombre de su patria? ¿Qué índole de eternidad postulan o predican? ¿Dicen todos lo mismo con la misma expresión?

Afirmando que su patria es eterna, quieren decir algunos que existirá siempre, cualesquiera que sean las vicisitudes de la Historia Universal. Diciendo «eterna», quieren decir «perdurable». Otros, en cambio, aun sabiendo que su patria puede perecer, como perecieron Babilonia, el Egipto faraónico y la Grecia clásica, declaran creer que esa patria suya, no obstante ser perecedera, existe «realmente» en la eternidad de los planes providenciales de Dios. Hay otros, en fin, más rigurosos que aquéllos y menos creyentes que éstos, para quienes esa postulada eternidad no es sino la perduración, mientras la Humanidad exista, de lo que el espíritu de sus compatriotas supo crear: un arte, un pensamiento, un repertorio de actitudes vitales y ejemplares.

Sí, ese es el elenco de las intenciones elementales con que los hombres hablan de la «España eterna» o de la France éternelle. Pero ¿por qué optar entre ésta o la otra de tales intenciones, cuando uno sabe creer de veras y está seguro, además, de que la propia voz ha logrado resonancia universal? Ésta es la interpretación que de la «eternidad» de España ofrece a los españoles el libro de José Corts Grau. «Hay una comunión de la Patria, como hay -con las debidas salvedades- una Comunión de los Santos», dice Corts al comienzo de su libro. «La grandeza de los pocos pasa a ser patrimonio de todos; la aureola del héroe cede una chispa de su resplandor al apocado... Pues bien -concluye Corts-, esa proyección sería imposible si en la Patria no hubiera huellas y horizontes supraterrenos: sólo en la inmensidad de Dios navegan y anclan y viran dignamente esas naves que son las naciones.»

A cada una de las naciones terrenas y perecederas corresponde, sin mengua de la humana e individual libertad de quienes día a día las edifican, una idea ejemplar en la mente de Dios. Las patrias son «unidades del destino» en los inescrutables y eternos designios providenciales de la Divinidad. «Sólo en la inmensidad de Dios navegan dignamente las naciones», nos dice, con bello empaque denosiano, la pluma de Corts. Hace cinco años propuse yo a nuestros teólogos y escrituristas una posible interpretación de «la gloria y la honra de las naciones», que según el Apocalipsis se introducirá en la Jerusalén Celestial, y nadie ha recogido el tema. Del seno mismo de mi soledad ha debido nacer la honda vibración concorde que sentí en mi alma leyendo esa noble página de Motivos de la España eterna.

Junto a la eternidad, la perdurabilidad. Repitió con frecuencia Unamuno que las acciones históricas perduran hechas intrahistoria, «eternizadas», decía él, en el acervo común de todos los hombres. Los hombres de hoy y de mañana, los hombres de siempre, no podrían ser lo que son y serán si no hubiesen existido Homero, Aristóteles, el Dante, Descartes y Napoleón, aunque no conozcan su existencia.

¿Quién negará, entonces, la perdurabilidad de un país que ha dado a los hombres la Contrarreforma, América, la mística moderna y un arte literario y figurativo como el nuestro? Y ni siquiera ahí se acaba nuestro aporte. Luego de haber afirmado la eternidad teológica de las naciones, Corts estudia con inteligente minucia sinóptica las razones en cuya virtud son hispana y humanamente perdurables Vives, Balines y Donoso, movedores de la España eterna mientras vivieron, motivos de esa España para quienes, desde nuestra hora, miramos la próxima lejanía de cuanto su obra tiene de ejemplar.

Nuestro corazón pide más: porque, como decía Quevedo, bien entrado ya el otoño en España,


no admiten el invierno corazones
asistidos de ardiente valentía.

Quienes viven a la española su fe; quienes hablan este idioma, tan joven, que es nuevo cada día y en cada latitud; quienes sienten en el pecho la urgencia de esta sangre, rampante en el noble y encabritada en el villano, no pueden conformarse con creerse eternos y saberse intrahistóricamente perdurables. Queremos más. Corts hace suyas las palabras de un poeta joven y proclama nuestro «infatigable afán de caminar». Caminando estamos en medio del peligro, entre el silencio y la algarabía. No somos pocos y todos nos conocemos. Para todos cuantos caminamos infatigablemente ha sido este libro de Corts -sano y sutil, a la vez, como el aire de las cumbres- un viático confortable y benéfico.






ArribaAbajoRodrigo Uría


ArribaAbajoEn el día de su votación para una cátedra de derecho mercantil


Vencido ya el marítimo seguro,
concentras las empresas con buen tino:
en negocios de tierra, recio pino,
en las cosas del mar, buen Palinuro.
Ni la avería gruesa, ni el oscuro
texto sutil del código apenino
logran vencer el ímpetu aquilino
de este claro varón, de este astur puro.
Ossorio se rindió pronto a tu ciencia,
Joaquín votó tu mercantil valía,
Gella y Serrano cantan tu sapiencia;
don Felipe, por fin, nívea presencia,
ríndete senectud y pleitesía.
Ya entraste, oh gran Rodrigo, en la docencia.

NOTE: Ossorio, Joaquín (Garrigues), Gella, Serrano y Felipe (Clemente de Diego) fueron los miembros del tribunal de la oposición.








ArribaAbajoFrancisco Vega Díaz


ArribaAbajoCardiólogo y cardióforo

Lo que son las cosas, Paco. Quería y quiero escribirte esta carta abierta poniendo tu persona en relación con el libro El hombre y su corazón, que como cardiólogo acabas de publicar, y lo primero que me ha venido a las mientes ha sido la penúltima estampa visual que de ti tengo: tú en la Venta de Vargas, esa donde la Isla, para no quedarse otra vez sola, se estira hacia los Puertos, y escuchando con amplia sonrisa gustadora el comentario de Juan Vargas, gitano de ojos azules y apariencia entre sajona y germánica, a la muerte reciente de Fermín Bohórquez: «Ésta é la vía, don Francisco. En un segundo pasa un hombre de Fermín el rico a el pobre Fermín.» Toda la vieja, ingeniosa y acaso paralizante ironía de esta tierra andaluza ante la realidad de la vida humana -« uno por su camino, pero ar fin, tós lo mismo: er pobre Fulano»- se hallaba en ese epitafio de Juan Vargas, a un tiempo gracioso y dolorido, sobre la tumba de un hombre que había sido amigo suyo.

No, no es un simple azar que la imagen de tu sonrisa ante Juan Vargas haya venido ahora a mi memoria. Porque la enfermedad del corazón -y en mayor o menor medida cualquier enfermedad- pone de ordinario en conflicto y somete a dura prueba todas las dimensiones de la existencia de quien la padece, no sólo las que inmediatamente puedan dimanar de su lesión cardíaca, y esto hace que no pueda ser buen médico de ellas quien no sea capaz de conocer y convivir los diversos modos de la implantación del hombre en su vida, desde el Juan Vargas expresaba con su desengañada sentencia elegiaca hasta el que al otro extremo de nuestra península se hizo palabra en los lapidarios decires asturianos de Piñón de Xeromín -testigo, Rodrigo Uría- o, pasando de lo más popular a lo más exquisito, los que puedan dar lugar a filosofías como las de Ortega y Zubiri y a poesías como las de Alberti y Ridruejo. Porque así, siendo comprensor y amigo de todos esos hombres y de la vida que ellos manifiestan o crean, has querido y sabido tú ser cardiólogo.

Cuidado. Al afirmar esto me hallo muy lejos de repetir con otras palabras un aforismo de Letamendi mil veces recitado, ese según el cual «el que no sabe más que medicina, ni aun medicina sabe». Frente a tan sabia y miope visión del saber médico, yo propondría, aunque menos concisa y eufónica, esta otra consigna: «Quien de veras quiera saber medicina, tiene que integrar en su ciencia muchas cosas que en sí mismas no son medicina.» En principio, todas las que ayudan a dar razón de la vida humana y todas las que de un modo o de otro puedan afectarla, ponerla en cordial vibración. Y saberlas, esto es lo decisivo, no con la pericia sólo empírica del hombre que se limita a tener mucha experiencia de la vida, alguna sensibilidad y cierta gramática parda, sino, valgan la repetición y la redundancia, integrándolas científicamente en su ciencia, esforzándose por dar suficiente razón científica -por tanto, neurofisiológica, bioquímica, bioeléctrica, psicológica, ecológica- de lo que acontece en el cuerpo y en el alma del hombre cuando éste vive según la sentencia de Juan Vargas o según la comprometida poesía, lírica y nostálgica unas veces, sarcástica o iracunda otras, de su conterráneo Rafael Alberti. ¿No es acaso esto lo que intenta hacer la más actual medicina, aunque muchos médicos que pasan por actuales no sepan verlo? ¿Y no es por ventura esto lo que con tu magistral y documentadísimo libro El hombre y su corazón has hecho tú? Médico o profano, porque no sólo para técnicos están escritas sus páginas, que el lector juzgue y responda por sí mismo.

En el escudo de una vieja casa granadina, como un preludio caballeresco del Romanticismo, puede leerse esta bella leyenda: «El corazón manda.» Señalándose teatralmente primero el corazón, luego la cabeza, Julián el de La verbena hace saber canoramente al público que aquél le dice que «sí» y ésta le dice que «no». Por su parte, un poeta entonces joven y hoy ya no tanto escribió hace años: «Llevo a Marx en el cerebro y a Cristo en el corazón.» Pues bien; lo que la leyenda granadina enseña, acaso más allá de la intención consciente de su anónimo redactor, es que, sometiéndose uno a la voz de su corazón, acaba realizando -o intentando realizar, al menos- lo mejor de lo que en su cabeza pudiera haber. Raisons du coeur, pascalianismo, visión romántica del hombre. Mucha verdad, sin duda, pero no toda la verdad, porque, como a Eugenio d'Ors le gustaba decir, «la razón tiene sentires que el corazón no siente».

Frente a esa caballeresca y romántica concepción de lo que la palabra «corazón» representa o simboliza, la frase en que podría condensarse la enérgica actitud de los médicos para los cuales la víscera cardíaca no pasa de ser una bomba hemodinámica regida por tales y tales mecanismos neurales y bioquímicos y susceptible de ser reemplazada, si ello parece ser necesario, por un aparato electromecánico: «El corazón me obedece.» Sintiéndose señor técnico del organismo humano -déspota o tirano de él, según el estupendo texto del Platón de la República-, el cardiólogo gobierna o intenta gobernar a su antojo ese prestigioso globo cárneo de nuestro cuerpo; de conseguir, por tanto, que mediante el fármaco o el bisturí siga sumisamente el corazón sus sanadores mandatos.

Mucho, muchísimo ha logrado la cardiología por este camino, y bien lo sabes y lo utilizas tú en tu práctica cotidiana. Pero quien tan sólo a esa regla se atenga, ¿logrará tratar adecuadamente, y por tanto aliviar o curar todo lo posible a los enfermos del corazón que a sus cuidados se sometan? La medicina actual y tu libro dan a esta pregunta una respuesta rotundamente negativa; por lo cual yo me atrevo a pensar que sobre tu práctica cardiológica y sobre tu rica colección de corazones pintados o labrados muy bien podrían ponerse, en lugar de las dos sentencias anteriores, las dos en que se resume tu existencia de médico y de amigo. Una dice así: «El corazón me interroga.» La otra reza como sigue: «Ayudo a tu corazón.» Como una de las viejas máscaras del viejo carnaval, el corazón de tus enfermos te dice «¿Qué soy yo, qué soy yo?»; y tú aciertas a responder a su interrogación como médico poseedor de los más finos y actuales conocimientos técnicos y como persona empapada por la más delicada y profunda sabiduría de los libros y la vida. En definitiva, como un sanador de hombres que sabe situar dentro de la total realidad de sus enfermos la dolencia que a él les ha llevado y que, por consiguiente, está diciéndoles con obras y palabras: «Ayudo a tu corazón.» ¿Sólo al globo muscular que con sus dos vientrecillos y sus dos orejuelas continuamente está impulsando el toma y daca de la sangre? No sólo a él, también a todo lo que la mitología, el habla coloquial y el habla poética de los hombres han pretendido significar mediante esa antiquísima y no enteramente desmitificada palabra; en definitiva, a todo lo que en la existencia humana sufre y descaece cuando el corazón enferma.

El hombre y su corazón, dice el título de tu libro; esto es, lo que tú piensas y ves en los enfermos que a ti como cardiólogo recurren. Pero si uno de tus pacientes -no pocos lo habrán hecho- lee con atención ese libro tuyo, es bien seguro que se sentirá íntimamente movido a cambiar su título por este otro, mucho más entrañable: Un hombre y mi corazón. Un hombre sabia y generosamente capaz de ayudarle por el camino de la ciencia, por la senda de la amistad.






ArribaAbajoLuis Cifuentes


ArribaAbajoSoneto heroico, leído en la comida con que se celebró la aparición de su libro «Cistitis y cistopatías»


¡Oh Luis! ¡Oh emperador del urocisto!
¡Oh Cortés del secreto continente
donde el licor de la española fuente
se hace Guadiana vivo y mar no visto!
¡Oh Ulises del trígono entrevisto!
¡Oh Poseidón del agua flavescente,
que sólo con un libro por tridente
reduce a Guyon al aoristo!
La micción dolorosa y la tardía,
los cálculos que a tantos soliviantan
lleguen a ti, uromante, en otro día.
Hoy al autor y no al médico cantan
quienes, exentos de cistopatía,
sólo por amistad, contigo yantan.