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ArribaAbajoCristóbal Halffter


ArribaAbajo Música en libertad

Enviado por tí, Cristóbal, sobre mi mesa de trabajo hay un tesorillo impreso y mudo, y dentro de él, como pura posibilidad incitante, un tesoro expreso y sonoro. Finamente editado en Austria, el primero es el cuaderno de una partitura musical. En su portada, este epígrafe: «Cristóbal Halffter. Réquiem por la libertad imaginada.» Sobre el epígrafe, la reproducción fotográfica de una patética, yo diría que carcelaria invención plástica de Rivera. En el interior, con esa enigmática sugestión que para el no iniciado siempre tienen los signos bellos y no entendidos, la partitura misma. Y entre la portada y el texto musical, una página en la que hermosas letras romanas, esas que a través de todas las modas tipográficas siempre quedan, dicen así: «Dedicada a Pedro Laín Entralgo.» El tesoro posible contenido en este tesorillo impreso, apenas parece necesario decirlo, es la audición orquestal de todo lo que tales signos encierran y prometen; la que yo tuve la fortuna de gozar en una sala de ensayos de nuestro teatro Real y con tan feliz éxito ha corrido luego por tantos y tan eximios auditorios de Europa.

Mi lengua te dijo con palabras, Cristóbal, la gratitud que sintió mi alma cuando por vez primera leí, entonces sólo manuscrita, esa dedicatoria tuya. Mis manos te hicieron patente bajo forma de aplauso la honda emoción, la emoción fuerte y delicada que en mí infundió el regalo de la primera e informal audición de tu hermosa criatura. Mi pluma quiere ahora que gane resonancia pública -la que le otorgue el grupo de mis lectores y comentaristas- la gran admiración que tu obra entera merece. Pero aun sabiendo muy bien que así no voy a pagar satisfactoriamente mi deuda, algo más quiero ofrecerte: un caviloso comentario, mi oficio y mis límites no dan para más, a la hermosa sentencia que constituye tu dedicatoria; sentencia de un artista -un músico, un escritor- que lúcidamente, y por igual, sabe bucear en los senos del tiempo en que vive y en los entresijos del corazón humano.

«Réquiem por la libertad imaginada.» Conmovedora, perforante trinidad de palabras. «Libertad»: el modo de ser por el cual, al realizarnos, vivimos el espléndido y humanísimo riesgo de movernos hacía una meta que nos hará más y mejores o menos y peores. «Dios quiso -gritaba Lacordaire en Nôtre-Dame- que los hombres fuesen libres, que pudiesen con sus decisiones condenarse o salvarse. Prefirió crear una humanidad constantemente sometida al riesgo de la condenación a formar sobre la Tierra un rebaño de idiotas irremisiblemente predestinados a la eterna bienaventuranza»; y quiera de veras viva en sí mismo la vidriosa dignidad de ser hombre, sea o no sea cristiano, con el sentir de Lacordaire estará siempre. «Libertad imaginada.» Antes de ser efectivamente real, quiero decir, antes de convertirse en acto de creación o en acto de decisión, forma suprema y forma cotidiana del ejercicio plenario de la libertad del hombre, nuestra condición de entes libres forzosamente tiene que expresarse por modo de imaginación. Si soy utopista declarado, imagino formas de vida en las cuales pueda llegar a toda su perfección posible toda la capacidad perfectiva de la naturaleza humana en general o de mi personal naturaleza en particular. Si soy utopista larvado, tantos hay, imaginaré posibilidades más o menos racionales y calculables de mi propia realidad, en torno a las cuales haya el aura soñada e incitadora de un «más allá», una meta allende lo que con mi razón imaginativa planeo o calculo. Y si creo ser un hombre absolutamente matter-of-fact, como dicen los anglosajones, un tipo absolutamente de vuelta de todas las mitificaciones intelectuales y de todas las delicuescencias sentimentales, un proyectista de sí mismo sólo atenido a lo que se puede prever y precalcular, entonces me equivocaré acerca de mi propio ser; porque, quiéralo yo o no lo quiera, el hecho de que mi realidad no sea un puro cerebro siempre pondrá en el seno de mis proyectos o alrededor de ellos -como se quiera- algo en lo cual mis deseos se hagan «no proyectables», sin dejar de ser realísimos dentro de mí. En el nervio de todo cálculo biográfico hay un sueño vital; en la almendra del más firme «quiero» hay siempre, más o menos consciente, un tenue «quisiera». Frente a los que sólo razón -cartesiana, analítica o dialéctica, igual da- quieren ver en el hombre, ¿se me permitirá afirmar que éste, además de ser animal rationale, es también y no puede no ser animal mythificans? Y en este caso, ¿habremos de concluir, ya ante la tercera palabra de la sutil trinidad verbal que comento, que no hay para el hombre libertad, una libertad siempre en alguna medida imaginada, sin su correspondiente «réquiem».

Requiem aeternam Deo, «descanso eterno para Dios», iba diciendo por las calles el famoso loco nietzscheano. Requiem aeternam meae libertati, «eterno descanso para mi libertad», dice sin saberlo, cuando del «quisiera» debe pasar al «quiero», quien como hombre, como ente limitado y condicionado, tiene que ir haciendo por los caminos del mundo su vida real, y se ve obligado a trocar en proyectos inseguros sus omnímodos sueños. Entonces, ¿qué nos queda, a la hora de vivir sobre la Tierra: sólo la resignación?

Para responder a esta grave pregunta de nuevo, Cristóbal, voy a recurrir a tus propias palabras; a las que de tu puño y letra has querido escribir bajo tu amistosa dedicatoria, y por consiguiente, a la vuelta del hermoso, estremecedor epígrafe impreso que estoy comentando. «Esperando que el título de esta obra deje de ser algún día una realidad», nos dices a mi mujer y a mí. Por todo lo que acabo de exponer, siempre ese título expresará alguna realidad; y si alguien cree que sobre la haz de la tierra llegará una etapa final de la historia en que los hombres sean absolutamente libres y absolutamente felices, allá él. Pero a la inteligencia y a la dignidad del hombre es inherente otra posibilidad, y por consiguiente otro deber: mediante el propio esfuerzo, hacer cada vez más pequeña la forzosa, pero no indisminuible realidad que, tomada en sí y por sí misma, tu patética frase -«Réquiem por la libertad imaginada»- saca desde la honda oscuridad de lo que es a la luz patente de lo que se dice. Sí, Cristóbal: la existencia personal y la existencia histórica del hombre debe consistir, y a este «debe» tienen que aplicarse nuestra inteligencia, nuestra dignidad y nuestro esfuerzo, en hacer día a día menor el margen mortal y al fin muerto de nuestra libertad imaginada.

Hacia ello debemos movernos cuantos, en oyendo el sonido de tu partitura, entrañablemente sintamos como propio el sentir que has querido poner, que has puesto en ella; unos, como tú, escribiendo signos sobre un papel pautado; otros, como yo, escribiendo o pronunciando palabras eficazmente liberadoras; otros, en fin, por la vía que les ofrezca su quehacer en el mundo. Y confiando todos en que el hombre, si de veras quiere evitarlo, nunca llegará a convertirse en hormiga pensante y resignada o en pasiva pieza de una máquina rígida e invariablemente concebida. Déjame esperar, Cristóbal; no soñar, sino, como tú mismo dices, esperar. ¿Qué? Esto: una situación de nuestra vida colectiva en la cual tú, como músico creador, puedas componer un «Réquiem por la opresión eliminada» o, si lo quieres de otro modo, un «Tedéum por la libertad realizada». Cualquiera de los dos títulos me parecerá de perlas, si aquello que nombran está siendo vida de nuestra vida.




ArribaAbajoLa música y el hombre

Siguiendo una fundamental tendencia del arte y el pensamiento de nuestro tiempo, la música más reciente ha querido ser «música pura», sonido musical cuyo sentido -y, por tanto, cuya eficacia- dependa sólo del sonido mismo, y no de lo que con él, pero desde fuera de él, quiera expresarse. Todavía Ravel compondrá páginas y páginas para decir musicalmente -intelectualizándola, ironizándola- la emoción que en un hombre del siglo XX puede suscitar el recuerdo de una infanta difunta. Frente a esa servicial actitud ante el tema extramusical, no pocos compositores actuales se han dicho a sí mismos, no sé si orgullosa o humildemente: «¡Basta de servidumbres! El sonido, yo, y nada más.» Pienso que buena parte de la música contemporánea, con sus simplificaciones y sus complicaciones técnicas, tan arcanas para mí, lleva en su seno, como motivo determinante, la consigna que acabo de estampar.

Hay en ello, antes lo he apuntado, una secreta fidelidad al «espíritu del tiempo». Las aventuras de la música desde hace cuarenta o cincuenta años sólo pueden ser técnica e históricamente entendidas poniéndolas al lado de la pintura abstracta, la novela posterior a Joyce, la arquitectura consecutiva a la Bauhaus y las direcciones «puramente» fenomenológica y «puramente» neopositivista del pensamiento filosófico. Pero también hay, conexo con ese fundamental motivo, un secreto hastío respecto de los temas extramusicales que con sus sonidos trataba el músico de «decir». Juegos de agua, siestas de faunos, lejanas infantas difuntas, Pascuas rusas, muñecos de feria, jardines en la noche, historias de corregidores y molineras... Todo muy bello, todo deliciosamente atractivo, más aún, soberanamente atractivo, cuando no están haciendo agua la vida y la dignidad del hombre; necesario, incluso, para que esa vida logre su plena dignidad. Pero un hombre en cuya alma sean punzante experiencia viva, no sólo noticia interesante o conmovedora, los campos de concentración, las cámaras de gas, las matanzas en masa, las torturas clandestinas, el hambre de los que mueren de ella y la opresión de los reducidos al silencio, un habitante del mundo ulterior a 1914, ¿podrá quedar tranquilo, si es músico, consagrando sus inventados sonidos sólo a los plácidos temas que ahora, a título de ejemplo, he nombrado yo? Y siendo por vocación y por formación muy «músico puro», pero queriendo a la vez que su música no sea puro narcisismo sonoro o pura torre de marfil para iniciados, ¿podrá dejar de sentir la tentación y la ambición de poner esa música suya al servicio de las radicales, estremecedoras, obligantes emociones humanas que nuestro tiempo nos ha hecho vivir?

Pienso que fueron estas graves interrogaciones las que ante todo y bajo todo surgieron en el alma de Cristóbal Halffter, cuando el secretario general de las Naciones Unidas -demostrando así su condición de oriental occidentalizado, esto es, de hombre realmente planetario- le invitó a convertir en «cantata» el poema que para celebrar el vigésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre había de escribir, de acuerdo con el propio Cristóbal Halffter, el poeta norteamericano Norman Corwin. Esta vez, no «música pura». Esta vez, música humanísimamente impura y planetariamente humana; música capaz de expresar, a través de la cuerda, el metal y las gargantas, el profundo dolor, la ira sorda y el derecho inalienable de todos los oprimidos del mundo, desde la noche lejanísima en que comenzó a haberlos; música que fuese a la vez grito herido, clamor compacto, sollozo personal y silenciosa esperanza. Esta vez -socialmente, evangélicamente-, música al servicio de todos los hombres que en sus almas y en sus cuerpos sienten hambre y sed de justicia. Fiel, limpia y patéticamente fiel al compromiso humano y musical de su autor, esto ha sido la «cantata» Yes, speak out, yes, que unos cuantos miles de personas hemos tenido la gran fortuna y la enorme emoción -conmoción, más bien- de oír hace pocos días en el teatro Real, de Madrid.

Yo no sé, ni me importa, lo que de la «cantata» de Cristóbal Halffter puedan decir las personas para quienes la música no debe ser sino «evasión» y «belleza». Tampoco sé, ni me importa, lo que acerca de ella puedan opinar los técnicos de la creación musical. Lo único que sé es que yo -profanísimo en música y hombre a quien su vida apenas le permite oírla- he sentido en mi alma y en mi piel, oyendo esa «cantata», el dolor y el gozo, la humillación y el orgullo de ser hombre de mi tiempo. Así fue: a través de la música de Cristóbal Halffter y de las palabras de Norman Corwin -tan ceñida y certeramente puestas en castellano por Carmen Castro-, he sentido dentro de mí, un «dentro» que quería hacerse «fuera», cómo dolorosa y gozosamente me reconciliaba con mi condición de ciudadano del siglo XX; en definitiva, modulada por las luces y las sombras de mi siglo, con mi condición de hombre. «No - no se puede - no ha de ser - no se debe - no se puede - no»; puro grito de mando del que sólo para sí y los suyos quiere mandar, puro grito de protesta de aquellos a quienes estas voces llegan y aplastan. Y al final, como preámbulo de un silencio empapado de esperanza, el silencio ante lo indecible en que siempre deben terminar, cuando no son puro estruendo o pura vanidad, los sonidos verdaderamente humanos, esta nunca gastada palabra: «paz-paz-paz...»; una paz nacida de la libertad y la justicia. Nuestro Calderón, el Calderón de todos los hombres, habló una vez del Gran Teatro del Mundo. Ése era el teatro a que yo estaba asistiendo hace pocas tardes, junto a la plaza de Oriente, de Madrid, por obra de Norman Corwin y Cristóbal Halffter.






ArribaAbajoCarmen de Reparaz


ArribaAbajoRenace una alondra

Desde fray Jerónimo de San José, por lo menos, muchas veces se ha dicho que la esencia del oficio del historiador consiste en «resucitar». Partiendo de restos dispersos y muertos -papeles, piedras, utensilios, decires a los que la tradición verbal ha convertido en cantos rodados-, el buen historiador, en efecto, reconstruye de tal manera el pasado, que con las palabras de su relato «parecen bullir y menearse las cosas de que trata en medio de la pluma y el papel», según la preciosa fórmula retórica del propio fray Jerónimo. Y si tal sentencia puede aplicarse a cualquier texto historiográfico, por excelencia podrá y deberá ser cierta cuando éste tenga como objeto la vida de una persona pretérita. Pues bien: movida a la vez por su fina sensibilidad, su lúcido amor a la persona que ha biografiado y su apasionado afán de documentación íntegra y precisa, esto es lo que de un salto, sin previo aprendizaje, ha logrado hacer Carmen de Reparaz con la divina María Felicia Malibrán.

¿O acaso no es así? Tan pronto como el lector penetre, a través de este libro, en aquello de que sus páginas son testimonio o adivinación, sólo un nombre podrá dar a la impresión que todas ellas, desde la primera hasta la última, van a grabar en los senos de su alma; el nombre de «vida». Vida histórica: la que la Europa post-napoleónica y la adolescente América de los primeros presidentes yanquis con tanta vehemencia -con tan romántica vehemencia- día a día están haciendo. Vida artística: la que con su extraordinaria maestría en el bel canto, por los caminos de esa Europa y esa América crean, reflejan y padecen, porque no hay creación sin dolor, todos los miembros de la familia de Manuel García, con la genial María Felicia en su centro. Vida personal: la que las proezas escénicas, los vehementes sentimientos y la como inexorable inquietud de esta soberana cantante van dibujando durante los veintiocho años en que su voz voló sobre la tierra.

Se trata ahora de saber si toda esa varia y llameante vida tuvo una raíz común; si la historia que dio marco y atmósfera a la Malibrán, el arte de que la Malibrán fue a la vez esclava y reina y las sucesivas acciones que dieron figura a su biografía breve y fulgurante, pueden ser convincentemente referidas a una misma clave radical, a un mismo nervio. Y sin necesidad de ser un lince de la hermenéutica, al punto se descubre la expresión de tal raíz y tal nervio en dos términos que no por azar ya han venido a mi pluma: el adjetivo «romántica» y el adjetivo «genial».

No se entenderá la esencia del Romanticismo si no se advierte que el hombre romántico, clara y resueltamente unas veces, turbia y temerosamente otras, tuvo la estremecedora conciencia de ser semidiós en acto y pleno Dios en potencia. «Llegar a ser Dios, ser hombre y desarrollarse (en la historia) son expresiones que significan lo mismo», dijo por todos sus coetáneos Federico Schlegel. Filosóficos o poéticos, textos análogos a éste menudean en la Europa de la Malibrán. Y esa secreta convicción cobra especial evidencia cuando verdaderamente es genial el hombre en que se patentiza; porque en el genio, piensan los románticos, es donde más altamente gana actualidad la esencial condición divina del espíritu humano. Ahora bien; tan hondo sentimiento de la divinidad propia había de conducir y condujo de hecho a dos situaciones entre sí contrapuestas y complementarias, archirrománticas las dos: el arrebatado entusiasmo de la decisión y la esperanza y el dolor infinito, el dolor de uno mismo vivido como infinito, mal du siècle o Weltschmerz, del fracaso y la desesperación. «El espíritu del mundo ha dado a nuestro tiempo la orden, de avance», decía Hegel a su amigo Nothammer, sintiéndose en su intimidad, como hace años escribió Zubiri, realizador y revelador del «espíritu absoluto»; a la vez que Leopardi daba expresión poética, al reverso fracasado y dolorido de ese mismo modo de vivir genialmente su realidad de hombre en el mundo:


nè schermo alcuno ho al dolor, che scuro
m'è l'avvenire, e tutto quanta io scerno
è tal che sogno e fola
fa parer la speranza.

Ajeno, prosaicamente ajeno como soy a las sublimidades del bel canto, pero adivinando, gracias a Carmen de Reparaz, todo lo que tras éste había cuando no sólo de la laringe, también del corazón de la Malibrán con tanta genialidad surgía, así veo yo los capítulos sucesivos de este exquisito libro, y así comprendo los arranques, los zigzagueos, los entusiasmos y los hundimientos de la romántica consciente de su genio que fue -llamémosla en esta forma los españoles, para que sea más nuestra- María Felicia García. Su estupenda manera de aunar, cantando, la sublimidad, la tragedia y la gracia. Ese vibrante «¡Viva la libertad!» con que desde Londres epistolarmente celebró la revolución parisiense de 1830, como si en su alma ardiente se fundiesen, sin ella saberlo, Hegel, Victor Hugo y El Empecinado. Ese extremado, vehemente modo de sentir y expresar la solidaridad de su persona con una humanidad en marcha hacia la absoluta perfección: «Los demás son mi uno mismo Esa inmensa voluntad de quemar constantemente su existencia terrenal entregándose sin reserva al arte y al amor: «Debo gastar mi vida...» Esa soberana, inapelable manera de afirmar y entender sus propias decisiones, orientándose éstas hacia el bien o hacia el mal: «Si tuviera disposición para ser mala o para dejarme arrastrar por la seducción, podrías estar tú aquí, podría estar el Padre Eterno, que no serviría de nada.» Romántica y genial, genial y romántica. Cantando, amando, viviendo y muriendo, así fue María Malibrán; y con singular talento y minuciosa y bien compuesta documentación, así nos la ha hecho ver, resucitándola, Carmen de Reparaz.

España debía a esta artista universal un homenaje adecuado a sus excelsos méritos. Ahí es nada, la hazaña de transportar hasta el séptimo cielo, ese en el cual sin cesar debe de oírse la que nuestro desvergonzado lenguaje ibérico llama «música celestial», a las almas de Europa y América. Ahí es nada, haber contribuido con trinos nunca oídos a que la joven América del Norte comenzase a ser todo lo que Hegel y Tocqueville, los dos contemporáneos de nuestra altísima diva, ya entreveían en su futuro. Por fin, gracias a Carmen de Reparaz, nuestra deuda colectiva ha sido bellamente pagada. Admiremos a la gran cantante en este libro biográfico y, leyéndolo, sepamos sentir muy viva gratitud hacia a su autora.






ArribaAbajoNosotros

Inmenso, ilimitado es el número de los modos de la realidad humana a que puede dar expresión verbal -pronombrar- el pronombre «nosotros»: «nosotros, los españoles», «nosotros, los cristianos», «nosotros, los marxistas», «nosotros, los socios del Real Madrid»... Salvo el de quien, como don Quijote, dice «Yo sé quien soy», o, como santa Teresa, afirma de sí mismo «vivir sin vivir en sí», todos los posibles modos de ser hombre admiten o requieren un «nosotros». El mío, en este caso, atañe en primer término al aspecto generacional de mi realidad. ¿De qué «otros» me declaro «nos-otro», según el feliz neologismo unamuniano, cuando me veo o me siento miembro de una generación?

Puesto que nací en 1908, la aplicación estricta de la cronometría generacional al curso histórico de la cultura española afirma mi pertenencia a la generación del 27. Rafael Lapesa y yo seríamos los ultimísimos de ella. Considerando ante todo, no la fecha de mi nacimiento, sino el estilo y el contenido de mi vida de español, otros, en cambio, prefieren ver en mí un miembro de la generación subsiguiente. Con ellos estoy. Me miro a mí mismo, contemplo mi sentir y mi hacer de español, y sólo así puedo entenderme de manera cabal. Por razones biográficas, tal vez haya sido un poco retrasada mi incorporación activa a la historia de mi pueblo. Después de todo, y aunque para ellas posea cierta validez la cronometría, las determinaciones históricas de la vida personal no tienen una horma inexorable en el calendario,

¿Cómo debe ser llamada la generación española que en 1936se disponía a comparecer en la escena de nuestra historia? Para nombrarla, si es que temáticamente se la nombra algún día, ¿se empleará una fecha o se recurrirá a un suceso? No lo sé, y creo que a estas alturas nadie lo sabe aún. Sé tan sólo que para quienes estábamos entre los veinte y los treinta años al comienzo de la guerra civil, ésta cayó sobre nosotros como una espada tajante, como un molde imprevisto o como una llamada al combate, sentido unas veces como propio y otras no. El azar para algunos, la previa orientación de la vida para otros, una invencible presión exterior para no pocos, decidieron el destino y marcaron para siempre -hasta en el caso de aquellos que luego han revisado más a fondo su pensamiento y su conducta- a los entonces jóvenes o jovencísimos componentes de esa nueva y sólo posible generación con nombre propio.

En dos series que ahora -en mi sentir, al menos- no son opuestas entre sí, sino entre sí complementarias, nombraré algunos de sus miembros. Cualesquiera que fuesen los modos y los grados de la adscripción, cualquiera que fuese el campo de la procedencia, en el lado de los vencedores estuvimos o estuvieron pronto, entre otros, Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Gonzalo Torrente Ballester, José Luis Aranguren, Leopoldo Panero, Rodrigo Uría, José Antonio Maravall, Agustín de Foxá, Álvaro Cunqueiro, Víctor d'Ors, Paulino Garagorri, Javier Conde, Carlos Ollero, Luís Díez del Corral, Joaquín Ruiz-Jiménez, José María de Areilza, Primitivo de la Quintana, José Antonio Muñoz Rojas, Ignacio Agustí, Martín de Riquer, José Botella Llusiá, Sixto Ríos, Camilo José Cela, Miguel Delibes, Pepe Caballero, José R. Escassi, José María García Escudero, Ricardo Gullón, Juan Ramón Masoliver, yo mismo. Fueran los que fuesen el lugar de su residencia, el matiz de su afección y el ulterior comportamiento, de entre los vencidos proceden, por lo menos, Miguel Hernández, Julián Marías, José Ferrater Mora, Salvador Espriu, Gabriel Celaya, Alonso Zamora, José Manuel Blecua, Francisco Giral, Manuel García Pelayo, Juan Marichal, Joaquín Sánchez Covisa, Dionisio Nieto, Fernando Chueca, Antonio Buero Vallejo, Domingo García-Sabell, Ramón Piñeiro, Antonio Flores, Francisco Grande Covián, Antonio Gallego, Carlos Castilla del Pino, Juan Antonio Gaya Nuño, Manuel Tuñón de Lara, Juan Goytisolo, Guillermo Díaz-Plaja, Faustino Cordón, Julio Caro Baroja; y como hombre-quicio entre esta generación y la anterior, la del 27, Rafael Lapesa. La guerra civil nos contrapuso; luego, poco a poco, las consecuencias de la guerra civil nos han juntado. Dionisio Ridruejo y yo concebimos la idea de reunimos en torno a una mesa veinte o veinticinco hombres procedentes de uno de los dos bandos de la contienda con otros tantos venidos del opuesto. No, desde luego, para formar un partido o prepartido político, sino para afirmar la voluntad y el hecho de nuestra real convivencia y mostrarnos así como los más genuinos superadores de la guerra civil; para, en definitiva, declararnos todos vencidos por la España que en 1939 triunfó -pareció triunfar, si la miramos desde 1973-. Vicisitudes diversas fueron retrasando la ejecución de esta idea. Luego murió Dionisio, y el luto por él me hizo olvidarla.

Aquí comienzan mis problemas; los problemas que me plantea este ensayo, quiero decir. Varios veo. Supuesto el carácter general de ese amplio y dual conjunto, ¿pueden ser descritas las notas estilísticas en que tal carácter se manifieste? A manera de ejemplo: ¿qué analogías generales cabe establecer entre la poesía de Rosales y la dramaturgia de Buero? No sé qué responder. Restrinjamos el área de nuestra visión, contemplemos tan sólo una de las dos series anteriores. En el seno de la que se elija, ¿existirán tales notas? Las figuraciones poéticas de Miguel Hernández y las ideas estéticas de Fernando Chueca, ¿muestran una semejanza de estilo que, además de acercarlas entre sí, las distinga cualitativamente de aquella por lo que la obra de la generación del 27 se singulariza? Tampoco veo respuesta que me satisfaga. Y, en último término, la pregunta que ahora es principal: en la incidencia de la guerra civil sobre cada una de las series precedentes y esto es lo decisivo sobre la que resulte de juntar una y otra, ¿es posible señalar rasgos a la vez comunes y característicos?

Dejando de lado la índole y el contenido de las varías conductas particulares, tan distintas a veces entre sí, y el posible sello que sobre el comportamiento común de cada una de las series imprimiese su pertenencia al bando con que sus componentes estuvieran, pienso que ante la última de estas tres interrogaciones algo aceptablemente satisfactorio cabe decir.

El curso de la vida española durante los meses anteriores a la guerra civil y, a fortiori, la guerra civil misma, dieron lugar a que en nosotros de nuevo se hiciera problema ineludible el destino histórico de España, y a que, en consecuencia, otra vez fuese urgente cuestión ética la participación personal -a la postre, política, según el más amplio sentido de la palabra- en la posible resolución inmediata de ese problema. La esencial unidad que como expositor de su pensamiento estableció Aristóteles entre la ética y la política se hizo en nuestras almas vivencia intensa. «De nuevo» y «otra vez» he dicho, porque, en situación harto menos dramática, eso mismo había acontecido en los años que siguieron a 1898 y en los que precedieron a 1913, y porque un comprensible espejismo hizo luego que esa conexión no fuera vivida como acuciante problema personal. Si quiere entenderse en su sentido más amplio el término «política», diremos que, tras el apoliticismo inicial de la generación de 1927, la siguiente tuvo que comenzar su vida politizándose.

Ésta fue, creo, nuestra primera nota generacional. No será necesario insistir en la enorme diversidad de su realización concreta; no sólo por la división de España -y de nosotros con ella- en dos mitades sangrientamente contrapuestas, también porque un hombre puede politizarse de muchos y muy distintos modos: ocupando un puesto de gestión, mandando una sección de infantería, escribiendo poemas, soñando utopías o pensando acerca de la vida histórica de su país; y en definitiva, porque cada uno es cada uno. Sobre la letra de un verso de Antonio Machado acerca de su propia generación, este otro podría escribirse ahora: «Mas cada cual el rumbo siguió de su ventura.» Ventura como modo ilustre o gregario, venturoso o desventurado, impuesto o elegido, de cumplir el destino personal, gozarlo o padecerlo y recoger el fruto que al fin ofrezca.

Se trata de saber si en el vario seguimiento de esa ventura y en la diversa ejecución de esa pauta biográfica general -la enunciaré de nuevo: sentir como apremiante problema ético la participación en la faena de rehacer España, una España que entonces sangraba- hubo rasgos comunes; si, por tanto, la tópica y coincidente clasificación de los contendientes en «Nosotros» y «Ellos» pudo ser pronta y lícitamente sustituida, entre los integrantes de esas dos series de nombres, por esta otra fórmula: «Nosotros» y «Nosotros, sólo que de otro modo». Unamunianamente: si en verdad éramos dos «nos-unos» de un mismo «nosotros» español y generacional. Mirando no más que hacia el grupo de los que me fueron más próximos, los siguientes rasgos comunes veo yo: 1) Ya durante la guerra civil, nuestra voluntad de romper la fanática estrechez de miras o la actitud insipiente y rencorosa que frente a buena parte de la cultura española más reciente tantas veces adoptaron los promotores y gestores de la contienda. Sin Antonio Machado, por ejemplo, nosotros no podíamos sentirnos españoles completos. 2) Apenas pasada la guerra en acto, un deliberado esfuerzo por mantener la continuidad de nuestra cultura, tanto con su zaherido ayer inmediato -generaciones del 98, del 13, del 27-, como con los restos vivientes que de esos tres grupos generacionales habían, quedado dentro de nuestras fronteras. 3) Poco más tarde, intento de vinculación con cuantos desde el exilio aceptasen un diálogo leal, y por tanto una efectiva convivencia con nosotros. 4) A lo largo de todo este proceso, vario y más o menos preciso acercamiento a un ideal de nuestra vida histórica en el que quedaran fundidos y actualizados los de las generaciones anteriores, muy en especial la del 98 y la del 13. 5) A bandazos, a retazos, sin la menor opción a la continuidad, elaboración entrecortada, por parte de cada uno, de su respectiva obra personal. 6) Convicción cada vez más clara y firme de que, dentro del régimen de Franco, era totalmente inviable una política en la cual todo lo que precede, con sus presupuestos y sus connotaciones, entrase en vías de realización. 7) Como consecuencia, revisión y rectificación de la propia conducta y de la inconsistente e infundada ilusión sobre que se apoyó. En mi caso, tal revisión cobró al fin forma impresa; es el libro titulado Descargo de conciencia.

¿Tiene alguna validez colectiva este sumario esquema biográfico? Para el grupo de la generación procedente del campo que a sí mismo se llamó «nacional», pienso que sí; para quienes al término de la guerra se consideraron más o menos afines a nosotros, creo que también. Carezco de documentación y de autoridad, en cambio, para discutir si una revisión de algún modo complementaria de la nuestra se ha producido o no se ha producido dentro de los vencidos en 1939. La experiencia y el recuerdo de la guerra misma habrán suscitado la autocrítica en más de uno, al menos en el seno de su intimidad; pero cuando las razones profundas del vencido no han llegado a ser abolidas por la victoria del vencedor, más aún, cuando en tan buena parte han sido una y otra vez confirmadas o reforzadas, encuentro perfectamente lícita y comprensible la resistencia a revisiones muy expresas del, pasado propio. Esto, sin embargo, creo poder decir: en lo tocante a las exigencias primarias y los imperativos básicos de la vida y la cultura de España, el «nosotros» entre la mayoría de los integrantes de ambos grupos es tan verdadero como real. Una auténtica comunidad en el presente y hacia el futuro ha surgido de nuestro doble y concordante fracaso. Los decanos de ese definitivo «nosotros», ¿podremos ver hechas vida algunas de las metas a que tan menesterosamente aspira el hecho de pronunciarlo? Piense o no piense en dicha interrogación, de ella nace la avidez con que por las mañanas miro los titulares de los diarios. Mas no sólo a los miembros de mi generación se refería el «nosotros» que encabeza este apartado; también a los hombres de las generaciones anteriores, tan eminentes algunos, que todavía viven y trabajan, y sobre todo a cuantos, más jóvenes que nosotros, constituyan grupos generacionales distintos del mío. Si no se conforma uno con aplicar una pauta cronométrica al curso de la vida ulterior a 1939, ¿qué generaciones españolas pueden ser descritas en ella, quiénes las representan y caracterizan? Me falta tiempo para emprender la investigación metódica que esa pregunta pide; y aun cuando cierta patente o larvada influencia de la guerra civil haya perdurado a lo largo de cuarenta años -entre las preocupaciones más reales y constantes de Franco y los suyos, ¿no fue precisamente ésta la que daba apoyo a todas las restantes?-, sólo de las generaciones directamente afectadas por el hecho mismo de la guerra he querido ocuparme en este rápido examen. Pero una ojeada fugaz sobre el fluyente panorama que ofrecen nuestras letras, nuestro pensamiento y nuestras artes de los últimos decenios, y, por supuesto, también sobre los eventos históricos que les han servido de marco, tal vez sea suficiente para delinear algunos rasgos importantes.

La derrota total del Eje en 1945 hizo saber a todos, aunque muchos se resistiesen a reconocerlo, más aún, aunque tal realidad tardase años y años en patentizarse, que la orientación de la historia universal había de convertir en vencidos a los vencedores de 1939. Pese a la adopción de disfraces políticos, vencidos estaban ya, desde entonces, en el gran teatro del mundo. A la vez, el régimen, de Franco iba mostrando su verdadero esqueleto intelectual y moral. Si a esto se añade el ostensible deterioro físico del propio Franco a partir de 1970, se tendrá a la vista el cuadro histórico dentro del cual hemos ido existiendo y actuando cuantos españoles seguimos con vida. Inversión profunda del resultado de nuestra guerra civil versus prosecución visible y crispada de la vigencia de éste: tal ha sido el hecho fundamental de los treinta y cinco últimos años de nuestra historia.

Sobre él, dentro de él, era inevitable una creciente desmitificación de la contienda que muchos seguían llamando «Cruzada». Un poco esotéricamente, acaso La octava de San Camilo, de Cela, constituya el más notorio signo de ella. La desmitificación de la guerra civil era sin duda deseable, y en sí misma constituye, por tanto, un plausible evento. Con un riesgo, sin embargo: que se convierta en causa o motivo de olvido irresponsable o de recuerdo pintoresco, para el caso igual da, de la contienda misma. Porque bajo el cómodo olvido o el recuerdo sólo literario de ella puede seguir operando, apenas visible, el hábito psicosocial de la guerra civil que alguna vez he denunciado. Entre 1876 y 1936, y pese a que en la vida interna de España no faltaran traumas y dolencias, ¿cuántos pudieron sospechar que en los senos de nuestra sociedad perduraba intacto ese hábito?

Con tal desmitificación y con el sano recelo frente a la retórica política que indisolublemente lleva consigo, algo menos defendible creo notar: cierta merma de ambición, respecto de la obra propia, entre los que por su talento deberían sentirla; merma de ambición que acaso en algunos -antiunamunianamente- haya ido unida a sobra de codicia. Una de las estrofas del poema «Una España nueva» dice así:


Dejamos en el puerto la sórdida galera,
y en una nave de oro nos plugo caminar
hacia los altos mares, sin aguardar ribera,
lanzando velas y anclas y gobernalle al mar;

y yo me pregunto si, prescindiendo del énfasis un poquito oratorio -pero, eso sí, hermoso- que en estos versos campea, han sido muchos durante treinta años los jóvenes españoles en quienes latiera la ambición histórica y personal de que tales versos proceden; y sigo preguntándome si algo de ella no será deseable en nuestros políticos, pensadores y escritores que todavía no han cumplido los sesenta.

Todo este ensayo viene a ser el relato o la pública confesión de un cuádruple fracaso sucesivo: el que, sin menoscabo de lo que por sí mismo valga la obra personal de cada uno, tantísimo en tantos casos, hemos sufrido los miembros de cuatro generaciones de españoles radicalmente hostiles al hecho y al hábito de la guerra civil. Llamamos fracaso a la inanidad factual de lo que se hizo o se pretendió hacer. Recogiendo una vieja y graciosa frase de nuestro lenguaje familiar, solía decir don Américo Castro ante la ruina irreversible de algo: «Y ahora, un padrenuestro por las cosas que no tienen remedio.» Nuestro reiterado fracaso en tanto que españoles sedientos de una satisfactoria reforma de España, ¿estará entre las cosas sobre las cuales ya no cabe sino el responso y la despedida de un padrenuestro de trámite? Me atrevo a pensar que no. Subjetivamente, porque, con Karl Jaspers, pienso que cierto fracaso es el reato inexorable de toda existencia auténtica. Nadie alcanza en su vida todo aquello que creyó poder alcanzar. Objetivamente, también, porque no me resigno a admitir que la confesión honesta de un fracaso y el honesto análisis de él sean por necesidad histórica y socialmente ineficaces; aunque, como bien sabemos todos, la experiencia vital de los viejos no suele ser admitida por los jóvenes, cuando es de su propia vida de lo que se trata. Otra vez con Antonio Machado, ahora el poeta gnómico y oracular:


Doy consejo a fuer de viejo:
nunca sigas mi consejo.
Pero tampoco es razón
despreciar
consejo que es confesión.

Estamos rehaciendo España, levantando una España que a un tiempo sea actual y nueva. A través de las incidentales contrariedades que el empeño sufra o depare, por encima del chapado escepticismo de muchos, tal es -o así me lo parece- el sentir de los más. En esa arquitectónica faena, ¿puede ser ceniza lanzada al viento la exposición analítica de los cuatro fracasos que ante los males de su patria conocieron algunos españoles de buena voluntad? Me resisto a admitirlo.

En 1900, bien reciente, por tanto, la dolorosa herida que para los españoles fue el Desastre de 1898, don Santiago Ramón y Cajal recibió un importante premio internacional, la llamada Medalla de Moscú; de Moscou, como entonces se escribía. El paraninfo de la casa de San Bernardo fue Escenario del homenaje que con ese motivo le rindieron la Universidad de Madrid y el Gobierno de la nación. En él, nuestro gran sabio propuso a los jóvenes de entonces una consigna para el ánimo, «A patria chica, alma grande», y otra para la acción, «Aumentar el número de ideas españolas circulantes por el mundo». A las ideas habría que añadir las formas de vida, las creaciones literarias, musicales y plásticas, las instituciones políticas y administrativas. Con menos no podemos conformarnos quienes en España hemos vivido el fracaso reiterado de tantas nobles esperanzas, de tantos nobles empeños.

(De La guerra civil y las generaciones españolas, 1978.)






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  • San Carlos, duque de
  • San Martín
  • Sánchez Albornoz, Claudio
  • Sánchez Cantón, Francisco Javier
  • Sánchez Covisa, Joaquín
  • Sánchez Mejías, Ignacio
  • Sánchez Ruipérez
  • Sancho IV de Castilla
  • Santaló, Luis A.
  • Santander, Teresa
  • Santiago Apóstol
  • Santos Torroella, Rafael
  • Sarcey
  • Sardinha, Antonio
  • Sarmiento, Martín
  • Sartre, Jean Paul
  • Saúl
  • Schlegel, Federico
  • Scheler, Max
  • Scheller
  • Schelsky H.
  • Scherrer, Paul
  • Schiller, Friedrich von
  • Schlegel, August Wilhelm von
  • Schleiermacher
  • Schönlein, Johann Lukas
  • Schrödinger
  • Schweitzer, Albert
  • Séneca, Lucio Anneo
  • Serrano, Pablo
  • Serveto, Miguel
  • Sesto, duque de
  • Shakespeare, William
  • Shaw, Bernard
  • Siebeck
  • Simón el Librero
  • Sittig, Ernst
  • Snell van Roijen, Willebrord
  • Sobejano, Gonzalo
  • Sócrates
  • Sófocles
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  • Soler, Vicente
  • Sommerfeld, Arnold
  • Sopeña, Federico
  • Sorolla, Joaquín
  • Soto, Domingo
  • Spencer, Herbert
  • Spinoza, Baruch
  • Spita, Sofia
  • Spranger, Eduard
  • Starling
  • Staudt, Karl Georg Christian von
  • Steele, Richard
  • Stein, Edith
  • Stendhal, Henri Beyle, llamado
  • Sternberg, Carlos
  • Suárez, Francisco
  • Sullivan, Harry
  • Sunyer, Ramón
  • Szent-Györgyi, Albert


  • Taboada, Luis
  • Tácito
  • Taine, Hipólito
  • Tales de Mileto
  • Tamayo, José
  • Tellechea, J. I.
  • Tello
  • Tempranillo, José María el
  • Teofrasto
  • Terencio
  • Teresa de Jesús, santa
  • Terradas, Esteban
  • Thierry, Augustin
  • Ticiano, Tiziano Vecellio, llamado
  • Tirso
  • Tocqueville, Alexis de
  • Tolstoi, León
  • Tomás de Aquino, santo
  • Tono
  • Torralba
  • Torre, Amelia de la
  • Torre, Guillermo de
  • Torre, Quintín de la
  • Torregrosa
  • Torrente Ballester, Gonzalo
  • Torres Quevedo, Leonardo
  • Torroja Caballé, Eduardo
  • Tovar, Antonio
  • Toynbee, Arnold
  • Trajano, Marco Ulpio
  • Trevelyan, George Macaulay
  • Trueta, Josep
  • Tsapline, Dimitri
  • Truñón de Lara, Manuel
  • Turina, Joaquín
  • Turró Darder, Ramón
  • Twain, Mark


  • Umbral, Francisco
  • Unamuno, Miguel de
  • Uría, Rodrigo
  • Urrutia


  • Valdaura, Margarita de
  • Valdés, Fernando de
  • Valdés Leal, Juan de
  • Valdivia, Pedro de
  • Valdoni, Pietro
  • Valenciano, Luis
  • Valera y Alcalá Galiano, Juan
  • Valéry, Paul
  • Valverde, José María
  • Valverde, Máximo
  • Valle-Inclán, Ramón María del
  • Vallejo, César
  • Vargas, Juan
  • Vauban, Sebastien Le Prestre de
  • Vauvenargues, Luc de Clapiers, marqués de
  • Vázquez Díaz, Daniel
  • Vega, Ricardo de la
  • Vega y Carpio, Félix Lope de
  • Vega Díaz, Francisco
  • Velázquez, Diego Rodríguez de Silva y
  • Verdaguer, Jacint
  • Verne, Julio
  • Vernet, Juan
  • Vicens i Vives, Jaume
  • Vicente Gil
  • Vilar, Pierre
  • Villamediana, conde de
  • Villaseñor, Manuel
  • Villaverde, Raimundo Fernández
  • Viñaza, conde de
  • Viollet-le-Duc, Eugène Emmanuel
  • Virchow, Rudolf
  • Virgilio Marón, Publio
  • Vitoria, Francisco de
  • Vivaldi, Antonio
  • Vivanco, Luis Felipe
  • Vives, Luis
  • Voltaire, François M. Arouet, llamado
  • Vossler, Karl


  • Wagner, Richard
  • Watteau, Antoine
  • Weierstrass, Karl
  • Weininger, Otto
  • Weizsäcker, Viktor von
  • Wellington, Arthur C. Wellesley, duque de
  • Wells, Herbet George
  • Werner Leibbrand
  • Wilde, Oscar
  • Winckelmann, Johann Joachim
  • Winterberg, H.
  • Withering
  • Wittgenstein, Ludwig
  • Woelffin
  • Wolff, Caspar Friedrich
  • Wright, Frank Lloyd
  • Wundt, Wilhelm


  • Xènius: véase Ors, Eugenio d'
  • Xenócrates
  • Xirgu, Margarita


  • Yela, Mariano


  • Zahareas, Anthony
  • Zale
  • Zamora, Alonso
  • Zaragüeta y Bengoechea, Juan
  • Zorrilla y del Moral, José
  • Zozaya, Antonio
  • Zubiaurre, Antonio de
  • Zubiri, Xavier
  • Zumalacárregui, Tomás de
  • Zurbarán, Francisco de