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ArribaAbajoMaragall y la esperanza

Mejor sería decir: Maragall, o la esperanza. Aquel entusiasmo suyo tan lúcido y noble, tan serenamente anclado, sin mengua de su espiritualidad, en la vida de cada día; aquella indeclinable buena fe de su alma; y, para decirlo todo, aquel animoso humor con que regía su prole de patriarca, justifican con holgura mi abrupta definición: Maragall, o la esperanza. No fue Maragall un optimista; no era hombre que creyese vivir en el mejor de los mundos posibles: recordad los adjetivos de su Oda nova a Barcelona, releed sus artículos «Por el alma de Cataluña» y «La espaciosa y triste España». Mas porque no era optimista y era entusiasta, Joan Maragall tuvo que ser y fue un gran esperanzado.

Me apresuraré a decir lo que nadie ignora: que su esperanza fue ante todo la esperanza cristiana.


Avui he sentit ― que dura la vida
més enllà del cos ― i dels seus sentits,

dice desde lo más hondo de sí mismo un día Jueves Santo. Pero esto, que es decir tanto, ¿es acaso decirlo todo? Dos modos hay de hacer humana y concreta la esperanza cristiana. Unos ven la bienaventuranza eterna como un éxtasis, otros como una transfiguración. Hay quienes esperan de la otra vida algo absolutamente impensable e inimaginable desde esta; hay, junto a ellos, quienes confían en gozar, con sobrenatural y gratuito acabamiento, lo que esta vida les negó o lo que esta vida empezó a ofrecerles. Morir es entonces renacer, volver a nacer con mayor y más definitivo nacimiento, sentir con estremecimiento indecible cómo se rompe para siempre la tela que a la vez separa y entreteje el tiempo y la eternidad, este mundo y el otro. Quienes hablan del «otro mundo», ¿no nombran una realidad a la cual deben juzgar «otra», pero a la cual, también, no quieren ni pueden dejar de llamar «mundo»? Por todos ellos dirá Maragall su alto verso;


Sia'm la mort una major naixença!

De éstos fue, en efecto, el poeta de Barcelona. Lo fue en su poesía y en su vida. «Lligar lo temporal a lo etern i lo etern a lo temporal, aquesta és la tensió del meu esperit», decía en una carta a Carles Rahola; y lo decía subrayando ostensible y significativamente el segundo término de su fórmula: «lo etern a lo temporal», como para dar fe de su morosa, amorosa, enérgica instalación -lo diré con sus propias palabras- en el mundo «del temps que passa», y «del lluny i de l'aprop», y «de lo molt, i el poc, i el massa».

Maragall, querencioso del mundo sensible, amartelado de las cosas que se ven, se oyen, se tocan y se piensan. Es inevitable recurrir a las confesiones del Cant espiritual;


Si el mon ja és tan formós, Senyor, si es mira
amb ta pan vostra a dintre de l'ull nostre,
qué mes ens podeu da en un altra vida?
[...]
Home só i es humana ma mesura
per tot quant puga er eure i esperar:
si ma fe i ma esperança aquí s'atura
me'n fareu una culpa mes enllà?

Pocas veces un cristiano ha expresado tan honda y certeramente del drama secreto, el manso y cotidiano drama de la afección a las cosas terrenas. La esperanza del hombre es siempre incierta; puede ser firme, es verdad, mas nunca deja de ser insegura. «La seguridad -dijo santo Tomás- más parece oponerse al temor que pertenecer a la esperanza.» Mas ¿qué es lo que amenaza a nuestra esperanza y la hace incierta e insegura? En último término, el riesgo de perderla -de perder su siempre amenazado predominio sobre las potencias que se oponen a ella- y caer en la desesperanza o en la angustia; un riesgo real, vivido, inexorable, que el hombre actual tanto ha padecido, proclamado y aun desorbitado. Maragall, alma radical y delicada, conoce por supuesto ese último riesgo. Pero siente que entre él y su esperanza cristiana se interpone otro más inmediato y tentador: que la esperanza natural de su alma se enrede y estanque, golosa del mundo sensible, entre las cosas que ese mundo le muestra, el cielo azul, el cabrilleo del mar, la cima blanca y rosada de la alta sierra, la palabra que expresa el amor de los hombres y el amor a la realidad toda. El conde Arnau es tema constante en su obra de poeta porque a la que es gran tentación para su alma de hombre; el conde Arnau, el gozador de avidez siempre saciada, el hombre que se atreve a gritar el medio del mundo, bajo el parpadeo de las estrellas: «El nostre cel és la terra.» Y así a Maragall, cristiano, sólo este recurso le queda: pedir a Dios que en el cielo no le falte esta tierra, su tierra:


Aquesta terra, amb tot lo que s'hi cria,
és ma pàtria, Senyor; ¿i no podria
ésser també una pàtria celestial?

El dogma de la resurrección de la carne -«La fi d'En Serrallonga», «Escòlium» a «El Comte Arnau»- y el sentimiento de la presencia de Dios en el seno mismo de los encantos del mundo -«A'vui he sentit lo Diví / en el camp, en el vent, en les plantes»: «Lo Diví en el Dijous Sant»- fueron los dos consuelos, los dos andadores terrenos de la esperanza de Joan Maragall, poeta del cristiano paladeo del mundo. La sutil mirada de Carles Riba ha visto bien este nervio postrero de la poesía maragalliana: «El més fort de l'obra poética de Maragall -ha escrito- vibra, al nostre entendre, del drama de aquesta submissió, del treball per a reduir el Faust infinitament inquiet i realista a un ordre i un contorn precisos. I aixó, sense pensar pas a desencarnarse, que fora herètic, contrari al dogma de la resurrecció de la carn, que li ès sempre tan present Tal vez cupiera reducir a sólo cuatro palabras la clave de este íntimo anhelo de Maragall: Fausto cristiano, Fausto mediterráneo.

Muy gustoso sería contemplar a través del verso y la prosa cómo se expresó el amor de Maragall a las distintas realidades que integraron este flanco terreno de su esperanza: el mar, su gran fascinación, su símbolo para expresar la vida y la aventura («Mira al mar, Barcelona...»; y frente a Castilla: «Parleu-li del mar, germans!»; el mar en Maragall y en Antonio Machado: ¡qué gran tema para, el mutuo enriquecimiento de Castilla y Cataluña!); y junto al mar, la tierra llana y el monte, el cielo y las nubes, el trabajo creador de los hombres, el juego y la danza, la vida familiar, la empresa política, la palabra recreada y viva: «No inventar paraules; fer noves (és dir, vives), cada vegada, les que es diuen velles»... Debo ahora renunciar a este empeño, seguro de que vosotros sabréis hacer rica cosecha en la obra del poeta.

Mas no quiero dejar de comentar al vuelo la gran lección que para toda España hay en esta querencia y en esta esperanza -tan catalanas, en el conjunto de las distintas tierras españolas- del catalán y el poeta Joan Maragall. La relación entre el español y el mundo sensible ha solido orientarse hacia dos polos contrapuestos y mutuamente exclusivos: la renuncia y la fruición improvisadora. A un lado, los pocos que en aras de una suprema fe «mueren porque no mueren» y proclaman con palabras y con obras la nihilidad del mundo que los ojos ven: pulvis, cinis, nihil, a la manera recoleta de Pedro de Alcántara o a la manera espectacular de Valdés Leal. A otro lado, los muchos que no gozan del mundo cuando no pueden; y cuando pueden, lo hacen improvisada, destructiva y afanosamente, a rebato, como si el goce del mundo fuese -pasadme la palabra- «juerga» ocasional y agotadora. Diríase que éstos gozan del mundo temiendo que el mundo no dure y, por lo tanto, aprovechando con una suerte de crispación nerviosa la ocasión que tal o cual hora les ofrecen; «sacando tripa de mal año», según el dicho popular castellano. Lo cual no es amar al mundo, sino destruirlo -a veces, literalmente- al servicio del azaroso placer inmediato. Y entre unos y otros, tos no pocos que sólo a hurtadillas y de reojo, queriendo y no queriendo, como si el universo fuese un anti-Dios, en lugar de ser creación divina, conocen la fruición siempre nueva de la luz, el agua, la flor y la obra humana bien hecha.

Bien está la presencia en nuestra historia de esa egregia gavilla de hombres que saben renunciar al mundo precisamente porque el mundo es valioso, además de ser tentador. De ningún modo quisiera yo que llegasen a faltar de la tierra de España los impacientes por amor de Dios, los que haciendo noche del día, van día a día aspirando a «dejar su cuidado― entre las azucenas olvidado». Pero algún esfuerzo me impondría para conseguir que los otros, los españoles de la fruición improvisadora y la fruición de reojo, poética e intelectualmente quienes de ello fuesen capaces, menestral y artesanalmente los que a tanto no alcanzasen, abrieran su alma a la realidad del mundo con la sinceridad y el amor de Joan Maragall. «También los taxis piden su mimo», decía un taxista de Madrid que hace muchos años conoció Juan Ramón Jiménez. Ese delicado conductor de taxis -rara avis en Celtiberia- era sin saberlo cofrade y secuaz del autor de La vaca cega. Tratar con mimo las cosas que nos sirven y acompañan, y también -con más alto deber y más fino miramiento- las personas que, conviviendo con nosotros, nos ayudan a ser lo que somos. Esto es: procurar que las cosas sigan regalándonos el beneficio de su ser; respetar tanto y tan amorosamente la realidad personal de los otros hombres, que su «otredad» llegue a ser un poco nuestra; estimar la libertad de los otros como único légamo en que puede florecer la libertad propia; en suma, contramorir, vivir renaciendo, detener cuanto sea posible el curso fugitivo de los instantes que pasan, cuando esos instantes nos acendran o enaltecen,

per fe'ls eterns a dintre del meu cor,



según la hermosa fórmula maragalliana. Enseñar el hábito del amar la vida y la realidad; en eso consiste, a mi juicio, el principal objeto de la lección de Maragall a los españoles todos. ¿No llamó acaso «La panacea», muy pocos días antes de morir, al arte de «usar el cuerpo como alma y el alma como cuerpo»?

Recordemos otra vez el coloquio entre Unamuno y Maragall, tan distintos entre sí, tan, «otros», y sin embargo tan cordial y ejemplarmente amigos. Proponía Unamuno que los catalanes se esforzasen por catalanizar España, porque de ese esfuerzo, simultáneo con el de cada región por imponer su espíritu en el conjunto, resultaría la verdadera nación española. Mas para que la peculiar empresa expansiva de los catalanes fuese españolamente fecunda, habría de expresarse en castellano. A lo cual replicaba Maragall: «Pues yo creo que esto no puede ser... ¿Podemos arrancarnos esta lengua?... La prueba está hecha: cinco siglos ha durado, y la lengua catalana no se quiso morir... Ahuyentada de la altura, se refugió en la vivacidad de la boca popular, y después de cinco siglos volvió a la altura... ¿Podéis aconsejarnos todavía su oblación? Nuestra mano temblaría como ante cosa sagrada.» No sé yo si Unamuno -suyo es el verso «La sangre de mi espíritu es mi lengua», suyos son también los elogios de tantas obras literarias catalanas- aconsejaba o exigía tanto; pero es indudable que Maragall tenía entonces su razón: a través de su lengua debe crear Cataluña las obras de su espíritu, y a través de ella puede ofrecer su vida más propia, su vida poética, a la vida total de España. ¡Qué hondamente lo sentía así Menéndez Pelayo, orador en catalán en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona! «Hoy empezamos a ver -decía Ortega, maragallianamente, en 1927- que la diferencia entre las almas regionales es una magnífica riqueza para el dinamismo del Estado, riqueza que es preciso aprovechar»; y esa diferencia, añado yo ahora, se expresa por modo primario en la lengua. Sí, tenía razón Maragall; y no sólo por la fuerza de sus argumentos históricos y por su obra catalana de gran poeta, mas también por la autoridad singular que le daba su claro y hermoso castellano, su castellano de gran catalán para España entera y media América: aquel castellano en que no pocas veces -recordad su Elogio de la palabra- quiso duplicar lo más universal y traducible de su obra en prosa. Como la tiene hoy el Carles Riba que defiende creadoramente el prestigio de su lengua más íntima -el Riba de las Elegies de Bierville, de Salvatge cor, de Esbós de tres oratoris- y que escribe a la vez este cristalino y ejemplar castellano: «Así me aconteció con don Antonio Machado. Dudo que en la limpieza de su corazón don Antonio adivinara cómo estaba yo de turbado ante él y cómo era feliz a un tiempo. Se lo dije y pareció no darle importancia. Esto me acercó muy sencillamente a él. Fuimos amigos. Quiso Dios que pasásemos juntos horas difíciles de angustia y esperanza; por último, las más patéticas, hasta entonces, de su vida y de la mía. Nunca, sin embargo, quedó para mí fuera de los versos en que empecé a conocerlo de estudiante. Estar con él implicaba repetírmelos inacabablemente, hallándoles más y más sentido.» Este fiel leer y este fiel recordar los versos de Antonio Machado, y el escribir ese castellano, y el crear luminosos versos catalanes que él, a su vez, pudiera leer y traducir, como tradujo los de La vaca cega, ¿no era, en definitiva, lo que Unamuno quería de un poeta de Cataluña?

No sé lo que los tiempos traerán. Sé en cambio que la poesía catalana continúa, con sensibilidad actual, en el nivel en que la pusieron Verdaguer y Maragall. Sé también que, cuando quieren, sus autores siguen conociendo el gozo sobreañadido de expresar su alma en limpio y vigoroso castellano, y como ellos, tantos excelentes prosistas. Sé además que algunos escritores de aquende el Ebro hemos aprendido -o no hemos olvidado, si pensáis en Menéndez Pelayo y Unamuno- a estimar desde dentro la alta calidad poética de quienes orientan las letras catalanas. Sé, en fin, que Maragall, gran esperanzado, tuvo en su esperanza el esquema de una gran lección para España entera. Pensando en la esperanza que él tenía para sí mismo -«Quien habla solo espera hablar a Dios un día», nos dijo- propuse hace años pedir por el cumplimiento de la esperanza de Antonio Machado. Pensando en la esperanza que tenía para los españoles todos -la esperanza de un verdadero amor a la vida, a la libertad y a la concreta realidad de las cosas-, dejadme, amigos de Cataluña, pedir hoy por el cumplimiento de la esperanza de Joan Maragall.




ArribaAbajoMiguel de Unamuno


ArribaAbajoLengua y academia

En 1933 fue elegido don Miguel de Unamuno miembro de número de esta Academia. Nunca llegó a hacer su ingreso. La congoja que la discordia de España puso en su alma fue, sin duda, la causa que día a día lo fuese retrasando. Su muerte, acaecida cuando esa discordia era más sangrienta, iba a impedirlo para siempre. Pero la sesión de homenaje que hoy celebramos, ¿no es acaso como una recepción póstuma del que había de ser, del que era ya nuestro compañero? Por ser yo el último de los que en representación de la Academia vamos a recordarle, debo ser el primero que en esta Casa mencione oficial y públicamente su nombre. ¿Me permitiréis que utilice abusivamente tan inmerecido privilegio e intente con mis palabras responder a su nunca pronunciado discurso? ¿Me consentiréis la casi intolerable osadía de imaginar algo de lo que la Real Academia Española tendría que decir el antiacadémico y archiacadémico escritor Miguel de Unamuno?

Porque de esto se trata. Vivo Unamuno, su discurso de ingreso habría versado, con toda probabilidad, sobre alguno de los problemas de habla castellana; acaso sobre el papel de la Academia en el delicado, casi imposible empeño de regir las vicisitudes históricas y sociales de nuestra lengua. Muerto nuestro compañero, ese discurso no puede ser sino el conjunto de su genial e ingente obra de escritor. He aquí a don Miguel, canos ya cabello y barba, pero todavía lucientes sus ojos, tras el vidrio de los espejuelos, que con sus fuertes brazos de vasco adelanta hacia nosotros los miles y miles de páginas en que su vida se hizo palabra escrita: sus poemas, sus ensayos y artículos, sus escarceos filológicos, sus novelas y nivolas, sus dramas, sus discursos. De todos los que hemos ingresado en esta Casa, ¿cuántos son los que han podido presentar una obra literaria tan alta, tan honda, tan rica? ¿Quién con más méritos que don Miguel de Unamuno para sentarse en una oficina que pretende ser, y cada vez con mejores títulos, el corazón del idioma? Ingresando en la Academia Española, don Miguel iba a estar en su casa: tal debe ser hoy nuestra primera afirmación. Pero acaso no sea ocioso y acaso sea cortés seguir una vez más el hábito tradicional, y mostrar con cierto pormenor cuáles son los más notorios entre los muchos títulos de don Miguel para ocupar un sillón -el sillón T, que éste hubiera sido el suyo- en la Academia de la Lengua. Con otras palabras: por qué, hace ahora treinta y dos años, fue llamado a ella. O, por lo menos, cómo veo yo ese «por qué».

Comenzaré por lo más externo y accidental. Don Miguel de Unamuno fue llamado a la Academia Española por la calidad y la índole de su antiacademicismo. Nadie se extrañe. Nuestra Academia -que sólo cumple su misión cuando deja de ser vieja y rígida solterona, a lo cual a veces se ha inclinado, y acierta a ser insenescente madre adoptiva, mujer que se libra de envejecer haciendo suyo lo joven-, nuestra Academia, digo, sabe distinguir muy bien entre los dicterios que contra ella disparan la ignorancia o el despecho y los que hacia ella lanza la exigencia, la impaciente voluntad de eficacia y perfección; y tal era en definitiva la intención última de los que más de una vez salieron de la pluma de nuestro compañero. «La suerte que la lengua corra -escribió- depende tanto de la Real Academia de Medicina el porvenir del bazo o del tiroides, o de las ciencias físicas el porvenir de los anillos de Saturno. La lengua la hace el pueblo, señor mío, y no los académicos» (O. C. VI, 490). Conformes, don Miguel, enteramente conformes. Tanto lo estamos, que en la operación de recoger la lengua que el pueblo ha hecho -cuando tal obra no es flor de un día, ni engendro monstruoso- vemos la parte más importante de nuestra faena. Pero en ese «hacer» del pueblo -un pueblo al que por igual pertenecen, los labrantines, los filósofos, los poetas, los ingenieros de telecomunicación y, claro está, los académicos- ¿no es cierto que en alguna medida cabe intervenir con la ejemplaridad y la norma? ¿Por qué el pueblo, que comenzó a decir «espíquer» y «friqui», dice ahora «locutor» y «golpe franco», y por qué sigue diciendo, horripilantemente, «cinemascope»? «¡La Academia! -decía Unamuno a su público americano, año y medio antes de morir-. Cada vez que se me hacía notar que alguna palabra que yo empleaba... no estaba en el Diccionario de la dicha Academia, el que pasa por oficial, replicaba yo: ¡Ya la pondrán! Que el modo de que se registre algo es que este algo empiece por existir. Mas no se crea que yo voy a ir a meterme en la Academia para ir metiendo en su Diccionario las palabras que yo haya recogido de boca del pueblo y las que, forjadas por mí, hayan sido acatadas por él...» (Caras y Caretas, 29-VI-1935). Ya veis de qué modo era comunitaria y perfectiva la disposición antiacadémica de quien, tan visiblemente se disponía a ser académico ejemplar.

Lo mismo en sus sólo aparentes diatribas contra nuestro Diccionario:


¡Qué cementerio un diccionario!
¡Qué diccionario un cementerio!
Huesos y nombres de misterio
en uno y otro...

dirá, también al término de su vida, en uno de los papelitos que luego han dado cuerpo a su Cancionero. Confeccionando semana tras semana el Diccionario de todos, los miembros de esta Academia seríamos los sepultureros del idioma. Lo cual, en cierto modo, es gran verdad. ¿No ha dicho uno de los mejores entre nosotros, Dámaso Alonso, que el Diccionario es una «necrópolis idiomática»? Pero así como la esperanza de la resurrección concede último sentido a la realidad del cuerpo muerto, así también nuestros enterramientos -casi siempre decorosos- no son sino un trámite para que las palabras, resuelta la duda o satisfecha la curiosidad que movieron a la consulta del Diccionario, resuciten con vida nueva, como transfiguradas por, una intención a la vez genérica y personal, en el alma, en la garganta y en la pluma del que entonces las emplea. Como tantas y tantas -«cogüelmo», «entoñar», «heñir», «mejer»...- resucitaron a nueva y más alta vida en el alma de Unamuno, después de haber dormido siglos y siglos en la costumbre casi inerte, en la quieta intrahistoria de las aldeas castellanas y salmantinas.

El antiacademicismo de Unamuno pedía a voces, exigía su inclusión en la Academia. Mas ya he dicho que esa fue -o pudo ser- la razón más externa de la llamada que desde esta Casa se le hizo. La verdadera razón, la razón íntima y decisiva de su deseada y frustrada presencia entre nosotros tuvo mayor momento, y puede ser metódicamente desglosada en tres motivos principales: su hondísima estimación de la palabra, su amor a la lengua castellana y lo que con palabras castellanas dijo e hizo él a lo largo de su vida.

Aunque rebelde a la paciente disciplina del trabajo científico -«no es mi vocación la ciencia», escribió confesionalmente en 1914 (El Imparcial, de Madrid, 13-IV-1914)-, Unamuno, docente de Filología, fue filólogo: con devoción y rigor han sabido demostrarlo Blanco Aguinaga, Huarte Morton y García Blanco. Pero más aún que filólogo, más que estudioso de la palabra, Unamuno fue logófilo, amante de ella:


Amor a la palabra creadora,
filología,

dicen dos versos de su Cancionero (número 1 044), como para demostrar la condición logofílica de su oficio de filólogo. Alguien en cuyo nombre pervive el mío ha consagrado un bello estudio a exponer y glosar el pensamiento y el sentimiento de don Miguel acerca de la palabra, en cuanto nota esencialísima de la vida y el ser del hombre (Milagro Laín, La palabra de Unamuno, Caracas, 1964). Acaso no haya habido escritor más lúcida y patéticamente enamorado de su vocacional condición de hablante. Unas veces con encandilada delectación, otras con desgarrado espanto, la obra entera de Unamuno es como un himno al hecho y al sentido de la palabra.

Para Unamuno, la palabra es la clave secreta de nuestra realidad, la misteriosa razón de nuestro ser. Más que propiedad «nuestra», es ella la que nos constituye y posee:


No, «mi» palabra no, que yo soy de ella.
Soy un verbo encarnado que no entiendo.

(«Cincuenta poesías inéditas», Palma de Mallorca, 1958.)                


De ahí la íntima sensación de poder efectivo que otorga al hombre la expresión verbal, cuando ésta es adecuada a la realidad dicha, y el gozo originario que el buen decir dispensa a quien lo logra:


Decidero es hacedero,
hacer sale de decir,
la palabra es asidero
para el goce de vivir;

(«Cancionero», núm. 47.)                


y también -puesto que sólo podemos esperar lo que de un modo o de otro somos capaces de expresar verbalmente; en definitiva, lo que podemos decir- la esencial conexión entre la esperanza y la palabra:


la palabra es el consuelo
que nuestra esperanza labra;

(«Cancionero», núm. 392.)                


lo cual es real en los dos posibles sentidos de esa sentencia, porque la palabra viva es siempre causa y señal de esperanza -«quien habla solo espera hablar a Dios un día», escribió Antonio Machado, solitario sediento de compañía- y porque la esperanza, pasión y virtud de la existencia creadora, mueve desde muy hondo a la expresión verbal, al habla.

Tanto valor da Unamuno a la palabra, que no vacila en poner al puro «hablar» por encima del «decir». Hablar es proferir palabras prescindiendo de su significación, hacer patente en forma pura el componente órfico y musical del lenguaje. Decir es emplear las palabras con el sentido que su uso social les confiere, manifestar y comunicar algo determinado mediante ellas. Pues bien; para Unamuno, el hablar sin decir, el simple hablar sin sentido es en la vida del hombre «la pura voz del corazón» (Cancionero, núm. 1 055), y, por tanto, la más idónea expresión de nuestro ser. Oídselo decir en los versos de su poema «Sin sentido»:


Quisiera no saber lo que dijese,
nada decir, hablar, hablar tan sólo,
con palabras uncidas sin sentido
verter el alma.
¿Qué os importa el sentido de las cosas
si su música oís, y entre los labios
os brotan las palabras como flores
limpias de fruto?
Palabras virginales, dulces, castas,
monorrítmicas, graves y profundas
palabras que recuerdan tiernas tardes
languidecidas.
¡Oh, dejadme morir y repetidme
la letanía del dormir tranquilo;
dejad caer en mi alma las palabras
sonoramente!

(«Antología poética», 119.)                


Y así se entiende el sentido del diálogo que don Miguel inventa en otro de sus poemas:


- Y bien, ¿qué tienes que decirme?, ¡dime!
- Yo..., ¡nada! Hablar no más... ¡Soy ya tan otro...!

(«Cincuenta poesías inéditas», 140.)                


«Hablar no más... ¡Soy ya tan otro!» El puro hablante, el hablante que ha dejado de ser decidor, experimentaría en su realidad una suerte de transfiguración; sólo entonces sería capaz de verterse a sí mismo mediante palabras, sólo así alcanzaría a regalar de veras su propio ser. Ha escrito Sartre -y pocas veces ha sido su pluma más profunda y certera- que toda palabra auténtica es sacra para quien la pronuncia y mágica para quien la oye. Nadie ha vivido esta verdad más honda y gravemente que don Miguel de Unamuno.

Es cierto -diremos nosotros, matizando las extremosidades de nuestro gran logófilo- que el hablar y el decir no pueden ser tan tajantemente contrapuestos entre sí. Algo de puro hablar tiene siempre el decir, algún decir concreto contiene siempre el hablar. En cuanto pronunciada -en cuanto dicha a otro, a uno mismo o a Dios-, la palabra más desprovista de significación circunstancial, más «pura», dice algo, posee un sentido y lo comunica. Dice a la vez «aquí estoy» y «estoy contigo»: da testimonio de nuestra personal «condición de hombre» y la ofrece a quien está oyendo su sonido, su «son», como gustaba decir a don Miguel. Hablando, digo mi realidad de hombre y de persona; diciendo, expreso el mundo en mí. Esto es lo que quería «decir», con su deliberada extremosidad, la profunda intuición poética y metafísica de Unamuno.

Algo más hizo y dijo él. En cuanto cristiano -cristiano a su manera, cristiano dubitante y agónico, pero cristalino-, se sintió medularmente obligado a implantar esa intuición suya en el espíritu y en la letra de la Escritura. Dios, que creó el mundo con su palabra, quiso ser llamado Palabra -Logos, Verbo- en la persona con que un día se hizo hombre y habitó entre nosotros. Por lo cual el hombre, imagen y semejanza de Dios, es palabra en lo más sustancial de su realidad y, dentro de los límites que inexorablemente le impone su condición de criatura, crea con su palabra:

Tú, el Hombre, idea viva. La Palabra que se hizo carne. Tú; que la sustancia del hombre es la palabra, y nuestro triunfo hacer palabra nuestra carne, haciéndonos ángeles del Señor.


dice Unamuno a Cristo en su máximo poema.

Mediante Su palabra -mediante la Palabra-, Dios creó en el origen del tiempo todo lo que desde entonces es realidad creada. Y el hombre, ¿qué crea con la suya? ¿Qué sentido creador posee la invención de palabras y el empleo poético de las que ya han sido inventadas? «La figura del mundo -responde Unamuno- nos la dio la palabra: la visión salió del son. El habla nos enseñó a ver... Se ve por sones» (O. C. VI, 679). En cuanto creador, Dios hizo la realidad; en cuanto imagen y semejanza suya, el hombre, cuasi creador, hace con sus palabras que la realidad se transfigure en ser, adquiera presente figura de ser, diremos nosotros, enlazando sin violencia la poesía de Unamuno con la metafísica de Zubiri. Así, las cosas reales, que desde su creación gimen y sufren con dolores de parto, pueden ir caminando, como con tanta hermosura dice san Pablo (Rom. VIII, 19-22), hacia «la gloriosa libertad de los hijos de Dios». Y así la comunidad en la palabra -el hecho de convivir con amor en la realidad y en la verdad a través de la palabra oída o leída- viene a ser, cristianamente entendida, una íntima epifanía del Dios vivo en la conjunta realidad del que habla y del que oye:


Mientras te leo, te vivo,
y me vives tú, aun muerto...

dice Unamuno después de haber leído «un libro vivo de un amigo muerto». Y añade:


¿Muerto? ¿Qué es esto? Lo cierto
que leyéndote, cautivo
de tu letra viva, agarro
espíritu, el de los dos,
y siento surgir a Dios
de [este] nuestro mutuo barro.

(«Cancionero», núm. 1 469.)                


No creo que nadie se haya acercado tanto al verdadero fundamento y a la recta formulación -siquiera sea ésta germinal, incoada- de una metafísica y una teología cristianas del lenguaje y el diálogo.

Tal es la raíz humana y cristiana del vehemente amor de don Miguel de Unamuno al idioma en que pensó, sintió y escribió, a la lengua ilustre en que esta Casa tiene su instituto. «Siento cada vez mayor fanatismo por la lengua en que hablo, escribo, pienso y siento», decía en 1911 a los hispanohablantes de Norteamérica (Mercurio, de Nueva Orleans, septiembre de 1911). «El que esto escribe -añadirá en 1919- tiene un patriotismo que se podría llamar lingüístico» (La Nación, de Buenos Aires, noviembre de 1919). «La sangre de mi espíritu es mi lengua», cantará, frente a todo racismo, de la sangre, en el arranque de uno de sus más célebres sonetos. Nada más fácil que espigar en su obra textos semejantes a estos. Quiso Unamuno que el castellano, por obra de todos los que como nuestro lo hablamos, se convirtiese al fin en «sobrecastellano» -la más actual y más central de las tareas de nuestra Academia-, y vivió, según sus propias palabras, con el anhelo de llegar hablando ese idioma al valle de Josafat (La Nación, noviembre de 1919). No puede extrañar que más de una vez recurriese a los bravos o suaves nombres de nuestra toponimia para «hablar» sin «decir» su amor a España, su pasión carnal y espiritual por la tierra que, dándole su lengua, le había configurado el ser:


Ávila, Málaga, Cáceres,
Játiva, Mérida, Córdoba,
Ciudad Rodrigo, Sepúlveda,
Úbeda, Arévalo, Frómista,
Zumárraga, Salamanca,
Turégano, Zaragoza,
Lérida, Zamarramala,
Arramendiaga, Zamora,
sois nombres de cuerpo entero,
libres, propios, los de nómina,
el tuétano intraducible
de nuestra lengua española.

(«Antología poética», 369.)                


Y tampoco puede sorprender que recurriese al sentido divino de la palabra, en la cual la inteligencia del hombre tiene su forma propia, para pedir a Dios la libertad y la salud de nuestra siempre precaria vida intelectual: «¡Señor, Señor! -clamaba en el trigésimo segundo aniversario de su docencia universitaria-, ¡Señor, Señor! ¡Tú, que creaste el mundo con la palabra no con el brazo, protege a la inteligencia de España!» (El liberal, de Madrid, 3-X-1923). Cuarenta y dos años más tarde, ese sigue siendo nuestro diario clamor.

Religioso amor a la palabra, amor entrañable a la lengua que le dio el ser: he aquí dos razones sustantivas de la llamada que desde esta Casa se hizo a don Miguel de Unamuno. Y junto a ellas, dentro de ellas, otra, más decisiva aún: lo que con palabras castellanas dijo e hizo él a lo largo de su vida, su ingente, diversa y genial obra literaria de poeta y pensador o, como otra vez he dicho, de poeta-pensador y pensador-poeta.

Dejadme glosar brevísimamente la segunda de esas dos vertientes de su inmensa personalidad de escritor: su condición de pensador-poeta, la importancia y la originalidad de su participación en la faena de explorar intelectualmente la realidad. Nada más fácil que negar a Unamuno condición de «intelectual»: cien textos suyos lo abonarían de manera rotunda, y aun estridente. Pero hoy el verdadero intelectual debe tener de la inteligencia y la razón una idea bastante más amplia y profunda que la que Unamuno -hijo, al fin, de su tiempo- tuvo, usó y combatió. Marías y Ferrater Mora han sabido destacar con precisión y rigor la importancia del pensamiento unamuniano -hecho letra, tanto o más que en sus ensayos, en sus poemas, novelas y dramas- para una metafísica y una psicología del ser personal. «Presocrático de su propia intimidad», me he atrevido yo a llamarle hace unos meses. O bien, conforme al sentir de un verso suyo antes citado -«Soy un verbo encarnado que no entiendo»-, presocrático del espíritu encarnado, del ser personal hecho carne; entendiendo ahora por «espíritu» y «ser personal» los de un ente creado por el Dios uno y trino a su imagen y semejanza. Presocrático: varón cuya mente no discierne, porque no puede o porque no quiere, entre el concepto y la metáfora, pensador en cuyo espíritu se funden auroralmente la poesía, la filosofía y la religión. Presocrático del espíritu encarnado: filósofo que aplica su mente a medias conceptual y poética a la exploración intelectual de la realidad humana desde dentro de sí misma, y no, como los de Jonia, a la teoría de la naturaleza cósmica. Doble es la gigantomaquia en que desde hace tres cuartos de siglo se halla empeñado el pensamiento humano. Intenta, por una parte, conocer el ser personal según su realidad propia; por tanto, al margen de los hábitos mentales acuñados por el conocimiento del ser natural. Pretende, por otra, construir una analogía del ente que abarque de manera inédita el conocimiento del ser personal y el del ser natural. «Necesitamos ir de la naturaleza y de la historia al ser», dijo hace años Zubiri, y todavía sigue siendo actual su consigna. Pues bien: cuando se quiera hacer con verdadera pulcritud intelectual la historia interna de esta magna aventura, no podrá prescindirse de lo que acerca de su propia realidad y de la realidad humana pensó, sintió y dijo el español Miguel de Unamuno, pensador-poeta que abominaba de la ciencia y no podía vivir sin ella. «Libros, buenos libros de botánica, geología y biología -escribió sin paradoja- me han enseñado a sentir el paisaje más que las descripciones de otros... El sentir y el pensar brotan de la misma fuente, son caras de la misma función. Sentir la ciencia y pensar el arte es buen camino para pensar ciencia y sentir arte» (Ensayos, II, 35).

Miguel de Unamuno, académico ejemplar. Aunque no se conformase con el «Limpia, fija y da esplendor» de nuestro lema, o acaso porque no se conformaba con él. En uno de sus artículos antiacadémicos propuso sustituirlo por este otro: «Acrece, replanta y da valor» (O. C., VI, 628). Acrece. En cuanto corporación de escritores que, por añadidura, deben cosechar palabras inéditas en el habla de los demás, sean éstos hombres de pluma u hombres de lengua, la Real Academia Española, tendría como misión primera la de enriquecer decorosamente el idioma común. Así procedió él:


Toma en escote, señora, la ofrenda
con que, piadoso, te acrezco el caudal,

dice una vez a su Dulcinea, la lengua castellana. Lo cual no es sólo buen espíritu académico y buen servicio a España; es también, en el sentido más hondo del término, poesía, ejercicio de la vida humana como canto creador. Quien canta de verdad, quien de un modo o de otro es poeta, creador, no puede restar ni dividir, sólo puede sumar y multiplicar; esto es, incrementar, acrecer. Como los niños en la escuela:


Multiplicación y suma, cantándolas aprendí,
mas no se aprende cantando ni a restar ni a dividir.

(«Cancionero», núm. 99.)                


dirá, ya viejo, el cantor, el siempre poeta Miguel de Unamuno. Ésta es la lección que después de su muerte nos da a todos, académicos o no, con lo mejor de su vida: la lección poética e infantil de un hombre que no quiso vivir para restar y dividir, sino para sumar y multiplicar; en definitiva, para que nuestra lengua, el alma de los españoles y España misma fuesen más. Por eso esta Academia, que hace treinta y dos años le llamó a su seno, ve en él y verá en él siempre uno de sus hombres mejores, Miguel de Unamuno, de la Real Academia Española. Con un «de» que en este caso no expresa adherencia ornamental, sino vinculación de estirpe, pertenencia incitadora y perfectiva. Por lo menos, así le veo yo, último entre los que hoy hemos recibido el honroso encargo de recordarle.