Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoPedro Muñoz Seca


ArribaAbajoLa moral del «fresco»

I. La estival reposición de Los frescos, de Pedro Muñoz Seca (Madrid, teatro Maravillas), propone al considerador de la vida española, y aun de la vida a secas, más de un problema importante. Una y otra vez he aconsejado la utilización del teatro cómico como «fuente» para un estudio sociológico de la vida española entre la Restauración de Sagunto y la Segunda República. El género chico, Vital Aza, Ramos Carrión y los sainetes y astracanes de nuestro siglo (Arniches, García Álvarez, Paso y Abati, Muñoz Seca, etc.), constituyen, respecto de amplias zonas de la sociedad española, un espejo intermedio entre el más o menos plano y fotográfico de las descripciones científicas o cuasi-científicas -las de Salinas, por ejemplo- y el genialmente alabeado y deformador -el «espejo de la calle del Gato», según el honesto testimonio de su creador- del esperpento valleinclanesco. El camino iniciado por Deleito Piñuela y Torrente Ballester está lleno de muy sugestivas posibilidades para cualquier investigador inteligente y minucioso.

He aquí un personaje bien representativo de ese teatro: el «fresco», Muñoz Seca, en quien el tipo tiene uno de sus clásicos, ha querido convertir en epónimos del mismo a los personajes masculinos de su comedia. El título de ésta -Los frescos- indica diáfanamente la voluntad de presentar unos cuantos arquetipos de tan desenfadado y prestigioso modo de vivir. Luis, Blas y Pepe Cuervo nacen a la existencia escénica ya rotulados, como las mercancías a las que envuelve y pregona una etiqueta nominativa, y en cuanto el público, antes de verles la cara, oye ponderar sus virtudes religiosas y domésticas, sabe de antemano con tácito y anticipado regodeo que muy pronto va a topar con tres sinvergüenzas de tomo y lomo, con tres «frescos» que, fieles al canon ético de su gremio, han sabido vestir de piedad táctica y lucrativa la medular «frescura» de sus almas. Pero Luis, Blas y Pepe Cuervo, ¿son por ventura, diga lo que quiera el título de la comedia, verdaderos «frescos»?

Para la definición psicológica y social del tipo deben ser punto de partida las lúcidas y agudas páginas que Torrente Ballester ha consagrado al tema en Teatro contemporáneo español. Reúnanse en el «fresco» las siguientes notas descriptivas: pobreza, ingenio, desvergüenza, firme y resuelta voluntad de vivir sin trabajar, explotación, entre parasitaria y dominadora, de la necedad y la vanidad ajenas. Frente al estupendo dilema del capitán Alonso de Contreras antes de un encuentro naval con el turco -«Señores: a cenar con Cristo o a Constantinopla»-, el «fresco», contrapunto vital de aquellos desaforados de la vida y la muerte, dice a todos con su conducta: «Allá ustedes con sus cenas ultraterrenas y sus incómodas e inciertas Constantinoplas. Más modesto, o acaso más ambicioso, ya me contento con cenar a costa de otro en la Bombilla y con demostrar que el ingenio sin escrúpulo sirve en cualquier situación para ir viviendo -¿qué otra cosa es la vida del hombre, sino un ir viviendo?-, y aun para sentirse superior a los que socialmente detentan la riqueza y el poder.»

¿Qué persigue el «fresco»? Simplemente, esto: vivir en sociedad y en libertad. La libertad ascética del solitario del yermo y la libertad insolidaria del evadido -la de Charlot al término de Tiempos modernos- no llenan las medidas del «fresco»: él quiere libertad y sociedad, y sin un grupo al que demostrar, entre copa y copa, que su ingenio le permite disfrutar sin esfuerzo de los bienes del mundo, se sentiría totalmente fracasado. Pero en la sociedad de los hombres, ¿es realmente posible la libertad? ¿No sabemos desde Durkheim que la vida social es constitutivamente contrainte, coacción externa? Y puesto que trabajar, aunque sea con pingüe beneficio, es perder la libertad, sólo dos vías hay, a lo que parece, para aunar de veras la vida en sociedad y la vida en libertad: la de aquellos para quienes vivir es poseer -los beati possidentes que saben vivir en sociedad sin comprometerse con ella: el señorito español, el dandy wildeano- y la de quienes a fuerza de ingenio y aguante logran vivir a costa de los demás sin riesgo ni detrimento de la libertad a que indeclinablemente aspiran; la vía del «fresco» y del bohemio. De ahí la táctica modestia con que el «fresco» debe proceder en la imaginación de sus metas. Bien quisiera él ser un auténtico beatus possidens, un señorito ocioso; pero en la sociedad a que pertenece él es un desheredado, y esto le obliga -porque su libertad, de otro modo, peligraría gravemente- a vivir de las migajas que la lima o la navajita de su ingenio y su desparpajo logran ir arrancando a la riqueza ajena.

¿Cómo el «fresco» persigue esa meta de vivir en sociedad y en libertad a que tan resuelta y vocacionalmente aspira? Por lo pronto -y en esto se diferencia del bohemio-, sin escrúpulos. Pero decir simplemente «sin escrúpulos» no basta. Sin escrúpulos proceden el salteador de caminos y el desvalijador de cajas fuertes, y ningún «fresco» se animaría a competir con ellos. La carencia de escrúpulos se halla ahora al servicio del triple fin que con tanta insistencia vengo describiendo -vivir día tras día, vivir sin trabajar, vivir libremente-; lo cual, como siempre que de veras se quiere algo, obliga a hacer de la necesidad virtud, y por consiguiente a moverse en esa tenue y quebradiza franja que en toda sociedad separa lo lícito de lo delictivo. De ahí que el ingenio sea ingrediente esencial en la personalidad del «fresco». Gracias al ingenio, logra por una parte ir existiendo sin que la cárcel y la muerte -la propia o la ajena- aparezcan en su horizonte vital, y consigue por otra convencerse a sí mismo de que es humanamente superior a aquellos de quienes vive. Si en la vida humana hay «complejos de superioridad», el «fresco», a través de sus lisonjas y humillaciones, sería uno de sus más caracterizados titulares.

Vengamos de nuevo, después de este largo rodeo descriptivo, a Los frescos de Muñoz Seca, y repitamos la pregunta anterior. Luis, Blas y Pepe Cuervo, los tres personajes a que directamente se refiere el título de la comedia, ¿son, en realidad, verdaderos «frescos»? O bien, en términos morales: ¿cabe en el «fresco», si éste es auténtico, el arrepentimiento? ¿Deja el «fresco» de serlo cuando la loca suerte le ha permitido salir de penas y convertirse definitivamente en señorito ocioso? Intentaré dar mi respuesta.

II. Me preguntaba yo si Luis, Blas y Pepe Cuervo, principales papeles masculinos de Los frescos, de Muñoz Seca, realizan exactamente el tipo teatral y social que da título a esa comedia. Y después de haber diseñado los principales rasgos del tipo en cuestión, reducía mi duda a estas dos interrogaciones: ¿Cabe en el «fresco», si éste es auténtico, el arrepentimiento? ¿Deja el «fresco» de serlo cuando la loca suerte le ha permitido salir de penas y convertirse definitivamente en señorito ocioso?

Luis y Blas acaban siendo dos arrepentidos, dos conversos, por lo menos en el sentido de la que los teólogos llaman conversio morun. Son, en definitiva, dos buenos chicos. Es verdad que uno y otro se casaron sólo por el dinero de sus respectivas novias, hijas de una viuda rica. Es igualmente verdad que para casarse fingieron ser jóvenes piadosos, y que la ficción -cómicamente desmesurada por el autor de la comedia- ha continuado después del matrimonio. Es verdad, en fin, que esa ficción ocultaba una vida de relajo y francachela, y que a todo ello proveía, so pretexto de limosnas y devociones, la copiosa pecunia de la suegra. Sí, todo esto es verdad. Pero basta en Blas el padecimiento de una enfermedad sería, y en Luís el nacimiento de un hijo, para que ambos sienten rápidamente la cabeza y se conviertan en esposos y yernos ejemplares. ¿Podemos llamarles «frescos», en la acepción fuerte y sociológica del término? Indudablemente, no. No pasan de ser buenos chicos que durante algún tiempo han jugado a calaveras. Un «fresco» auténtico no podría evitar, frente a ellos, una mirada en que se mezclasen la envidia y la ironía despectiva.

Más dudoso es el caso de Pepe Cuervo. Éste se halla muy próximo a ser verdadero «fresco», y acaso lo sea. Para discernirle sin reservas el título, todo dependerá de su conducta tras la caída del telón. Pepe Cuervo encandila a la viuda rica, se casa con ella y, como Luis y Blas, sus antiguos conmilitones y discípulos, sienta, la cabeza. Administra hábilmente el patrimonio de su esposa, paladea con fruición su pingüe vida hogareña y -añadiendo a la beneficencia, eso sí, cierta dosis de choteo- practica calladamente la caridad. Pero todo esto, ¿qué es, en realidad: genuino arrepentimiento o acomodación táctica al ideal de señorito ocioso que siempre ha llevado dentro de sí? De la respuesta a esta interrogación dependerá nuestro juicio acerca de la última e íntima «frescura» de Pepe Cuervo.

El «fresco», en efecto, no puede arrepentirse. Cuidado: no trato de afirmar, como un griego antiguo, que ciertos modos de vida o «segundas naturalezas» lleven físicamente consigo una total incapacidad de arrepentimiento y conversión. Pero quien se arrepiente y convierte -sea por la vía de la conversio morum o por la más radical de la conversio fidei- no es nunca un «tipo», sino una «persona», y sólo tipo teatral y sociológico, modo abstracto de ser, es el «fresco» de los sainetes y astracanes españoles del siglo XX. Si un «fresco» se arrepiente, es porque el personaje en que se encarna y realiza, llevaba dentro de sí -ya porque así lo quisiera su autor para complacer a un público bienpensante, ya porque el autor, sin quererlo expresamente, se encontrase con ella- una verdadera persona. En cuanto tipo, el «fresco» puro no puede arrepentirse, aunque sea capaz de acomodarse, sin detrimento grave de su radical «frescura», a la situación burguesa que un golpe de suerte haya podido regalarle.

¿Qué hará el «fresco» en tal caso? ¿Cómo se acomodará sin arrepentimiento a la vida burguesa? ¿Cómo dentro de ésta podrá seguir cumpliendo los fines a que por definición aspira: vivir sin trabajar, vivir libremente siendo, sin más, un señorito ocioso?

Repetidas veces he dicho que la vida del «señorito ocioso» constituye el ideal del «fresco». Sí, pero a condición de hacer esa vida a su modo. Además de vivir en sociedad y en libertad -si con holgura económica, tanto mejor-, el «fresco», para quien el desenfadado y providente ingenio es nervio y sustancia de su ser, necesita permanentemente estar demostrándose a sí mismo y demostrando a los demás que por su ingenio sin escrúpulos y no por su ocasional riqueza es humanamente superior a quienes le rodean y puede en alguna medida manejarlos. Si el «fresco» no se viese a sí mismo como empresario y director de un guiñol, si las personas en torno no fuesen para él marionetas fría e irónicamente manejables, no podría vivir tranquilo. Por eso dije que Pepe Cuervo, cuya beneficencia de señorito ocioso es mas choteo que bondad, aunque no sólo sea choteo, merecería sin reservas el título de «fresco» si así seguía conduciéndose después de caído el telón.

Afirmaba yo antes que, en cuanto personaje teatral, el «fresco» puede llevar dentro de sí una persona, bien porque el autor táctica y habilidosamente haya querido inyectársela para conseguir un arrepentimiento final que tranquilice al público, bien porque el personaje, como los de Unamuno y Pirandello, acaba recabando para sí una consistencia personal más firme y honda que la simple tipo. ¿Qué ha ocurrido en el caso de Pepe Cuervo? ¿Acaba siendo persona -buena, mala o ni buena ni mala; no se trata de esto-, o no pasa de ser mero personaje? No me atrevo a decidirlo. Descarto, eso sí, la índole unamuniana o pirandeliana de su posible «personificación» final, y pienso que en el alma de su autor, Pedro Muñoz Seca, pugnaron indecisamente dos tendencias: la querencia del literato de casta y el interés del buscador del éxito popular. Aquélla -basta advertir el deleite con que está tratada la «frescura» del personaje- le movía a presentar un tipo puro, un «fresco» sin arrepentimientos ni blanduras; este otro le pedía complacer la actitud moral del público medio, para el cual es tranquilizador y gustoso que los donjuanes y los «frescos» acaben arrepintiéndose. Lo cual nos plantea una nueva pregunta: ¿por qué nuestro público medio encuentra simpáticos al «fresco» y al donjuán, y luego desea que se arrepientan de haberlo sido? Pero esto es harina de otro costal. Por ahora, y aunque el termómetro las pida, basta de «frescuras».






ArribaAbajoEugenio d'Ors


ArribaAbajoSalutación a Eugenio d'Ors, el día en que dio su lección inaugural de ciencia de la cultura en la Universidad de Madrid

¿Recuerda usted, Maestro? Hace ahora casi veinticinco años, al frente de un pequeño libro que para muchos jóvenes de entonces fue breviario intelectual y estético, escribió su pluma estas palabras: «Cuando ya esté tranquilo, volveré a visitar todas las ciudades y pueblos donde ya estuve, una vez. El recuerdo de cada uno, de cada una, me abrió en la mente la herida de una duda o en el corazón la herida de un remordimiento. A veces, duda y remordimiento son la misma cosa. Esas heridas sólo pueden cerrarse en el lugar que las abrió. Únicamente pueden cerrarse, cuando se dice: En efecto; o cuando se dice: En paz»

Varios lustros antes de que esas palabras fuesen escritas, la Universidad española y Eugenio d'Ors, un Eugenio d'Ors casi tan brioso de mente y de ánimo como éste que hoy trabaja y juega entre nosotros, habían tenido un contacto mutuo; uno de esos encuentros que dejan a la vez duda y remordimiento. Duda en él, en d'Ors, respecto de lo que la Universidad española era capaz de hacer. Remordimiento en nosotros, los universitarios, respecto de lo que nuestra Universidad pudo haber ganado entonces y no ganó. Por una vez, en efecto, Eugenio d'Ors, enemigo de ellas por principio y por conducta, quiso «hacer oposiciones». No voy a recordar ahora el pormenor del suceso; baste su escueta mención. Por lo demás, la historia ha pronunciado sentencia definitiva: lo que de tal oposición resultó queda tan bien expreso por el olvido de quien entonces pareció triunfante, como por la calidad y la pervivencia de la obra de quien ahora triunfa.

Haciendo oposiciones a la Universidad española, quiso Eugenio d'Ors cumplir una parte de su vocación. ¿Ha habido en el mundo intelectual de España vocación universitaria más honda, más constante, más diligentemente servida que la de Eugenio d'Ors? Estos días releía yo viejos textos suyos: algunos procedentes de su mocedad; otros, de su primera madurez; otros, en fin, de esta segunda madurez suya a que ahora asistimos. Recién salido de las aulas barcelonesas y madrileñas, Eugenio d'Ors emprende su peregrinación por Europa, y lo primero que envía desde Europa a los españoles, menesterosos como entonces estábamos de esa lección, es precisamente la consigna de la Universidad. Varias, muchas de sus glosas de los años 1909 y 1910 son páginas informativas e incitadoras, en las que se presenta a los universitarios españoles el modelo de una Universidad accesible a nosotros; no una de esas que abruman por la cuantía de su presupuesto y por el número de sus profesores egregios y de sus seminarios eminentes, sino una Universidad menor y decorosa, enteramente al alcance de los intelectuales y los políticos españoles de buena voluntad. Y al término de esas glosas, afirmando con clara vocación universitaria lo que la Universidad podría ser para la vida española, escribía estas palabras, que quiero leer ante vosotros en el idioma en que fueron impresas, para dar plenitud de sentido hispánico al acto que aquí celebramos: «Rieu's-en de les fatalitats ètniques! Doneu-me una palanca, és a dir, un home o un grupet d'homes, capaços de sacrificis, y un punt d'ajut, és a dir, un sentiment de solidaritat nova, d'imperi a bastir o de religiositat fresca, y jo us refaré un poble Ese deseado «grupito de hombres» era la Universidad posible.

No sólo entonces. Después, a la hora de su primera madurez, cuando nuestra Universidad entró en crisis de crecimiento intelectual y político -años de 1929 a 1931, decisivos, por tantos motivos, para la suerte de la institución universitaria en España-, Eugenio d'Ors volvió a sentir en el alma la honda llamada de su constante vocación y consagró una serie de glosas a la Universidad. Decía entonces: «Dos problema acucian a los españoles: el problema de la peseta y el problema de la Universidad: dejadme que yo dé más importancia al segundo que al primero.» Y proponía ideas, recursos, metas, incitaciones, para que la Universidad dejase de ser definitivamente expendeduría de títulos u oficina de malas competencias profesionales, y fuese lo que ante todo debe ser, por su origen, por su esencia y por su historia: institución consagrada a la enseñanza de la verdad y al cultivo de la inteligencia y del hombre entero que ha de conocerla. «Una verdadera cooperación social, en la educación de las nuevas generaciones, un abrazo eficaz entre el saber y la vida», quería él de aquella Universidad; y eso mismo queremos nosotros de ésta, y eso queremos que quienes nos sucedan quieran, a su vez, de la Universidad que después de nosotros venga.

La vocación no era solamente intelectual; era también llamada constante a la acción y permanente deseo de acercamiento físico a la Universidad. Entre sus viejos textos -viejos y actuales, porque en ellos hay verdad, y la verdad no pasa- leía también, un recuerdo de cuando él era «católico errante», y por tierras de Francia y de Suiza iba difundiendo luz con su palabra. Después de peregrinar por varias ciudades, Vienne, Neufchatel, Lausana, va a llegar a Ginebra, y presintiendo lo que en Ginebra le espera, escribirá: «Hasta ahora, hablando genéricamente, la Universidad se nos escondía un poco; pero ahora, en Ginebra, vamos a encontrar, de manera plenamente normalizada, el elemento académico, cuyo enfrentamiento ya nos tardaba.» Universitario de vocación, se ha sentido llamado por la Universidad, y hacia ella ha ido constantemente. Aunque la Universidad le hubiera sido hasta entonces torpemente esquiva.

Pues bien: ese Eugenio d'Ors viene hoy a nosotros merced a la feliz y generosa iniciativa de un ministro rico en ellas; y viene, pienso yo, para que él y nosotros podamos decir ahora lo que él quería antaño decir cuando ya estuviese tranquilo; esto es, para que después de deshecho en su mente el motivo de su duda, y en nuestra alma el motivo de nuestro remordimiento, podamos él y nosotros pronunciar el exorcismo definitivo; «En paz.» Maestro, en paz.

Viene a la Universidad Eugenio d'Ors a concluir plenamente en su persona la serie de las sucesivas encarnaciones del intelectual en la historia de Occidente. Muy cerca de esta Universidad de Madrid, bajo el techo de una residencia de estudiantes, recordaba d'Ors hace varios decenios, en una conferencia inolvidable, los distintos tipos históricos de la vida intelectual, concretados figurativamente en unos cuantos hombres. El hombre de la antigua Grecia: Protágoras; el hombre de la Edad Media: Abelardo, el profesor, aquel a quien sobre la colina de Santa Genoveva se acercaban los estudiantes de bolsa flaca y codos raídos, para contratar unas cuantas lecciones de filosofía; después, el hombre al servicio de las grandes empresas editoriales: Rubens; luego, los que con su pluma van a. vivir del público y con el público: el ensayista y el espectador, Addison y Johnson; por fin, anónima ya, por masiva, la enorme aventura de la industrialización de la inteligencia durante el siglo XIX. Pues bien: Eugenio d'Ors, que ha conocido y recreado en su propia persona todos esos tipos de la vida intelectual europea, necesitaba asumir oficialmente el de Abelardo el Profesor. Y eso hemos querido darle nosotros; que, puesto que la inteligencia es, según expresión suya, «función de totalidad», él, paladín de la inteligencia, fuese también total en las formas de representarla. Hemos querido, en suma, que al fin de su vida viniese don Eugenio a nosotros -mas no a una colina, sino a esta vaguada viejísima del Manzanares- para ser fiel a la profesión que Abelardo creara en los siglos de la Edad Media. Ha traído don Eugenio la obra de su vida. Quiero con ello decir que no ha llegado a la Universidad «por oposición»; ha venido a nosotros «por proposición». Y no sólo en cuanto al trámite, sino también en cuanto al modo y a la eficacia con que él, a lo largo de su vida, ha mostrado vocación, aptitud y talento de universitario. ¿Qué ha sido su vida entera, sino una constante proposición a los españoles? Les ha propuesto, en primer término, un sistema de ideas. No entraré yo en el empeño de exponer las ideas orsianas relativas a la Ciencia de la Cultura, porque su propio autor, que ya está tranquilo, tiene la pluma en la mano para reducir esas ideas a sistema expreso y coherente, y porque un fiel amigo suyo y de la inteligencia, José Luis Aranguren, ha sabido ordenarlas en clara y bella sinopsis. Ha propuesto también a los españoles un sistema de maneras: un manojo de normas éticas y estéticas de la vida intelectual y una serie de normas psicológicas y sociales a las que, para entendernos pronto, llamaré «antioposicionistas». En uno de lo prólogos del Nuevo Glosario, pintaba implacable y severamente Eugenio d'Ors el conjunto de los vicios de la vida española referibles a la mentalidad «oposicionista»: «La rivalidad, la impenetrabilidad mutua, la erudición empleada como arma, la ocultación de fuentes, el nunca citar al émulo, la ambición del deslumbramiento, la imposibilidad de colaboración, la sequedad agresiva.» Pues bien, contra estos ocho vicios deben existir otras ocho virtudes o «maneras», las cuales han sido orsianamente propuestas a todos los españoles vocados con mayor o menor talento a la vida intelectual y aun a la vida ciudadana; y nombrado el vicio, no será difícil nombrar la virtud contraria. Ha propuesto Eugenio d'Ors, en fin, un sistema de fidelidades, y entre ellas una esencialmente necesaria entre españoles: la fidelidad a la inteligencia; mejor aún, la fidelidad a la inteligencia apasionada. Dos consignas orsianas, orsianamente simétricas, deben ejercer siempre sobre nuestras almas su pesadumbre ejemplar: la inteligencia apasionada, la pasión meditabunda. Ideas, maneras y fidelidades: he ahí la triple propuesta que ha traído a Eugenio d'Ors a nuestro estamento universitario, como catedrático «sin oposición» y «por proposición».


Aguas no teme, teme calígines
la inteligencia,

escribía don Eugenio de un faro que había de iluminar el mar del golfo Pérsico, durante las oscuridades de la noche. Fiel a esta condición de faro, defensor constante de lo que los faros representan en la historia del mundo, Eugenio d'Ors se sienta entre nosotros. Maestro, en paz. En paz a la griega, no en paz a la romana. Aludo con ello a otro pensamiento orsiano -orsiano en segunda generación-. Nuestro compañero Álvaro d'Ors ha distinguido sutilmente entre la paz a la romana, que es paz de pacto, paz que presupone la guerra como estado normal, y la paz a la griega, que es paz de estado, paz como situación normal y permanente de la vida. Fiel a esta distinción orsiana quiero decirle, don Eugenio, en nombre de la Universidad de Madrid, y me atrevo a pensar que en el de toda la Universidad española, nuestro recíproco conjuro: «Maestro, en paz.» Ya dentro de esta paz nueva y bien ganada, dejadme gritar a la vieja usanza: «¡Vítor por Eugenio d'Ors, paladín de la inteligencia y catedrático extraordinario de Ciencia de la Cultura en la Universidad de Madrid!»




ArribaAbajoNo, no podía ser él

«Esta es mi hora», debió de pensar Eugenio d'Ors al venir de Francia a España, a comienzos de 1937. Así pareció demostralo su paso por Pamplona y su gestión en la Dirección General de Bellas Artes; y más aún la acogida a su invención del Instituto de España. D'Ors, sin embargo, no podía ser «el» intelectual de la España de Franco, y menos todavía «el» mandarín de la cultura del nuevo régimen. Para ello le sobraban inteligencia a la europea, ironía expansiva («Yo no seré Goethe, pero tampoco él es Napoleón») y orsianismo doctrinario («Soy el alejandrino de mí mismo»). Así iba a demostrarlo su expulsión de la secretaría perpetua del Instituto de España, empujado por muy genuinos representantes de la cultura oficial. Qué melancólica y significativa confirmación de su fracaso, no obstante haber sido nombrado poco antes catedrático extraordinario de Ciencia de la Cultura, su retirada a Cataluña, para en ella acabar de morir.




ArribaAbajoDe la anécdota a la categoría

Con motivo del vigésimo quinto aniversario de su muerte, se recuerda a Eugenio d'Ors. En Barcelona, reivindicando el gran valor que en la historia de la cultura catalana -después de Verdaguer, después de Maragall- tuvo el noucentisme de Xènius; esto es, la lúcida y eficaz voluntad de situar a esa cultura en un nivel transromántico, transfolklórico y transnacionalista, en el que la figura de La ben plantada fuese símbolo, modelo y acicate. En Madrid, conmemorando algo de lo que d'Ors hizo y fue durante los años menesterosos que transcurrieron entre 1939 y 1954, cuando, tan patética como significativamente, dejó su casa de Castilla para morir sobre su tierra de Cataluña. Tras haberle evocado lúcidamente tantas veces, mediante el inagotable comodín de sus anécdotas, con qué melancólica gravedad viene a mí memoria la tarjeta que me envió desde Villafranca del Panadés, desde Vilafranca del Penedès, si así se quiere, en momentos en que su mano apenas era ya capaz de escribir palabras legibles. Dijo una vez Ortega que algunos, perdidos entre sus metáforas, no sabían -o no querían, añado yo- llegar hasta sus pensamientos. Sin menospreciar las anécdotas de d'Ors, parte tan importante en la vida de quien nunca olvidó lo que de espectáculo tiene la vida misma, ¿no es ésta una buena ocasión para elevarse desde ellas -lo diré orsianamente- hacia sus categorías?

A mi manera quiero hacerlo yo. Para lo cual, echando mano de lo que en mi memoria vive, prescindiendo, por tanto, de toda lectura actualizadora, diseñaré y comentaré sumariamente algo de lo que d'Ors pensó acerca del arte, sobre la cultura y en torno al hombre.

El arte. D'Ors me enseñó, y ha enseñado a muchos, a entender la significación de Cézanne en la historia de la pintura, a percibir la distancia entre la estética de sus paisajes -ordenadora, racionalizadora, precubista; ¿cabría llamarla noucentista?- y la estética impresionista de los paisajes de Monet. Muchas más cosas nos enseñó a los españoles el saper vedere de la retina orsiana ante el mundo inmenso e inacabable del arte universal, no sólo de la pintura. Pero acaso pudiera formularse la quintaesencia de su enseñanza con el metódico establecimiento de una contraposición formal: la que existe entre «las formas que pesan», aquellas en que el objeto pintado, limitémonos al caso de la pintura, tiende a hacerse escultura, a la postre arquitectura (ejemplos cimeros, el Mantegna y Poussin), y «las formas que vuelan», aquellas en que el objeto pintado tiende a hacerse música (ejemplos sumos, el Greco y Monet). Menguada sería una intelección de las artes plásticas sólo atenida a esta tipificación de orden formal, porque la pintura, de nuevo quiero limitarme a ella, es también color y contenido, además de ser forma, y sin la cabal estimación de uno y otro jamás podría ser íntegramente entendida la transfigurante realidad de un cuadro. Desde luego. Pero el menos orsiano de los críticos y los historiadores del arte, ¿no es cierto que sentirá acrecentada y ensalzada su capacidad de comprensión incorporando a su mente esa nítida y orientadora contraposición que a todos nos ofreció la mente de Xènius?

La cultura. La tipificación bipolar de las formas artísticas fue para d'Ors -para el d'Ors que desde Mi salón de otoño pasa a Du Baroque- la expresión estética de otra tipificación y otra contraposición mucho más generales y profundas: la que existe entre dos modos cardinales de la actividad creadora del hombre y, por tanto, de la cultura, que con terminología deliberadamente gnóstica él denominó «eones»; el «eón de lo clásico» (norma, razón, cosmos) y el «eón de lo barroco» (anarquía, pasión, caos). «El corazón tiene razones que la razón no conoce», escribió Pascal. «La razón tiene sentires que el corazón no palpita», replica d'Ors. Frente a las raisons du coeur, las passions de la raison. Movido por su libertad y condicionado por su mundo, el hombre va creando su multiforme obra histórica: leyes, instituciones, edificios, batallas, teoremas, sinfonías, cuadros. Pues bien, nos dice d'Ors: sin mengua alguna de la libertad del creador, y cualquiera que sea el contenido de lo que él crea, esa cambiante multiformidad puede ser mentalmente ordenada según la mayor o menor prevalencia que en la forma y en el sentido de cada obra alcance uno u otro de los dos eones. ¿Basta este esquema para construir una doctrina de la historia y de la cultura? Indudablemente, no. Más aún: la faena de ordenar conforme a esa bipolaridad las creaciones del hombre -como la que pudiera emprenderse, valga otro ejemplo, mediante las tres básicas concepciones del mundo del conocido esquema de Dilthey- nos ofrecería un catálogo sugestivo, no una sucesión verdaderamente histórica. No, la orsiana «ciencia de la cultura» no puede desplazar a la «filosofía de la historia» -hegeliana, comtiana, marxiana, catastrofista, escatológica; la que sea- que para interpretar racionalmente la aventura terrenal del género humano uno haya elegido. Pero el menos orsiano de los filósofos de la cultura y de la historia, repetiré mi anterior interrogación, ¿podrá desconocer que esa dicotomía enriquece su personal o doctrinaria visión de cada una de las creaciones de la humanidad?

El hombre. Animado por un oculto pero eficaz esprit de système -¿no lo hubo acaso en él, bajo la irrefrenable versatilidad y el indudable inacabamiento de su producción?- d'Ors, el d'Ors poco anterior y poco posterior a El epos de los destinos, quiso esbozar, más que edificar, la antropología subyacente a su manera de ver y entender el arte y la cultura. El esquema de la descripción y la ordenación se hace ahora ternario; la vida concreta del hombre, salvo que uno se decida a ser maniqueo, no puede ser descrita y ordenada mediante un esquema binario. Veámoslo en El epos de los destinos. El centro de los tres modos cardinales de ser hombre -de serlo en la ejecución de su vida, «en la corriente del mundo», diría Goethe, no en el laboratorio psicológico- es la genialidad equilibrada. Arquetipo orsiano de esta línea vital de la hominidad, los Reyes Católicos. A un lado de ella, la genialidad del desequilibrio, cuando éste tiene su motor en los impulsos de la subconciencia. El Goya ulterior a 1808 es la persona que para ejemplificar este segundo modo típico de ser hombre eligió d'Ors. Y al otro lado de la línea-eje la genialidad del desequilibrio, cuando son las iluminaciones de la sobreconciencia las que la determinan. Ejemplar demostrativo de ella en la trilogía orsiana -aquí operó, no puedo evitar mi sospecha, la secreta y redomada ironía de quien tan temprana y agudamente había proclamado el mandamiento del juego- será el licenciado Torralba, aquel nigromante cuyos viajes por los aires, de Madrid a Roma y de Roma a Madrid, recordaba don Quijote sobre el lomo de Clavileño, y cuyo trato con Zequiel, espíritu bueno e iluminador, había de llevarle a las cárceles de la Inquisición de Cuenca. Con su apelación a la figura del licenciado Torralba -como Platón frente a la verdad-mentira de los mitos; platónico quiso ser Xènius-, ¿se propondría el d'Ors escritor, gran escritor, una presentación irónica, homologa del esperpento valleinclaniano, en este caso, de su personal angelología? No lo sé, y ahí queda la sospecha para los estudiosos de la obra orsiana. Yo sólo diré lo que todos saben: que esa angelología fue creada por su autor para dar figura tradicional a su idea, fecunda idea, de la sobreconciencia del hombre; por tanto, al servicio de una exigencia antropológica. ¿Cómo y de dónde vienen a la mente de una persona las ocurrencias -geniales unas, mínimas otras- a que por sí mismas no pueden llegar la inducción y la deducción lógicas? ¿Cómo, por ejemplo, apareció la idea del hexágono bencénico en la mente del químico Kekulé? Cualquiera que sea la actitud mental del antropólogo ante la angelología de d'Ors, la orsiana preocupación por la sobreconciencia le obligará a pensar con ahínco en la realidad de que el licenciado Torralba fue literario e ironizante símbolo.

El d'Ors de la anécdota y el d'Ors de la categoría se funden en esa apelación al ejemplo del licenciado Torralba, como se fundieron en la rica e inteligentísima vida de su autor. A partir del vigésimo quinto aniversario de su muerte, la edición de sus Obras completas -una posible tarea para el mecenazgo del Estado- y la atención juvenil de los compositores de tesis y tesinas universitarias será, pienso, el mejor de nuestros homenajes a uno de los más altos ingenios españoles de este siglo.






ArribaAbajoDaniel Vázquez Díaz


ArribaAbajoEl pintor y su mundo

¿Qué es un pintor? Puesto que la pregunta tiene un aire inequívocamente escolar, comencemos siendo escolares dóciles, y busquemos ayuda en la cómoda providencia del Diccionario. Pintor es, se nos dice, la persona que profesa o ejercita el arte de la pintura; por lo tanto -sigamos con el Diccionario-, la persona que profesa o ejercita el arte de «representar o figurar un objeto en una superficie, con las líneas y los colores convenientes». No está mal. Si el término «objeto» nombra a la vez los objetos naturales o artificiales de la pintura tradicional y los objetos mentales de la actual pintura abstracta, la fórmula precedente constituye, sin duda, una aceptable definición del arte de pintar.

Pero ejercitando su oficio, el pintor hace algo más que ofrecer obras de arte a la contemplación de los otros hombres. Si los objetos por él cromáticamente representados pertenecen a la realidad objetiva del mundo que le rodea -si son árboles, rocas, caballos, palacios o cuerpos humanos-, ese oficio suyo le convierte, quiéralo él o no lo quiera, en testigo ocular de la realidad del mundo. Todos somos espectadores, actores y acaso un poco autores del mundo en que vivimos; y puesto que ser hombre consiste, entre otras cosas, en ser «conciencia-de», todo hijo de Adán debe pasar por el mundo siendo permanente testigo de él. La existencia humana es a la vez creación y repetición, obra de arte más o menos original y lograda y testimonio más o menos consciente y verdadero de lo que ya era y sigue siendo. Sobre esta genérica condición testifical del ser humano se levanta la obra de quienes viven dando expresión objetiva a la realidad: los testigos profesionales de lo real, los pensadores y los artistas. Y entre ellos, viendo las cosas y enseñando a verlas, los pintores de la realidad del mundo.

El mundo sensible se objetiva testimonialmente en el lienzo del pintor de tres modos principales: el paisaje, la naturaleza muerta y el retrato. Limitemos a este último nuestra actual consideración, y veamos en el retrato pictórico, junto a lo que en él es obra de arte -un conjunto de manchas de color, a través de la cuales se nos muestra un alma-, lo que en él es testimonio de una sociedad y de una situación histórica. Sin Antonello de Messina y Durera, sin Holbein y el Tiziano, ¿podríamos saber de veras lo que es el modo histórico de vivir que hoy solemos llamar Renacimiento? Lo que Burckhardt nos dijo acerca del sentimiento que el hombre renacentista tuvo de su propia vida, ¿no había sido ya plásticamente testificado por esa egregia pléyade de pintores? Y como ellos, cada uno frente a su mundo respectivo, Velázquez, los retratistas ingleses del XVIII, Goya.

Siguiendo tan ilustre tradición, Daniel Vázquez Díaz ha querido ser testigo visual del diverso y fascinante mundo humano en que le ha tocado vivir y pintar. «Ha querido serlo.» Conviene decirlo así porque, como todos saben, son dos los caminos por los cuales el retrato pictórico llega ordinariamente a existir: uno es el encargo; otro, la solicitación. El retrato por encargo suele ser consecuencia ostensible de una vanidad personal o familiar, o liquidación cromática y como notarial de una gestión administrativa. El pintor en tal caso ha de atenerse al rostro humano que tales instancias -tan extraartísticas, casi siempre- han puesto ante sus pinceles, y sólo a fuerza de animosa genialidad logra entonces elevar a verdadera obra de arte lo que por lo general no había de ser sino mera copia coloreada. La profesión del retratista -y, por lo tanto, la servidumbre de éste a las vanidades y los gustos tópicos de su contorno- domina ahora sobre su vocación, y tal es la razón por la cual llega a ser tan pocas veces hazaña artística el retrato por encargo.

Muy distinto es el caso de la solicitación. Más que buscado o requerido, el pintor es entonces buscador, y bien sabido es que sólo de una activa y afanosa búsqueda -búsqueda de ideas, de palabras, de sonidos o de formas- suele nacer la obra valiosa. Escribió Platón cuando viejo que la vida social del buen ciudadano debería ser una «caza de hombres en persecución de la amistad». Pues bien: si en lugar de «amistad» se dice «forma personalmente expresiva», se tendrá la fórmula vital del retratista por solicitación, del pintor desvivido por retratar el rostro de todos cuantos «dicen algo» a su mirada de artista. Lo cual, a la postre, no es sino la manera pictórica de cumplir esa consigna del divino Platón.

Quien con algún pormenor conozca la carrera artística de Daniel Vázquez Díaz sabe bien que este gran pintor ha sido un constante cazador de retratos, un apasionado retratista-cazador. Desde su mocedad, ayudado por un formidable talento de dibujante, Vázquez Díaz se ha esforzado sin descanso por llevar al papel o al lienzo la efigie de cuantas personas, por razón de eminencia, de simpatía o de sugestión plástica, ha hecho vibrar su alma de artista. ¿Conocéis la historia del hermoso retrato de Dimitri Tsapline? La testa leonina de este hombre pasó hace años por Madrid. Verla Vázquez Díaz y sentir en su alma un vehemente deseo de retratarla, fue todo uno. Pronto el pintor se acercó espontáneamente al presunto modelo:

-¿Tendría usted inconveniente en que yo pintase su retrato?

-Gusto y no inconveniente tendría yo en ello. Pero es el caso que debo salir de Madrid mañana a las nueve de la mañana. Como no quiera usted pintarme esta misma noche...

-He de confesarle -repuso el pintor- que no acierto a pintar con luz eléctrica. Sólo esta posibilidad veo: que usted me permita pasar por su hotel mañana temprano.

Así fue. Dimitri Tsapline posó poco más de una hora, abandonó luego Madrid, acaso para siempre, y dejó en poder de Vázquez Díaz uno de los más hermosos retratos que han salido de las manos de éste.

Hasta la faena de pintar un retrato parece ser para Vázquez Díaz una aventura cinegética. Durante bastantes horas he posado ante él, y repetidamente he podido contemplar cómo la dinámica de su cuerpo es, mientras pinta, una continuada sucesión de tensas detenciones inquisitivas, como de fino pointer en expectativa de caza, y rápidos, felinos, nerviosos movimientos de esgrimidor. El modelo -yo, cuando lo era- se siente mirado y apresado a la vez; mas no por obra de un acto fríamente hostil y depredatorio, no como el reganrdant-regardé de las aceradas descripciones fenomenológicas de Sartre, sino en el seno de la peculiar comunidad amistosa que crea la común vinculación a la obra de arte que entonces nace. A través de las tres etapas vitales que en la sucesiva configuración del retratro pictórico distinguió Eugenio d'Ors -vida, muerte y resurrección-, éste, el retrato, une en visual amistad al efigiado y al efigiante, al que mira con instancia y al que se sabe instantemente mirado.

¿Cuántos retratos ha pintado o dibujado en su vida Daniel Vázquez Díaz, cuántas existencias personales han tenido en él su testigo? ¿Trescientas, cuatrocientas? En todo caso, las suficientes para caracterizar una sociedad y una situación histórica. De tan grande y representativa copia de efigies, el pintor ha querido dar nueva vida -la vida pública y peregrina de la lámina impresa- a unas cuantas docenas. En la mayor parte de los casos le ha movido a ello la admiración; en algunos, el mío, por ejemplo, la generosidad. Si prescindimos de éstos, he aquí a Vázquez Díaz convertido en testigo plástico, no ya de tal o cual vida personal, sino del espléndido elenco de artistas, pensadores y sabios que España ha ofrecido al mundo en los tres primeros decenios del siglo XX. Con muy pocas excepciones, ese «Medio-Siglo de Oro» de que hablé, creo que por vez primera, en el prólogo a mi libro La generación del noventa y ocho, se hace hermosa y expresivamente visible en esta espléndida colección de láminas. Son en ella fuertes adelantados los hombres que desde las postrimerías del siglo XIX avanzan, gloriosos ya, hacia los incipientes y pronto atormentados caminos del nuestro: Galdós, Echegaray, Cajal, Sorolla, Rubén, Lagartijo. Constituyen su cuerpo los protagonistas de la «generación del 98» -¡lástima que falte aquí la estampa fabulosa de Valle-Inclán!- y no pocos representantes de la generación a que con tan propio brillo personal el mismo Vázquez Díaz pertenece. Entre aquéllos, Unamuno, los Baroja, Azorín, Antonio Machado, Maeztu, Falla, Benavente, Juan Ramón Jiménez, Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Salaverría, los Quintero, Regoyos. Entre éstos, Ortega, D'Ors, Marañón, Pérez de Ayala, Picasso, Juan Gris, Solana, Sunyer, Juan Belmonte, Rafael «el Gallo». Y más acá, como para que no falte el contrapunto de sangre y drama que parece consustancial a la gloria española, Federico García Lorca y «Manolete».

«He aquí unos cuantos hombres de mi tiempo», nos dice orgullosamente Daniel Vázquez Díaz, con torero ademán de brindar a todos ellos su enorme talento de pintor y la obra ingente que de ese talento ha salido. «He aquí a mis padres y a mis abuelos», diremos otros, con el gesto grave y azorado de quien con muy escasas fuerzas y sobre no fácil arena histórica contempla ante sí los rostros de los hombres que ayer mismo edificaron para él un fulgurante «Medio-Siglo de Oro». Todos los españoles resueltos a no vivir durmiendo -opio o beleño de la existencia histórica vienen a ser las tareas a que el padre Isla llamó «convenenzuelas»- debemos gratitud honda al pintor Vázquez Díaz por esta lección, este consuelo, esta levantada exigencia que ahora nos regala.




ArribaAbajo Análisis y síntesis de la realidad

Hasta fines del siglo XIX, los géneros de la pintura se establecían en vista de la realidad objetiva que el pintor había trasladado al lienzo: retrato, paisaje, historia, naturaleza muerta... Desde fines del siglo XIX, esos géneros hay que establecerlos según la realidad intencional de lo pintado: según lo que el pintor ha querido que su lienzo sea. El «ser» del cuadro depende en inédita medida del «querer» del pintor, de lo que éste ha querido -y sabido- ver en la realidad; y así hay en nuestro siglo pintura de cosas, de impresiones visivas, de emociones, de formas puras, de colores puros, de materias elementales, de formas o colores en movimiento expresivo.

Pintando «cosas», practicando una pintura que sea creadoramente fiel a la concreta realidad visible del mundo, ¿es posible recoger en el cuadro, de un modo a la vez discernidor y unitario, lo que en esa realidad es pura forma, puro color, pura materia elemental? Daniel Vázquez Díaz ha demostrado que tal empresa es efectivamente posible, y ésta es su gran lección. La visión sintética, en sus mejores lienzos, sabe tener en cuenta los resultados de la visión analítica. En el corazón mismo de la aventura pictórica del siglo XX, Vázquez Díaz, llama zahorí de ochenta años, es, respecto de esa aventura fascinante, gran servidor y gran señor.






ArribaAbajoJosé Ortega y Gasset


ArribaAbajoDos notas

Ortega, 1902. Pasadas las fechas solemnes de nuestro gran siglo, ¿hay algún año en la historia de las letras españolas que pueda compararse al de 1902? En 1902 publica Unamuno su primera narración imaginativa: Amor y pedagogía; Azorín pone fecha a La voluntad; Valle-Inclán da a la imprenta la Sonata de otoño; Baroja, Camino de perfección; Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Gabriel Miró inician su obra poética... Sí, eso es lo que todos sabíamos. Lo que muchos no hemos sabido hasta hace poco es que, en ese mismo año, un mozo llamado José Ortega y Gasset, erguido sobre sus diecinueve junios -Ortega, maduro desde su adolescencia, no ha tenido nunca abriles-, da a Vida Nueva el primero o de sus artículos, uno titulado «Glosas».

Llamaban los antiguos aetas plena a la edad en que el hombre ha terminado su crecimiento y puede regirse por su propio consejo. El joven, ya en plena posesión de su poder y su mensaje, es capaz de vivir y pensar por sí solo; puede, nos dice Horacio, «nadar sin corcho», sine cortice nare.

Pues bien: ¿en qué consiste la primera natación de este joven que, limpio ya el torso de nadaderas, hiende con meta propia el piélago de las letras españolas?

Sigamos con los clásicos, pues que con ellos estamos. Enseña Aristóteles que la juventud es «el primer incremento de las partículas refrigerativas». Si nos decidimos a trasladar ese concepto fisiológico a la vida psíquica -lo cual no es sino muy honda fidelidad al pensamiento aristotélico-, ¿cómo veremos expresarse ese primer auge de la templanza? No cabe sino una respuesta: bajo especie de crítica. El infante muestra el intacto calor de su naturaleza viviendo tibia y compactamente adherido a su mundo; el joven manifiesta el primer brote de su viril refrigerio psíquico, criticando, enfrentándose críticamente con el mundo a que en su adolescencia despertó. Puesto que criticar es, primariamente, discernir, la operación crítica más caliente y apasionada exige un adarme de inicial frialdad de espíritu.

No es Ortega una excepción a la general regla biográfica. Al contrario: como si se propusiera hacer bien patente la juvenil necesidad de este avatar crítico, su primera salida visible a la vida literaria e intelectual consiste en hacer crítica; más aún: en hacer crítica de la crítica, en explicar cuál será su postura en la ineludible faena de criticar, y de ahí el epígrafe de su «glosa» más temprana: De la crítica personal.

Quiere Ortega hacer crítica personal; quiere cumplir, por tanto, el deber más perentorio de todo candidato a la madurez; quiere -usemos el tópico feliz- «definirse». ¿Cómo definirá el joven Ortega la postulada «personalidad» de su crítica futura? Por lo pronto, negativamente; renegando expressis verbis de la impersonalidad apolínea de Taine y de la impersonalidad burguesa y bonachona de Sarcey. No será el mármol ni será la franela la materia de su crítica, sino lo más vivo de su propio ser, la carne misma de su espíritu. La personalidad de la crítica que Ortega se propone va a definirse, cuando menos, por dos notas positivas: eficacia y vitalidad.

La crítica que llaman imparcial -esto es, impersonal- no actúa sobre la masa cuyo fallo pretende expresar, «no hiende el cerebro plúmbeo de la multitud». Sólo la originalidad individual es capaz de esa anhelada eficacia: «La gente necesita una razón social garantizada de capital fuerte. Ésta es la personalidad, la voluntad de potencia.» Está ahí, en concentrado proyecto, el hombre resuelto a operar intelectual y políticamente sobre la vida mostrenca de sus contemporáneos.

La crítica de Ortega será, además, personalmente viva: discernirá -nos anuncia- «entre las cosas que viven». Y ¿cuáles son las cosas que viven? Nuestro pasmoso joven tiene pronta la respuesta: vive todo lo que perdura como creencia en el alma de los hombres, aquello por lo que los hombres son y siguen siendo capaces de sufrir y luchar. «En tanto haya alguien que crea en una idea, la vida vive», nos dice. Y hace vivir, podría añadirse.

Ved, patente ya, el propósito de este crítico incipiente. Saldrá, nuevo Ulises, hacia el ancho mar del mundo que le circunda -su «circunstancia», nos dirá luego- y se irá situando ante los elementos que la integran: hombres, ideas, instituciones, hábitos, sentimientos. Puesto frente a ellos, meterá su mano en los senos de su propio corazón y oprimirá una a una las fibras vivas de que ese corazón está tejido. Si ninguna le duele, dará por caduco lo contemplado y seguirá adelante. Si le duele, mirará hacia el incierto futuro, alzará su voz personal y se esforzará por decir las palabras sinceras que «hacen rebotar en el tiempo y en el espacio los grandes amores y los grandes odios». La crítica que Ortega planea será, por definición, lucha: «el crítico ha de luchar»; sólo se comprenden las cosas «saliendo a su encuentro y chocando con ellas». Nietzsche, Carlyle y Renan son los penates de ese mozo solitario y peregrino, al menos hasta que su espíritu tenga casa propia.

El crítico tiende a los diecinueve años el arco de su alma extraordinaria. ¿Dónde pondrá el arco de sus flechas? ¿Frente a qué ejercitará su ánimo expectante, meditabundo y reformador? El pensamiento europeo, la historia y la política de su patria, la vida social en torno y los valores literarios vigentes -Valera, Costa, Unamuno, Azorín, Valle-Inclán, Maeztu- son los estímulos más inmediatos y tentadores. Va a comenzar -atención, españoles- la primera navegación de este máximo arquero.

La primera «circunstancia». En diciembre de 1902, mientras Sagasta agoniza y Maura desplaza a Villaverde, publica Ortega y Gasset, garzón de diecinueve años, el manifiesto de su próxima hazaña personal. Quiere Ortega hacer crítica; crítica eficaz, viva, abierta a la esperanza. El pensamiento europeo, la historia y la política de España, los valores intelectuales y literarios en vigencia componen, es obvio, el elenco de los más inmediatos estímulos. ¿Por qué no indagar el sentido de la primera lid crítica que este joven va a sostener con los pares de nuestro doméstico reino literario?

Los ojos del crítico buscan la letra española con muy entrañable avidez. Él mismo nos cuenta la pasión con que recibe los libros españoles de su tiempo: «Suelo abrirlos lleno de sed de españolismo, corto las hojas casi religiosamente...» Muchos de ellos no le traen, a la postre, sino «pesadumbre en el corazón y espiritual sequedad en el ánimo». De éstos no dirá nada; a lo sumo, unas palabras de tedio, ira o menosprecio. Otros le llevan contento, acaso orgullo -Los pueblos, de Azorín; los escritos científicos de Menéndez Pidal, Cajal e Hinojosa-, y entonces contará lealmente al lector su laudatoria aquiescencia. Algunos, en fin, le incitan al diálogo o al torneo. Frente a ellos y a sus autores ejercitará su propósito de ser «personal, fuerte, buen justador». Chocando con ellos, niega y afirma, ironiza y edifica, decreta caducidades y va dando forma expresa a adivinaciones impacientes. ¡Qué gozo para el lector de hoy y de siempre seguir la sugestiva andadura de esta prosa joven, nerviosa, elástica, llena y colmada de una inteligencia que, como un pura sangre jerezano, siente de continuo la doble fruición del avance y el corcovo, de la evidencia y el juego!

Mirad conmigo la reacción de nuestro crítico ante unos cuantos nombres sonoros: Valera, Unamuno, Azcárate, Costa, Maeztu, Valle-Inclán. El contenido de cada ocasional reacción nos permitirá ir punteando el contorno expreso del alma que reacciona y reconocer, por tanto, la ecuación de su curva espiritual. Tanto o más que a través de sus respuestas. ¿Qué es vivir humanamente, qué es, por tanto, inventar algo, sino ir respondiendo cada día a la voz íntima de una vocación y a la llamada exterior de un mundo?

En la superficie de Valera descubre el crítico «la fría malignidad de los enciclopedistas y su noble manera de decir». No se conforma, sin embargo, con la superficie, y trata de comprender la intención del diserto cordobés: es crítica para Valera «el arte de mostrar cómo lo que las gentes tenían por cosa de gran significación y trascendencia no viene a ser, a la postre, sino un asunto casero y trivial»; bajo la elegancia de su espíritu late «esa manera celtibérica de sentir la democracia como nivelación universal». ¿Qué hay -pregunto yo- en esa tendencia niveladora del «de hombre a hombre no va nada»? ¿Qué hay: vejez histórica o resentimiento transmutado?

Disecando el nervio más íntimo de la crítica de Valera, nos descubre Ortega el propósito de la suya: «El papel del crítico consiste justamente en esa doble tarea de desmochar lo excesivo y fantástico y henchir la profunda verdad no reconocida por el vulgo.» Criticar es, en suma, dar importancia a lo que verdaderamente la tiene, convencer a las gentes de su ignorancia y poner en sus almas un sentimiento de asombro y jerarquía. Visitando una vez la Alhambra, me decía un cicerone en la cuesta de Gomérez: «Veasté, señó. En Granada, el agua, tira.» Éste era un crítico al modo de Valera. Años más tarde me dijo otro: «¿Ha oído usté cantar el agua como en Granada?» Éste pudo ser un discípulo o un lector de Ortega.

Frente a Unamuno, «el gran morabito», no es mezquino el encomio: «uno de los últimos baluartes de las esperanzas españolas», le llama. Por «buen vassallo», como lo fue Mío Cid, le tiene el joven Ortega, y otra vez elogia sin reserva su «fuerte máquina espiritual». Pero, junto a la loa, el dicterio. La expresión «Unamuno, energúmeno español» -en la doble acepción, vulgar y aristotélica, del vocablo «energúmeno»- se repite en las páginas de Ortega con la insistencia de un hallazgo bienquisto. Mucho más dirá el crítico; llegará a pensar «si el matiz rojo y encendido de las torres salmantinas les vendrá de que las piedras venerables aquellas se ruborizan oyendo lo que Unamuno dice cuando a la tarde se pasea entre ellas». No se puede lanzar nada más grave a los oídos de un hombre que es, por autodefinición, decidor y salmanticense.

¿De dónde viene tan gruesa y tan mal recabada discrepancia? Discútese nada menos que una interpretación de España y de Europa. Pasado su inicial entusiasmo europeizante -el de En torno al casticismo-, Unamuno ha renegado de Europa y de la cultura moderna: al pensamiento de Descartes opondrá la mística de san Juan de la Cruz, como si por fuerza hubiese que echarlos a pelear; maldecirá de la ciencia europea y llamará «papanatas» a los que, según él, se dejan fascinar por «esos europeos». Ortega, en cambio, emplea resuelta y vigorosamente «el símbolo de Europa como metódica agresión, como fermento renovador que suscite la única España posible»; piensa, además, que decir «Europa» vale tanto como decir «ciencia», y afirma sin descanso la necesidad de que España «produzca, ante todo, ciencia». No quiere, sin embargo, imitar, sino crear. He aquí su fórmula, tan actual hoy como hace cuarenta años: «clávese sobre España el punto de vista europeo. La sórdida realidad ibérica se ensanchará hasta el infinito; nuestras realidades, sin valor, cobrarán un sentido denso de símbolos humanos... Europa, cansada en Francia, agotada en Alemania, débil en Inglaterra, tendrá una nueva juventud bajo el sol poderoso de nuestra tierra». Quien así estima a Europa y sueña las posibilidades de España, ¿podía no discrepar del incipiente africanismo de Unamuno, «discípulo de Miguel de Molinos más que de Miguel de Cervantes», según fórmula del propio Ortega?

La fugaz consideración de don Gumersindo de Azcárate, «hombre grato y respetable», concede al crítico la oportunidad de combatir una fe ingenua, vigente entonces y no fenecida hoy, «en los impulsos orgánicos, espontáneos, sinceros, de nuestro pueblo». A la creencia en la espontaneidad de la raza contrapone Ortega su idea de la cultura como esforzado aprendizaje. La fe en la espontaneidad es intelectual y nacionalmente ilícita: «Esto es la médula del romanticismo, y en mi vocabulario, romanticismo quiere decir pecado.» Frente a la esperanza en la espontaneidad, el quehacer deliberado y cotidiano de la educación. «El problema español -afirma el joven Ortega- es un problema educativo; pero éste, a su vez, es un problema de ciencias superiores, de alta cultura. El verdadero nacionalismo, en lugar de aferrarse a lo espontáneo y castizo, procura nacionalizar lo europeo.» Así hablará el crítico una y otra vez.

Maeztu ensalzó un día, con bien escasa fuerza probatoria, reconozcámoslo, la vaguedad, la relativa ambigüedad conceptual y sentimental de las palabras sajonas; creía que «nuestras palabras son demasiado concretas» y le dolía tanta concreción: «Yo preferiría -dijo Maeztu- dejarlas bañándose algún tiempo en un poco de niebla hasta ver si les brotaba algo de ese musgo, de esa musicalidad inefable con que, en tierras del Norte, por hablar más a los sentimientos de los hombres, parecen impulsarlos a la acción.» Ortega, intelectual, protesta sin demora contra esta vaga apetencia de nebulosidad. Exige precisión y sistema, aunque los malos entendedores le tilden luego de escolástico: «Sí podemos hacer buena literatura, pero nos sentimos también capaces de hacer ciencia, nuestra decisión tiene que inclinarse inequívocamente hacia esta última, sin pacto alguno con aquélla.» Se impone, por tanto, una conclusión: «O se hace literatura, o se hace precisión, o se calla uno.» El mismo sentido tiene la resuelta adhesión de Ortega a la idea platónica de la moralidad («La virtud puede ser adquirida, puede ser enseñada, porque es conocimiento, es ciencia»), frente a la tesis irracionalista de aquel Maeztu («Un impulso casi ciego, poco intelectual, un llamamiento vago del espíritu»). Que Maeztu fuese para el crítico «un corazón fraternal» no excluía una radical discrepancia personal -y también generacional: junto al intelectualista Ortega estaba entonces el intelectualista d'Ors, incipiente heliómaco- en casi todos los problemas del espíritu.

Dígase otro tanto en relación con Joaquín Costa, «el celtíbero cuya alma alcanza más vibraciones por segundo», según el dictamen de Ortega en 1908. El crítico arguye esta vez contra la incongruencia de las dos recetas principales de Costa: la reconstitución y la europeización: «reconstituir es volver a ser lo que se ha sido; europeizarse es dar un paso hacia delante...» Costa, seducido, sin saberlo, por el historicismo casticista de la filosofía romántica alemana, aplicó a los problemas de España la doctrina del Volksgeist o «espíritu del pueblo» y consideró que la decadencia española sería el resultado de «la inadecuación entre la espontaneidad de la masa y la reflexión de la minoría gobernante». De ahí la índole de su programa regenerador o reconstituyente: «Vuélvase a la espontaneidad étnica, reconstitúyase la unidad de las reacciones castizas, y España volverá a la ruta que un destino previo le ha designado.» Ortega, más europeizador que el seudoeuropeo Costa, celtíbero de cepa y mente, afirmará otra vez, como frente a Azcárate, su confianza en la obra configuradora de la educación intelectual y política.

Y ante Valle-Inclán, en el que admira muy de verdad «su estilo noble de escritor bien nacido» y sus raras «sabidurías de química fraseológica», deplora su «eufemismo imaginario y musical». ¿Influiría en Valle-Inclán, tan modernista a la sazón (1904), esa llamada de Ortega hacia la sanidad literaria, hacia las «cosas humanas, harto humanas», que luego poblarán El yermo de las almas y los esperpentos?

Son lides decisivas en el camino hacia el futuro, ya próximo magisterio de Ortega. Ocurren entre 1902 (diecinueve años, primer artículo en la prensa) y 1910 (veintisiete años, comienzo de la docencia universitaria). ¿Puede ser entendida la obra universitaria de Ortega -y la situación espiritual de los muchos españoles que de ella hicieron principal nutrimento- sin considerar lenta y agudamente el sentido de estos primeros combates críticos? ¿Podrá ser en verdad definitiva y consistente la actitud de los jóvenes españoles frente el problema de España sin haber leído con el alma bien despierta estas páginas iniciales de quien, para casi todos los que tras él nacieron, ha sido próximo o lejano maestro?




ArribaAbajoLos ensayos de Ortega

Acercarse de nuevo a la lectura de un texto prestigioso es como disponerse a la contemplación de un edificio o un lienzo consagrados por la fama. En uno como en otro caso, el alma curiosa corre el peligro de no rasgar por sí misma la envoltura de opiniones -de prejuicios- en que el prestigio y la fama consisten; con lo cual es muy posible que esa alma lea el texto o contemple el monumento sin haber entrado en contacto personal con ellos. Sin haber roto la tela del encuentro, según la eficaz palabra de san Juan de la Cruz.

En previsión de ese riesgo, intentaré descubrir la esencial realidad de los ensayos de Ortega ahora reimpresos. A la manera de una guía Baedeker mostraré los detalles exactos de estas particulares hazañas intelectuales y literarias, e invitaré al lector a considerarlos antes de su personal aventura lectiva. El buen turista, ¿no es acaso el que ha leído un poco de historia griega y una breve descripción del Partenón antes de poner sus ojos sobre los mármoles inmortales del templo de Palas Atenea? Pero esos «detalles exactos» a que debo referirme no pasarían de ser indicaciones dispersas, disjecta membra, si no se hallasen invisiblemente ordenados por una idea de lo que es el género a que por modo directo pertenecen: el ensayo. Necesitamos, en consecuencia, una sumarísima teoría del ensayo.

¿Qué es el ensayo, en cuanto género de la creación intelectual y literaria? Sometiendo el ensayo a ensayo, diré de él que es una sugestiva teoría de urgencia. Es a la vez teoría, teoría de urgencia y teoría sugestiva. Permítaseme explanar al galope cada uno de esos tres términos.

Teoría. El ensayo debe ofrecer, ante todo, visión intelectual. En él y por él, un fragmento de la realidad muestra a la inteligencia su conexión con el todo a que pertenece: el todo de lo real. Que esa mostración sea unas veces notoria y otras alusiva; que, por consiguiente, el alma del lector pueda contemplar aquella conexión en unos casos y sólo entreverla en otros, son cosas meramente accesorias. Lo decisivo es el carácter teorético del ensayo. Sin él no hay verdadero «ensayo»; hay, a lo sumo, «impresión».

Teoría, además, de urgencia. Ante una realidad nueva -o ante un aspecto nuevo de realidades ya conocidas, el ensayista, como el explorador de una tierra virgen, se esfuerza por cumplir sin demora -en primera instancia, según la terminología jurídica- las dos faenas que más le urgen: «situar» la novedad frente a la cual está -ponerla rectamente en el mapa de lo que él ya conocía- y «orientarse» con alguna certidumbre dentro de ella. Luego, con más tiempo y sosiego, él mismo u otro intentarán, reducir el «ensayo» a «tratado» o a «sistema». Como diría Eugenio d'Ors, todo ensayo lleva en su seno la pretensión de un «cuando yo esté tranquilo».

Teoría, en fin, sugestiva, así en lo relativo a la expresión literaria como en lo tocante al contenido intelectual. Es sugestiva una lectura -suggerere significa en latín «meter debajo»- cuando nos dice algo capaz de suscitar nuestro asombro y nuestra respuesta. ¿Puede ser llamada «ensayo» una producción literaria carente de esta virtualidad? De la sugestión debe afirmarse lo que de la condición teorética: sin ella, no hay ensayo.

El ensayo, sugestiva teoría de urgencia. ¡De qué diverso y magistral modo lo son «Notas del vago estío», «Las dos grandes metáforas», «Prólogo a un libro de montería», «Prólogo a las aventuras del capitán Alonso de Contreras»! Los cuatro coinciden en lo que los ensayos tienen de común; todos ellos son reacciones teoréticas y literarias ante realidades que el curso temporal de la existencia ha ido poniendo ante los ojos del autor: los castillos ruinosos de una ruta española, el recuerdo de un filósofo con motivo de su centenario, la petición amistosa de un prólogo, la lectura de unas memorias casi olvidadas; todos, por añadidura, ostentan la poderosa impronta del pulgar filosófico y estilístico de su autor. Pero en cada uno de ellos ha ejercitado Ortega su egregia condición de ensayista ante realidades diferentes entre sí y mutuamente complementarias: piedras, históricas, ideas, costumbres, hombres. ¿Qué gustosa lección extraerá de tales realidades la mirada libadora de nuestro espectador?

He aquí «Notas del vago estío». Los ojos del viajero van recogiendo impresiones sucesivas a lo largo de los gastados caminos de España: tierras del Cid, en el alto dorso que une las dos Castillas, alcores almenados de la cuenca del Duero, verdes y húmedas vías de Cantabria. La impresión comienza a hacerse expresión descriptiva y metafórica: una prosa espléndida, señorialmente manejada -luego veremos en qué consiste el peculiar señorío de Ortega sobre su prosa-, va fluyendo de la pluma del ensayista como un cambiante y brillante juego de agua. Joven maravilla siempre, la prosa de Ortega. Pero la palabra literaria no es ahora piel de impresión, sino vaso de teoría. ¿Por qué la lluvia es lo que es para el hombre de la ciudad? ¿Cómo tiene que ser una vida para que la casa donde se aloja resulte un castillo? ¿Qué es la pintura de Altamira y por qué su contemplación opera tan hondamente sobre el alma del hombre actual? La realidad va adquiriendo original significación -significación animada y sápida- a través de una idea de la vida humana que se explicita a veces en la haz de la letra impresa y que otras queda implícita en el seno de la descripción. Adarve de castillo o lecho de remota pintura, las viejas piedras, las piedras que dan testimonio de la vida pretérita, dicen así su voz propia al oído del lector. No es preciso ver cosas estupendas para que las piedras hablen; cuando esas piedras han sido talladas o teñidas por la mano del hombre, basta contemplarlas con retina sensible.

En el segundo de estos cuatro ensayos -el que lleva por título «Las dos grandes metáforas»- la mirada del espectador considera esas extrañas realidades que desde los griegos llamamos «ideas». Sucesivamente, estas tres: la idea de la metáfora; la idea metafórica del conocimiento humano propia del mundo antiguo: la impresión del sello sobre una superficie de cera; la idea metafórica de la conciencia propia del mundo moderno: la relación entre el continente y el contenido. Antaño, el acto de sujeto cognoscente parecía ser mera copia; hogaño, ese mismo acto parece ser imaginación, creación. Hasta aquí la pluma del ensayista -del filósofo que hace sugestiva teoría de urgencia- se limita a describir. La descripción es sutil, precisa y original; pero no llegaría a constituir un verdadero ensayo si en su trama no latiese, visible o entrevista, una fina malla de incitantes interrogaciones y respuestas: ¿por qué la metáfora es instrumento ineludible en la tarea de conocer la realidad?; ¿por qué el hombre antiguo y el hombre moderno han recurrido a esas metáforas para explicarse la operación cognoscitiva de su mente?; ¿por qué esta invisible operación puede ser parcialmente explicada mediante recursos metafóricos? Asaeteada por estas acuciantes interrogaciones, el alma del lector avanza con estremecimiento y delicia a lo largo de las páginas del ensayo y sale de su aventura más rica y más menesterosa que antes de emprenderla. Como se sale de todo lo que en verdad enaltece.

Los ensayos que sirven de prólogo a los libros Veinte años de caza mayor y Aventuras del capitán Contreras son dos de las más altas cimas de la obra literaria de Ortega. Es cierto que el estilo de Ortega, singular Minerva de la prosa castellana, nació ya concluso, hermoso y bien armado, como la hija de Zeus al brotar de la frente paterna: léanse, si no, su primer artículo -«Glosas», 1902- y sus tempranas apostillas críticas a Valle-Inclán. Pero sólo desde la iniciación de El Espectador -febrero-marzo de 1916- comenzará este estilo a poseer y ostentar plenamente su fuerza y su encanto más propios. Ortega, decía yo antes, maneja señorialmente su prosa. La maneja; esto es, no se identifica con ella. Azorín y Miró «son» su prosa, se vacían sabia e ingenuamente en ella. Ortega se halla siempre sobre su expresión literaria, y para mostrarlo así juega con ella. La posesión lúdica de la propia riqueza -el ser verbalmente rico, mas no con espíritu de riqueza, y tampoco con espíritu de pobreza, sino con espíritu de ironía- es a mi juicio la clave más secreta y esclarecedora del estilo orteguiano. A diferencia de los no pocos españoles que se sacrifican por el lujo, Ortega escribe creando lujo y poniéndolo diestra e irónicamente al servicio de un fin que trasciende lo meramente ornamental: la teoría. A veces, con el patente desgaire de ese «Etcétera, etc.» que en el primer apartado de «Notas del vago estío» guillotina una descripción al borde del amaneramiento preciosista; a veces -y éste es el caso de los prólogos a que ahora me refiero-, cincelando la expresión con mano grávida de poder, sabiduría y gracia. Puesto que más de una vez se ha llamado a sí mismo «viejo torero» -«Je suis torero», dijo muy gentilmente en Ginebra, durante las Rencontres de 1951-, no será del todo inoportuno afirmar que Ortega escribía fundiendo de manera soberana los estilos rondeño y sevillano de vencer al toro.

Frente al hecho inmemorial de la caza, Ortega examina con cimera gallardía intelectual y retórica -bien venida la retórica, si es pertinente y bella- los diversos planos de la actividad venatoria, hasta llegar a las dos cuestiones que él realmente persigue: el sentido que el cazar tiene en el cuadro total de la vida humana y la constitución de esta vida, en cuanto realidad capaz de entregarse con fruición al empeño de la caza. El filósofo es un cazador de ideas, y Ortega se complace recordando y cumpliendo esa enardecedora metáfora de Platón. Cumpliéndola, sobre todo. Mientras haya hombres para quienes el pensar y el hablar castellano sean faenas tentadoras, la intelectual montería de este cazador de la caza será siempre espectáculo preferido. Sometida a ejemplo teorético, la venación ha entregado a Ortega su secreto milenario y ha mostrado ser uno de los quehaceres en que más profunda y acusadamente se pone en acto la condición animal y la condición racional y moral del hombre. Es decir, la plena integridad del ser humano, tenga éste en la espelunca o en el rascacielos el refugio de su existencia a la vez menesterosa y esforzada.

No es menos seductor el exordio a las aventuras del capitán Alonso de Contreras. Y no sólo por lo pasmoso y descomunal de la materia comentada, uno de los relatos autobiográficos más sorprendentes de todos los tiempos, pero también por la donosa maestría con que la vida casi increíble de nuestro desgarrado capitán, contemplada en rápido esbozo, queda al fin situada dentro del marco histórico y antropológico que la hace inteligible: la época de la historia europea en que aparece el soldado como puro técnico de la acción guerrera, una situación de la historia de España que da pábulo a la existencia del «desperado» -el cual, conviene advertirlo, no es meramente un «desesperado»- y una breve y penetrante teoría de la aventura como pura acción. Ese modo del vivir humano que preside una frase confesional de Napoleón -D'abord je m'engage, puis j'y pense—, resulta así desaforadamente ejemplificada por los avatares de un hombre para quien ser fue, ante todo, buscar y aceptar el riesgo.

Pero Ortega no es sólo ni primariamente un ensayista; fue por medular vocación pensador, filósofo. Bastaría, para descubrirlo, advertir cómo la lección de estos cuatro ensayos apunta por modo sistemático a un mismo blanco intelectual: una teoría de la vida humana. La piedra antigua, la especulación filosófica, la costumbre venatoria y la estocada del aventurero adquirieron unidad en el alma del espectador, en cuanto referidas a un centro que las integra y coordina o, como dice el propio Ortega, a una «realidad radical». «La vida humana -enseña el primer párrafo de Historia como sistema- es una realidad extraña, de la cual lo primero que conviene decir es que es la realidad radical, en el sentido de que a ella hemos de referir todas las demás.»Una antropología, una sociología, una historiología y una metafísica -los capítulos de la obra de Ortega implícitos en los variadísimos epígrafes de su producción escrita- yacen bajo la prosa subyugante de estas páginas.

Escribió Ortega, contemplando la situación del intelectual en la pragmatizada sociedad contemporánea: «Ahora el intelectual, como tantas veces en la historia, va a desaparecer o poco menos, a sumergirse igual que el somormujo en lo profundo. Lo profundo por excelencia es el silencio. Van ustedes a ver cómo lo maravilloso va desapareciendo sobre el haz de la tierra, y la vida pierde gracia, tensión y frenesí.» En medio de este pragmatismo nivelador y antiteorético, esos cuatro excepcionales y luminosos ensayos -como ellos, tantos otros- seguirán manteniendo enhiesto el prestigio de la inteligencia y poniendo salada claridad de teoría en la insipidez cotidiana de la vida.




ArribaAbajo Reflexión ante el cadáver de Ortega

Hace ahora más de cincuenta años, en su ya pasmosa mocedad de escritor, apuntaba Ortega los dos modos cardinales de la presencia de un hombre en las almas de quienes le sobreviven: la aventura y la idea. «Para nosotros -decía- Sócrates es una idea que nos enseñó Platón, al tiempo que para este divino filósofo, Sócrates fue una aventura; mejor aún, la aventura.»

Para muchos españoles de mi edad, Ortega ha sido una aventura, la aventura de nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia. La nunca saciada ambición intelectual y estética, la ávida abertura a los llamamientos espirituales más sugestivos y profundos del tiempo en que nuestra mente se formaba, la íntima exigencia de actualidad y calidad en el pensamiento y en la expresión, la total carencia de resignación frente a la mezquindad y el adocenamiento, la honda convicción de que la vida y la inteligencia se requieren entre sí, la medular necesidad de una España vigorosa, varia y alegre, la visión de la existencia ejemplar como una empresa más orientada hacia el riesgo que hacia la seguridad; todo aquello por lo cual es aventura el diario ejercicio de vivir, ha venido al seno de nuestras almas, desde su primera adolescencia hasta su consistencia primera, a través de la prosa espléndida y subyugante de Ortega. Contemplando la bien cincelada prominencia de su frente, recién convertida en marfil pensativo, ¡cómo se me hacía patente y punzadura esa realidad! ¡Cómo sentían orfandad, ante aquel ya seco hontanar de palabras nobles e incitadoras, muchas de las raíces que dieron savia a mi ser! Ortega, nuestra multiforme aventura, la aventura de nuestra filialidad y nuestra esquivez; su cuerpo muerto me lo iba diciendo esta mañana quedamente, dolorosamente.

Quien hasta hoy ha sido aventura, es desde hoy idea. ¿Cuál será esa idea en la cercana memoria de nuestros más jóvenes hermanos, cuál en la memoria remota de nuestros hijos? ¿Quedará en ella, como de Sócrates, lo que Platón trocó en herencia o prevalecerá, por el contrario, lo que Meleto convirtió en diatriba? Día a día lo iremos diciendo el destino y nosotros. Pero si nuestros hermanos menores y nuestros hijos quieren que su idea de Ortega sea íntegra y fiel, por necesidad habrán de recordar, no contando el pensamiento filosófico y el estilo en el decir, lo que este español egregio quiso para su patria: un formidable apetito de todas las perfecciones; la voluntad de asumir en vida nueva lo más fecundo y prometedor de nuestra historia; un catolicismo hecho instrumento exquisito, rico de todas las gracias y destrezas actuales; una existencia histórica en la cual la alegría sea un derecho político; una conducta capaz de transmutar en vida el hecho y la fuerza de la muerte.

«Parece de mayor dignidad humana aprovechar el hecho y la fuerza que es la muerte, usando de ella bajo el regimiento de la voluntad», léese, a modo de radical principio ético, en Ideas de los castillos. Nunca ha sido, nunca ha podido ser más personal y directa esa lección de Ortega. En la cima de su potencia intelectual, el filósofo ha roto su largo silencio para decir otra vez el nunca marchito verso de Baudelaire:


O Mort, vieux capitaine, il est temps! levons l'ancre!

Pero, diciendo este verso, invocando serenamente al viejo capitán, ¿no nos ha legado Ortega a los españoles, con su obra, la consigna de transformar la muerte en vida? Así lo he sentido yo, mientras me invadía la rara y penosa soledad de percibir, en mi alma, cómo una viviente aventura iba mudándose en idea.






ArribaAbajoJuan Zaragüeta


ArribaAbajoUn ciudadano español

La Sociedad de Estudios y Publicaciones, de Madrid, acaba de rendir un homenaje a don Juan Zaragüeta, que hace no mucho ha cumplido sus noventa años. En él tomamos parte Mariano Yela, el padre Ramón Ceñal, Xavier Zubiri y yo mismo. Los tres primeros hablaron del Zaragüeta sacerdote, filósofo y psicólogo. Harto menos, competente que ellos en las materias de tales dedicaciones, las más relevantes en la fecunda vida de nuestro homenajeado, yo quise limitarme a estudiarle como ciudadano español. Porque a la vez que sacerdote, filósofo, psicólogo y pedagogo teórico y práctico, a la vez que estupenda persona desde dentro -ser persona estupenda desde fuera, sólo desde la «buena pasta» o desde un «natural simpático», no es cosa de gran mérito-, don Juan ha sido ciudadano español en las más distintas situaciones históricas de la españolía, y pienso que esta importante dimensión de su ser personal bien merecía que alguien, yo, por ejemplo, tratase de decir allí algunas palabras de definición y elogio.

Don Juan Zaragüeta, ciudadano español; más aún: bueno, excelente ciudadano español. Ahora bien: ¿en qué consiste eso de «ser buen ciudadano»? Tratándose de un cristiano, de un sacerdote, la respuesta -la primera parte de la respuesta- no puede ser más obvia y terminante: «Ser buen ciudadano consiste en dar al César lo que es del César sabiendo dar a Dios lo que es de Dios.» La primera parte de la respuesta, he dicho, porque después de formulada esa divina sentencia parece necesario esforzarse por responder a esta nueva pregunta, secuela ineludible del texto evangélico: «¿Y cómo es posible dar al César lo que de él sea, siendo Dios lo que Dios es?» Grave problema, especialmente grave en tiempo de confusión y más especialmente grave planteado en España o desde España.

Me atrevo a pensar, en efecto, que, con su conducta más que con su doctrina, los españoles católicos han respondido muchas, demasiadas veces a esa interrogación en formas sólo en apariencia contrapuestas: o bien instalándose en Dios de tal manera que el tributo al César se trueca en gabela accesoria de la que es lícito y hasta meritorio zafarse (los no pocos españoles que muy piadosamente engañan al fisco, pasan contrabando o convierten las elecciones en pucherazos), o bien fundiendo de tal manera a Dios y al César, que la relación con éste se convierte en adulatoría servidumbre (los tantos y tantos españoles que, sacralizando ingenua o interesadamente la obediencia ciudadana, han lanzado y lanzan día a día al aire, a veces sin la menor zafiedad prosódica, más aún, con muy buenos modales, su personal «¡Vivan las caenas). Es bien seguro que Américo Castro nos diría muy hondas y sugestivas cosas acerca de la esencial conexión que existe entre esos dos modos de la existencia hispánica, allende su aparente contraposición. Pero no es este momento idóneo para practicar el necesario buceo; porque lo ahora pertinente es decir sencillamente que nuestro don Juan Zaragüeta ha sido ciudadano español dando al César lo suyo con la íntima convicción de que también esto lo mandó Cristo y con la íntima certidumbre de que el cristiano hace y debe hacer eso desde una zona de su realidad personal que por esencia está más allá de todas las jurisdicciones del César, comprendida la que las palabras de Cristo tan claramente le otorgan. O bien, más brevemente: que don Juan Zaragüeta ha sido ciudadano español, a través de tantas y tan diversas situaciones históricas de la españolía, con lealtad para el poder civil y sin servilismo respecto de él.

¿Cómo? Éste es el problema. Para resolverlo aceptablemente, permitidme que yo me ponga durante unos minutos ante la extensa y rica vida de don Juan Zaragüeta y -siguiendo una vez más los arraigados hábitos profesorales de mi mente- distinga en ella tres rasgos en los cuales ese «cómo» ejemplarmente se ha realizado.

1) Una entrega concienzuda a la ejecución del trabajo cotidiano. Baste, para demostrarlo, la simple mención de las vías por las cuales la personal e incesante actividad de don Juan Zaragüeta se ha insertado en la vida social de España: Dirección del Seminario Conciliar de Madrid, Escuela Superior del Magisterio, Universidad de Madrid, Academia de Ciencias Morales y Políticas. Según el tácito y matizado sentido que a este adverbio concede el lenguaje coloquial español, don Juan Zaragüeta ha trabajado y hasta hoy mismo viene trabajando «religiosamente». Pagar, cumplir, trabajar «religiosamente». ¿Por qué? ¿Porque el trabajo es religión y trabajar es orar, conforme a la sentencia de Carlyle? No, sino porque es posible hacerlo puntual y exactamente refiriendo lo que se hace y la tarea misma de hacerlo al fundamento moral de la persona haciente y al fundamento real de la cosa hecha. Trabajar religiosamente es poner en práctica la virtud de vocacionalizar -admítase el vocablo- el deber cotidiano, y así, de por vida, ha venido haciéndolo don Juan.

2) Una estimación continua y operante de lo que es valioso y respetable en sí y por sí mismo. Insisto: en sí y por sí mismo; más allá, por tanto, de lo que en cada momento traten de señalarnos las preferencias, los deseos, quién sabe si los egoísmos o los caprichos del César. Así procedió don Juan Zaragüeta en la España de la Monarquía: mostrando a todos con la generosa apertura de su mente el modo de ser católico que había aprendido del cardenal Mercier. ¿Qué hubiera sido de España, cabe preguntarse hoy, si el catolicismo, español de entonces hubiese seguido la conducta del hombre cuyos noventa años ahora celebramos? Así continuó procediendo en la España de la Segunda República. Cuatro nombres, como otros tantos botones de muestra de este ejemplar modo de convivir ciudadana y sacerdotalmente en el mundo: Ortega, Marañón, Hernando, Germain. Así, en fin, ha seguido procediendo en la España ulterior a la Segunda República. Que hablen, si no, todos cuantos han conocido su vida civil o de ella han recibido beneficio.

3) El hábito voluntaria y metódicamente adquirido de ver en lo bueno, no un enemigo de lo mejor, sino la vía regia hacia lo mejor. Y, por extensión, el hábito de ver en lo malo, en lo que a veces por miopía llamamos malo, un campo donde algún bien puede sembrarse. «Desengáñese, Zaragüeta, lo mejor es enemigo de lo bueno», decía hace muchos años a nuestro don Juan un personaje político-administrativo de la España de Alfonso XIII; y don Juan lo recuerda con bondadosa y sonriente ironía, porque sabe que sólo es de veras bueno lo que de veras lleva dentro de sí la aspiración a ser mejor.

Saludémosle, pues, con la triple y vieja jaculatoria civil y académica: Vivat, crescat, floreat! Vivat; que siga entre nosotros y con nosotros, porque su vida vale para nosotros. Crescat: ¿Que crezca, a sus noventa años? Sí, porque todo acto personal, cuando es valioso, otorga crecimiento a quien lo ejecuta, y don Juan sigue siendo muy capaz de ellos. Floreat: que su vida, tan ordenadamente abierta a la realidad desde el primer principio de ella, como uno de los cuadros clasificatorios a que su sinóptica inteligencia es tan aficionada, continúe su senectud lozana y floreciente. Vivat, crescat, floreat este magnífico hombre a quien llamamos don Juan Zaragüeta y Bengoechea.






ArribaAbajoJosep Carner


ArribaAbajoEsopo del siglo XX

Inició el hombre su relación con los animales dando a cada uno de ellos el nombre que le señala y distingue: «Tú te llamarás león, y tú, lagarto, y tú, alondra.» Apasiona imaginar el momento en que Adán, fuese la «estatua de oro recién fundida» que en él veían, magnificadoramente, ciertos Padres de la Iglesia, o el peludo antropoide pensante que hoy imaginan los evolucionistas cristianos, hizo su primer tour de propriétaire por el trozo del planeta en que vivía y fue lanzando sonidos nominativos ante la realidad de los seres que habían hecho posible su cuerpo. «Tú te llamarás león, y tú, lagarto, y tú, alondra.» Desde entonces, el león, el lagarto y la alondra dejaron de ser pura naturaleza y se convirtieron en historia natural, en naturaleza sabida y dicha por el hombre.

Pero esa relación no podía quedar ahí, tenía que hacerse diálogo. Después de recibir el nombre de «león», ¿qué respondería éste a quien tan desenvuelta y soberanamente así le había bautizado? ¿Y el lagarto? ¿Y la alondra? No fue, no pudo ser lenta y fácil la tarea de hallar respuesta a esas interrogaciones. Habían de pasar miles y miles de años hasta que los nietos de Adán fuesen capaces de imaginar como interlocutores suyos a los animales del mundo. Entre nosotros, hombres de Occidente, sólo ayer, como quien dice, comenzó un griego tartamudo y jorobado -Esopo le llamaban- a transcribir la palabra de los brutos. Éstos hablaron con inocencia sabia, y de golpe se convirtieron en maestros de quienes antaño les habían dado nombre. Desde ese momento hasta hoy, la tradición no se ha interrumpido.

Dos han sido, a mi juicio, las intenciones principales de la parla animal: la pedagógica y la irónica. A veces ha dominado aquélla: tal es el caso en el Fedro y el Samaniego de nuestros años infantiles: Ranae petentes regem, «El milano, la tortuga y la corneja»... A veces ha sido la ironía la intención dominante. ¿No se la ve acaso brillar, por los días en que el hombre europeo comienza a enamorarse de su raison, en el espléndido Foi d'animal! con que subraya la veracidad y la fuerza de su palabra uno de los personajes de La Fontaine?

La última de las respuestas del mundo zoológico a la voz nominativa del hombre nos viene a través de la pluma de Josep Carner. En la plenitud de su talento y de su capacidad expresiva, un gran poeta hace hablar a leones y tigres, a cuervos y águilas, a ranas y erizos. Esta vez no adoptan ademán de dómine las bestias locuentes. Con sencillez maravillosa, sin el menor engolamiento en su discurso, se limitan a decirnos lo que son, a justificar ante nosotros su existencia de criaturas. Un río de inteligencia y sabiduría poéticas corre -irónico y avisado, casi siempre, tierna y conscientemente ingenuo, más de una vez- por debajo de esta riquísima colección de «declaraciones de ser». Pocas tan significativas y conmovedoras como la del arrendajo cantando en su jaula:


De bec fi, de llarga cua,
groc i negre i blanquinós,
sé imitar dins de la gàbia
cada ocell, cada cançó.
[...]
I si em fan: -Cantes i cantes;
la presó, company, no et dol?
-Caçadors, dic, no m'atenyen;
i qui canta no està sol.

«Y quien canta no está solo.» ¿No es ésta, entre tantas posibles, una de las más hondas definiciones del poeta, recluso en la prisión del mundo? No, no está solo el cantor Josep Carner. Sobre esta ya antigua y aun no vieja piel de toro, no pocos son los hombres que escuchan su canción -en este caso, la que entona un multitudinario orfeón zoológico- y le envían el agradecido testimonio de su compañía.






ArribaAbajoÁngel Herrera


ArribaAbajoEn su muerte

Que otros en esta hora hablen del cardenal Herrera Oria. Yo prefiero hablar de don Ángel Herrera; y mejor aún -con esa elegante desnudez que entre nosotros suele llevar el nombre de los que en verdad han sido importantes- de Ángel Herrera. Como tal le conocí yo, hace ahora treinta y ocho años, en su despacho de la calle de la Colegiata, y como tal ha prestado su máximo servicio al catolicismo español, y por lo tanto a España.

En pocas palabras, como a él, tan gran periodista, siempre gustó: a mi modo de ver, Ángel Herrera ha sido el sumo protagonista de la instalación del catolicismo español en el siglo XX; con más precisión, en la primera mitad del siglo XX. Antes de la obra de Ángel Herrera en El Debate -hoy asombra pensar lo que llegó a ser la prensa en España, entre 1920 y 1930-, nuestro catolicismo se hallaba empapado de siglo XIX, del siglo XIX anterior a León XIII; esto es, de una situación histórica en la cual los católicos, tomados en su conjunto, no habían sabido entender y aceptar la realidad que de ordinario llamamos «mundo moderno». Dupanloup y sus seguidores en Francia, el Centro Católico en Alemania y -a la cabeza de todos- el gran papa León XIII, mostraron que el catolicismo sólo podía ser históricamente eficaz aceptando ese mundo, con su interna pluralidad, con su concepción neutral o ampliamente tolerante del Estado, con su altísima estimación de la inteligencia secular, y actuando limpia y competitivamente dentro de él. Ésta fue la gran obra española de Ángel Herrera, tanto en la dirección de El Debate como en las empresas que en torno a ella fueron surgiendo. Luego han ocurrido muchas cosas: la Segunda República, nuestra guerra civil, el Concilio Vaticano II; y por fin, como golpe de piedra que conmueve recuerdos y pone íntimo dolor en el alma, por muy previsto que fuese, la noticia de su muerte.

Paralelamente a lo que acontece en el resto del mundo, y pese a nuestras peculiaridades y reservas, el catolicismo está atravesando en España una profunda crisis de renovación. Desde ahora, algo me parece seguro: que todo lo que en esa incipiente empresa de actualización religiosa y social llegue a ser fruto logrado, tendrá en su fondo, como una etapa y una condición estrictamente necesarias, la grande, la admirable obra personal de Ángel Herrera.




ArribaAbajo Tras su muerte

Otro trompe-l'oeil veo yo en el aparente triunfo político y social de Ángel Herrera, después de ser ordenado sacerdote. Fue obispo, pudo fundar nuevas instituciones, tuvo a algunos de sus más fieles en el Gobierno y brindó a Franco el sabroso tanto de imponerle la birreta cardenalicia. Pero el régimen que había impedido la pervivencia de El Debate, la más personal y acaso la más querida de las creaciones seculares de Herrera, ¿podía admitir de veras la europeización de nuestro catolicismo que tan tenazmente él había propugnado? La tan invocada «doctrina social de la Iglesia», ni siquiera ella, ¿cabía de veras en la España franquista? Pese a la granjería del posibilismo colaboracionista, a cuya seducción tan notoriamente cedió, el europeizador Ángel Herrera murió en secreto fracaso. La vida religiosa ulterior al Concilio Vaticano II lo hace patente hasta para aquellos cuya mirada no sabe traspasar la piel de las cosas.

(De La guerra civil y las generaciones españolas, 1978.)






ArribaAbajoAmérico Castro


ArribaAbajoSu España, a mi manera

Ensayo inicial del volumen colectivo «Estudios sobre la obra de Américo Castro».


Disto mucho de ser un historiador de la vida española. En la degustación de nuestra literatura -de aquello que en nuestra literatura encuentro degustable- soy mucho más aficionado que docto. Cultivando los temas a que académicamente me debo -lo confieso como una manquedad, no lo exhibo como un blasón-, he atendido bastante más a los de índole universal que a los de carácter español. ¿Por qué soy yo, entonces, quien escribe la introducción a este libro y trata de hacer patente su sentido? Y sobre todo: ¿por qué, haciendo esto, creo servir sin la menor impertinencia, muy funcionalmente, a la declaración de lo que él debe ser para sus posibles lectores? Por dos razones, íntimamente conexas entre sí. La primera, el hecho de haber sido yo quien hace meses concibiera el proyecto de que su legible realidad actual ha nacido. La segunda, lo que dentro de mí mismo me llevó a la ocurrencia de concebirlo y proponerlo; por tanto, no lo que yo no soy en relación con su materia, sino precisamente lo que respecto de ella estoy seguro de ser.

En la tarea de conocer e interpretar la historia y la literatura españolas, ¿qué soy yo? Poco y no poco. Poco en el orden de la obra; no poco, me atrevo a pensar, en el orden de la representación. Soy, en efecto, un español que a través de lecturas y vicisitudes biográficas -entre éstas, ahí es nada, nuestra última guerra civil y sus inmediatas consecuencias- se ha hecho problema de su condición de tal. Vertido al romance castellano o bajo forma de simple estado de ánimo, el agustiniano quaeslio mihi factus sum ha cobrado repetida actualidad en mi alma, casi siempre suscitado en el seno de los hábitos mentales y sociales por los que irrevocablemente soy español, hombre nacido y configurado sobre esta ya vieja y nunca bien asentada piel de toro. En cuanto español, ¿qué soy yo? ¿Cuál es el origen real y cuál la estructura histórica de las complacencias, las tribulaciones y las zozobras que el hecho de serlo produce en mi alma? ¿Por qué, valga este mínimo ejemplo, he tenido que dedicar una parte considerable de mi vida, no sé con qué fruto, al empeño de evitar que muchos de mis coetáneos desconociesen u olvidasen los últimos episodios de nuestro pasado intelectual? ¿Por qué entre nosotros ha sido y sigue siendo tan frecuente la confusión entre la discrepancia ideológica y la hostilidad vital? Nada más fácil que añadir a esta serie de preguntas otras semejantes a ellas. Pues bien: la valiosísima, insustituible ayuda que en la obra de Américo Castro he ido encontrando para darles respuesta satisfactoria -satisfactoria, claro está, en cuanto a la comprensión, no en cuanto al halago-, despertó en mí el deseo de que cualquier español culto tuviese a su alcance, expuestas por autores especialmente calificados, las principales ideas de nuestro gran historiador, y por tanto las principales claves para entender en sus líneas maestras lo que realmente ha sido el pretérito de que el posible lector, en cuanto tal español culto, es continuador satisfecho o heredero disconforme. Con lo cual, diciendo en su atrio la razón de este libro, tal como yo la siento y la veo, vengo a ser, creo, un aceptable representante de los que sin ser historiadores de España o de las letras españolas se decidan a leerlo con alguna seriedad y un posible mediador entre la obra historiográfica de Américo Castro y sus actuales expositores, por un lado, y ese conjunto de lectores no especialistas, por otro. Distintas entre sí y entre sí conexas, he aquí la dos razones principales que quitan todo ribete de impertinencia a esta introducción mía.

En sus rasgos fundamentales, ¿cuáles son, según Américo Castro, la estructura y el sentido de la realidad y la historia de España? Más precisa e inmediatamente: ¿cómo yo, ilustrado y enriquecido por la orientadora interpretación de Américo Castro, veo hoy ese sentido y esa estructura?

Modificando, según lo que requiere el caso, la perogrullesca verdad de aquel profesor madrileño acerca de los avatares del impuesto en Roma, diré que España -la singular realidad histórica a que únicamente conviene este nombre- comenzó por no existir. Antes de iniciarse la empresa que tópicamente llamamos «Reconquista», hubo, por supuesto, una Península Ibérica, y sobre ella la vida que diversa y sucesivamente hicieron iberos, celtas, fenicios, griegos, romanos, íberos romanizados, visigodos arrianos y visigodos católicos; pero no «españoles», si no queremos que esta palabra, nacida, no por azar, fuera de España, acabe careciendo de toda precisión semántica. Ni los numantinos, ni Séneca, ni Trajano, ni Recaredo, ni san Isidoro fueron, en el rigor del término, «españoles»; éstos sólo comenzaron a existir como tales cuando los hispano-visigodos acantonados por la invasión árabe en unos cuantos rincones montañosos iniciaron, cada grupo por su cuenta y a su modo, la empresa de reconquistar la península perdida. ¿Quiere esto decir que la vida histórica de los «reconquistadores» -por tanto, de los incipientes españoles- fue tan sólo una continuación expansiva de la que entre Pelayo y sus hombres, gentes residuales de la Hispania visigótica, seguía operando? En modo alguno. Es cierto que no pocos de los hábitos jurídicos y sociales de los primitivos asturianos y leoneses, y luego de los primeros castellanos, tuvieron su precedente y su modelo en los que sobre nuestra Península habían regido antes de la batalla del Guadalete; pero lo decisivamente importante para entender la existencia histórica de los hombres -hasta la saciedad lo ha mostrado y demostrado Américo Castro- no es «lo que» hacen para resolver día a día las necesidades, los problemas y las aspiraciones de su vida individual y colectiva, sino el «para qué» de su acción, el sentido más o menos consciente que esa acción y esa vida tienen para ellos, así en cuanto personas individuales como, sobre todo, en cuanto miembros del grupo nacional a que pertenecen: la «vividura» o «morada vital», para decirlo con los términos del propio Castro, en cuyo seno existen y cobran significación plenariamente humana sus distintas acciones particulares, comer, fabricar paños, gobernar, guerrear, invocar a Dios o redactar un testamento. En los últimos años del reinado de Isabel II, los españoles -utilizando, y no por azar, invenciones y equipos humanos importados de ultrapuertos- habían comenzado a viajar en ferrocarril. En cuanto acción técnica, el viaje en ferrocarril de un español de aquella época era enteramente equiparable al de un francés, un inglés o un alemán. Pero su integración dentro de la vida colectiva del español -dentro, por tanto, del conjunto de sus creencias, afecciones, aspiraciones, estimaciones y esperanzas-, ¿no es cierto que hacía del fenómeno técnico-social llamado «ferrocarril» algo muy singular, respecto de lo que tal fenómeno era entonces para los franceses, los ingleses y los alemanes? Un examen atento y sensible de la literatura española de la época -poesía, costumbrismo, artículo y discursos políticos, chistes y ocurrencias populares- lo demostraría, creo, de la manera más convincente.

Sí, esto es lo decisivo, cuando es la vida histórica del hombre aquello de que real y verdaderamente se trata. A partir de los primeros decenios de la Reconquista nació entre las gentes que formaban la porción cristiana de la Península Ibérica un determinado modo de vivir -una «morada vital», una «vividura»- rigurosamente nuevo respecto del que había informado la existencia histórica de los visigodos: ese que poco más tarde será llamado, ya sin interrupción hasta nuestros días, «español». Tres rasgos principales pueden señalarse, según Américo Castro, en su génesis y en su estructura: una lucha que con distintas vicisitudes va a durar más de siete siglos, y como consecuencia de ella la instalación histórica de las almas en permanente y enérgica tensión de espera y esperanza hacía un futuro siempre remoto, en el que firmemente se cree y con el que ilusionadamente se sueña; la creación de instituciones y de mitos, en el sentido soreliano de este último término, antisimétricos respecto de las instituciones y los mitos que operaban entre sus adversarios y rivales (tal sería el sentido histórico, valga este único y supremo ejemplo, de la oposición entre Santiago y Mahoma); la no menos habitual convivencia, en medio de esas cambiantes vicisitudes bélicas, con los árabes y los judíos, y por tanto la más o menos intensa incorporación del vivir de estos dos grupos étnico-religiosos (piénsese tan sólo en el importantísimo fenómeno artístico y vital del mudejarismo y en la diversa y calificada función social de los hebreos en la España medieval) a la vida consuetudinaria de los españoles cristianos. Así puede ser entendida en sus líneas generales la tan notoria peculiaridad de la Edad Media española respecto de la europea, y el hecho de que los rasgos específicos del Medioevo de Europa -el feudalismo, la incipiente burguesía industrial y comercial, la paulatina racionalización de la vida: teología y filosofía escolásticas, germinal estadística económica y ragioneria de las ciudades italianas- sean tan tenues y tan singulares en la vida de aquella jovencísima España.

El sentido eminentemente religioso que para los españoles de fines del siglo XV tuvo la doble hazaña interior de los Reyes Católicos -unión política de Castilla y Aragón, remate militar de la Reconquista- queda lapidariamente expresado, una y otra vez nos lo ha hecho ver Castro, por el significativo epitafio que ostenta el túmulo granadino de la real pareja. Ya España es una; ya el poderío árabe ha desaparecido por completo de la Península Ibérica. ¿Qué va a ser entonces de la en apariencia ya conclusa y redondeada patria española? ¿En qué se va a emplear la energía latente en unas almas que a lo largo de casi ocho siglos han convertido en hábitos psicológicos y sociales la esperanza utópica en su altísimo destino terrenal y un apoyo absoluto de la vida en la fe cristiana? ¿Cuál será, después de 1492, la suerte histórica de esas instituciones y esos mitos estimativos y operativos que antes llamé «antisimétricos» respecto de los vigentes en la existencia social del octosecular enemigo? Tres notas me atrevo yo a destacar a título de orientación básica, dentro de la rica y documentada respuesta de Castro:

1) Una fuerte tendencia, que pronto se trocará en decisión firme y en conducta política y social, a convertir la «unidad» (que en el orden de las cosas humanas de carácter colectivo siempre puede y debe ser unitas multiplex) en «uniformidad» (que por necesidad esencial siempre acaba siendo, al menos como ideal y como proyecto, unitas simplex). Consecuencia directa de este profundo y pertinaz rasgo de la existencia española será la expulsión, de los judíos por los Reyes Católicos y, siglo y pico más tarde, la de los moriscos; consecuencia indirecta, la aparición, dentro de la sociedad española, de una minoría de conversos o «cristianos nuevos» -unos por obra de real e íntima conversión, otros por simple táctica-, que en el seno de esa sociedad va a constituir una «casta» distinta de la dominante, la de los «cristianos viejos», y dará a toda nuestra vida moderna un soterraño, pero inequívoco cariz «conflictivo». Dos altas tradiciones culturales (la de los cristianos viejos, cuyas cumbres literarias son Lope, Calderón y Quevedo, pese al fuerte y crítico desengaño de éste, y la de los cristianos nuevos, unos por casta, otros por mentalidad, coronada por los nombre egregios de Fernando de Rojas, Luis Vives, fray Luis de León y Cervantes), una serie de hábitos psicológicos y sociales (el vivir como un «desvivirse», el «integralismo de la persona», la Inquisición y la limpieza de sangre entendidas a la española, el menosprecio de las artes mecánicas, el escaso interés colectivo por la «ciencia nueva») y una viva tensión entre dos modos distintos de entender la vida religiosa (reducidas las cosas a extremado esquema, la religión como férula social y mental -Felipe II, el inquisidor Valdés, Melchor Cano- y como amor evangélico y mística aventura interior: ciertos erasmistas, Carranza, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz) van a ser la secuela de esa tan poderosa tendencia española a entender la «unidad» de la vida colectiva como monolítica y excluyente «uniformidad».

2) La empresa americana. No, no constituye un azar histórico que la corte y los hombres de Castilla acogiesen como suyo el proyecto de Colón, cualquiera que fuera la patria de éste, y se lanzasen, una vez descubiertas las tierras que pronto habían de ser América, a la fabulosa aventura, todo luces y sombras, de su conquista y colonización; ni tampoco lo es que muchas de las notas psicológicas y sociales integrantes de la vida española hayan perdurado vivas y eficaces entre las minorías criollas de las Indias Occidentales, no obstante su emancipación política durante el primer tercio del siglo XIX. Fraguada y alimentada en los siglos de la Reconquista, la tan española sed de «plusultridad» -si quiere admitirse tan feo como expresivo terminajo- tuvo infinito campo nuevo, apenas conclusa la empresa de la unidad de España, en los Andes, el Amazonas, el Orinoco, el Mississippi y el Río de la Plata. «A pesar de su fecha -escribe Antonio Tovar en un ensayo reciente-, la colonización española en América es de raíz medieval.» De raíz medieval «a la española», cabría añadir, incorporando a esa certera frase los fecundos presupuestos interpretativos de la historiografía de Américo Castro.

3) La guerra total contra la Reforma. La expresión «guerra total», inventada, a lo que parece, para denominar las contiendas bélicas del siglo XX, es tal vez la más idónea para caracterizar lo que en la España del siglo XVI fue esa multiforme y absorbente acción colectiva -guerrera, intelectual, literaria, judicial, económica, policíaca- habitualmente llamada «Contrarreforma». La concepción de la «unidad» como «uniformidad», tan vigorosa y vehemente entre los cristianos viejos, y por tanto en la gran mayoría del pueblo español de ese siglo, puso a contribución, a lo largo del enorme combate nacional y religioso contra la Reforma, todas las posibilidades y todas las actividades de nuestra naciente sociedad moderna: guerras europeas de Carlos V y Felipe II, procesos inquisitoriales con o sin ulterior auto de fe, oro americano, apasionamiento popular, especulación teológica, cierre de España a los libros de allende sus fronteras. Las que tres siglos más tarde serán, en la pluma del Menéndez Pelayo joven, enfáticas frases trasnochadas -«martillo de herejes», «amazona de la raza latina», «valladar firmísimo contra la barbarie germánica y su espíritu de disgregación y herejía»-, fueron expresión directa de sentimientos tan comunes como intensos en la España de los primeros Austrias. ¿Podrían comprenderse, si no, las sañudas admoniciones epistolares de Carlos V a sus hijos desde su retiro de Yuste, o la violenta reacción vallisoletana al «sermón de la misericordia» del arzobispo Carranza? Los hombres proclives al libre examen y a la religiosidad pura o preponderantemente interior -e incluso los simplemente sospechosos de serlo, como Carranza y el propio san Juan de la Cruz- vinieron así a incrementar la sorda tensión conflictiva que los cristianos nuevos, aquellas «generaciones de afrenta que nunca se acaba», según la estremecedora sentencia de fray Luis de León, habían puesto desde la expulsión de los judíos, y acaso desde antes, en el seno mismo de la sociedad española. A los españoles de los siglos XIX y XX nos ha servido de secreto y triste consuelo aducir que en 1553 fue quemado por Calvino nuestro insigne Miguel Sérvelo. «Por aquellos años -venimos a pensar, a manera de no pedida respuesta-, en todas partes cocían habas»; esto es, «se tostaban herejes.» Es verdad. Pero ¿qué habría sido de Serveto, hoy con calles y monumentos en las ciudades de España, si en 1559 hubiese vivido en Valladolid o en Sevilla?

Recapitulemos sinópticamente la vida histórica de España entre los Reyes Católicos y Carlos II. Unidad como uniformidad, empresa americana, guerra total contra la Reforma; referidas a estas tres coordenadas, las ingentes hazañas, las enormes dificiencias y los oscuros conflictos interiores de nuestros dos máximos siglos; y enfrente, con el viento de la historia a su favor, el mundo que solemos llamar europeo y moderno: pluralismo religioso, creciente secularización del pensamiento y de toda la existencia del hombre, Estado no confesional, nueva ciencia del cosmos, progresivo desarrollo de las técnicas sobre esa ciencia fundadas, racionalización y objetivación cada vez más intensas de la vida civil y administrativa. En el seno de una España entre desengañada y espectral, pero todavía solemne y hierática -la que hacia 1690 regía el pobre Carlos II-, ése es el mundo por cuya penetración entre nosotros clamarán las escasas y débiles voces de los novatores que por entonces quieren poner al día las viejas aspiraciones espirituales de los erasmistas y los cristianos nuevos, y preludian, como agudamente ha sabido mostrar López Pinero, las más amplias y resonantes campañas ulteriores de Feijoo, Sarmiento y los Caballeritos de Azcoitia: Juan de Cabriada, Diego Mateo Zapata, Crisóstomo Martínez, el inmigrante Juanini y muy pocos más. A la luz de la sutil exégesis de Américo Castro, ¿cómo no ver en la razonable pretensión de estos hombres -abandono del rutinario verbalismo escolástico, cultivo «moderno» de la ciencia natural- la misma que latía en las inconformistas pláticas literarias de don Quijote con Lorenzo, el hijo estudiante del Caballero del Verde Gabán, y la que hecha tímida protesta o amarga queja -véase el acabado estudio de Luis Gil- ya habían expresado una y otra vez, en latín y en castellano, las plumas de nuestros humanistas del siglo XVI?

Durante el curso del siglo XVIII -Borbones, sed incipiente de cierta prosperidad en la vida terrenal, tímida vigencia de la Ilustración, estimables brotes de erudición histórica y ciencia natural al día-, cabe abrigar la esperanza de que España, por obra de su paulatina transformación interior, se sitúe, sin negarse a sí misma, al contrario, afirmándose a sí misma de manera inédita, en la línea política, intelectual y técnica de los restantes países europeos; pero esta moderada obra de reforma irrita a la poderosa casta de los cristianos viejos -el «macizo de la raza», según una vigorosa expresión de Antonio Machado que Dionisio Ridruejo ha dinamizado políticamente- y antes, bastante antes de la conmoción que la noticia de la Revolución Francesa va a causar en los espíritus, es bárbaramente derrotada por ella. Ahí están, como pruebas fehacientes, el destino político del conde de Aranda y el proceso inquisitorial de Olavide. El indudable descrédito popular e ilustrado en que ya había caído la limpieza de sangre -cuya vigencia todavía perdura en la vida oficial española; léanse los papeles sobre el estado de nuestras Universidades que ha publicado Aguilar Piñal- no impide que la influencia de esa vieja institución siga llevando al casi increíble colmo de considerar «judío» todo lo que entonces se apartaba del aristotelismo tradicional (P. Garagorri).

En España, el impacto de la Revolución Francesa asusta a los ilustrados y encrespa a los tradicionales. La voluntad reformista, tan operante y eficaz durante la monarquía de Carlos III, se relaja notablemente durante el harto más frívolo y chabacano reinado de Carlos IV. Y si a estos hechos se une otro todavía más grave, la invasión napoleónica, se comprenderá que en 1815 se hallase en ruina punto menos que total la incipiente obra innovadora de la España ilustrada. Tras el revelador proceso de Olavide, la tan injusta como estúpida prisión de Jovellanos confirma de manera inequívoca ese triunfo de los españoles tradicionales sobre los españoles reformadores; y la torpe actitud del duque de San Carlos, en 1814, frente al posible regreso a España del ya famoso químico Orfila -una excelente prenda para la reconstitución de nuestra tan desmoronada vida científica- revelará que, en lo tocante a la estimación de la inteligencia secular, apenas había variado un ápice la actitud entre temerosa y crispada de los cristianos viejos.

La guerra de la Independencia y el reinado de Fernando VII agravaron al máximo la tensión conflictiva de los españoles e imprimieron en ésta el sesgo que desde entonces la ha caracterizado. Hasta 1808, el conflicto venía estableciéndose entre una mayoría de cristianos viejos, poseedores casi absolutos del poder social y detentadores habituales del poder político, y la minoría de los que por casta o por mentalidad se sentían a sí mismos como cristianos nuevos. ¿Acaso no era de cristiano nuevo la mentalidad de Jovellanos, como dos siglos antes lo había sido -fueran cuales fuesen los detalles de su genealogía- la de Miguel de Cervantes? Desde 1814, ese conflicto se establecerá, no obstante la existencia, a veces dominante, de actitudes política e ideológicamente intermedias, entre dos bandos extremos: a un lado, con nombres ocasionalmente distintos (apostólicos, absolutistas, carlistas, integristas, secuaces de la Unión Católica o de la Unión Patriótica), los continuadores y herederos de los cristianos viejos; enfrente, también bajo denominación diversa (liberales, avanzados, patriotas, progresistas, republicanos, reformistas, socialistas), el laxo conjunto de dos grupos dispares: los que acaso sin saberlo asumen en su vida privada y en su vida pública el espíritu de los cristianos nuevos de otro tiempo y cuantos en España, por modo agnóstico o por modo ateo, han llegado a secularizar totalmente su existencia. La diversidad ideológica de los españoles se hace entonces agria hostilidad y hasta guerra a muerte, y un epígrafe afortunado del portugués Fidelino de Figueiredo, As duas Espanhas (1932), parecerá dar la clave más central de nuestra historia contemporánea.

No nos dejemos llevar, sin embargo, por la seducción que siempre ejercen los esquemas dicotómicos. Ante todo, porque no son «dos Españas» las que política, ideológica y militarmente contienden entre sí desde que allá por los años de Godoy comienza a romperse la convivencia pacífica entre los españoles; no son dos, sino tres. Una de ellas es la tradicional, cerrada en principio, unas veces con tajante violencia, otras con astucia, y disimulo, a toda innovación actualizadora, y tercamente absorta en la confesión sincera o táctica de un estéril maniqueísmo político: a un lado, los «buenos» y patriotas; al otro, los «malos» y extranjerizados, o, como ha sido tópico decir, la «anti-España». Otra España es la progresista o revolucionaria a ultranza, decidida a hacer violenta tabla rasa de todo nuestro pasado católico y cada vez más inclinada a pensar que desde los Reyes Católicos, y acaso desde Recaredo, nuestra historia ha sido un nefasto error crónico. Y entre una y otra, bajo muy distintas formas y con muy diversos matices, la tenue y sufrida España -tenue, sí, aunque a veces parezca haber tenido en sus manos el poder- que iniciaron Feijoo y Jovellanos, desde entonces empeñada en que los españoles se instalen de un modo inteligente y eficaz en el sucesivo presente histórico y convivan razonablemente entre sí: la España de los secuaces del liberalismo doctrinario, de Larra y Balmes, de Valera y Cánovas, de Costa y Giner de los Ríos, de Cajal y el segundo Menéndez Pelayo, de la generación del 98, de Besteiro y Araquistain, de Ortega, Castro y Marañón. A este proyecto de España, tan insuficientemente realizado durante los reinados de Alfonso XII, doña María Cristina y Alfonso XIII -baste pensar, para convencerse de tal insuficiencia, que el socialismo reformista nunca fue resueltamente incorporado entre nosotros al establishment político, contra lo que entonces venía ocurriendo en varios países monárquicos de Europa-, debe en no escasa medida su existencia ese espléndido «Medio-Siglo de Oro» de las letras españolas que transcurre entre 1880 y 1930, Y dentro de él, el inédito y prometedor nacimiento de una ciencia hispánica no meramente copiada y ya auténticamente «europea».

Pero ni siquiera la visión trina y no dual de nuestro conflicto ideológico y político alcanza a dar entera razón del conflicto interno de la vida española, tal como éste se ha constituido desde Fernando VII. La injusta y a veces escandalosa extremosidad de nuestras diferencias sociales y económicas, el habitual falseamiento del ejercicio efectivo de la democracia -no se olvide la radical españolidad de palabras como «pronunciamiento», «caciquismo», «muñidor» y «pucherazo»-, la indudable pobreza de nuestra ciencia y nuestra técnica, aunque los españoles una y otra vez nos llenemos la boca con los nombres de Cajal y Torres Quevedo, la habitual endeblez de nuestra moral civil y administrativa, la nunca bien resuelta existencia de varios realísimos «problemas regionales», el catalán en primer término, han sido y siguen siendo notas del conflicto interior de España tan esenciales como la diversidad ideológica entre sus hombres. Todas ellas han de ser tenidas en cuenta para entender de veras nuestra más reciente vida histórica, y a todas ellas llegaría la penetrante mirada de Américo Castro, estoy seguro, si se decidiese a prolongar hasta nuestros días su fértil idea de la «edad conflictiva».

Américo Castro: un español a quien el terrible drama de nuestra última guerra civil y la doble posibilidad de contemplar a España desde dentro (Berceo, el Libro de Buen Amor, la Celestina, el Quijote, el teatro de Lope, Quevedo, mil y mil textos más) y desde fuera (una cátedra prestigiosa y una callada vivienda solitaria en Princeton) han llevado a renovar su anterior visión de nuestra histeria y a elaborar, frente a la esquinada peculiaridad de ésta, un profundo, original e iluminador sistema de comprensión. ¿Qué ha sido antaño y qué es hoy España? ¿qué va a ser de ella en su inmediato futuro? ¿Un hormiguero de gentes sin libertad y con ideas uniformes y racionadas? ¿Un país en que su tradicional e irreductible casta dominante, mejor o peor disfrazada con el indumento que parezca exigir la época, siga demostrando que en él, como un día dijo Antonio Machado, «el culatazo es siempre más fuerte que el tiro»? ¿Un pueblo en que por fin se hayan hecho general realidad cotidiana las secretas aspiraciones españolas y humanas del Quijote? «Si algún día viniera alguien y nos descubriera el perfil del estilo de Cervantes -escribía Ortega en 1914-, bastaría con que prolongáramos sus líneas sobre los demás problemas colectivos para que despertáramos a nueva vida.» Pienso que la hazaña más central de Américo Castro consiste precisamente en haberse desvivido, y con qué lucidez y agudeza, para descubrirnos «el perfil del estilo de Cervantes». Por esto tuve yo hace meses la idea de que este libro colectivo fuera compuesto, y por esto creo que un examen de la obra de Castro hecho con recta voluntad es y será durante mucho tiempo, por encima y por debajo de las polémicas de detalle que ha suscitado y pueda todavía suscitar, si no condición suficiente, sí condición necesaria para que España cobre clara conciencia de sí misma y, mediante un pertinaz ejercicio de autoeducación colectiva, sea un día de veras lo que cervantinamente deba entonces ser.




ArribaAbajoA los cuatro años

El 25 de julio, día de su amigo Santiago el Mayor -de él fue amigo, en efecto, porque constantemente quiso que los españoles dejásemos de considerarle celestial Matamoros y santo a la jineta-, el 25 de julio habrán transcurrido cuatro años desde que se nos murió Américo Castro. Buena ocasión para recordar con rigor y fidelidad lo que siempre, pero sobre todo durante los seis últimos lustros de su vida, constituyó el más fuerte y central de los nervios afectivos e intelectuales de ésta: su amor a la realidad visible de España, a la obra histórica de España, a las gracias y desgracias de los hombres de España.

Entre mil y uno posibles, dos textos estelares. El primero, relativo a las creaciones personales de los españoles cimeros: «El que no tenga cotización en el mercado del conocimiento físico, no significa que la serie Fernando de Rojas (La Celestina), Hernán Cortés, Cervantes, Velázquez y Goya sea en el mundo de la exiología, de los valores máximos del hombre, algo de menor volumen que la serie Leonardo, Copérnico, Descartes, Newton y Kant.» El segundo, tocante a la obra americana de España: «Las maravillas logradas gracias a la estructura hispana de la vida, se admiran sin regateo cuando su perfección alcanza límites extremos (Cervantes, Velázquez, Goya) y cuando no rozan la incapacidad de comprender, la vanidad o el interés de otros países más poderosos. No se reconocerá espontáneamente, por ejemplo, que la ciudad de México y algunas otras de Hispanoamérica eran las más bellas del continente en cuanto a su prodigiosa arquitectura, pues ello obligaría a admitir que la dominación española no fue mera explotación colonial.» Entre mil y uno posibles, basten estos dos textos.

¿Qué dosis de necedad, de ignorancia o de mala querencia habrán sido necesarias entre quienes todavía se obstinan en desconocer o negar la altísima, entrañable delectación de Américo Castro ante la excelencia de cualquier español, fuesen cuales fueran su ideología, su casta y su clase? Es cierto que con originalidad, lucidez y amor extraordinario supo comprender las creaciones de los cristianos nuevos, desde Luis Vives, santa Teresa y Mateo Alemán hasta el pueblo anónimo socialmente discriminado por el hábito de la «limpieza de sangre»; pero quien con ojos sensibles haya leído su obra o visto de cerca su persona, sabe muy bien cómo las más vétero-cristianas hazañas de todos nuestros cristianos viejos, político-bélicas, como las de Cortés y Valdivia, literarias, como las de Lope y Calderón, o lúdicas, como las de los nobles que en el Madrid seiscentista afirmaban la valía de su persona alanceando toros, le alegraban y encendían las pajarillas del alma. Porque Cajal fue científicamente lo que fue, se derretía don Américo recordando las altivas rodomontadas patrióticas del gran sabio aragonés; y porque el pueblo andaluz es como es, como nadie gozaba contando, oyendo o viendo los más menudos frutos de su ingenio. Mientras viva recordaré la efusión de su cordial deleite el día en que recorrimos juntos la humilde maravilla urbanística de Vejer de la Frontera -nunca hasta entonces la había contemplado- y su fina, contenida emoción entrando en alguno de los minúsculos patinillos que aquella cal recata. Cosmopolita por la cultura y la biografía, sólo bajo cielo español podía tener morada propia,

Pero, eso sí, totalmente exento de tópicos y beaterías tradicionales, enteramente traspasado por una vivísima exigencia intelectual e histórica. Comprender para bien amar y bien amar para mejor vivir; tal fue su lema constante frente a España. La estimación amorosa y gozosa de todo cuanto de admirable tiene la historia de nuestra vida y nuestra cultura, no sólo no impide, antes exige del amante no beato la formulación de una serie de «porqués» inquisitivos y -sobre todo- de un «cómo» programático y resolutorio. ¿Por qué el contenido y el modo de las excelencias y las deficiencias de nuestra contribución a la historia de la humanidad? ¿Por qué lo que en los siglos XVI y XVII fue situación conflictiva entre una mayoría de cristianos viejos y una minoría de cristianos nuevos se hizo guerra religioso-civil latente o patente cuando buena parte de la existencia española se secularizó, es decir, tras la invasión napoleónica y el primer afrancesamiento? ¿Por qué la tan ostensible escasez de nuestra ciencia natural y nuestra técnica, y porqué la tan insuficiente racionalización de nuestra vida política y administrativa? ¿Por qué el tan acusado personalismo de los hombres de España y su manera tradicional de entender el trabajo y la economía? Y, sobre todo: ¿cómo lograr que el español de hoy y el de mañana, sin dejar de ser «él mismo», pero siéndolo de modo nuevo, remedie eficazmente las manquedades psicológicas y sociales que subyacen a esta larga y grave serie de interrogaciones? Sólo teniendo en cuenta tales «porqués» y tal «cómo» podrá ser entendida conforme a su última raíz la obra historiográfica de Américo Castro, desde los años inmediatamente anteriores a España en su historia.

Mirada esa obra en profundidad y a vista de pájaro, si es que pueden aunarse ambos puntos de vista, tres me parecen ser sus intenciones principales, la autoconciencia, la autoeducación y la autorreforma. Autoconciencia: sin menospreciar los datos de orden geográfico, biológico y económico, al contrario, teniéndolos muy en cuenta, el español culto debe entender históricamente -esto es lo decisivo, históricamente- la razón y la génesis de las grandezas, las deficiencias, los hábitos y, en definitiva, la indudable peculiaridad de su vida colectiva. La descripción no basta; es necesaria la comprensión, en el sentido más técnico de esta palabra. Autoeducación: sin desconocer la rigurosa necesidad de las providencias de orden estructural y legal, e incluso reclamándolas con urgencia, el recurso supremo para instalar a los españoles en la actualidad de la historia universal, sin mengua de su esencial fidelidad a lo mejor de sí mismos, es la educación de sus mentes y sus conductas; la cual nunca será en verdad eficaz, una y otra vez hay que decirlo, si los mejores no saben a sí y por sí mismos educarse. La pereza, la autocomplacencia y el regodeo en el privilegio recibido son los máximos enemigos de esta ineludible exigencia de nuestra realidad social. Autorreforma: la causa final de la autoconciencia y la autoeducación no puede ser sino el logro de un modo nuevo del vivir hispánico; ese por el cual, con las modificaciones que el curso de la historia haya impuesto, desde Luis Vives y los coloquios entre don Quijote y el hijo del Caballero del Verde Gabán, hasta nuestros más ilustres europeizadores del siglo XX, siglo tras siglo han venido clamando los mejores hombres de Iberia. Léase sin antojeras la obra de Américo Castro, y dígase si no es ésta su preciosa quintaesencia.

En el poema con que Antonio Machado saludó la publicación de Castilla, de Azorín, dos punzantes versos imprecativos resaltan:


¡Oh, tú, Azorín, escucha: España quiere
surgir, brotar, toda una España empieza!

Tras tanta decepción y tanta sangre, cuando parecen ser legión los españoles jóvenes en cuyas almas late ese mismo sentir, no será mala brújula hacia el futuro una lectura honesta, alertada y ambiciosa de Américo Castro, el claro amador de España que hace cuatro años se nos murió.






ArribaAbajoGregorio Marañón


ArribaAbajoLuto por un escritor

Discurso necrológico en la Real Academia Española.


Echando sobre mí, último entre vosotros, la honrosa pesadumbre de conmemorar a Gregorio Marañón, no habéis querido que yo declare con palabras de dolor el sentimiento de reciente y penosa manquedad que a todos nos aflige. En esta casa, cuyo principal instituto consiste en decir con pocas palabras la partecica de realidad que una sola palabra abarca y significa, la manifestación del dolor no debe ser y no es retórica sentimental, sino amorosa y recapituladora expresión de lo que para nosotros y en sí mismo era el compañero muerto.

Pero aquí viene la dificultad. ¿Es acaso posible declarar con palabras lo que un hombre es? ¿No se nos dijo hace mil quinientos años que «ningún hombre sabe lo del hombre», que «solo sabe del hombre que hay en él»? Y esa genérica dificultad, ¿no se hace superlativa frente a una realidad humana tan excepcionalmente alta, rica y delicada como la de Gregorio Marañón? Ante vidas de este porte, y excluidas la epigrafía lapidaria y la bibliografía penetrante y morosa, ¿será posible una descripción que no las empequeñezca?

El primer sentimiento de quien se acercaba a Marañón por alguna de las muchas avenidas que de él arrancaban y a él conducían, era la admiración. El enfermo en busca de ayuda médica, el lector de sus trabajos científicos, sus libros históricos y sus ensayos, y el oyente de sus conferencias, el degustador de su conversación, el mero visitante de su casa, todos se sentían inconteniblemente movidos a admirarle. Cada una de esas actividades suyas poseía rara perfección específica, y de todas ellas eran común indumento la sencillez y la elegancia, las dos virtudes adjetivas en que el verdadero egregio muestra realmente serlo. Y puesto que aquí vino, ante todo, en cuanto escritor, dejad que me demore un poco inquiriendo cómo la prosa de Marañón poseía su singular, elegante, sencilla eminencia.

Respecto de la realidad a que se refiere, la prosa puede ser, en principio, una de estas dos cosas: marco o piel. Marco es antes que cualquier otra cosa, la expresión de los prosistas en la segunda mitad del siglo XIX; marco que unas veces causa sobrecogimiento, como esas cornucopias que decoraban las mansiones de antaño, y otras lúdica y envolvente delicia. Recordad a Castelar y Echegaray, recordad a Pereda y Valera. Pero con los escritores que tópicamente llamamos «del 98», lo que hasta entonces era marco se convierte en piel. El prosista se esfuerza ahora por conseguir que sus palabras sean tenue y vivaz revestimiento expresivo de la realidad descrita; con lo cual la penetración del lector en la almendra sustantiva de aquello que lee se hace más directa, profunda y eficaz; a la postre, más poética, porque sólo a favor de cierta «poesía» -intelectual o sentimental, adivinatoria o emotiva- puede el espíritu humano acercarse al fondo de la realidad.

Cada uno de los grandes prosistas de nuestro siglo -Unamuno, Azorín, Baroja, Valle-Inclán, Ortega, D'Ors, Antonio Machado, Gabriel Miró, Juan Ramón Jiménez, Gregorio Marañón- ha tenido su peculiar manera de revestir de tersa piel viviente, taraceada o desnuda, según la ocasión y el escritor, el mundo exterior y el mundo íntimo a que él quiso dar forma verbal; y dentro de esa excelsa pléyade, tan alto como cualquiera de quienes la componen, el gran escritor que hasta ayer mismo nos regalaba a todos su vida y su amistad. Mil veces se nos ha dicho que la clave más propia del estilo de Marañón es la claridad, la sobria, luminosa y fluyente transparencia con que deja ver el pensamiento de su autor y, por tanto, la realidad visible o imaginada de que ese pensamiento es personal trasunto; y con no menor reiteración se ha añadido que esa tan bien lograda claridad manifiesta la radical vena mental de médico y hombre de ciencia que en nuestro escritor había. Todo ello, por supuesto, es obvia y flagrante verdad, pero verdad muy preliminar y genérica. Aspiró Marañón a que la claridad de su prosa no fuese fulgor, sino lumbre cernida y matizadora: «como la luz de la penumbra -tales son sus palabras-, que no hiere ni fascina, y es la que verdaderamente alumbra». «Tinieblas es la luz donde hay luz sola», enseña en su cima central uno de los más hermosos sonetos de don Miguel de Unamuno. Pero es el caso que Marañón, con su prosa, no pretendía solamente ver y hacer ver, theorein, a la manera de los antiguos griegos. La teoría, la contemplación austera de la verdad, era uno de sus fines, no su fin único. Más ambicioso que los clásicos de la pura especulación, el escritor Marañón quería siempre que sus lectores comulgasen activa y personalmente con él en la posesión de la realidad o la posibilidad latentes bajo la limpia y clara piel de sus palabras. Comunión y posesión, no sólo delectación contemplativa. Y quien aspiraba a tanto, ¿podía contentarse dotando a su prosa de bien medida claridad?

Ni Marañón se conformó con tan poco, ni hizo una prosa meramente diáfana y elegante. «La claridad es la cortesía del filósofo», escribió Vauvenargues; «la claridad no pasa de ser la cortesía del filósofo», podría replicarse. La comunión posesiva a que antes me he referido exige que la expresión verbal incite intelectual y emocionalmente la personal actividad de quien la oye o lee; y Marañón, que lo sabía muy bien -con ese saber no aprendido de los verdaderos maestros-, acertó a lograrlo mediante tres principales recursos: dos materiales o de contenido, la visión imprevista y el choque emocional, y uno formal y metódico, el apuntamiento sugestivo. Recordad una página de Marañón. El fino y transparente regato de sus líneas va mostrando con nitidez el pensamiento del autor. De pronto, un punto de mira insospechado, y desde él la novedad incitante de un paisaje entrevisto y prometedor. Poco más tarde, suscitado por una frase idónea, el leve y gustoso sobresalto de una emoción que nos ensalza sin contorsión ni desgarro. Y todo ello sin el opresor ejercicio de una voluntad exhaustiva, sólo apuntado y propuesto, para que el lector, poniendo algo de su parte, comulgue personalmente con el autor, y uno y otro, aquél con lo que adivina, éste con lo que dice y sugiere, caminen juntos en la tarea de poseer mancomunadamente la realidad o la posibilidad a que la prosa aludía. Si se me permite la ruda fórmula jurídica, diré que la lectura de la prosa de Marañón es siempre un placiente e inacabado ejercicio de condominio, y ésta ha sido clave decisiva de su inmensa fortuna entre las gentes más diversas. Leyéndole, Marañón nos ofrece constantemente la espléndida posibilidad de enriquecernos y ennoblecernos con trabajo, pero sin esfuerzo; con meditación, pero sin aspaviento. Muy pocos habrán igualado su redonda perfección en la práctica de tal virtud intelectual.

Me pregunto si ésta peculiaridad estilística, tan entrañablemente radicada en el alma de nuestro compañero, no permitirá, a la vez, entender sin violencia una cuestión que con apariencia contradictoria rueda por la haz de sus escritos. Marañón -el escritor, el hombre de ciencia, el pensador Marañón- ¿fue clásico o romántico? Neoclásicos, muy «siglo de las luces», fueron su espíritu académico, tantas veces por él proclamado, y su hondísima dilección por Feijoo y por Gaspar Casal; románticos, por contraste, su amor al siglo XIX, su concepto del corazón humano y el sentido de una gran parte de su vida pública. ¿Por qué no concluir que esa estrecha rotulación dicotómica no podía dar cuenta suficiente de su opulenta existencia espiritual? ¿Por qué no ver más bien el alma de Marañón como la coincidencia armoniosa de un emocionado apetito de orden y claridad, que en él tuvo su clave central el Marañón académico, y el esclarecido y ordenado apetito de emoción sobrerracional que fue nervio y espuela del Marañón artista?

Con esta eximia manera de trabajar la prosa puso Marañón fina piel limitante y expresiva a la materia de su obra escrita. Materia, todos lo saben, de verdad ingente y diversa. Pero aun siendo tan fabuloso el elenco de sus publicaciones -no menos de mil doscientos ochenta y siete títulos recogía un índice bibliográfico de 1952-, es posible ordenar los temas de todas ellas bajo tres rúbricas principales: la enfermedad y su curación, España, la dignidad humana. Quede aquí sin comentario la tan importante obra médica de nuestro compañero: quede ahora no más que aludido -pronto reaparecerá, mirado a otra luz- el prodigioso tributo literario de este gran escritor a la tierra, los hombres y el pasado de su patria; queden, en fin, sin mención expresa y pormenorizada -entre lectores españoles no es necesaria-, los títulos de los libros y ensayos, tan capitales en su obra, que él consagró al tema de la dignidad humana. Mas no quiero dejar sin breve glosa este último epígrafe, porque el modo de concebirlo Marañón ilustra muy bien su calidad espiritual de humanista cristiano. La dignidad humana no fue para él, como para los humanistas del Renacimiento había sido, la simple eminencia ontológica y operativa del hombre en la ordenación del cosmos, y tampoco mera respuesta polémica contra la tan reciente tendencia filosófica y literaria a subrayar cuanto de abyecto y fugitivo hay en el ser humano, sino capacidad ilimitada para la invención de deberes y posibilidad de sentir y cultivar en la propia alma alguna de las vocaciones que él llamaba «del amor». Deber inventado, vocación de amor: decidme si en la obra humanística de Marañón hay dos temas más reiterados y característicos, más «marañonianos».

He hablado del escritor y he aludido al conferenciante y al maestro. Pero antes he dicho y repetido lo que todos saben: que nuestro compañero no fue sólo escritor y académico; que también fue gran médico, y gran biólogo, y gran profesor, y gran historiador, y buscador incansable de la obra de arte, y hombre siempre atento al menester y a la historia de su pueblo, y -en alguna medida- hombre de mundo; y he dicho también que el sentimiento primero de quien entraba en personal contacto con cualquiera de estas actividades de nuestro compañero era y tenía que ser siempre la admiración. Lo cual vale tanto como afirmar que el sentimiento segundo que suscitaba la persona de Marañón, cuando se la contemplaba en su integridad, no era simplemente la admiración, era el pasmo. Muy conmovidamente nos lo recordaba, hace bien pocas horas, Dámaso Alonso. Pasmo. ¿Cómo era humanamente posible que un solo hijo de Adán llevase de frente tal copia de actividades, y todas ellas con tan rara perfección específica? El hombre que en el hospital y en su consultorio privado atendía a sus pacientes innumerables, ¿era el mismo que con tan rica y precisa documentación buceaba en el alma de Antonio Pérez, y el teorizador del sexo y la vocación, y el que luego sabía traer a los puntos de su pluma el adjetivo justo y sugeridor? La suma de tantos talentos eminentes, la suave y firme voluntad con que su dueño los cultivó siempre y la armoniosa figura total que del ejercicio de todos ellos resultaba, movían a pasmo y sugerían una primera imagen del Marañón entero: la imagen del artista de sí mismo. El hombre que así componía el luciente y variadísimo mosaico de su personalidad, ¿qué podía ser, allende sus poderosos talentos, sino un habilísimo e inexorable artífice de sí mismo, un arquitecto capaz de ser a la vez cincelador y orfebre, una versión novecentista y española de cualquiera de aquellos uomini universali, que fueron la prez del Cinquecento italiano?

Pero esta visión estética de la persona de Marañón no llega a la raíz viva y secreta de lo que nuestro compañero fue; la verdad que pueda haber en ella es verdad parcial y penúltima. Escribió él una vez, frente a la figura titánica de Menéndez Pelayo: «Yo busco siempre al hombre, aun el grande hombre, que suele ser tan poco humano; y lo busco, porque creo que es siempre lo esencial.» Médico, historiador o ensayista, marañón fue ante todo un insaciable, un amoroso buscador de vidas humanas. Para ser de veras grande, la suya tenía que contar con las vidas de los demás, halláranse éstas junto a él o esperasen nueva luz en ese oscuro y polvoriento seno de Abraham que son los archivos. Pues bien: si somos verdaderamente fieles al espíritu de nuestro autor, si ante su pasmosa figura no nos conformamos sino con lo que en ella fue esencial, pronto descubriremos que bajo el múltiple y unitario artista de sí mismo había en Marañón dos instancias harto más radicales: el español y -lo diré unamunianamente- el «hombre de secreto».

«Soy español: un español que siente, hasta la médula de sus huesos, hasta los rincones más hondos de su alma, el orgullo de serlo.» Amigos, estamos llegando al fondo de Marañón; no estamos todavía en él, pero a él estamos llegando. Hasta la médula de sus huesos, hasta los más hondos rincones de su alma se sentía español Marañón. «No quisiera ser nada sin ser español», dijo en América. Pero ¿cómo lo fue, cómo lo quiso ser? Éste es el problema.

Para resolverlo, pongamos atención en sus héroes. Dime hacia quién miras, y te diré lo que quieres ser, lo que acaso ya estás siendo. Entre los españoles de ayer, Marañón admiró y quiso especialmente a Vives y a Feijoo; y sin detrimento de cuanto en Vives y en Feijoo fuera más personal y propio -¡cuánta autobiografía íntima hay, por ejemplo, en la semblanza marañoniana de Margarita de Valdaura!-, esa admiración y esta querencia tuvieron por causa y fundamento lo que al humanista y al benedictino hizo hermanos entre sí; a saber, su intento apasionado, inteligente y doloroso de trabar en unidad la inteligencia, el amor a España, la visión cristiana de la realidad y la ocasional actualidad de la historia universal. Al modo renacentista o al modo dieciochesco, uno y otro fueron a la vez cristianos, españoles y hombres vocados al saber; y como Vives y Feijoo, ya en el momento en que España se hiende, don Gaspar Melchor de Jovellanos, ese fino español de pro en quien Sánchez Cantón, tan certeramente, ha visto una de las vidas paralelas de nuestro gran muerto.

Pero no sólo esos dos españoles de ayer fueron los héroes de Marañón; fuéronlo también varios españoles de hoy, de su hoy; y entre ellos -mencionaré ahora los de su mocedad-, Cajal, Menéndez Pelayo y Galdós. Después de Jovellanos, España se hiende. Dos manos. Dos aceras. Dos cuerdas, llegará a decirse, para que tampoco falte la bronca y baja alusión -tan española, después de todo- a la vida presidiaria. Y entre esas manos, aceras y cuerdas discordantes, la hostilidad cerrada, la muerte y el dolor. ¿No veis ahora el sentido y la raíz de esta elocuente dilección marañoniana? Cajal, el genio del saber biológico, el quijotesco redentor solitario de la insipiencia científica de los españoles; Menéndez Pelayo, el genio del saber histórico, el católico que se desvive -y cada vez más, a medida que su edad avanza- por aunar la fe, la actualidad y la universalidad; y bajo la acritud ocasional de Electra y Doña Perfecta, Galdós, genio de la invención innumerable de vidas humanas y españolas. El noble y sincero liberalismo de Marañón, ¿qué fue, a la luz de sus preferencias, sino el afán de que España, por la ya inevitable vía de la convivencia plural, fuese todavía fiel a lo que unitariamente habían sido las almas ejemplares de Vives, Feijoo y Jovellanos? Quien conociese un poco a Marañón, sólo un poco, sabía muy bien que bajo la férrea voluntad creadora y arquitectural del artista de sí mismo latía en él, siempre despierta, siempre activa, esta profunda y dolorida pasión española.

El hombre puede ser artista o dilapidador de sí mismo, y español, francés o bosquimano; pero allende una y otra cosa es y tiene que ser persona, y por tanto «hombre de secreto», porque -claro o turbio- secreto es siempre el fondo de la vida personal:


Que uno es el hombre de todos
y otro el hombre de secreto,

según un penetrante poemilla de Unamuno. En Marañón hemos visto hasta ahora al magnífico «hombre de todos» que en él hubo. Por debajo de ese «hombre de todos», en la fuente última de su existencia más personal, ¿cuál fue el «hombre de secreto»? ¿Cuál fue el secreto radical, el centro escondido y vivificante del hombre Marañón?

Algo hermético había en este incesante creador de acciones y obras transparentes. «Hay un secreto muy secreto -ha escrito uno de sus biógrafos- allá en el fondo del laberinto de esa especie de timidez segura que en él se observa.» Es verdad. Cuando yo conocí personalmente a Marañón -el año 1943, en torno a los amistosos manteles de Antonio Marichalar-, quedé sorprendido por esa timidez suya, y me pregunté incontinenti qué misterio pudiera albergar. Hoy creo poderme responder que en ese misterio había, por lo menos, dos principales ingredientes; generosidad y sed, amor de donación y anhelo.

¿Acaso no era así? Solían quebrantar la timidez de Marañón -y dejaban brotar, diversamente expresado, según los casos, algo del fondo de su persona- dos sentimientos muy distintos entre sí: el entusiasmo y la irritación. Ante todo o después de todo, Marañón fue hasta su muerte un hombre capaz de entusiasmo, un gran hombre en quien nunca llegó a extinguirse el pronto fuego de la mocedad. Entre tantas y tantas almas recelosas, decrépitas y acartonadas, ¡qué consoladora maravilla! Mas también fue siempre, sin mengua de su llana y señorial cortesía, hombre que de cuando en cuando sabía irritarse con oportunidad, y todos hemos sido testigos directos o conocedores indirectos de alguna de esas oportunísimas irritaciones. Ahora bien, ¿qué es lo que entusiasmaba, qué es lo que irritaba a Marañón? Creo que la respuesta más justa y más breve podría rezar así: le entusiasmaba todo aquello en que prevaleciesen la inteligencia y la generosidad, y especialmente esta última; le irritaba todo aquello que de algún modo fuese contra la inteligencia y la generosidad, y singularmente lo que contra esta última pecase.

Sí. Celada por la timidez, porque no hay virtud auténtica sin recato, la generosidad, el amor de donación, era parte muy importante en el fondo de aquella persona que llamábamos Gregorio Marañón o, más a la española, don Gregorio. Más de una vez dijo ser «trapero de su tiempo». «Pero en realidad -comenta Rof Carballo- era todo lo contrario de un trapero; era un tremendo despilfarrador de su tiempo con los demás, y en término primerísimo con sus enfermos más modestos, con los enfermos del Hospital.» Su obra entera -sus libros, sus discursos académicos, sus prólogos, sus cartas, sus convites, las papeletas que tan asiduamente presentaba en esta sala- ¿qué fueron en último término, sino constante y generosa donación de sí? Mientras viva recordaré el día de su vida que hace unos años me regaló, queriendo que yo visitase Toledo con él, don Ramón Menéndez Pidal y don Manuel Gómez Moreno, y que juntos viviésemos la indecible emoción histórica de abrir de nuevo el féretro del rey Sancho IV. Si el fondo de la persona es ante todo la vocación, Marañón, antes que médico y escritor, fue un hombre vocado al ejercicio de la generosidad, un alma naturaliter christiana. Pocas veces el dicho de Tertuliano habrá sido aplicado con más estricta justicia.

Y todavía más honda que la generosidad, la sed. Sólo la de Dios es generosidad pura; sólo Dios, desde el seno misterioso de su ser personal o infinito, da para no recibir. Quien sin ser Dios da algo, algo espera en este mundo o en el otro. El quid de la perfección en el dar -aquello por lo que la donación llega a ser generosa- consiste en esperar un bien metafísica y moralmente más alto que el bien que se regala. Generoso es quien da dinero y espera gratitud, y quien da heroísmo para cosechar gloria. Pero el generoso de sí mismo, el hombre que no sólo regala dinero y fulgurante valentía, sino trabajo, tiempo, vida, ¿qué deberá esperar, para que su donación sea verdaderamente generosa? ¿De qué habrá de ser su sed?

Me ocurre pensar que una de las cifras más reveladoras de la persona de Marañón -tan firmemente aposentada, al parecer, sobre el suelo de este mundo- fue su idea del viaje. Libros de viajes componían la porción más preciada y personal de su biblioteca. Su más incumplida aspiración fue el viajar: «Me parece que viajo poco -confesaba una vez a González Ruano-. Siempre pensé que para la sabiduría, a la cual he aspirado continuamente, es imprescindible, necesario, forzoso, viajar mucho.» La jornada previa al viaje era, en fin, el paradigma de sus jornadas cotidianas: «¿Qué hace usted -decía al escritor antes mencionado- el día en que sabe que su tren sale a las seis de la tarde y que se ausentará por algún tiempo del lugar donde vive? Se levantará usted, naturalmente, temprano, y hará todas las cosas que necesite hacer, con eficacia...; y todavía le sobrará tiempo para aplicarlo al ocio que prefiera. Pues bien, hay que convertir todos los días en ese día de viaje.» Viajar, viajar, o vivir como sí se viajara. Iter est vita. Nunca la concepción cristiana de la vida terrenal del hombre -vida in via, homo viator- ha tenido más plástica y reiterada expresión. En el fondo insobornable de su persona, allá donde uno está a solas consigo mismo y con Dios, Marañón se sentía viajero, caminante, viador. Le interesaba, por supuesto, el camino: ahí están para demostrarlo sus amores, sus obras y sus libros. Pocos más enamorados que él de la realidad toda. Pero su vida, como la de todo hombre esencial, fue una rara sed, permanente, amorosa y personalísima sed de una realidad en verdad saciadora. Viajar viviendo y viajar muriendo. Es ineludible el recuerdo -no tópico ahora- de un grande amigo suyo y nuestro, el poeta Antonio Machado:


Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

«Casi desnudo, como los hijos de la mar.» Ea, ya Marañón no es académico, ni escritor cimero, ni médico eminente, ni profesor, ni conferenciante, ni hombre famoso, ni anfitrión, ni consejero, ni artista de sí mismo. ¿Qué es ahora Marañón, en el abismo más íntimo y libre de su persona? Al fin lo hemos sabido: es simplemente, desnudamente, una secreta y generosa sed. Más allá de la admiración y más allá del pasmo, su realidad personal nos ofrece y nos pide compañía, convivencia amorosa y caminante. «¡Ah, qué terrible vivir! ¡Ah, qué terrible acabar! -ha escrito, en póstumo homenaje al amigo muerto, el dilecto y resurrecto Azorín-... En silencio pensamos en él; vemos cómo su figura mortal se aleja y su figura espiritual pervive entre nosotros.» Pero bajo la figura mortal de su vida terrena y la figura perviviente de su fama latió siempre, esencial y obradora, su humanísima sed de agua viva. Dios, que desde el fondo de ella misma la conocía, la habrá saciado para siempre.




ArribaAbajoCarta de una enferma

Palabras leídas en el acto de homenaje que la Real Academia Española tributó a don Gregorio Marañón en el décimo aniversario de su fallecimiento. Con ellas quise que en dicho acto estuviese presente lo que acaso fuera más hondo en la varia vocación de don Gregorio: su condición de médico de hospital. Al publicarlas ahora me es muy grato dedicarlas a don Teófilo Hernando, amigo entrañable de don Gregorio y devoto lector de José López Silva.


En virtud de una serie de azares que no son del caso, Patrocinio Martínez de la Escalera, sencilla y humilde mujer que vive en la calle de Argumosa, a espaldas del que fue famoso Hospital General, ha tenido noticia de que esta Academia iba a rendir público homenaje a la memoria de don Gregorio Marañón, y me ha honrado pidiéndome que yo leyese en él una carta suya. He aquí su texto:

Señor don Dámaso Alonso,

Presidente de la Real Academia Española.

Madrid.

Muy señor mío y de mi mayor aprecio: Soy una mujer corta de letras; sólo sé las bien pocas que hace muchos años me enseñaron en la escuela; vamos, que al respetive de ustedes no paso de ser una pobre mujer. Pero por un casual ha llegado a mi saber que el domingo que viene se van a reunir ustedes para recordar a mi inolvidable don Gregorio como él se lo mereció y se lo merece, porque para mí y para muchos es como si aún viviera, y al enterarme voy y me he dicho: «Patro, ¿y por qué no has de explicarles tú a esos señores lo que allí nadie ha de decir por ti y por los que son como tú?» Total, que, sacando fuerzas de flaqueza, que fuerzas pocas tengo, pero flaqueza toda la que ustedes quieran, me acerqué ahí, a la calle de Felipe IV, y le pregunté al portero -Tirso le llaman, por lo que él me dijo- el nombre del jefe de esa oficina; iba a decir mandamás, usted me perdone, y así conocí la gracia de usted. Lo cual, que sabiendo ya a quién dirigirme, me volví a mi casa, me encerré en mi cuarto y me puse a escribir estas razones de una servidora, pensando que usted y los demás sabrán disculparme tanto atrevimiento y tanta cortedad.

Lo que yo quiero, don Dámaso, es que llegue a ese salón, que salón será, digo yo, el sitio donde ustedes se juntan, la voz de una pobre mujer, y les cuente cabalmente lo que en el Hospital General, a dos pasos de este cuartejo mío, era nuestro don Gregorio; sí, el nuestro, el de los tantísimos enfermos como allí, hemos acudido a que él nos viera. Vamos, el don Gregorio que ustedes seguramente no han conocido.

Los setenta, don Dámaso, ya no tengo que cumplirlos, y hace veinte años largos me tocó pasar lo que con la edad, usted ya me entiende, pasamos todas las mujeres. Para qué le voy a contar; qué sofocos, qué tristezas, qué alborotos del corazón, qué desmayos y qué sé yo cuántas cosas más que ustedes, los hombres, esa suerte tienen, ni por asomo las pasan. Yo sabía que eso me tenía que ocurrir, es ley de vida, para unas más y para otras menos, y lo aguantaba lo mejor que podía, que quien no sepa aguantar que se busque otro mundo mejor que éste; pero mi difunto me decía: «Mira, Patro, que lo tuyo ya es esageración; que tú, además de lo que por tu edá te corresponde, debes de tener trastornos romonales, y éstas son cosas que piden mucho cuido. ¿Por qué no pasas a que te vea ahí, en el hospital, ese médico que tanto sabe de esto?» Y así un día y otro día, hasta que yo, por miedo de que fuera verdad el sentir de mi difunto y acabaran conmigo los trastornos romonales, cosa, con toda franqueza sea dicho, que en mi vida había oído nombrar, me apunté una mañana en la consulta de don Gregorio.

Mire, don Dámaso, aquello fue mi suerte. Lo primero porque me curé: don Gregorio me hizo entrar unos días en el hospital, y con las medicinas que me dieron y el buen trato pronto volví a mi ser y pude manejar otra vez, sin mayor sofoco ni desmayo, la sartén y la escoba. Y lo segundo porque así pude conocer de cerca aquella gloria de hombre.

Mire, don Dámaso, ¿ha visto usted ese monumento, con su fuente y todo, que le han hecho a don Gregorio en la Ciudad Universitaria? ¿Se ha fijado usted cómo está él mirando hacia ese bulto que tiene entre las manos? Pues yo le aseguro que sólo los enfermos que en el hospital tuvimos su ayuda podemos saber lo que es esa mirada. Aún lo estoy viendo. Él, con su blusa blanca, de pie. Yo delante de él, sentada en una silla. Y para esaminarme mejor la piel de la cara me tomó la cabeza con sus manos y me estuvo contemplando con aquellos ojos suyos que por un lado eran tan suaves y por otro se le colaban a una hasta Dios sabe dónde. Le aseguro que desde entonces me sentí medio curada, y más cuando luego me dijo, tan llana y tan cariñosamente: «Patro, va usted a quedarse unos días con nosotros -fíjese, don Dámaso: con nosotros- y la vamos a poner como nueva.» Lo cual que así fue, y desde entonces hasta ahora. Penas, la verdad, no me han faltado, porque a los pocos años se me murió mi Antonio, y los chicos, ya sabe usted lo que ahora pasa, no se portan con una como una, sin presumir de madre, ella cree que se merece, y el garbanzo y el filete no quiero decirle por qué nubes andas ahora para la gente de mis posibles; pero de salud, gracias a Dios y a don Gregorio, porque cada pocos meses le veía para que me echara unas medias suelas, aquí me tiene usted, que con mis años y mis flaquezas no hay fogón ni estropajo que me rindan.

Y ya que estoy recordado los días que entonces pasé en el hospital y lo que para mí fue y sigue siendo aquella bendición de Dios de don Gregorio, déjeme que me estienda un poquito más y le cuente lo que más grabado se me quedó en el alma. Fue al día siguiente de ingresar. Yo estaba en mi cama, y él, con aquel corpachón suyo tan bien trazado dentro de su blusa blanca, entró en la sala a pasar visita con toda la tropa de sus ayudantes, se sentó, tan cariñoso, en mi cabecera, miró los papeles que le dieron, me preguntó por mis cosas, me echó su brazo por encima de mis hombros como un amigo de siempre, vamos, como de tú a tú, siendo él tanto y yo tan poco, y me dijo: «Patro, en pocos días otra vez preparándole la tartera a su marido.» Mire, don Dámaso, le voy a decir lo que nunca le he dicho a nadie: que quitando los brazos de mi difunto cuando se me ponía maridón y meloso, usted ya me entiende, ningún brazo de persona humana ha sido para mí lo que fue aquel de don Gregorio, diciéndome sin palabras que yo, una pobre mujer, valía para él tanto como cualquiera de las señoronas que a l. tarde iba a ver en la consulta de su casa.

En fin, don Dámaso, no le canso más, que yo no acabaría nunca diciéndole a mi modo todo lo que aquel hombre fue para las enfermas y los enfermos como yo. Estoy segura de que ustedes, que tanto le conocieron y tan finamente saben decir las cosas, se sacarán de la cabeza dichos que yo, pobre de mí, ni entender podría. Pero en mis cortos alcances, dispénsenme ustedes si me propaso, yo pienso que la verdad de las enfermas como yo no debe fallar el domingo en ese salón, porque, a mi manera de ver, los hombres valen tanto por el corazón como por las letras. O a lo mejor más, vaya usted a saber.

Esperando que sabrá comprender mi honrada intención, queda muy servidora suya ésta que lo es Patrocinio Martínez de la Escalera.



Señores académicos, señoras y señores: como la setentona y ex menopáusica Patrocinio Martínez de la Escalera, yo he pensado que su voz no debía faltar aquí esta tarde. En consecuencia, señor director, me he limitado a leer su carta, sin otras modificaciones que las necesarias para que nuestro Diccionario -tirano al cual, mal que bien, semanalmente vamos nosotros sirviendo- no sintiese demasiado vulneradas, dentro de su propia casa, sus quisquillosas costumbres ortográficas. Y ahora dejadme terminar como lo haría mi representada, la señora Patrocinio Martínez: «He dicho.»






ArribaAbajoJulio Rey Pastor


ArribaAbajoSabio en dos mundos

Prólogo al libro «Julio Rey Pastor, matemático».


Escrito por quienes tenían máxima autoridad para escribirlo, este libro no necesitaba prólogo alguno, y menos de quien sólo un tangencial y remoto contacto ha tenido con la obra matemática de don Julio Rey Pastor. Ni siquiera para destacar y comprender la significación de Rey Pastor en la historia de la cultura española era necesario, porque también de ese menester se cuidan, y bien certeramente, Sixto Ríos, Luis A. Santaló y Manuel Balanzat. Pero acaso ampliando un poco lo que a tal respecto dicen o sugieren los tres autores pueda yo corresponder, siquiera sea con muy desproporcionada pequeñez, al honor que me han hecho pidiéndome para su estudio unas líneas introductorias. Vamos, pues, a ello.

El 14 de enero de 1875 hizo su entrada en Madrid, ya proclamado rey, el joven Alfonso XII. Una nueva época comenzaba en la historia de España, muy especialmente en relación con nuestra vida científica, tan precaria por aquellos días. En modo alguno resulta hiperbólico el juicio de Rey Pastor, que luego hará suyo Juan Vernet, según el cual puede cifrarse en medio siglo el retraso de la matemática española, en relación con la europea, al iniciarse la Restauración. Pese a la agudeza de Rey y Heredia, pese al talento y a la brillantez de Echegaray, tan hispánicamente derramado en las actividades más diversas, ¿habría que concluir que la mente española se halla mal dotada para el cultivo de la ciencia? Porque algo parecido a lo que Rey Pastor dijo de la matemática podría afirmarse de las ciencias naturales, por muy estimable que sea la obra conjunta de Colmeiro, Graells, Maestre de San Juan, Lucas Mallada y Luanco.

Pronto, sin embargo, cambiarán las cosas. Suscitada su vocación científica y su resuelta dedicación al cultivo de la ciencia por la circunstancia histórica y social en que se mueven, toda una gavilla de hombres, unos en el campo de la biología, la geología, la matemática y la técnica, otros en el de las ciencias humanas, mostrarán sin demora que los españoles de entonces eran capaces de vivir intelectualmente al día de Europa; y algunos, como Cajal, que, para estar real y verdaderamente al día de Europa, los sabios europeos debían ponerse en su ciencia al día de España. Mencionaré otra vez sus nombres: Cajal, Olóriz, San Martín, Gómez Ocaña, Ferrán, Turró, García de Galdeano, Torroja, Bolívar, Calderón, Navas, Torres Quevedo, Menéndez Pelayo, Julián Ribera, Eduardo de Hinojosa, Manuel B. Cossío. Son los españoles integrantes de la que hace bastantes años llamé yo «generación de sabios», y por consiguiente los fundadores de la muy estimable contribución española a la ciencia y a la vida intelectual de nuestro siglo.

¿Qué son estos hombres? ¿A qué se debe su aparición en la escena de nuestra historia? No, no es que en ellos se haga fenotípica una mutación perfectiva en el genotipo de la población de Celtiberia; son españoles cuya nativa capacidad intelectual media no excede la de quienes compusieron las generaciones celtibéricas anteriores a ellos; pero son españoles que en lugar de consagrar ardorosamente sus vidas el ensueño utópico, a la exaltación retórica y a la pugna civil, como sus padres y abuelos -esas «altas llamaradas de esfuerzo» que una vez ponderó Ortega; patéticas y malgastadas llamaradas-, eligieron y siguieron la senda del intenso y silencioso trabajo cotidiano. Hablé antes de la circunstancia histórica y social en que estos hombres hicieron sus vidas; relativa paz interior, tras medio siglo de guerras civiles; participación en el entusiasmo por la ciencia que por entonces reina en Europa y que de algún modo llega a nuestras gentes; constitución paulatina -es la España de Fortunata y Jacinta y del Senyor Esteva- de una modesta, pero real burguesía media... Júntense entre sí todos estos motivos, y se tendrá el ambiente de que surgió tal «generación de sabios». Con ellos y por ellos habrá que plantear de nuevo, ya de otro modo, la famosa y controvertida «cuestión de la ciencia española».

Hijos históricos de esa generación serán los miembros intelectuales de la tan traída y llevada del 98 -Menéndez Pidal, Asín Palacios, Gómez Moreno, Casares Gil, Hernández Pacheco, Reyes Prósper, Altamira-, y nietos, poco más tarde, los que integran aquella a que el propio Rey Pastor perteneció: Ortega, D'Ors, Marañón, Américo Castro, Pérez de Ayala, Ángel Herrera, Cabrera, Pi y Suñer, Bosch Gimpera, Castillejo, Lafora, Goyanes, García Tapia, Achúcarro, Río-Hortega, Tello, Nóvoa Santos, Pittaluga, Antonio Madinaveitia, Obdulio Fernández, Moles, Rocasolano, Terradas, Morente, Zaragüeta, Jiménez de Asúa, Flores de Lemus, Carande...; los profesores, escritores y gerentes de instituciones que van a proponerse, cada uno en su campo y a su modo, la empresa de la definitiva europeización de España. Veamos la importante contribución de Rey Pastor a esa esforzada obra común.

Antes elogié el mérito que como actualizadores de la matemática española debe reconocerse a Torroja y García de Galdeano. Los dos fueron, por supuesto, autores de trabajos personales muy estimables; pero lo que en su labor tuvo mayor importancia histórica fue, sin duda, la introducción de algunas de las más egregias creaciones de los matemáticos del siglo XIX, hasta entonces desconocidos en España; Staudt y Cauchy, por ejemplo. Era mucho, sin embargo, lo que todavía quedaba por hacer. «El tránsito a la Matemática de Riemann y Weierstrass, esto es, de la segunda mitad del siglo, no ha sido iniciado todavía», escribía Rey Pastor en 1915. Pues bien, hacer por sí mismo lo mucho que entre 1910 y 1915 todavía estaba por hacer, más una considerable obra de investigación original en muy diversos campos del saber matemático, más la publicación de brillantes manuales didácticos metodológica y materialmente nuevos, más la valiosa contribución a la historia de la ciencia española y de la ciencia universal que salió de su pluma, más la suscitación de discípulos no sólo capaces de estar al día en sus respectivos campos, también de colaborar en las más importantes revistas de curso internacional, más la creación de instituciones que diesen cuerpo y continuidad a este último empeño, más la extensión de tan diversa y rica obra innovadora al Río de la Plata; todo esto es lo que constituye a Rey Pastor en figura de primer orden dentro de la empresa común de su generación: la definitiva puesta de España en el nivel intelectual de Europa. En lo tocante a la matemática, sólo a él, sólo a su individual y escotera persona puede y debe ser aplicado lo que en lo tocante a la medicina dijo Marañón de su grupo generacional: «Cuando mi generación empezó a trabajar en sentido moderno, estábamos en la situación de Robinson Crusoe, que tuvo que ser albañil, cazador, cocinero, maestro y público de sí mismo. Si los que vienen detrás pueden tocar un solo instrumento y afinarlo hasta la perfección, para bien de la ciencia, algo nos tocará a nosotros de su mérito.» Cuando ya son hijos de los hijos científicos de Rey Pastor quienes deben obtener por sí mismos el fruto de la obra fundacional de su abuelo, no será inoportuno glosar desde el punto de vista de esas palabras marañonianas el contenido y la eficacia histórica de todo lo que nuestro gran matemático hizo y quiso hacer.

Primera meta, deber primero de un hombre de ciencia medianamente ambicioso: moverse con familiaridad intelectual entre los que con autoridad y actualidad verdaderas cultivan su misma disciplina. Con Rey Pastor, y no contando los discutibles aritméticos que en el siglo XVI enseñaron en la Sorbona, por vez primera lo hace entre los europeos un matemático español. Ante Riemann, Weierstrass y Poincaré, Torroja y García de Galdeano se hubiesen conducido, dicho sea esto sin menoscabo de sus méritos indudables, con muy provinciana cortedad. Rey, no. Con su vastísima formación y su enorme talento -al cual se unían, en su caso, la brillantez y el ingenio-, pudo tratar como alter inter pares a los más eminentes cultivadores del saber matemático de los primeros decenios de nuestro siglo. Y desde que empezó a dar frutos su magisterio, lo mismo cabe decir de aquellos en quienes tuvo sus verdaderos discípulos y continuadores. Deber segundo: crear personalmente ciencia original, toda la ciencia que permitan el propio talento y la magnitud de los recursos exteriores de que se disponga. No poco hizo Key Pastor para cumplirlo; pero el tratamiento de este tema merece párrafo aparte. Deber tercero: conocer con cierta precisión de donde se viene; en el caso que nos ocupa, tener una idea clara de lo que hasta el segundo decenio de nuestro siglo había sido la matemática universal, y saber, en lo tocante a la matemática española, tanto lo que hasta entonces no fue como lo poco que realmente había sido hasta entonces. En el cabal cumplimiento de esta segunda exigencia, Rey aparece ante nosotros como auténtico pionero. Exploró con minucia y rigor los tratados de los matemáticos hispánicos de los siglos XVI, XVII y XVIII, muchos de ellos no leídos desde los remotos años de su vigencia, y supo rendir el homenaje que merecían a los tres máximos «importadores de ciencia» de nuestro siglo XIX, Echegaray, Torroja y García de Galdeano. La investigación histórica ulterior a los trabajos de Rey Pastor ha podido añadir a éstos algún detalle o perfilar más exactamente alguna de sus afirmaciones; pero el conjunto de las conclusiones a que Rey llegó continúa válido, y sobre él habrá que construir, cuando de intento se emprenda la tarea, la no gloriosa historia global de la matemática española ulterior a los traductores de Ripoll y Toledo. Si llamamos bien nacido, con la estimativa popular española, a quien de veras conoce y reconoce lo que los demás han hecho para que él fuera lo que es, bien nacido fue, en tanto que matemático, el español Julio Rey Pastor. Cuarto y último deber: instalar a los discípulos y continuadores en el nivel intelectual a que uno haya llegado, y procurar que, si les es posible, lo rebasen; intentar, en suma, lo que ante la obra incipiente de Menéndez Pidal supo decir Menéndez Pelayo, y con carácter de regla general el propio Rey Pastor repitió: «Si no vencí reyes moros ― engendré quien los venciera.» Lo que a este respecto hizo Rey en España y en la Argentina, pocos lo habrán igualado, cualquiera que haya sido su disciplina científica.

Como Robinsón Crusoe, según la glosa de Marañón, y como tantos hombres de ciencia españoles poco anteriores y poco posteriores a 1900, albañil, cazador, cocinero, maestro y público de sí mismo fue en Madrid y en Buenos Aires el matemático Rey Pastor. Con toda evidencia lo prueba el autorizado panorama de su obra que nos ofrecen los autores de este libro. Pero tan justo testimonio de admiración y gratitud, al que como simple español muy sinceramente me sumo, no quedaría completo, en tanto que lección para los matemáticos jóvenes, si tras su lectura no nos propusiéramos con respeto y con rigor las interrogaciones siguientes: la obra original de don Julio, ¿fue todo lo que hubiera podido ser?; la concentración de su actividad en un determinado campo de trabajo, con otras palabras, la fiel prosecución del gran ejemplo de Cajal, ¿habrían dado a su obra de creación mayor importancia que la que realmente tuvo?

La respuesta debe tener dos puntos. Hay que decir en primer término que el volumen de esa obra rebasa lo que por muchos suele pensarse; claramente lo apunta o lo demuestra este libro. Hay que reconocer, por otra parte, que, en efecto, Rey Pastor dispersó con exceso su fabulosa actividad, y que en consecuencia cabe dar una respuesta afirmativa a la segunda de las dos interrogaciones anteriores. Pero considerada en su integridad la biografía de don Julio, ¿no sería injusto desconocer el tanto de mérito que, precisamente por ser afirmativa, esa respuesta le concedió?

Algo hubo en el carácter de Rey Pastor que le impulsaba a la inquietud, al cambio. ¿Cómo no advertir este rasgo de su personalidad bajo la extraordinaria multiplicidad de sus dedicaciones? La generosa partición de su vida entre España y la Argentina, el entusiasmo con que allí practicó y explotó la fruticultura, su varia actividad como editor y, por supuesto, la gran diversidad de los temas a que a lo largo de su vida científica se consagró -análisis, geometría, aspectos matemáticos de la técnica, historia de la ciencia, cartografía, historia de la náutica-, ¿no nos muestran en él una versión española y contemporánea del uomo universale renacentista, o acaso la reencarnación de un colonizador en una España, y una América otra vez descubiertas, ahora como campos de sembradura para la ciencia y la técnica del siglo XX? Altiora peto es el lema del que ante todo quiere ser creador; ampliora peto, dice para su coleto el que, a la par que crea, sin calma va ensanchando horizontalmente el campo de su labor. Algo más que un colonizador de campos nuevos, un sembrador de saberes y un hacedor de ciencia y de técnica hubo, sin embargo, en la raíz de esa constante y fecunda inquietud de don Julio; hubo también un miembro de la generación española que tan animosamente se propuso la definitiva europeización de España, un hombre que por necesidad histórica, y en espera de los que luego pudieran «tocar un solo instrumento y afinarlo hasta la perfección», tuvo que ser albañil, cazador, cocinero, maestro y público de sí mismo. Recuérdese todo lo que desde su vocación y su formación primeras hubieron de hacer en España Ortega, D'Ors, Marañón, Achúcarro, Lafora, Pi i Suñer, Pittaluga... Sólo algunos de sus coetáneos -Río-Hortega, Tello, Cabrera- se decidieron al heroísmo o se resignaron a la limitación de no extender su esfuerzo por fuera de la parcela de la ciencia que más especialmente les atraía. Repito mi interrogación precedente: lo mucho que de Rey Pastor exigió su obra de fundador y promotor, ¿no es cierto que compensa ese sensible déficit de su obra de investigador original, de creador de matemática, que al hacer el balance de su vida algunos le han imputado; déficit que sin duda no se habría producido si don Julio hubiese concentrado su actividad científica en el campo del análisis o de la geometría?

Gracias a esa doble obra de Rey Pastor, y pese a las vicisitudes históricas que tan hondamente han alterado la vida de España y de la Argentina durante los últimos cuarenta años, el joven matemático puede formarse y dar comienzo a su obra personal en esa exigente e incitante situación que todos denominamos «estar al día». Pueden llegar puntualmente a sus manos las monografías y las revistas en que aparecen las novedades de la matemática -aun cuando, por desgracia, tanto haya que hacerse todavía en lo tocante a la provisión y a la racionalización de nuestras bibliotecas-, y en el nivel histórico e intelectual de que han surgido esas novedades ha recibido su formación. No; como tal matemático, ya no tiene que ser albañil, cazador, cocinero, maestro y público de sí mismo. Ese joven, cuyo ibérico genotipo es tan capaz de hacer ciencia original y valiosa como otro cualquiera, reléanse los nombres españoles antes consignados, sólo esto tiene que hacer: meterse dentro de sí mismo, poner en tensión suficiente su vocación, su ambición y su voluntad, sobreponerse a la densa indiferencia de nuestra sociedad, más capaz de aplaudir al triunfador que de ayudar al laborioso, y, como dice una metáfora taurina de nuestro pueblo, arrimarse, torear en su terreno a ese invisible toro que en ciencia es lo todavía problemático, lo que podría saberse y aún no se sabe, lo que sólo puede ser alumbrado corriendo el riesgo de no llegar o de no acertar. Con tal ánimo quisiera yo que nuestros matemáticos jóvenes y todos nuestros jóvenes hombres de ciencia leyesen este libro. No otro ha sido, estoy seguro, el más íntimo designio que a la hora de redactarlo ha movido el gran saber y la fina devoción filial de sus autores.