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ArribaAbajoArturo Duperier


ArribaAbajoLa nobleza de un fracaso

Palabras leídas en el acto de homenaje que le dedicaron las Mujeres Universitarias.


Nos hemos reunido hoy para rendir un homenaje póstumo a Arturo Duperier, hombre sabio y bueno, que hizo no poca ciencia de calidad, y que todavía habría hecho bastante más, si en vida hubiese visto en torno a sí la asistencia y el interés que, muerto él, ha encontrado su nombre. Nos hemos reunido para honrar con palabras de pena y amistad verdaderas la memoria de lo que ese hombre verdaderamente fue y quiso ser, y también para honrarnos nosotros con ello.

¡Qué difícil cosa, amigos, esta de honrar a los muertos según lo que ellos verdaderamente fueron! La frecuente voluntad de vivir hacia nuestros más propios fines -la tópica vida de los que, como acostumbra a decir nuestro pueblo, «van a lo suyo»- suele hacer con los muertos una de estas dos cosas: olvidarlos o utilizarlos. Si el muerto fue hombre modesto, se le olvida; si el muerto fue hombre valioso, se le utiliza. En el alma y en la conducta de quienes no viven sino para sí, un muerto es ante todo un ser susceptible de olvido o de utilización: dos actitudes de las cuales nos hallamos muy alejados, estoy seguro, todos los aquí reunidos. Tan alejados que en esta hora nos olvidaremos por completo de cuantos con diversos fines tratan de utilizar el nombre de Arturo Duperier -para dejarlo caer otra vez, claro está, tan pronto como para ellos ya no sea utilizable-, y nos emplearemos, como he dicho, no más que en recordar lo que él real y verdaderamente fue y quiso ser.

No, no es cosa fácil honrar con verdadera fidelidad la memoria de un hombre; y no sólo porque para ello hay que vencer la tosca y egoísta tentación de utilizar a nuestro servicio esa memoria, mas también porque, como dijo san Agustín, «ningún hombre sabe lo del hombre, sólo sabe del hombre que está en él». Ser hombre es poseer una intimidad personal, esto es, un interior recinto donde sólo la mirada de Dios puede penetrar. ¿Qué hay en el último fondo de una persona, allí donde ésta posee y ordena su libre y abierta soledad? Sólo Dios lo sabe. Pero los hombres realizan en el inundo con obras y palabras lo que en su intimidad pretenden ser, y a través de esas obras y esas palabras pueden los demás colegir algo de lo que ellos real y verdaderamente son, o, si han muerto, algo de lo que ellos real y verdaderamente fueron.

¿Qué fue, qué quiso ser el hombre que hoy recordamos? A través de lo que él hizo y dijo, tratemos de adivinarlo. Quiso en primer término que en la Universidad española conviviesen auténtica y armoniosamente la docencia y la investigación. Para eso vino de Inglaterra, donde en torno a su quieta vida de sabio todo era generoso halago, y no sólo para gozar otra vez la fuerte y penetrante compañía del aire, la luz, la tierra, la lengua y la amistad de esta conmovedora España nuestra. Para eso, y a costa de algún tártago -porque España, todos lo sabemos, no es sólo aire, luz, tierra, lengua y amistad-, quiso y logró reincorporarle a la Universidad de Madrid Joaquín Ruiz-Giménez, que en todo momento aspiró a ser leal amigo de los hombres sabios y buenos. Una Universidad en que no se investigue con alguna seriedad -unos con más brillantez y otros con menos, según sus posibilidades; todos algo-, una Universidad limitada a ser un establecimiento de titulación profesional y de docencia prefabricada y rutinaria, ¿merece a la altura histórica de nuestro tiempo el nombre que administrativamente usa? Hace ahora ciento cincuenta años, en el Berlín que por entonces se afanaba por fundar su propia Universidad y hacer de ésta ejemplo de europeos, escribía Schleiermacher que el saber puede y debe ser institucionalmente cultivado en tres niveles distintos: la Escuela, la Universidad y la Academia. La Escuela se limita enseñar de un modo u otro lo que ya se sabe; la Universidad enseña lo que se sabe, e investiga algo de lo que no se sabe; la Academia, que ya no enseña, es la institución en que los sabios se comunican unos a otros y discuten entre sí los resultados de su personal investigación. Acaso hoy sea incompleto el esquema de Schleiermacher, porque -donde la hay de veras- la investigación científica ha llegado a rebasar el marco de la Universidad; pero, incompleto y todo, ese esquema sigue siendo válido, y muy especialmente en lo que a la actividad universitaria atañe. Sin el incentivo y el pábulo de la investigación, la Universidad pierde altura intelectual y queda reducida a ser simple Escuela.

Esa Universidad auténtica y armoniosamente docente e investigadora buscaba para sí Arturo Duperier cuando volvió de Inglaterra; y porque ahora queremos honrarle según lo que él fue y quiso ser, debemos decir con sinceridad y con pena que murió muy lejos de poder verla y habitarla. Al universitario español no le es posible dedicarse exclusivamente a la docencia y a la investigación, y monos si pretende ejercitar esta última en el seno de su propia casa. Pero a esta general imposibilidad se unió, en el caso de Duperier, la que su personal empeño tuvo siempre ante sí. Tanto estimaban los ingleses el trabajo científico de Arturo Duperier -el trabajo que entre ellos había ya realizado y el que había de realizar entre nosotros-, que a su venida le regalaron muníficamente todo un equipo instrumental para la investigación de los rayos cósmicos. Pues bien: ni él, ni quienes junto a él nos esforzamos por ayudarle, hemos conseguido ver instalado y activo ese costoso material científico. Mientras viva recordaré sus reiteradas visitas, las siempre nuevas y siempre interminables gestiones que de esas visitas resultaban, y -esto es lo grave- el fracaso total de nuestro común empeño, a los cinco años de haberlo iniciado. Sin culpa de la Universidad, y dentro de la parcela que a él como profesor y como sabio le competía, Duperier fracasó en su tenaz y desinteresado propósito de enlazar con calidad y eficacia la investigación y la docencia. Y a mí -perdonadme la inmodestia de esta leve alusión personal- me cabe hoy la honra de haberle acompañado en ese fracaso suyo.

De este fracaso, acabo de decirlo, no puede culparse a la Universidad, y tampoco a la minúscula partecilla del Estado de que la Universidad depende. De él hay que culpar -quiero que mi juicio sea radical, y no sólo justo- a la sociedad española. Quiso también Duperier una España a cuyos hombres -o, cuando menos, a cuyos hombres mejores- importase de veras el saber científico, y con tal esperanza volvió a su patria. Dejaba entonces tras de sí el ejemplo de Inglaterra, a la cual, nobleza obliga, debe llegar una parte de este homenaje. Los amigos de Arturo Duperier -quienes lo fueran antes de su vuelta a España, quienes lo hemos sido después de su regreso- tenemos una deuda de gratitud con los ingleses, que le recibieron en su tierra y no le pidieron sino que trabajase en lo suyo. Tanto les importaba a los ingleses el trabajo científico de Duperier, que le dieron todo lo más que un hombre de ciencia puede desear, cuando lo es de veras: libertad y recursos, recursos y libertad. Más aún cabe decir: tanto les importaba ese trabajo, que desinteresadamente pusieron en sus manos el material que requería su futura labor en España. Decidme si he exagerado un ápice hablando ahora del «ejemplo» de Inglaterra.

¿Por qué hicieron todo esto los ingleses? ¿Por qué les interesaba tanto el trabajo científico de Duperier? Que los aficionados a las explicaciones penúltimas den las que su caletre les sugiera. Yo, modesto aficionado a las explicaciones últimas, diré que sí los ingleses han procedido así con el saber científico de Duperier, es porque a la sociedad inglesa -y como a ella, a otras- le importa de veras el saber científico; más ampliamente, porque le importa de veras el saber humano. Y viniendo voluntaria y amorosamente de Inglaterra a España, Arturo Duperier anhelaba una España a cuya sociedad importase de veras el saber científico, el saber humano. ¿Necesitaré decir que también este deseo suyo quedó incumplido? ¿Acaso no había, fracasado ya, desde Carlos III y Jovellanos, un deseo semejante de docenas y docenas de españoles?

Grave y hondo problema, el que nos descubren esa ambición, esa esperanza y este más profundo fracaso de Arturo Duperier. La España tradicional -no hablo ahora de la tradición superficial y política; hablo, más entrañablemente, de la tradición configurada en costumbre: tradición a la vez histórica e intrahistórica-, la España tradicional, digo, tiene en sí no pocas gracias y virtudes, mas también no pocas desgracias y lacras. Y entre estas últimas no ocupa último lugar el desvío habitual de los españoles, unas veces por temor y otras por resentimiento, frente a las verdades naturales, y por tanto frente al esfuerzo humano por conquistarlas y poseerlas. Perogrullesca y dolorosamente hemos de afirmar que si en España ha habido poca ciencia, ha sido, muy en primer término, porque a los españoles tradicionales no les ha importado de veras el saber, porque casi siempre han mirado de reojo la verdad que el hombre puede humanamente conquistar y poseer, y que a su vez le posee y le obliga a él, una vez conquistada. ¿Por qué sucede esto? Desde hace tres cuartos de siglo se vienen sucediendo las respuestas. Todos las conocéis, y su reseña no es del caso. Pero sí es del caso decir que Arturo Duperier topó a su vuelta de Inglaterra con una sociedad en la cual no se intentaba o sólo se intentaba verbalmente corregir ese tradicional y vicioso desinterés nuestro por el saber humano, por la agridulce conquista y posesión de la verdad natural. El sabio necesita ante todo -decía yo antes- libertad y recursos; y, por añadidura, un poco de estimación no póstuma de su obra intelectual, porque la estimación sólo póstuma no es satisfactoria y es sospechosa, y un puestecito al sol, como tal sabio, y no como santón o como objeto de propaganda, dentro de la sociedad en que él trabaja y vive. Cultivado más bien que remediado ese tradicional recelo suyo frente al saber y frente a los hombres que animosa y libremente lo conquistan, ¿podía la sociedad española dar a Duperier la libertad y los recursos que su trabajo necesitaba? Debo decir, porque me consta, que algo hizo por él cierta benemérita institución privada durante los últimos meses de su vida, Pero la excepción, cuando lo es, confirma la regla, y nuestro físico, hombre a la vez sabio y bueno, fracasó con su ciencia y con su hombría de bien frente a una sociedad que en vida le negó libertad, recursos, estimación y puesto al sol, y que después de muerto se afana por tranquilizar su mala conciencia pronunciando su nombre.

Honremos a Arturo Duperier y honrémonos nosotros recordando lo que él fue y quiso ser. Seamos fieles a su verdad. Con él hemos perdido un gran físico y una persona sencilla, digna y bondadosa. Otros con mayor autoridad os han hablado y os hablarán del hombre y de su obra científica. Yo, que le conocí menos y que en su ciencia soy casi lego, he debido limitarme a decir lo que en él y con él vi, esto es, a narrar y comentar brevemente su fracaso frente a una sociedad que tiende a mirar de reojo la ciencia y el saber de los hombres, y que no es educada con suficiente energía para perder ese vicio. Pero también honraremos la reciente memoria de duperier esforzándonos -cada cual en su puesto, cada cual a su modo- porque nuestra sociedad y nuestro Estado no sigan siendo así. ¿Acaso las gracias y las virtudes tradicionales de España impiden sin remedio que entre nosotros prosperen el amor al saber y ese libre amor a la verdad natural que la conquista del saber exige?


Hombres de España, ni el pasado ha muerto,
ni está el mañana -ni el ayer- escrito,

cantó otro gran recordado de estos días, frente a cualquier linaje de fatalismo histórico. También así honramos a Duperier, según lo que él fue y quiso ser. Y también, amigos, pidiendo a Dios que haya sido colmada su esperanza de sabio y de hombre, y que en el seno de su divino pecho -«misterioso hogar»- haya conocido desde dentro y desde arriba el secreto de los rayos cósmicos y el bien que tan tenazmente le regatearon los hombres en la tierra.






ArribaAbajoJosep Trueta


ArribaAbajoLección de un sabio

Todos los años, desde hace cuatro, viene celebrándose en Madrid una «Conferencia Marañón», en la cual -siempre bajo la autorizada presidencia de don Teófilo Hernando, Néstor y Tiresias de la medicina española y fraternal amigo del gran recordado- hombres de prestigio universal ofrecen una lección magistral acerca de alguno de los temas en que personalmente se han distinguido. Marcel Bataillon, José Manuel Rodríguez Delgado, Isaac Costero y Josep Trueta han sido hasta hoy sus titulares.

Bien reciente es la espléndida lección de Trueta. Ha presentado en ella sus estudios y sus ideas acerca de la contribución del tejido óseo a la conservación de lo que hace como cien años el genial fisiólogo Claudio Bernard, creador del concepto, llamó fixité du milieu intérieur, y hoy, con otro gran fisiólogo, el norteamericano Cannon, todos los biólogos suelen denominar «homeostasis»: la conservación de una relativa constancia en la composición y en las propiedades de los humores que bañan las distintas células del organismo. Sería por completo improcedente que yo fastidiase al lector no técnico contándole los saberes científicos de que Trueta habló: osteoblastos, osteocitos, colágena, calcio, fosfatos, osteoclastos...; mas también sería estúpido por mi parte no subrayar que Trueta, con vuelo mental de grande y verdadero sabio, supo en su conferencia enlazar armoniosamente la paleontología (esos animales marinos a los que la Naturaleza, hace como quinientos millones de años, les inventó el esqueleto, y con éste un primitivo mecanismo para lograr la homeostasis), la bioquímica, la citología, la biología general y la cirugía de los huesos. Hermosa conferencia, que oída en cualquier parte, pero sobre todo en el anfiteatro pequeño del viejo San Carlos, hubiese hecho feliz al hombre a quien expresamente era dedicada. Pero la magistral presencia de Josep Trueta en ese anfiteatro -hoy piadosa y certeramente restaurado por el Colegio de Médicos de Madrid- ha tenido un significado que, englobando su ciencia, más aún, apoyándose en su ciencia, daba a ésta un sentido nuevo. Trueta, hombre medularmente catalán, tuvo la fineza de terminar su disertación recitando los versos con que Marañón declaró un día su hondo y auténtico amor a Cataluña; y poco más tarde, tras los postres de la sencilla cena con que su lección fue íntimamente celebrada, contó los orígenes de ese amor -la asistencia médica del entonces joven y ya refulgente médico a Prat de la Riba- y nos obsequió con una exégesis idiomática y coreográfica, llena a primera vista de humor entre catalán y oxoniense, pero transida en su fondo de muy catalana sentimentalidad, de lo que medularmente es el carácter de su pueblo. Como idioma, el catalán es rápido, ahorrativo, funcional; en él, el relámpago castellano se hace llamp, el pecho, pit, el pino, pi, y así tantas y tantas palabras. En su danza más propia y entrañable, la sardana, el hombre de Cataluña tiene que emplear el cálculo; «el catalán, cuando baila, cuenta», nos decía Trueta. Todo lo cual tendría en su fondo y en su arranque, a manera de elocuente expresión plástica, la firme, sobria y recia arquitectura de los siglos en que Cataluña se formó, ese maravilloso románico que todavía hoy llena de sereno gozo nuestros ojos en los templos de Tahull, Ripoll y Bohí. Grandes y elementales verdades, que con conocimiento de amor en todo momento debiéramos tener como nuestras los españoles de este lado del Ebro.

Algo habría que añadir, sin embargo, a la sutil y sugestiva tipificación caracterológica que el sabio nos ofreció. Porque no puede olvidarse que, después del románico, Cataluña ha sabido crear o recrear un gótico exquisito -¿habrá que recordar Santa María del Mar o la Virgen de Plandiura?- y luego, con el genio de Gaudí, un poderoso y originalísimo neogótico modernista, si los historiadores del arte me permiten una expresión que tal vez no hubiese descontentado a Xènius; ni puede por otra parte desconocerse que al funcionalismo contante y racionalizante de los catalanes se unen en el alma de éstos un sentimentalismo que puede adoptar muy diversas formas, y el esteticismo, aunque éste, contra lo que afirmó un conocido verso de Unamuno, nunca llegue a ahogarles, y una muy peculiar ironía frente al límite propio. ¡Qué bien manifiesta los dos primeros la actitud final del Senyor Esteve ante la irrefrenable vocación de artista de su hijo, y qué bien da fe de esa ironía -autoironía- la creación, del tipo por el catalanísimo Santiago Rusiñol! Como rasgo típicamente catalán he recordado en otra ocasión el rótulo que sobre la puerta de su chiringuito colocó el propietario de él, comprensiblemente resuelto a hacer su pequeña pesca en el río del turismo internacional: «On parle français. Però no gaire Espíritu racional hecho ciencia de la mejor calidad, ironía catalana mezclada con humor oxoniense, fino sentimiento ante los que como sabio y como amigo le recibían con aplauso; todo esto nos ha traído Josep Trueta a quienes hace bien pocos días hemos escuchado su «Conferencia Marañón».

El investigador científico y, más generalmente, el creador en cualquier orden de la vida humana, son por esencia salvadores del futuro. El historiador y el restaurador de monumentos salvan el pasado para que sea o pueda ser algo mejor el futuro que tras ese pasado venga; el creador, en cambio, salva el siempre incierto futuro, anticipa una situación del hombre sobre la cual pueda ser más digna y más cabal su existencia y desde la cual quepa mirar sin desconsuelo lo que ya pasó. ¡Qué gran bien para todos los españoles, si este gran investigador y gran médico catalán fuese el anticipador de un tiempo en el cual nos sea posible contemplar como punto de partida de un camino ascendente, por tanto sin amargura, todo lo que en España le haya precedido, esto es, tina situación de la vida española donde se hayan hecho estimable realidad social la meta a que aspira su ciencia y el término hacia que tiende su sentimiento!






ArribaAbajoPlácido G. Duarte


ArribaAbajoVida y obra de un cirujano

Palabras leídas con motivo de su jubilación como cirujano del Gran Hospital.


¿Quien puede hablar con mayor verdad de un hombre, el que es amigo suyo o el que no lo es? Si la amistad es verdadera -si no es mero compadrazgo o interesada sociedad de bombos mutuos-, la respuesta debe ser inmediata: el amigo. En primer lugar, porque en la relación interhumana nunca existe la indiferencia. Lo que solemos llamar así es unas veces amistad o simpatía mínimas, y otras, tantísimas otras, mínima antipatía o mínima hostilidad. En segundo término, porque la amistad, cuando es verdadera, nos hace intelectualmente sensibles a zonas de la realidad para las que son ciegos el indiferente y el olímpico. En todos los sentidos de la palabra, el amigo es para el amigo un hombre «atento», una persona cognoscitiva y operativamente vertida hacia él. Recordemos una vez más a san Agustín: «Sólo a través del amor se llega al conocimiento.» si el hombre no amase intelectualmente la realidad del cosmos, no habría física, y el buen diagnóstico sería imposible si el médico fuese afectivamente hostil o indiferente a la personal y concreta realidad del enfermo a que atiende. El amor no quita conocimiento; lo da.

Apoyado en estas fundamentales verdades, desde mi amistad con Plácido G. Duarte voy a hablar de su figura y su persona. Desde hace años soy amigo suyo; y lo soy en virtud de esa mezcla de azar, destino y carácter que según el filósofo Dilthey constituye y orienta la trama de toda biografía. En cuanto yo sé algo de mí mismo, a mi carácter pertenece una entrañable afición a ser amigo de los mejores. Varias veces he dicho que frente a la sentencia «Mis amigos son los mejores», tan vigente entre nosotros como tácita o expresa norma de conducta, yo propondría esta otra: «Los mejores son mis amigos.» Me mueven conjugadamente a ello mi temperamento, mi educación y mi oficio académico. Ser historiador de una determinada actividad humana, la medicina, la filosofía, la pintura, o la pesca con caña, ¿qué es, sino vivir en amistad con los hombres más eminentes en la creación y el ejercicio de esa actividad? Los que quisiéramos hacer mucho y hacemos poco, ¿cómo podríamos encontrar mejor apoyo y consuelo? Para los que sin resentimiento tenemos que vivir en las polvorientas llanuras del mundo, ser amigo de los mejores es uno de los más eficaces alivios que el mundo puede, conceder. Pues bien; operando sobre ese arraigado hábito de mi carácter, el azar y el destino -la buena suerte, para decirlo más a la llana- han hecho que yo fuese amigo del hombre en cuyo honor nos hemos reunido.

No voy a presentároslo. Entre nosotros está la rica y abierta realidad, de su persona, y nada hay como el trato directo con una realidad para tener la verdad de lo que ella es. Tampoco voy a relatar, como si profesoralmente recitase una lección de cátedra, el curriculum de su vida y su obra. Una y otra son todavía caminos firme y vigorosamente abiertos hacía el futuro; y cuando un hombre sigue siendo capaz de «hacer camino al andar», como nos enseñó a decir don Antonio Machado, hay que esperar a que la vía esté definitivamente hecha para señalar con suficiente precisión y cierta integridad los hábitos que la componen. Otra cosa haré: exponer y glosar, a través de algunos rasgos característicos, las principales facetas en que se ha expresado, al constituirse, la personalidad de Plácido G. Duarte: el estudiante, el médico de hospital, el cirujano, el maestro; y en el centro de todas ellas, dándoles nacimiento y consistencia, el hombre singular, la persona de que yo y tantos más tenemos la fortuna de ser amigos.




ArribaAbajoEl estudiante

Madrid, 1912; el Madrid del Galdós declinante y el Arniches ascendente; el Madrid en que una generación española, la del 98, empieza a compartir el cetro intelectual y literario con otra nueva, la de Ortega y Marañón. En el Instituto de San Isidro, un mocito de familia modesta, hijo de Plácido González y Petra Duarte, está cursando la asignatura que entonces se llamaba «Fisiología e Higiene». ¿Sólo para aprenderla? No: también para enseñarla. Por su propia iniciativa, el verano anterior se ha leído en la biblioteca del mismo Instituto los tres gruesos volúmenes de la Fisiología humana, de Luciani. Un día en que le pregunta en clase, lo descubre el profesor, y desde aquel momento le asocia a su tarea de explicar la asignatura. Se ha abierto así en el camino de Plácido G. Duarte hacia la Medicina y -por vez primera- se ha puesto de manifiesto su personal modo de ser estudiante.

Madrid, 1916; el Madrid alegre y confiado que empieza a decir, frente a la que entonces todos llamaban «europea», «No me hable usted de la guerra». En la calle de Atocha, frente al viejo Colegio de San Carlos, un muchacho es paseado en hombros por un grupo de jóvenes. ¿Un torero que inicia su camino hacia la gloria? No; un estudiante que por votación entre sus compañeros acaba de obtener el premio instituido por Martínez Molina para estimular el estudio de la Anatomía. Venciendo voluntariosamente su inicial repugnancia por la disección, el joven Duarte ha adquirido en ella maestría; y también, por supuesto, en el saber teórico a que ella conduce. Los premios Fourquet y Ribera completarán luego ese tempranísimo cursus honorum de nuestro estudiante.

Detengámonos aquí, y a la luz de lo dicho consideremos en el estudiante de Medicina Plácido G. Duarte su personal modo de serlo. No sólo para su elogio; también para romper otra lanza, una más, contra la nefasta leyenda y el prestigio nefasto que entre nosotros tiene el estudiante pigre.

Los puestos rectores de la sociedad suelen obtenerlos -ésta es la prosaica verdad objetiva, frente a la alegre estimativa de la España zaragatera- quienes en la Universidad fueron buenos estudiantes, y un estudiante es en mi opinión bueno cuando en él se reúnen tres rasgos principales: inteligencia suficiente para aprender lo que le enseñan, personalidad para estudiar por sí mismo algo de lo que no le enseñan y voluntad para subsanar, a impulsos de la vocación, las limitaciones de la propia naturaleza. ¿No son éstos los rasgos que a su paso por las aulas de la Facultad de Medicina hizo patentes en su todavía incipiente persona el estudiante Plácido G. Duarte? Todavía cabe añadir un cuarto rasgo a los tres anteriores: el buen estudiante demuestra serlo cuando quiere y sabe seguir siéndolo a lo largo de toda su vida, aunque ésta le haya conducido a ser maestro. Tal es el caso de quien, en la cima de su condición de cirujano, se complace asistiendo a los cursos de Zubiri y de Ochoa, y en la alta noche, cuando la ciudad duerme su fatiga, lee con mente ávida cuanto necesita para ser activo ciudadano intelectual de España y del mundo. El alumno que en 1916 ganó el premio Martínez Molina sigue viviendo en el alma de este hombre.




ArribaAbajoEl médico de hospital

En 1924, cuando en su mocedad apunta la primera sazón de la madurez, Plácido G. Duarte es nombrado -por oposición, para cumplir fielmente el rito ibérico- jefe del servicio de cirugía general del hospital de la Princesa; en la más estricta acepción del término, llega a ser médico de hospital.

Desde que en la Baja Edad Media comparece en la escena social de la asistencia al enfermo, la figura del médico de hospital es una de las más caracterizadas y nobles entre las que diversifican el ejercicio de la medicina. Tres notas principales, a mi modo de ver, la constituyen y distinguen. Ante todo, la eficacia técnica, día a día contrastada en la visita hospitalaria y en la atención administrativa a la buena marcha del servicio. A continuación, la ética civil, sin la cual la sala y el consultorio no cumplirían decorosamente su inexcusable condición de servicio público. Y last, but not least, la ética médica, cuya prueba suprema es -bajo la aparente facilidad de la cosa en la práctica de los médicos ejemplares- la no distinción entre el enfermo de hospital y el paciente de la práctica privada, el hábito de tratar a aquél, para decirlo con las donosas palabras de Marañón, como a un caballero de la Tabla Redonda.

España ha tenido espléndidos médicos de hospital. Entre los madrileños quiero recordar a dos recientes, Juan Madinaveitia y Gregorio Marañón. Y con ellos, en sus salas del Hospital de la Princesa, Plácido G. Duarte. Dejad que lo haga patente con sólo dos botones de muestra, procedente uno de la rutina diaria y ofrecido el otro por una situación-límite de la vida española.

El médico de hospital es por lo general -debe serlo- un sanador técnicamente distinguido; un hombre, por tanto, a quien puede hastiar la ejecución de lo rutinario y trivial, la ocupación con lo «poco importante». Lo suyo parece ser lo excepcional y difícil, aquello en que mejor puede mostrar u ostentar él su condición de divo. Pero el médico de hospital, a cuyo cuidado están, junto a los casos excepcionales y difíciles, las más vulgares dolencias de los pacientes más humildes, no puede, no debe ser, frente a ellas, olímpico divo; para él no puede y no debe haber casos y enfermos «poco importantes». He aquí a Plácido G. Duarte en el quirófano del hospital de la Princesa operando con despierta atención y depurada técnica, pero sin el menor divismo, la vulgarísima hernia de uno de esos hombres a quienes cruel y erróneamente solemos llamar «innominados». He aquí a un ejemplar médico de hospital.

Un día cae sobre la vida española una espantosa situación-límite, nuestra guerra civil; y con ella, para nuestro cirujano, la ocasión de mostrar cuántos son sus quilates en su oficio de médico de hospital. Contra el reloj, porque la sangre apremia, debe instalar un nuevo y eficaz servicio quirúrgico al abrigo de los disparos. Nueva casa, nueva situación, nuevos deberes. El médico hace frente a éstos siéndolo del modo más puro: atendiendo sin acepción de personas -cuando la diferencia entre unas y otras se ha hecho en la calle diferencia a muerte- a los enfermos y los heridos que llenan y colman sus salas; mas no por frialdad ante la tragedia en torno, sino porque dentro del hospital el paciente, para el verdadero médico, es tan sólo un hombre que sufre. «Me gusta ayudar a quien busca mi ayuda», ha dicho más de una vez éste de que hablo. Aunque lealmente comprometido, según sus íntimas convicciones personales, en el gran drama de España, el médico del hospital ha sabido hacer honor a su título.

No sólo con su asistencia, también con su voluntad de perfección en cuanto tal médico. Varias técnicas nuevas en el tratamiento de las heridas van a salir de sus servicios en aquel terrible trance. A fuerza de competencia técnica y de exquisita humanidad, Plácido G. Duarte atravesará con descollante autoridad moral la más atroz vicisitud que desde su nacimiento a la historia ha sufrido la vida española.




ArribaAbajoEl cirujano

¿Necesitaré proclamar lo que para todos es evidente? Plácido G. Duarte, cirujano, gran cirujano; nada más notorio. «Ecco un grande chirurgo», dijo Pietro Valdoni, par de él, viéndole operar un tumor de intestino.

Pero de lo que ahora se trata no es de repetir con elogio lo consabido, sino de diseñar con precisión algunos de los rasgos con que esa genérica condición de gran cirujano ha sido en este caso realizada. Juzgando por lo visto y lo oído, me atrevo a pensar que la excelencia quirúrgica de Plácido G. Duarte se halla fundamentalmente constituida por las siguientes notas:

1) La suma perfección en el empeño de aprovechar al máximo -improvisando, tantas veces, en el curso del acto quirúrgico- todas las enormes posibilidades actuales de la cirugía exerética y reparadora. Todas, porque él siempre ha querido ser, frente a la especialización inmediata, cirujano general; pocos han hecho profesión de fe en la cirugía general con tanta convicción y tanta autoridad. Pero sobre todo, las pertinentes a los dos campos en que ha culminado su maestría técnica, la gran cirugía del cáncer y la cirugía torácica.

2) La lúcida posesión de una conciencia quirúrgica especialmente profunda y depurada. Llamo ahora «conciencia quirúrgica» a la expresión psicológica del hábito mental y operativo que nuestro cirujano, en un discurso ante la Academia de Cirugía de Madrid, denominó «espíritu quirúrgico». En su complementaria oposición al «espíritu médico» del internista, ¿qué es el «espíritu quirúrgico»? «La diferencia entre lo quirúrgico y lo médico -decía él- es una realidad que hay que reconocer, significativa de dos estilos distintos, temperamentalmente condicionados, de considerar los problemas terapéuticos. La irreductibilidad, por biológica, de esta disparidad de estilos, tiene de aprovechable el beneficio que puede obtenerse de su contraste. La emulación no tiene más que consecuencias útiles cuando los émulos están guiados por intenciones análogas de superación y acierto. Médicos y cirujanos deben inspirar su razón en las doctrinas y preceptos de una sola y común ciencia: la Medicina.»

Desde que hay cirujanos o aspirantes a tales -desde que en la práctica de la medicina se separan y compiten entre sí internistas y operadores-, tres principales caracteres han constituido, a mi juicio, el «espíritu quirúrgico»: la constante disposición a mancharse las manos en la exploración y en el tratamiento del enfermo; la tendencia a no admitir como cierto sino lo que puede verse y tocarse; una especial intensidad de la actitud ante la enfermedad que más de una vez he llamado yo «ánimo terapéutico», esa fecunda no-resignación de los Paracelso, los Paré y los Withering ante la ocasional limitación de las posibilidades de ayudar técnicamente al enfermo. Pero sin la callada posesión de «espíritu médico», ¿podrá lograr excelencia el cirujano? Plácido G. Duarte ha sabido darnos una estupenda respuesta a esta interrogación: «Un cirujano es un médico que sabe operar.»

De nada serviría la más fina conciencia quirúrgica, si ésta no se expresase ante la mesa de operaciones; y puesta en tan terminante prueba, consiste en la elección de la conducta operatoria con plena lucidez sobre el caso y sobre lo que uno, como cirujano, es y puede entonces ser. «Dentro de lo que debe hacerse, de lo que yo soy y de lo que aquí y ahora yo puedo ser, ¿cuál debe ser mi comportamiento? ¿Qué debo hacer?» En el orden de los hechos, tal es la interrogación suprema de la conciencia quirúrgica. Magistralmente nos lo ha hecho ver Plácido G. Duarte, exponiendo cuál debe ser la composición de lugar del cirujano actual ante el arduo problema técnico del cáncer de esófago.

3) La concepción y la práctica de la intervención quirúrgica como la ejecución de una sonata, en parte reglada por lo que sobre ella dicen los libros y las revistas y en parte improvisada en el transcurso del acto operatorio. Como el pianista no deja para otro el último acorde de la pieza que ejecuta, el buen cirujano lo es con su gusto por la práctica atenta de todos los tiempos de la intervención, desde la incisión primera hasta la sutura final. Sólo una excepción a esta regla puede aconsejarse: la del operador que está siendo maestro y deja que el ayudante realice ante él algunos tiempos de la intervención por él comenzada.

Uno de los escritos del Corpus Hippocraticum prescribe, entre los talentos y las habilidades del médico, la «eurritmia de las manos». Linda expresión, y más todavía en nuestros tímpanos, sensibles aún a la estética verbal del modernismo, que en los oídos de los antiguos griegos. Tres requisitos dan su cabal integridad a esa eurritmia: la destreza, la inteligencia, porque también a través de la mano se debe ser inteligente, y la buena voluntad. Si habéis visto operar al cirujano Plácido G. Duarte, decidme si sus intervenciones no son, en este plenario sentido del término, admirablemente eurrítmicas.




ArribaAbajoEl maestro

«Ésta es acaso mi más entrañable vocación: enseñar, transmitir todo lo que yo humanamente pueda.» Estas pocas palabras, dichas hace algunos años a un periodista interrogante, nos ponen ante un gozoso hecho real y denuncian una espléndida posibilidad no cumplida.

Gozoso hecho real ha sido, en efecto, la constante presencia de cirujanos jóvenes y menos jóvenes, españoles unos y americanos otros, en el quirófano de Plácido G. Duarte. Querían aprender de él lo que no puede aprenderse en libros y revistas: cómo las nuevas técnicas de la cirugía se hacen realidad visible y comunicable a través de quien sabe ejecutarlas impecablemente y acaso mejorarlas.

Pero el recuerdo de ese hecho tiene que ir empapado hoy de cierta amarga melancolía, porque el maestro que Plácido G. Duarte ha sido nos hace pensar en el maestro que él no ha podido ser. La indecisión del tribunal en unas oposiciones a cátedra, allá por 1932, y la vida universitaria ulterior a 1939, después de esta fecha, han impedido que nuestro cirujano fuese lo que por talento, vocación y formación estaba llamado a ser: un gran maestro de Patología Quirúrgica en la Facultad de Medicina. Más tarde, el incumplimiento de la Ley de Especialidades Médicas -dejadme que llore sobre ella; fui uno de sus promotores- nos ha privado a todos de una prometedora posibilidad, la incorporación de los grandes servicios hospitalarios a la actividad docente de las Facultades de Medicina, y ha quitado a los amigos de la Universidad y de Plácido G. Duarte, antes de que ella pudiera nacer, la gran satisfacción de verle al frente de la Escuela de Cirugía que con tanta autoridad y tanta precisión supo planear. Toda jubilación es un poco melancólica. Por afortunada añadidura, algunas, además de ser melancólicas, alcanzan a ser realmente jubilosas; entre ellas, ésta. Pero la consideración de una espléndida posibilidad no cumplida pone irremediablemente una pequeña gota de amargura en el seno mismo de la melancolía y el júbilo.




ArribaAbajoLa persona

Un estudiante, un discípulo, un médico de hospital, un cirujano, un clínico, un patólogo, un maestro; y en el centro de todo esto, dando realidad viva, creadora y unitaria a tan rica y armoniosa diversidad, una persona.

Un hombre es persona, muy en primer término, allí donde no pueden llegar las miradas de los demás hombres y apenas llega la suya: en el hondón de su intimidad, en ese secreto recinto donde, como decía san Agustín, «él es lo que es». Pero también desde fuera de él puede en alguna medida percibirse cómo un hombre es persona; y esto se logra, más aún que examinando su vida negociosa -lo que él hace para realizar su oficio en el mundo-, contemplando el modo cómo realiza su vida cuando ésta no es oficio sino vacación, cuando el ocio permite disponer más amplia y sueltamente, en relación con uno mismo, de la propia, íntima libertad personal. En el caso de Plácido G. Duarte, observando cómo su ocio -quede aparte la fuerte, pero bien acotada afición a la caza- es constante apertura a la música, a la poesía, a la pintura, a la ciencia, a la filosofía, a la amistad. En definitiva, a todo aquello por lo cual el hombre mejora su propia calidad, y en la plenitud de esta expresión logra hacerse «más hombre».

¿No es en las situaciones-límite donde se hace más visible y convincente la realización de lo que uno, como persona, verdaderamente es? Volvamos, pues, a la situación-límite de la vida española que antes mencioné: nuestra guerra civil. Estamos en el hospital quirúrgico que por necesidad ha improvisado en Madrid Plácido G. Duarte. La jornada ha sido agotadora: heridos y más heridos, pacientes civiles, lamentos, sangre en las salas y en el quirófano. Envolviéndolo todo, el espectáculo diario de la realidad que más hondamente puede perturbar el alma de un hombre cabal: un inmenso y multitudinario dolor no merecido. Con el grupito de los más próximos colaboradores, el jefe del servicio descansa en su despacho. ¿Para qué? ¿Para evadirse de ese enorme dolor en torno? No. Ante todo, para convivirlo más allá de la sangre derramada en que se manifiesta; y luego para demostrar que el hombre con vocación de hombre debe ser siempre capaz de buscar y de encontrar todo aquello que más de veras le ensalza, el arte, el saber, la amistad. Varios son los que todavía pueden dar testimonio del modo como Plácido G. Duarte, al término de su jornada de cirujano de guerra, mostraba con obras y palabras su vocación de persona de paz.

Arte, saber, amistad. A tan fino amigo de la música y la poesía, a tan empeñado cultivador de la amistad, repitámosle los exultantes versos de Schiller que se cantan en la Novena Sinfonía:


Wem der grosse Wurf gelungen
eines Freundes Freund zu sein
wer ein holdes Weib errungen,
mischet seinen Jubel ein,

«Aquel a quien ha tocado la gran suerte de ser amigo de un amigo,... únase a nuestro júbilo.» En este caso, el júbilo de todos los que, como amigos suyos, de un modo o de otro hemos participado en la sólo administrativa jubilación del cirujano Plácido G. Duarte.






ArribaAbajoJosé María Pemán


ArribaAbajoAndalucía soñada

Conferencia pronunciada en el ciclo en honor a Pemán organizado por el Ayuntamiento de Cádiz.


Declarando quintaesenciadamente el sueño de su vida, dijo un gran poeta latino: «et in Arcadia ego». Recapitulando sentenciosamente la realidad de la suya, una realidad que, como pronto veremos, es también sueño, podría decir José María Pemán: «Y yo, en mi Andalucía.» Lo cual, como todas las definiciones atenazantes, nos plantea, inmediata e ineludiblemente, una serie de arduas interrogaciones. ¿Qué es Andalucía? Y ¿a qué llama Pemán mí Andalucía? Y ¿en qué consiste eso de estar en Andalucía? Tales son las preguntas a que esta tarde intentaré responder.

Afirmar que buena parte de la ingente producción escrita de Pemán -poesía, teatro, novela, cuento, ensayo periodístico- tiene Andalucía como tema, sería ante vosotros algo así como descubrir el Mediterráneo, o, si queréis, el Atlántico. Pero de lo que se trata ahora no es de hacer un censo erudito, sino, mucho más ambiciosamente, de extraer una esencia. Ese tan amplio y diverso material literario ¿qué nos dice acerca de los temas antes enunciados? Dentro de él, ¿qué es Andalucía? Y ¿en qué consiste para su autor estar en ella, vivir desde lo que ella es? Permitidme que sea, una vez más, fiel a mi condición profesoral, y divida metódicamente mi respuesta en cuatro puntos sucesivos: 1º ¿Qué es la Andalucía de Pemán? 2º Estructura y origen, según Pemán, de eso que para él es Andalucía. 3º Mi personal actitud ante la visión pemaniana de Andalucía. 4º Con Pemán, ante el futuro de Andalucía.

Cuatro puntos; cuatro toros y no salamanquinos, sino andaluces. Vamos a ellos.




ArribaAbajoLa Andalucía de Pemán

Como cualquier otro fragmento del planeta, Andalucía puede ser, según el particular punto de vista desde el cual se la mire, cosas muy distintas entre sí: un trozo de tierra y agua, geológica, geográfica y paisajísticamente considerado; la materia de un problema socio-económico o socio-político; el solar donde han ido aconteciendo tales o cuales acciones políticas, religiosas, bélicas, científicas o artísticas; una red de carreteras cómoda o incómodamente transitables. Pues bien, siendo Andalucía para Pemán algo de todas estas cosas, ninguna de ellas nos da la verdadera clave de lo que ahora estamos buscando; ninguna nos dice lo que para nuestro escritor es la esencia de Andalucía. No; ni simple trozo de tierra y agua, ni mero problema socioeconómico o socio-político, ni erudita narración histórica, ni suelo doméstica o turísticamente transitable. Porque Andalucía es para Pemán, y esto es ante todo lo de veras decisivo, un modo de vivir y, dentro de él, más hondamente, un modo de ser. ¿Por qué? Porque su personal modo de sentir y entender la vida es el que, mediante una suerte de elipsis confesional -si me permitís decirlo tan pedantescamente-, él mismo ha atribuido a uno de sus tipos andaluces más queridos: Simón el Librero. «Amaba mucho a los filósofos que han amado, sobre todas las cosas, al hombre, y le han hecho centro de su filosofía. El homo sum del suave Terencio, no se le caía de los labios y hubiera podido ser la divisa de su vida. También acariciaba, con singular predilección, un viejo tomito que contenía las Epístolas de san Pablo. Hacía notar cómo san Pablo estaba tan concentrado en el amor y el estudio del hombre que no tenía ojos para la naturaleza exterior. Si hubiera sido ciego, decía Simón, no hubiera escrito de otro modo sus Epístolas.» Como el pagano Terencio y el archicristiano Pablo de Tarso, esto es, como el gaditano Simón el Librero, Pemán es, en primer término, sensible a la realidad del hombre, a la vida humana, más aún, a las formas más inmediatas y más concretas de esa vida, y como un delicado modo de vivir, de ser hombre sobre la tierra y junto al mar, ha entendido él su Andalucía. El paisaje existe para él, pero como alquitarada nota fugaz, una luz, un campo ondulante de olivos o de viñas, un mar cuya superficie, junto a la costa, rizan y visten de encaje las olas, una nota fugaz, repito, del escenario geográfico o urbano en que la vida humana acontece. A veces, eso sí, con aguda e iluminadora sensibilidad poética. Recordad su concentrada descripción del verdadero silencio de oro. Ese silencio positivo, producido a fuerza de luz y a fuerza de vida, son sus palabras, que surge de la reiterada conjunción anual de estas cuatro notas: Andalucía, julio, la cal, las tres de la tarde.

Los problemas socio-políticos y socio-económicos, asimismo, existen para él, pero sólo como ocasión para una pasajera broma irónica o como materia de una fina y volandera reflexión sicosocial. «Equivocará plenamente el diagnóstico y el tratamiento -escribe- quien pretenda enfocar las agitaciones sociales andaluzas a la luz única de los impulsos utilitarios. Son también esos, desde luego, pero más en lo hondo son la consecuencia de haber despertado un día, los agitadores, con el afán de ser iguales a su propio sueño.»

No. Para Permán lo importante, lo decisivo de Andalucía, es su peculiar modo de vivir, su manera característica de realizar y entender la existencia humana; como diría Américo Castro: «la especial vividura de Andalucía». Oíd, si no, la apretada, estilizada enumeración de varios de los rasgos de este vivir que, hace cuarenta y cinco años, cuando su espíritu era menos joven que el de ahora, escribía José María Pemán: «La sobriedad de estos campesinos, flexibles como juncos, que comen unas cucharadas de gazpacho; la elegancia ceremoniosa de los gestos, aún en el pueblo mismo; el garbo del traje corto, que, por no tener bolsillos, enseña el movimiento rítmico y armonioso de los brazos; el individualismo bravo, que no concibe el baile de conjunto ni el coro de orfeón; el espíritu crítico, burlón y experimentado, que reacciona frente a la vida con coplas y refranes.»

Ahora bien; este modo andaluz de vivir y de ser, ¿puede ser reducido a una teoría, a la vez estructural y genética? Las notas descriptivas y constitutivas del vivir andaluz que Pemán percibe y literariamente presenta ¿son susceptibles de ordenación de modo que de tal empeño resulte una estructura y luego una comprensión, por igual sicológica, sociológica e histórica? Interrogaciones que muy derechamente nos llevan al punto segundo de nuestra indagación.




ArribaAbajoEstructura y origen de la Andalucía de Pemán

Tomemos estos dos temas por separado. Tratemos, en primer término, de ordenar en unas cuantas notas, estructuralmente conexas entre sí, ese andaluz modo de entender y hacer la vida, tal y como lo ve Pemán. No con el propósito de agotar el tema, sino con la más modesta intención de dar un paso hacia un cabal planteamiento del mismo, he aquí seis esenciales rasgos de la Andalucía pemaniana, rasgos que no por azar, y con deliberación más o menos consciente, vienen siempre a ser, en quienes los poseen y ejercitan, el resultado de una sabia y querida ambigüedad.

Primer rasgo. La visión del trabajo como un punto de equilibrio entre la primorosa operación personal y la paciencia; con otras palabras, entre dos artes: el arte de lograr una creación para siempre y el arte de dar tiempo al tiempo. Como ejemplo de lo primero, me atendré a un solo ejemplo de los que podrían espigarse en la obra de Pemán: el ejemplo humilde, pero rotundo, de la olla andaluza, la olla de cobre de los cortijos. La olla andaluza, son sus palabras, una de esas fórmulas inteligentes y eternas, conquistadas para siempre, en un acierto genial, por el espíritu humano. Esa olla, añado yo, panzuda, esférica, perfecta, como el ser de Parménides.

O bien, otra creación del trabajo en Andalucía: el urbanismo rural; para mí, en ese orden del urbanismo la más alta creación del mundo civilizado.

Y frente a este lado, el otro, la paciencia, el arte de dar tiempo al tiempo. Y como ejemplo, la elaboración del vino jerezano, del cual dice Pemán: «La tarea del hombre de Jerez es mínima y andalucísima; consiste en dejar hacer.» Todas las cosas grandes se hacen dejando estar.

O bien, si me permitís otra muestra, la estampa del jinete a la andaluza sobre su caballo caracoleante, que no tiene prisa por llegar al sitio a donde va, si es que va a algún sitio. Jinetes señoritos, que nunca tuvieron prisa para llegar y que, por eso, se recreaban en la elegancia de cada paso.

Segundo rasgo. La ejecución de la vida cotidiana como un constante compromiso voluntario, aunque por modo subconsciente, tantas veces, entre la abierta sinceridad y el recatado pudor. La abierta sinceridad, la sinceridad de los patios andaluces, según Pemán. La cancela es una institución liberal por la que la casa, concentrada en el patio, se entrega a la fiscalización de la calle. A través de la cancela el patio y la calle se ven entre sí como dos novios. La conclusión, tajante, no se hará esperar. Andalucía es el pueblo enamorado por excelencia de lo amplio, de lo abierto, de lo luminoso. Y, entre paréntesis, permitidme que os aconseje leer, o releer y volver a leer, uno de los más preciosos artículos, entre tantos preciosos de Pemán, el que se titula «Verano y veraneo». Lo que, en el orden del teatro andaluz, es el patio de los Quinteros, eso mismo, en el orden del articulismo periodístico, viene a ser éste de Pemán. Por un lado, esa abertura sincera, incluso a la calle, a través de la cancela; por otro lado, el pudor del trabajo. Aquí Pemán se adhiere ex todo corde a la doctrina tan ingeniosa de nuestro común amigo Eugenio d'Ors. Eugenio d'Ors decía que cuando la pareja primera pecó en el Paraíso, cada una de las dos personas tuvo su castigo. A la mujer se le dijo: «parirás con dolor» y desde aquello viene el dolor del parto, y por extensión, la ocultación pudorosa -antes, por lo menos, ahora no tanto-, de todo lo que se refiere al sexo. Y decía d'Ors: «¿Y por qué no ha de hacerse lo mismo con el segundo de los castigos: "ganarás el pan con el sudor de tu frente, con el dolor del trabajo?"» Pues esto es lo que hace, decía d'Ors y repite Pemán, el andaluz. Trabaja allá adentro, en la tercera o cuarta estancia de su casa, pudorosamente, con el pudor del trabajo, equivalente, según los viejos modos, al pudor del sexo entre las mujeres.

Tercer rasgo. La visión de la realidad en torno como una melódica oscilación entre la exageración de lo aparente, y -pronto veremos lo que esto significa- la táctica anulación de la existencia terrena. En primer término, la exageración andaluza. En esta Andalucía tan dada a abultar las cosas, escribe Pemán, la exageración del «señó Juan el Sosegao»; una exageración tan encarnada en él que le salía espontáneamente, aquella que le hacía decir: «Estuve en la feria de Lora y vi vender mil cabezas.» Y si alguien le decía: «¿Mil cabezas, señó Juan?», él contestaba: «Bueno niño, quien dise mil, dise siento.»

Y en un punto contrapuesto a él, directamente contrapuesto a él, lo que llamaba yo «la táctica anulación de lo que está ante los ojos». Volveremos sobre esto, porque el tema tiene miga. Volveremos sobre esto. Tan sólo dos apuntes, dos rasgos, uno tomado de Pemán y el otro de mi propia experiencia. El de Pemán, perteneciente a su reflexión volandera y graciosa sobre los apodos andaluces: el apodo que les dan a aquellas niñas tan modosas, tan iguales, tan bien vestidas, que iban siempre delante de sus padres paseantes, los cuales eran orondos, casi, casi, insultantemente satisfechos de su ambulante existencia sobre la tierra; y a las niñas las llamaban «Las huérfanas». O este otro, de mi propia experiencia. Vivía en Sevilla y uno de mis grandes gustos era irme desde la plaza de San Francisco hasta la Alameda y volver en la plataforma del tranvía, para oír hablar. Iba yo en esta grata vacación y, junto a mí, dos sevillanos, apenas hablando, musitando entre sí; y sube al tranvía uno de esos seres que parecen que están hechos para llenar el mundo a fuerza de volumen. Pasa, se sienta. Y el uno le pregunta al otro: «¿Ha pasao argo?»; y el otro le contesta: «Yo no he visto ná.»

Cuarto rasgo. El trato interhumano como una viviente articulación sin fricciones entre el individualismo y una suave, armoniosa, concesiva convivencia. El bravo individualismo del que más de una vez, con este adjetivo, bravo, habla Pemán: «Señó, que yo no comprendo esto del Orfeón, que se ajuntan sincuenta tíos y empiezan con aquello de que ya sale er só, que ya viene er día y vuerta con que ya viene er día y que ya sale er só, y dale con er só y dale con er día. Señó, ¿qué farta hase sincuenta tíos pa decí tos lo mismo? Uno solo ¡caray! que ya m'enterao.»

Individualismo, reverso de la suave convivencia de la que sería eficaz instrumento expresivo la elusiva prosodia andaluza. El acento deslizante que se come las sílabas, como dice Pemán. Y añade: «Cosas que, expresadas con la fonética totalitaria e inmisericorde de Ávila o de Valladolid, engendrarían una bronca o incluso un duelo, esas mismas cosas, dichas con el evasivo acento de Sevilla o Cádiz, pasan sin iracundia ni protesta.»

Quinto rasgo. La estimación personal de las cosas en torno como un puente de tránsito continuo entre la ascesis y la suntuosidad, entre la reducción de cada cosa a un trazo esencial, caricaturescamente esencial, podríamos decir, y el entrañable gusto por la gallardía del lujo inútil. Como ejemplo de lo primero, otra vez los apodos. Aquel señor empleado del Monte de Piedad que, por su suerte, se casa con una rica heredera, se hace rico y sale de su empleo. ¿Cómo le llamarán? Un gesto, un rasgo, una caricatura esencializadora, para dejar la cosa reducida al mínimo: «el Desempeñao». O bien, esa doña Todavía, pedazo del siglo XIX que por error se conservaba «todavía» en el siglo XX, al que Pemán ha dedicado ingeniosa reflexión. O aquel señor que se llamaba Julio y era tan alto, que le llamaban «don Julio y parte de Agosto».

Pero frente a esta actitud que llamaré de nuevo ascética, en la cual cada cosa quedaría expresivamente reducida a su trazo esencial, el gusto por el lujo inútil. Esa siguiriya gitana, que más de una vez nos ha repetido por escrito Pemán como una de las claves esenciales de la conducta andaluza: «que no vendas nunca, manque pases jambre, tu mantón bordao». El lujo inútil.

O bien, al lado de esto, otro lujo inútil, éste verbal, los nombres de las cofradías andaluzas, y especialmente las sevillanas. ¡Señor, qué catarata barroca de dolores, agonías, sangres, soledades, poderes, divinidades! O la idea de la mujer. El andaluz tiene de la mujer aquel concepto suntuario, escribe Pemán, que hacía decir a Lope: «Notable oficio es la hermosura, a quien la naturaleza se la dio, no busque otro. La mujer que no busque, si tiene la suerte de ser guapa, más oficio que el de ejercer de guapa, dentro de la casa.» Es decir: la concepción suntuaria de la belleza femenina.

Y por fin, sexto y último de estos rasgos, o de estas parejas ambivalentes, ambiguas, de rasgos: la habitual distensión de la existencia entre la visión directa, táctil, contorneante de la realidad de las cosas, y un imaginativo ensueño personal acerca de ellas. Visión sensual y plástica. Los andaluces, afirma Pemán, no saben concebir las cosas, sino de un modo sensual y plástico. Pero, por otro lado, el soñador destronado que es el campesino andaluz. El campesino andaluz es un desterrado dentro de su propia tierra. El andaluz, un monarca destronado del trono de sus propios sueños. Un alma que abriga perpetuamente un sueño fuera del tiempo y del espacio; tanto, que está a dos dedos de renunciar a todo esfuerzo.

En resumen, y como clave y cifra de esos seis rasgos que acabo de anunciar e ilustrar con textos pemanianos, ambivalencia habitual, a veces por oscilación, a veces por fusión, entre la gravedad y la ironía. Algo habremos de reflexionar luego acerca de esto. Antes debemos preguntarnos: este coherente conjunto de notas descriptivas y constitutivas de la existencia andaluza, del modo de ser y de vivir del andaluz, ¿qué origen y qué sentido tiene para nuestro autor?

La profundidad histórica, la preocupación por el remoto origen de este modo de vivir y de ser, tal era la preocupación que hace casi medio siglo echaba Pemán de menos en quienes con el tópico clisé pintoresquista -el cante, la guitarra, el toreo- se acercaban a Andalucía. El viajero, decía entonces -años 27-28-, posee siempre una sola dimensión: la anchura, el espacio. Es necesario que el historiador nos suministre otra: la profundidad, el tiempo. Y asomado al brocal del pozo del tiempo, Pemán cree descubrir la clave de su Andalucía con estas palabras: «Cuando aparecen los andaluces en la historia, aparecen ya como un pueblo fino y culto; tienen leyes en verso, a las que asignan seis mil años de antigüedad. Saben lidiar toros. Son elegantísimos jinetes. En Cádiz existen las bailarinas más ágiles y graciosas del mundo. Cuando los griegos focenses llegan a ella, Andalucía, se encuentran con un rey pacífico y benévolo. Rey de un pueblo otoñal, civilizado y maduro al que por sus muchas riquezas llaman: Argantonio, "el nombre de plata".»

Y así los fenicios y los cartagineses, y después los romanos, y los árabes y por fin, añado yo, los castellanos, desde la conquista de Córdoba y Sevilla, y como chorreo ulterior, los vascos Ybarra o Arámburu, y los franceses Domecq y los ingleses o irlandeses Terry, Osborne, Pickman y Williams.

Como peculiar modo de vivir, Andalucía habría existido, si vale la andaluza exageración, desde siempre. Y siempre recibiendo sumisamente a todos, para a todos, al fin, hacerlos suyos, trocarlos en andaluces, no por sobreañadidos menos auténticos. Pero que nos lo diga el propio Pemán. «De pocas regiones podrá hablarse menos temerariamente de eternidad, dentro, naturalmente, del relativismo de esta palabra aplicada a lo humano, que de la región andaluza. Todavía sus rasgos de hoy no son sino sus rasgos eternos; el gesto eterno de un pueblo que, porque ha vivido muchos siglos y ha recibido a muchas gentes, mira la vida con un poco de ironía al través de sus ojos somnolientos, entornados a fuerza de luz y a fuerza de siglos.» La conclusión ha de surgir tajante. Esto es Andalucía; la región vencida, eternamente vencedora. Su espíritu es como un grano de sal que nunca se corrompe y que da sabor a todo aquello con que se mezcla. Y lo que antes de 1930 era tesis juvenil y primeriza, se convertirá decenios más tarde en la zumbona letra del tanguillo que, En el río se entró en Sevilla, cantinea -¡con qué pajolera gracia otoñal lo hacía la gran Lola Membrives- su popular y señorial protagonista!:


Porque aquí,
desde el rey Angantonio,
¡Jesús, qué demonio!
sabemos latín.

Andalucía, en suma, una singular y exquisita manera de vivir y ser, existentes desde la noche de los tiempos, desde los remotísimos tartesios, quién sabe si desde más allá, para ir haciendo andaluces a todos cuantos en ella penetran y enseñar a los demás, al mundo eterno, lo que es vivir humanamente, defendiendo a toda costa el señorío de pisar la tierra sin prisa y sin apretarla mucho, y el lujo inútil de no vender nunca el mantón «bordao».




ArribaAbajoUn comentario personal

En su almedra, ésta es, o era -habría que preguntárselo-, la teoría pemaniana de Andalucía. Dejad ahora que ante esa teoría un profesor caviloso cumpla su oficio ensayando una interpretación y esbozando unas apostillas.

Mi interpretación va a tener como punto de partida la frase o sentencia con que yo mismo resumí la sutil y certera caracterización psico-social que antes he pergeñado. Esto es, la ambivalencia habitual, a veces por oscilación, a veces por fusión, entre la gravedad y la ironía. Interpretación, sí, porque el problema consiste en saber, más existencial que psicológicamente, cuál es el modo como Andalucía pone en mutua conexión la gravedad y la ironía. ¿No hay ironía ante algo, pienso yo, cuando se juega a que ese algo, lo que sea -una persona, una hazaña, una institución, una obra de arte-, de algún modo no exista para quien la considera? Jugar a que algo no exista: tal es, a mi juicio, la primera clave de esa ironía.

Suponemos ahora, para venir pronto a lo que aquí nos importa, que ese algo es un alguien, un hombre: el hombre que uno es o el hombre que uno tenga delante. Pues bien, pienso yo: ese táctico, convencional, lúdico no existir, puede adoptar tres formas principales. Una, la simple minimización: la ironía consiste ahora en actuar o hablar fingiendo que uno mismo o el otro han quedado reducidos, como suele decirse, a su mínima expresión; a lo menos que, sin dejar de ser quienes son, uno mismo o el otro pueden ser. Otra, la muerte: la conducta irónica tiene así su clave en la táctica ficción de que, por un momento, ha dejado de vivir el otro o está dejando de vivir uno mismo. Otra, en fin, la nada: uno ironiza fingiendo, con melancolía o con broma, que uno mismo o el otro, a fuerza de poder no ser nada, más precisamente, a fuerza de poder no ser, a secas, estamos no siendo, somos nada.

Me he atrevido a pensar que la realidad humana de España es un gran bloque central donde, salvo excepción, no se vive la ironía, rematado y completado por tres vértices ironizantes: Cataluña, maestra de la ironía por minimización; Galicia, protagonista de la ironía por aniquilación, que tal sería el último registro de la melancolía de la saudade, y Andalucía, en la cual, por la vía de la gravedad o por la vía de la broma, tiene su señorial titular la ironía mediante la ficción táctica de la muerte. Ahí veo yo la raíz existencial de la indudable diferencia que existe entre la saudade galaico-portuguesa y la soleá andaluza.

Ambivalencia habitual, a través de la táctica ficción consciente o semiconsciente de una muerte provisional. Ambivalencia entre la gravedad y la ironía. En esta fórmula creo ver yo una de las claves más profundas de la diversa serie de contraposiciones vitales que, antes, al hilo de textos de Pemán, metódicamente enumeré.

Pero vengamos -porque el tiempo no da para más- a dos ejemplos: uno, para ilustrar el giro irónico de mi fórmula, y el otro para documentar su giro grave. El primero, con un nuevo texto de Pemán. «Don Manué» llega a la feria de su pueblo y se acerca a un grupo de amigos con su esposa, una dama opulentamente apetitosa, suculenta versión individual de ese universal atractivo que para el varón poseen, por debajo de todo rebuscado ademán de exquisitez, el vino de Pedro Ximénez, las melodías italianas y la bien distribuida opulencia corporal de las féminas. Llega con ella, y entre sí comentan los que le ven venir: «...y que viene viudo don Manué», ¿Se dan ustedes cuenta de lo que aquí, irónicamente, por modo de broma, está pasando? Que en aquel momento se ha hecho desaparecer de la existencia viviente a aquella mujer. A él se le ha hecho viudo para ponderar justamente la magnificencia de su cónyuge. ¿Para qué? ¿Para matarla, para hacerla desaparecer del mundo? No. Para que renazca, para que resucite mostrando con toda su espléndida magnitud eso en virtud de lo cual, con cierto interno regustillo de envidia, están diciendo al llegar «Don Manué»: «...y que viene viudo don Manué». ¿Y no es lo misino lo que acontece en el caso del apodo de las huérfanas, apodo que consiste en suprimir la existencia de los padres para verlos después llegar, majestuosos, reposados, dueños de sí mismos, existentes y aun superexistentes? He aquí el modo leve de la ironía andaluza, distinta de la catalana, distinta de la gallega.

Junto a él, frente a él, el modo grave. Todos habéis visto el gesto del cantaor durante los rasgueos iniciales de la guitarra. Recordadlo conmigo. Sentado, quieto, cabizbajo, serio, cada mano sobre cada rodilla, ¿a quién nos recuerda ese hombre? Para mí, no hay duda: nos recuerda al reo que está esperando oír su sentencia de muerte. Y por modo de ironía grave, en modo alguno burlesca, ¿no es precisamente esto lo que entonces está él haciendo? ¿Acaso el cantaor, en aquel momento, no está muriendo a la existencia cotidiana, la suya y la de sus espectadores hasta ese instante, para renacer, transfigurado, a la existencia propia del mundo o el trasmundo que el cante describe o sugiere? Muere a una vida y renace a otra, a la del cante; a una vida nueva que le hace clamar, llorar, gesticular, vaciarse plenamente en su voz y en lo que su voz dice. ¿Contra algo? ¿Frente a algo? Sí: contra la realidad de cada día, frente al destino cotidiano; porque ha alcanzado una vida de la cual, mirando la anterior, se llega a veces a decir lo que una noche inolvidable oí yo en un tablao de Madrid. Era ya de madrugada, y se habían ido los turistas. Tres o cuatro mesas ocupadas. En una, mi mujer, dos amigos nuestros y yo. Ocho o diez personas, en total. Y de repente, sintiéndose habitador de un mundo ya sin ficciones, y tras el gesto ritual antes descrito, el cantaor se arranca con esta copla genial y estremecedora:


Tengo las manos vacías
de tanto dar sin tener,
pero las manos son mías.

Tras haber muerto al mundo de cada día, ese hombre descubría en otro lo más profundo y radical de sí mismo, lo que nada ni nadie podría quitarle, el insobornable e indestructible hondón de su propia persona.

Y tras mi interpretación personal, algunas también personales apostillas. A dos interrogaciones quiero reducirlas. El modo de vivir y de ser que con tanto primor ha visto Fernán como esencia de Andalucía, ¿existía ya, por ventura, en el casi prehistórico tiempo de Argantonio, aunque éste fuese realmente un rey pacífico y conciliador, y aunque poco más tarde las mocitas de esta tierra, las puellae gaditanas de entonces, deleitasen con sus cuerpos cimbreantes la mirada de los magnates romanos? Y, por otra parte, ¿es, sigue siendo grano de sal que nunca se corrompe ese tan fino y a la vez tan poderoso modo de vivir y de ser? No sé, no sé. Hasta me atrevo a pensar que acaso diga lo mismo el Pemán de hoy, más avisado que el de hace cincuenta años. Veamos.

Ante todo, una breve reflexión sobre el ser de los pueblos. Dos tesis contrapuestas: la que dice «desde siempre» o «no soy sino lo que ya era», y la que afirma «con el tiempo», la que postula una sucesiva creación histórica. Para la primera, la novedad histórica no pasaría de ser una modulación de lo que ya existía; en este caso, del modo de ser de los tartesios de Argantonio. Para la segunda, lo diré con un término de Xavier Zubiri, la novedad sería cuasi-creación, una creación ineludiblemente condicionada, desde luego, por lo que se era y por lo que va pasando, pero dependiente también, y en ocasiones sobre todo, de la voluntad y la planificación de quienes deciden el curso de la historia. Pues bien: en mi opinión, y conforme a este segundo punto de vista, el modo de ser que llamamos andaluz -condicionado, eso sí, por todo lo que anteriormente habían sido los hombres sobre la tierra bética: tartesios, hispanorromanos, hispanogodos, hispanoárabes- sería una creación local y andaluza de la España ulterior a la Edad Media. Quede ahí el tema, para que los historiadores sensibles, no todos lo son, nos den su respuesta.

Segunda apostilla: el modo andaluz de ser y vivir, ¿es grano de sal que nunca se corrompe? ¡Ay, José María! ¡Cuántas veces, desde que escribiste esto, han temblado tu alma y tu pluma sintiendo como Heráclito que todo fluye en la realidad del mundo, temiendo, en consecuencia, que no sea eterno lo que antaño, con cuantas reservas quieras, por eterno tuviste, sintiendo, en fin, que algo para ti valioso se te iba y esforzándote denodadamente por conservarlo!

Copiaré un manojillo de textos tuyos; y como punto de partida, los que declaran la seguridad antigua y tradicional. Uno: «Porque aquí existe, todavía, ese don inapreciable de las categorías, mantenidas por un tácito y espontáneo compromiso de amor, respeto y protección. El señor, el capataz, el yegüero, el zagal. Pero tras ellas, lo que corroe o amenaza esa seguridad. En primer término el temor a perderla. Yo, andaluz, miro con temor todo avance del americanismo práctico, cómodo y holgado, y luego la desganada, desabrida resignación ante lo que, a pesar de todo, va llegando. A Andalucía le han dicho que eso -la racionalización, la colectivización de la vida- es lo civilizado, y la pobre, buena y sumisa, va procurando acomodarse a ello sin fe y sin alegría.» Y luego, la dolorida imprecación ante los nuevos modos; en este caso, uno tan modesto y cotidiano como el tueste de la piel al sol playero. Se dirige el escritor a las playas del Sur. «¿Es posible que vosotras, también vosotras, playas de Tartesos, seáis apóstatas de la más antigua civilización del mundo? Vosotras, que habéis envejecido sin perder vuestro aire clásico. No chocheéis, por Dios, a última hora.» O la elegía por lo que se está yendo que enuncian o sugieren dos títulos bien significativos, el del artículo «Elegía de la Casa Grande» y el de la pieza teatral La casa. O la propuesta de una imposible reclusión en una ignorancia entre idílica y docta, a fin de resguardar lo que se va. ¿Para qué decir allá arriba, en la casa patriarcal donde amos y criados celebran familiarmente la Noche Buena, que en el mundo hay ya otros usos, que hay jornadas de ocho horas y contratos de trabajo? O la ficción irónica, dolorida ironía, de una defensa numantina de los viejos modos de vivir: «Deberíamos colocar en Sierra Morena una aduana espiritual para velar por la pureza de estas nobles reliquias andaluzas.»

¿Para qué seguir? Basta lo dicho para descubrir que, tras la dorada seguridad de antaño, algo está zozobrando en la realidad de Andalucía y en la visión pemaniana de esa realidad. Porque ahora no se trata ya de la llegada de un puñado de castellanos, vascos, franceses o ingleses a las tierras onduladas y a las playas luminosas del viejísimo, fabuloso reino tartesio. Se trata de la inexorable penetración cotidiana de eso que el aquilino Hegel llamó espíritu objetivo: la televisión, el libro de bolsillo, el automóvil, los electrodomésticos, las discotecas, el imperativo de industrializarse o morir, el justo contrato de trabajo o, sí no, la huelga, la crema bronceante, cien cosas más.

Y frente a todo esto, ¿qué? ¿Sucumbir poco a poco, salmodiando nostálgicas elegías reaccionarias? No. Pemán, que vive y quiere vivir en su tiempo -puesto por un periodista en el trance de elegir un siglo para su vida ha optado paladinamente por el nuestro, por el que todos llamamos XX, aunque algunos de sus gustos y regustos pertenezcan a los dos anteriores-, Pemán, digo, ha querido hacer andaluz ese siglo XX mediante dos fórmulas distintas y complementarias: el pacto ecuménico y la concepción perezosa del progreso.

Con un texto del propio Pemán me explicaré. Llamo «pacto ecuménico» a la resolución del conflicto que en una de sus piezas teatrales, la más iluminadora, tal vez, respecto de lo que estoy diciendo, tan claramente se plantea. Se trata de la comedia El río se entró en Sevilla, cuando, bajo forma de necesidad de técnica ingenieril o de ayuda para la resolución de un conflicto moral, una situación invencible mediante los recursos de la vida tradicional agobia un cortijo arriado. Qué triunfadora, qué eternamente vencedora se sentía hasta entonces la protagonista, cantaora de tronío antaño, esposa de un maestrante rico algo más tarde y luego viuda de él. Graciosa e irónicamente dominadora de su mundo en la primera parte de la comedia, esa mujer, ante el cortijo arriado y ante el conflicto sentimental de quienes tan de cerca le rodean, se siente vencida. Y entonces, para llegar a una solución no encuentra otro camino que el que antes me he atrevido a llamar «pacto ecuménico». En este caso, el entendimiento con un ingeniero vasco, todavía muy lejos de haberse andaluzado, y con un norteamericano de la base de Rota, que ha llegado al cortijo para ayudar a los cercados por el agua. Juntos los dos, el problema sentimental y el problema hidráulico tendrán solución inmediata en el presente y lograrán solución definitiva en el futuro. Sólo con un pacto ecuménico, sólo reconociendo sus propios límites ante los aprietos en que pone la vida actual, sólo así podrá salir adelante la que parecía ser «eternamente vencedora».

Por otro lado, la «concepción perezosa del progreso». ¿Recordáis la teoría de la pereza que enseñaba el filósofo don Evaristo, un cachazudo señor de Jerez, que tenía una bodeguita? Oída a través de la pluma de Pemán: «La pereza consiste, sencillamente, en empezar por el fin. Los pueblos que poseen este admirable don, no son pueblos atrasados, son, por el contrario, pueblos eminentemente progresivos, tan rápidos, tan ágiles, que llegan antes de salir y acaban antes de empezar.» Pemán está en irónico acuerdo con don Evaristo, y piensa que el sentido final del ajetreo consiste en la quieta contemplación y fruición de la realidad; pero quiere ir más allá que su filósofo de la pereza, y entonces descubre que cuando no se aplica a la que la naturaleza por sí misma nos da, un crepúsculo o un cielo estrellado, esa contemplación serena y gozosa de las cosas sólo puede alcanzarse cuando con nuestro trabajo -un trabajo no alienante- de alguna manera las hemos creado. Así vio Arquímedes el balanceo de los barcos, después de haber ideado su famoso principio; así Zurbarán la sobria elegancia de los monjes cartujos, después de haberlos pintado, y así el artesano andaluz cuando contempla, bien relimpia, la panzuda olla de cobre que fabricó para el cortijo. «¿No creéis que en Andalucía deberíamos intentar la superación de esa dicotomía maniquea, agricultura o industria?», decía Fernán hace pocos meses a un periodista preguntón.

Lo cual me lleva derechamente al último de los puntos de mi profesoral reflexión.




ArribaAbajoAnte el futuro de Andalucía

No una Andalucía eternamente vencedora, para con su pacífica y envolvente victoria seguir siendo mañana lo mismo que era ayer, sino una Andalucía pactadora e inventiva, aceptadora e inédita, nueva y esencial, es la que hoy está exigiendo la historia.

Copio del propio Pemán: «La belleza, la gracia, la imaginación, la artesanía, la industria, esperan su turno para movilizarse aquí de una manera nueva. El ideal orsiano de la obra bien hecha puede ser las divisa del porvenir laboral de la Andalucía de Occidente.»

¿Sueño con la pretensión de verse convertido en proyecto? Entonces, José María, soñemos juntos. Como pura posibilidad, ahí está, ante nosotros, una Andalucía que sin desgana ni desabrimiento ha sabido decir «sí» a las tres ineludibles exigencias de nuestro tiempo: la libertad política, la justicia social y la eficacia técnica. Ahí, unos andaluces que saben y quieren trabajar. Sin prisa, eso sí, sin perder los modales, pero con el firme propósito de hacer bien lo que hacen y con la firme seguridad de sentir suyo eso que hacen. Ahí, con calles limpias y fachadas bien aderezadas, como hoy la de mi amiga Micaela Arámburu, un Cádiz resuelto a ser digno de su fama. ¿Otra vez, entonces, la «tacita de plata»? No. Piropo pasado y falso. Ahora, sí tanto se puede, otra cosa: «jacinto de porcelana sobre el mar». Ahí, en fin, Universidades donde se enseñe y se haga verdadera ciencia, donde se adiestre a los hombres para alzarse de una vida meramente vegetativa, todo lo graciosa que se quiera, a una vida plenamente humana.

Pero si todo esto ocurre, me preguntarán algunos, ¿dónde quedará Andalucía?

¿Qué será del modo de ser y de vivir que hoy llamamos andaluz, venga desde Argantonio o, como yo pienso, de la España posterior a la Edad Media? Con otras palabras: todo ese progreso, ¿para qué? Daré mi respuesta. Para mirar luego con alma vieja y nueva la obra hecha, y el sol, y el mar, y las casas blancas con geranios en la reja, que muchas así habrán de quedar si los andaluces no quieren ser rematadamente suicidas; y para, ante todo ello, seguir ejercitando, con un decir ingenioso o con una copla honda, ese fino juego de la tensión oscilante entre la gravedad y la ironía, entre la limpia visión de lo presente y el sueño melancólico de lo perfecto. Entre tantas posibles, una sola copla. Veréis.

Ayudando a mi hija a poner en limpio castellano teatral una pieza muy gaditana de Albert Camus, El estado de sitio, me vi en el trance de españolizar y gaditanizar una canción francesa del autor del drama. He aquí el resultado de mí empeño:


He escrito sobre la arena
y he firmado sobre el mar.
Sólo me queda la pena.

¿Qué pena? La pena humanísima y andalucísima de saber que lo algo puede hacerse mucho, pero que lo mucho, por grande que llegue a ser, nunca será todo. La pena de no olvidar que uno puede comenzar cantando por alegrías, pero que, si no quiere quedarse en el camino del cante y de la vida, siempre tendrá que acabar cantando por soleares. La pena de sentir, en suma, que si uno es hombre a la manera andaluza, y si por tanto sabe mirar el mundo y mirarse a sí mismo con gravedad irónica e ironía grave, nunca, nunca podrá verse como un animal alegre, aunque lo que en aquel momento esté contemplando sea la otra cara de la Luna.

Andalucía, ¿llegará un día a ser así? No lo sé. Sólo sé que si tal cosa ocurre y José María Pemán sigue viviendo, dirá con gozo antiguo e inédito: «Y yo, en mí Andalucía.»






ArribaAbajoJuan Ignacio Luca de Tena


ArribaAbajo¿Quién soy yo? ¿Qué soy yo?

Hace casi treinta y cinco años fue estrenada en Madrid la comedia o farsa -farsa la llama su autor- ¿Quién soy yo?, de Juan Ignacio Luca de Tena. Su éxito fue grande, y en él tuvo parte considerable la posible y entonces muy comentada relación entre el protagonista y alguno de los personajes de la política española. De ahí el interés de la actual reposición. Ese feliz éxito de su primer estreno, ¿fue principalmente determinado por razones de carácter circunstancial? La comedia ¿Quién soy yo?, ¿tendría en sí misma consistencia para triunfar en una situación histórica totalmente distinta de aquella en que nació? Tal era la incógnita cuando sobre las tablas del teatro Marquina, de Madrid, Arturo Fernández, Carmen Bernardos, Carlos Muñoz y los restantes actores comenzaron a prestar sus expertas voces a las dramatis personae de la antaño afortunada pieza.

No será inoportuno un breve recuerdo de su trama. Mario Colomer es un político joven, cuya estrella está ascendiendo vertiginosamente. Como ministro de Hacienda, acaba de lograr la aprobación de unas importantísimas reformas financieras. Con su nada demagógica severidad y con su prestigio de hombre inteligente, eficaz y honesto, Mario Colomer comienza a ser el ídolo de las masas de su país. Sólo tres cosas le inquietan: una de carácter político, la impaciencia del general Barclamo, devoto suyo, por dar un golpe de Estado y poner en sus manos todo el poder; otra de índole sentimental, su vehemente amor por Claudia, sólo con pura admiración correspondido; otra, en fin, funcional y más bien pintoresca, la impertinente insistencia con que por los más diversos cauces solicita de él una entrevista cierto sujeto llamado Brandel. Bien a su pesar, acaba accediendo a que el subsecretario le reciba; y cuando Brandel se quita la peluca y la barba con que habitualmente se disfraza, aparece patente y sorprendente el enorme, increíble parecido físico entre él y Mario Colomer. Los cuerpos de uno y otro son como dos gotas de agua. Sus cuerpos, no sus almas, porque nada más distante de la grave sequedad de Colomer que la derramada simpatía y el gárrulo don de gentes del tarambana Brandel.

Pero de esto se trata, de aprovechar con mutuo beneficio esa pasmosa coincidencia de la igualdad física y el contraste moral. Lo que Brandel quiere es vender sus servicios a Mario Colomer: le sustituirá en los actos sociales y permitirá así al político trabajar con sosiego en la elaboración de sus planes y proyectos. Colomer acepta, y todo va como una seda hasta que sucede lo esperable: que Brandel se enamora de Claudia, y Claudia de Brandel. Esto da lugar a un choque violento entre Brandel y Colomer. Pelean ambos en la oscuridad, y uno de los dos muere. ¿Cuál de ellos? El público no lo sabe; el subsecretario Astófano -único que conoce el convenio entre Colomer y Brandel-, tampoco. ¿Quién es, entonces, el que va a recibir el poder de manos del general Barclamo? Porque éste da su golpe de Estado precisamente la noche en que el indescifrable homicidio ha tenido lugar. ¿Quién es el que con toda resolución acepta la pleitesía del general triunfante, ocupa el sillón presidencial y hace ministro de Hacienda al subsecretario Astófano? «¿Quién es él?», se preguntan, perplejos, el subsecretario y el público. Y el protagonista, sabedor de su propia identidad, pero hermético respecto de ella, lanza a todos con su conducta la desafiante interrogación que da título a la comedia: «¿Quién soy yo?»

En mi reciente comentario a El tragaluz, de Buero Vallejo, subrayaba yo lo que para cualquier aficionado al teatro es obvio; a saber, la constante existencia de cierta convencionalidad en la trama de la obra dramática. Aristóteles y Brecht coincidirían en afirmar que ésta debe ser a la vez verosímil y convencional. Sin alguna verosimilitud, la acción escénica no podría ser convivida por el público; sin cierta convencionalidad, esa acción no alcanzaría a suscitar algo que en el teatro parece inexcusable: la sorpresa. En el espectáculo teatral, dijo hace veintitrés siglos el sabelotodo Aristóteles, los sucesos tienen que transcurrir, en alguna medida, contra nuestra opinión. Muy consciente de la validez de esta vieja regla, el autor de ¿Quién soy yo? nos dice lealmente que «lo que ocurre en sus escenas no es posible que ocurra en la vida real», y que poniendo humanidad en los caracteres y en la acción, ha procurado «hacer olvidar lo inverosímil del caso». El público, en efecto, debe aceptar -y pronto las acepta- tres voluminosas convenciones: primera, que dos individuos humanos se parezcan corporalmente entre sí tanto como Brandel y Colomer; segunda, que ese parecido en los cuerpos vaya acompañado de un contraste que casi es oposición en los caracteres; y tercera, que la seducción para las masas (Colomer) y la seducción para las personas (Brandel) sean punto menos que incompatibles entre sí. Mas ya se ha dicho que el público las acepta sin demora, y acaso sea ésta la mejor piedra de toque respecto de la calidad y la teatralidad de la comedia. Trátase ahora de saber cuáles son las realidades humanas que con esta rápida aceptación se ponen en juego.

La fábula de ¿Quién soy yo?, comedia que acaba de celebrar la representación centenaria de su segunda vida, suscita en el espectador caviloso uno de esos problemas intelectuales que Ortega llamaría «morrocotudos»; el de la identidad y la mismidad del individuo humano. ¿Es posible que dos hombres se parezcan uno a otro hasta el punto de no poder distinguirlos? Un cuerpo humano, ¿puede ser tan semejante a otro cuerpo humano como dos gotas de agua lo son entre sí? Y suponiendo que la respuesta sea afirmativa, ¿hasta qué punto será igual o será distinta la vida que cada uno de esos individuos hace y padece?

Tomando muy en serio -no todos lo hacen- que la realidad del hombre es un compuesto de cuerpo y espíritu, los pensadores medievales se plantearon la cuestión de si la diferencia entre un individuo humano y otro depende sólo de la que existe entre sus cuerpos o es también consecuencia de una disparidad entre sus respectivos espíritus. Con otras palabras: sí los espíritus de los hombres salen todos iguales de las manos creadoras de Dios, o si Dios, en uso de su infinita y misteriosa omnipotencia, crea espíritus humanos cualitativamente diferentes entre sí. En el primer caso, el grado de la inteligencia, la fuerza de la voluntad y la finura del sentimiento dependerían exclusivamente de la complexión del cuerpo. El hombre sería inteligente y libre porque tiene espíritu; pero el particular nivel de su inteligencia y el modo concreto de su libertad dependerían en cada caso de la índole del cuerpo que el espíritu anima.

Desde la Edad Media hasta hoy, las opiniones sobre el tema andan partidas. Debe decirse, sin embargo, que hacia esa primera actitud parecen inclinarse la sensibilidad y el saber científico del siglo XX. Hace como cuarenta años, Johannes Lange, a la sazón uno de los más eminentes psiquiatras alemanes, publicó un libro significativamente titulado Verbrechen als Schicksal, «Crimen como destino» -«Crimen como sino», diría el duque de Rivas-, en el que estudiaba la suerte de los gemelos univitelinos (los gemelos más semejantes entre sí) tarados por una herencia psicopática de carácter criminoso. Y entre otras cosas, encontró que dos de tales gemelos, no obstante haberse separado en su infancia, vinieron a cometer crímenes semejantes en el curso ulterior de su vida. Desde las más hondas raíces de su individual constitución, la semejanza de sus cuerpos hacía también semejantes sus respectivos destinos.

Vengamos ahora a Colomer y Brandel. Pese al total parecido físico entre ellos, sus personas no coinciden más que en la inclinación de su amor. Los dos aman a la misma mujer; en todo lo demás son diferentes, y hasta casi opuestos. ¿Quiere esto decir que el autor de ¿Quién soy yo? es más «espiritualista» que «corporalista», en lo tocante a la diferencia entre los individuos humanos? El carácter de Colomer y el carácter de Brandel, ¿serían diferentes entre sí a pesar de la identidad de sus respectivos cuerpos? Veamos, veamos.

Pongámonos en el campo de los «corporalistas», y supongamos un Colomer y un Brandel recién saliditos de las manos de Dios. Por tanto, sin historia previa. Sus cuerpos son idénticos; pero uno sabe que le llaman Colomer y el otro sabe que le llaman Brandel. A la pregunta «¿Quién eres?», responderían diciendo: «Yo soy Colomer» o «Yo soy Brandel». Sus respuestas serían personalmente diferentes. En cambio, a la pregunta «¿Qué eres?», ambos habrían de dar -puesto que sus cuerpos son idénticos y todavía no tienen biografía- muy igual respuesta. Sus respuestas serían naturalmente iguales. Por el momento, la diferencia entre ellos sería tan sólo una diferencia de nombre.

Continuemos ahora con nuestro experimento mental, y supongamos que Colomer y Brandel, con su última diferencia personal y su penúltima identidad natural, lanzados al mundo en medios sociales diferentes. ¿Qué vida harán? ¿Qué carácter adquirirán? ¿En qué se parecerán? ¿En qué serán distintos? Mi respuesta es: se parecerán en su «estilo vital» y se distinguirán por su «carácter». Con toda la igualdad que se quiera en su cuerpo, en sus dotes y talentos y en el modo de sus reacciones, uno y otro llegarán a ser «personalidades» diferentes. Sigamos con la cuerda alemana, y traigamos a colación un par de versos de Goethe que los germanos citan mucho:


Es bildet ein Talent sich in der Stille,
Sich ein Charakter in dem Strom der Welt;

«un talento se forma en la calma; un carácter, en el torrente del mundo». Es verdad. Haciéndonos responder a sus presiones, sugestiones y exigencias, el mundo nos forma, da a nuestra naturaleza «carácter». Éste, el carácter, es la impronta que acaba poniendo sobre nuestra realidad individual el mutuo juego -suave unas veces, dramático otras- de nuestra libertad, nuestra naturaleza y nuestro mundo. Actuando en mundos distintos a través de naturalezas individuales idénticas, la libertad de Colomer y la libertad de Brandel habrían llegado a producir dos caracteres diferentes. Incluso llevada hasta su extremo, la tesis antropológica de ¿Quién soy yo? resulta definitivamente válida.

He aquí, ante nosotros, el protagonista y el antagonista de la comedia. «¿Quiénes sois?», les preguntamos. Uno responderá: «Yo soy Colomer»; y el otro: «Yo soy Brandel.» «¿Qué sois?», les decimos luego. «Soy un político austero y misantrópico», dirá aquél; «Soy un tarambana social y simpático», contestará éste. Y aunque sus cuerpos se parezcan tanto, los dos dirán algo que en el teatro y en la vida «puede ser».






ArribaAbajoDámaso Alonso


ArribaAbajoClaridad y misterio

No hay hombre en cuya vida no sea realidad aquel dístico del drama Ulrico de Hutten que con tanto acierto castellanizó Ortega:


Yo no soy un libro hecho con reflexión,
yo soy un hombre con su contradicción.

Pero hay algunos hombres, aquellos cuyo vivir consiste en expresarse, en los cuales esa verdad llega a ser especialmente manifiesta; tal es el caso de los poetas, de los pensadores, de los que en el enseñar tienen su oficio. Ved, por ejemplo, cómo se cumple la regla en el caso del profesor poeta y poeta profesor al que tantos y tantos españoles tenemos la suerte de llamar Dámaso.

Leed cualquiera de los ensayos críticos de Dámaso Alonso: sobre la poesía de Góngora, de san Juan de la Cruz, de Medrano o de Antonio Machado, sobre el teatro de Gil Vicente. Un primor, os decís. Tratad luego de definir con cierta precisión la índole propia de ese primor. ¿No hay en él, antes que cualquier otra cosa, una delicada y enérgica empresa de esclarecimiento, de iluminación? La prosa es clara y brillante, hasta en sus más rápidos esguinces; la documentación viene minuciosa y exquisitamente aducida; la argumentación se revela precisa, ajustada, transparente; las conclusiones, jamás aventuradas, siempre mínimamente discutibles, se nos imponen con suave fuerza suasoria. Si para conseguir humana claridad lo cree necesario, el autor no vacilará en acampar sobre una sola de las laderas de la obra estudiada -así ante los versos de san Juan de la Cruz-, y dejará más allá de su mirada la «tierna, misteriosa criatura» que late en el fondo de la letra visible: ese «bosque hondísimo, lóbrego, susurrante, de la creación poética». Todo claridad: elegante, penetrante claridad reconstructiva y exegética.

Pero Dámaso Alonso no es sólo crítico, historiador y filólogo; es también, y con no menor jerarquía, poeta. ¿Cómo será la poesía del claro profesor Dámaso Alonso? ¿Será un esfuerzo por reducir a fórmulas verbales cristalinas, teoremáticas, su experiencia de hombre, como pretende ser la poesía de Paul Valéry, que en Propos me concernant escribe de sí mismo: «Amo el pensamiento verdadero como otros aman el desnudo y lo dibujarían toda su vida»? Tomemos dos de los libros más representativos de su obra de poeta: Oscura noticia, Hijos de la ira. A través de ellos, entremos en el «bosque hondísimo, lóbrego, susurrante», de la creación poética de su autor. ¿Qué hay en el seno de la espesura? ¿Gemas transparentes? ¿Eleáticas flechas, escuetamente delineadas y quietas en el aire invisible? No, amigos. En el interior de esa espesura descubrimos pura y simplemente un estado de ánimo: el estremecimiento. Estremecido, azorado, en encrespada rebeldía unas veces, en humilde postración otras, el poeta se debate con el misterio que le está haciendo hablar. Con el doble rostro de ese misterio.

A un lado -primer rostro- el misterio de la sangre y del cuerpo mortal, ese que el hombre siente con oscuro pálpito en los senos de su alma cuando vive su propia existencia y cuando percibe en torno a él cosas que existen sin que sepamos cómo y por qué. No es claridad lo que hay ahora en el espíritu del poeta, sino angustia; no es mente iluminada su hombredad, sino turbio terror -confundido unas veces, irónico otras- de criatura cercada por los monstruos del universo, por los latidos de sus arterias, por la constante putrefacción que para vivir, para morivivir, hora tras hora requiere nuestro cuerpo. El poeta abre entonces las ventanas de su ser y mira hacía las tinieblas exteriores:


Y me he asomado a la noche,
y he sentido subir, amenazadora, una marea inmensa y desconocida.

Al otro lado -segundo rostro- el misterio del destino personal, la inanidad de la criatura humana frente a las más profundas exigencias de su realidad propia, la esencial, pero inquietante y turbadora necesidad íntima de buscar apoyo en algo que por sí mismo nos sea últimamente suficiente y acogedor: un Dios creador y sustentador, un regazo próximo y maternal. Dios creador: «Mi gran Dios verdadero... ― que estabas haciendo subir en mí la vida.» Dios sustentador: «Y pienso ― cuan prodigioso fue ― que tú me rodearas, ― que tú me contuvieras, Señor, así...» La querencia de un vínculo medianero entre la Divinidad y el resto de niñez que siempre queda en las almas bien nacidas: «Virgen María, madre, dormir quiero en tus brazos ― hasta que en Dios despierte.» La madre y la esposa, alas del corazón vacilante; «Y eran ― aquellas alas vuestros dos amores, ― vuestros amores, mujer, madre.»

Mente creadora de claridades, alma temerosa de misterios y menesterosa de algo, de alguien, en que lo misterioso se aclare y descanse. ¿Qué es, en rigor, este Dámaso Alonso? ¿Es un profesor que teme el misterio y se refugia entre la filigrana de cristal de sus trabajos críticos y filológicos? ¿Es un poeta que teme lo claro de la vida, como si en ello se disolviese su propia intimidad, y a trueque de existir entre oscuros terrores se lanzara a lidiar con el misterio en torno? Es tan sólo un hombre con su contradicción. Claridad y misterio sutilmente entretejidos. Un gran sabio y un gran poeta. Un hombre.




ArribaAbajoUna carta inconclusa

Vieja, muy vieja ya, una pobre mujer ha muerto hace poco. No ha dejado más que unos trastos de escaso valor y algunos papeles manuscritos, que por razones que no son del caso han venido a parar a mis manos. Entre esos papeles había una carta dirigida al poeta Dámaso Alonso; y aunque yo no puedo dar el nombre de tal mujer, como la curiosidad de tantos y tantos eruditos desearía, he pensado que tal vez a ella no le disgustase ver publicada su epístola. Si la escribió es porque sin duda pensaba enviarla un día a su destinatario; y por otra parte, el tema sobre que versa no les pertenece tan solo a ella y al poeta, sino que -en mi opinión, al menos- interesa a toda la humanidad culta. He aquí su texto:

Señor don Dámaso Alonso

Madrid

Mi distinguido señor: Permítame que me presente a usted de sopetón; mejor dicho, que de sopetón le diga quién soy yo, porque usted, a su manera de poeta, parece saber de mí muchas cosas y muy hondas: soy la mujer que usted vio un día con una alcuza en la mano poco después de acabada nuestra maldita guerra civil; maldita, sí, porque no hay guerra que pueda ser bendita, y menos las civiles. Más claro: soy la persona a la cual se refiere la poesía «Mujer con alcuza» que usted publicó en su libro Hijos de la ira. No tardé mucho tiempo en descubrir ese retrato mío; porque yo, aunque usted, por lo que de mí dice, no parezca pensarlo así, soy mujer de algunas letras y procuro leer y rumiar los libros que se hacen famosos, como bien pronto sucedió con el suyo. De joven tuve mis principios y aprendí a distinguir lo bueno de lo que no lo es; luego vinieron las cosas mal, y si al fin me he visto como ahora me veo y como hace años me vio usted, eso es cosa larga de explicar. Más aún le diré, para que se haga cargo de lo que le razono en esta carta. Desde el momento en que leí mi retrato en sus versos y tuve noticia del revuelo que levantó por todas partes, me he ido procurando todo lo que sobre él se ha escrito, que ya no es poco, y esto ha traído mucha harina nueva a los principios de mi juventud y casi, casi ha hecho de mí lo que la gente llama una persona ilustrada. Vamos, que he aprendido a escribir un poco como ustedes, los del oficio, y a buscar en lo que leo lo que la letra lleva en su revés además de lo que enseña por su cara. Una cosa más que le tengo que agradecer a usted, sin que usted lo sospeche.

Una cosa más, pero no lo primera. Porque yo, don Dámaso, le estoy agradecida. No, no es porque usted me haya hecho famosa, que ni eso ha sido así, porque nadie sabe que la «mujer con alcuza» soy yo, y sólo puede haber fama para una persona cuando se airea su nombre, ni eso, usted lo sabe bien, es cosa que a mí me importe mucho. Nunca ha sido así, y menos iba a serlo a mis años y en este estado mío. No, no es por eso, don Dámaso. Yo le estoy agradecida a usted por dos razones principales: la primera, que usted ha sabido decir de mí cosas que yo sentía en mi interior y nunca hubiera sido capaz de decirlas; y la segunda, que me haya querido tomar como ocasión para poner en verso dos o tres verdades como puños sobre lo que, cuando bien se le mira, es este perro oficio de ser hombre, si se puede llamar oficio a un quehacer en que te han metido sin consultarte antes.

¡Qué emoción la mía, don Dámaso, cuando por vez primera me leí los versos de esa poesía suya! Yo, que hace años vivo sola, porque el único hijo que tenía me lo mataron en la guerra, y su padre se marchó con otra, y con ella anda no sé por dónde, siempre he pensado, hasta cuando aquel hombre estaba conmigo y el hijo, al llegar tarde a casa, me llamaba «madre» en la oscuridad, yo siempre he pensado, aunque sin saber decirlo, que el estar sola por dentro, el ver y oír a los demás como si fuesen animales o máscaras de otro mundo, es cosa que se va haciendo más y más cierta conforme una va metiéndose más en sí misma y conforme se le va haciendo más claro a una, o a uno, que igual será para los hombres, digo yo, lo que de verdad una es. Toda gris me vio usted, según dicen sus versos, la tarde en que se cruzó conmigo cuando yo volvía con mi alcuza de comprar un cuartillo de aceite: grises mis ojos, como de acero frío, y es verdad que son así; gris el pañuelo con que ese día me resguardaba del cierzo la cabeza y el cuello, y bien cierto es que así era; gris, en fin, mi propia alma, que usted se tomó la libertad de pintarla como si la tuviera delante de sus ojos. ¿O acaso no es así? Usted habla, de memoria me sé su poesía, del «paisaje desolado de su alma». Y yo tengo que decirle que en esto no llevan sus palabras tanta razón. Aquella tarde, si no la recuerdo mal, yo no tenía el alma gris, sino negra, porque iba pensando en mi suerte, y ésta no puede ser más negra; tan negra es, que aunque yo no viese entonces junto a mí camino esas zanjas que usted nombra, y que por lo que yo comprendo deben de ser imaginaciones de tumbas recién abiertas, lo que yo sentía dentro de mí era un medio deseo, sólo medio, porque de haber sido entero me habría ido derechita al Metro o al Viaducto, de que el suelo se abriera de repente debajo de mis pies y se tragase de una vez este harapo de vida que aún me queda. Por lo cual, don Dámaso, yo le digo que el paisaje de mi alma no estaba entonces gris, sino negro y bien negro, como esas pinturas de Goya que algunos domingos, sí me templo un poquito por dentro y recuerdo sin amargura esos principios que antes le mencioné, voy a ver en el Museo del Prado.

Cuando de verdad se me pone el alma gris, pero gris brillante, y en esto sí que tiene usted toda la razón, es cuando por la noche me paso horas y horas sin dormir, voy metiéndome más y más dentro de mí misma y considero que esa soledad mía tiene que ser la soledad de todos los hombres, aunque con sus idas y venidas y con su esto compro y esto vendo muchos se aturden y no se den cuenta cabal de lo que ellos son en realidad, por debajo de lo que tienen y de lo que hacen. Vamos, cuando voy viajando dentro de un tren vacío,


en el enorme tren vacío
donde no va nadie
que no conduce nadie,

si usted me deja decirlo con unas palabras que ya son tan mías como suyas.

¡Qué grandísimo acierto el suyo, don Dámaso, con la tirada de versos en que me mete dentro de ese tren! La verdad es que un tren así no lo conozco, porque no tengo en la memoria más trenes que el que va a Sigüenza, donde yo tenía una hermana, y el que cuando era niña y las cosas me iban mejor, tomaba con mis padres para veranear en Alicante; y por cierto que en esos trenes la mareaba a una el ruido de la conversación, no como en ese que usted tan bien pinta, pero como el viaje no era de noche, más se olía a fritanga y a sudor reciente que a nicotina rancia. Tengo que decirle, sin embargo, que eso que usted escribe de mi viaje en tren, del viaje en tren que todos los hombres, a mi modo de ver, están haciendo cuando sienten que pasa su vida y ellos están solos, como tantas veces ocurre en esa oscuridad de las horas de insomnio que te envuelve, te aprieta y parece que te deslumbra por dentro, eso, don Dámaso, es lo que sin saberlo declarar tan rebién como usted lo declara y sin columbrar siquiera que la comparación con el viaje y con el tren le va como anillo al dedo, yo lo he sentido muchas y muchas veces en la quietud y en la atroz soledad de mi cama. Déjeme copiar aquí lo que yo pienso que es ya más mío que de usted:



Y esta mujer se ha despertado en la noche
y estaba sola,
y ha mirado a su alrededor,
y estaba sola,
y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,

y estaba sola,
y ha gritado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado
quién conducía,
quién movía aquel horrible tren.
Y no le ha contestado nadie,
porque estaba sola,
porque estaba sola.

Enorme verdad: atroz verdad sobre mi, don Dámaso, y después de haberle leído a usted y a los muchos que le han comentado, creo que sobre todos los hombres. Pero yo, que no soy poeta ni sabia, desgraciada de mí, que no soy más que una pobre mujer que ha aprendido a pensar sobre sí misma gracias a sus versos y a lo que desentrañando sus versos otros han escrito, yo, don Dámaso, voy a decirle algunas pequeñas cosas mías que a lo mejor completan por dentro esa gran verdad del tren. Perdóneme si esto que le digo, bien mirado por los que saben más que yo, no pasa de ser una bobada o una impertinencia.

Verá. Algunas veces, en lo más prieto de esas noches del verano que te sofocan y como que a fuerza de calor te soliviantan la piel y la sangre, y cuando más reciamente me barrenaba el alma esa soledad del tren que usted ha pintado como nadie, sucedía que al sacar yo de debajo de la sábana la pierna desnuda venía de repente una bocanadita de viento que sería tibio, pero que a mí me refrescaba; y al sentir el alivio y el gusto de ese refrescor, ya ve usted con qué pequeña cosa, me parecía de repente que el mundo no era tan malo, y que la acariciaba y la acompañaba a una, y hasta que era bueno; y entonces me venían a las mientes la voz de mi hijo muerto cuando hace años me llamaba «madre» en la oscuridad, y el abrazo de mi padre cuando yo llevaba del colegio buenas notas y me decía con aquel vozarrón suyo como de padre de otros tiempos; «¡Bravo, hija!», y hasta vergüenza y rabia me da contarlo, los besos de aquel mal nacido que me dejó por otra, y en el fondo de mi negra soledad, créame, ya no estaba sola.

Pero ¿qué le voy a decir yo a usted, si hasta estas cosas las ha adivinado en sus versos? Allá entre dos luces, usted me vio un día andar con mi alcuza en la mano, encorvada sobre el suelo, como si mi cuerpo entero, buena ocurrencia la suya, don Dámaso, no fuese más que un signo de interrogación sin respuesta o con muchas respuestas posibles. Qué quiere, hijo, los años, las hambres y las penas no dan para más. Y luego se pregunta usted a sí mismo lo que puede significar esa interrogación que en sus ojos de poeta dibujaron los huesos de mi cuerpo, y termina con algo que parece que usted quisiera que fuese respuesta afirmativa y que no acaba de ser pregunta. Así:


¿O es que como esos almendros
que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta,
conserva aún en el invierno el tierno vicio
guarda aún el dulce álabe
de la cargazón y la compañía
en sus tristes ramas desnudas, donde ya no se posan los pájaros?

Pues yo le digo, don Dámaso, que después de haber leído y rumiado tantas veces sus versos, cuando en las más duras noches del verano me ha venido sobre la pierna, el alivio de esa bocanadita de aire refrescante, sin quererlo yo, algo dentro de mi alma ha respondido «Sí» a la pregunta de usted, y hasta me ha parecido que mis piernas y mis brazos dejaban de ser tristes ramas desnudas, y que su piel ya no era vieja y seca, y que hasta los pájaros podrían posarse sobre ella y sobre ella hacer nidos. A lo mejor, una simple bobada; pero yo le aseguro con toda mi verdad que así es.

¿Me deja presumir de leída y recordar unos versitos que usted sabrá mejor que yo? Son de otro poeta que a usted, por lo que he podido comprender, le gusta mucho, y que a mí, como se decía cuando yo era joven, me derrite; de don Antonio Machado:


Tengo a mis amigos
en mi soledad.

Pues mire, don Dámaso, eso es lo que me sucede cuando mi soledad no es pura llaga y consiente que pase hacia mí un poquito del oreo del mundo: que de repente, por dentro de esa soledad o por debajo de ella, dejo de estar sola, y que esos medios deseos de irme un día al Metro o al Viaducto no son más que eso, medios deseos, porque por el otro lado llevan ese otro medio deseo de vivir que da el no estar tan desesperadamente sola, aunque lo que la acompañe a una no sean más que puros recuerdos. Bien sé que don Antonio da remate a esos dos versitos con otros menos suaves, los que dicen:


Cuando estoy con ellos,
¡qué lejos están!

pero yo me atrevería a decirle a don Antonio lo que él bien sabía, que eso no ocurre siempre, cuando de verdad uno tiene amigos, cosa que a mí ahora, por mi desgracia, no me pasa, y que aún en los momentos en que los amigos están lejos de uno, no dejan de estar con uno, como la hermana que yo tenía en Sigüenza, que estaba lejos, es verdad, pero que yo sabía que siempre podría contar con ella, y esto siempre me acompañaba.

Y ahora lo más importante, y a mi parecer, don Dámaso, lo más serio: que desde que leí sus versos sobre mí, ya no me he sentido nunca enteramente sola, porque usted, mi poeta, el hombre que sin que yo pudiera sospecharlo había adivinado lo que yo soy, y si usted me apura hasta que yo soy, me estaba acompañando de lejos. Tanto, que el leerme a mí misma en su poesía, el verme, como ya le he dicho, adivinada en ella, y en definitiva el sentir que alguien a quien yo no he visto nunca me comprendía, me compadecía y me quería por lo que soy yo y por lo que represento, me dio y me sigue dando ganas de vivir, y ya no me veo tan rodeada de esas zanjas y esas cruces a que usted se refiere en su poesía. Y entonces, dispénseme este atrevimiento que no sé si será una tontería o una cavilación que a usted, por ser mía, pueda servirle para algo, entonces, don Dámaso, se me ocurre pensar si todos los hombres juntos, cada uno con su riqueza o con su miseria, con su dicha o con su desventura, no tendremos quién sabe dónde, a lo mejor dentro de nosotros mismos, en ese fondo oscuro que nos parece tocar cuando estamos más solos, un enorme poeta invisible que nos comprenda a cada uno hasta en lo que nosotros mismos no nos comprendemos y nos quiera tal y como cada uno somos, aunque algunos, como yo, no vayamos más allá de ser pura miseria. En fin, perdóneme que haya empezado a meterme en camisa de once varas; pero es que me parece que a usted yo no puedo y no debo callarle nada.

Algo más que mi soledad y la soledad de todos ha visto usted en mí; porque en mí se ha encontrado de golpe con la injusticia del mundo, con ese «bestial topetazo de la injusticia absoluta», para decirlo copiando una vez más sus propias palabras. Yo me atrevo a pensar, rectifíqueme, por favor, si me equivoco, que esa injusticia es la de todos los hombres que sufren miseria, dolor y abandono sin haberlos merecido, la que padecen los pobres cuando lo son de veras y tos desgraciados a quienes parece que su mala suerte y la mala voluntad de los otros se les han juntado para devolverles mal por bien; esa injusticia que yo llevo sobre mis carnes y que unas veces me subleva contra todo y otras me hace hundirme en una tristeza sin orillas y sin fondo. Gracias, mil y mil gracias otra vez, don Dámaso, por haberme tomado como ejemplo, como ejemplo vivo, sí, y no como simple ocasión, para denunciar en verso y de verdad la gran injusticia de este mundo. En lo que a este punto toca, nada tengo que responderle. Pero sí quisiera decirle a usted lo que usted más adivina que sabe; vamos, el detalle de la injusticia que ahora me hace estar sola y andar gastando suela y gastando losa, con una alcuza en la mano o sin ella, camino de la ayuda que me permita seguir malviviendo un día más. ¡Ay, don Dámaso, quién me ha visto y quién me ve!



Aquí y así termina la carta que la mujer con alcuza pensaba concluir poco a poco -porque con cierta premiosidad, como cuando se usaban plumas de ave sobre papel rugoso, parece estar manuscrito lo que antecede- y remitir al poeta que la ha hecho mundialmente famosa. ¿Qué otras cosas habría seguido diciendo esa mujer acerca de sí misma? ¿Cómo, a su manera, las habría interpretado? Sólo Dios lo sabe y sólo Dámaso Alonso podría en alguna medida adivinarlo. ¿Me perdonará éste que me haya atrevido a publicar sin su permiso una carta a él dirigida? Confío en que sí. Después de todo, ya lo dije al comienzo, la relación entre él y esta innominada mujer, como la relación entre Cervantes y don Quijote o entre Unamuno y Teresa, es desde hace años cosa que a todos nos pertenece.






ArribaAbajoCarlos Jiménez Díaz


ArribaAbajoUn opositor

Hace sólo horas -noviembre de 1943- vibraban las piedras de nuestro viejo Hospital General a impulsos ele una calurosa ovación tributada al médico español Carlos Jiménez Díaz. Habíase convocado oposición para proveer una plaza de médico en dicho hospital. Con sencillez ejemplar, pensando sólo en mejorar sus posibilidades docentes y el ámbito de su labor científica y asistencial, el que alcanzó puesto tan excepcional en la medicina española no ha vacilado en ocupar, también, una humilde silla de opositor. Y cuando, oída la abrumadora exposición de sus méritos científicos, el Tribunal acordó proponer su nombramiento, todos los circunstantes rompieron en espontánea y larga ovación. Éstos son los hechos que hoy quiero comentar como español y como historiador de la Medicina española.

Tomaré la cosa desde su raíz. En el último cuarto del siglo pasado se levanta resueltamente el nivel de nuestra producción científica, por la casi insospechable aparición de algunas figuras excepcionales. La cosecha intelectual española comienza por nutrirse de su personal labor creadora y medra luego por obra de su magisterio, de su incitación y de su ejemplo. Estos hombres son Menéndez Pelayo, Ramón y Cajal, Hinojosa, Torres Quevedo, Bolívar, Calderón, García de Galdeano y los arabistas.

La obra de Cajal hizo posible la existencia de una seria contribución española a la medicina científica. Si se compara la producción escrita de la Medicina alemana en 1880 (época de Virchow, Koch, etc.) con la de 1930, se advertirá un aumento cuantitativo a favor de nuestra época, pero no un incremento en importancia científica. Si se hace otro tanto con la producción española, se descubrirá a primera vista un gigantesco cambio en la cantidad y en la calidad de los trabajos. ¿Qué ha pasado para que esto sea posible? Antes he dado la respuesta. No contando la acción de otras figuras epigonales (San Martín, Olóriz, etc.) la causa está en la obra investigadora y ejemplar de Cajal.

Gracias a Cajal, es la Medicina la provincia del trabajo científico mejor cultivada hoy por los españoles. Y en el conjunto de todos los que con su labor hacen posible tan estimable nivel, destaca con singular altura la persona y la obra de Carlos Jiménez Díaz.

Todos saben que Jiménez Díaz representa un hito excepcional en la historia de la clínica médica española. En cambio, saben pocos -o, si lo saben, no lo piensan- lo que Jiménez Díaz puede y debe ser para España, como singular valor de la generación a que pertenece.

En el último decenio del siglo pasado nace en España un grupo de hombres que consiguen colectivamente algo vedado a los españoles, si no se cuentan otros esporádicos grupos, desde nuestra derrota en el siglo XVII: a saber, un dominio entero y universal, suficiente y creador de toda una serie de saberes científicos y de las técnicas necesarias para manejarlos y hacerles fructificar. He dicho que lo consiguen «colectivamente», y lo hice de intento para distinguir su modo de aparición del modo adánico y monolítico con que aparecieron antes un Menéndez Pelayo o un Ramón y Cajal. Gozaron estos hombres a la hora de su formación de un tranquilo remanso histórico en la vida española, en el que fue titular de nuestros destinos la Dictadura de Primo de Rivera; a la cual podrá discutirse este o el otro adjetivo, mas no, evidentemente, el de «cómoda». Estos hombres a que aludía supieron aprovechar honrada y honrosamente tal comodidad. Vino luego la crisis de España (1934, 1936) y a su remate ese millón de muertos españoles que, con su sangriento clamor inolvidable, hace tan grave la responsabilidad de nuestros actos cotidianos. Pues bien; es hora de decir que lo mejor de tal generación ha sido fiel a España, a esta España que cada día nos hace temblar de zozobra y de esperanza. Aquí están, y éste es el instante en que sus vidas, cargadas de auténtico saber y de verdadero magisterio científico, adquieren para España claro y valioso sentido histórico.

La misión de esta generación intelectual consiste precisamente en el ejercicio de su magisterio científico sobre las generaciones a las que las urgencias política y militar impidió una formación entera y eficaz. El deber conexo de estas más jóvenes generaciones es el de proclamar ese magisterio científico de los hombres que tan auténticamente pueden ejercerlo.

Carlos Jiménez Díaz tiene sobre sí la grave responsabilidad de educar en suficiencia científica y en amor al enfermo español a muchas generaciones de estudiantes de Medicina. Quienes le conocen de cerca saben bien el inmenso y recogido entusiasmo con que cumple esta tarea. Ahí está su Instituto de Investigaciones Médicas, su labor diaria en la cátedra, en la revista y en la consulta hospitalaria. Pero también, y esto lo saben menos, su amor entrañable a los hombres de España, a las cosas de España, a España. A pocos españoles he oído hablar con tanto cariño de nuestros místicos, de nuestros jóvenes y sobre el sufrir y el morir de esos hombres humildes y esforzados que pueblan las tierras calmas de Toledo, los sequedales de Madrid o la dulce ribera bética. A pocos también he oído decir con más sincera esperanza algo parecido a las palabras que, a modo de caliente jaculatoria, solía pronunciar en Pamplona, cuando nuestra ilusión por la España recién nacida y todavía combatiente nos llevaba al campo sugestivo del proyecto: «Sí, pero primero tomar Bilbao.» Eran días duros e inciertos, en que muchos buscaban ya granjería para el tiempo futuro -el nuestro- o veían conmoverse su fe en nuestra causa a impulso del más pequeño revés militar.

Hoy, en la cumbre de su fama científica y profesional, en la joven madurez de su fecundo magisterio, con un pie ya en el estribo de un viaje a ultramar para enaltecer el nombre de España, Jiménez Díaz ha tenido el rasgo sencillo y humilde de sentarse en una silla de opositor por mejor servir en el futuro al destino de la Patria. Éste es el hecho insólito que yo, como español y como historiador de la Medicina española, he juzgado conveniente apostillar con la sincera y noble verdad de mi comentario.