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Medio siglo de agonía

Santiago Dimas Aranda



Cubierta



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A Perulero, terrón de mi nacimiento, germinal de las emociones de mi vida.



A mis padres, don José Claro y doña Florencia, que marcaron el rumbo a seguir.



A mis hijos Margarita, Santiago, Efraím, Óscar Ángel y Pablo Dimas, inseparables en el arduo derrotero de mi lucha, con amor, con fe y esperanza.





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ArribaAbajoPresentación

Es ésta una aproximación a la ingente lucha asumida por un hombre, por un pueblo, por un país. Por un hombre que vivió, padeció y murió sosteniendo un ideal y, al morir, mató consigo al que reputaba enemigo de su pueblo. Un pueblo que soportó el escarnio de dictadores ignorantes y sanguinarios, militares y políticos serviles y sucios, incapaces de pensar en bien del prójimo y, mucho menos, del país. Un país sometido a los estragos de la corrupción y el atraso, con dos tercios de los habitantes en la ruina, la miseria y el exilio.

S. D. A.





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ArribaAbajoCapítulo I

Culpable de no estar muerto


La culpa la tendría el miedo, su horrible miedo a la muerte, el mismo que continuaba torturándolo. Entre la maleza del caminejo que había tomado, zigzagueaba mascullando la rabiosa convicción de que más hubiera valido quedarse, permanecer en la tragedia, e incluso perecer en ella. No podía perdonarse el haber abandonado el país en tanto numerosos compañeros quedaban afrontando el desastre. Y esa verdad lo atormentaba cada día más a medida que avanzaba en la certeza de haber sido todos implacablemente ultimados. Sin cesar, esa obsesión le agitaba su carga de fantasmas.

El otoño imponía su paisaje exánime en el vasto malezal que orillaba la loma y el poblado, contribuyendo a deprimirlo todavía más. Tal como ya le había sucedido otras veces, no pudiendo soportarse ni soportar a nadie, se alejó de la casa sin rumbo previsto. Al rato, muy fatigado luego de vencer una tortuosa subida, se detuvo a recobrar aliento. Fue entonces que un súbito estremecimiento lo sacudió. Acababa de avistar a corta distancia del sendero, sobresaliendo de un desolado montículo, las negras siluetas de unos horcones, verdaderos muñones de madera quemada que apuntaban al cielo, cuadro harto común en ese tiempo, pero que, por alguna inescrutable razón, lo impresionaba vivamente, aún sin precisar el lugar donde estaba.

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Ciertamente, no era el primero en sufrir tamaño impacto ante la repentina visión. Quienes por allí pasaban, en conocimiento de la matanza y presuntas apariciones relacionadas con ese extraño sitio, generalmente se sobrecogían y santiguaban.

Él, obligado por una fuerza superior a la voluntad, apartó cactus y zarzas que le cerraban el paso y avanzó. Subió con dificultad al redondel defendido de las erosiones por un cerco de erizadas tunas, llegando a un pequeño claro donde, sobre un terreno extrañamente sinuoso, estaba la tapera. Trozos de objetos de alfarería y de metales quemados por la herrumbre, vestigios todos de míseros enseres, asomaban diseminados a flor de la tierra muerta. Y al pie del horcón mayor, entre pedernales y restos de antiguas cruces, un tronco de madreselva rebrotaba con increíble afán de sobrevivir.

El hombre fue cayendo en cuclillas, inmerso en la lúgubre paz que allí se respiraba, disponiéndose con obsesivo interés a escudriñar los elementos de tan yermo conjunto. Ya el rezo huérfano de avecillas yuyeras anunciaban el crepúsculo, pero eso no podía distraer la atención de quien, intuyendo estar rodeado de arcanas presencias, buscaba desempolvar la agonía de cuantos imaginaba atrapados por la deflagración cuyos rastros aún le horrorizaban. Y entrando a presentir extraños vínculos entre la propia casual presencia y las pruebas de vandalismo que creía estar a punto de descubrir, comenzó examinando con detenimiento los negros horcones en cuyas hendiduras crecían hierbas de color ceniza. E inesperadamente, en una parte aplanada al hacha de uno de esos maderos, bastante lisa pese al musgo que cubría las huellas del fuego, pudo distinguir, con imaginable asombro, el cabo de un puñal clavado hasta lo posible, y debajo, acaso grabado con ese mismo puñal, varios nombres, aunque sólo algunos todavía legibles: «Zoilo... Sixto... Luciano...».

La sorpresa lo puso de pie. Pasmosamente, esos nombres coincidían con los que él acababa de exhumar de sus reconditeces bajo misteriosas influencias.

Quiso aferrar el puñal con ambas manos para arrancarlo. Pero, apenas tocado, el acero se partió a ras de la   —11→   madera. Y el hombre barbotó: «También está muerto».

Tratando luego de ordenar el revoltijo de sus recuerdos, apartose unos pasos y se puso a otear las inmediaciones y lejanías: la colina donde dormitaba su atribulada ciudad, Loma Verde; el bajío donde antaño retozaba persiguiendo ñahanaes; y ya bordeando la noche, a lo lejos, la imponente cordillera de Ybytyruzú. Allá, en las mañanas de su niñez de leyenda, veía nacer de entre los muslos de las rocas un sol jubiloso. De allá, según le decían, también nacía el viento. Y tenía que ser allá, necesariamente, donde debía descubrir el fuego del amor y el pavor de la muerte. El primero a quien vio morir allá, entre la breña salvaje, fue su propio padre.

Tan sorprendentes referencias le trajeron una repentina luz, y pudo así, imprevistamente, volver a sus olvidados momentos de vagabundo infantil, aquéllos que aprovechaba para llegar hasta lo alto de ese baldío que ahora pisaba, habitado entonces por un ciego casi irreal que llamaban Zoilo Herrero, y contemplar desde allí la tierra de su nacimiento.

Una vez reconocido el lugar, dejose llevar por un tropel de evocaciones hasta volver nuevamente a Zoilo, el más pintoresco personaje de Loma Verde. A medida que los nubarrones de la memoria se le aclaraban, de a poco pudo reconstruir la imagen del anciano. Ya recordaba sus ojos enormes y blancos, como sancochados; mas también pudo recordar el tierno trato que aquél daba a los niños, cuya compañía buscaba porque, decía, sólo con ellos encontraba alegría, y porque sólo ellos confiaban en él. Y aquí le sorprendió el recuerdo de que uno de aquellos niños que solían seguir a Zoilo fascinados por su carga de afecto fuera precisamente él. Sí, él... Y entonces pudo recuperar su propio nombre largamente borrado de la mente, Arturo Guerra.

Volviendo al carril del tiempo allí detenido, por fuerza debió toparse con caras conocidas como las de Luciano y Sixto, pedazos de su infancia, y otras tiznadas de pólvora, endurecidas por la violencia, que se le habían quedado grabadas en lo recóndito del alma. Las había conocido durante infortunadas batallas en que cayeron defendiendo el color de una esperanza.

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Pocos habían ido a parar al exilio como él. Casi todos eligieron quedarse combatiendo hasta el fin. Algunos, tal vez, yacerían en ese lugar. Tal vez, antes que vivir huyendo, habrían preferido eternizarse en ese total olvido, amalgamarse con esa desolada tierra, ser madera oscura, triste arbolejo o simplemente polvo.

Sumido en tales conjeturas e indagando entre despojos de presuntos horrores, Arturo Guerra rescataba numerosas presencias, espíritus encarnados en todo lo visible y tangible que lo rodeaba, hermanos suyos todos, viejos habitantes de la tristeza.

Zoilo Herrero se había incorporado a su mundo rebelde durante el último año escolar que viviera bajo la tutela de la tía Juana, más conocida en el pueblo por «la beata». El anciano provenía de una época a la vez gloriosa y lúgubre. Hablaba de tormentas guerreras, de tropelías políticas y miserias de toda índole. Como raigón arrojado al torrente humano, se lo veía hirsuto y desfigurado por los múltiples tumbos. Nada poseía en la vida salvo su vejez y su casi infantil fantasía.

La beata lo odiaba. Los fieros gestos con que ilustraba sus denuestos no dejaban dudas al respecto. Cada vez que pescaba al sobrino con las hondas y bodoques que le enlodaban los bolsillos, y cada vez que lo veía trayendo en los codos y rodillas el verdín de los árboles y cercos trepados en sus andanzas, lo increpaba llamándolo «sucio», y aun a veces «asqueroso, como el Zoilo ése de las calles».

Entonces, por supuesto, Arturo no podía sino imaginar al tal Zoilo un sujeto despreciable. Pero esa idea le duró tan sólo hasta que hallara la ocasión de conocerlo en persona, ocasión que le cupo el día menos esperado, al encontrarse de pronto con un sartal de chicuelos pegados al anciano por una magia desconocida. Arturo se les acopló sin titubeos. El anciano, yendo por una calle y otra, pregonaba las bondades de su trabajo de herrero. Y entre pregón y pregón, inventaba ingeniosos cuentos y chistes que los muchachos pagaban con su alborozo. Y Arturo regresó a la casa encantado.

Desde aquel encuentro, no cesaba de recordar al herrero ciego. Y un día, llevado por la curiosidad más   —13→   lejos aún, decidió averiguar la real identidad del extraño trotacalles tan feo como lleno de amor. Ahora lo acuciaban las ganas de saber lo que ocultaba tras la aparente paz de su cara deforme, cómo se las arreglaba para hacer su trabajo, y por qué lo hacía pudiendo vivir de la pía limosna como la generalidad de los ciegos. Eran puntos que se había propuesto aclarar, así le costasen, con tal de echar por tierra las que él reputaba maledicencias de la tía santona.

Y con esas cosas en la mente, Arturo volvió día tras día en busca del pintoresco herrero y su pandilla. Pero aquellas simples razones que le impulsaban en procura de tan original amistad, pronto fueron derivando hacia otras no tan simples. Efectivamente, con el correr de los días, Arturo se notaba descubridor de una maravilla de cuya existencia nadie le había hablado en la casa: la alegría. Y al conocerla, aquel dócil jovenzuelo, el de las ingenuas travesuras por los terrenos domésticos, por fuerza se sintió con alas, felices alas que habían de llevarlo a faltar del cobijo tutelar más horas cada vez, hasta volverse finalmente un verdadero castigo para la tía Juana, en cuyo corazón cargaban plomos sus endiabladas andanzas.

Entretanto, el año escolar finalizaba, y Arturo, al igual que la mayoría de sus pares del colegio, debía regresar a su terrón de origen. El suyo era un paraje perdido en las estribaciones de la cordillera, un lugar de ensueño de antiguo llamado Perulero. Allá, su padre, don Pantaleón Guerra, más conocido por don Panta, un recio y cerebral burgués vuelto al agro, poseía campos, montes y un presuroso arroyo, Bolascuá1, en cuyas cascadas relucían pececillos de nácar y misteriosas partículas doradas arrastradas por el torrente desde el corazón de la montaña.

Arturo amaba entrañablemente esa tierra, y al fin de cada curso, con infinito regocijo, regresaba allá montando su exclusivo moro «chu-í». El último día de clases, puntualmente, don Panta arribaba a Loma Verde, luego de cabalgar desde el alba, cabestreando el montado para su hijo.

Los caballos llegaban resoplando sudorosos. Y Arturo,   —14→   vibrante de contenida ansiedad, aspiraba excitado el familiar olor a pelambre mojada, a cuero macerado, a caminos y campos galopados.

Esta vez, a diferencia de años anteriores, Arturo se agitaba nervioso a medida que se aproximaba la hora del arribo. Habiendo esperado con impaciencia el momento de ofrecer a sus padres, tal un bello galardón, su diploma del sexto grado, un imprevisto incordio le estaba arruinando la fiesta. Era que esa mañana, por mera casualidad, había captado una murmuración entre la tía Juana y cierta vecina lenguaraz refiriéndose a él y a supuestas enormidades que él, Arturo, aprendía andando detrás del vagabundo llamado Zoilo: horribles cosas que, sin duda alguna, habían de llegar prestamente a oídos de su padre. De pronto, su júbilo se estaba empañando. Todo el encanto de ese fin de curso amenazaba diluirse en una bronca insoportable.

Y bien, don Panta llegó. Y pronto se enteró de vidas y milagros gracias a la fina locuacidad de su hermana Juana. Pero la esperada bronca no estalló sin embargo. Y ni Arturo ni la tía salían del asombro al no ver en la cara comúnmente ruda del huésped la natural violencia que ambos esperaban, si bien con ánimos diferentes. Por el contario, ante la insistencia un tanto pesada de la informante acerca de la conducta de Arturo, por toda respuesta le dijo:

-Bueno, hermana, veo al muchacho robusto y sano, y te lo agradezco. Y con respecto a las cosas que, según dices, anda aprendiendo por las calles de la ciudad, debo decirte que ya no sucederá. Ahora empezará a aprender lo que más adelante será su medio de vida. Ya tiene edad para eso. De modo que, seguramente, el próximo año no volverá. Le daremos tiempo para ver qué elige, si el trabajo o el estudio.

Al atardecer, don Panta y Arturo montaron y partieron en animoso trote. La tía quedó en la puerta mirándolos alejarse. Le pesaba que Arturo interrumpiese su estudio. ¿Sería ella culpable? El año entrante no lo verá. Una penosa desolación la invadía.

Por alguna extraña razón, don Panta había resuelto volver a Perulero el mismo día, sin tomar en cuenta su   —15→   habitual preocupación por el descanso de los caballos. Cuando partieron eran las cinco de la tarde. Cruzando el extenso caserío, llegaron al arroyo Tacuara, límite del poblado. Arturo, un tanto triste, volvió la vista una y otra vez hacia la Loma Verde que dejaba atrás. Le hubiese gustado detenerse y contemplarla desde esa distancia, pero la tendida marcha lo obligaba a continuar.

Caía el sol de prisa. Pronto fue creciendo el silencio. A poco, padre e hijo cabalgaban sobre una vasta llanura empurpurada hacia el ocaso. Ya solamente los acompañaban los grillos y el silbido lejano de alguna que otra perdiz. Don Panta, dominado por inocultos nervios, no dejaba de azuzar a su cabalgadura. Y esa prisa evidente llamó la atención de Arturo. Lo ponía contento porque favorecía sus ganas de llegar con rapidez. Sin embargo, había algo que lo preocupaba, y era el obstinado hermetismo de su padre, llevándolo de a poco a pensar que algo grave pudiera estar sucediendo en la casa. «Algún motivo debe tener esta prisa» -susurró para sí mientras acariciaba con las espuelas los ijares del moro. De pronto, su pensamiento lo llevó de vuelta a Loma Verde, donde la tía Juana había quedado rumiando su queja malintencionada. Tal vez la misma misteriosa preocupación que ahora veía en su padre hizo que no le diera la importancia que ella esperaba. «¡Qué chasco se llevó la pobre tía!» -murmuró. Y concluyó contento: «Más vale así».

Y bien, ahora los tiempos eran otros. En el baldío de la gris tapera, removiendo escombros reales y raras imaginerías, en una suerte de suspenso entre un ayer y un mañana que igualmente olían a muerte, Arturo Guerra, apenas un sombrío paria, monologaba tristemente mientras la noche caía sobre su soledad, igual como cayera muchos años atrás, en aquel camino que compartiera con su padre.

Se fijó una vez más en la tosca inscripción ya esfuminada por el crepúsculo. No la leía. La memorizaba: «Zoilo... Sixto... Luciano...». Y pronunciando aún esos nombres retomó la calle abandonada, barrancosa y cubierta de salvaje maleza. Zigzagueando nuevamente por donde había venido, dejaba el lugar con tanto desgano,   —16→   como quien no atinase si ir o quedarse, como quien nada tuviese en el mundo salvo su dolor.

A duras penas pudo llegar hasta un arroyuelo cercano, donde se dispuso a beber, pero, ni bien inclinado sobre el torrente, en el fondo del agua vio reflejadas unas cuantas estrellas. Y nada más pudo ver porque perdió el conocimiento.

Cuando se recuperó era noche cerrada. Alzó la mirada al cielo como buscando amparo, pero allá tornó a ver sólo unas pocas estrellas que asomaban frías, infinitamente ajenas de su humana angustia. Desconsolado, intentó correr en la oscuridad, quizás huir de su desvarío. Se le antojaba dar gritos, gritar a la noche como cuando era niño, desafiar a las estrellas. Pero el mal instalado en sus tuétanos lo tenía atrapado. Nada le permitía excepto delirar. Sin embargo podía darse cuenta de que todo lo relacionado con su existencia activa estaba muerto. Tanto, que comenzó a dudar de su propia vida, de si acaso fuese él en persona o sólo su resentido espectro el que allí penaba, de si el único sujeto que se arrastraba por esos parajes fuese él. Él, o solamente sus rebeldes recuerdos.



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ArribaAbajoCapítulo II

La humana frontera


Desde las quebradas del Ybytyruzú, Bolascuá se lanzaba flanqueando Perulero, en cuyo fondo montaba guardia el caserón de los Guerra, y en cuyo renombrado «campo libre», parejo como un trigal, crecía el mejor ganado conocido en leguas a la redonda.

En esa tierra de excepción, la riqueza surgía con poco esfuerzo, si bien la población humana decrecía notablemente. Los abuelos, tíos abuelos y numerosos tíos reposaban en piadoso olvido en un pequeño cementerio que ocupaba un sector del bello campo, donde unas rocas esculpidas por los vientos de la cordillera, sólo diferenciadas por las formas y tamaños, marcaban los lugares precisos. En los alrededores del caserón, laureles negros y lapachos extendían su poder de ramas y raíces patentizando la fuerza generadora del suelo. Y en los frutales de los fondos, miles de pájaros en incesante holgorio se atiborraban de cuanto allí maduraba hasta desplomarse de hartazgo. Pero no lejos de ese solar de bonanza, cruzando apenas el Bolascuá y sus montes, un verdadero mundo maldito se achaparraba sin más aditamentos que la aridez y la extrema pobreza. Y en esa desolación que llamaban «La Cañada», donde la gente moría antes de treinta años, atacada de cuantas plagas podía imaginarse, la mentada prosperidad de Puesto Guerra cobraba la dimensión de una irrealidad funesta.

Desde el día en que don Panta se instaló en su   —18→   hacienda, la caza quedó prohibida. Sin embargo, pese al miedo que llegó a los huesos, la caza no sólo continuó sino, por ser absolutamente vital, devino una suerte de guerra salvaje. Los adultos podían aguantar el hambre. Los niños no. Estos, armados de lanzas de madera, atacaron a los cimarrones escapados de la hacienda, que llegaban a disputarles a muerte el apepú y el mbocayá, frutos de la miseria. Huelga decir que, en tan mortales encuentros, tanto los niños como las bestias podían resultar cazados.

Y en cuanto a los adultos, atrapados desde siempre por el peor destino, sólo yacían en sus camastros, mientras los rapazuelos, por su presencia activa durante días enteros, se transformaban en los únicos habitantes visibles de La Cañada. Pero en las noches, la situación cambiaba. Desaparecían los párvulos y, sigilosos, los adultos dejaban las yacijas y se largaban, mas no en pos de presas montaraces como pudiera suponerse. Los cañadenses habían aprendido a convertir la miseria en rapiña.

Arturo estaba lejos de Perulero y de los aires perniciosos de La Cañada. Él estaba siendo educado en Loma Verde al modo de la gente de su clase. Nacido bajo el signo de sus ancestros y tempranamente trasladado allá, podía regresar a Puesto Guerra sólo durante las breves vacaciones estivales. Ahora, sin embargo, según lo oyó decir a su padre, volvía para quedarse.

La noche sorprendió a los viajeros a medio camino. Arturo cabalgaba contento a pesar del duro tranco que le dañaba las posaderas. De tanto en tanto, su contenida alegría le daba aletazos dentro del pecho. Por fin regresaba a reencontrarse consigo mismo. Adensada la oscuridad, con los ojos muy abiertos escrutaba cuanto bulto podía entrever, buscando reconocer en ellos algún indicador del camino que aún les faltaba recorrer.

La cordillera destacaba cada vez más su enormidad contra el horizonte nocturno, y a ratos, la brisa traía anticipos del agresivo aroma forestal. Don Panta iba delante, ajeno de la tensa expectación del hijo. Un oscuro problema le quitaba el habla. A media que se aproximaban a Perulero, encarar aquel problema se le hacía un   —19→   imperativo angustioso. Y llegó un momento en que, olvidando la presencia de su joven compañero de viaje, soltó de pronto su pensamiento a viva voz, diciendo: «No hay vuelta que dar... debo entrar en acción ahora mismo, antes de que sea tarde».

A ese punto crucial arribaba cuando los caballos, dando saltos, dejaron atrás las barrancas y la franja boscosa del último curso de agua. A partir de allí, hasta perderse de vista, claro y vasto bajo el cielo estrellado, se tendía el «campo libre», que así llamaban desde tiempo inmemorial al cañadón de los Guerra.

Arturo se detuvo contemplándolo absorto. En el extremo opuesto de la llanura, muy cerca de la cordillera, estaría su madre esperándolo impaciente. La añoraba. Últimamente, despierto y dormido la tenía presente. Evocaba de ella no solamente su rostro maternal, sino algo, además, que él guardaba desde muy pequeño: el misterio de su femenino atractivo, único todavía en la intimidad de sus recuerdos.

En tanto la marcha proseguía y se apresuraba el trote, Arturo vibraba invadido por sucesivas ráfagas de la aromada brisa serrana. A pesar de la oscuridad, no tardó en distinguir a lo lejos los difusos contornos del caserón y la arboleda, y a ratos, parpadeos de faroles, inequívocas señales de que estaban llegando. Pero, faltando tan escasos minutos, que hasta los caballos mostrábanse excitados y contentos, de pronto, sin mediar palabra alguna, don Panta obligó a su montado a cambiar el rumbo que llevaban. Y las casas y las lucecitas que el muchacho ansiaba alcanzar, prontamente volvieron a desaparecer.

Arturo, lanzado al extremo de la contrariedad, se vio forzado a romper el molesto silencio de aquel hombre, aún más molesto por tratarse de su padre y porque él necesitaba una palabra suya. Con más angustia que razón, sin duda, preguntó a gritos: -¿Se puede saber a dónde vamos, papá?

Jamás habría prorrumpido de aquel modo si no fuera por la violenta desazón que lo ofuscaba.

A don Panta sólo se le oyó un gruñido. Pero luego, moderando el tranco a fin de que emparejasen, trató de   —20→   comunicar al hijo la urgencia que tenía por hacer una visita a cierto amigo.

-Será cosa de minutos -le aseguró-; no te aflijas, enseguida estaremos en casa.

Y Arturo debió tragar su desencanto sin alcanzar a comprender las razones del padre, muy válidas quizá, pero enojosas.

Nuevamente en silencio, entraron a trotar sobre una picada recién abierta, bordeando la falda por entre grandes matorrales que hacían aún más densa la oscuridad. Sumada a las interrogantes que Arturo afrontaba, una más le surgió acerca del motivo por el cual su padre prefería cabalgar en penumbra en tanto llevaba una enorme linterna colgada del tiento. Como cosa tangible, la oscuridad se le pegaba al rostro, pesándole tanto como le pesaba el silencio de ese padre suyo que, aun yendo a su lado, nada tenía para decirle. También Arturo se veía entonces obligado a callar, aunque ganas tuviera de comentar cualquier cosa con tal de disipar la tensión debida a ese ir sin saber a dónde, prestando oídos al más leve crujir de la hojarasca. Si con quien viajaba fuese su madre -pensaba-, ella sí le hablaría, le preguntaría cómo le fue el año escolar, si está contento, y charlarían.

Los caballos trotaban nerviosos, pasando debajo de enormes árboles, algunos tan altos que parecían balancear sus copas muy cerca e las nubes. Al rato llegaron a un pronunciado bajón y un arroyo. Arturo murmuró para sí «¡Bolascuá!» Y un hálito de tranquilidad recobró. Aún estaban en los aledaños del puesto. ¿A quién iría su padre a visitar a esa hora? Cruzando el arroyo, la picada nueva continuaba con rumbo desconocido para él. La vegetación se venía chata y rala. Y avanzando algún trecho todavía, de pronto desembocaron en un abra oliente a excrementos y sembrada de matojos enmarañados y ranchitos apenas visibles gracias a una que otra mecha de sebo adosada al barro de las paredes.

Ante el inesperado cuadro, Arturo sintió agravada su inquietud. «¡Caramba! -pensó-. No creo que el amigo de mi padre pueda vivir aquí». Pero no imaginaba que el supuesto amigo fuese un peligroso forajido instalado allí   —21→   con su banda. Le decían«Gringo» y era prófugo de varios lugares. Sucedió que, por entonces, pocas noticias podían llegar a Loma Verde relacionadas a esas lejanías. Y desde allá, nada podía saber Arturo de semejantes novedades si su padre no se lo contaba.

El tal «Gringo» puesto al servicio de cierto gris funcionario citadino que buscaba apoderarse por su intermedio de las feraces tierras de Perulero, no perdía ocasión para incordiar a don Panta, principalmente haciéndole saber que tenía «carta blanca» para ocupar cuanta tierra se le antojaba, y que contaba con un poderoso padrino y hombres y armas a discreción. De todo ello hacía pública ostentación en parrandas, carreras y boliches donde concurría, enfatizando su propósito de liquidar a quien quiera se le opusiese.

El propietario de los mejores campos y montes de Perulero era a la vez el único que podía enfrentarlo: don Pantaleón Guerra. Y era a él que apuntaban sus insistentes provocaciones, buscando hacerle perder los estribos y obligarlo a una pelea de la que quizá no saldría con vida.

Hasta la llegada del extraño huésped, una ordenada y pacífica convivencia -si bien asaz penosa para los cañadenses- venía observándose en el lugar, debido sobre todo al total predominio del recio Pantaleón. Y era ese odioso estorbo el que el Gringo y su mandante anónimo parecían dispuestos a eliminar, aún tratando supuestamente de evitar el obvio asesinato.

Erigido en virtual caudillo de La Cañada, el Gringo pensaba al comienzo que Pantaleón Guerra se ofuscaría e intentaría desalojarlo por la fuerza, ofreciéndole así la coyuntura que buscaba, o que, tal vez, acobardado ante las amenazas crecientes, regresaría a su ciudad de origen, abandonando sus ricas tierras. Pero no tardó en darse cuenta de que perdía el tiempo. Aquel hombre no se inmutaba ante meras amenazas. Entonces, el Gringo cambió sus planes. Conociéndolos culpables en gran parte de la miseria en que vivían, se propuso encararlos. Reunió a varios de ellos y comenzó diciéndoles:

-Ustedes no tienen vergüenza. ¿O es que no tienen güevos? Están viviendo aquí peor que perros.

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El Gringo no exageraba. Ni los perros habrían aceptado la vida que los cañadenses llevaban. Continuó hablando, y al final les mostró el camino a seguir. Y los convenció, según parece, ya que pocas semanas después todos estaban a su servicio. Un vislumbre de mejoría era mucho para quienes en la vida ni habían soñado con una pizca de esperanza. Todos cayeron en el lazo. Y en él habían de permanecer -estaba seguro- mientras él así lo dispusiera.

Y bien, armó con aquella gente una enredada campaña socavadora basada en la más audaz escalada de raterías y hostilidades de toda índole. Y eran, precisamente, los efectos de esa campaña los que a don Panta le quitaban hasta las ganas de hablar. El Gringo marchaba hacia su objetivo, evidente a sus ojos indagadores, empleando toda suerte de tramoyas. Y él, aferrado a su ley, seguro de la justeza del dominio impuesto por sus antepasados y hasta allí indiscutido, no pensaba ceder un ápice. Cambiar esa condición, jamás. Sin embargo, inopinadamente, sus misérrimos vecinos tomaban la iniciativa: cambiaban. El odio germinaba como hongo en tierra sombría. La cañada, los bosques y los cerros estaban minados de gente enemiga. Estas cortaban alambrados, robaban las reses, quemaban los montes y campos, síntomas todos de la rebelión en marcha, la cual, además, comenzaba a tener graves repercusiones en el manejo interno de la hacienda. Entre otros incordios, los peones, acosados por el miedo, cuerpeaban el trabajo como nunca lo habían hecho, asomándose el temor de que pronto, debido al malestar en aumento, la crisis de brazos pudiera sumarse a los ya cuantiosos daños. Así las cosas, llegaba el momento extremo en que, o era frenado el malevaje o Puesto Guerra sucumbía.

Planteado el problema de ese modo, la alternativa que don Panta afrontaba era de vida o muerte. Y la única respuesta posible y apropiada -ya que ninguna autoridad puso jamás sus pies en Perulero- debía darla él, con sus propias armas. Debía dejarse de contemplaciones y empezar a valerse de ellas. Ni el Gringo ni sus capangas, así anduviesen amenazándolos a bocas llenas, iban a poder contra él si actuaba con seso. Por de pronto, estaba   —23→   bien informado de lo planeado y difundido sin reservas por el descontrolado sujeto. La última referencia se la debía a Pabla, la alegre sirvienta de su casa, la que días atrás fuera mañeramente persuadida y llevada a una parranda organizada en La Cañada.

La reunión, salpicada con abundante caña blanca, tendría por objeto consolidar los pactos ya logrados y reclutar nuevos resentidos para la causa, haciendo que, formidables tragos mediante, soltasen la lengua como loros. Atraídos todos los lugareños, Pabla lo fue con un ardid especial, incluida la promesa de ser devuelta a la casa antes del alba.

Pero, recién a media mañana del día siguiente, la sirvienta apareció por fin, y en Puesto Guerra se supo lo acontecido. Toda machucada y ojerosa, se presentó ante doña Flora, la mujer de don Panta, quien, abrumada de trabajos, renegaba contra la condenada que no amaneció en la casa. Con ganas de abofetearla, se detuvo sin embargo a oír de ella los pormenores de la fiesta, en la cual -según dijo-, el Gringo, rodeado de tipos armados y tan ebrios como él, haciendo tarima de una mesa y enarbolando un berrenque de lonjas, anunció tener mando de sargento de compañía, para luego aclarar que «vine a este culo del mundo para dar a todos la oportunidá de tener tierra güena y todo lo que se precisa para ser gente. Porque aquí, mientras nadie tiene un carajo, hay uno que acapara la mejor tierra y no deja vivir al prójimo...». Y al final de la perorata había declarado abiertamente su intención de liquidar al acaparador, y concluyó: «Y ustede me vana ayudar para hacer justicia lo más pronto posible...».

Ante la alcohólica aclamación de los presentes, el Gringo se había puesto eufórico, arrastrando a Pabla hacia el medio de la improvisada pista. «Y entonce catu -se entusiasmó la sirvienta-, empezó la guitarreada meta porca hata la mardugada...».

Olvidó mencionar que a la primera vuelta, ya el Gringo logró su promesa de irse a dormir con él, lo cual se había cumplido bien que ella rehusaba contárselo a doña Flora, quien la conocía -como solía decirle- hasta por las pisadas. De modo que Pabla poco podía resistirle.   —24→   Debió dejar el parloteo y comenzar a desembuchar el objeto de mayor intriga. Se trataba de la confidencia que le hiciera el Gringo quizá bajo el efecto del alcohol y el sexo, o quizá adrede, para que ella fuera a comentarlo.

-¡Le va a liquidar a don Panta! -tembló de pronto-. Primero co dijo que los otro cuera le va liquidar. Pero depué dijo que él mismo. Ese Gringo me da miedo pa sabé...

A doña Flora se le soltó de la mano el balde de leche que traía. Pero trató de tranquilizarse y tranquilizarla diciéndole:

-Deciles a tus gentes que se alejen de ese gringo, que ése es un criminal, que no se metan con él si no quieren ir a parar en la cárcel. Eso tenés que decirles, que no caigan en la trampa de ese bandido.

A los cañadenses, igual que a Pabla, se les escapaba la oscura índole del conflicto suscitado en Perulero. O tal vez no les importaba. Como nada poseían salvo la extrema pobreza, nada arriesgaban haciéndole el juego a cualquiera les reportase una pizca de esperanza. Y ahora, la esperanza se les insinuaba gracias a los burdos planes del Gringo, a sus promesas no tan claras, pero promesas al fin.

Sin embargo, a los pocos días, algo extraño vino a cambiar las cosas imprevistamente. El Gringo se ausentó sin dejar noticias suyas, y al cabo de un par de semanas, orondamente arribaba a la cabeza de una tropa de guayaquíes, hoscos moradores de las espesuras, desconfiados y agresivos debido a la constante persecución de que eran objeto.

La alarma cundió. Algo sucio se proponía el Gringo. Algo que, seguramente, tarde o temprano afectaría a todos.

Los cañadenses quedaron pasmados. Si el gringo traía indígenas, era señal de que los otros serían relegados. Don Panta, por su parte, al enterarse frunció el entrecejo. Las intenciones del individuo resultaban demasiado obvias. Esos salvajes, una vez armados, iban a convertirse en terrible plaga. Si dejaron sus guaridas para seguir al Gringo debían tener un importante motivo, mucho más importante que la mera venganza. Seguramente   —25→   los animaban las mismas ilusiones alimentadas por los cañadenses. Una nueva sombra se cernía sobre Puesto Guerra, ya de suyo acosado por numerosos percances, principalmente los habidos con los pocos peones que quedaban, cada cual más aterrado y a punto de huir.

El Gringo, de pronto el amo de una nueva y tenebrosa fuerza, lo festejaba emborrachándose y soltando selectas obscenidades contra su inevitable oponente en la lucha que preparaba y contra sus propios aliados cañadenses.

Aquella noche, Arturo, ignorante de tan brutales aconteceres, acompañaba el preocupado mutismo de su padre con el silencio suyo de adolescente angustiado por la incomunicación. A la vista del puñado de casuchas hundidas en la oscuridad humosa, don Panta se detuvo.

-Aquí te quedás a esperarme -le ordenó.

Le entregó las riendas del alazán, tomó la caramañola y la linterna, y con pasos amortiguados desapareció en la vaguedad del chocerío.

Arturo estuvo tenso, escuchando. A poco le pareció como si gruñese un perro, pero nada más. El aire estaba allí sofocante y fétido. Arturo se puso a pensar en el perro: «Si fuera un perro, ladraría -se dijo-, a no ser que esté aplastado por el calor, tal vez hambriento, muerto de sed y sin ganas para nada».

Don Panta cerró tras de sí suavemente un cuero seco que hacía las veces de puerta. El Gringo, tumbado como bestia debido a sus libaciones, no podía sospechar que mortal alguno se aventurase a molestarlo en su guarida. El huésped dio leves puntapiés a la pata del camastro, enfocando la enorme linterna a la cara del dormido.

-¡Epa, carajo! -se sacudió el Gringo, ahogado por la soñarrera, tratando en vano de cubrirse el rostro con las manos en desconcierto, y manoteó furiosamente hacia la cabecera, de donde asomaba el cañón de un wínchester, momento en que un férreo puño, que él no podía ver, lo contuvo.

-Deje eso, Gringo -escuchó-; es mejor conversar por las buenas, ¿no le parece?

El tono duro y firme del desconocido lo disuadió.   —26→   Refrenarse era lo único que podía en su situación. Los de su banda también estarían durmiendo la mona cada uno por su lado. El Gringo se veía condenadamente solo. Con lentitud se movió, dirigiendo la vista hacia el candil y rabiando contra sí mismo por no apagarlo a tiempo. Bastante había hecho la agónica pavesa para que se lo pudiera ver a través del estaqueo en ruinas. «Hay que ser infeliz para quedarse dormido con la luz encendida» gruñía por dentro. No le podía ver la cara al intruso. El circulo focal en que estaba atrapado se lo impedía. Finalmente, el haz insoportable se apagó y pudo reaccionar del encandilamiento, distinguiendo la figura del visitante recostado contra la única salida de la morada. Y al reconocerlo, su confusión empeoró. No podía ocultar su turbación. Don Panta, al notarlo, destapó la caramañola llenita de caña y se la puso, colgada del cordel, a un palmo de su nariz.

-Tome, Gringo -le dijo-. Tome que le va hacer falta.

El Gringo debió reprimirse y aceptar el convite. Sus ojos encarnados daban clara cuenta de las empinadas del día.

-Me dijeron que anda queriendo matarme... -comenzó el visitante- y aquí me tiene. Creo que uno de los dos está de más en Perulero, ¿no es cierto? Y yo pienso que el que está de más es usted.

El anfitrión, antes de poder hablar, se atragantó. Al fin chilló:

-La gente co anda diciendo pura macana, don. Habla todo debalde, don...

Se le hacía imposible disfrazar su enorme embarazo. Acabó mandándose un segundo buche de varios tragos.

-Es ralmente una macana -replicó el otro-. Mucho mejor hubiera sido si la gente se quedara callada, ¿verdad, Gringo? Suele decirse que donde hay humo hay fuego. Y usted está jugando con fuego. Y le aseguro que se va a quemar.

En tanto buscaba hilvanar una respuesta coherente, el Gringo medía con la vista la recia estampa que tenía plantada delante. Detuvo la mirada con disimulo a la altura de la pistola cuyo cabo asomaba del estuche   —27→   destacándose en la penumbra. Y sólo el chillido continuó surgiéndole de la garganta.

-Pero don, ¿por qué me dice todo eso? Yo le respeto a usté y nunca le vía faltar, ¡al contrario, don!

En la mente neblinosa le giraba cierta fama -un tanto exagerada por el pobrerío- que el visitante había ganado desde tiempos atrás abatiendo incursores indígenas y peligrosas fieras que atacaba a su ganado, además de otra fama igualmente ponderada, y era la referente a numerosos galardones en oro que don Panta exhibía, según decían, en el salón de su casa de la ciudad, todos ganados en competencias de tiro y esgrima, razones más que suficientes para cuidarse de un enfrentamiento con él. Asustado como estaba, el Gringo tenía la impresión de que si esas velludas manos que veía llegasen a la pistola, estaría perdido. Don Panta bebió un par de tragos adrede ruidosos, y le lanzó la caramañola.

-Le regalo todo -le dijo-. Sujetos como usted necesitan emborracharse.

Al Gringo comenzaron a movérsele los labios en un tic lastimoso. El otro abrió la precaria puerta y agregó todavía:

-Emborráchese y péguese un tiro con el wínchester. Sus bravuconadas sólo sirven para perjudicar a la gente. Usted no es un luchador; es un sinvergüenza y un cobarde. Y le advierto que si no se va de aquí inmediatamente, volveremos a vernos.

Salió sin prisa dirigiéndose al lugar donde dejó a Arturo cuidando de su caballo. El Gringo salió después con el wínchester en una mano y la caramañola en la otra, forzando los hinchados ojos para ver en la oscuridad. De pronto el ladrido lloroso de un perro estalló en el aire, y el amo lo acalló rabioso:

-¡Salaí, tardepianchoañaracopeguare!

Don Panta acababa de montar. Al oírlo tan sulfúrico, quiso agregarle algo más. Se irguió sobre los estribos y alzó la voz:

-¡Sargento Gringo!, no mate al pobre perro; es buen compañero de viaje; le va a hacer falta. Y ya sabe: o se va de inmediato o vengo a verlo de nuevo...

  —28→  

Padre e hijo habían partido cuando el Gringo, bamboléandose, salió al camino. Sólo polvareda podía divisar en el punto boscoso donde se le enredaba la mira. Maldijo sucio. Vació la caramañola bebiendo toda la caña, y arrojola luego todo lo lejos que pudo.

El calor sofocaba. Pero el que sentía por dentro era peor. Estaba desquiciado. Hasta la oscuridad de la noche se le ponía en su contra, impidiéndole perseguir con la vista la bola de polvareda que desaparecía en el monte. No le restaba más que gesticular ascosidades. La dureza del huésped le había empavonado la moral. Le pesaba en las manos el inútil Winchester. Lo miraba sin verlo. Lo sentía sintiéndose como zonzo.

Arturo, finalmente en el apeadero de Puesto Guerra, saltó del caballo olvidando las molestias que traía en las posaderas, y corrió en busca de la madre. Mas ella no estaba en la casa. Solamente encontró a Pabla atareada en la cocina a la luz de un enorme farol «mbopí». Chupaba de tanto en tanto la bombilla de lata de un mal cebado mate. Al notar la presencia de Arturo, se sobresaltó:

-¡Nde mitá! -le dijo abrazándolo- ¡Qué tarde pa que llegaron!

Y continuó hablando sin parar y sin dejar de examinarlo de pie a cabeza, asombrada. Encontraba al muchacho mucho más alto y robusto desde su último viaje.

-No queré pa un mate -lo invitó-. E durce.

E insistió a que tomara de su mano el porongo con que ella se edulcoraba la desolada existencia.

-¡Qué tarde pa que llegaron! -repitió-. Yo pa sabé tengo miedo por ahora y no me hallo ma. La curpa e de ese Gringo que anda queriendo matar a tu papá. Y ña Florita que no me cree. Le quiere matar pa sabé...

Rehusando el convite, Arturo le dijo:

-Recién estuvimos en la casa del Gringo. Por lo que pude oír, papá le dio un buen susto.

La noticia dejó a Pabla con la boca tensa como un pichón. Arturo salió corriendo hacia el establo. Contrariamente a sus vaticinios, la madre, sin tiempo para mortificarse pensando en la demora de los viajeros (y casi olvidada de sí misma), renegaba tras unos terneros que huían del encierro. Mientas la buscaba, Arturo   —29→   pensaba en los motivos realmente graves que movían a su padre, según podía entenderlo ahora. Ya no ponía en duda su comportamiento ni la importancia de la extraña visita que acababan de efectuar. Esperaba conocer a la brevedad los pormenores de la entrevista. Todo dependía de que su madre se enterase del asunto. Ni bien don Panta se lo haya revelado, la cosa sería más fácil. Para Arturo, la madre, más accesible a sus deseos, constituía su fuente de información preferida.

Hacía, pues, bastante tiempo que los Guerra y su gente vivían sobresaltados. Las prevenciones y el miedo crecían parejos en la hacienda. Lo que cualquier noche de ésas pudiera suceder era algo del que nadie hablaba debido a un supersticioso temor a precipitarlo. Y lo ocurrido la noche del viaje en compañía de Arturo sólo era que don Panta, en un extremo intento por frenar las presiones del supuesto sargento, había resuelto demostrarle su cabal supremacía.

Cuando el Gringo pudo al fin reaccionar del bochorno, ya un repugnante pensamiento comenzaba a roerle el seso: «¡Pabla, gramputa, le voy a liquidar!»

Tanto se le metió entre cejas la chismosa que, al volverse, enteramente aturdido, le pisó la cola al perro que lo lamía en pago de la reciente patada. Y el perro, a pesar del desplome que sufría, puso su ínfimo resto de ganas en una increíble tarascada, recibiendo de retorno el más brutal puntapié conocido en su vida.

Era, para el Gringo, como si la patada se la diese a Pabla, la gramputa, la que no había de seguir mucho tiempo con vida. Según parece, el fiasco hizo que el hombre olvidara su afán de acobardar por cualquier medio a Panta y su gente, y que para ello, muy especialmente había utilizado a Pabla. Lo olvidaría seguramente, porque ahora, estrangularla con las propias manos era su mayor deseo. La noche que la tomara, él la había tratado adrede no como mujer conquistada para una noche de placer sino como cosa birlada al odiado Panta Guerra. De él se mofaba humillando sexualmente a la sirvienta. Y ella lo aguantó todo por miedo. Luego, el Gringo se regodeaba con la certeza de que Pabla llegaría de vuelta a Puerto Guerra más boquiabierta que una   —30→   olla, lo cual había sucedido tal lo previsto.

Gruñía como un jabalí de regreso al cobijo. Esteban, el más fiero de los salvajes recién llegados, se le acercó. Venteaba tardío, igual que el perro. Por su particular encono contra los Guerra, Esteban resultaba el elemento apropiado para ejecutar cualquier plan ofensivo; un elemento de entera confianza. «Ahora mismo» acababa de mascullar el Gringo cuando lo vio. Pero, pese al guarapo que lo mantenía en vilo, pudo recapacitar. Se dijo 'no'. Primeramente debía tener terminada la trampa que lo tenía ocupado noches y días. Prefirió callar y esperar.

Y una madrugada en que un violento ventarrón castigaba la techumbre del dormidero, de pronto se le insufló la inspiración que no había podido lograr en muchas estériles vigilias. Esa tormenta no podía ser más oportuna. «Es mi noche de suerte» se dijo el Gringo. En efecto, sucedía como si una suerte especial lo ayudase. La atmósfera se agitaba cada momento más, todo se revolvía y zumbaba, pero no llovía. Corrió a sacar a Esteban de su yacija de hojas, le habló más con señas que con palabras, y el salvaje dio a entender que el encargo le agradaba. Importante paso para el Gringo. Antes de esa noche no se le ocurría cómo hacer para que sus pupilos le fuesen realmente útiles. El temporal y cierta picardía suya puesta en juego en la víspera coincidían al pelo.

-¡Teba...n! No me vasa fallar nde añamembyré. Vasa irte a bichear la casa de Panta Guerra. Esta madrugada tiene que irse a Loma Verde. Catueté tiene que irse porque ayer le mandé un aviso. Gua-ú que su hermana, la solterona puta, se está por morir. Eso dice la carta que le mandé. Para divertirme un poco, ¡claro! Por eso catueté tiene que irse esta madrugada.

El Gringo hablaba solo. El indio lo miraba como zonzo. La carta aludida, burdamente fraguada y puesta en manos de un peón de la hacienda interceptado en el camino cuando regresaba de Loma Verde, había llegado a destino. El peón, tieso de miedo, obligado el pobre a ser portador de la falsa misiva bajo amenaza de muerte, la entregó, sí, pero se vio forzado a decir al patrón quién lo enviaba.

  —31→  

-Si sale el tipo, me chiflá así: ¡fshuiiiit!, como la chuita. Entendé pa. Yo vía estar con Pabla. Vía hacerle coquilita en la barriga, ¡uejjjj! (susurró una risotada hedionda, pero viendo que el indio no se inmutaba, tornó a su hosquedad, que por cierto le sentaba mucho mejor). Güeno, llevá tu gente cuera y andate. Cuando el tipo se va, me chiflá, entendé pa. Depué te vía decir lo que vasa hacer.

Consumada la acción que esperaba de Esteban, los demás indígenas harían el resto. Así todos gozaban de la destrucción, fechoría de salvajes, desde luego; no suya.

Impulsados por un odio casi natural contra los bien armados poseedores de las tierras de Perulero que los obligaban desde antaño a consumirse lentamente en su hambre cerril, esos salvajes eran los llamados a destruir al «caraí» del lugar. Pero antes de que éstos entrasen en acción, el Gringo tenía su designio número uno: acabar con Pabla. Su sorpresiva presencia en el cuarto de la muchacha obedecería a lo más natural: su deseo de copular con ella. Habiéndolo conocido bien macho, ella lo acogería con ganas. Después, terminado el coito, ¡zas! y listo.

Esteban entendía sus intenciones sin precisar palabras. Bichear era su oficio.

Terciado el «bocó», empuñó el arco. Cada uno agarró su arma. Y los terrosos cueros y las porras de color herrumbre se hundieron en la oscuridad, estrujados por un viento diabólico.

Faltaba un largo rato para el alba cuando Esteban acabó de instalarse en una horqueta del más copudo laurel de la serrería, a poco más de una cuadra del caserón y a otro tanto del ranchete donde Pabla pasaba sus noches, alojamiento asignado a las sirvientas, convenientemente cerca del cotidiano trabajo y discretamente alejado del contacto familiar.

Desde la horqueta, con la privilegiada vista que Dios otorga al indígena, podía abarcar el campo de sus inmediatas acciones a pesar del sueño que picaba de tanto en tanto. Sus acompañantes, diseminados en los matorrales de su rededor, pronto cesaron de ver y oír. Les importaba un pito la poca o mucha temeridad de la   —32→   misión a cumplir. Pese a sus naturales aprensiones, el salvaje es sujeto de buen dormir, salvo en tiempos de guerra. Y el haberlos sacado de su cucha en medio de la tormenta y el obligarlos a trasnochar no les causaba ninguna gracia. Gringo, muy previsor de repente, acabando de instruir a Esteban, dejó pasar un rato, ensilló su caballo y se puso en camino. Cabalgaba al tranco, sin apuro. Quien iba al crimen era Esteban; él no. Los indios, desde luego, nada importaban, y si algo valían era porque podían ser utilizados en los peores menesteres. Él y los indios nada tenían en común, a no ser la muerte. Para los indios, antes y después de la muerte, la soledad de las quebradas era infierno y cielo a la vez. Razón tienen en creer que sus muertos devienen sombras vagarosas y penantes. Lo son en vida.

No tardó Esteban en quedar profundamente dormido, ausente, insecto adosado al tronco, igual que sus pares, acunado por el incesante viento. Mientras, ya cerca del lugar, cabalgaba Gringo. A Panta Guerra, sujeto de su bochorno y objeto de su venganza, lo soportaba en lo recóndito como una herida. A Pabla la sentía como un falo, metida entre pierna y pierna. Pabla, la primerita a quien ajustará la cuenta. Y con una suerte de regocijo que le subía de la barriga con olor a tripas, anticipándose al desquite, eructó: «A esa perra de mierda se le va acabar la farra».

Desde el corral de la hacienda llegaban diluidas voces de gansos increíblemente despiertos a pesar de la hora. El monte de la serrería se tendía neblinoso a menos de un vuelo de perdiz. Gringo avanzaba bastante inseguro, atisbando antojos que los nervios le agitaban en la oscuridad, cuando, de repente, un pajarraco alzó violento vuelo: ¡shivuivuivuivuifff!, y el caballo se empinó electrizándole hasta el último pelo. Sin embargo, pudo imponerse calma y retomó la senda, en tanto el inofensivo autor del julepe fue a posarse en la impunidad de una maraña. Al seguirlo rabioso con la vista, Gringo notó a ras del Ybytyruzú la aparición del lucero anunciador del alba, y esa visión se tradujo en impíos espolazos a los ijares del montado, preciso instante en que el animal daba un nuevo salto sonándose los belfos con espanto, y   —33→   otro horrible búho se lanzaba al aire, arañando la cara del jinete. El desmedrado coraje se le fue a los pies. Afortunadamente, un ruido de pasos presurosos proveniente de la maleza donde aguardaba Esteban le alivió la carga crítica. Al distinguir en la orilla del monte la silueta del indio, se repuso. Esteban, despabilado por los aletazos del pajarraco nocturno, se asomaba a indagar. Al reconocerlo, Gringo preguntó excitado:

-¿Y el tipo, ya salió pa?

Con la cabeza, el indio hizo que sí. Entonces, Gringo le entregó la caja de fósforos, diciéndole:

-Cuando te chiflo, le meté fuego alrededor. ¿Entendé pa?

Esteban repitió el gesto afirmativo con la cabeza. Luego quedó mirando la sombra de Gringo que se alejaba. A poco, el jinete se apeó y avanzó tirando de las riendas, bordeó la islería y desapareció. Todo era penumbra inquietante y viento haciendo crujir las altas ramas. Llegó al dormidero de Pabla, ató las riendas en el alero y, en puntillas, tentó la puerta: estaba sin tranca.

Las jornadas del verano se hacían sumamente duras. Los pocos peones, que debían cargar con el trabajo propio y el de los fugados, se levantaban antes del alba. Sin embargo, en esa ocasión, amodorrados por el fuerte viento, continuaban pegados al catre. En tan pesada hora, bajo el fardo del último sueño, ni los perros estaban avispados. Don Panta, el único despierto en la casa, sonreía en tanto se aseaba recordando el susto causado a Gringo noches atrás y pensando en el que habría de causarle en caso de que el tipo se propusiera un desmán cualquier día de éstos. Alguna sucia maquinación debía ocultar el infantil «aviso»que el muy bandolero le hiciera llegar en la víspera referente a la hermana Juana en supuesto peligro de muerte. «Bien poco macho el desgraciado!» murmuraba a solas. «Un tipo así ni siquiera sirve para cuatrero».

Acabó de lavarse y salió encendiendo un cigarro. Iba a ver2 a Pabla. Pero antes, una súbita prevención lo desvió: los gansos, comúnmente quietecitos a esa hora, dejaban oír uno que otro chillido como de alerta, hecho que lo obligó a echar un vistazo por los alrededores. Fue   —34→   entonces que Esteban lo vio alejarse de la casa sin precisar a dónde se dirigía. Nada extraño parecía suceder. Sólo el viento gemía lúgubre y adormecedor. Don Panta dio media vuelta y regresó. Su pensamiento estaba puesto en Pabla. Al entrar en el rancho, instintivamente, llevó la mano al arma, como verificando su servicial compañía de la cual últimamente no se apartaba. Se acostó junto a la muchacha, comenzando por acariciarle senos, vientre, todo. Ella estaba semidesnuda debido al calor. Don Panta continuó fumando en tanto se desabrochaba, y al apagar luego el cigarro, de nuevo oyó el alerta de los gansos, y casi al mismo tiempo, suavemente, la puerta se abrió, apareciendo la sombra de un hombre. Al entrar, éste vio fuego de cigarro apagándose contra el piso, y pensó: «No duerme la perra; seguramente está con gana». Pabla estaba tiesa reconociendo a Gringo en el hueco de la puerta. No gritó porque don Panta le había tapado la boca con la mano. Silencio. El visitante comenzó a buscarle, dando manotazos en la oscuridad. Pero -¡oh, sorpresa!-, en la cama de la sirvienta un velludo cuerpazo lo esperaba. Al percatarse de ello y precipitar la mano hacia el arma que llevaba, ya una pistola se le clavaba en el mismísimo estómago, Pabla se apresuraba a encender el farol y la voz poco grata de Panta Guerra le ordenaba soltar el arma, el cinto y los pantalones. El huésped, muy a su pesar, tuvo que obedecer, y al acabar de hacerlo, la luz que se prendía y la risa histérica de Pabla lo pusieron fuera de control. Saltó a la puerta como un gato y echó a correr desesperado, sin arma y en pelota, con una granizada de balas quemándole las orejas.

Al pasar bastante cerca del indio Esteban, éste lo reconoció. Con lástima y rabia lo veía huir burlado y enloquecido bajo los disparos de don Panta que, atinado o no, creía escarmentarlo de ese modo para siempre.

El caballo, tan asustado como el amo, trozó las riendas dándose a la fuga. Don Panta no intentó detenerlo. Regresó simplemente junto a Pabla que se debatía entre risa, nervios y lágrimas.

Esta vez, don Panta, al entrar en el rancho como hiciera en otras ocasiones, no pensaba que la muchacha   —35→   pudiera estar aguardando la visita de Gringo, tanto como ella ignoraba no solamente los designios del intruso sino hasta los del mismo patrón. Pabla lo respetaba, y si bien se permitía intimidades con él, lo hacía muy de vez en vez, quizá como gesto de obediencia, en ocasión de alguna enfermedad o ausencia de la señora, atenuante reiterado en los últimos tiempos, debido a los frecuentes viajes de doña Flora a Loma Verde. Pabla lo respetaba, aunque tal vez lo amaba, a su manera, claro está. Ahora se veía sucia y humillada. Él, por su parte, nada podía decirle que no fuese una grosería postrante. Pabla lloraba dolorida por haberse entregado una vez a Gringo, si bien sólo fuera por miedo, y reía al propio tiempo vengada al verlo huir derrotado. Don Panta, muy nervioso, apenas le echó una mirada y la dejó. Fue de inmediato en busca del alazán, lo ensilló, repuso al arma la carga perdida en el vano tiroteo, y salió buscando refugiarse en la soledad de la llanura donde pudiera pensar. Siempre que tuviese problemas lo hacía.

Ahora lo inquietaba la duda acerca de lo actuado. Pudo fácilmente haber eliminado a Gringo si se decidía. Y era su segunda oportunidad desaprovechada, razón demás para sentirse frustrado. Le faltaba valor para matar. Dominar a la gente con su sola presencia no era el método que había de servirle de ahora en más. Sus tiros habían sonado tardíos dando escapada a un mortal enemigo. Su eficaz pistola le estaba resultando una carga inútil. Habría podido liquidar al tipo con todo derecho, y no lo hizo. Llegado a este punto de las conjeturas, atravesósele Pabla por la mente. Si él no estuviera presente en ese momento, ella copulaba con el intruso, abriéndole no solamente las piernas sino además un fácil acceso a la casa a través del rancho. «La tipa está metida con él», concluyó. Cada momento que pasaba, el problema se le enredaba más. Si dejaba las cosas como estaban, sólo un oscuro desenlace podía esperar. El caso de Pabla no le otorgaba tiempo para vacilaciones. Don Panta dobló el rumbo y galopó.

Sonándose llorosos mocos, Pabla apantallaba el fogón de la cocina cuando escuchó pasos y el familiar cencerreo de espuelas. No se volvió. Él entró, habló:

  —36→  

-Agarrá tus cosas y andate.

La voz del patrón sonaba seca y quebrada. Y Pabla recibió en lo hondo de su casi animal simplicidad la cuchillada de gracia. Don Panta le dejó la paga sobre el fogón y salió. Ella tornó al dormidero, hizo con sus bártulos un hato y se puso en camino mansamente.

Arturo, obligado por el tiroteo a dejar la cama, y al tanto de lo ocurrido aunque sin comprenderlo todavía, se sintió particularmente afectado por el despido de Pabla. La siguió hasta perderla de vista. Para él, que apenas bordeaba la confusa telaraña que involucraba a todos, la sanción era simplemente injusta. Buscó al padre en procura de alguna explicación, lo miró al rostro, quería hablarle, manifestarle su angustia, pero el padre, sin tomarlo en cuenta, montó y partió nuevamente. Pabla representaba la amistad sencilla y sin condiciones, un poco de alegría fácil reservada para alguien que nada exigía, un retal de vida amable ahora súbitamente devuelta al submundo de donde había venido. Y sintiendo que un nudo se le hacía dentro, largose lo mismo que su padre por la senda del campo, sin rumbo. Pese a sus largas ausencias de la hacienda, un afecto poco menos que carnal lo ligaba a Pabla. Desde muy pequeño, en todos sus primeros recuerdos, estaba presente esa cara distinta, diría única, en la precoz pizarra de la fantasía. Por ella fue aprendiendo atrayentes cosas de la vida real, adentrándose en sabidurías que lo aproximaban a la deslumbrante Naturaleza, al sentido del celo, a la excitante cópula entre macho y hembra, a la maravilla de la gestación, o a la totémica artería mentada contra las pestes, contra las víboras o contra las incursiones del fatídico pombero. Pero muy principalmente los ligaba el tema sexual, verdadero tabú en el trato familiar, tema que merced a ella había ganado destacado lugar en su mente. Todo eso hacía que pabla fuese para él algo así como la tierra en que se sustentaba una importante porción de sus raíces. Y esa vez, sin que nadie lo advirtiera, porque todos vivían demasiado sustraídos por los brutales aconteceres, la partida de la muchacha cortaba un sensible nexo entre él y la realidad.

Y bien, Pabla se fue. Bajó por Bolascuá. En las claras   —37→   aguas con susurros de pycazú se dispuso a serenar su abatimiento, esa suerte de total orfandad a que se veía nuevamente condenada. Un día, años atrás, esperanzas a cuesta y en dirección contraria, había cruzado por allí. Los años corrieron como las aguas, sólo que el arroyo renovaba su juventud y pujanza de lluvia en lluvia, mientras ella, dejando atrás lo mejorcito que conoció en su vida, retomaba el camino del irremediable ocaso. Pocos trapos traía; diría que el mismo bulto de antaño. Todo igual, excepto ella que tornaba a la peor miseria imaginable sin ánimo para soportarla, con una impía quemadura ocupándole el sitio de la resignación.

Esteban llegó al refugio galopando sobre el caballo de Gringo. Llegó furioso.

Quitó los arreos a tirones, propinando finalmente un par de patadas al animal. Luego un escupitazo. Todo eso lo haría en homenaje a Gringo. Al menos, éste lo entendió así. Levantose del charco en que lo arrojara su nueva derrota para descargar su veneno a latigazos contra el indio. Lo mataría a berrencazos al añamembyré tecacá por escupir a su caballo. Lo mataría por darle patadas. De todos modos, lo mataría... Pero, más veloz, el furioso indígena logró escabullírsele, ganando el camino como bala. Gringo se abalanzó detrás dando gritos:

-¡...tebaaaaa, ...tebaaaaa!

Esteban, sordo de rencor y decisión, huía envuelto en polvareda rumbo al monte. Ante sus ojos desorbitados, la umbrosa maraña crecía: su amada libertad que le abría verdes y anchos brazos. Terrones de arcilla seca le laceraban los pies, pero él sólo sentía ansias de volar y esfumarse de la maldita cañada.

Gringo volvió por el arma. Corría gritando desaforado, llamando a sus capangas:

-¡Laaacúuuu! ¡Mbooopíiii! ¡Seraaapioooo!

Pero ninguno respondía. Seguramente, ofendidos por la preferencia demostrada hacia los indios, habrían partido en procura de nuevas bandolerías. Y Gringo, más furioso cada vez, agarró el wínchester, montó su caballo en pelo y galopó hasta bien cerca del bulto polvoriento que a punto estaba de ganar la espesura.

Un disparo y otro y otro repercutieron largamente de   —38→   extremo a extremo de la cordillera. Alguno de los poderosos proyectiles del wínchester, silbando como siniestro pájaro, de pronto estalló abriendo un cráter de carne y huesos.

Esteban se desplomó de boca sobre el árido lodo, crispó los dedos en vana desesperación por clavar las uñas en la vida que se le escapaba por el agujero. Sólo breves temblores duró el esfuerzo. Oscuros hilos de sangre, brillosos en la claridad del sol recién asomado, surgieron y se agotaron chupados por la tierra sedienta, antes aún de que el retumbo de los disparos se deshicieran contra los pedernales del Ybytyruzú.

Y llegó el silencio. Llegaron las hormigas, los grillos y jejenes. Llegaron a jugar en el pequeño charco en que se ahogaron las ansias de vivir de un indio.



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