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ArribaAbajoCapítulo X

El veneno de la vindicta


Jamás pueblo alguno ha podido ocultar indefinidamente sus llagas. Alguna vez, los padecimientos han debido estallar en desesperada violencia.

En el caso que nos ocupa, a una década escasa de la gran matanza que duró tres años, el país era empujado a otra prueba peor: la guerra intestina. Los síntomas eran inequívocos, y el proceso del mal, irreversible. Tras el ingente desgarramiento, tras el torrente pavoroso, por el cauce todavía húmedo retornaban las lágrimas. Desbordadas las márgenes de lo soportable, nuevamente, junto a la fosa común siempre abierta, la historia aguardaba a quienes osaran acostarse con ella.

Loma Verde, ciudad agreste donde todos se conocían hasta en los mínimos detalles del cotidiano existir, estaba siendo atrapada por una vasta red tendente13 a sofocarla. Su fama de insumisa le había valido para atraer sobre sí, además de una base militar, a centenares de soplones que invadían todos los ambientes tornando inaguantable la atmósfera.

Zoilo Herrero había tenido razón. Háyaselo creído o no, su vaticinio cobraba certeza brutal. De la libertad, tan parafraseada y cantada, sólo quedaba una sucia parodia. Solamente los cínicos podían creer en ella tal la estaban dejando.

El mal se filtró de a poco. Primero, una sustancial   —158→   ayuda militar norteamericana. Después, el envío de sofisticados menesteres para una nueva tecnología represiva. Por último, una palabra hasta entonces inusitada cobró volumen hacia todos los vientos: 'Subversión'.

Entre tanto, la miseria despoblaba las aldeas y llenaba los caminos de viajeros perdidos.

Al anochecer de un día cargado de sobresaltos, el oficial que encabezaba un grupo armado golpeó a la puerta de doña Flora. Era portador de una lista de sujetos, entre los cuales figuraba Arturo Guerra. Este debía cargar sus bártulos y marcharse con ellos a la frontera. No importaba que la madre se enfermara de consternación. No importaba si moría. Arturo se asomó a la puerta, y viéndola doblada de dolor, le suplicó en voz baja:

-Por favor, mamá, no te mortifiques de esa manera, no demostremos debilidad. Pensá que no estaré solo, mamá. También Pitín se ira conmigo.

-De modo que lo sabías y no me dijiste nada -replicó la madre sollozante-. ¡Qué consuelo me das! ¿Y se puede saber qué enorme crimen cometieron para que los expulsen del país?

Los soldados permanecían mudos, adosados a las culatas de sus negras armas, apresurando con ademanes los preparativos de Arturo, aunque ignoraban el motivo real de la prisa. Ignoraban que los del mando estuviesen ansiosos por acabar con la recién bautizada «subversión», e ignoraban que estuviesen angustiados a la vez, porque al hacerlo, numerosos amigos y familiares iban a resultar afectados. Ignoraban, además, que el miedo fuera la razón del silencio en que actuaban. Todos los inconformes debían ser deportados, sin importar que luego faltasen brazos y cerebros al país. Nada importaba tanto como eliminar el espectro revolucionario. Los soldados lo ignoraban. Sólo cumplían órdenes.

-¡Qué barbaridad habrán hecho para que merezcan el destierro! -insistía la madre toda bañada de sudor nervioso y lágrimas.

Uno de los armados, el de peor talante, sólo hablando por hablar, abrió entonces la boca:

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-Eh, y seguramente que ya tiraron otra ve lo papele por la calle...

-¿Papeles? ¿Qué papeles eran ésos, Arturo? No me digas que preparan otra huelga. ¡Dios mío! ¿Por qué no me lo contaste, por qué?...

Terminado de hacer los hatos, Arturo dirigía doloridas miradas a la madre, la que no cesaba de sollozar y repetir:

-¿Por qué, por qué...?

De pronto, doña Flora se irguió cuanto su vigor le permitía frente a los soldados, exclamando desfigurada:

-Hemos soportado la patriótica guerra y las patrióticas batidas contra nuestra gente hambreada, y ahora tenemos la patriótica deportación de nuestros hijos, de nuestra única esperanza... Cuando vuelvan al cuartel, digan al jefe de ustedes, de parte mía, que tanto patriotismo de los militares ya nos está enloqueciendo...

Y lloró desconsolada, abrazando al hijo que partía.

Diez hombres, entre estudiantes y trabajadores, fueron conducidos esa noche, en un convoy de carga, con destino a la frontera, bien escoltados por mosquetones y «piripipíes», armas capturadas en bravas batallas a los invasores, aquéllos cuyos jefes, habiendo hecho las paces con los jefes locales, convertíanse en grandes aliados muy solidarios en lo tocante a la represión de los respectivos descontentos. Tanto en Loma Verde como en Cataví o en Oruro, los del mando no encontraban otra forma mejor de mantener las calles limpias de papeles-protestas que poniendo a los inconformes detrás de las rejas o de las fronteras.

Mientras tanto, la crisis iba en aumento, y se le sumaban el miedo y los rumores de toda índole. Los más osados hablaban acerca de bandas armadas con bases en los cerros. Otros aseguraban -como si los hubiesen visto- que no se trataba de vulgares cuatreros como en tiempos de la guerra, que formaban grupos bien organizados, que muy pronto lanzarían alguna proclama al pueblo, y etcétera, etcétera.

Fanáticos habían, y contreras a todo trance, que vivían inflando esos rumores con el peregrino propósito de alimentar la propia fantasía libertaria.

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Pero también había de los otros, de los que nada decían, quizá porque más confiaban en la acción que en las palabras.

Inesperadamente, un brusco golpe eliminó del ejército y los cargos públicos a los elementos reputados adversos al gobierno. Y desde entonces, ya no todos los rumores eran atribuibles a la simple imaginación popular súper excitada. Hechos llamativos comenzaron a sucederse de repente. Milicias fuertemente armadas llenaban de traqueteos las noches lomaverdeñas. Se dirigían hacia los cerros, presumiblemente a la búsqueda de emboscados misteriosos. Los «tajhachíes» y «yaguaperoes», apasionados de la violencia, empezaban a dejar en paz los aterrados barrios, donde hasta hacía poco tiempo les crecían las barbas husmeando quijotes izquierdistas. Ahora salían a las afueras, al encuentro de una posterior historia que no hubiera deseado recordar.

La rebeldía soñadora, casi siempre exagerada en los barruntos, de pronto ya no estaba enteramente errada. Además de los puros rumores (válidos por cierto para mantener altos los ánimos), algo todavía confuso pero excitante comenzaba a mover la hojarasca del quietismo mantenido a ultranza. Si bien, pensando objetivamente, parecía difícil que brote alguno de rebelión pudiera ver la luz, así las penurias crecieran como dolores de parto, sin embargo, pese a las dudas y a todas las prevenciones imaginables, hasta los propios vencedores de la última guerra, unidos por aquel entonces en un solo y mortífero haz, dominados por antagonismos desconcertantes, estaban fraccionándose en enconados bandos.

Nuevamente, pues, premoniciones de color de sangre teñían el horizonte en los atardeceres. Y mientras la sabuesería del gobierno rastreaba en la ciudad y en el campo buscando agitadores comunistas contaminantes, la rebelión se materializaba a plena luz, ardiendo entre la fogarada de un verano despótico.



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ArribaAbajoCapítulo XI

La bolsa de gatos


Arturo Guerra no lograba afianzarse en su afán por subsistir en el exilio debido a la incesante atracción de la querencia. Y llegada la edad de la conscripción, la obligatoriedad fue el gran pretexto que lo ayudó a lanzarse al camino del regreso. Pero no pudo presentarse a filas normal y espontáneamente tal como deseaba. Lo detuvieron en la frontera, y al declarar su propósito de incorporarse al servicio militar, allá lo condujeron, aunque sin antes permitirle tan siquiera ver a su madre.

Así reclutado, fue a sumarse a la segunda dotación de una unidad inaugurada en ausencia suya, donde, como debiera suponerlo, cayó mal. El nuevo cuartel, creado en Loma Verde por el gobierno militar como respuesta al constante malestar de la zona, era, ni más ni menos, una bolsa de gatos. Necesariamente, reunía bajo bandera a estudiantes, obreros y campesinos provenientes de los diversos bandos en fricción. De modo que, cuando Arturo llegó, ya el ambiente no estaba tranquilo, y la súbita presencia de un presunto agitador vuelto del exilio no pudo menos que aportar un discordante elemento más, así él deseara lo contrario.

Ya en el corralón de los reclutas, tuvo sin embargo una grata sorpresa al reconocer en medio de la manada humana a Luciano Valenzuela, el ex criado de Zoilo Herrero, conscripto a pesar de ser bastante mayor. No   —162→   habiendo vuelto a verse desde años atrás, se abrazaron con júbilo. Se reencontraban justamente allí, envueltos en una rara atmósfera.

-¡Lucho, qué suerte! -se emocionó Arturo.

Pero Lucho lo enfrió de entrada, susurrándole con el índice sobre la boca:

-¡Shiiist, tranquilo! es mejor que sepas que yo ando bien porque no hablo con nadie. Tenés que cumplir orden y nada más. Cada uno es más pero que el otro...

-¿Cómo viniste a parar aquí? Si no me equívoco, ya pasaste bastante la edad del servicio militar.

Lucho hizo una mueca de risa antes de susurrarle al oído su rabia por haber sido trasladado de la prisión al cuartel cuando le descubrieron su condición de infractor. Luego insistió:

-No tenés que hablar con nadie. Si decís cualquier cosa te joden.

Y lo dejó. Su comportamiento reflejaba sin duda la inseguridad y desconfianza a que se refiriera. «Aquí pican bichos raros», pensó Arturo al verse abandonado por el amigo. Minutos después, un brutal espectáculo acabó por convencerlo de que Lucho estaba en lo cierto. Una repentina pelea con sangre concluyó al intervenir el sargento de guardia, quien, puñetazos y patadas mediante, se llevó a uno de los contendientes, mientras el otro, un tolondro con cara de matón, agresor a todas luces, quedaba mofándose muerto de risa.

Conforme podía verse, en la nueva unidad, las cosas andaban harto mal para los inconformes. Sucedía que, desde los comienzos, los reclutas habían venido alineándose en dos grupos hostiles, en tanto ya se aplicaban los motes de «buena conducta» y «rebelde». En el primero tenían cabida el neto soplón (pyragüé), algunos hijos de papá, algún sobrino de comandante y todos aquéllos que pasiva u obsecuentemente aceptaban lo inaceptable. Los rebeldes, huérfanos de todo apoyo y claridad sobre los disparatados problemas que afrontaban, debían elegir entre soportar soeces insultos y provocaciones calladamente o acabar arañando las tapias del calabozo.

Desde la llegada de Arturo, a Luciano Valenzuela se   —163→   le acabó la paz. Visto por uno del grupo contrario en el breve momento que platicaba con el nuevo conscripto, fue de inmediato incluido en la lista del infortunio, debiendo ajustarse desde entonces a la triste ley de vivir a golpes.

En cuanto al sargento que con tanta saña interviniera en la riña de reclutas, ostensiblemente se ufanaba persiguiendo y golpeando a los «rebeldes», objetos evidentes de su especial aversión. Y se llamaba Zenón Cardozo.

Aunque pareciera extraño, a sus métodos debía su diminuta pero temible jerarquía. También el haber sido nombrado encargado de disciplina, función que suponía para él todo lo previsible e imprevisible en materia de abusos, permitiéndole dominar por el miedo a los soldados y hasta a los clases.

Corto de talla pero fuerte y ágil, encontraba muy fácil impresionar a los superiores con su mañera eficiencia, resultando por ello el tal sujeto un elemento impar, si bien con esas mañas sólo contribuía sembrando el descontento entre la tropa. Y sus consecuencias, las deserciones, se habían vuelto tema obligado de los cuchicheos nocturnos entre la soldadesca. Resultaba inexplicable para muchos la presencia de semejante personaje en una unidad tan importante como ésa, la de Loma.

Mientras tanto, los sigilosos insurrectos del Ybytyruzú no perdían el tiempo. Con un poder agresivo en franco aumento, ya no dejaban pasar una semana sin atacar y saquear alguna comisaría rural o algún puesto ganadero importante. En Loma Verde cundían los comentarios callejeros y crecía el miedo en los sectores políticos privilegiados, a pesar de los rumbosos informativos del oficialismo, siempre tan puntuales y llenos de optimismo, que sólo hablaban de logros y progresos, aunque muy a veces también hablaban de algún foco de sedición ya aplastado o a punto de serlo, soslayando distraídamente las graves travesuras de los llamados bandoleros del Ybytyruzú, no obstante urgir la captura del delincuente «Pitín» y sus secuaces.

Y un buen día madrugó en las calles una gran sensación referente a revolucionarios que habrían alcanzado importantes éxitos militares en el norte del país   —164→   y avanzaban en fuertes columnas hacia la capital.

Loma Verde, al igual que otras ciudades, conoció a partir de ese día un nuevo calvario. Enredada en la telaraña de la pobreza, paralizada y aislada, sus inquietos habitantes tuvieron que acostumbrarse a cotidianas y espectaculares requisas, bastante peores que las comúnmente soportadas desde tiempos atrás. En el nuevo cuartel, el estado de alerta no daba respiro a la tropa, aunque la oficialidad continuara de juerga en juerga. Pero una noche, perpetrado el asalto a la comisaría de Potrero San Francisco, con apresamiento del comisario en su propio retrete, secuestro de todo el armamento en servicio más la irritante incorporación de los conscriptos a la fuerza atacante, el susto alcanzó a las estrellas de mayor magnitud.

Alguien no mencionado en los partes llamó apresuradamente al infalible Cardozo, ordenándole el seguimiento y eliminación de los maleantes. A tal efecto contaría con un grupo de elegidos con óptimo armamento. La partida debía ser inmediata, y entonces, en medio de los preparativos, diose la turbia sorpresa de que, al seleccionar los elementos de su confianza, Cardozo mostrase increíble preferencia por los rebeldes, entre ellos Valenzuela y Guerra, quienes tuvieron sin embargo que aguantar, a la par del apurete, la acre letanía del sargento en jefe, más suspicaz que nunca y recurriendo a innecesarias amenazas en procura de obediencia.

Dos horas más tarde, la partida avanzaba a tendido trote cruzando sembradíos y escabrosos terrenos con el propósito evidente de acortar camino y dar alcance a los asaltantes. A medida que se acercaban al Ybytyruzú, las gibas de la cordillera parecían impresas contra el cielo estrellado. Allá estaba el nido de la sedición motivo de todo tipo de comentarios, más ahora que la revolución comenzaba y las bocas se abrían con creciente desparpajo.

De los rebeldes de la partida de Zenón, algunos eran en realidad partidarios de la revolución en gesta. Los demás recibían el mote por pura tirria del sargento. Pero a ninguno se le hubiese cruzado por la mente la duda respecto al tipo en su papel de brutal «yaguá peró»14.   —165→   Sobre ese punto coincidían todos. El pequeño mandón era el centro de un odio general. Ningún componente de la alocada partida habría esperado de él otra cosa que no fuese maldad. Marchando siempre a la zaga de todos, Zenón lograba generar en ellos un verdadero malestar. Tan peligroso lo sentían, como las negras armas que cargaban a las espaldas. Recorrido un largo e impreciso trecho más, sumidos todos en sombría incomunicación, empezaban a sentirse conducidos a cometer cualquier barbaridad. La cordillera se agigantaba a escasa media legua de distancia. Arturo marchaba cargando un enorme saco de pertrechos, convertido por orden del sargento en virtual bestia de carga del grupo. Lucho, percatado de la hostilidad hacia su amigo, no lo abandonaba. Marchaba detrás de él previniendo cualquier dificultad en que pudiera encontrarse. Venía vigilando desde el comienzo cada movimiento de Zenón, tornándosele sospechoso todo lo que el sargento hacía. Miró hacia el extremo trasero de la columna, a través de la cerrazón, pudiendo entreverlo bastante rezagado, lo que aprovechó para murmurar:

-Parece que quiere ser teniente. Nos está llevando al matadero.

Arturo lo escuchó, pero prefirió callar. La pizca de esperanza que alentaba se le borró de golpe. «Desde luego -pensó entonces-, de un salvaje sólo se puede esperar lo peor. Es un tipo sin alma». La invariable brutalidad del sargento comenzaba a generar una idea fija en él. Definitivamente, Zenón Cardozo podía obrar solamente del modo que lo había hecho siempre.

En ese instante le nació la idea del motín. Sin embargo, pese al rencor acumulado que lo roía, Arturo trató de sopesar objetivamente la situación. «Si lo que se propone es una trampa -se dijo-, no es cuestión de darle al infeliz el pretexto que busca. La única solución es liquidarlo y plegarse a la montonera. Pero, ¡prudencia! Malograr una coyuntura como ésta sería ridículo, y tal vez fatal».

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La arena le llenaba los zapatones, desgarrándole los pies. Desde el extremo posterior de la columna espiaba Zenón. A uno y otro lado, a ras de las altas hierbas, un manto de cerrazón y luna cubría la llanura hasta el fondo donde una franja oscura marcaba las estribaciones del Ybytyruzú. Era medianoche. La columna pisaba tierras de Perulero. De pronto, un mugido lejano llegó por el aire, tal un eco que resurgía de la hondura del tiempo, sustrayendo al extenuado Arturo de sus pésimas conjeturas y situándolo en un breve y onírico suspenso. Involuntariamente hizo a un lado al mandón y sus maldades, comenzando a rescatar un tropel de imágenes renacidas del recuerdo: la de la madre, la infortunada y perseverante doña Flora; la del padre, rudo y obstinado, sucumbido en patriarcales porfías; la de Yapá, hembra bravía, incitante aún en el recuerdo. Arturo se detuvo durante un par de segundos. La visual del pensamiento enfocaba al precoz amante de la india, él, ahora enfundado en verdeolivo y enfrascado en un juego mortífero. De lo amable y feliz que antaño había en él, sólo remembranzas le quedaban, sólo sombras pintadas por la endiablada luna sobre un campo de muerte, incluso la sombra de Yapá, la llegada de un pasado irreversible, pequeña y ávida ante sus ojos como si fuese real. Y durante un mágico instante, la aborigen de su ensueño lo atrapó, igual como antaño, en una cálida sensación de muslos.

Brevemente había cesado de padecer bajo el fardo de acero y plomo que le laceraba las espaldas. De pronto, el sargento Cardozo se adelantó apresurando el tranco, pasó al frente de la columna, dio media vuelta y ordenó parar. Luciano y Arturo se miraron. Algo inusual notaban en su comportamiento, algo como indecisión, inseguridad o ambas cosas. Enseguida comenzó a dar órdenes:

-Soldado Valenzuela y soldado Guerra, dos pasos adelante y bajen sus armas. Y ustedes -ordenó a los demás-, pongan sus armas allí, en el suelo.

Arturo y Luciano trataron de aproximarse a él a fin de confirmar lo que oían, pero la negra automática de Zenón los encañonaba no permitiéndoles dar un paso más.

-Rápido, dejen las armas, ¡napy! ¡napy!

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Todos obedecieron ante la mira de la liviana lista a disparar.

-Bueno, ustedes dos, allí, a la derecha. Y ustedes -dijo a los otros-, van a volver a la unidá, van a irse en comisión y van a decir al comando que yo les di la orden, pentendépa. Bueno, carrera mar...

Tenían que volver. Estaba claro. Y uno tras otro, corriendo, partieron de regreso, siempre apuntados por Zenón, hasta perderse de vista. Arturo y Luciano, separados del grupo con sólo una lacónica orden, permanecían allí perplejos, no pudiendo imaginar siquiera lo que al sargento se le antojaba. Mientras los despedidos, siete en total, se marchaban al trote, ellos quedaban como paralizados, aguardando lo que fuera. Podían esperar cualquier cosa del maniático en cuyo poder quedaban. Pero Cardozo, con una calma en él insólita, posó el trasero sobre el montón de bártulos que incluía pertrechos y víveres. Miraba a los dos, fijamente, a la luz de la luna, igual como un felino miraría unas presas que desdeña, y al cabo de un silencio de plomo, carraspeó diciendo:

-Soldado Guerra, y usté, Valenzuela, vana ayudarme a llevar estas cosas.

No les dijo adónde. Arturo pensó al punto que reventaría si a la carga que venía soportando se le agregaba más. Miró de reojo al compañero. Este se agachó en silencio, alzó un par de fusiles y los agregó al ya exagerado equipaje del amigo. Se armó para sí un buen hato más o menos similar y dejó el resto al sargento.

De nuevo en marcha, y a pesar de la atroz incertidumbre que los dominaba, no se les iba de la mente la suerte de los demás soldados, que, como tales, debían haber muerto antes que permitir se les quitase sus armas. Se horrorizaban pensando en lo que les esperaba en el cuartel apenas llegasen con las manos vacías.

Unos metros atrás marchaba Zenón. A pesar del peso que cargaba, seguía en permanente guardia, de modo que la situación no cambiaba y todos continuaban mudos. Ni a Luciano ni al otro se les ocurría la mínima pregunta. Eran tres en sombras, tres en silencio, en la desconfianza y el odio.

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«Está visto que somos nosotros los marcados -murmuró de pronto Arturo para sí- o tal vez yo solo». En un descuido de Zenón, codeó a Luciano con la esperanza de obtener de él algún signo de reacción. Pero el amigo apenas lo miró. Cómo comunicarle sus intenciones era el problema que buscaba resolver.

La marcha se venía cada vez más insufrible, continuando ambos conscriptos bajo la mira de la liviana del sargento, quien ahora, poco a poco y con disimulo, desechaba los enseres menos importantes. Parecía decidido a quedarse sólo con los pertrechos. E inesperadamente, como surgiendo del fondo oscuro de su doblez, habló:

-Compañeros, tengo que comunicar a ustedes un secreto. Estamos llevando las armas a la montonera. Si actué mal, por si acaso, tienen que disculparme. Solamente así tenía que proceder.

Hablaba con extraña calma y era la suya una voz diferente, no la del sargento que conocían. Era una voz que buscaba ser fraterna. Pero los otros permanecieron callados, negados a toda reacción benévola. El odio no les dejaba concebir otra idea que no fuese la del alerta ante una posible alevosa trampa. Y Zenón, al ver ignoradas sus palabras, hubo de sentir el impacto de ese odio inhumano que neciamente había él fomentado. Ahora, la carga le pesaba mucho más. Le quemaba la espalda como un fardo de brasas.

Los soldados, ciegos ambos ante la pertinaz barrera de sus presentimientos, aunque pudiesen haber comprendido que a esa altura de las cosas ya nada podría el sargento sino cumplir lo anunciado, no pudieron apreciar el brusco cambio operado en el maldito. Continuaban viendo una sola salida practicable: eliminarlo. Y hacerlo de inmediato, pues no quedaba tiempo para vacilaciones. «De todos modos -concluía convencido Arturo-, con semejante infeliz, el pueblo no gana ni pierde un carajo. Es una basura -escupió».

El sargento no insistía. Aparentemente seguro de sí, tomó la delantera, quizá con el objeto de hacer el baqueano a través de la selva que ya comenzaba. Fue entonces que Arturo hizo señas a Luciano, y ambos, logrando el   —169→   mínimo entendimiento, soltaron al mismo tiempo los bultos que cargaban, y ¡zas!, se le arrojaron encima como fieras. ¡Craso error! Ninguno de los dos tomaba en cuenta la gatuna listeza del sargento, que, mediante un instintivo cuan feliz esguince, cuerpeó la agresión dejando a uno de los atacantes inmóvil bajo el filo de su yatagán. También el otro quedó paralizado al oír que el compañero tartajeaba aterrado:

-A-a-a-ñentregama, mi sargento.

El caído era Valenzuela. Arturo, incapaz de permitir el sacrificio del amigo vencido, soltó el arma.

-Ya les dije pue que estamo yendo a la montonera. ¿Acaso pico ustedes no son revolucionarios? Je... je... je... -rió amargo el vencedor.

Nuevamente, los conscriptos debieron cargar con todo y continuar la marcha, hundidos en la maraña, tragando la amargura del fracaso.

Entre los matorrales aparecían las primeras protuberancias roquizas coronadas de claridad lunar. Arturo buscaba evadirse del bochorno, trasponiendo mentalmente la planicie que los separaba del desaparecido Puesto Guerra. Tramontando la cordillera, se descolgó en Yatebó, el encantado valle de Yapá. Y conducido por ella como antaño, nuevamente se sumergió en la edad del ensueño, aquella edad en que ayudado por la india, descubriera los placeres del amor. Se asombró de pronto de cuán poco había crecido desde entonces, recorriendo a través de tanta atrocidad, girando, desesperando en círculos de vértigo y permaneciendo en lo mismo, como si el tiempo no existiera.

Desde el cenit, la luna bañaba plenamente las copas de los árboles y los corcovos del gigante Ybytyruzú, blanqueando los pedrones de la cima y sombreando con violencia las quebradas.

A poca distancia del paraje que atravesaban, tal vez a un par de kilómetros, en un sector del otrora campo libre, ahora seguramente cubierto de maleza, yacían los huesos de su padre. Allá también quedaron sus propias huellas y las huellas y sueños de doña Flora, la madre suya que había dejado de ver desde la noche aquélla de su partida al destierro. Pensaba ahora que su madre   —170→   habría merecido un homenaje diferente, no un burdo fracaso como ese que lo abatía.

Inmerso en tales cavilaciones, perdía la sensación del cansancio físico, mas no el bochorno que lo quemaba dentro. Luciano, en cambio, no parecía tan profundamente afectado. Aparte de su casi lógica mudez, no se mostraba abatido.

Entre la maraña rocosa, la marcha se hacía cada vez peor. Sólo búhos y otros pajarracos de la noche hendían la calma de tanto en tanto. Aun pensando que faltaba poco para llegar, y a pesar de que plegarse a los montoneros igual había de satisfacerles cualquiera fuese la forma de lograrlo, la total desconfianza hacia Zenón lo oscurecía todo. Bien pudieran al menos reconocerle su buen papel como impostor al servicio de la causa revolucionaria y su sagacidad para llegar a ganarse la ciega confianza de los superiores, pero el hecho de haber llevado la simulación hasta el extremo de cometer atrocidades contra los conscriptos con tal de aparentar lealtad, le anulaba cualquier bonito mérito. Mucha razón tendrían ambos al no inmutarse tan siquiera cuando, inesperadamente, Zenón cambió de actitud y empezó a llamarlos «compañeros». Quizá, si tan importante palabra les fuera dicha por un Zenón diferente, más humano y menos arbitrario, el acontecimiento15 hubiera merecido lágrimas de júbilo. Brillante, por otra parte, hubiera resultado la hazaña si tan sólo fuese mínimamente compartido el plan. Esta hazaña, en cambio, era sólo la del sargento Cardozo y de nadie más.

Decidido a enfrentarlo de nuevo y reparar las cosas, Arturo se detuvo. Tal vez ese intento había de costarle la vida, pero era el momento de salvar la dignidad, recuperarla para sí mismo y en homenaje de su madre y de todos aquellos que le atribuían calidad de luchador, de varón entero.

Pero también, coincidentemente, Zenón se detuvo, bien en guardia, ordenándoles detenerse. Lo hacía porque habían llegado al punto de encuentro convenido con elementos de la montonera. El alto se produjo bajo completo control del sargento y su ametralladora liviana, manteniendo a los dos soldados bien encañonados.

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-Bueno, bajen aquí todos los bultos y las armas -ordenó con toda la rudeza de que era capaz. Esperó a que ambos dejaran caer hasta el último cartucho que traían y entonces dijo: -Ahora ya cumplieron la misión. Así que, ustedes también de vuelta a la unidá, napy, napy, ¡carrera mar!

Cuando Guerra y Valenzuela se perdieron de vista, Zenón disparó al aire una señal de tres tiros, y esperó. Al rato, un redoble de galopes surgió arreciando desde una quebrada. Enseguida, una voz exigía el santo y seña, Zenón respondió, y cuatro jinetes llegaron precipitadamente.

Zenón se presentó:

-Mucho gusto, Zenón Cardozo para servirle.

-Yo soy Pedro -dijo por toda respuesta el cabeza del grupo.

Hubieron apretones de manos y felicitaciones para Zenón. Pero cuando ya se disponían a cargar los bultos a lomo de los caballos, notando el volumen y el peso de cuanto allí había, Pedro preguntó:

-¿Y los demás, dónde están?

-¿Los otros? -vaciló Zenón-. Eh, ya estorbaban debalde y por eso les mandé de vuelta.

-¿Cuántos eran?

-Nueve en total.

Primero fue un pesado silencio. Luego, una murmuración general. Empezó la duda contra Zenón. «Este tipo está loco» -dijo alguien. Pedro tornó al diálogo.

-De modo que fueron nueve. Le ayudaron, y usted, en vez de ganarlos definitivamente para la revolución, los manda de vuelta a la base, ¿no es así?

-Sí, para que no pierdan la baja.

-¡Está loco!

Zenón calló. Otro de los montoneros insistió preguntando:

-¿Y cómo se llama ese juego, compañero Zenón? Imagínese, si llegaron hasta aquí, mandarlos de vuelta es imperdonable, primero porque ya conocen el lugar, y segundo, porque, si cooperaron hasta aquí, allá no los van a perdonar, los matarán. Seguro que los van a   —172→   considerar cómplices. ¿O usted cómo piensa, compañero Zenón?

-Yo hice mi plan como sabía, y cumplí mi plan. A lo mejor, me equivoqué, pero cumplí.

Los montoneros presentes eran segundones. No tenían autoridad para rechazar o aceptar las supuestas atribuciones otorgadas a Zenón Cardozo para elaborar su propio plan de acción. Tampoco sabían quién le habría otorgado tales libertades. Mientras tanto, a poco de andar a través del bosque, el diálogo continuó.

-¿No piensa en la paliza que recibirán esos soldados? -volvió a la carga Pedro-. ¿No le parece que usted cometió una barbaridad?

-Sabe, compañero Pedro, ellos quisieron matarme -aseveró entonces el sargento-. Por eso pensé que era mejor que se vayan.

Y la duda tomó cuerpo. Si nueve hombres óptimamente armados hubieran intentado matarlo en verdad, Zenón Cardozo no estaría vivo. Además, si hubiese habido pelea, alguien, y más aún Zenón, habría quedado por lo menos con alguna herida. Pero él estaba sano. Él no había peleado. Él sólo dijo «querían matarme». Entonces, lo más probable era que él, con algún ardid, les haya persuadido u obligado a dejar todas las armas en un montón, para luego, ya desarmados, obligarlos con amenazas, apuntándolos con su liviana, a regresar al cuartel. Y si así lo haya hecho, se trataba de un acto de mala fe; una traición. A todas luces, el despropósito incluiría intención deliberada de deshacerse de los compañeros. Y a él, al «compañero» Zenón, a medida que hablaba, lo notaban cada vez menos compañero. Desde los modales hasta la voz, todo en él lo denunciaba. Los montoneros, de común acuerdo, resolvieron aclarar el caso en una reunión. Zenón, visiblemente molesto, dejó de hablar.

Al ocultarse la luna tras espesas nubes, la oscuridad se adensó. Arturo y Luciano la atravesaban cargados de amargura, sin nada más que tinieblas en los ojos y en la mente.

-El tipo se vengó de nosotros como buen perro que   —173→   es -dijo el primero con rabia-. ¡Claro, nos equivocamos miserablemente!

El Ybytyruzú, que ahora tenían a sus espaldas, les pesaba como una carga enorme y estéril. El misterioso fortín de los montoneros, y reducto a la vez, de infinitos recuerdos e ilusiones para Arturo, ahora, en lugar de acogerlo, era como si lo rechazara.

-No es más que un infeliz de mierda -escupió Lucho-, pero nosotros fuimos pelotudos. Nos cagó a todos. Teníamos que habernos anticipado y meterle balas. Nos ganó de mano en todo momento. Nosotros, con nuestros famosos «escrúpulos», no fuimos capaces de matarlo.

Por cierto, resultaba ridículo buscar lógica a tan disparatadas actuaciones, tan inverosímiles para que pudieran ser frutos de algún plan coherente.

-¡La pucha que nos odia de veras el desgraciado! -comentó a su vez Arturo-. Y pensar que, ciertamente, pudimos habernos anticipado.

Luego de caminar más de un kilómetro, desmoralizados, no atinando a dónde dirigirse, se detuvieron. Arturo, el más conflictuado, se debatía pensando y rechazando soluciones. De pronto, dijo:

-¿Y si procuramos llegar a la montonera?

-¿Ahora? ¿Esta noche? ¡Ni locos! Los montoneros nos meten balas.

La respuesta de Lucho dejaba poco que discutir. Sumidos en la desolación, tornaron entonces al silencio. Recién al cabo de largo rato, Arturo buscó nuevamente romper la inacción.

-Supongo que algo tendríamos que hacer, ¿verdad? -edujo con ansiedad-. ¡Algo!

-Dormir un poco. Es lo único que quiero hacer. Mañana veremos.

-¿Dormir en este campo pelado? Vos sí que estás loco. Los yaguaperó del cuartel ya deben estar en camino.

-La noche está nublada y la luna no volverá a salir. En la oscuridad no podrán vernos. Yo voy a dormir. No doy más.

Y Lucho se tumbó sobre la gramilla, quedando dormido al instante. Al otro no le restaba más remedio que   —174→   hacer lo mismo. Pero él se demoró en dormir. Si bien la oscuridad y el cansancio le pesaban en los párpados, continuó enredado en conjeturas acerca del rumbo a tomar. Regresar a la unidad, ya lo habían descartado. Más valdría ponerse a buscar la montonera ni bien aclarase el alba. Alcanzarla no solamente representaría un refugio, sería, más que nunca, lograr un objetivo al cual él, personalmente, no podía renunciar. Dejará que el compañero descanse brevemente, y lo convencerá. Mientras tanto, también él se tomará un corto reposo, media hora, a lo sumo. Y esa decisión le otorgó un poco de paz, imprescindible para el descanso. Pero, apenas se acostó, sus ojos se cerraron y perdió la cuenta del tiempo.

Los primeros desarmados y despachados por Zenón habían vuelto a la unidad, siendo inmediatamente apresados y sometidos a violento interrogatorio. Y víctimas de terror, cayeron en la candidez de creer que denunciando al sargento y a los rebeldes Guerra y Valenzuela como traidores y secuestradores de las armas del grupo, por ese solo hecho sería olvidada la pena que sobre ellos pesaba por dejarse desarmar. Y creían, además, que hasta serían honrados quizá por no haberse plegado al enemigo. Pero, como a menudo ocurre, hablaron y erraron, y a medida que hablaban, la golpiza arreciaba, y así acabaron revelando lo poco que sabían e inventando todo lo que podían imaginar.

Entre tanto, desde el cuartel, un presuroso escuadrón jineteando parejeros exclusivos de la oficialidad, se largaba en dirección al Ybyty. Era llegada la hora de acabar con el bandolerismo camuflado. Andando a tendido galope, los nuevos punidores iban seguros y resueltos a dar una gran sorpresa, anticipándose a cualquier prevención que pudieran tomar los maleantes. A la cabeza galopaba el teniente Pío, famoso por embarazar a cuantas mujeres incautas encontraba. Alzó un tanto la visera y dijo:

-Esta vez, las ratas del Ybyty van a saber quién soy. ¡Les haré tragar el naco, hijos de perra!

A un par de horas de marcha, cruzando Perulero a campo traviesa, por una de esas casualidades que hartan las historias, la columna de jinetes topó inesperadamente   —175→   con dos tipos que yacían tumbados como muertos, y resultaron ser los soldados Arturo Guerra y Luciano Valenzuela.

Así, la sorpresa comenzó siendo para éstos, la sorpresa de levantarse a latigazos, pasando a compartir desde ese aciago momento el peor castigo debido a la indecisión. La luna había vuelto a salir, y además, amanecía.

Enterado por los dos prisioneros de que los insurrectos entraron en posesión del selecto armamento proveído por el traidor Cardozo, el teniente Pío, terror de los barrios pobres en noches de requisas y violaciones, diose por satisfecho con los cautivos cobrados, y ordenó a la columna emprender la vuelta. La ventaja que los montoneros tendrían ahora sobre ellos en manera de armas era suficiente razón.

Trotando a la par de la caballería, iban los cautivos amarrados como reses, mientras gritos y latigazos mezclados a las voces del alba se licuaban en el aire húmedo de la llanura.

El viaje del regreso fue desmesuradamente rápido. Todavía el mate cocido estaba caliente en los tachos cuando ya el cuartel se llenó de traqueteos y voces excitadas por el arribo de los capturadores y capturados.

Todos llegaron a tiempo para participar de la cocideada, excepto los semi-muertos Guerra y Valenzuela. Para éstos, interrogatorio hasta el desplome, y una vez desplomados, el calabozo.

En celdas de dos por uno, sin camastro ni letrina, también yacían sus antecesores, los primeros en llegar luego de ser desechados, revolcados entre excrementos. Los nuevos cayeron como sacos, ambos igualmente molidos a palos, en cuerpo y alma. Y ya sepultos en esos calabozos, todavía cargaban con el montón de absurdos envueltos en la telaraña de sus repugnancias. Hablaban solos, sin que ninguno pudiera ver a ninguno. Hablaban de atrocidades que no hubiesen tenido lugar si el aparato insurrecto no funcionase tan asquerosamente. Un grito magullado se preguntaba quién es el responsable. Y otro grito -del mismo-, vomitando sanguaza en la hedionda oscuridad, respondía:

-¡Zenón Cardozo, carajo!

  —176→  

Descalabrados y tumefactos, porfiaban por desenredarse y se enredaban, se empantanaban, se hundían. Y finalmente, pasada una eternidad, se hundieron en un infierno de fiebre. Junto a ellos, tabique de por medio, mudos, tiesos, muertos de sed, hambre, calambres y total desesperanza, yacían los primeros, los informadores. Aunque nadie pudiera ver a nadie, Lucho los veía en su delirio, clavado de culo en el fondo de su desplome. Arturo desvariaba y maldecía. Hechos terribles, como remotamente surgidos de algún macabro texto, le revolvían el asco que lo intoxicaba. Impulsos de dolor y repulsión le empujaban la sangre hasta el cerebro. Y, entre castañeteos, escupía el odio metido en sus entrañas.

De pronto, un grito estalló en medio de la negrura. Un grito real, aterrante, logró sacudir el sopor en que Lucho estaba inmerso. Pero su despertar no pasó de un agónico forcejeo, doblegado al punto por la fiebre. Sin embargo, aún sumido en la inconciencia, mascullaba de tanto en tanto amargas imprecaciones que morían sofocadas entre las piedras de los muros.

Ninguno hubiera podido saber cuántos días y noches transcurrían entre tanto, puesto que en esos calabozos construidos en un túnel era pura y corrida tiniebla hedionda y húmeda. Nada, empero -ni las infecciones ni la fiebre ni el delirio-, les extinguía las ganas de vivir. Además, manos anónimas, en medio de la oscuridad, les alcanzaban galletas y tragos de agua que obraban el milagro de la pervivencia.

Y con el correr de ese tiempo sin medida, lenta e increíblemente, comenzaron a sentirse aliviados. Poco a poco se le insinuaban los sentidos. Y la conciencia, obstinada, doliente, resurgía de ignoradas regiones del ser. Paradójicamente, la fiebre había vencido a las infecciones, y la energía vital de la juventud lograba en ambos la paulatina regeneración. La piel muerta a golpes se les desprendía y otra nueva dolía debajo. ¡Comenzaban a sanar!

Inmediatamente, como primer síntoma de razón, renacían en ellos angustiosas preguntas: ¿vendrían a rescatarlos o los dejarían acabar allí? A decir verdad, no   —177→   se los olvidaba. En efecto, tan pronto cicatrizaban sus heridas, iban a ser interrogados por enésima vez, con ayuda de nuevos y eficaces adminículos recientemente donados a las instituciones encargadas del orden por excelentes amigos del gobierno.

Pese a que nada sabían acerca de supuestos planes de la subversión, e ignoraban totalmente los pormenores del movimiento, esos soldados constituían sin embargo importantísimos elementos que debían vomitar nombres, conexiones, objetivos sediciosos y etcétera, etcétera. E interín padecían sin esperanza, en Loma Verde menudeaban las novedades, aunque ninguna relacionada con la mísera vida de los presos del cuartel. Solamente a varias leguas de distancia, en la selva del Ybytyruzú, tenía lugar una tensa reunión cuyo principal tema los involucraba. El montonero Pitín, que acababa de volver de una difícil misión al norte revolucionario, se mostraba a punto de perder su habitual templanza al ser informado sobre el desarme y abandono de los conscriptos luego de ser utilizados por Zenón Cardozo.

Al partir hacia el norte, había dejado precisas instrucciones que limitaban los movimientos de la montonera a lo estrictamente programado, razón por la cual, a pesar de que nuevas gentes llegadas de la ciudad informaran acerca del apresamiento y apaleamiento de los conscriptos en cuestión, los insurrectos prefirieron esperar la vuelta del viajero para luego emprender el rescate.

Rojo de sol y de ira, Pitín aseveraba:

-Egoísta y estúpidamente, Zenón Cardozo ha cometido una atrocidad imperdonable. Ha puesto en manos del enemigo a los mejores elementos con que contábamos dentro del cuartel...

Entre la maraña selvática de la cordillera, un centenar de personas -incluso mujeres, niños y ancianos-, escapando del terror desatado contra familias enteras, acampaban en espera del hipotético regreso a los hogares. Peor que en todas las guerras intestinas de otros países, en el nuestro, desgarrado por la iniquidad, los partidarios civiles del movimiento armado padecían aún más que los propios combatientes. Legiones de fugitivos,   —178→   impedidos en su afán de alcanzar la frontera, iban a parar al Ybytyruzú. Los montoneros les daban protección física y la naturaleza se encargaba de que no muriesen de hambre.

Rodeado por esa masa humana desarraigada y angustiada, y de los hombres armados que sumaban como cuarenta, Pitín continuaba:

-Propongo que este problema sea resuelto con la participación de todos. Se trata de una operación de conciencia. Se trata de reparar un grave daño causado a un grupo de amigos y colaboradores. Esos muchachos tenían que haber estado con nosotros en este momento, pero debido a la brutalidad de un sargentillo, los están torturando, y debemos rescatarlos antes de que mueran. Para esta operación contamos con dos formidables aliadas: la rapidez y la sorpresa. Para los milicos, nosotros somos bandoleros, vivimos del pillaje y apenas somos capaces de asaltar comisarías de campaña. Ellos no nos esperan en su guarida. Y piensan que, una vez completas sus informaciones, liquidarnos habrá de ser un juego de niños. Para obtener esas informaciones, en este momento están atormentando a nuestros amigos, esos soldados a quienes Zenón Cardozo mandó a que cayeran prisioneros. Y bien, concretamente, propongo caerles encima esta misma noche, aprovechando que los señores están ocupadísimos con sus cautivos, y además, muy preocupados por la inminente caída de la capital en poder de los revolucionarios del norte. Propongo finalmente una ejemplar sanción para el responsable intencional de la caída de esos muchachos: que el sargento Cardozo actúe como punta de lanza durante el ataque, que sea el primero en pisar el cuartel y lave con su sangre la sangre de los compañeros enviados por él al suplicio.

Elocuentes voces y puños en alto le respondieron. Parecía unánime el apoyo, e innecesario que la ponencia fuera votada. Y más aún, para sorpresa de todos, el hasta entonces acusado y cabizbajo Zenón Cardozo, elevando los puños crispados, prorrumpió con voz llorosa:

-Juro por la sangre de mis padres y mis hermanos muertos que he de cumplir y he de ser el primero en   —179→   entrar... y si me salvo, ya no he de ser el sargento Cardozo sino el compañero Cardozo.

Ira y coraje se le agolpaban dentro del pecho a punto de estallar. Por primera vez, la voz plena del hombre de pueblo le surgía trémula de la boca. Y un silencio profundo, respetuoso de la compunción que traducían sus palabras, duró un largo minuto, hasta que, de pronto, cuando ya todos habían dado su aprobación, un tal Giménez, ex militar con influencia sobre algunos de los presentes, pidió la palabra:

-Tengo entendido -empezó diciendo- que aquí se ha elaborado un plan de acción. Yo he cumplido mi parte asaltando la comisaría de San Javier, con éxito, y facilitando así el trabajo de Zenón Cardozo, que también cumplió su parte, aunque no lo hiciera del modo más correcto, pero cumplió. Ahora falta la tercera parte del plan, la más importante, porque de ella depende que tengamos recursos para seguir la lucha, me refiero a dinero, porque ninguna revolución se puede ganar sin dinero... ¿Por qué no cumplir entonces esa tarea fundamental? El apresamiento de unos conscriptos, acostumbrados por otra parte al calabozo y al teyuruguay, no debe distraernos de un objetivo que es vital. Aunque parezcan muy humanos y fraternales los sentimientos del joven comandante Pitín, yo me opongo a la operación que nos propone. Me opongo por ser fruto de su inexperiencia, por violar un acuerdo votado en asamblea, y por ser, desde el punto de vista militar, un disparate. Ni el comandante Pitín ni nadie tiene el derecho de mandarnos a medio centenar de montoneros a la muerte. En cambio de semejante aventura, que puede ocasionar la extinción total de nuestra montonera, propongo enviar un grupo de comandos, cuatro o cinco hombres solamente, armados de cuchillos y armas cortas, y encabezados por Zenón Cardozo. Él conoce mejor que nadie el terreno y ha de encontrar la forma de rescatar a los presos, tal vez sin un solo tiro y sin ningún ruido.

Cuando Giménez acabó su discurso, todos estaban mudos. Hondo, sin duda, calaban sus argumentos. Todos callaban porque, pensando objetivamente, el riesgo era real. Nadie tiene el derecho de mandarnos a la muerte,   —180→   había dicho, y no inventaba. No obstante ello, Pitín, que lograba mantenerse calmo, contestó con la mayor naturalidad posible:

-Y bueno, ya escucharon al «capitán» Giménez -lo dijo con algo de sorna-. Yo reitero mi punto de vista. Propongo nuevamente que ustedes, todos ustedes, con entera libertad, resuelvan si es o no justo que llevemos a cabo el asalto. Y agrego ahora que lo haremos tomando en cuenta los siguientes objetivos: primero, la libertad de los compañeros presos; segundo, infligir a los milicos torturadores una derrota cuya repercusión política habrá de ser decisiva; y tercero, apoderarnos del cuartel y borrarlo del mapa. Los que estén de acuerdo conmigo, que levanten la mano.

Hasta ese instante, Giménez contaba con la segura adhesión de una veintena de amigos por lo menos, y se asombró al no ver más que media docena de brazos caídos. Una selva de puños en alto lo desaprobaba. Y Pitín, un tanto nervioso pero mordaz, continuó:

-Bien, compañeros, los felicito por la decisión. Y en vista de que el «capitán» Giménez no comparte lo resuelto, lo propongo como encargado de las mujeres, los niños y los ancianos que quedarán a esperarnos aquí mientras dure la operación.

Un rumor de risas hostiles y rechiflas colmó la indignación del militar en desgracia. Y ya se retiraba mascullando gruñidos obscenos cuando Pitín lo llamó a platicar en privado.

-Usted se equivocó al proponer una expedición de cuatro o cinco hombres -le dijo-. Hubiera dicho cuarenta o cincuenta. La diferencia es irritante. Se le notó la hilacha, «capitán». Debió tener más cuidado.

A partir de ese momento, Giménez buscó la soledad. Los únicos aliados que al parecer le quedaban, viéndolo muy abatido e intratable, se alejaron de él.

Al anochecer hizo su cama sobre unas rocas, y en tanto simulaba dormir, espiaba los trajines de sus oponentes. Desde donde estaba podía entreverlos moviéndose a la luz de precarios faroles, en una confusión de barbas y follajes, mientras ultimaban los preparativos de la partida. Podía incluso reconocer en algunos   —181→   rostros hirsutos y sombríos a sus ex-amigos, comenzando a sentir en el aire que respiraba un olor a desprecio.

Algo tramaba en su soledad. Su derrota frente al tipo cuya jerarquía desdeñaba lo indisponía horriblemente, no pudiendo conformarse con la idea de tener que aguantar en espera de alguna nueva y dudosa ocasión para el desquite. Agazapado tras una pasividad en él impropia, algo ocultaba, consiguiendo no obstante lo creyesen realmente dormido. Pero cuando, bien entrada la noche, los otros iniciaron la marcha, quedando él en una posición ridícula, no pudo más. Se levantó de un salto y gritó:

-¡Se van para morir!

Lo hizo sin pensar. Pero lo hizo. Mas sólo el eco de la selva dormida le respondió, y entonces, ante su propia necedad, quedó perplejo.

Los insurgentes partían dentro del mayor sigilo. Aunque en la selva los problemas de la marcha eran mínimos, nadie debía hablar salvo que fuese muy necesario. Luego, saliendo al campo, al silencio se sumaron los camuflajes, quedando la columna convertida en una procesión de sombrajos a la brumosa luz de la luna. A poco dejaron la carretera. Cargando la severa determinación que los animaba, enderezaron camino abriéndose paso a través de llanos y marañas, a lo largo de las cinco leguas que distaba Loma Verde, siguiendo un derrotero trazado solamente por el designio que obedecían.

El cuartel estaba ubicado hacia el lado norte del poblado, debiendo cruzar antes de llegar a él un chato y extenso caserío diseminado hasta casi la entrada, un barrio de prostíbulos, egregia feria del amor al amparo de las armas.

Lo cruzaron con sumo cuidado, procurando evitar, entre otras cosas, el ataque de los perros, los muy peculiares amigos, feroces delatores en ocasiones, y prolíficos en exceso cuanto más pobre el barrio. Pero esta vez, inexplicablemente, parecían esfumados de común acuerdo. Ni un solo ladrido se dejaba oír. Tal vez la atmósfera oliente a peligro los había ahuyentado, o tal vez en aquel barrio no existiesen perros obedeciendo alguna original orden superior. Lo cierto es que en   —182→   aquella madrugada sombría, la rara ausencia dejó vía libre a los huéspedes que así penetraron sin problemas en la zona militar.

Zenón Cardozo, punta de lanza, aferrando la liviana como si fuera su propia vida, avanzó achicándose cuanto podía. Pese al inminente amanecer, una quietud extraña dominaba los puestos de guardia, el comedero y las cuadras. La claridad violácea que subía por el lado de la cordillera mejoraba entre tanto, paulatinamente, la visibilidad, permitiendo escudriñar todo el vasto predio desértico. Un pensamiento, como un soplo helado, se le cruzó a Zenón: «Emboscada». Pero continuó, el dedo en el gatillo, la minuciosa inspección. Y finalmente convencido de que en realidad nadie quedaba allí, decidió dar media vuelta.

-Está todo vacío -susurró al reaparecer junto a los demás-. Ni un soldado, ni un caballo. Parece que se fueron.

Pitín reflexionó un instante. Luego dijo:

-Se marcharon a defender al gobierno. De allá no volverán. ¡Adelante! Los presos estarán en los calabozos.

En esos precisos momentos, el capitán Giménez, que había dejado el Ybytyruzú apenas partieran los montoneros, porfiaba férreamente por cumplir su propio plan. Siguiendo la carretera que los otros habían descartado por insegura, hizo el trayecto hasta Loma Verde en tiempo récord, logrando anticiparse a los insurgentes por casi una hora. Llegó al cuartel resuelto a denunciar la inminente carga de los montoneros y ofrecer su adhesión a la fuerza leal. Obviamente, de esa manera buscaba la indulgencia de la superioridad y su eventual reincorporación al servicio activo. Pero, para su gran sorpresa, en el cuartel se encontraban solamente un sargento dormilón y un grupito de reclutas. Giménez, muy azorado, preguntó.

-¿Qué ha pasado aquí?

Para el sargento, Giménez era un desconocido, pero su voz mandona lo convenció:

-Se fueron... -bostezó.

-¿Se fueron? ¿Adónde?

-Al revolución. Tarán toavía en l'astación. El tren no pita.

  —183→  

-¿Y ustedes, qué hacen aquí? ¡Váyanse! Los montoneros vienen a matar a todo el mundo...

Fingiendo autoridad, tomó el único caballo que había en la cuadra, tomó una jerga, un bocado, unas espuelas, montó y salió atacando brutalmente los ijares del animal.

La estación distaba más de media legua cruzando el poblado en diagonal. Giménez prefirió las orillas pedregosas, quizá por seguridad. De pronto, una breve pitada con falseta le frenó al galope. «¡El tren!» -gimió. Y reanudó la carrera hundiendo espuelas, aunque ya sin esperanzas de llegar a tiempo. Pero la pitada resultó no ser del tren. Un viejísimo camión de carga cruzó la calle repitiendo el bocinazo. A Giménez le volvió el aliento.

Para entonces, ya el sargento y los reclutas habían evacuado el cuartel, y al rato arribaban los montoneros.

Con un ligero vistazo al mapa era posible ver al destino decidiendo el curso de la revolución. Los del norte, logrando burlar a las tropas leales -muy a pesar de las rotundas desmentidas de los medios de difusión-, pisaban los lindes de la capital. Los bisbiseos de sus partidarios ahora se volvían gritos. El triunfo era inminente.

Desde los gabinetes de la telecomunicación oficial, no cesaban las llamadas a los agentes y enviados especiales del gobierno urgiendo la ayuda exterior que debía serle proporcionada según los términos de un reciente tratado regional. La asistencia militar se demoraba, el nerviosismo se tornaba patético, y numerosos funcionarios con mayor carga de culpa o miedo alzaban vuelo anticipado a través de la frontera. Resultado: el aparato administrativo acusaba síntomas de parálisis y empezaban a faltar elementos de confianza para los menesteres de la defensa. En síntesis, la situación era grave.

Y fue en esa circunstancia que un aparato del sistema radiotelegráfico -aún libre del sabotaje que ya sufrían los otros medios- entró a repiquetear frenético en plena medianoche, recibiendo y repitiendo una emergencia dirigida a todas las unidades militares del interior: «Concentrarse de inmediato en la capital a la orden del Comando en Jefe».

Ante tan vehemente S.O.S., el regimiento de Loma   —184→   Verde se puso en marcha, dejando sólo una precaria guardia de reclutas y un sargento medio tolondro. Los presos quedaron donde estaban, ignorantes de todo, esperando absolutamente nada.

Esa madrugada, los lomaverdeños encendieron los faroles más temprano que de costumbre debido al traqueteo de las tropas en marcha, preguntándose excitados unos a otros qué estaría sucediendo para que los milicos se pusieran tan activos. Y un par de horas después, los montoneros, inesperadamente dueños de casa sin un solo disparo, recorrían las calles con gratuitos aires de vencedores. Los presos, ya en libertad, eran hospitalizados para su tratamiento médico. A la salida del sol, un improvisado festejo popular comenzaba en el centro de la ciudad. A las siete, la multitud llenaba la plaza. Frente a la ya ocupada Delegación Civil, una masa de jóvenes de pronto reaparecida en público entonaba estribillos. La rebelde Loma Verde saludaba al día cantando a la libertad.

Entre tanto, en la estación del ferrocarril, un decrépito tren de carga atestado de verdeolivo aguardaba desde hacía dos horas la señal para partir. Sucedía que el telégrafo, de repente interrumpido, paralizaba el tráfico. Dentro de los vagones, un apestante tufo, mezcla de humores de la soldadesca, se caldeaba con el rumor creciente acerca de un probable sabotaje a las vías. Los más miedosos empezaban a escupir augurios entre puteadas. Había quien rabiaba titubeando entre si llegaba a destino o desertaba en la primera ocasión. Había quien ocultaba en las tripas el propósito de llegar y pasarse a los insurrectos. ¿Por qué demoraba la partida? Los soldados proferían obscenidades y orinaban desde las puertas corredizas excediéndose en ostentaciones frente a mujeres llorosas que llegaban en plena madrugada con hatos de comestibles, enteradas de la partida de algún familiar allí atrapado en la maraña humana. Quien menos, quien más, disfrazaba con groserías a gritos el miedo que indisponía sus órganos. «¿Dónde mierda está el jefe de la estación?». «¿Por qué carajo no sale el tren?»...

Finalmente, la comunicación, tan de golpe como se   —185→   había cortado, se restableció. El telégrafo entró a castañetear los puntos y rayas de un paralizante comunicado. Los revolucionarios, ya a un paso del poder, acaban de sufrir total desbande. Decía el comunicado: «Aplastante victoria del gobierno legalmente constituido... Todas las unidades del interior suspendan partida de tropas hasta nueva orden... Deténganse donde se encuentren y esperen confirmación».

¿Qué había pasado para que tan drásticamente cambiara la situación? Pues, era simple: una generosa ayuda militar había llegado por fin de parte de uno de los gobiernos amigos, y las nuevas y supermodernas armas barrieron rápidamente la penetración insurrecta, cuyos componentes, principalmente los conductores, emprendieron veloz fuga.

Tras el anuncio, ampliado por el altoparlante de la estación, quedó entre el tufo de los vagones un ascoso zumbido de moscas verdes, oriundas de aires corruptos.

La turba permaneció apiñada en las enormes puertas corredizas, tiesa como en unas jocosas fotografías, pendiente de la maldita nueva orden, la que recién al cabo de una eternidad comenzó a bipbipear: «Atención, atención todas las unidades del país. Comunicado anterior confirmado. Permanecer respectivas bases. Iniciar operación limpieza. Y recuerden: los que no están con el gobierno, están contra el gobierno».

Silencio. Volvió el zumbido de moscas desovando incertidumbre en la atmósfera del aturdimiento. La tropa, que estaba paralizada, comenzó a descender dando saltos y tumbos. Deshecha la misión, amén de penas y respiros, toda suerte de maldad animal se dio lugar, traducida en patadas, empellones y culatazos, desahogos quizá, triste reacción de la bestia frustrada.

En ese confuso momento, el ex-capitán Giménez apareció. Trotaba de a pie, vociferando:

-¡Los montoneros llegaron! ¡Atención! ¡Los montoneros están en Loma Verde!...

El caballo se le había mancado galopando entre las piedras. Por eso llegaba a pie. Lo apresaron y condujeron ante el comandante, quien, en ese momento, emprendía el regreso a la casa con el alivio que la pronta paz   —186→   otorgaba a sus intestinos deshechos por la hemorroide. La chaqueta, desabotonada, le quedaba como ropa ajena. Al reconocer a Giménez, ex-camarada con hábitos de libador y mano ligera, ordenó le soltaran las manos. El sujeto insistió entonces:

-¡Los montoneros están en Loma Verde, mi comandante! Creo que ya habrán ocupado el cuartel.

El jefe, aparentemente poco preocupado por el anuncio, se le aproximó tratando de pescarle olores. Giménez estaba sobrio. Entonces, le estrechó la mano, le dio palmadas en el antebrazo y se sonrieron.

-¡Caramba! -le dijo-. Su importante servicio puede ayudar a rehabilitarlo. Nunca, desde luego, pude acabar de creer que un ex-camarada mío se hiciera bandolero. Más bien, trataba de convencerme de lo que ahora me demuestra. De modo que se fue con ellos para luego, oportunamente, entregarlos. ¡Pero qué bien! ¡Muy bien! Ahora, señor entregador, usted nos mostrará el camino. Iremos al encuentro de esos bandidos con usted a la cabeza...

Un amago de risa que bien podría ser un eructo fue la yapa. Giménez quedó sin habla. Tanta similitud surgida de pronto entre la suerte suya y la del otro falsario, el sargento Cardozo, lo pasmaba. A ambos por igual, la fatalidad los convertía en estulta carnada.

Marchando delante de la tropa, contrito por los errores cometidos, tal un reo yendo al patíbulo, se dejó invadir la mente por una amarga retrovisión de los últimos oscuros años de su vida: ex-combatiente lisiado y hecho un globo de supuestos méritos de guerra, había logrado prenderse sucesivamente de la cola de pequeños encumbrados, llegando de ese modo al triste día en que su padrino de turno, al resbalar en una de las peores inmundicias del régimen imperante, lo arrastró consigo en su desplome. Desde entonces, embadurnado primero con las bostas del cuatrerismo y salpicado por último con gratuitos motes subversivos, padeció tenaz persecución. Prófugo, pues, y malviviente, no encontrando más retretes donde esconderse, arrojó su embarrado uniforme de reservista y buscó asilo en la montonera.

Allá, el clima se le hizo ciertamente más grato. De   —187→   entrada cautivó a mucha gente con sus hazañosos relatos. Por fin hallaba descanso, sin la pesadilla del «yaguaperó» pisándole los talones. «Gente desalmada», ¡claro!, buscando asesinarlo debido tan sólo a sus ideales de justicia...

Había logrado convencer al propio Pitín, el muy inteligente, que no solamente lo admitió como si fuese un igual, sino, además, le dio la oportunidad que buscaba para familiarizarse con el grupo. Al poco tiempo, habiendo conseguido le asignaran la operación «San Javier», pudo demostrar su respetable idoneidad en materia de asaltos. Por otra parte, ya venía dando pruebas de cuán sufrido era, como el mejor; de cuán respetuoso con las mujeres y paternal con los niños. En suma, su imagen resultaba la de un señor capitán digno de entera confianza. Pronto consiguió quienes lo rodearan con una suerte de simpatía que bien pudo haber significado su promoción. Capitalizarla era cuestión de tino, nada más. A corto plazo, al capitán Giménez tenían que reconocerle su «clase» de conductor. En esa dirección transitaba.

Días más, y ya con marcado aire de solvencia, opinaba acerca del movimiento que, según bien conocidos principios, debía estar comandado por dos hombres, por lo menos. «Estos -aseveraba- deben consultarse y asesorarse, y ante cualquier emergencia, ambos deben estar listos para seguir adelante con igual responsabilidad y conocimiento de planes y problemas. Imagínese que el comandante Pitín se muriera; alguien tendría que ocupar su lugar, y para eso tendría que estar bien preparado». ¡Cuánta razón!

La idea cobró rápida fuerza, y en la primera consulta realizada luego, el punto fue tratado con energía. Y en vista de que ningún candidato había mejor dotado que Giménez, una inevitable mayoría lo consagró segundo comandante de la montonera. Días gloriosos aquéllos. Giménez iba llegando a donde se proponía. Desde ese puesto ya podía disparar toda su artería. Y, en efecto, a partir de ahí presionó a Pitín buscando y hallando errores en cada cosa que hacía o decía. Deliberadamente, su afán era disminuirlo delante de todos. Por último sobrevino el malhadado caso de Zenón Cardozo, y en   —188→   ocasión de tratarse sobre el disparate que éste había cometido, el capitán se propuso ridiculizar al comandante. No pensaba que la indignación contra Zenón se hubiera generalizado tanto, hasta el punto de dejarlo hablando solo. Pensaba sí que si no acababa con él, probablemente los montoneros lo marginaban, y esa humillación suya habría constituido el mejor triunfo para su maldito contrario. Por eso se arrojó con todo en su contra, resuelto a derrotarlo en esa reunión. Y fracasó. Y fue objeto de burla.

Zancajeaba sudoroso delante de la tropa, en tanto le zumbaba en el oído la ironía sangrienta de su ex-camarada: «¡Muy bien, pero muy bien! Ahora, señor entregador, usted nos mostrará el camino. Marcharemos al encuentro de los bandidos con usted a la cabeza». Y allá marchaba Giménez resignado a ser el primero en morir en el encuentro con los montoneros. Pero, para su sorpresa, en el desarrollo de una repentina operación tenaza acometida con sumo sigilo y rapidez, gracias, por cierto, a su «importante servicio», al decir del propio comandante de regimiento, éste, sin embargo, inexplicablemente, lo dejó al margen de la maniobra. Abierta la tropa hacia los flancos con vistas a triturar al enemigo, Giménez se encontró de pronto solo, matando mosquitos. Mas no se amilanó. Pensando en las ventajas que pudiera lograr si figuraba entre los ganadores, siguió adelante, si bien ya no a la cabeza, por lo menos a la cola. Mejor aún para él.

En Loma Verde, la multitud eufórica festejaba la victoria. Y los montoneros, envueltos en el entusiasmo de la población rebelde, lo compartían todo, como si el triunfo fuese real y consumado. Hasta entonces, ninguno de ellos estaba enterado del desastre sufrido por los revolucionarios en los aledaños de la capital. Tanto ellos como los lomaverdeños esperaban se produjera en cualquier momento el gran anuncio a la nación. Llegado ese sublime momento, las estaciones de radio, mudas desde la víspera debido a la deserción de los operadores, lanzarían al aire, con himnos y vítores, el mensaje de la libertad.

Y en medio de esa total embriaguez, súbitamente, un   —189→   espantoso fuego de piripipíes llovió desde el tejado de la iglesia sobre el júbilo agolpado en la plaza. Sólo Dios podía saber en qué momento, aprovechando el embeleso de la gente, habían logrado los verdeolivos introducirse y subir a instalarse allí. Al minuto, el grueso de la tropa entraba sembrando plomo, y el estupor estallaba en pánico. Hombres, mujeres y niños corrían aterrados en estéril búsqueda de algún refugio. Un tropel desesperado pugnaba por lograr el amparo del templo. Rebeldes y leales disparaban en medio de completa confusión, matando uniformados y civiles por doquier, atrapados todos y trenzados en una masacre dantesca. La hermosa Loma Verde, que amaneciera de fiesta, estaba de pronto anegándose con sangre inocente. Manos elevadas en clamor al Todopoderoso caían tronchadas a metrallazos. La matanza se prolongó durante todo el resto del día.

Al crepúsculo tornó el silencio con un vaho lardoso que pesaba en el aire. Ninguna voz, ni siquiera un gemido intentaba evacuar la fosa del pavor. Oscurecía cuando, en lo alto de una de las lomas donde se había definido el último combate, el ex-capitán Giménez apareció merodeando entre los muertos en búsqueda de alguien. Hablaba solo. Todavía le costaba creer que estuviese con vida. «¡Vaya suerte!» mascullaba emocionado, «y pensar que estaba condenado a ser el primero...». Fue cuando sintió detrás suyo un ruido de cerrojo y una voz que le decía:

-¡Traidor Giménez, defiéndase!

Y Giménez apenas tuvo tiempo para disparar. Los estampidos ahogaron las palabras, y ambos contendientes quedaron tendidos entre los numerosos cadáveres.

Las pérdidas leales eran cuantiosas. De los montoneros quedaron solamente los que habrían de contar el cuento. Estos, ganando las viviendas abandonadas y humeantes, pudieron alcanzar la noche, y escabullirse entonces, envueltos en el luto de la peor derrota. Regresaron a duras penas al regazo de las quebradas para después tomar los temerarios caminos hacia la frontera. Pero la herida mayor, la llaga que no se cura en varias generaciones, la recibió Loma Verde, la que no ha vuelto a reverdecer aún, pese a su nombre.

  —190→  

Concluida la descomunal jornada con el duelo súbito y definitivo entre Giménez y Pitín, el buitre providencial cubrió con sus alas el poblado, sofocando agonías y sollozos subrepticios.

Mientras tanto, las nuevas partidas punitivas ya se sucedían hacia todos los vientos. En las cuadras, las voces de mando retumbaban como estampidos.

Un camión sin luces partió humeando exageradamente, cubrió el centro de gases infernales, atropelló vacas, aplastó perros, y al llegar al tope de la loma, lugar del último cuerpo a cuerpo, paró la furia. Bajaron varios con ametralladoras livianas a inspeccionar los macabros despojos. El que oficiaba de cabeza se desabrochó la braga y estuvo orinando sobre los cadáveres, mientras, con ayuda de una linterna, contemplaba el gran espectáculo. Sus ayudantes zancajeaban de un lado a otro husmeando como auténticos mastines, en una infructuosa búsqueda. Y minutos más tarde, el mismo camión atravesó el centro nuevamente, con la misma furia. Al arribar a la unidad, uno saltó de la cabina, se metió en el cuartel hasta el fondo donde se produjo el siguiente diálogo a gritos:

-¡Permiso, mi comandante! ¡No están entre los muertos, mi comandante!

-¡Búsquenlos casa por casa y mátenlos!

A partir de ahí, las bayonetas y culatas entraron en acción. Las puertas, todas manchadas con la sangre y las heces de los que trataron de hallar refugio y yacían despatarrados por todas partes, fueron destrozadas una tras otra. La sangre y las heces lo habían impregnado todo, metiéndose hasta en las almas. Las humanas palabras habían desaparecido ahogadas en ellas. De las bocas no surgían sino ascosidades y maldiciones. Desde el hueco bostero de los cráneos, las heces presidían los memorables actos de la vindicta.

A las siete del día siguiente, domingo y feria de plomo, los jefes y oficiales vencedores oraban ante las frías piedras del ara mayor, en la misa de acción de gracia que la iglesia, vestida de negro crespón, veíase forzada a ofrecer, y lo hacía por boca de un hombre sobre cuyas espaldas pesaba una verídica cruz: la pérdida de   —191→   toda su familia. Se trataba del cura párroco.

Hacia mitad del oficio, el hombre no pudo más. Sofocado por la irreparable ausencia de Dios en el ámbito sacro, interrumpió la misa, subió al púlpito, y en lugar del sermón ritual, exclamó con entera emoción y dolor:

-¡Dios santo, perdónalos aunque bien saben lo que hacen! ¡Perdón y paciencia, pueblo de Loma Verde!

Bajó del púlpito y se marchó. Según testimonios, aquella fue la última misa por él oficiada en público. Y ningún comentario mereció de los medios de información su misteriosa desaparición ulterior.

Al atardecer, un secreto susurro se deslizaba por entre los velos ensopados de lágrimas, dando cuenta de dos capturas: la de un sargento apellidado Cardozo, sumariamente ejecutado, y un conscripto, Valenzuela, cuyas graves dolencias -que lo mantenían inmóvil en un hospital abandonado- no impidieron que lo maniatasen con alambre de púas y fuese pateado y arrastrado por las calles desérticas, bañado en sangre, hasta llegar a la prisión.

A la noche continuaba el susurro: el infeliz Valenzuela aún vivía gracias a la extrema gravedad que no le permitía levantarse para ser fusilado, previos el despojo, el rapaje a cuchillo y otras acciones propias del momento.

En cuanto a la suerte corrida por el otro desaparecido, Arturo Guerra, mejor sería no mencionarla por ahora, no sea que ciertos pobres indagadores, al tomar éste por verídico relato, cayesen en una pista falsa, sufriendo luego, al epílogo, un estéril bochorno.

Continuando con Valenzuela, por cierto, no lo llevaban a cumplir, como otrora, su recargo de años por evadir la obligatoria joda militar. Las cosas -como solía decir doña Flora, madre del prófugo condenado a muerte en ausencia- a veces cambian, aunque no siempre para bien. Así, sucesos que en anteriores épocas habrían resultado espantosos, ahora no pasaban de meras niñerías. Incluso para Luciano Valenzuela, precoz beodo, antes era la desgracia extrema caer en prisión. Ahora, ¡Santo Dios!, caer preso, aún siendo probadamente honrado, era lo mínimo que a uno le podía suceder.

El número de presos crecía constantemente. Hora   —192→   tras hora ingresaban caras amoratadas, ojos ensangrentados, bocas partidas y vueltas a ser suturadas por el terror.

En pocos días, el hediondo corralón estaba atestado, haciéndose difícil encontrar tan siquiera un sitio donde acostarse. Al hacinamiento se sumaban los orines, bostas y esputos que cubrían la tierra del piso, donde se atiborraban moscas de todos los colores y tamaños. En el agua del pozo pululaban gusanos, pero morir deshidratado era peor. Y, completando el cuadro, a poco cayó la peste.

Al comienzo, el súbito incremento de las muertes fue atribuido al alcohol gomalacado con que los delincuentes comunes se intoxicaban, además de emplearlo en dudosas artesanías o cambiarlo por migajas a los no comunes. De repente, el mortífero morado de la gomalaca comenzó a cubrir la piel ya no sólo de los bebedores del líquido de lustrar sino de cualquiera de los presos. Con dos o tres calenturas de hervor, la víctima quedaba fulminada. La masa de presos, y aún los cancerberos, temblaban propiamente cagados a la espera del síntoma fatídico.

Fue en ese medio que la tenaz agonía de Valenzuela se tornó de pronto violenta. Hasta ratos antes, era el único de apariencia impasible en el revoltijo delirante. Clavado el trasero en tierra, moría sin expirar. A uno y otro lado suyo caían sus compañeros de cautiverio, hasta que, sofocado por la postrer pesadilla, cayó a su vez, en la hora que él sabía suya.

Se violentó cuando la muerte le zumbó en el oído. Y al tratar de responder mofándose como era su costumbre, quemó en estéril pataleo su última gota de energía, y perdió el hálito.

Tal fue realmente el fin de Luciano Valenzuela, conscripto rebelde condenado a vejaciones y fusilamiento, que acabó muriéndose de muerte natural.



  —193→  

ArribaCapítulo XII

A ultranza


Y bien, Arturo Guerra, prófugo y condenado a la pena capital, ¡bienvenido!

Pasados los oscuros años del gran enredo, de nuevo lo encontramos encaramado a la empinada cuesta de los recuerdos, en su barrio de pesadillas, al borde de la Loma Verde, la que no había desaparecido ni cambiado de nombre, continuando de cara al mítico Ybytyruzú, de donde nacen el agua y el viento, y bajo cuya magia sigue el pueblo rumiando esperas.

Y bien, resignada doña Flora, custodia de incesantes añoranzas, de modo que te habías avenido a rezar para que acabara la inacabable ausencia. Extrañas oraciones pergeñabas contra el mal de la soledad, contra el mal de la gente sola entre la gente sola, contra el mal de la gente cuya gente se había marchado en una marcha sin término, en una marcha cuyo fin se ignoraba. Y acaso el milagro al fin se hizo.

Sucedió que una noche, tan alucinantemente, la presencia imposible se le puso ante los ojos desorbitados: ¡Arturo!

Pero aquella imagen distaba de ser la que ella fanáticamente atesoraba en su dolor secreto. Era la imagen de un enfermo de misteriosa enfermedad, precozmente envejecido.

Arturo la encerró en un abrazo sin medida, con   —194→   apenas una jadeante, desesperada palabra: ¡Mamá!

Y así empezaba un capítulo más en la inédita conjunción de dos historias ensambladas a través de la distancia, las rejas y las fronteras; la historia de una madre que, aún sacando fuerzas de la agonía, permanecía como tantas otras, invariable en su afán de ternura y amparo; y la de un hijo cuyas potencias mentales y físicas venían consumiéndose desde la adolescencia tras una pertinaz pasión: la libertad.

Transcurrida la noche del regreso, la vida amaneció diferente para doña Flora, la que continuaba levantándose con los primeros trinos, como en los denodados tiempos de Puesto Guerra. Ahora, el mate ritual bajo la parralera, paréntesis entre la noche y el día, si bien contenía el presagio de una nueva zozobra, dejaba de ser, por de pronto, su amargo trago de silencio. Aunque un tanto sombríos debido a las raras ideas que perturbaban a Arturo, estaban ahí sentados, conversando, como si lo hubiesen estado haciendo desde hacía treinta años, fijos los ojos a lo lejos, hacia donde, largamente tendidos, yacían el cerro Mymyi16, Bolascuá y Perulero, espejismos de pretéritas esperanzas y penurias que envejecían sin borrarse.

A pesar de su renovada aprensión, doña Flora empezó a regresar de su mudez inescrutable. La sola presencia del hijo la animaba. Si bien enfermo, ya sanaría. De eso procuraba estar segura. Acabado el mate, se dispuso a retomar labores abandonadas tiempos atrás, persuadida de que Arturo venía en busca de su ayuda. Echó aceite a la New Home casi tan vieja como ella, y en tanto pedaleaba para ablandarla, de pronto se acordó de cierto trabajo que una vez, el turco don David le había ofrecido. «Dios golpea pero no mata», suspiró, acabando luego en un canturreo bajito, casi ausente.

Días después tenía el semblante despejado, dejando asomar inclusive alguna sonrisa, bien que a veces, inadvertidamente se ensombrecía, y era cuando el enfermo le arrojaba expresiones que la asustaban, pero que ella se obstinaba en reputar sólo meras ocurrencias.

Sin embargo, lo esporádico no tardó en hacerse frecuente, y a doña Flora se le fue trocando la sonrisa en   —195→   espanto. Arturo, a una semana de su arribo, estaba insoportable. Sus palabras expresaban sólo injurias y violencia. Las lanzaba al rostro de la madre como ladridos, en medio de cualquier plática o sin plática alguna. Pero ella rechazaba de sí la idea de que el hijo estuviera enloqueciendo. Y sin que lo admitiese todavía, una noche, la crisis estalló. Arturo vociferaba zancajeando por toda la casa:

-¡Sesenta guerrilleros muertos, y yo, el único sobreviviente, yo!

Hurgaba por los rincones buscando las armas que había traído consigo a su regreso, y que la madre, previniendo mayores desgracias, había puesto en lugar seguro.

-¡Un arma para matar al asesino, un arma para matarlo! -se desesperaba.

La madre rezaba temblando. De repente, un hombre desfigurado, sin nada parecido al hijo de sus entrañas, en un arranque de ira, le espetó:

-¡Soy el único sobreviviente, vieja! ¡El único, aunque no lo crea! Desde luego, vos nunca creíste que pudiera regresar, ¿verdad? Ya no me esperabas, madre inconstante, ni que fueras una mujerzuela y no mi madre...

-¡Hijo de mi alma! -exclamó suplicante doña Flora-. ¿De dónde sacás que no te esperaba? ¡Años y años te esperé desesperada! ¡Te esperé! ¡Te-es-pe-ré!

Se le trabó el habla y cayó desvanecida.

Ante la evidente demencia de Arturo, acababa desbaratándose la última esperanza de doña Flora. Cuando al cabo de un rato recuperó la lucidez, todavía el hijo braceaba yendo de un lado a otro y gritando:

-¡Claro! Arturo Guerra tenía que haber muerto como todos los combatientes de Loma Verde... ¡Ay, mi Loma Verde, bello cementerio mío, con más habitantes en el cielo que en la tierra! ¡Claro! ¡Esta es tu paz, Loma Verde, tu paz dentro del orden!

Doña Flora estaba inmóvil, como no pudiendo, como resistiéndose a aceptar que Arturo, vuelto por fin a su tierra, estuviese realmente loco.

-Pocos, pobres y sometidos, pero hinchados de fantasía y de historia... -continuaba Arturo, aludiendo en   —196→   su delirio a la gente de su pueblo-. Yo me iré de aquí. Me iré a juntar los huesos que pueblan las picadas. Me iré al Ybytyruzú. Allá convocaré a los muertos de la montonera y de la Columna Sesenta. Ellos serán la vanguardia de un ejército invencible.

-Allá mandan los asesinos -gimió aterrada doña Flora-. Te matarán como mataron a tu padre.

Pero Arturo no estaba en condiciones de escuchar ni razonar.

-Aquélla es la tierra de los muertos -continuó impasible-, y tan mía por ser de mi padre, de mis abuelos, de los que forman la raíz del futuro. La ocuparé y la convertiré en el caldero de la justicia popular. Mi padre jamás soñaría que esa tierra suya fuera la señalada y que su nombre figuraría en la nueva historia...

Doña Flora no podía entender el esotérico discurso. Sólo miraba al hijo y trataba inútilmente de penetrar el misterio de su rostro. Su precario entendimiento se veía sacudido a cada instante. Hubiera querido que las palabras de Arturo sonaran mansas, pero esas palabras no eran otra cosa que la descarga de una borrasca interior tremenda. Ella lo miraba y sólo podía ver en él la terrible determinación de pelear y de matar.

-Por amor de Dios, hijo, desarmará tu espíritu, no continúes en la violencia -le suplicó.

Pero él, fija la mirada hacia la borrosa lejanía serrana, hizo esta reflexión:

-Uno quiere olvidar el dolor de donde vino. Yo no puedo olvidar. Yo vuelvo allá.

Nuevamente, la madre trató de disuadirlo, advirtiéndole que allá nadie lo acogería, que nadie cuidaría de él.

-Tu mal requiere tratamiento serio y constante -le dijo finalmente-. Si no vas al médico, te morirás.

Y Arturo, ajustándose al cinto el arma que por fin pudo encontrar, y echándose un poncho al hombro, concluyó diciendo:

-¿Qué importancia puede tener mi condenado mal? ¿Acaso puede ser peor que el mal que aquí padece un pueblo entero desde hace medio siglo? No te quebrantes,   —197→   mamá. Al frente del ejército de los muertos, yo seré inmortal...

Y partió. Doña Flora lo miraba alejarse sin poderlo remediar. Permaneció en la puerta con ademanes desesperados, preguntándose llorosa: -¿Será esto una realidad o una maldita pesadilla más?

Las lágrimas le anegaban las múltiples arrugas, en tanto en los oídos le resonaba como en una fosa: «No te quebrantes, mamá». Y ella murmuraba entrecortada: -Palabras, nada más... Paciencia, Dios mío...

Otra vez, doña Flora se negaba a la derrota. Pero aun ella, la plasmada en el cotidiano aguantar, debía admitir que su destino era terminar en soledad su propia historia, afrontando la incesante decepción y tratando vanamente de comprender lo que nadie jamás comprendería.

Al perder de vista el hijo que se marchaba a la lucha sin volverse, con la bata se secó de las mejillas un frío inusual, ya no sólo el frío dejado al paso por la última lágrima, sino por otras tantas a lo largo de su huérfano atravesar la vida. -¡Adiós pedazo de mi alma! -llegó a murmurar antes de que el frío la invadiera enteramente.

A seis meses de aquel día, promediando el invierno de un año infausto, los diarios difundieron profusamente la orden de captura dada en contra de un tal Cuco Valiente, «bandolero refugiado en los montes del Ybytyruzú, vieja guarida de delincuentes, con el fin expreso de reorganizar la subversión ya una vez aplastada por las fuerzas de la ley, para cuyo objetivo, el susodicho 'Valiente' ha lanzado de puño y letra un ridículo manifiesto, evidente mensaje camuflado llamando a sus secuaces a reagruparse en un pretendido ejército invencible, con el criminal propósito de subvertir el orden y la paz que vive la república...».

Sin duda, aquel Cuco Valiente no era otro que alguno de los sobrevivientes de la infortunada lucha, quien, vuelto a las armas, llamaba al pueblo a levantarse. Pero esta vez, el pueblo no respondía. La nueva generación vivía envuelta en un impermeable cascarón de miedo.

A comienzos del año que corría, en la sala X de un hospital de Buenos Aires, conocí a un hombre llamado Arturo Guerra. Rondaba los cuarenta años. Era, neurocanceroso y enfermo pulmonar, pero su optimismo   —198→   se veía intacto. Al descubrirme coterráneo suyo, su rostro comenzó a manifestar una real ansiedad de comunicación. Debí compartir esa ansiedad, si bien observando un estricto cuidado en hablar solamente lo necesario. La cura suya fue de pocos días, con tiempo escaso para iniciar un vínculo más tarde preocupante, a medida de los aconteceres. Sucedía que los revolucionarios perseguidos en nuestra tierra lo eran también allá. Y habiendo llegado al hospital una banda de sabuesos con orden de registrar, alguien ducho en materia de vida clandestina dio aviso al enfermo de la sala X. Este sanó de golpe, rompió los cristales de una alta ventana y se esfumó.

Seis meses después, no volviendo a tener noticias de aquel hombre, torné al país. Su imagen, lejos de borrarse de mi memoria, había crecido. A poco de llegar, leí en un periódico la sensacional orden de captura, y tuve un raro presentimiento. El remanido bando policial debía referirse a Arturo Guerra. Desde el momento de mi arribo lo intuía mezclado en el menjunje político-subversivo. Lo olfateaba en la atmósfera asfixiante a la que debía readaptarme luego de años de extrañamiento por amor a todo lo irrenunciable.

Llevado por mi afán de aclarar todas las dudas, me puse al habla con un antiguo amigo, un rebelde sin militancia, quien de entrada me chantó la tremenda osadía de declararse cuñado del perseguido Cuco Valiente.

-Sí, chamigo -me aseguró-, yo estuve casado con la hermana del único sobreviviente varón de la Columna Sesenta, la que, dicho sea de paso, se llamaba así por el número de sus muertos. Cuco nos pudo haber contado lo que allá pasó, pero está loco. En cuanto a su hermanita, mi mujer, la pobre se me murió... de tuberculosis. Desgracia con suerte, chamigo, ya que hoy día no conviene ser pariente de un rebelde tan famoso, aunque sea un loco...

No creí necesario indagar más. Convencido y asombrado ante la extrema supervivencia del neurocanceroso y tuberculoso Arturo Guerra, con profunda emoción, me dije: «¡De modo que se hizo guerrillero y se mantiene con vida!»

  —199→  

Por el mismo informante me enteré de lo acontecido semanas atrás en el pueblo de Ajos, donde Cuco Valiente, de cuya identidad ya no tenía dudas, conducido a su postrer paseo por cuatro matones, los había dominado usando como arma solamente una pala.

-Se la dieron para que se cavara su propia fosa -me dijo mi entrevistado-, y con esa pala, revoleada como un relámpago, los durmió a todos. Luego los desarmó y se hizo humo en el monte.

Andando por las oscuras calles, esquivando bultos reales o antojadizos, al recordar todo aquello, en lo hondo de mi silencio exclamaba:

-¡Conque el único sobreviviente, y qué sobreviviente!

Desde el bochornoso caso de Ajos, mentado papelón de la policía, habían resurgido en los caminos y barriadas verdaderos fantasmas del desaparecido terror nazi, harto bien interpolados en Loma Verde.

Esa noche, los fantasmas me interceptaban el paso, me palpaban de armas, me seguían amenazantes reapareciendo en cada esquina. Pero yo debía continuar el rumbo trazado por mis ansias de averiguarlo todo.

Ya me marchaba a casa cuando una súbita reflexión me detuvo. «Único sobreviviente varón» me había dicho el cuñado. Y de ello, al recordarlo de repente, entré a colegir que habrían sobrevivientes femeninas, prisioneras acaso, o quizá prófugas como el Cuco.

-¿Qué hacer? -me pregunté.

Y resolví: pues, nada mejor que volver a lo de mi amigo.

A partir de ese punto, siguiendo sutiles hilos, me enredé en la urdimbre interminable de susurros y silencios, intrigas y sospechas, hasta arribar a cierta aceptable claridad. Efectivamente, de la tal Columna Sesenta, totalmente aniquilada en una emboscada, habrían quedado con vida, además del apodado Cuco Valiente, tres o cuatro mujeres, las cuales, hechas prisioneras, fueron repasadas por el primer actor de la tragedia y luego por toda la tropa, siendo por último sumariamente ajusticiadas, mas no colgadas ni fusiladas como unas comunes cautivas sino, una por una, despachadas con un machete «toro» hundido hasta el tope en la vagina.

  —200→  

Aún suponiendo que acaso se tratara de un malvado chisme, el sólo imaginar tamaña crueldad, al más feroz le revolvería las tripas.

Durante semanas, los titulares continuaban ofreciendo pura ponzoña. Mucha tinta costaba a la prensa dirigida la tan excitante cobertura informativa. Mucho asombro causaba la loca temeridad del perseguido a muerte.

Ciertamente, se daba un propicio clima para el debut de las más crueles farsas y para el surgimiento de nuevos héroes espeluznantes.

Ya nadie podía dudar que las razzias -sepultadas en Europa pero vigentes en Loma Verde- no pararían en meros preámbulos. Eran partes de una estructura destinada a erradicar los rumores antidictatoriales causantes de la piel de gallina padecida en las esferas del poder.

Un día de ésos, en un bar del barrio de las residencias, pude captar una plática inesperada. Cierto anciano muy conocido, pateado de la logia militar por su apego a la legalidad, comentaba:

-Sí, señor. El bandolero Cuco Valiente posee armas temibles; posee talento y sentimiento. No es un común bandolero. Dicen que roba en las estancias y reparte el producto a los pobres. Imagínese. Y semejante inspiración parece sulfurar incluso a los más radicalizados del otro lado de la frontera. Vea usted, aquí están (se refería a unas notas aparecidas en el semanario Antorcha que inauguraba sus escarceos libertarios). En primera plana, «Ruptura del vínculo placentario entre el bandolero y la matriz del exilio. El engendro Cuco Valiente es ahora declarado psicópata por sus propios mentores, revolucionarios de cafetín, que no le perdonan el haber escapado con vida del matadero al que lo lanzaron, y aconsejan se lo trate como a un vulgar criminal, negándole todo apoyo». ¿Se da cuenta? A ésta le sigue otra referente a numerosos elementos expulsados de sus respectivos clanes políticos por conocérseles relaciones de amistad o algún parentesco con el tal Cuco...

-¡Bah, bah, bah...! ¡Cuánta contradicción! -replicó el interlocutor.

  —201→  

-Y más adelante -continuaba impasible el anciano-, un suculento editorial, aquí está: «En tanto los garroteros obligan a la mansa población a meterse en la cama ni bien llega él crepúsculo, la desocupación y los estómagos vacíos conspiran peligrosamente. El pueblo ha perdido incluso las ganas de dormir. Y los rumores subterráneos persisten. Y los ánimos se sublevan pese al continuo ajetreo de la milica en procura infructuosa de cazar al brujo del Ybytyruzú, mientras éste, según sus propios escritos, ha salido a la cabeza de un ejército invencible para fortificarse en algún lugar de Loma Verde y lanzar desde allí su guerra justiciera, la que al parecer ya ha comenzado con el lanzamiento de los conocidos manifiestos...».

-¿Los conocidos manifiestos, dice?

-Pues, ¡claro! ¿No los vio todavía? Loma Verde está minada de esos papeles, textos manuscritos, extrañamente idénticos, todos con la misma letra y los mismos errores.

-¡Es inaudito!

El anciano guardó el pasquín. El tema había dejado de ser novedad, y él lo sabía. Y si aquel hombre demostraba asombro, lo hacía por consideración a su edad, nada más. Eso también lo sabía.

Lo grave era que los escritos, los rumores y los temores mantenían a todos en jaque. Todos estaban atrapados por los reviros de un maniático que ponía en el aire una revolución hecha de papeluchos garabateados. De no ser así, y si hubiera realmente insurrectos, ya alguno habría caído, o al menos habría sido visto y reconocido por alguien. Pero nada pasaba. Sin embargo, esos papeluchos, aunque exageradamente utópicos de contenido, demostraban gran capacidad para aterrorizar al mandón mejor encabalgado. Propuestas tan descomunales como «desenterrar la pretérita gloria del pueblo» o «sepultar la corrupción y el privilegio» comenzaban a contaminar el lenguaje callejero, y eso asustaba. Decididamente, Cuco Valiente debía ser eliminado.

Pero los días pasaban. Las huellas de los perseguidores y soplones que llenaban caminos y poblados desaparecían   —202→   bajo nuevas huellas, y el publicitado guerrillero fantasma continuaba atizando su hoguera libertadora. Y como humo de gran hoguera, crecían y se propagaban los rumores. Los más afectados por las alusiones propagandísticas se impacientaban. El oficialista El diario comentó en un editorial: «Seguramente lo están protegiendo los comunistas infiltrados en el partido...». Y desde ese día, cada uno comenzó a mirar a los demás con desconfianza y miedo. Cualquiera de ellos podía ser un comunista infiltrado, incluso cualquiera de los caudillos.

En suma, pese al enorme esfuerzo desplegado por los servidores del orden constituido, la fastidiosa propaganda continuaba y empeoraba. El tenaz llamado a la lucha por la justicia y la libertada arreciaba. Realmente, cosa de locos. Ya Espartaco, dos mil años atrás, había luchado por semejantes ideas y murió martirizado. Después fue el Nazareno. Por mandato del Padre Eterno se hizo portavoz de los justos y los humildes, y sus tormentos en manos de las huestes de Herodes marcaron un hito de horror en la historia.

Cuco Valiente no dejaba una noche de lanzar sus vibrantes escritos, machacando incesantemente sobre el vaticinio de «nueva era sin botas opresoras ni pueblo envilecido, sin privilegios ni corrupciones...».

Enfrascado en tan subversiva cuan solitaria porfía, se le escapaba el hecho de que vivía una época en que la sangre de un rebelde, cosa infinitamente menos importante que los rojos raudales de Indochina y Medio Oriente, una época en la que la sodomía y las drogas heroicas promovían sustanciales energías políticas, aunque contribuyesen a relajar lamentablemente la dignidad de los grupos dominantes, quedando en consecuencia la suerte de los individuos del pueblo no en manos de Dios precisamente sino bajo la delirante tutoría de los pilatos. La única importancia que podía tener un rebelde como Cuco Valiente dependía tan sólo de las ventajas que su existencia o su desaparición pudiera significar para beneficio y favor de la rica y alienada clase alta.

Cuco Valiente, cuya salud nunca había mejorado, dejó en efecto su refugio del Ybytyruzú, regresando a   —203→   Loma Verde, pero no a la casa de su madre. Se asomaba de tanto en tanto por la ciudad, principalmente en horas de la noche, llevando consigo un buen manojo de sus escritos perturbadores. Y en una de ésas, lo inevitable ocurrió. El hombre fue visto y reconocido por alguien muy relacionado en áreas de la clerecía local. Fue así que la novedad no tardó en llegar a oídos del señor Obispo, nada menos.

Al cabo de breve y serena reflexión, el prelado acabó por convencerse de la penosa verdad, situándose de golpe en el difícil como ineludible cometido de tener que redimir el alma y salvar la vida de un Guerra, sobrino carnal de la piadosa Juana Guerra, cara a su afecto y mayordoma de los sagrados iconos de la parroquia, y de tener que apaciguar la furia en contra del enfermo sedicioso, todo dentro de absoluta reserva, acorde con su dignidad.

Obviamente, el Cuco tenía amigos, puesto que el Obispo pudo lograr le entregasen una carta, la que tenía por objeto iniciar una crucial negociación. Enterado de su insanía, cuidó de entrar en tema con sumo sigilo a fin de sortear la suspicacia propia de un enfermo mental. «Como servidor espiritual de este pueblo, amigo de tu familia y amigo tuyo, me permito escribirte y lo hago con gran esperanza -le decía humildemente-. Ignoro dónde te encuentras pero, asustado al saber que es a ti a quien buscan y que se disponen a eliminarte como si fueras un perro rabioso, hago esta carta y la pongo en manos amigas confiado en que pronto la habrás de recibir. Tomo esta decisión espontáneamente, buscando salvaguardar tu vida y contribuir a tu causa mansa y cristianamente, en la medida de mis humanos recursos, porque pienso que para triunfar se necesita, antes que nada, continuar con vida. Pero quiero asegurarme de que has de otorgar entera confianza a mi buena fe, profundamente sentida y puesta en estas estrictas expresiones de mi deseo. En segundo lugar, habrás de permitirme conducirte personalmente a un sitio donde tu vida estuviese a salvo y donde yo pudiese poner a tu alcance lo necesario para subsistir y para la difusión de tu ideal de justicia con el cual estoy consustanciado por designio del Señor, hasta   —204→   tanto el odio se haya apaciguado y en la conciencia del pueblo se hayan dado las condiciones para que puedas actuar contando con apoyos que yo mismo te ayudaré a ganar. Si aceptas esta propuesta mía, te prometo obrar procurándote las mejores garantías. Espero pues me indiques lo antes posible día, hora y lugar de cita y partida; lo antes posible, repito. Para la respuesta te sugiero el mismo conducto utilizado para esta carta. Si acaso no te sintieras a gusto en el lugar elegido, te llevaré al que tú prefieras. En el respeto de las condiciones pongo mi honor. Por de pronto te ruego, como primer signo de aceptación, suspendas toda actividad y te mantengas oculto. Te abraza tu amigo y hermano en Cristo». Siguen una cruz y una firma.

Según parece, los que por entonces estaban con Dios ya no eran neutrales. Y los marginados y perseguidos, hermanos por la sangre del Nazareno, ya no estaban solos.

El Obispo, ansioso de que cesaran las atrocidades causadas por la persecución, aguardó la respuesta del Cuco durante semanas que devenían una eternidad. Por los esporádicos intersticios de lucidez habidos en la penumbra mental del prófugo, mal podía filtrarse claridad suficiente acerca de una urgente tregua temporal hasta tanto fuesen dadas las condiciones en las entendederas de un pueblo obligado a soportar la hez hasta las coronillas. Y a pesar de la aguda religiosidad, propia del mal en su faz crítica, que padecía en los últimos tiempos, tener que hablar tan sólo con uno de aquéllos que llamaba «Judas», aliados de la dictadura, lo enfurecía. Cuco Valiente había hecho trizas la carta y la olvidó.

E impaciente el clérigo tras el silencio asaz dilatado, se puso en cauto movimiento por los vericuetos posibles, rastreando las huellas de su propia carta. Puso en ello lo mejor de sus luces y tardó mucho menos de lo esperado hasta dar con algún indicio cierto del paradero que buscaba. Ahora, su primer pensamiento lo paró ante la promesa de garantías que había formulado. Sin ellas, desde luego, no osaría encarar al Cuco, afrontando el riesgo de ser atacado por él mismo o por sus perseguidores.

  —205→  

Sopesó los grados de la condición humana en las distintas escalas del poder, y se decidió finalmente por aquella en que sentía depositada su mayor confianza. Un telefonazo a la persona más indicada le abrió paso sin dificultad, e inmediatamente se puso en viaje. A su arribo, una grata noticia lo llenó de optimismo. Como el señor Obispo no debía soportar tediosas antesalas, la entrevista le era concedida de inmediato. Pero apenas llegó al despacho, su ánimo declinó. Le chocó la presencia de ciertas personas a quienes hubiera preferido evitar.

Hechos los cumplidos de rigor, Monseñor trató de ser conciso:

-Le ruego, estimadísimo señor, me confíe la pacífica eliminación de Cuco Valiente -comenzó yendo al grano ante la sorpresa del alto funcionario-; se trata de un pariente mío y respondo por él. Es, además, un enfermo en estado grave, y deseo llevarlo a territorio argentino, a un lugar de reposo, bien resguardado, de donde no podrá volver.

-Hummm, conque bien resguardado... Monseñor, me pone en un aprieto, pero, como contribución a la paz, confiaré en usted y haré algo que no debería hacer.

Tomó el teléfono:

-Extienda al señor obispo de Loma Verde un salvoconducto a favor de Arturo Guerra -ordenó.

-Bien, Monseñor, ya está, pero haga el favor de que su pariente no asome la nariz mientras yo viva, ni como Cuco... ni como loco...

-Dios se lo pague, señor. Lo recordaré en mis oraciones.

Sobre el escritorio, frente al busto de un personaje muy conocido, tallado en oscuro bronce, pudo ver entre tanto la primera plana de un ejemplar de La Tribuna aún intacto, destacando una temeraria declaración de Helder Cámara, prelado del nordeste brasileño: «La visión del Reino de Dios es subversiva».

Para ocultar su desazón, el Obispo se inclinó en ademán de despedida, atragantándose un tanto sus palabras. Una horrible duda lo invadía de pronto con respecto al salvoconducto, teniendo en cuenta sobre todo   —206→   la suma facilidad con que el alto funcionario se lo había concedido. «Al final -pensaba con amargura-, los presuntos no-subversivos habrán de ser los verdaderos. Quiera Dios que puedan entrar en su reino, como el parabólico camello en el culo de una aguja... ¡Perdón, Dios mío!».

Cruzó la calle chistando a un canillita, tomó el diario, y lo primero que leyó fue el artículo avistado de reojo estando en el despacho. En17 efecto, Helder Cámara, como siempre, ponía el dedo en la llaga, esta vez en la propia llaga del Obispo, desgraciadamente. Al margen, en otro suelto con resaltante título: «Camilo Torres, obispo rebelde, abatido tiros». Y más abajo, breve, y como consecuencia del anterior: «Pablo Neruda exige el castigo de los traidores de América».

El Obispo oprimió nerviosamente el arranque. Alguien podría estar en ese momento riéndose en las tripas de su contribución a la no-violencia. O quizá siguiéndole los pasos, irremediablemente, desde que saliera del despacho. Y tal vez fuesen a bloquear caminos y fronteras, «¡vaya uno a saber!»...

Por entonces en Chile aún vivía Salvador, y Kennedy ya había resucitado de entre los muertos.

Velozmente implementado el operativo, los técnicos en la materia exigían un conductor de probada pericia. Y entraron a deslizarse rumores como culebras por los pasillos interdictos acerca del predestinado, señalándose como el de mayor consenso un afamado comehumanos cuyo apodo dejaba poco lugar a dudas respecto de su ferocidad: ¡Curiyú!

¿Y quién sería Curiyú? ¿Quién sino algún terror de terrores? Por un verídico milagro, el cuchicheo no trascendía de la exclusiva atmósfera del poder, no invadía el aire de bajo fondo de las cantinas y mercados, ni menos aún el parco mundo eclesial, donde el preocupado Obispo, intuyendo apenas la posible maquinación, procuraba a todo trance dar forma a la más temeraria empresa que jamás hubiera soñado.

Afanosamente buscaba el conducto menos afrentoso que lo llevase a su decisivo encuentro con Cuco Valiente, ocasión en que habría de emplear todo el aplomo y   —207→   seguridad adquiridos en su largo ejercicio de la razón y la fe cristianas.

A la madrugada del día siguiente, sin detenerse a decir sus oraciones, sin lavarse siquiera ni probar bocado, cargó en el auto unos bártulos y emprendió el regreso a Loma Verde. Poco después dejaba atrás el caserío, y la soledad de la ruta le permitía pensar. Nada alarmante notaba en el trayecto. Pero dentro de sí, a pesar de su aparente sosiego, sentía latente la inseguridad nacida en él en la víspera. Se le hacía como un inevitable mal, producto del clima en que por momentos le resultaba difícil respirar. Sin embargo creía no sentir miedo, ni tendría por qué temer. Personalmente había escuchado la orden, traía el salvoconducto en el portafolios y no le asistía motivo real para sospechar, salvo que...

El corazón le dio un brinco. ¡Claro! ¿Quién era él políticamente hablando? ¿Acaso significaba mucho más que Camilo Torres? «¡Ayúdame, Dios mío!» -exclamó en su soledad. Apretó el acelerador y subió la cuesta. Estaba en Loma Verde.

Tres horas de viaje habían transcurrido. Un bello sol estallaba entre nubarrones por encima del Ybytyruzú. El pueblo se sacudía del sueño concluido, desperezándose para proseguir el curso de su inveterada realidad.

El Obispo se desplazó por la calle de la iglesia, paró frente a la curia, puso en el auto un bulto más y volvió al volante. Al hacerlo, vio por el retrovisor, aparcado junto al cordón de la Delegación Civil, una suerte de furgón cerrado, verdusco y sucio, en cuya cabina se veía el perfil del conductor. Había total quietud en los alrededores. El centro parecía en Viernes Santo, nada raro para el Obispo. Tampoco le resultaría raro si el que veía fuese un vehículo militar. En Loma Verde, plaza permanentemente ocupada desde la fallida insurrección, ver carros blindados y gente armada se había vuelto parte de la gris rutina.

El auto del Obispo bajó por la calle del mercado, sorteando zanjones. A uno y otro lado, las placeras caminaban aupando el fardo de la miseria con irracional aguante, riendo y fingiendo regocijo. Los pájaros picoteaban   —208→   la arena, y escapaban sin sobresalto al paso de la máquina, subiendo a las alambradas para verter18desde allí la maravilla invariable de su canto. El auto desapareció entre la grisura del caserío lo cruzó y continuó lentamente.

Mientras, en lo más denso de la maleza que cubría el terreno perteneciente alguna vez a Zoilo Herrero, tirado bajo un techo de hojas, un acabado Cuco Valiente, sin sombra alguna de su famosa temeridad, se despertaba temblando tal como una moribunda bestia.

Había llegado allí procedente del Ybytyruzú, en el apogeo de su fiebre militante, y resolvió quedarse, adoptando el lugar como base permanente.

Consumido por la enfermedad y la inanición, pudo a duras penas incorporarse, y lo hizo gracias a que, ya próximo al fin, entre sollozos y ahogos de sanguaza, había pronunciado fortuitamente una palabra casi olvidada: «¡Mamá!» Y esa palabra prodigiosa, surgida de lo más hondo de sí, lo ayudó a moverse y le indicó el camino. Así fue como buscó desplazarse hacia donde antaño se encontraba el solar materno.

Penosamente se arrastraba por las laderas de la calle abandonada cuando un sigiloso automóvil se le aproximó, y un bulto humano descendió de él poniéndosele delante. Cuco Valiente, llevado por mero instinto, trató de usar el arma que portaba (una de las capturadas a los matones en ocasión de su increíble fuga de Ajos). El Obispo le opuso ambas manos abiertas en señal de paz, e hizo le comprendiera su deseo de ayudarlo. El aspecto físico del rebelde daba lástima, y nadie, viéndolo en ese estado, se hubiera propuesto otra cosa que no fuera lo decidido por el clérigo: llevarlo adonde al menos pudiese morir humanamente. Ningún otro plan previsto ya tendría objeto.

Quiso instalarlo en el asiento trasero dándole mayor comodidad, pero el enfermo, todavía con signos de algún razonamiento, indicó preferir la valijera. «Ciertamente -pensó el Obispo-, es el lugar más indicado». Lo era, por su propia seguridad, sobre todo.

Y habiendo recorrido luego seis o siete cuadras cubiertas   —209→   de alta maleza, de repente, un vozarrón resonó: ¡Altooo!

El Obispo paró aterrado. Un pelotón armado de metralletas le cerraba el paso.

-¡Pare el motor y baje!

Daba la orden un sobrealimentado que se adelantaba apuntando. El conductor obedeció. Temblaba. La determinación que mostraban los armados lo convenció tajantemente de la nulidad no sólo del salvoconducto sino hasta de su dignidad eclesiástica. Revisado el interior del vehículo, la requisa pasó resueltamente a la valijera, encargándose de ella el «Curiyú» en persona. Y al abrirla, apenas elevado el capó a la altura de la bragueta, cinco tiros disparados como por magia hicieron estallar el espanto. El mismísimo Cuco Valiente había estado encerrado dentro.

Iluminado por un minuto de lucidez total en el momento de reconocer la voz de aquél que tiempos atrás había dirigido la masacre de la Columna Sesenta, esperó a que abriera y apretó el gatillo con alma y vida, perpetrando así su más inverosímil hazaña.

El «Curiyú» se había expuesto de un modo asaz alocado, deseando hacer gala una vez más de una cualidad que creía exclusiva suya, decidido a ser él y no otro el matador del condenado Cuco.

Al resultar designado para la misión, se había impuesto el trajín de vigilar discreta y minuciosamente al Obispo, e incluso viajó de noche a Loma Verde, anticipándosele. A la mañana, al verlo arribar y luego encaminarse hacia las afueras, lo siguió a prudente distancia rastreando las huellas del auto hasta llegar al sitio donde ocultó el furgón y los hombres y aguardó. Todo lo tenía previsto excepto el inadmisible albur de que la fiera plomería del enfermo mental fuera a trizarle los órganos capitales del bajo vientre.

El agónico malhechor, otrora escurridizo y feroz, nada calculado habría podido tener, dado su estado, al descargar el plomo de su intacto odio, salvo vengarse y morir. Y quiso el destino que, próximo al trance, llegara a su encuentro, empujado por el propio fatal designio, el Curiyú.

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Pero éste no murió. Diríase que la fuerza de la suprema maldad le mantenía el hálito. Cuco Valiente, en cambio, acribillado por diez metralletas, sí, expiró.

Una vez extraído de la valijera, su rostro lucía una irritante paz, en tanto el Obispo, pálido, castañeteaba una oración invocando la misericordia del Señor, y el genio de la punición perdía sangre y heces por todos los agujeros.

Los hombres trasladaron al malherido con prisa y sumo cuidado hasta el oculto furgón, y luego hasta un centro de salud en donde le cauterizaron las heridas y él pidió para su espíritu una buena botella de escocés.

A pesar del mayor despliegue terapéutico y quirúrgico pocas veces visto, la cura no prosperó. Su muerte fue dada a conocer el mismo día que, en Nueva York, Roger Laporte se inmolaba con fuego de gasolina frente a Naciones Unidas, condenando la ayuda militar a los déspotas. Y el Hermano Seatle, pastor evangélico, se abría las venas en Merton Center, gritando:

-Cuando las calles estén calladas y ustedes las crean vacías, estarán llenas del espíritu de aquellos que en vida soñaron con una sociedad donde sea posible ser bueno.