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Melancólicos y solitarios: la voz de la tristeza en el Romanticismo

Borja Rodríguez Gutiérrez






Venid todos los que el ceño airado
del destino mirasteis en la cuna;
los que sentís el corazón llagado
y no esperáis consolación alguna.
¡Venid también, espíritus ardientes,
que en ese mundo os agitáis sin tino,
y cuya inmensa sed sus turbias fuentes
calmar no pueden con raudal mezquino!
Los que el cansancio conocisteis, antes
que paz os diesen y quietud los años...
¡Venid con vuestros sueños devorantes!
¡Venid con vuestros tristes desengaños!


(Gómez de Avellaneda: 2003, 115)                


En estos «Cuartetos escritos en un cementerio» Gertrudis Gómez de Avellaneda convoca a los suyos, a sus iguales, a los aquejados de la enfermedad romántica, de la tristeza, de la desilusión vital, del desánimo de la existencia, de la negra melancolía. Melancolía que a la poetisa cubana le había llegado a través del Atlántico y a lo largo de los años: desde la frontera del XIX, desde Alemania

Yo, solitario, estaba de pie en la árida colina que encerraba la forma de mi vida en un espacio estrecho y oscuro, solitario como no estuvo nunca un solitario, movido de un tremendo miedo, sin fuerza, reducido al sólo pensamiento de la miseria.


(Braun y Seijo 1993: 253)                


Es un fragmento de uno de los Himnos a la Noche de Friedrich Leopold von Hardenberg, más conocido como Novalis. Escritos entre 1799 y 1800 tras la muerte de su amada, Sophie von Kühn, en 1797, tuvieron una extraordinaria influencia en el desarrollo del sentimiento romántico de tristeza profunda.

La árida colina en la que Novalis se encontraba solo frente al mundo, no estaba, en el espíritu, muy lejos del punto en que, unos años, después, en 1824, José María de Heredia contemplaba la noche en un momento de aguda misantropía:


¡Qué triste noche!... Las lejanas cumbres
acumulan mil nubes pavorosas,
y el lívido relámpago ilumina
su densa confusión. Calma de fuego
me abruma en derredor, y un eco sordo,
siniestro, vaga en el opaco bosque.
Oigo el trueno distante... En un momento
la horrenda tempestad va a despeñarse.
La presagia la tierra en su tristeza.
Tan fiera confusión en armonía
siento con mi alma desolada... ¿El mundo
padece como yo?


(Heredia 2004: 97-98)                


La soledad y la tristeza que son características del ser romántico como sesenta años más tarde Augusto Ferrán, con el genio sintético que es tan característico del Romanticismo español, plasmó en unos pocos versos:


Pasé por un bosque y dije:
«aquí está la soledad...»
y el eco me respondió
con voz muy ronca: «aquí está».
Y me respondió «aquí está»
y sentí como un temblor,
al ver que la voz salía
de mi propio corazón.


(Ferrán 1969: 42)                


El dolor de la soledad que Bécquer (2004, 74), siempre imprescindible, condensó en los dos últimos versos de la rima LII: «¡Por piedad!, tengo miedo de quedarme / con mi dolor a solas».

Este dolor que aterra a Bécquer, ese dolor solitario, es la pasión melancólica de la que está aquejada gran parte de la literatura romántica. Desde la antigüedad se ha contemplado como una de las características del ser humano la tristeza profunda que llena toda la vida y personalidad de un individuo, haciéndole incapaz de apreciar los diferentes goces vitales. Esa es la pasión melancólica. Melancolía es un nombre que proviene de la edad media, pues es como se designa al estado de predominio de la bilis negra, la melanos kolés, uno de los cuatro humores del cuerpo. La bilis negra, pesada, húmeda y fría, era la encarnación de la tristeza. La aparición de la psiquiatría y el estudio de las enfermedades de la personalidad humana, a principios del siglo XIX, en paralelo con la literatura romántica, puso sobre la mesa, entre otras muchas cosas, la naturaleza de la melancolía: enfermedad o estado de ánimo, alteración enfermiza de la personalidad o característica de una personalidad individual.

En un artículo publicado en la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría en 2007, La melancolía, una pasión inútil, Francisco Ferrández reflexiona sobre estas dos posibilidades.

Debemos al padre del psicoanálisis la posibilidad de explicar las psiconeurosis funcionales como efectos de una lucha interior. El conflicto, que es la madre de toda la psicopatología analítica, involucra al sujeto [...] tanto en su producción como en las maniobras dedicadas a resolverlo.


(Ferrández 2007: 174)                


El conflicto básico que causa la melancolía es, según Sigmund Freud, la pérdida. A ello dedicó un estudio en 1915: Duelo y melancolía. Ante la pérdida de algo querido, de uno de los elementos básicos de nuestra existencia, de un ser amado, de algo fundamental, la forma de resolver ese conflicto interior es pasar un período de duelo, aceptar, con mayor o menor facilidad, esa pérdida, asimilar la ausencia. Transcurrido el duelo, el sujeto vuelve a la vida normal, diaria, con cicatrices, aún con dolor, pero con capacidad de integrarse en el discurrir normal de la vida, de sus penas y sus alegrías. Pero si el duelo no se supera con éxito, si esa pérdida de algo querido y deseado se convierte en un herida imposible de curar, si toda la energía del sujeto se dedica a la contemplación morbosa de su propio y doloroso estado, si no se encuentra capacidad para disfrutar de ninguna alegría, si cualquier pena parece menos penosa que la propia, entonces sobreviene la melancolía, esa tristeza inscrita en el más profundo interior de la persona y que no abandona nunca a su huésped ni jamás le permite un momento de descanso ni de consuelo, y que en su fase última y extrema conduce a la depresión y al suicidio. Psicólogos y psiquiatras posteriores a Freud apuntaron otras salidas a este conflicto interior de la incapacidad de asumir una pérdida, salidas que también están presentes en la literatura romántica: el delirio y la alucinación, la perversión, la ira.

¿Cuál es esa pérdida de la que no consiguen escapar los románticos? Evidentemente hay circunstancias personales en muchos de ellos. En los Himnos a la Noche de Novalis, está, como hemos visto, el recuerdo de su amada Sophie, muerta con apenas quince años. José Cadalso (el primer romántico europeo, según Russell P. Sebold -1974-) se lamenta, en 1771, en las Noches lúgubres, de la muerte de su amada, la actriz María Ignacia Ibáñez, que murió, apenas cinco meses después de conocer al autor de las Cartas Marruecas y según nos dice el mismo Cadalso en su Autobiografía, murió «pronunciando mi nombre».

Enrique Gil y Carrasco, poco tiempo después de cumplir los veintidós años, ve morir entre septiembre de 1837 y noviembre del mismo año a su padre, su más íntimo amigo y a su novia (Picoche 1978: 13-55) y experimenta, como un mazazo, esa sensación de abrumadora soledad que tanto tiene que ver con la melancolía romántica. Testimonio de ese dolor y de la melancolía subsiguiente es la novela El señor de Bembibre, cuyo discurso narrativo se quiebra y rompe para que la desdichada protagonista, Beatriz Osorio, muera por los daños que la tristeza arrolladora ha causado en su corazón. La trama de esta novela irregular, fracasada como proyecto narrativo y excelsa como testimonio lírico, es poco novedosa y los conflictos se solucionan como era de prever, dejando a la pareja protagonista en disposición de unirse en matrimonio al final de la novela y conseguir la anhelada felicidad. Pero el melancólico Gil y Carrasco sabe que la tristeza que entra en el corazón ahí se queda y que hiere de muerte sin remedio. Por eso los últimos capítulos de la novela son una lenta y morbosa descripción de la agonía de Beatriz, cuyo cuerpo, herido mortalmente por la melancolía, va apagándose cuando todo a su alrededor le insta a que viva. Pero la tristeza, la melancolía, es más fuerte. Final autobiográfico y al mismo tiempo profético: «Gil y Carrasco, herido por la muerte de sus más íntimos, llevando siempre para sí el recuerdo de su amada muerta, a quien tantas veces quiso resucitar en su obra, solitario, enfermo, decepcionado, tal vez, de la literatura, abandonando la poesía casi cinco años antes de su muerte, muerto en soledad y olvidado su cadáver en tierra extraña, es testimonio vivo y real de la desgracia de un destino aciago y no es de extrañar que esas vivencias afloren, con desesperación y amargura en su obra» (Rodríguez Gutiérrez 2004: 340).

Si Gil y Carrasco vuelca su melancolía en el personaje de Beatriz, Cadalso se convierte en Tediato, el protagonista de las Noches lúgubres, que acude al cementerio para desenterrar el cuerpo de su amada, incapaz de aceptar la muerte y la pérdida, ensimismado en su delirio melancólico, delirio que le emparenta con Egaeus, el enloquecido narrador de Berenice, de Edgar Allan Poe, descendiente de «una raza de visionarios» (Poe 1975: 290), que una noche, en pleno delirio, ultraja la tumba de Berenice, para recuperar los treinta y dos dientes que formaban la sonrisa que le obsesiona.

Sabemos también del estado melancólico de Novalis tras la muerte de Sofía y su delectación morbosa en el recuerdo de esta. Una amiga de ambos, Caroline von Kühn recuerda el siguiente episodio:

Había extendido en la cama el largo vestido azul que llevaba cuando murió. Puso encima su toca y dejó allí abierto un libro de bolsillo que había leído últimamente, a fin de evocar y retener el aspecto de su figura en el acto de leer.


(Safranski 2009: 109)                


En esta imagen de Novalis contemplando ese recuerdo de su amada en trance de lectura, esa imagen de la mujer leyendo que era la suma de un recuerdo amoroso, hay toda una representación plástica de la unión deseada por los románticos: alma y cuerpo, razón y pasión, forman la unión de los amantes:

Isabel no le amaba, ni su alma se hallaba dotada del temple necesario para poder amar; (claro es que no usamos esta palabra en la acepción en que por un abuso suele tomarse, sino con toda la energía que se encierra en su sentido exacto.) Buena por naturaleza y por el ejemplo de su madre, Isabel no pasaba de una mujer vulgar, en cuanto a sentimientos: incapaz de concebir un crimen, como de comprender un rasgo heroico o una pasión profunda. Eduardo necesitaba un alma de fuego para unirse y simpatizar con la suya; y en donde creyó encontrarla solo halló un alma vulgar, solo hielo.


(Rodríguez Gutiérrez 2008: 234-235)                


Son palabras de José Negrete, conde de Campo Alange. Negrete, como Cadalso, como Gil y Carrasco, como Novalis, murió en plena juventud, pero antes de morir pudo dejarnos una preciosa narración, Pamplona y Elizondo, en la que se desarrolla la melancólica decepción y muerte de Eduardo, un militar cristino, enfrentado a la imposibilidad de encontrar esa alma de fuego que aliviara la angustia de su interior. Novalis, más afortunado que Eduardo, encontró en Sophia esa mujer capaz de compartir sus pasiones, pero su ventura no llegó a los dos años. Su pérdida dejó en él una huella que no llegó nunca a cicatrizar. Siguió su vida, sus estudios, sus escritos, pero no volvió a sentir jamás la misma sensación de vida. Como dijo con brutal franqueza en una carta a Friedrich Schlegel «parece que me espera una vida interesante, sin embargo, sinceramente, preferiría estar muerto» (Safranski 2009: 109).

Pero más allá de todas estas circunstancias concretas estos autores y otros muchos comparten el intenso sentimiento de pérdida y soledad que está en el epicentro del sentir romántico. La melancolía que aqueja al Romanticismo parte de un intenso sentimiento de haber llegado tarde a la fiesta de la vida. De nuevo Novalis, en su inacabada novela Enrique de Ofterdingen nos indica cuál es la sensación romántica de pérdida:

Antiguamente toda la naturaleza debió de estar más llena de vida y de sentido que ahora [...] debió de haber poetas que con el extraño son de maravillosos instrumentos despertaban la secreta vida de los bosques y los espíritus que se escondían en las ramas de los árboles, hacían revivir las simientes y convertían regiones yermas y desérticas en frondosos jardines, domesticaban animales feroces y educaban hombres salvajes. [...] Y lo raro es que a pesar de que nos han quedado estas hermosas huellas que nos recuerdan la presencia en el mundo de aquellos hombres bienhechores, su arte o su delicada sensibilidad ante la naturaleza se han perdido.


(Martí 1979: 168)                


La unión del hombre con la naturaleza, la sensación exaltada de la perfección, la capacidad de creación, el embriagador sentimiento de la divinidad. Todo lo que desarrolla en sus largos discursos el Enrique de Ofterdingen de Novalis, lo quintaesenció en apenas dos versos, un poeta genial, de tan breve vida como el romántico alemán, como Gil y Carrasco, como Cadalso, como Negrete. Pues ese «extraño son de maravillosos instrumentos» del que nos habla Novalis, que es capaz de tantas maravillas, es, sin duda, el «himno gigante y extraño / que anuncia en la noche del alma una aurora», de la primera rima de Bécquer.

Conscientes de la existencia de ese himno, de ese estado original, primigenio, natural, de esa condición de divinidad en la que vivía el poeta, en la que ellos como poetas tenían derecho a vivir y les habían arrebatado, los románticos sienten que su estancia en la tierra es una suerte de burla cósmica, una burla, una suerte de falsa vida. En ese mismo año de 1799 en el que Novalis decía a su amigo Schlegel que preferiría estar muerto, Friedrich Hölderlin, en carta a Diótima, el nombre literario de su amante Susette Gunthard, habla de otra muerte:

Cada día debo recordar la pérdida de la divinidad. Cuando sueño en los grandes hombres de las grandes épocas a cuyo alrededor se propagaba un fuego sagrado y transformaban todo lo que está muerto, el bosque y la paja del mundo, en lenguas de fuego, que los transportaban hasta el cielo; y a continuación pienso en mí que, como un tenue fulgor, yerro y mendigo una gota de aceite, con el fin de brillar todavía un instante en la noche, debes saber que un extraño escalofrío se apodera de mí y, en voz baja, me repito esta palabra estremecedora: ¡Muerte viviente!


(Argullol 1982: 72)                


Una vida falsa, una mentira, algo que no es vida y que es un castigo. Un débil fulgor, una gota de aceite que recuerda cuando era un fuego sagrado que podía transformar el mundo, convertirlo en lenguas de fuego. Un destierro permanente, constante, sin remedio, sin solución, sin consuelo. Un destino de desdicha: esa es la vida del hombre para el romántico. Un espíritu gemelo de Hölderlin y de Novalis, el italiano Giacomo Leopardi conoció, sin duda, este destino de desdicha. Afectado del raquitismo y de la enfermedad de Pott (tuberculosis ósea que afecta a la columna y provoca deformaciones, cansancio crónico, serias dificultades para caminar y frecuentes e intensos dolores), vivió gran parte de su vida aislado en su palacio familiar de Recanati, con la compañía de la biblioteca en que su padre, el conde Monaldo, había gastado gran parte de su fortuna. Especialmente para él, el recuerdo de haber sido ese fuego abrasador capaz de cualquier prodigio era especialmente doloroso. No es extraño que se dedique esta elegía «A sí mismo» que podemos leer en la bella traducción de Antonio Colinas:


Ahora descansarás por siempre
mi cansado corazón. Murió el postrer engaño
que eterno yo creí. Murió. Bien siento
en nosotros de los pasados engaños
no sólo la esperanza, sino el deseo extinto.
Reposa para siempre. Bastante
has palpitado. No valen cosa alguna
tus impulsos, ni es digna de suspiros
la tierra. Amargura y hastío
en la vida, no otra cosa; y fango es el mundo.
Tranquilízate. Desespera
por última vez. El hado a los humanos
sólo les dio el morir. Despréciate ya a ti
y a la naturaleza, y al indigno poder que, oculto,
impera sobre el mal común,
y la infinita vaciedad de todo.


(Leopardi 2006: 229)                


Manifestación lírica de un pesimismo vital que ya llega al nihilismo. Todo en la vida es engaño, y cuando el último engaño es desvelado, el corazón cansado puede desesperarse por última vez, pues para siempre va a vivir en la desesperación, en la amargura, en el hastío, en el fango. Todo eso, y nada más, es la vida humana. Al final, Leopardi sólo encuentra en sí mismo un sentimiento: el desprecio, desprecio hacia el mundo, hacia la naturaleza y hacia Dios, ese «poder indigno» que se oculta para ejercer su dominio sobre una existencia que el poeta define como «mal común». Una invitación a asumir la tristeza profunda y total, la melancolía como el estado de ánimo de quien se ha dado cuenta de la verdadera naturaleza del mundo.

Esta melancolía inacabable, esta tristeza infinita y sin consuelo, está presente en todos los románticos, mayores y menores. Salvador Bermúdez de Castro, en 1836, nos dejó unos versos hermanos de los de Leopardi que acabamos de ver:


Sentir pasar una ilusión y otra
hasta dejar el entusiasmo yerto,
sin luz, sin esperanzas, sin un astro
que dore el porvenir de los ensueños;
desesperar del mundo, de los hombres,
entregar la razón al desconsuelo:
¡eso es saber!


(Bermúdez de Castro 1840: 88)                


José Mármol, en 1841, contrapone los destinos de los hombres, unos felices e irreflexivos, otros, como él, conscientes, pensantes y tristes que:


[...] si prueban, algún día,
leve gota de ventura
esa gota es profecía
de torrentes de amargura.


(Sáenz 1976: 196)                


La desesperación del mundo y de los hombres está presente en Mármol, Bermúdez de Castro y en Leopardi. Y eso es porque ambos han llegado al conocimiento, a la verdad del mundo, a la profunda tragedia de la existencia. Como afirma Rafael Argullol, en su magnífico ensayo, El héroe y el único: «La reflexión romántica es, por encima de todo, una concepción trágica del hombre y del mundo moderno» (Argullol 1982: 10).

En la esencia misma de la tragedia está la ausencia de esperanza. Es un constituyente básico del sino trágico: todo lo que se pueda hacer, toda lo que se pueda intentar para llegar a la felicidad, es inútil. Ni el amor, ni el éxito, ni el poder, ni la literatura, ni la religión: nada nos va a dar una vida de felicidad. El destino nos aguarda seguro, no ya de que se va a cumplir la fatal sentencia, sino de que esta sentencia de desdicha existencial se está cumpliendo desde nuestro nacimiento. El romántico no encuentra consuelo ni siquiera en los recuerdos de la niñez, pues estos recuerdos no son de felicidad sino del primer conocimiento del dolor. Jean Paul Richter nos lo cuenta en un fragmento de provocador título, Desde lo alto del edificio del mundo, Cristo, muerto, proclama que Dios no existe: «La infancia y sus terrores, más aún que sus alegrías, vuelven a adquirir alas y luz en el sueño y vibran como luciérnagas en la pequeña noche del alma» (Martí 1979: 47). Esos terrores de la infancia que brillan como luciérnagas en la noche del alma recuerdan los «tenues fulgores» en los que Hölderlin representaba la vida de los poetas. Terrores de la infancia evoca también Leopardi, en sus recuerdos de niño enfermo, deforme, despreciado y triste. Lo mismo que Richter el recuerdo viene de una noche, o mejor de unas noches, unas noches de la infancia en que el sufrimiento del niño jorobado que era Leopardi se acentuaba. Era la noche del día de fiesta, la noche en que la alegría de los demás iba a herir la sensibilidad de ese niño irremediablemente solitario, deseoso de cariños que no llegarían y temeroso de burlas que descubría en cada mirada. Tan amenazante era la noche que anunciaba ese día como dolorosa era la noche que lo cerraba:


En la infancia
si esperaba un día de fiesta, o si ya había pasado,
doliente me abrazaba velando a la almohada,
y había en plena noche un canto que se oía,
poco a poco, a lo lejos, morir en los senderos,
y el corazón, como hoy, se estremecía.


(Leopardi 2006: 121)                


El corazón del niño se estremecía, el corazón del adulto que recuerda la infancia del niño que fue se sigue estremeciendo igual. Las desdichas infantiles están vivas en el alma de quien las recuerda y esas desdichas niegan a los románticos el refugio de unos recuerdos felices en los que refugiar su pena.

Pena que es la compañera del poeta, su escolta, la condición de su vida. Como nos dice en sus coplas Augusto Ferrán hacia 1860:


En una noche de luna
fuime a la orilla del río,
llevando la negra pena
que siempre llevo conmigo.
La pena que iba conmigo
tanto aumentó mi fatiga,
que me paré a contemplar
cómo las aguas corrían.
Y en las aguas que corrían
miré mi propio retrato,
al resplandor de la luna,
pasar tembloroso y pálido.


(Ferrán 1969: 61)                


Pena de la que no hay consuelo. Ni en la naturaleza, como nos dice Eulogio Florentino Sanz en un poema sin fecha de la década de 1840:


Ni las auras que cruzan ligeras
    me ofrecen frescura,
   ni aroma las flores,
   ni paz el retiro;
Ni en mi oído el arroyo trenzado
   galano murmura,
   ni vuela entre amores
   mi débil suspiro.
Campo alegre, lujoso y florido
   cual rica aldeana
   tu mano me agobia
   tu risa me hiere;
Para el alma que yace entre penas
    no hay nubes de grana
   ni galas de novia
   ni sol que se muere.


(Bernaldo de Quirós 2006)                


Ni tampoco hay consuelo en el amor o en la literatura como indica Ángel María Dacarrete en 1849:


Muerto está el corazón: ¡ni aun el suspiro
exhala del dolor! Mustio, cansado,
enmudece el laúd, desesperado
fastidio y soledad do quiera miro.
No con sueños poéticos deliro;
no suspira mi pecho enamorado,
¡quisiera descansar!, sí, que abrumado
me siento por el aire que respiro.


(Dacarrete 1906: 36)                


La pena se va convirtiendo en un tributo del poeta, en una seña de identidad. Comienza a aparecer la perversa satisfacción del orgullo melancólico, de la conciencia de superioridad de quien está triste por razones tan elevadas que el grosero vulgo no las entiende, de la valoración de la tristeza como la parte más noble de la propia personalidad. Poeta, escritor, intelectual es aquel que está triste y melancólico. Esa tristeza profunda, ese sentimiento dolorido es el atributo de superioridad, la característica con la que los hombres excelsos se reconocen entre ellos y se conocen a sí mismos. Ya en el siglo XX, Azorín puso letra a esta superioridad moral de la tristeza, a esta aristocracia de quien posee y cuida la melancolía. En el relato Una ciudad y un balcón se expone cómo la melancolía supera el paso del tiempo, marcado en tres momentos históricos, en tres descripciones de una ciudad castellana y de los cambios que en ella producen los siglos. Al final de cada una de estas descripciones, el catalejo, con que el narrador va señalando los diferentes cambios se fija en un balcón sobre la plaza. En la primera descripción

En el primer balcón de la izquierda se ve sentado en un sillón un hombre; su cara está pálida, exangüe y remata en una barbita afilada y gris. Los ojos de este caballero están velados por una profunda tristeza; el codo lo tiene el caballero puesto en el brazo del sillón y su cabeza descansa en la palma de la mano...


(Azorín 1965: 59)                


En la segunda

En el primero de los balcones de la izquierda, en la casa que hay en la plaza, se divisa un hombre. Viste una casaca sencillamente bordada. Su cara es redonda y está afeitada pulcramente. El caballero se halla sentado en un sillón; tiene el codo puesto en uno de los brazos del asiento y su cabeza reposa en la palma de la mano. Los ojos del caballero están velados por una profunda, indefinible tristeza...


(Ibid., 61-62)                


En la tercera

En el primer balcón de la izquierda, allá en la casa de piedra que está en la plaza, hay un hombre sentado. Parece abstraído en una profunda meditación. Tiene un fino bigote de puntas levantadas. Está el caballero sentado, con el codo puesto en uno de los brazos del sillón y la cara apoyada en la mano. Una honda tristeza empaña sus ojos...


(Ibid., 64)                


Y concluye Azorín con estas reveladoras palabras:

¡Eternidad, insondable eternidad del dolor! Progresará maravillosamente la especie humana; se realizarán las más fecundas transformaciones. Junto a un balcón, en una ciudad, en una casa, siempre habrá un hombre con la cabeza, meditadora y triste, reclinada en la mano. No le podrán quitar el dolorido sentir.


(Ibid., 65)                


El final del cuento refleja el verso de Garcilaso que Azorín pone como lema al principio del mismo: «No me podrán quitar el dolorido sentir». Verso que Garcilaso pone en boca de Nemoroso, en la Égloga primera, cuando el desdichado pastor se está quejando por la muerte de su amada Elisa. Pero el «dolorido sentir» de Nemoroso tiene un hecho constituyente: la muerte de su amada. Es una melancolía proveniente de un hecho. Pero cuando Azorín escribe Una ciudad y un balcón, en 1912, ya ha pasado el Romanticismo y la melancolía se ha convertido en un estado del escritor, del intelectual, en un atributo de superioridad, de excepcionalidad, de aristocracia literaria, intelectual y social: no olvidemos que en las tres descripciones, el hombre de la ventana está descrito como un «caballero». Nada hay, nada se cuenta que justifique la infinita tristeza que vela los ojos del caballero. Pero ese dolorido sentir, esa eternidad insondable del dolor en la que vive y piensa y contempla el mundo, le hace superior a cualquier progreso humano. El Romanticismo ha dejado su huella.

Y es que, a falta de otro remedio, muchos románticos acaban considerando su melancolía como su seña de identidad, como el núcleo de su personalidad. De ahí a la perversión masoquista y a la monomanía depresiva sólo hay un paso. En John Keats encontramos por doquier esa complacencia en el dolor. Cuando sueña, en las tardes de verano, en


remontarme quizás con la alada Poesía
derramando a menudo una gozosa lágrima
cuando hechice mis ojos con una pena armoniosa.


(Keats 1995, 43)                


O cuando dice a Lord Byron


¡Sigue cantando, cisne moribundo, y contando
el cuento encantador, el del dolor amable!


(Ibid., 29)                


Y, sobre todo, esta estampa en la que pinta todas las bellas cosas que nos trae un soleado día de otoño:


Juguetean los párpados con el frescor que pasa,
cual pétalos de rosa con las lluvias de estío.
Nos rodean tranquilos pensamientos: las hojas
que despuntan, el fruto que madura, el ocaso
de otoño que sonríe a las quietas gavillas,
Safo y su dulce rostro, la sonrisa de un niño,
la arena en el reloj que pasa lentamente,
un arroyo del bosque, la muerte de un Poeta.


(Ibid., 75)                


Una muerte lenta, suave, un deshacerse en la nada mezclado en la tranquilidad del universo: un hermoso fin para el melancólico gozosamente engolfado en su lastimosa y aristocrática condición. Un poeta solo tres años menor que Keats, Leopardi, en L'Infinito, se entrega igualmente a la delicia de la desaparición tranquila. Como en su compañero espiritual inglés es la tranquilidad de una naturaleza lo que provoca su deseo de ser uno con la naturaleza, de hundirse en ella y así dejar de ser:


Siempre caro me fue este yermo cerro
este seto, que priva a la mirada
de tanto espacio del último horizonte.
Mas, sentado y contemplando, interminables
espacios más allá de aquéllos, y sobrehumanos
silencios, y una quietud hondísima
en mi mente imagino. Tanta, que casi
el corazón se estremece. Y como oigo
el viento susurrar en la espesura,
voy comparando ese infinito silencio
con esta voz. Y me acuerdo de lo eterno,
y de las estaciones muertas, y de la presente
y viva, y de su música. Así que, entre esta
inmensidad, mi pensamiento anego,
y naufragar me es dulce en este mar.


(Leopardi 2006: 177)                


Leopardi y Keats sucumben a la atracción de la inmensidad, a la llamada de la naturaleza que parece reclamar su vida, ante la inefable calma que les rodea, tan distinta de la agitación interior de ambos poetas. Esa calma que su dolorido sentir les hace percibir, esa calma a la que ellos solos en la inmensidad tranquila de la naturaleza, solos en comunión con lo inexplicable, solos, en diálogo de iguales, con la enormidad, pueden asomarse porque su dolorida y privilegiada condición se lo permite. Solo a quien se atreve a contemplar el abismo le seduce la atracción de ese abismo.

Aunque ese abismo no es siempre tan tranquilo, claro está. Puede ser salvaje y desatado, puede ser oscuro y misterioso. Puede ser mortal, una puerta al fin, a la solución definitiva de los males de un alma torturada más allá de lo soportable.

Todo estaba negro. No se distinguía nada. Oíase el ruido de la espuma, pero no se veía el río. Por instantes aparecía en aquella profunda vorágine una luz que serpenteaba vagamente. Es virtud que tiene el agua de coger la luz, no se sabe dónde, en medio de la noche más completa, y convertirla en culebra. La claridad no tardaba en disiparse, y todo volvía a quedar confuso y negro. La inmensidad parecía estar allí abierta. Debajo no era aquello agua, sino abismo. La muralla del muelle, recta, confusa, mezclada con el vapor y ocultándose en seguida, producía el efecto de una muralla del infinito. No se veía nada; pero se sentía la frialdad hostil del agua y el olor especial de las piedras mojadas. Subía del abismo un hálito salvaje.


(Hugo 2004: 735)                


Contemplando esta muralla del infinito, ante el hálito salvaje del abismo está un personaje que ha intentado, en vano, huir de la melancolía. Ferrández, en el artículo de la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría al que antes he aludido apunta una de las posibles salidas de esta afección, una solución patológica, pero funcional, en una «suerte de normalidad de peculiares características, que incluyen cierta rigidez y gusto por la norma» y añade que esos individuos rígidos se entregan «al cumplimiento de la ley, divina o mundana, como tabla de salvación» (Ferrández 2007: 178). El personaje suspendido ante el «hálito salvaje del abismo», es sin duda un ser humano rígido, que pone a la norma por encima de todo, que está entregado al cumplimiento de una ley, sin importarle nada más, ni los sufrimientos que eso causa a otros ni el sufrimiento que causa a sí mismo, ni el bien, ni el mal: la ley, la ley a la que se entrega con fanatismo como tabla de salvación, la ley que ha convertido en un ídolo al que sacrifica todo. Huyendo de su melancólica condición, ha paralizado su pensamiento y su sensibilidad, ha dejado de pensar para no sufrir, para no percibir esa ausencia interior de la que escapa refugiándose en la repetición, la rutina y la negación de su interior. Bécquer, cuyas Rimas son, en buena parte, un tratado sobre la melancolía, ha descrito el interior de este personaje, esta huida de la melancolía, en su rima LVI:


Hoy como ayer, mañana como hoy,
¡y siempre igual!
Un cielo gris, un horizonte eterno
y andar... andar.
Moviéndose a compás, como una estúpida
máquina, el corazón.
La torpe inteligencia del cerebro,
dormida en un rincón.
El alma, que ambiciona un paraíso,
buscándole sin fe,
fatiga sin objeto, ola que rueda
ignorando por qué.
Voz que, incesante, con el mismo tono,
canta el mismo cantar,
gota de agua monótona que cae
y cae, sin cesar.
Así van deslizándose los días,
unos de otros en pos;
hoy lo mismo que ayer...; y todos ellos,
sin gozo ni dolor.


(Bécquer 2004: 66)                


Esta alma que pasa los días sin gozo ni dolor, esta fatiga sin objeto, esta ola que rueda ignorando por qué es el alma de Javert, el implacable perseguidor de Jean Valjean en Los miserables de Victor Hugo. Fanático defensor de una ley cuya validez no se cuestiona, rígido hasta la desesperación, entregado a las normas, seco, frío y sin esperanza, Javert ha sufrido una convulsión que ha puesto su vida al borde del abismo. Ha pensado y ha actuado según su pensamiento. Victor Hugo nos lo dice: «¡El pensamiento! Cosa inusitada para él y que le producía un dolor indecible. Hay siempre en el pensamiento cierta cantidad de rebelión» (Ibid., 732).

Javert aún no lo sabe pero ha terminado su vida. El enfrentamiento con su auténtico yo, con la melancolía que late en su corazón le aniquilará. Pero antes de seguir a Javert y a otros románticos en esa caída al abismo, veamos otras salidas al conflicto interior de la pasión melancólica.

Una de ellas nos la indica el caballero azoriniano de la tristeza infinita. La palabra clave es esa: «caballero». Ahí está condensada la aristocracia del espíritu romántico. Quizás no haya un movimiento literario más individualista, aislacionista y antidemocrático como lo es esta modalidad melancólica del Romanticismo, protagonizada por hombres y mujeres que se creen únicos, distintos, excepcionales, titanes encadenados por dioses injustos, seres ideales arrojados a un mundo vulgar y groseros, ángeles arrojados del paraíso, no ya al infierno, donde al menos podrían encontrar al Belial de Milton, al Mefistófeles de Goethe, al Satán de Baudelaire, sino a la repugnancia del mundo ordinario de los hombres grises y vulgares1.

Para los románticos el mundo es un destierro, en el que sobreviven con dolor y con el penoso recuerdo de lo que fueron. Volvamos a Egaeus, el narrador de la Berenice de Poe, vástago, como él nos dice, de una raza de visionarios, de seres excepcionales:

Es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de forma aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.


(Poe 1975: 290)                


El lamento desesperado de Macías y de Elvira, los amantes a los que la muerte les impidió dar cuerpo a su pasión en El doncel de Don Enrique el Doliente de Mariano José de Larra, el «es tarde, es tarde» con el que muere el doncel y que repite la enloquecida Elvira, representa a la perfección el sentimiento romántico de pérdida. Elvira sobrevive durante años a Macías, perdida para siempre la razón, repitiendo sin cesar, entre las burlas de la gente, un lamento que ya nadie comprende: «es tarde, es tarde». Hasta que un sacristán la encuentra exánime ante el sepulcro de Macías: «la loca tenía un hierro en la mano con el cual había medio escrito sobre la piedra: ¡es tarde!, ¡es tarde! Pero ello estaba muerta. Sus labios fríos oprimían la fría piedra del sepulcro» (Larra 1995: 398).

El destino de los románticos es el destino de Elvira. Están solos, incomprendidos, entre la gente que se burla, entre los «filisteos» en palabras del Grupo de Jena (Novalis, los Schlegel, Tieck, Schleiermeier). Se dan cuenta de que ya es tarde para la auténtica vida y sienten el dolor de esa pérdida, pero se ven obligados a vivir dentro de un mundo que no advierte esa ausencia, que no comprende su dolor y que se burla de ellos. Los románticos han nacido tarde, han perdido la relación del hombre con la divinidad, han nacido en un mundo desprovisto de magia, pero lo saben. Recuerdan lo que fueron o si no lo recuerdan tienen esa sensación interna de que hay algo, algo más, algo diferente, algo que es lo suyo, lo auténtico y que no pueden llegar a tenerlo. Y esa sensación de que siempre hay algo más detrás de lo que el mundo nos da, y de que ese algo más es más grande, más hermoso, más placentero, más todo, es su tormento interior, la causa de su infelicidad, de la búsqueda constante y fracasada que consume a muchos de sus protagonistas. No hay carpe diem para ellos, no hay posibilidad de gozar.

Pero muchos de ellos se niegan a aceptar esa imposibilidad, esas limitaciones. Sí, sin duda no podrán ser felices en ese mundo que conocen, al que han sido arrojados, donde nadie les comprende y al que desprecian desde su altura de seres superiores, desde su narcisismo monomaniaco y nostálgico. Pero habrá otros mundos, otras tierras, otros lugares donde la felicidad es posible. Y el romántico emprende un viaje.

Y de esta manera aparecen tantos personajes y tantos escritores peripatéticos crónicos, incapaces de quedarse en un sitio, en un lugar, siempre a la búsqueda de algo nuevo que nunca encuentran. Sin duda la imagen del romántico viajero impenitente es la de George Gordon, Lord Byron, cuya existencia errante fue la comidilla y el escándalo de la formalista sociedad británica. Desterrado de una patria a la que despreciaba, Byron viajó sin cesar a la búsqueda de ese destino ideal que nunca encontró. Escritor narcisista hasta el extremo contó una y otra vez a través de sus personajes (Manfredo, Lara, el Corsario, Don Juan) su propia historia y sus protagonistas están aquejados del mismo virus andariego que él mismo padecía. Pero, aunque Byron sea el ejemplo que más rápido nos viene a la cabeza, hay que recordar que el ideal romántico del viaje es anterior a él. Una vez más tenemos que volver a Novalis, en esta ocasión a su inacabada novela, Enrique de Ofterdingen, entregado a un viaje, a la búsqueda imposible de esa flor azul en cuyo secreto estaban todas las soluciones que Novalis nunca llegó a conocer. Tras Novalis, prácticamente todos los autores románticos alemanes (Ludwig Tieck, Clemens Brentano, Achim von Arnim, Joseph von Eichendorf, Adelbert von Chamisso, Zacharias Werner, E. T. A. Hoffmann) abundarían en los viajes a la búsqueda de ese algo indeterminado que diera sentido a su vida. Una búsqueda que en el fondo era la búsqueda de uno mismo, o si acaso, la búsqueda de esa condición perdida del ser humano sobre la que hablaban Hölderlin y Novalis. Otro de los nombres del Romanticismo alemán, Heinrich von Kleist, explica así la naturaleza de ese viaje:

Hemos comido del árbol del conocimiento. Ahora el paraíso está cerrado con llave, y el ángel se alza tras de nosotros. Debemos viajar alrededor del mundo y ver si por ventura está abierto de nuevo en algún lugar del lado de allá...

«Entonces, ¿tendremos que comer de nuevo del árbol del conocimiento, a fin de caer de nuevo en el estado de inocencia?»

«Sin duda», contestó. «Ese es el último capítulo de la historia del mundo».


(Citado en Abrams 1992: 217)                


El viaje al otro lado del mundo para buscar lo que se ha perdido, para recobrar esa inocencia, para buscar algo imposible. Un viaje destinado al fracaso. Bécquer, siempre Bécquer, con su prodigiosa capacidad de reducir a unas breves frases lo que otros escritores explican en largos discursos, nos sintetiza el fracaso del viajero romántico en una de sus más famosas leyendas: El rayo de luna.

Porque el protagonista, Manrique, es un poeta romántico que como Keats, como Leopardi, como el desgraciado Javert, queda preso en la contemplación de la inmensidad, de la oscuridad:

Acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.


(Bécquer 2004: 154)                


Quizá no hay mejor expresión, más clara y sintética, de lo que es el narcisismo de la mentalidad romántica, de su conciencia de excepcionalidad, de su afán de blasonar de una sensibilidad original y distinta, que está última frase sobre Manrique: «En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo». Este ser excepcional se entrega a una búsqueda incesante, a un viaje al final de cual espera encontrar el amor de los amores, el remedio vital, la solución a esa sensación de vacío que siente dentro. Y lo que encuentra es menos que nada: ni una sombra, ni un vestigio ni un rastro; apenas un rayo de luna, un leve brillo sin sustancia ni realidad. No es extraño que el buscador decepcionado piense que toda búsqueda es un fracaso, un engaño, que nada hay que merezca la pena buscar. Al final solo se encuentra un rayo de luna.

De manera que Javert, a quien hemos dejado presa de la atracción del abismo en la contemplación de ese río nocturno, no puede escapar de ese abismo buscando aquello que perdió, o que acaso nunca tuvo, pero que intuye necesario, y que le sumió en la melancolía; esa solución le está vedada. Además, como una burla del destino, ese rayo de luna que enloqueció a Manrique aparece también ante Javert: pero con la siniestra forma de una culebra blanca.

Otros románticos se aferran a sí mismos, a su orgullo para sobrevivir. Al fin y al cabo, por muchas razones, son y se sienten excepcionales. Son distintos, diferentes, únicos. Su sensibilidad y su conciencia de la ausencia de la auténtica vida les aparta del resto de la humanidad, les hace ser, al tiempo, malditos y excelsos. Se desarrolla así el tópico de la soledad romántica.


El hombre llama mi dolor demencia.
¿Qué importa? Mi dolor es mi consuelo
Yo soy mi propio Dios solo en mi cielo.


(García Tassara 1872: 96)                


Es la voz de Gabriel García Tassara, el desdeñoso y despreciativo amante de Gertrudis Gómez de Avellanada, el poeta al que la bella cubana dedicó sentidos lamentos de amor. Frente a los que se ríen de su dolor, frente a los que quieren convertirlo en un loco, como loca es la Elvira de la novela de Larra, Tassara opone su orgullo.


Mi dios soy yo, mi sociedad yo mismo,
Ni su voz, ni su imagen, ni su nombre
lejos de mí la sociedad y el hombre.


(Ibid., 94)                


Es una forma de afrontar esa soledad existencial que es la esencia del romántico: el orgullo, el desprecio, la sensación de superioridad. Como Hölderlin, como Byron, como Espronceda, Tassara mira a su alrededor y se ve muy superior al mundo en el que vive: desde la colina en la que habían mirado al mundo, con tristeza y desconsuelo, Novalis y José María de Heredia, él encuentra la salida del orgullo satánico:


¡Sueños de un mundo que arrojé al vacío!
Un mundo, ¡ay Dios!, de seres tan pequeños.
No, no es el mundo que soñé en mis sueños.


(Ibid., 95)                


Y ese mundo lleno de seres pequeños, en el que vive Tassara, en el que viven los que como él se entregan al placer sádico de la ira para acallar su dolor melancólico, es muy poco para ellos. Ante el recuerdo de lo que fueron y la mísera realidad en la que viven se desarrolla una rabia que explota contra todo y contra todos. Es la rebelión romántica, la negación de todo lo correcto, de todo lo vulgar, de todo lo que no sea el propio romántico. Hay una frenética búsqueda, tanto en la literatura, como en la vida, de barreras que romper, de prohibiciones que incumplir, de mandatos que desobedecer. Hölderlin, Byron, Espronceda y muchos otros desafían las normas de la sociedad y hacen gala de conductas antisociales, impías, impúdicas. El escándalo es para los rebeldes románticos una necesidad vital, algo que se busca como expresión de la propia individualidad. No quieren discreción ni disimulo: ansían que toda su sociedad sea consciente de cuánto desprecian sus costumbres, su moral y sus normas y con cuánta perversidad rompe todas sus leyes.

El rebelde se convierte en el personaje favorito de la literatura. Hasta el conservador, tradicional y meapilas que era Walter Scott se atreve a poner al rebelde Rob-Roy como protagonista de una de sus novelas. Rebeldes políticos, rebeldes sociales. Y sobre todo la rebeldía máxima: la rebelión divina. Titanes rebeldes contra los dioses, como el Hyperion de Hölderlin, filósofos que se enfrentan a la divinidad, como el Empedokles del mismo autor, personajes que se atreven a desafiar a los dioses. En los romanticismos europeos, sobre todo en el alemán, esa rebelión se plantea contra Júpiter, como metáfora representativa del poder absoluto de Dios. Al tiempo, el demonio, que hasta entonces había sido, como personaje literario, un monstruo que sólo traía el horror, comienza a adquirir un carácter diferente: es la llamada belleza medusea, que combina una atracción irresistible, con la más profunda maldad. Y aparecen los seductores demonios de El paraíso perdido de Milton, del Fausto de Goethe, de los Elixires del diablo de Hoffmann. Baudelaire, en irónica blasfemia, dedica una letanía a Satán entre el escándalo de los biempensantes franceses de la época. Pero de nuevo un poeta español, haciendo gala de ese genio sintético de nuestro romanticismo, presentó, en un breve cuento, al más rebelde de todos los rebeldes.


Grandiosa, satánica figura,
alta la frente, Montemar camina,
espíritu sublime en su locura,
provocando la cólera divina:
fábrica frágil de materia impura,
el alma que la alienta y la ilumina,
con Dios le iguala, y con osado vuelo
se alza a su trono y le provoca a duelo.
Segundo Lucifer que se levanta
del rayo vengador la frente herida,
alma rebelde que el temor no espanta,
hollada sí, pero jamás vencida:
el hombre en fin que en su ansiedad quebranta
su límite a la cárcel de la vida,
y a Dios llama ante él a darle cuenta,
y descubrir su inmensidad intenta.
Y un báquico cantar tarareando,
cruza aquella quimérica morada,
con atrevida indiferencia andando,
mofa en los labios, y la vista osada;
y el rumor que sus pasos van formando,
y el golpe que al andar le da la espada,
tristes ecos, siguiéndole detrás,
repiten con monótono compás.


(Espronceda 1984: 110-111)                


Es Don Félix de Montemar, el protagonista de El Estudiante de Salamanca, enfrentándose, en el momento culminante de la obra, a la derrota y a la destrucción segura e inevitable. Todo en este poema, en este «cuento fantástico», que así lo denominó José de Espronceda, su autor, se dirige a este momento, a esta imagen del rebelde indómito que avanza indiferente por el agujero infernal, lleno de fantasmas y apariciones, por el lugar donde va a morir y condenarse sin remedio, tarareando una cancioncilla, arrogante e indiferente a todo lo que le rodea. Desde casi el principio de la obra ha perseguido a una mujer, o a una figura de mujer, y sin saberlo ha avanzado hacia su propia muerte. A través de una Salamanca nocturna e irreconocible, convertida en ciudad diabólica ha ido dándose cuenta poco a poco del destino final de su aventura; ha contemplado su propio cuerpo muerto en el cortejo de su entierro; y ahora, al final de su sombrío y fantasmagórico viaje, llegando a su destino, se da cuenta de que no hay escapatoria, de que no saldrá triunfante de esa encerrona de ninguna manera, de que nada le sirve confiar en su valor, en su fuerza y en su destreza con la espada.

Ante esa certidumbre de la muerte, Montemar, egregio ejemplo del rebelde romántico, responde con un desprecio total y absoluto a quienes tienen el poder de castigarle por su impiedad. Tal vez le queda una oportunidad, la oportunidad que aprovechó Don Juan Tenorio cuando la estatua del Comendador le asió con su fría mano y le dijo: «Conmigo al infierno ven». Don Juan, entonces se arrodilla y pide perdón a Dios: «Yo, santo Dios, creo en ti; / si es mi maldad inaudita, / tu piedad es infinita... / ¡Señor, ten piedad de mí!» (Zorrilla 1990: 224). Pero precisamente esa última oportunidad es la que más provoca la arrogancia del rebelde romántico. Que haya alguien por encima de él, capaz de castigarle, resulta insoportable, pero que haya alguien con el poder de perdonarle, ataca a la esencia misma de su identidad: perdonar supone que el que perdona está por encima del perdonado y Montemar jamás admitiría eso. Si Montemar hubiera conocido la obra de Zorrilla habría despreciado a Don Juan Tenorio: el egocentrismo del rebelde romántico le hace sentirse solo frente al mundo y enfrentado a él; la conciencia de su valor y de su importancia y de su diferencia le hace probar todo aquello que está prohibido, precisamente por estarlo. Convencido de su superioridad el rebelde romántico no duda de que aquello que está prohibido a los demás es algo que debe él mismo hacer, para demostrar y demostrarse que es único y diferente. Una frase que las modernas películas de terror han puesto de moda, «ten cuidado con lo que deseas, puede convertirse en realidad», resultaría absolutamente timorata para el romántico que desea todo aquello que está prohibido, que quiere que todo lo que desea se convierta en realidad y que no tiene en ello ningún cuidado. El arrepentimiento final del Tenorio nos dice que era en realidad un falso rebelde, que en el fondo, no es más que una versión, algo más apolillada, de aquel caballero andaluz del que nos habló Antonio Machado:


Murió don Guido, un señor
de mozo muy jaranero,
muy galán y algo torero;
de viejo gran rezador.


(Machado 1977: 224)                


Pero Montemar no va a ser nunca un gran rezador. Don Félix marcha al momento de su muerte y su eterna condenación, sin el menor arrepentimiento, sin el más mínimo temor, con, podemos decir, un alarde de chulería. Lejos de arrepentirse, como nos dice Espronceda, lo que pretende es que Dios se humille ante él y le dé explicaciones: su rebeldía le lleva a pedir cuentas a Dios, como lo hizo Lucifer antes de su caída. Esta es la más alta expresión de la rebeldía romántica, la orgullosa actitud de Don Félix le iguala al diablo que se atrevió a rebelarse ante Dios. Espronceda con genio sintético, con el arte de la expresión justa de la palabra, nos presenta en unas pocas estrofas a este nuevo Lucifer, al paradigma de rebelde, al supremo malvado.

Pero Javert, que sigue todavía ensimismado, en la contemplación del abismo, no puede seguir el camino de la rebelión. Precisamente él, defensor absoluto de la norma y de la ley, rígido hasta el fanatismo, ciego a todo lo que no sea la obligación y el orden no puede escapar de su destino rebelándose. No, él escogió otra cosa y su elección le ha llevado hasta ese muelle del Sena donde el río torrencial le seduce con su canto de difuntos. Y así Javert se enfrenta a sí mismo: a la negra sombra que vive dentro de él.


Cando penso que te fuches,
negra sombra que me asombras,
ó pé dos meus cabezales
tornas facéndome mofa.
Cando maxino que es ida,
no mesmo sol te me amostras,
i eres a estrela que brila,
i eres o vento que zoa.
Si cantan, es ti que cantas,
si choran, es ti que choras,
i es o marmurio do río
i es a noite i es a aurora.
En todo estás e ti es todo,
pra min i en min mesma moras,
nin me abandonarás nunca,
sombra que sempre me asombras.


(Castro 2007: 212-213)                


En el ocaso del Romanticismo, Rosalía de Castro dio la forma lírica más perfecta a la tristeza que acecha dentro del melancólico, que espera la ocasión para invadirlo y para llevarlo al final del viaje: es el suicidio. Nada queda en el mundo que alivie la melancolía de los románticos: ni el placer, ni el llanto, ni la huida a través del viaje, ni la aristocrática soledad, ni el orgullo satánico. Es la sombra amenazante que cobrará su presa: «únicamente la sombra estuvo en el secreto de las convulsiones de esa forma oscura que desapareció bajo las aguas» (Hugo 2004: 736). Ese fue el fin de Javert, arrastrado por la negra sombra a la muerte en las oscuras aguas del abismo que le llamaba. Tal vez pudo, en esos últimos momentos de su vida, adivinar, recordar o compartir aquellos últimos versos de la rima de Bécquer: «¡Qué sueño el del sepulcro, tan tranquilo!».






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