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Memorable y terrible

Javier Villán



  • Las últimas lunas (****)
  • Autor: Furio Bordon.
  • Adaptación: Rafael Azcona.
  • Dirección: José Luis García Sánchez.
  • Intérpretes: Juan Luis Galiardo, Carme Elías, Luis Perezagua.
  • Escenografía: Ana Garay.
  • Escenario: Teatro Lara.




Si no fuera porque el segundo acto rebaja los niveles de tensión dramática, en beneficio de la sentimentalidad reflexiva, Las últimas lunas sería una obra maestra. En ese acto, en vez de la fascinante Carme Elías, la referencia sentimental es una albahaca. Hay diferencia, claro. Y menos médula teatral, aunque los dientes de la soledad se afilen más.

De todas formas, quizá por la conjunción de tres mentes preclaras (Bordon-Azcona-García Sánchez) y por la escenografía psicologista de Ana Garay el resultado es memorable. De una belleza terrible y desoladora, de un ritmo dramático conmovedor.

No sé si un poeta se salva por un poema, un torero por una tarde de misterio y un actor por un papel inusual. Ni siquiera sé si hay que salvarse de algo. Pero si eso ocurre, Galiardo está ya salvado para la eternidad. Ignoro si el mito de Mastroianni pesa o no en la composición del personaje. Da igual. Juan Luis Galiardo será ya para siempre ese anciano despojado de su mundo, de sus ideas, de sus amores y de todas las razones de su poderosa vitalidad. No hay compasión en la vejez: soledad y anuncio de la muerte. Nada más. No vale el rico y tumultuoso pasado; ni vale el recuerdo de una mujer hermosa.

Carme Elías es ese recuerdo, a medias liberador, en un papel forzosamente oscurecido por el totalitarismo escénico del protagonista. Carme Elías, sin embargo, pone en escena su sensibilidad, su elegante capacidad de seducción. La fascinación que ejerce esta excelente actriz en un escenario es inquietante; no es un fenómeno irracional, sino perfectamente razonable. Luis Perezagua resuelve con solvencia y discreción los tonos grises de un personaje «imperturbable y frío como un rodaballo».

Pero, sin duda, el meollo de la cuestión está en la tensión expresiva del texto, que Galiardo transmite con energía y desazonada amargura, que es imposible envejecer con dignidad: «Cuando alguien prolonga la vida más allá de la cuenta, la vejez es una inmundicia». La clave está en afrontar toda esa crueldad con ánimo sereno. Mas, en esos trances, no hay serenidad posible para los hombres. Menos aún para los que consumieron su vida en hogueras perpetuas.

Un eco de Albert Camus -«los hombres mueren y no son felices»- resuena en las palabras del padre: «La idea de la muerte es, simplemente, inaceptable». Rebeldía sin futuro; desolación total, belleza absoluta.





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