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ArribaAbajoCapítulo III

Esa noche no pude dormir en el catre instalado en el caluroso taller. No por la aspereza del catre ni por el caliente vaho de diciembre que entraba por la ventana, haciendo competencia a los mosquitos, sino porque el corazón me latía con un largo susto que no terminaba de calmarse, después de oír algo de aquella vida y ver todo de aquella muerte. «A los hombres les gustaba exhibirse conmigo» había dicho la anciana, con cierto orgullo. Le gustaba ser objeto, como a muchas mujeres hermosas, u opulentas, como en su caso. En eso no ha cambiado nada desde entonces -me dije- pero quedaba un motivo de reflexión, sobre qué clase de hombres es aquella en que ellos gustan de exhibir a mujeres hermosas, o exhibirse ellos a través de la mujer hermosa. Caramba, eso es natural y de todos los tiempos. ¿Quién se casa con una mujer fea? Pero lo que me importaba era que muchos de aquellos hombres habían pasado por una revolución, o mejor por una guerra civil, o quizás no habían pasado sino quedaron enterrados en alguna fosa cavada a bayoneta, o se fueron al exilio, o se quedaron a usar los privilegios de la victoria, o volvieron a gozar de la flexibilidad del espinazo. ¿No veían venir aquella quiebra sangrienta mientras exhibían a la rubia caderuda en el Unión Club o en la Casa Argentina? ¿Qué hicieron para evitarla? Y por fin ¿qué tipo de despojo de un tiempo imprudente era la pobre vieja que murió atropellada por el BMW de Rafael? Lamenté no haber sido más preguntón. Había mencionado una hija que no podía alimentarla porque apenas alcanzaba para ella la generosidad del marido. ¿Hija de quién? ¿Hija de qué? No alcanzó a decirme que se casó, ni con quién. Mi insomnio taquicárdico se acentuó cuando comprendí que había visto morir a una mujer sin historia. ¿O con?

Mi reflexión me llevó a Rafael, y sentí la repulsión, que se alzaba de las profundidades de mi desconcierto con la sospecha de que Rafael había atropellado deliberadamente a la anciana. Se divertía haciéndolo con los perros, especialmente cuando estaba alcoholizado, y ese cretino buscador de sensaciones era muy capaz de averiguar qué se siente aplastando a un ser humano. Podía estar equivocado, pero cuando no se maneja un auto sino un Dios mecánico con poder de vida y muerte, la tentación debe ser grande.

Lo nauseante era sentirme cómplice moral de aquel inmisericorde exterminio de una vida. No -me dije- Solo quise alimentarla. Ella pidió el vino. Pero una botella de vino no exime de culpas a gente como yo, Rafael, Sandoval, Sergio, Valentín o René, que quizás seamos de la misma pasta de aquellos que bailaban la rumba con la   —41→   caderuda, sin sospechar que se desataría el infierno, o contribuyendo desencadenarlo.

Muchas de mis dudas se disiparon al día siguiente cuando leía el diario de la tarde. Una breve esquela fúnebre decía que Selene Acosta de García, participa la trágica muerte de su madre Delia Acosta (de nadie ni viuda de nadie) e invitaba a las personas piadosas... etc. La rubia amazona apasionada por el baile no se había casado. Tuvo una hija natural a la que llamó Selene, quizás porque la gestó sobre la playa arenosa del Mbiguá, a la luz de la luna mientras el viento traía la música de la fiesta. Después de todo -colegí- tal vez no le dieron la jubilación de maestra, solo porque se perdió el expediente, sino porque se perdió ella misma. Paz en su tumba. La debe necesitar mucho.

En las páginas de policiales -resumo- contaban un «espectacular accidente de tráfico» ocurrido8 en la madrugada de hoy, cuando el automóvil BMW guiado por el joven Rafael Gavilán, de profesión estudiante9, fue a dar a las excavaciones de la Avenida Madame Lynch, quedando con las ruedas al aire. El conductor resultó «felizmente sin desgracia personal», descubriéndose que «en el momento del accidente el conductor estaba en avanzado estado etílico». Que la Policía encontró en el interior del «coche siniestrado» picaduras de marihuana, y jeringas desechables aunque hasta la fecha no se ha descubierto drogas en el automóvil (busquen en el hueco del parlante trasero izquierdo del estereofónico le dije al diario). Agregaba que el coche tenía evidentes rastros de sangre humana, y la Policía estaba conectando al conductor con «la espantosa muerte de una anciana» en la Avenida San Martín, quien fue atropellada «dándose el conductor a una precipitada fuga» (estás listo, Rafael, la úlcera de tu viejo estará sangrando a chorros). Con «relación al mismo caso, la Policía busca a un segundo joven también de apariencia patotera», quien «según testigos presenciales había embriagado deliberadamente a la anciana». Luego venía mi descripción «como de 1,75, de 23 a 25 años, de cutis muy blanco (no tanto, estaba pálido como un muerto) cabello negro rizado. Viste pantalón vaquero, «championes blancos» y remera blanca. Finalmente la crónica decía que «se presume que la muerte de la anciana se debe a una broma macabra, o un desafío, de los jóvenes irresponsables que tanto abundan en nuestra ciudad». De que me buscara la Policía no me preocupó mucho. Yo había visto a Rafael, pero Rafael no me vio a mí, y si me vio, no le pasaría por la cabeza que me fui de la hamburguesería para emborrachar a una vieja. Me sentí más tranquilo. Pero aquello de «jóvenes irresponsables que abundan por la ciudad» no me sentó bien. Yo no era de esos. Yo no   —42→   apostaba la vida de nadie, pero mi amigo Rafael sí era capaz de hacerlo, con lo que se borraba no poco la diferencia que quería establecer entre Rafael y yo. Aquella maldita botella de vino...

Cuando levanté la vista del diario, observé en la calle que el suntuoso Oldsmobile Diesel de Valentín -una catedral sobre ruedas- se aproximaba a la acera y se detenía. Fui a recibir a Valentín, a quien le invité a pasar, extrañado de que me visitara, pues nunca lo había hecho. Prefirió quedarse en la acera y sin mayores preámbulos me dijo.

-Anoche te seguí.

Mi taquicardia volvió. Pero callé esperando que continuara:

-Noté que te escapabas de la hamburguesería -dijo-. Yo también hice lo mismo. Te vi con la vieja en la pollería... y lo que pasó después.

-No tengo culpa alguna, Valentín. Solo quise ser generoso.

-Es lo que quiero que me expliques un poco. Siempre te creí mejor que los otros. ¿Por qué lo hiciste?

-¿No alimentarías vos a una vieja hambrienta? Lo demás fue un accidente.

-En el diario dice que...

-Ya sé lo que dice. ¿Crees que caería tan bajo?

-No sé. Yo siento a veces ganas de volverme salvaje y destrozar todo.

-¿Lo has hecho?

-No.

-Yo tampoco, Valentín. Y quiero recordarte algo que dijiste. Que morirías por un amigo. No te pido tanto. Solo te pido que calles. La Policía me busca. Estoy encontrando un trabajo. A lo mejor lo pierdo si salgo en los diarios como patotero.

-No soy delator, Erasmo.

-Me alegro. Pero lo que importa es que me creas inocente.

-¿Te importa? ¿Por qué?

-Porque soy tu amigo. Y no te estoy comprando al decírtelo.

Su felicidad fue inocultable.

-¿Amigo de verdad?

Asentí.

-Me hace sentir bien cuando me dices eso.

Andaba yo sintiendo el frío húmedo, como de tumba anticipada, de la soledad de los viejos. Y ahora estaba sintiendo la melancolía ácida de la soledad de un hombre joven, y el parpadeo de una iluminación interior al encontrar un amigo. Después de todo -me dije- no es tan bruto, y de seguro se sentía tan solo como en su casa sin ruidos cuando estaba con la barra. Ahora tenía la expresión de no estar solo. De estar comunicado, de no ser payaso, sino un hombre.

  —43→  

Mi hermana llegaba taconeando por la acera, con prisa, pero tuvo tiempo al pasar a mi lado, para susurrarme:

-¿Te has comprado un chimpancé?

Me volví a Valentín, para pedir disculpas por si hubiera oído el exabrupto de Lucía. Pero lo que él oía era otra cosa, campanas celestiales de cristal que tañían convirtiendo el mundo en Navidad, a juzgar por la manera de mirar a mi hermana meneando el trasero con ese aire profesional tan gentil al subir los tres escalones de la entrada. Jamás le había visto a Valentín, mirar a una mujer de esta manera. Lo que acostumbraba era echar un vistazo y bajar los ojos, como si pensara para qué mierda mirar lo imposible. Pero ahora tenía la mirada fija, aun después de que mi hermana desapareciera en la pieza de mamá. Concluí que si esto no es flechazo yo soy caca de perro.

-¿Quién...? -gorgoteó Valentín.

-Es mi hermana.

-Ah sí.

No, mi querido Valentín. Por fin te has decidido menear el rabo, estás empezando a vencer tu quietismo hormonal. Tu libido se está soltando las trenzas, muchacho. No seré yo el que desperdicie este momento. Para eso somos amigos. Los pensamientos pasaban veloces por mi mente, y me juré que la cuestión no terminaría con una formalista «ah sí...».

-¿Me esperas un momento, Valentín?

Entré a la casa, desde el corredor llamé a Lucía, que charlaba con mamá, sentadas en la cama.

-Lucía, ¿quieres venir un rato?

-¿Para qué? -¿por qué siempre andaba a la defensiva?

-Quiero presentarte un amigo.

-¿El chimpancé? No. Gracias.

-Por favor...

Lucía se dirigió a mamá:

-Tu hijito está experimentando un cambio. Para mí que lo agarraron los mormones. Ayer me pidió perdón y hoy dice por favor.

Pero se levantó y vino a mí. En la acera Valentín simulaba mirar atentamente una golondrina, allá arriba, muy arriba, lejos de la terrible cercanía de aquella superhembra. Ella hizo un desganado movimiento de salir a la calle.

-Espera -le dije-. Mirá aquel Oldsmobile.

-Lo miro, ¿y qué?

-Es el auto del chimpancé.

Observé a mi hermana cuya expresión había cambiado. Casi podía oírse el ruido de engranajes de su cerebro haciendo cálculos   —44→   aritméticos.

-¿Qué esperamos? -dijo impaciente.

-Escúchame un momento. Estoy casi seguro que nunca conoció mujer, como dice la Biblia.

-Te aseguro que la conocerá de sobra -contestó meneando la cadera.

-Es que... no quiero que lo lastimes. Es mi amigo.

-¿Tarado? -preguntó con aprensión.

-No, es del todo normal, si no tomamos en cuenta su timidez.

-¿Y qué quieres de mí?

-Le debo un favor. Quiero que le hagas hombre.

-¿Es impotente?

-Eso tendrás que averiguarlo. Y no lo hieras, vuelvo a pedirte.

-¿Pero cuál es mi papel?

-No ser la mujer de su vida, sino la primera en su vida. Algo así como empujarle al agua, para que sepa nadar.

-¿Y qué hay de la parte...? -con los dedos me dibujó en la frente el signo $.

-Suele ser generoso. Su papá es estanciero.

-Hermosa combinación.

-No seas tan cínica. Y por favor, no te ofendas si te dice «señorita».

-Soportaré el insulto. Todo por mi hermano -me besó en la mejilla y de un salto estuvo en el portón, le dijo «hola» a Valentín, se aferró a sus hombros y le dio un beso en una mejilla y otro beso en la otra. Buena cristiana. No quise mirar, temiendo ver a Valentín salir disparado, subir a su auto y salir quemando cubiertas. No ocurrió tal cosa. Jamás vi cara más arrebolada que la de Valentín y poco después mi amigo ya entraba a casa, remolcado por mi hermana, que le traía de la mano y él la seguía con el cierto aire atemorizado de quien va cruzando un cementerio en noche de tormenta. Solo faltaba que silbara para ahuyentar el miedo.

Mi padre salía en aquel momento, dentro de su traje marrón.

-¿Quién es ese tipejo? -dijo refiriéndose a Valentín.

-Es un amigo mío, papá.

-Se sentó en mi hamaca -me informó con aire ofendido.

-Lo que me recuerda que debemos comprar un juego de sillas para el corredor.

-¡Vaya qué carro! -exclamó papá, mirando el automóvil de Valentín -decía «carro» por influencia de la televisión en blanco y negro del dormitorio.

-Es del tipejo.

-¿Caficho?

-Todo lo contrario. Es un muchacho honesto.

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-No sé qué quiere un hombre honesto en esta casa.

Y se fue, pidiendo que informara a mamá que no vendría a cenar. ¿Para qué? Le seguí, caminé a su lado hasta la parada de ómnibus. Desde la esquina donde estábamos se volvió a mirar el automóvil estacionado frente a su casa.

-Yo llegué a tener un Nash -dijo.

-¿Un qué?

-Un auto. Lo compré en el sesenta, del modelo 48. Cuando me casé con tu mamá y tuvimos el terrenito, lo vendí para hacer la casita. Apenas dio para 3.000 ladrillos.

-¿Mi abuela vive, papá?

-¿Mi mamá? Murió. Su suboficial músico era tarambana, y mamá era brava. Un hombre ya se había burlado de ella y yo era la consecuencia. No permitió que otro hombre la burlara y cuando dormía le derramó queroseno10 en los oídos. El hombre quedó sordo de ese oído, vaya castigo para un músico. Mamá fue al Buen Pastor, la soltaron después de un tiempo. Fue a verme a la Escuela de Artes y Oficios, me dijo que ya era grandecito y podía valerme solo, me dio un beso, volvió a su casa de Varadero, tomó unas cuantas cucharadas de Verde de París y murió.

-¿Qué razón tenía para morir?

-No querer vivir. Le tenía terror a la vejez.

-Te tenía a vos, papá.

-Para cualquier mamá no es gran cosa tenerme a mí. Ahí viene mi ómnibus. Ojalá tu hermana le enganche de las bolas al tipejo.

Volví a casa. Efectivamente Valentín estaba sentado en la hamaca de papá. En una silla, delante, Lucía le servía tereré. Valentín parecía más animado. Hasta conversaba. Mamá estaba oculta en mi taller.

-¿Qué haces aquí, mamá?

-No quiero que ese mozo vea mi facha. ¿Es cierto que es el dueño del auto ese? -se tendió en el catre, tirando de la pollera para no mostrar sus muslos gordos y blancos. Me senté a su lado y empecé a hojear mi ejemplar de Mecánica Popular.

Pero no leía, ni veía. Oía a papá hablar sin pena del tránsito de su madre. Y sentía a mamá metida en un agujero, para no ser vista.

Bonito resumen de mi familia, al que le agregaba lazos y moñitos de plástico barato mi hermana.

-Yo soy una buena persona, mamá.

-Al que diga lo contrario lo mato -rió y me hizo cosquillas con el dedo gordo del pie entre las costillas.

Si supiera que lo decía porque me estaba comparando con   —46→   ellos, su humor hubiera sido otro. Un padre inútil. Una madre con abstinencia sexual forzada que a veces estallaba en rabietas y a veces en ternuras. Mi hermana. Me sentía más próximo a mamá, aunque también más arriba. Me tendí a su lado, sin11 tocarla, consciente de la sexualidad frustrada que exudaba12.

-Mami, te quiero.

-¿Es una declaración de amor? -estaba en vena alegre.

-¿No te lo dije antes?

-Cada vez es la primera vez -rió.

-¡Pintoresca!

-¿Por qué me quieres?

-Porque necesito quererte.

-Es muy lindo lo que dices -me besó la mejilla-. ¿Hueles a cucaracha o es el cuarto?

Me levanté. Salí afuera cuando Valentín se despedía de Lucía en la acera. Abordó su auto, arrancó el motor diesel que parecía moler tuercas y salió con una violenta acelerada. Jamás lo hacía así. Solía soltar el embrague para que el coche se moviera con la suavidad de un cisne en un lago manso, y de repente, se disparaba como para ganar un Rally. Por fin había caído en el pecado que lleva a un joven a despabilarse, el exhibicionismo. Mi hermana no perdía tiempo. Y se lo dije.

-Es un tipo simpático -fue todo su comentario, y entró a la casa. Raro, ya no era un chimpancé. Era un muchacho simpático. La seguí y la alcancé. Estaba preparando cocido con leche en el calentador a alcohol.

-¿Cómo te fue?

-Me hablaba de sus padres allá en la Estancia. Tu amigo tiene padre y madre y 9.000 cabezas. Me miraba las piernas y te juro que yo las mantenía modosamente unidas.

-Deberías haberlas abierto un poquito.

Se volvió a mirarme con sorna.

-¿Pretendes enseñarme métodos de seducción?

-Jamás.

-Entonces dejame tranquila.

La dejé tranquila.



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ArribaAbajoCapítulo IV

Llegó por fin el temido viernes de mi cita con la vieja Natalia. Parte de mi trabajo, y fui al centro, porque al revés de mi padrino, que vivía allá en el extremo sur de la calle Perú, después de tener su tramo comercial, su tramo residencial y finalmente su tramo proletario donde había construido su mansión posiblemente uniendo cuatro lotes provenientes de empedrados impagos, Natalia vivía en el centro, en la calle Mariscal Estigarribia, en esas dos cuadras residenciales de casas convertidas en clínicas, consultorios, laboratorios y oportunistas farmacias puestas al alcance del dolor humano, con una extraña manera de interpretar el término «rentabilidad». Su casa era la única que seguía siendo casa, tenía un zaguán con sus tres escalones de mármol, separado de una galería interna de cuatro lados rodeando un patio interior de pobladísimo jardín, crotos, jazmines, nudosos rosales y campanillas azules que cubrían enteramente el ñandutí de hierro que coronaba en el centro del patio, a un aljibe muerto. Ninguna de esas plantas tendría menos de medio siglo, y con seguridad más, la rugosa planta de ovenia que crecía en la acera.

Cuando pulsé el timbre, esperé ser recibido por una réplica de Sixta, pero no fue así. Una joven mucama, fresca, sonriente, de guardapolvos níveo, cofia de juguete sobre sus cabellos lacios y brillantes, y que parecía deslizarse con suma gracia sobre sus zapatillas blancas de tennis, me recibió amable, miró mi guitarra con interés y sonrió mostrando perfectos dientes, todos suyos; requirió si yo era Erasmo Arzamendia, le dije que sí y me hizo pasar a la sala que no voy a describir porque tendría que describir un recinto donde se ha detenido el tiempo y no me siento capaz de hacerlo, contentándome con alzar la mirada al techo y contemplar la escena bucólica de tres ninfas entre sonrientes y asustadas que huían de una turba de faunos en el verdor de un bosque helénico. El desconocido muralista no era moralista, pues parecía conocer a las mujeres, porque en la cara de las ninfas no se veía mucho miedo de ser atrapadas por los garridos faunos. Todo lo demás eran lámparas elaboradas, retratos de antepasados con bigotes y antepasadas en su mayoría gordas, un retrato de bodas de una mujer dorada y un oficial casi niño que sacaba pecho y sonreía a la cámara, cuadros, bibelots sobre mesitas protegidas por carpetitas de encaje. Un gran piano negro con lustre de ataúd, y muebles que debían ser Luis con algún número romano. La ventana quedaba a la calle tenía puerta-puerta, puerta con celosías, puerta con cristales y cortinas de voal, que supuse se escribe voile. Piso de   —48→   baldosas sin alfombra, porque sería un crimen cubrir aquellos laberintos de color que terminaban formando dibujos geométricos que parecían al mismo tiempo rosas, mariposas, tulipanes y si se forzaba la vista y la imaginación un ballet de pavos reales. No sentí olor a viejo, sino olor a tiempo, que es más reconfortante.

-Siéntese, señor y espere un momentito -me dijo la almidonada y fresca mucama, que olía a sábanas de abuelitas limpias, y se fue al interior. Presumí que no iba a esperar un momentito, que la chica estaría cambiando presurosamente la ropa de cama, esparciendo desodorante13 para disimular el inevitable olor a pis de las piezas de los ancianos enfermos, tirando ruinosas chancletas de felpa bajo la cama y metiendo en el cajón de la mesita de luz una veintena de frascos medicinales a la vista. Apostaba a que estaba abriendo ventanas para que salieran los tufos espesos del sufrimiento y entrara algo de aire de renuevo, necesario aunque trajera peligro de enfriamientos... en pleno diciembre.

Volvió la mucama y no dijo pase sino ya viene. ¿Ya viene? Después de todo no tendría que cantar boleros en una antesala del cementerio. E inmediatamente vino ella. Lucía un vestido normal, un collar de coral en el fino cuello, un cinturón de seda anudado graciosamente sobre la cadera y sus calzados eran de taco bastante alto. El cabello encantadoramente blanco -odio los cabellos teñidos- muy tirantes y terminado en un coqueto rodete, del tamaño y forma de una hamburguesa sobre la cúspide del cráneo. Parecía una vieja dama recién salida del salón de belleza y no la esclerosada ruina que describía mi padrino. ¿Me estaban tomando el pelo entre los dos? Dominé mi irritación, puse cara gentil y con reverencia me presenté. No le di la mano, porque la suya parecía de porcelana pálida y transparente, y por ahí mi torpeza la lastimaba.

-Toribio ya me habló de Ud. -dijo con una voz susurrante, baja. De joven hubiera sonado tremendamente sensual. AÚN sonaba sensual-. ¿Gusta tomar algo?

-Un café -tartamudeé, todavía impresionado y sospechoso de ser la víctima de una broma senil.

Le bastó a Natalia una mirada a la mucama para que esta saliera disparada a buscar el café. Me ofreció asiento, y ella se sentó a su vez. Parecía una reina en su trono. Vieja, pero imponente. Sus ojos brillaron divertidos cuando observó la guitarra que estaba sobre el piano y deseé hallarme a mil años luz de allí.

¿Brillaron divertidos? ¿Qué había dicho don Toribio? Traté de recordar. Ojos apagados por la arterioesclerosis, y una mente sin memoria tras esos ojos. Una memoria en blanco donde él instalaba   —49→   sus historias no vividas.

Inclinaba la cabeza, solo un largo dedo un poquitín nudoso le bastaba para sostener el mentón, la sonrisa y los ojos.

-Adivino su desconcierto... ¿cómo se llama?

-Erasmo.

-Erasmo -pronunció el nombre como deslizando cada letra en miel sobre su lengua. Señor -le dije al Señor- esta no es una vieja, sino los restos de una bomba. En cierto modo todavía activa.

-Ya que adivinó mi desconcierto, señora... ¿Me lo saca?

-¿Quiere explicaciones?

-No quiero ser burlado. Pensé encontrarla en cama, agonizando a gotas.

¡Qué risa fácil tenía! Mi homenaje fue para el odontólogo que le había colocado tan lindos dientes postizos que no deformaban su hermosa boca.

-¿Eso se lo dijo Toribio? No le mintió. Yo tampoco quiero mentirle a Ud. Me encantaría que me cantara un bolero, pero eso no es todo.

-¿Pero qué es todo?

-Toribio no me miente a mí. Yo le miento a él. Y él le miente a Ud., Erasmo.

Sin saber que me miente, completé. Pero aun así resultaba confuso. Ella detectó mi extravío.

-Toribio -explicó- cree que me trae consuelo -rió- y me trae diversión.

Vio en mi cara que yo pensaba que era cruel de su parte. Dejó de reír. Con seriedad dijo:

-Y compañía. Erasmo, no tienes idea de lo que la soledad duele.

Le agradecí el tuteo. Sabio, el momento exacto en que una mujer cambia el Ud. por el tú para atrapar al hombre. Lástima que la mujer podría ser mi abuela, y solo me demostraba que de joven habría sido tremendamente canchera. Quizás la llegada de la mucama con el café también era parte de ese montaje.

-¿Sabe Ud. que don Toribio la adoraba de joven? -acepté la tacita.

-Pues sí, siempre lo supe -bebió la suya. La mucama se evaporó.

-¿Cómo?

-Me seguía adonde iba -reía. Era una de esas personas que toman todo a risas, y que estarán riendo cuando el cura les dé los últimos sacramentos. Pero quizás me equivocara con ella. Reía solo con lo que provocaba risa.

-Y me atraía, ¿sabes, Erasmo?

Repetía mucho mi nombre. Mujer hasta la médula, sabía que el sonido más dulce que uno escucha es el del propio nombre. Usado por   —50→   una mujer, desarma.

-¿Mi padrino la atraía?

-Era un retacón fornido y de pelo grueso. No era gordo, pero el traje se descosía con él adentro. Tenía una energía animal. Me atraía.

-Pero me está describiendo a un patán desagradable para una mujer fina, señora.

-Natalia.

-Natalia.

-¿Me guardas un secreto, Erasmo?

-Seré una tumba, Natalia.

-Me gustaban los patanes. Pero Toribio nunca se acercó.

No le gustaba solo el patán Toribio. Le gustaban los patanes. Miré el techo. A las ninfas también les gustaban los faunos, aunque simulaban correr. Ninfa... ninfomaníaca. Después de todo, la adorada mujer dorada de mi padrino era mucho menos celestial y mucho más de carne y hueso de lo que él pensaba. Vaya historia de amor. El hombre adorando un tótem rubio, y la mujer anhelando ser triturada en sus brazos. Me pregunté con cierta alarma si yo tenía aspecto de patán. Ciertos incendios no se apagan, y todo eso...

-Mi padrino se le acercó. Fue cuando Ud. iba a la Escuela y se le cayeron los cuadernos de deberes.

-No se me cayeron. Los eché. Lo había visto seguirme. Él los recogió.

-Pero Ud. le dijo «gracias buen hombre». Y eso le quitó coraje.

-Pudo ser un error de mi parte. Pero solo quise establecer las diferencias desde el principio. Y las condiciones. Con un buen hombre una chica se acuesta una vez, no toda la vida -y se quedó en silencio.

Y yo quedé algo conturbado. Hasta haber alcanzado esta página de apuntes de mi crónica, la galería femenina no brillaba por su virtud, ni mi madre que entre tener un marido bobo en la cárcel y acostarse con el compadre, optó por lo segundo. Matrona romana, lo que se dice matrona romana, no era. Y ni qué decir de mi hermana, ni de la vieja que fue caderuada y tuvo una hija natural y murió aplastada por Rafael. Y estaba también mi abuela paterna, con su vocación marinera y la crónica de su muerte sin anuncio. Y por fin, Natalia que no sentiría en su juventud la menor gana de ser Hija de María.

-¿Cómo haces, Natalia?

-¿Cómo hago qué?

-Parecer enferma cuando viene mi padrino.

Otra vez reía. Yo también. El chiste para mí estaba en que en cierto sentido, mi mamá estaba vengada.

  —51→  

-Cuando me lavo la cara parezco un fantasma -dijo con picardía.

La creí. Detrás de esa capa de maquillaje debía existir realmente un rostro viejo y arrugado.

Su expresión de picardía se acentuó.

-¿Haces el amor?

-Con la frecuencia prudente. Y con mujeres, aclaremos.

-¿Te has fijado en los ojos de la mujer que yace contigo?

Sinceramente, debía decirle que no. Que no hay mucho tiempo para mirar ojos cuando todo el cuerpo y todo el alma está ocupado de galopar.

-No mucho -respondí con cautela- ¿qué debo ver?

-Que los ojos se velan. Lo hacemos a voluntad, y logramos que el ego del hombre se infle como un globo. Nos cree desmayadas de placer.

Soltó una carcajada tan cristalina, burlona y escandalosa que hasta las ninfas en fuga parecieron detenerse a mirar qué ocurría ahí abajo. Los ojos de Natalia, para beneficio de don Toribio y sus ilusiones no estaban velados por la memoria en blanco, sino por una artimaña sexual en la cual me proponía ahondar en mi próxima experiencia en la materia.

-Pero...

-No. Ni lo pienses. No hacemos el amor. Solo se sienta al lado de la cama, me mira, me cuenta... hum... nuestras aventuras y yo velo los ojos.

-¿No teme que yo se lo cuente todo a mi padrino?

-No. Perdería su trabajo, ¿no?

Tenía razón. Una vieja tigresa acostumbrada a domar tigres. Yo no era más que un morrongo.

Fui a tomar la guitarra.

-¿Te canto un bolero, Natalia?

-¿Para qué?

-Para seguir ganando mi sueldo.

Dijo «hagamos algo mejor». Apagó dos lámparas y la luz se atenuó mucho. Manipuló lo único moderno que había en aquella sala, un equipo de sonidos Sony, y la voz untuosa de una tal Elsa Aguirre empezó a salmodiar que «Ud. es la culpable de todas mis angustias y de todos mis tormentos». Se volvió, tendió las dos manos ofreciéndose para el baile, mientras meneaba las caderas cadenciosamente. Ganemos el sueldo -me ordené- y bailé con ella, es decir, ella bailó conmigo, me condujo con mano experta; no bailábamos, nos mecíamos, su cabeza hundida en mi cogote y una de sus manos aferrada a mi nuca, casi, solo casi, clavándome las uñas. Así se bailaba seguramente antes de la revolución aquella, y debió ser agradable si entre   —52→   ambos bailarines no tuvieran más de 40 años. Lo malo es que ahora pasábamos los cien.

Bailamos en la penumbra, con esa música leve y esa voz de mujer soñolienta que seguía diciendo que «Ud. me desespera, me mata, me enloquece y hasta la vida diera por perder el miedo de quererle a Ud.». Las sombras cubrían el obscuro piano-ataúd y ponía claroscuros en el terciopelo de los sillones y en la seda de los cojines y en las volutas de la madera torneada, y me vino a la mente una película que alguna vez vi que se titulaba «El baile de los Vampiros», y allí bailaba Sharon Tate que terminó, en la realidad, destripada por unos hippies.

Mientras la música seguía reptando entre las sombras yo trataba de olvidar que estaba presionando mi pelvis de 23 años contra una pelvis que solo era hueso y que estaba meciendo a un cuerpo liviano con un fantasma, pero duro como un maniquí de piedra. U oliendo la cabeza blanca incrustada en mi mentón con efluvios de espino blanco, jazmín, y madreselva, sándalo, cedro, rosa y pacholí, clavel, violeta y pensamiento, azahar de novias y gladiolos de coronas fúnebres, en una mezcla embriagante que me trajo el recuerdo de aquella novela de Suskind que había leído, y que decía que el perfume vive en el tiempo, tiene su juventud, su vejez y su madurez, pero no decía nada en ninguna parte cuando todo eso se mezclaba en una sola cabeza blanca de anciana que bailaba un bolero con 80 años en los huesos y 20 años en el alma.

Bailamos tres boleros y creo que envejecí tres años. Entonces ella, sin volver a encender las luces trajo un botellón de cristal que parecía una gran gema tallada y copitas como de espuma marina; y tomamos anís, que me sentó bien, suave, delicioso, con perfume a canela del arroz con leche de mamá, muy lejos de la áspera cerveza en latas que era mi pan alcohólico de todos los días.

Parecía un momento propicio a las confidencias. Volvió mi preocupación por el pasado y tomé conciencia de que ella estuvo allí, y para entrar en la variante señalé la fotografía de bodas donde ella sonreía junto al oficial que sacaba pecho.

-Gallardo el hombre -dije.

Miró la foto, sin pena, sin nostalgia.

-Me contaron cómo murió -continué.

-Aún vive -me dijo con el mismo tono con que habría dicho que ya son cerca de las 19.30, sin emoción alguna.

-Claro, en tu memoria, Natalia.

-No es eso. Las víctimas viven hasta que sus asesinos mueren.

-Jesús -se me escapó.

  —53→  

-El que lo mató aún vive. Y morirá como él -señaló la foto- con el pene y los testículos en la boca, desangrado por abajo y asfixiado por arriba.

-Yo pensaba que cayó en una batalla cuando al frente de sus hombres atropellaba un nido de ametralladoras, o algo parecido.

-No fue así. Cayó en una emboscada. Se entregó prisionero. Y le hicieron eso. Sé quién fue. Dónde vive. Vive esperando morir en paz en su cama.

-Pero ha pasado tanto tiempo.

-Estuve esperando al hombre. Al que lo va a matar. Y ya has llegado, Erasmo.

Me quedé helado. Hace rato ya había hecho mi autocrítica:

-Sos una bala perdida -me decía.

-Es cierto -me contestaba.

-No has ingresado a la Facultad por falta de coraje.

-Cierto.

-Le tienes terror a las obligaciones y a los compromisos.

-Otra vez tienes razón.

-Desprecias a papá y cada vez te pareces más a él.

-Si vamos al caso, tampoco me molesta que mi hermana sea puta, agrega eso.

-No piensas en el futuro como lo que vendrá, sino como que sea lo que venga.

-¿Y por eso me hundo en el pasado?

-Todavía debemos analizar por qué te hundes en el pasado.

-Pero entretanto, hermano -me decía a mí mismo- soy un muchacho fundamentalmente honrado.

-Será porque ser sinvergüenza exige más coraje que ser honrado.

Fin. Con base en la cobardía y todo, seguiría siendo honrado. Matar. Dios me libre. Me levanté, tomé mi guitarra.

-Renuncio -dije.

-¿A qué?

-A mi padrino, a Ud., y a mi papel de partiquino en esta comedia de locos.

-¿Y a la riqueza también?

-¿Qué riqueza?

-No tengo parientes. Mi hermano menor murió de leucemia. Esta casa será tuya, y la cuenta bancaria, y los depósitos en las financieras...

-Me voy -dije.

-Volverás -dijo, y rió.

-¡No! -repliqué enojado.

  —54→  

-Si tienes tripas para ser usado así por tu padrino, tienes tripas para todo. Sos el peor de los ejemplares humanos: el que está consciente de su miseria. A partir de allí todo es posible.

Volví a sentarme. Parecía dispuesta a manipularme sin misericordia. Ya había hecho de mí el retrato más desmoralizante que pueda exhibirse a un muchacho. Y sin proponérselo, ni ocultarlo, se hizo también un retrato de sí misma. Los seres humanos no eran humanos, eran arcilla, y ella los modelaba a su antojo. Echaba cuadernos al suelo como echando migas a los pajaritos para que cayeran en la trampa.

-Suponiendo que vamos a ser cómplices de un asesinato...

-De una ejecución -me corrigió.

-Háblame de ti. Eras joven, bella, una mujer dorada, te gustaban los patanes y modelaste la vida y la soledad de uno, mi padrino. Y qué sé yo de cuántos más.

-Buena descripción, muchacho -se sirvió más anís y me señaló la botella para que me sirviera yo si quería. Un equivalente al «buen hombre». Si quería anís me servía anís yo. Establecer diferencias.

-Si eras así, medio caníbal... ¿Cómo es que te gustaban los boleros?

-Pongamos que el bolero era el condimento. Ablandaba la carne -y otra vez resonó aquella risa suya, escandalosa y liberada.

-Entonces... los hombres de aquel tiempo...

-¿Qué tiempo?

-De aquellos años, 39, 40 y todo lo demás...

-Eran fáciles. Muchos habían salido de una guerra, allá en el Chaco. Y vivían en un mundo en guerra. Vivían embriagados del sentido heroico de la vida y de la muerte, y querían su guerra.

-¿Y los boleros?

-Eran su modo de aproximación a las mujeres. Porque el heroísmo sin llevar al combate el escapulario cosido por la amada, no es nada. Escucha y aprende, Erasmo. Las mujeres nos maquillamos para agradar a los hombres, y los hombres se ponen un birrete de color y agarran una metralleta para agradar a las mujeres. Hembras bien hembras, machos bien machos. Cuando la guerra tabletea... no hay términos medios.

-No creo en lo que dices, Natalia.

-Es tu problema.

-No creo porque dejas de lado el idealismo. Dos bandos. Dos banderas. Dos metas distintas o una sola meta con dos caminos distintos, y la violencia y el fanatismo y el salvajismo. ¿Quién piensa en su amada cuando está castrando a un prisionero?

-Nunca consideré las cosas así.

  —55→  

-Porque eras todo instinto, todo sexo. Tal vez te casaste con tu teniente porque era un gallo de pelea. Ahora quieres vengarle. Y ni sabes por qué murió.

La copita fue un relámpago de luz que partió de sus manos y se hizo trizas contra el piso.

-¡Yo lo amaba! -aulló con furia.

-Poco, al parecer -si ella me iba a manipular, le devolvería la misma moneda.

-¿Qué sabés vos de amor, pequeñín?

-Sé que un hombre que va a pelear, le dice a la amada por qué, para qué y cómo, puesto que sabe que puede morir, y querrá que ella sepa por qué. Puedo apostar que no partió prometiéndote volver con la oreja de un colorado, o de un liberal, como trofeo. Hay mucho más por encima de esas cosas. Cosas demasiado hondas para que los historiadores y los hurgadores de bibliotecas y archivos alcancen sin asfixiarse. Cosas que solo las conozcan tal vez los muertos. ¿Y cómo las vas a conocer vos con tu clítoris desenvainado y creyendo que el bolero era la música del celo erótico y no una marcha funeral anticipada? Si vos dijiste que el bolero sublimaba la masculinidad, posible que hayas dicho una verdad, pero no la masculinidad de la verga empinada, como crees, sino del alma empinada, como debió ser para que derramara al fin tanta sangre.

-¿Y de qué sirvió?

-No me preguntes a mí. No estuve allí. Mi generación vivió olvidándolo. Ni siquiera sé si ya terminó. O mejor dicho, sé que no terminó, porque debo seguir matando.

-¿Entonces, lo harás?

-No he dicho que sí.

-Que no tampoco.

-Aquella no fue mi guerra, como diría mi padrino.

-Es tu guerra. ¿Quieres vivir siempre derrotado, sin perspectivas? No. Entonces pelea, y... mata. Y no me hables14 de ideales. De pobre, se tiene incendiados ideales, o no se tiene ninguno, o se vive masticando odio. De rico, puedes fabricarte ideales a tu antojo.

-Sos la tentación en persona, Natalia. Pero no, no lo haré. Jamás.

Me levanté y me fui.



  —56→  

ArribaAbajoCapítulo V

Llegué a casa aproximadamente a las 9 de la noche. Mi madre no me esperaba con la cena. Ni siquiera había nada parecido a cena, porque ella estaba tendida en la cama, boca abajo, mordía la almohada y lloraba. Su trasero monumental se sacudía con cada sollozo. La sacudí de los hombros, notó mi presencia y se abrazó a mí con esa fuerza de las que tienen un pariente muerto. ¿Papá? ¿Lucía?

-¿Qué pasa, mamá?

-¡Varices! -y la palabra era como conjuro a un diluvio de nuevas lágrimas- ¡Tengo varices! Mirá -me mostraba la pantorrilla donde se notaba un trazo azul, y lloraba como una niña. Me asaltó una idea. Mamá nunca creció. Tenía una mamá-niña, bendito sea Dios, y el mundo se venía abajo porque tenía varices en sus piernas gordas y blancas.

Salí de la habitación materna. Una hiena dorada me pedía la carroña de un hombre, para comérsela. Y mi madre lloraba porque tenía varices. No supe si reírme o llorar, pero sí supe sentir un enorme pavor al ver a un agente de policía mirándome desde el portón y diciendo con el mentón venga aquí, terrorista de mierda. Fui a preguntarle qué quería. Quiso saber si Lucía Arzamendia vivía allí y si yo era pariente. Dije que sí a las dos cosas.

-Entonces vaya a Primeros Auxilios, que necesita un pariente -me dijo.

Pedí noticias, pero él consideró su deber cumplido y se marchó.

En los Primeros Auxilios me condujeron a la cama de Lucía. El brazo derecho enyesado hasta el hombro. La pierna izquierda hasta las entrepiernas, apuntaba al techo sostenida por correas y poleas. Sobre el puente de la nariz un molde de yeso, y la cabeza vendada. Dos grandes manchas violáceas enmarcaban sus ojos. Dormía.

-Le dimos un sedante -me informó un médico que no me pareció mayor que yo.

-¿Qué pasó, Doctor?

-Solo ella lo sabe. La trajeron en estado de shock.

-¿Trajeron?

-La trajo un señor que la encontró así en el desviadero de vagones de Cambio Grande. Tampoco sabe nada. Debe estar prestando declaración. Se lo llevaron a la Comisaría.

-¿Pero qué...?

-Suponemos que le dieron una paliza, por la diversidad de lesiones. Brazo con doble fractura, pierna con doble fractura, fractura de tabique nasal y un tajo en el cuero cabelludo. El resto limpito. ¿Es Ud.   —57→   su novio?

-Soy su hermano.

-Parece que le quisieron dar una lección a su hermana.

-Ud. parece un médico detective de la tele.

-Aquí se ve mucho y de todo, compañero.

-Quiero quedarme con ella.

-Está prohibido, pero todo el mundo lo hace -y se fue arrastrando su cansancio.

Me senté en una silla. En la cama vecina, un paisano tosco y medio desnudo gemía suavemente, con el tórax vendado como para no moverse más nunca. Fulguró en mi mente la línea tipografiada de una crónica policial como «que discutían por cuestiones del momento bebiendo bebidas espirituosas y...» debajo de aquel vendaje enorme debía abrirse por lo menos la huella de un machetazo. En un lecho más lejano estaba sentada una anciana cuyas piernas colgaban como dos palitos, sin alcanzar el suelo, y mecía las piernas y se abanicaba con una pantalla de palmas con el mismo ritmo. Debajo de su cama, junto al bacín, se veía un calentador a alcohol, una pava de hierro y mate y bombilla. Había venido al Hospital como para hacer campamento.

Mi hermana dormía y yo dormitaba, cansado del día bravo que había pasado. Me sobresalté cuando escuché su voz.

-Erasmo...

Acaricié el yeso de su brazo, y ella se puso a llorar. Nunca la vi tan desvalida.

-No le cuentes a Valentín.

-¿Para qué?, si total mañana te sacan el yeso y vamos caminando a casa.

-Le vas a decir que fue un accidente.

-¿Fue un accidente?

-No. Pero le vas a decir a Valentín que fue un accidente.

Fue la primera vez en mi vida que veía súplica en los ojos de aquella amazona orgullosa.

-Está bien, Lucía, pero si no fue accidente... ¿qué fue?

-Les dije que me iba.

-¿De dónde?

-De todo.

El hombre de Neerdenthal -me refiero a Valentín- podía ser mucho más capaz de lo que parecía. Hasta redimir a una tarambana como mi hermana. ¿Con qué? ¿Amor? ¿Dinero? No había alternativas intermedias. Ella dijo que se «iba». Se «iba» a Valentín. Y le dieron una gran paliza. Solo entonces comprendí hasta dónde estaba metida   —58→   mi hermana en la prostitución. Estaban tan bien organizados que hasta propinaban palizas, rompían huesos y tabiques nasales, sin deformar la cara, porque podía volver. Vaya cómo enseña la tele.

-¿Qué tiene que ver Valentín con esto, hermanita?

-Es tan...

-Buscó la palabra, la halló- inocente.

-Querrás decir decente.

-Eso también. No quiso tomarme. O no pudo. Yo me le daba toda entera.

-Eso no es decencia, es impotencia.

-Tenía un bulto enorme. Como para saltar los botones de la bragueta. No consintió. Entonces le respeté, y consideré justo para él respetarme a mí misma.

-En resumen, estáis en un metejón.

Rió, hizo un gesto de dolor al reír porque su tabique nasal roto debía doler una barbaridad.

-No hagas chistes, hermano.

No era el momento de hacer chistes. Mi hermana no era un caso irremediable. Valentín, inocente por pereza y decente por tímido, estaba demostrando lo contrario. No era dinero. Era amor, o algo parecido, que atrapa a un macho virgen y a una cortesana baqueana en todo, menos en escapar indemne15 de las iras de un caficho, o de un amante, o de un equipo de amantes.

Nos pusimos de acuerdo en que la había atropellado un ómnibus, y coordinamos la historia del accidente como los comandos coordinan sus relojes para atacar en el momento exacto, fabricando la gran bola para consumo de Valentín.

Cuando terminábamos de urdir la mentira, llegó mi madre, desmelenada, olvidada de sus varices, y exigiendo a gritos que le sacaran una radiografía a Lucía. Una enfermera trataba de explicarlo que ya se la habían hecho, mi madre pidió, exigió ver las placas, la enfermera... salí disparado, incapaz de soportar las explicaciones que se darían madre e hija, tras la masacre mental que mi madre sometía a la pobre enfermera.

Cuando llegué a casa, aproximadamente a las diez de la noche, encontré a mi padre sentado en la mesa sin manteles y comiendo mortadela con pan que empujaba con largos tragos de poderoso Suavia blanco. Mortadela con vino blanco, indicador absoluto de la cultura de mi papá.

-¿Cómo está tu hermana? -quiso saber.

-Brazo roto, pierna rota, tabique roto.

-Los huesos se sueldan -pontificó y siguió masticando.

Pobre Lucía, para papá no era más que un armazón de huesos.   —59→   En alguna parte leí que el rencor continuo y callado es más corrosivo que el ácido sulfúrico.

Acerqué a la mesa un cajón vacío de cerveza, que solía fungir como el-asiento-que-falta. Me senté. Le miré comer. O mejor dicho alimentarse.

-¿No te duele lo de Lucía?

-Cada una encuentra lo que busca.

-Ni siquiera me preguntas cómo fue.

-¿Cómo fue?

-La atropelló un ómnibus.

Siguió masticando en silencio.

-Tampoco te dolió lo de mi abuela -no era una pregunta, sino una afirmación.

Dejó de moler carne en la boca. Sorbió un largo trago, hizo un buche y se lo tragó. Sin mirarme dijo:

-Fabricó un hijo, yo. Después fabricó un huérfano, también yo. De noche oía cómo se revolcaba en la cama con su suboficial. La cama hacía el ruido de cien grillos enloquecidos. Y a ella no le importaba que yo estuviera tendido en la otra habitación. ¿Por qué había de importarme ella a mí? ¿Sabes? Aquella vez que salió del Buen Pastor y vino a darme un beso antes de ir a tragar su Verde de París, no me dio tiempo a nada, y yo tenía necesidad de pedirle socorro. Había tenido mi primera experiencia sexual, y al mismo tiempo mi primera purgación. ¿Sabes cómo se la llamaba en la vida cuartelera, entonces? ¡Enfermedad vergonzosa! ¿Y sabes cuál era el castigo «por contraer enfermedades vergonzosas»? Ir primero al Hospital Militar a curarse, y después tres años al Chaco, aunque uno tuviera solo trece años. Ella necesitaba Su Verde de París. Yo necesitaba un gran frasco de Cibazol. Se fue tras su veneno. Yo le confesé a un Oficial mi vergüenza, porque ya no podía ocultar los calzoncillos supurados. A Dios gracias el Oficial era del tipo recio, y me explicó la diferencia entre tener purgación en el ano y tenerla en el pico. Esto último era el riesgo calculado de ser macho. Me proveyó él mismo de Cibazol, me dijo «hágame saber cuándo se cure». Así lo hice y me castigó de lo lindo. Al tocar silencio, yo enrollaba mi colchón, salía al patio con él al hombro y debía trotar hasta que sonara la diana. Ocho días seguidos. Como si fuera poco, me dejó todo el año sin salida de franco «por graves faltas contra la higiene personal». Fue mejor que ir al Chaco, pero aun así sufrí mucho, y mi mamá no estaba para ponerle mi cabeza en su regazo y llorar todos los llantos que guardaba.

Trató de masticar un trozo de su mortadela, le sintió mal gusto y lo escupió. La mortadela no iba con el rencor.

  —60→  

-¿Y ahora qué me dices? -me urgió.

-No te estoy juzgando, papá.

-No lo hagas. Porque vas a terminar como yo. Y te será más duro.

-¿Terminar como vos? -apenas pude disimular mi irritación.

-¿Qué estás haciendo para evitarlo?

Se levantó, tiró el resto de su mortadela al techo -sentía mucha afición por los gatos- y fue a lavarse las manos en la única canilla de la casa.

Corrí a mi «taller» y para mi sorpresa, tenía ganas de llorar. ¿Qué estoy haciendo para evitarlo? Mi padre me había clavado un puñal, lo dejó metido en la carne y el puñal se revolvía solo. Dolía. «Duele cuanto más cierto». ¿Dónde había leído o escuchado algo parecido? O era al revés, como que es cierto porque duele, pero de todos modos, el dolor estaba en los dos extremos, ensanchando el pozo de una frustración que empezaba a cavarse entre mis costillas.

Había estado mirando mucho el pasado de los demás, y poco al porvenir. O podría suponerme que mirara tanto el pasado para empezar a comprender el porvenir, o conocer dónde empezaba el mío, y abruptamente mi padre me mostraba dónde terminaba, en mí mismo convertido en una réplica de mi padre. Y entonces empecé a sentir miedo, tanto que lloraba como un bebé expulsado del sosegado claustro materno y condenado a vivir. Como mi padre, condenado a la medianía, al qué me importa y al no metás.

Me desvestí y me tendí en el catre, desvelado, metido en el brete en que mi padre me había empujado, en el que la única alternativa era seguir adelante, pero sin saber adónde. Me repetía a mí mismo que semejante sino fatalista no podía ser tan excluyente de toda variante. Recordé al viejo profesor de trigonometría, el libidinoso16 de las minifaldas, cuando hablaba de factores imponderables y de factores ponderables, capaces de cambiar el resultado de un teorema, lo que es igual, el rumbo de una vida. Los imponderables podían ser millones, pero ninguno tenía una definición capaz de convocar algo de optimismo. ¿Y lo ponderable?

-Dinero -oí la voz de Natalia.

Nada es más ponderable que el dinero, si por ponderar se entiende contar y contabilizar. Dinero para comprar un destino menos ríspido que el que me profetizaba mi padre. Sentí frío de repente, en ese calor de diciembre que se volvía húmedo con las nubes de tormenta que cubrían el cielo, al tomar conciencia de que ya estaba gastando el dinero hipotético de una ejecución hipotética. ¿Será así como funciona la tentación? Asustado, me levanté y corrí a la habitación de mi madre, donde mi padre roncaba sobre sus   —61→   sábanas arrugadas. Busqué en la mesita de luz de ella y me tomé dos pastillas de Somnil. Dormí tan profundamente que amanecí empapado por la lluvia que cayó toda la noche, y penetraba por la ventana abierta de mi «taller».

Mi madre no había vuelto en toda la noche. Decidí ir a visitar en Tacumbú a Rafael, cuya prisión se había decretado, si no entendí mal, preventivamente. Vestí mi único traje, temiendo que con vaqueros y remera blanca alguien me identificara como el patotero descrito por la Policía, en relación al homicidio de Rafael. Tuve suerte y me permitieron verlo. Me introdujeron en un habitáculo con dos sillas y un guardia lo trajo y lo dejó conmigo. Por una ventana enrejada se veía un gran patio mojado que soltaba vapor con el calor del sol que no parecía molestar a un grupo de penados que al mando de otro más fornido, desarmaba un gran embalaje de madera de pino.

-Hola -fue todo su saludo. Tenía la cara enfurruñada.

-¿Cómo te va?

-Si quieres saber si ya me rompieron el culo, la respuesta es no. Aquel grandote es mi guardaespaldas. Le prometí dinero, pero el abogado de la familia no me lo da. Papá fue a Houston a operarse de la úlcera, y me dicen que mamá duerme idiotizada por sedantes en el Americano.

Miré por la ventana a los penados.

-¿Qué hacen?

-Desembalan una impresora. Parece que van a tener imprenta. ¿Tienes dinero?

Hurgué en mi bolsillo y saqué todo lo que tenía. Casi el total del segundo cheque de don Toribio. Rafael contó los billetes.

-Suficiente para tener contento a mi ángel de la guarda -dijo señalando al grandote, y se guardó el dinero en los bolsillos.

Noté que no dijo gracias. O era un desconsiderado o no tenía en gran estima su trasero.

-¿Lo hiciste a propósito?

-¿Lo de la vieja? -meditó un momento-. Oíme, Erasmo. Una vez mi papá, que aparte de exportador de soja y algodón es filósofo, me habló de «momentos mágicos». No le entendí entonces. Pero ahora sí. Son momentos fugaces, milímetros de segundos, si así se puede decir, en que todo se mezcla allá dentro de uno, y... acelerar o frenar son cosas secundarias, porque lo que vale es el estallido final, como cuando acabas... -vaciló-... inevitablemente.

-Entonces, lo hiciste.

-Alguien o algo lo hizo por mí.

-Pero sentiste placer. Vos.

  —62→  

-¡Qué loco, Erasmo!

-Dijiste eso de acabar, el clímax. Eso es placer. Es como si me dijeras que vos y tu auto violaron a un vieja.

Soltó una risotada.

-Tienes cada forma de decir las cosas...

-¿Lo harías de nuevo?

-¿Qué cosa?

-Matar.

Su cara se volvió sombría, se dejó caer la silla y cerró los ojos.

-Sentí que el cuerpo estallaba con el golpe, voló y cayó delante del auto. Pasé encima. Los amortiguadores no hacen tanto ruido con los perros.

-Lo cuentas como si lo gozaras, Rafael.

-Eso lo tengo que averiguar con mis pesadillas, Erasmo. Desde entonces no duermo bien. Y cuando duermo, se repite todo el horror. Entonces me despierto.

-Un cura te diría que es tu conciencia, Rafael.

-Es que me despierto riendo. ¿Quién carajo se ríe en pesadillas? ¿Qué me está pasando?

-Te drogas.

-Terminá con eso.

-Ahora estoy seguro de que lo harías de nuevo. Matar, digo.

-¿Y para qué diablos quieres estar seguro?

Su pregunta me tomó de sorpresa, porque solo entonces, supe que durante toda la conversación tenía en la mente una larga galería blanca en cuya última arcada se veía la silueta pequeñita de Natalia.

Me despedí de mi amigo y tomé el rumbo a Primeros Auxilios. A Dios gracias mamá se había ido a casa, pero allí estaba Valentín, sentado cerca de la cama, sosteniendo la mano de Lucía, mientras ella le susurraba con voz doliente la historia de cómo un ómnibus la atropelló. Me detuve en la puerta, escuchando. Lucía terminó de contar y simuló dormirse dulcemente. Valentín depositó las manos de mi hermana sobre las sábanas como quien deposita sobre un terciopelo carmesí un puñado de diamantes, y andando en puntillas se acercó a mí y me arrastró al pasillo, cerrando la puerta con tal suavidad que ni se oyó el ruido de la traba.

-¿Alguien tomó la chapa del ómnibus? -me preguntó.

-Pregunta en la Comisaría.

-No tienen noticia de ómnibus alguno. ¡Tienen cada manera de sacarse los problemas de encima! ¿Sabes algo?

-¿De qué?

-¡De la chapa, carajo!

  —63→  

Nunca lo había visto tan furioso. Y hasta resultaba atemorizante. Un toro dispuesto a embestir debe tener las narices dilatadas así y esa muerte en la mirada.

-Si lo encuentro, lo mato. Te juro que lo mato -continuó.

-Vamos -traté de calmarlo-. No es para tanto. Es joven, sana, pronto se pondrá bien. Los huesos se sueldan -repetí la sentencia paterna. Dejame entrar a verla.

-No. La vas a despertar -me atajó.

Me tomó de sorpresa la intensidad con que se había adueñado de mi hermana, o mi hermana de él, en todo caso.

-Te juro que no la voy a despertar. Solo quiero acariciarle la manito.

Cedió de mala gana. Abrió la puerta, la cerró y se quedó de guardia en el pasillo. Mi hermana despertó instantáneamente.

-Hola -me dijo alegremente. La vieja de los palitos colgantes cloqueó también alegremente, entre chupada y chupada de su mate. Tenía edad suficiente para conocer todas las argucias femeninas y estaba asistiendo a una.

-Quiere matar al chofer que te atropelló -informé a mi hermana.

-Lo sé. Y me siento orgullosa de él. ¿Sabes lo bien que sienta saberse protegida?

De modo que era eso. Relación amante-padre. Solo que el padre era más padre que amante, pero podía apostar que mi fogosa hermana restablecería un equilibrio justo, y encontraría por fin lo que siempre le faltó: un hombre para llorar o un pecho donde reclinar la cabeza. Protegida. Con perdón de las feministas... ¿no sueñan con eso todas las mujeres?

-Esto parece serio, Lucía.

-No parece, es.

-Pero es tan feo nuestro Valentín.

-Y yo soy tan puerca. Nacimos el uno para el otro.

La vieja se atragantó con el mate, tosió como para disparar al techo los pulmones, y el hombre del machetazo despertó, se sacudió, y empezó a gemir del modo acostumbrado.

-La paliza puede repetirse.

-Ay Jesús, Erasmo, no digas eso.

-Estarán esperando que te sanes y vuelvas arrepentida y contrita.

-Valentín me va a proteger.

-¿Todo el tiempo?

-Quiere casarse.

-¿Qué...?

-Me lo dijo apenas llegó esta mañana.

La vieja tarareaba la marcha nupcial, y entre compás y compás   —64→   lanzaba la onomatopeya de un pedo. No nos dimos por enterados,

-Pero... digamos que no le puedes exhibir un certificado de buena conducta.

-Lo sabe.

-¿Todo?

-Oh no. Sabe que no soy virgen.

De ninguno de los orificios, pensé con maldad. Pero ella continuaba.

-Dijo que es cosa del pasado. Que él tiene la culpa. Dice que me sucedieron cosas malas porque él no estaba presente. Se culpa de no haberme conocido antes.

-¡Qué bruto! -exploté.

-¡Qué bueno! -susurró ella.

-¡Qué burro! -dijo la vieja, que no perdía letra.

-Señora -le dije irritado- ¿No sabe lo que es una conversación privada?

-Para eso está el Sanatorio Italiano. Llévela allí. Aquí hay democracia, joven -gesticuló con tanta fuerza que se le cayó mate y bombilla. La recogí y se la alcancé. En vez de tomarlos se cubrió la cara con las manos y preguntó atemorizada si le iba a pegar.

-¿Por qué cree que le voy a pegar?

-Porque todos me pegan -aferró cautelosamente los elementos de su vicio.

-¿Todos?

-Primero mi papá, después mi marido, ahora mi hija.

-Lo siento, y que se cure pronto.

-No está enferma -rió mi hermana apretando el yeso nasal.

Rió aún más de mi desconcierto.

-Al Dr. Codas no le gusta que peguen a los ancianos -dijo mi hermana-. Entonces le diagnosticó no sé qué y la mantiene internada.

-¡No es cierto! -dijo la anciana-. Habla por envidia. El Dr. Codas está enamorado de mí -se burló con un grotesco gesto de coquetería.

Si era cierto que aquella señora había pasado su vida sufriendo cintarazos, sopapos, escobazos, puñetazos y arañazos, su capacidad de alegría merecía una condecoración papal, viejo pajarillo jubiloso.

Me marchaba después de besar a mi hermana cuando una duda se abrió paso en mí. Me volví a Lucía.

-Ella conoce lo de la paliza. Lo oyó decir al médico. ¿Qué pasa si...?

-¡Jovencito! -exclamó la anciana-. ¡Cuando se trata de joder a un hombre, el pacto de silencio entre mujeres es sagrado!

-¿De dónde sacó eso?

-Es abogada, aunque no lo parezca -me informó mi hermana.

  —65→  

-Ejercí poco. Me casé después de recibirme. Fui de las primeras. Me casé con un animal y ya no pude ejercer. No le caía bien a Sus Señorías una abogada con los ojos en compota.

Sacó de debajo de la almohada una cajita, y de ella una tarjeta profesional. Realmente, decía Jorgelina Báez de Doldán, abogada. Y una dirección.

-Se la doy por puro exhibicionismo -confesó.

Cuando abrí la puerta y asomó la nariz angustiada de Valentín, Lucía seguía durmiendo.



  —66→  

ArribaAbajoCapítulo VI

El siguiente lunes, 23 de diciembre, debía cumplir mi cita, y no sabía si ir a cantar boleros a la agonizante Natalia, o a casa de mi padrino. Una sencilla reflexión como que de Natalia solo sacaría incertidumbres y de mi padrino, con suerte, dinero, me decidió por este último y fui a su casa.

Mi primer sobresalto fue que Sixta me sonrió al llegar, y descubrí así que tenía dientes, pero pequeñitos, como limados, o como si royera hueso. Y el segundo -sobresalto, se entiende- fue que don Toribio, dentro de un tercer par de piyamas esta vez a motas, me abrazó efusivamente. Parece que me estoy ganando mi sueldo -me dije- traigo alegría a esta casa. Buen augurio financiero en la víspera de Nochebuena.

Fuimos a la cocina donde Sixta servía sobre una pulcra mesa el bife con huevos de las 9 de «antes de tereré» de don Toribio. Observé su gordura y calculé cuánto tiempo le llevaría al colesterol acabar con él. Un lema que circulaba entonces, cuida tu corazón, no tenía ningún significado para él. Agreguemos que a pesar de ser tan felizmente recibido, tampoco hubo bife con huevos para mí. Don Toribio se sentó a comer, yo me senté frente a él, y Sixta machacaba con un martillo de madera los yuyos para el tereré.

Don Toribio tenía la rara habilidad de masticar y hablar al mismo tiempo.

-Estuve con Natalia -me informó-. Dice que les ha hecho muy feliz.

Mentirosa de mierda.

-Entonces tu trabajo es visitarla los martes y los viernes.

-¿Y aquí?

-No es necesario que vengas, a no ser que yo te haga llamar... no. Mejor te apareces por aquí los miércoles. Me gusta tu compañía, hijo, y está el asunto de tus haberes. Sí, vienes a cobrar los miércoles. Pago semanal -las pausas solo eran para tragar.

-A propósito de pagar, me haces recordar cuando te vayas. Tengo tu cheque semanal. Lo vas a necesitar. Ya sabes, Navidad y esas cosas. Se gasta. Aunque vos no vas a gastar mucho. Vas a pasar Nochebuena con Natalia, mañana.

Maravillosa perspectiva. Nochebuena con la bruja dorada.

-¿Y Ud. padrino?

-Vendrán parientes de Tobatí. El Año Nuevo estaré con Natalia. Además Natalia te aprecia mucho. Dice que cantas muy bien. Te felicito.

  —67→  

Siguió comiendo. Y yo pensando en el cheque. Y en la cifra del cheque, que debería incluir horas de trabajo insalubre en Nochebuena.

-Natalia supone que somos amigos, pero sabe que te pago. Eso quedó claro.

-Puede hacerme preguntas respecto a mi padrino.

-Inventa lo que quieras. Apenas razona, como te habrás dado cuenta.

Si alguien piensa que se debe ser mozalbete para ser sonzo, o idiota, está equivocado. Se puede serlo en la vejez. Don Toribio era un juguete en manos de Natalia. ¿Por qué lo hacía? Me divierte, había dicho. Adorna mi soledad. Es el ratón para mi garra. Al padrino no le podía hacer esa pregunta porque ya conocía sus razones, como su senilidad extraña, que le hacía regresar al pasado para revivir un idilio que no existió, y aquello tenía cierta lógica porque al fin conducía a una finalidad, mantenerse vivo y encontrar justificación a su vejez. Su vejez sin la Natalia que Natalia le mostraba hubiera carecido de sentido, y ese es el principio de la muerte, como la rotura de una cadera quebradiza.

-Ella me pide a veces que le hable de los años de su juventud, padrino. Tal vez supone que siempre fui joven, y pregunta cosas -solo lo dije para reforzar la imagen desvalida que él tenía de Natalia, pero él lo tomó en serio.

-¿Pregunta?

-Y se me agota el repertorio con el Bar Vila, y la Bolsa, y el puerto con la llegada del Ciudad de Corrientes, los helados de Velvedere y los paseos en tranvía. Quisiera hablarle de la gente.

Buscador de raíces inútiles, había dicho la vieja que murió aplastada tras su último jolgorio conmigo. Ciertamente notaba esa obsesión en mí, pero ahora apuntando en una dirección precisa.

-Gente que mataba mucho -lancé mi anzuelo.

No mordió.

-Toda la gente, todo el tiempo, mata mucho.

-Suponía que cada época tiene su razón de matar. ¿Cuál era la de esos años?

-No necesitas profundizar tanto con Natalia. Háblale de Atlántida, su revista preferida. De la Colonia Maja, de los muchachos loquitos que tenían automóviles y corrían a sesenta sobre las vías del tranvía. Y de las retretas de la Banda de Policía en la Plaza Constitución, donde iba los domingos con su cadete y su papá. ¿Es suficiente?

-Más.

-Hum... Su padre era médico. Arrancaba amígdalas a los niños y los mandaba a casa, con un pedazo de hielo en la boca y una receta para   —68→   tonificarse con aceite de hígado de bacalao. Ese recuerdo siempre la emociona. Debes probar con eso.

-¿Qué hay de su madre?

-Ni la menciones. Se fugó con un diplomático boliviano. Todo el país lo consideró una ofensa, más aún viniendo de un boliviano que perdió la guerra. Llora cuando lo recuerda.

Y aplaude al boliviano cuando te vas, padrino, agregué mentalmente.

-¿Tuvo amigos?

-Era muy recatada. ¿De qué te reís, mocoso?

Borré la risa con un rayo láser, o quizás más rápido.

-¡Claro que habrá tenido amigos! -dijo sin embargo.

-A ellos me refería cuando hablaba de la gente. Amigos de su edad. Gente de una generación que no sabía si terminaría muriendo o matando.

-¡Y dale con eso! Piensas mucho en la muerte para ser tan joven.

Es que Natalia me propuso muerte, idiota. Muerte y poder. Y empezaba a volverme loco, señor mío.

-Es que... padrino. A su edad y a la tuya también, se piensa mucho en los muertos. Apuesto que empiezas a leer el diario por la página de escuelas fúnebres.

-No sé qué quieres decirme con eso.

-Quizás que los muertos forman parte de nuestra vida. O que nos están llamando.

-Te agradezco el optimismo que me das. Pues sí, tengo amigos que murieron en aquella época. Reginaldo Cabrera, estaba por terminar su carrera de Derecho. Era más joven que yo, pero éramos muy buenos amigos. Cuando el 7 de marzo... sabes, ese día asaltaron la Policía, y allí empezó todo. El 7 de marzo él estaba en La Gran Galera, sobre Palmas, comprándose un sombrero nuevo. Había ahorrado un año para comprarse un Borsalino. Se vino el tiroteo. Don Celestino Sanz, dueño del negocio, cerró las puertas y él se quedó dentro, más de 10 horas. Cuando creyó que la cosa se había calmado, salió, tomó Chile y fue a la Policía para ver qué había ocurrido. Un conscripto a quien todavía le duraba el susto le vio por una ventana y le disparó con su fusil. Murió en el acto. Ahí tienes. Una muerte inútil... ¿te dice algo eso?

-Me dice que divides las muertes en útiles e inútiles, padrino.

-No quise decir eso.

Había terminado el bife. Sixta le trajo una copa de vino, tomó un gran sorbo, se enjuagó la boca y escupió la bebida. Debería ser su modo de preparar las papilas para el tereré.

  —69→  

-¿Qué quiso decir? -le requerí.

-¿Por qué me haces hablar de eso?

-Porque viviste un tiempo de violencia. Y porque yo puedo vivirlo también, Dios no lo permita. No quiero morir por haber ido a comprar un Borsalino, que supongo será un sombrero.

-Bueno, búscate un ideal y muérete por él -me dijo desabrido.

-Un ideal... ¿y dónde lo encuentro?

-¿Me preguntas eso a tu edad? Solía decirse antes que los jóvenes tienen mirada crítica. Y allí empieza todo.

-La mía estará atrofiada, padrino. Falta de uso, tal vez. Como un hueso enyesado.

-No me digas.

-No tengo críticas que hacer. Solo tengo deseos que realizar.

-¿Y qué tiene que ver la muerte con eso?

-Porque muchos deseos realizados pasaron por la muerte de alguien, supongo.

-Vaya, supones que en alguna esquina de tu vida tendrás que matar.

-A lo mejor es eso. Y me gustaría que el muerto que yo mate, crea que mereció morir, o que le gustó morir, o pensó que valía la pena morir.

-Si empiezas a ponerle condiciones a tu víctima, no matarás ni una gallina.

Sorbió el primer jugo de la yerba nueva, y lo escupió al suelo. El líquido verdoso se combiné en el piso con el color vino y empezó a soltar matices tornasolados sobre las baldosas.

-Y basta de muertes, por favor, hijo. Se supone que te pago para que me des horas placenteras. Me vienes con curiosidades morbosas. No sé nada de revoluciones. No soy político, soy empedrador. Sí señor, pasé una guerra civil atroz, pero supe quitarle el traste a la jeringa. A mí no me iban a joder. No sé nada de ideales y entonces no me preguntes razones de matar y de morir. Para mí todo se reducía a bandos de pañuelo colorado y bandos de pañuelos azules y qué sé yo. Ni siquiera ahora sé si el que ganó ganó y el que perdió perdió.

Hizo una pausa, chupó el tereré, sonrió mordiendo la bombilla y agregó:

-Solo sé que gané yo.

Me irritó tanto egoísmo. Si al final de todo los que ganaron su revolución eran como don Toribio, los pobres muertos deberían estar revolviéndose en su tumba. Los muertos de ambos lados, digo.

Cuando iba para casa con un cheque por una cantidad impresionante que me asombró y me hizo sentir rico, pero no contento, traté de hallar la raíz de aquel sentimiento de melancolía y miedo que se me mezclaban allá en mis entrañas.

  —70→  

-¿De dónde viene la melancolía? -me pregunté a mí mismo.

-Porque sos un débil, y descubres que es fácil que te manejen -me contesté.

-Y odio llegar a ser como papá. Y quiero salirme de eso.

-Y le toca el turno al miedo para ayuntarse con la melancolía.

-¿Miedo a qué?

-Por ahora, a la tentación. Ya se metió dentro tuyo. Funciona y te plantea teoremas de muerte. ¿Has notado que la muerte te obsesiona?

Maldita Natalia, hablé en voz alta y la gente se volvía mirarme.

No quise ir a almorzar en casa, temeroso de sentir la tentación más inocente del espíritu de Navidad y obsequiar el cheque a mi madre. Ser rico proporciona más placer que ser generoso. Y con este último luminoso pensamiento decidí tomar un taxi y visitar a mi amigo Sergio, que tal vez me invitara a almorzar e intercambiar opiniones sobre la triste suerte de Rafael. Pero los taxistas no cambian cheques, y no tuve más remedio que optar por una odisea en tranvía.

La casa de Sergio era imponente, y felizmente él estaba, y hasta me recibió con alegría, invitándome a pasar a la sala mientras sostenía del collar a un Doberman con cara de diablo que quería devorarme. Crucé el jardín hacia la casa mientras Sergio maldecía a la bestia. Solo la soltó cuando17 yo me introduje en la casa y él logró alejar al perro con un despiadado puntapié.

-Esa fiera de porquería... -jadeó, nunca había tenido buen estado físico, con sus 25 años de gozador de la vida, su pancita y su absoluto desprecio al deporte.

-¿Por qué la tienes?

-Por razones sentimentales, era el falderito de mi finado papá.

No le envidié mucho, viviendo con su madre que hacía budines de pan para el cura y cuidando de que el perro no saliera a hacer una masacre en el barrio. Pero eso debería ser solo el precio de su vida regalada, entre sus álbumes carísimos de Galerías de Grandes Pintores, su inagotable cacería de mujeres y su colección de Play Boy, con el Santana esperándole en el garaje, y plata en el bolsillo.

Olfateé y si aquello no era incienso que me mataran, o solo pensé que era incienso porque de allá arriba, del dormitorio materno, presumí, bajaba el timbre espeso de un órgano tocando algún Opus litúrgico, Ángelus, Misereres o lo que fuera. Siempre fui ignorante en música, pero sabía reconocer la música sombría para coros de monjes con caperuzas hasta los ojos, sobre todo cuando venía acompañada por el olor del incienso. Solo entonces tomé la medida de la beatería, o la variante de ella, que había atrapado a la madre de mi amigo.

  —71→  

-Vamos a almorzar a mi estudio -me invitó Sergio.

Creí que iba a subir las escaleras hacia un altillo en una torre, pero salimos afuera bajo la mirada indecisa del Doberman, subimos una estrecha escalera de madera adosada a la pared del garaje para tres coches, y nos encontramos en un recinto bastante pobre atestado de caballetes, pomos de pintura, frascos con pinceles, todos limpísimos, paletas, un gran ventanal oblicuo cuyos vidrios dejaban entrar un raudal de luz, y en el otro extremo una ventana que mostraba la techumbre de las casas vecinas. En un cubículo del extremo de la habitación había una mesita, una pileta de lavar, una heladera y una cocinita enana a gas. Era por cierto el estudio de un pintor, pero lo que faltaba eran cuadros, empezados o terminados sobre los caballetes, que sostenían tristemente telas en blanco virginal.

-¿Qué te parece? -me preguntó ansioso mi amigo.

-Bohemia perfecta. Hasta cocinas tu propia comida -le dije.

-Es como si estuviera en algún cuchitril de París -suspiró con placer.

Era, entonces, eso. El pintor que nunca se decidió a pintar se había creado un ambiente propicio a la pintura. Alguna vez le preguntaría si aquel estudio bohemio era el medio de ser pintor o el fin de vivir la ficción de ser pintor. O el resumen de su vida, y el de su señora madre: tener dinero para vivir fantasías, salvo el valor práctico de los budines maternos, que no tenían nada de líricos, según sospechaba mi amigo.

Con provisiones de la bien surtida heladera preparó almuerzo para dos, bifes de lomito, ensalada de lechugas empapadas de dorada mayonesa. Y finalmente frutas. Comida bastante frugal, que se adaptaba también al clima bohemio. Mi amigo no perdía detalle para el realismo de su escenografía, en la que no faltó un vino que por su gusto ácido debía ser el vino barato parisién que beben los artistas. En Montmatre, desde luego.

Cuando terminamos de comer, el vino le había achispado. Y padecía del vino amargo, porque iba mostrándose cada vez más enfurruñado. Eructó, echó una mirada alrededor, viendo y aspirando el ambiente creado por él, y lo describió con una palabra:

-¡Carajo!

-¿Qué decís?

-Esto es un carajo. Mi vida es un carajo. Hermano -me abrazó-. Necesito emociones fuertes.

-Así empiezan los drogadictos. Cuidado, Sergio.

-No, eso no me atrae.

-Tienes mujeres.

-Aburren.

  —72→  

-Tienes dinero... ¿por qué no viajas? ¿Por qué no un cuchitril de veras en París?

-Si me voy, capaz que el cura se venga a instalar aquí. Además, soy perezoso para viajar, y siempre me pierdo en los aeropuertos. No sé una palabra del jodido inglés.

Pensó un instante.

-Necesito algo que me sacuda. Pero soy un cobarde esencial. ¿Sabes que me uní a unos muchachos ladrones de automóviles? No lo hacían por dinero, al menos ellos. Era «tomar prestado» un auto y hacer lo posible por destrozarlo en una noche de parranda, y después dejarlo abandonado. Una aventura, un desafío, de tarados como yo, satisfechos en todo y sin saber qué hacer para romper la rutina. Alguna vez se metieron en una cochera y los corrieron a tiros. Terminaron riendo. Yo hubiera terminado cagado en mis pantalones. Me di cuenta en el primer robo en que participé, temblaba de miedo, mi amigo Dante unió los cables que había arrancado, el motor se puso en marcha, subimos y salimos disparados. Vomité en el auto y había un olor tan horrible que no sirvió para la parranda, y desde entonces no me invitan a ninguna aventura parecida.

-Deberías probar de nuevo a ver si vences el miedo -dije.

-Me parece oír a mi padre que me repetía una y otra vez que el miedo se vence atreviéndose. Fue en la época insoportable, cuando yo tenía diez y siete años y deserté del Cimefor. No sabes lo brutales que pueden ser los gallardos estudiantes soldados, y a mí me da horror la violencia y el sufrimiento.

-Yo pasé por eso.

-¿Y aguantaste?

-Como otros miles de muchachos.

-Me estás diciendo que soy un inútil. Un inútil entre miles no es para mí una proporción muy halagadora. Completé mi servicio militar en una Oficina donde perforaba tarjetas de gente que concurría a retirar carne. Nada de heroico, carajo. Mi papá me miraba con tristeza y desencanto. Pendejo de porquería -me decía- lo que necesitas es aprender a odiar. A odiar cualquier cosa que valga la pena odiar. Odiarte a vos mismo si es necesario para dar la bienvenida al sufrimiento. Yo no sabía qué ni a quién18 odiar. Ahora odio al cura, pero no basta para darle un sentido a mi vida. No, sentido no. Lo que necesito es un escape.

-¿Y la pintura?

-No sé dibujar ni una mesa.

-Las mujeres.

-Pago bien, y ellas lo saben. Acuden como moscas a un panal. Tengo   —73→   25 años y ya me hartan. Por ahí me vuelvo puto, la gran...

-No te entiendo, Sergio. Tu finado padre te dijo que te odiaras a ti mismo.

-¿Y qué?

-Ya lo estás haciendo.

Me miró asombrado.

-¿De veras?

-Desde que terminó el almuerzo te estás pisoteando.

-Entonces... ¿me odio?

-Pienso que sí.

-¡Fenómeno! -gritó exaltado, se levantó de un salto y se puso a brincar, repitiéndose-. ¡Me odio! ¡Me odio! -me abrazó-. ¡Gracias, Erasmo! -se serenó un poco-. Ahora que lo recuerdo, papá decía que cuando te odias, proyectas tu odio hacia otras personas, y el odio te da coraje.

-No suena muy cristiano, pero los papás siempre tienen razón.

-¿Creés que puedo dejar de ser un cobarde?

-Qué sé yo -me dispuse a marcharme-. Quería hablarte de Rafael, pero dejémoslo para otra ocasión.

-¿En serio atropelló deliberadamente a aquella vieja?

-No lo sé. Él tampoco. Pero casi me confesó que sintió placer.

-El placer del odio...

-No lo dije yo.

-Lo digo yo. Lo siento yo.

-Eso va por tu cuenta, y por favor, sacame a la calle que no quiero servir de merienda al Doberman de tu papá.

Me acompañó hasta el portón, seguidos los dos por la mirada encendida del perrazo, que levantaba las orejas como puñales, y aunque estaba acostado, le temblaban los músculos con el deseo de saltar. Ya en la seguridad de la calle pregunté a mi amigo si no le atemorizaba la fiera.

-No, papá le enseñó a no atacarme a mí. Pero cuando papá le ordenaba ¡Mata!, no quedaba nada del perro ni del gato infortunado que se ponía en su camino. Supongo que de un hombre tampoco quedaría mucho.

-¿Te obedece?

-Jamás lo probé, Jesús mío. Ya sabes, la violencia...

-Tu papá te diría que pruebes con el cura.

-Carajo, nunca viene a casa.

Cerró cuidadosamente el portón de hierro. Soltó un silbido y el perrazo vino trotando, oliendo mis huellas. Yo ya iba caminando a lo largo de la verja de hierro que cerraba el jardín de la casa.

  —74→  

-¡Mata! -oí que ordenaba Sergio.

Fue como si un camión se hubiera estrellado contra la verja, tan cerca de mi cabeza que me pareció oler el aliento fétido del perro. Antes de salir disparado vi que Sergio brincaba de alegría mientras su perro me miraba como diciendo que la próxima vez no te escapas, desgraciado.



  —75→  

ArribaAbajoCapítulo VII

Al día siguiente, por la mañana, cambié mi voluminoso cheque en el Banco, y salí a la luz de la mañana prenavideña dispuesto a probar los hasta entonces desconocidos placeres del consumismo. Compré una máquina fotográfica para mí y un taladro motorizado que si las cosas no andaban bien podía su útil en mi taller, y zapatos y camisas nuevas. Para mamá un aparato de cocina que hacía todo, desde pelar papas hasta escupir 50 ñoquis por minuto; a papá una potente radio a transistores de onda corta, en atención a que su vicio secreto era escuchar radio Moscú o Radio Habana «solo para escuchar la otra campana» solía decir en tono de disculpa. Para Lucía adquirí una hermosa cadenilla con un crucifijo de oro con Cristo en relieve, en el supuesto de que si realmente estaba decidida a ser decente, le vendría bien tener un recordatorio colgado del cuello, algo así como una campanilla de alarma para su conciencia.

Al mediodía hice la distribución de los regalos, que no fue todo lo feliz que yo esperaba porque mamá daba vueltas en torno a su máquina de cocina y su complicado tablero y se puso a preguntar quién le enseñaría a manejar aquella cosa. Al receptor de papá olvidé ponerle las pilas y tuve que darle dinero para comprarlas, y por la tarde fui a los Primeros Auxilios a llevar su cadenilla a Lucía, que miró extasiada el crucifijo, o el oro, no sé, me preguntó si ya estaba bendecido y yo le contesté que cómo diablos iba saberlo.

-¿Y para mí no hay nada? -preguntó la vieja abogada desde su cama.

Sentí pena y le di dinero. Cuatro billetes que la anciana se puso a desplegar y alisar con el aire reverente de quien está planchando el Santo Sudario.

-Valentín ya me hizo un obsequio -dijo mi hermana-. Soy dueña de cuatro vacas preñadas -rió y sacó unos papeles de su mesita de luz y me abanicó la nariz con ellos. Imaginé que los papeles eran los títulos de propiedad sobre las vacas, o lo que fueran.

El paisano herido en la tercera cama había mejorado, ya no gemía y miraba curioso.

-Re cuerá má pa chamigo -le dije (¿Te vas curando, amigo?)

-A pu'a laya ma voi catú -contestó (¡Si ya estoy a punto de levantarme!)

-No deja de mirarme con cara de calentón el caradura -se quejó Lucía.

-Quizás por algo así le dieron con el machete.

-¿Valentín?

-Viene a pasar la noche conmigo. Quiso hacer un pesebre aquí y no   —76→   le dejaron. Se enojó bastante.

-Parece que te quiere mucho. Y lo demuestra. ¿Y vos?

-Sé que me quiere, pobrecito. Yo no sé lo que es querer, y tendría que volver a mis quince años para saberlo. Pero sé que le respeto, le estoy agradecida, me hace sentir segura, y aprendí a no reírme de sus torpezas.

-Has definido el amor. Un amor muy especial, pero amor, hermanita.

Sus ojos se humedecieron.

-Te agradezco que me digas eso, hermano.

-Y ya que estoy en guía espiritual, él también merece estar seguro. Seguro de vos. Confiar19 en vos.

-Voy a hacer que confíe en mí.

-Mirá que es peligroso. No se te ocurra que entre arrumaco y arrumaco con él podés echar una canita al aire. Si llega a enterarse te corta en dos con un machete.

-¿Tan bruto es?

-Yo diría, tan primitivamente puro. Con él cambiarán muchas cosas para vos.

-No le tengo miedo a ningún cambio.

-Me alegra oírte. Y ahora me voy. Voy a ponerme mi camisa nueva. Voy a pasar la Nochebuena con una dama muy hermosa, y muy rica.

Abrió los ojos, maravillada.

-¡No me digas que pescaste una!

-Sí, de 75 años.

-Podrido.

-Chau, feliz Nochebuena -la besé y me iba.

-¡Oiga! -me detuvo la abogada vieja-. ¡Después me cuenta la experiencia! -se volvió a Lucía-. ¡Dicen que por falta de uso se recupera la virginidad!

Caminé por los pasillos meditando que una vieja de 75 años vuelta a cero kilómetro, no dejaba de ser nauseante, aunque fuera la bruja dorada.

La sala de Natalia era la misma, con diferencia de estar mejor iluminada por un arbolito de Navidad, de plástico y lucecitas que titilaban. Sobre una mesa que también era recién llegada a la sala, había un enorme balde de metal plateado que sudaba hielo y adentro se enfriaban dos botellas de champaña. En un recipiente también con hielo, se escarchaban dos copas. El resto de la mesa estaba sembrado de bocadillos y trozos pinchados de pavo, en mondadientes de plata.

-Tendremos que servirnos solos. La mucama fue a su casa -dijo ella-.

-Está todo a mano -respondí mirando la mesa.

-Entonces, te sirves cuando sientas ganas. ¿Pongo música?

  —77→  

-Si quieres...

Puso un disco con selecciones de música navideña, pegajosa, dulzona y aburrida. Me senté y me aflojé la corbata, haciéndolo a propósito, como queriendo afirmar mi personalidad y que ella me importaba nada. Me senté.

-Con respecto a lo que dijiste la última vez...

-Dijimos tantas cosas... ¿Quieres descorchar la champaña?

Me levanté y lo hice. El corcho hizo pop, rebotó en el techo y cayó en su regazo, y ella lanzó un gritito de alegría, de niña. Volví la botella a su lecho de hielo.

-¿No me sirves?

-Dijiste que cada uno...

-No has venido muy cortés.

-He venido por mi jornal. No incluye la cortesía.

Decididamente me había puesto en plan de rebelde. Me senté mientras ella se levantaba con cierta gracia y se servía.

-Con respecto a lo que dijiste la última vez...

-Está delicioso -dijo ella, después de sorber su bebida-. Sírvete una copa -era la segunda vez que eludía el tema.

-¡Esa loca propuesta de matar a!...

-¡No quiero hablar de eso! -me cortó, tajante.

-Me alegro, porque es asunto terminado.

-Vos lo decidís. ¿De qué hablamos?

-¿Por qué no armaste un pesebre?

-Porque no hay pesebres de plástico. Y los de ahora no tienen magia, como antes. Antes los pesebres tenían un sentido mágico de la inocencia. Ahora sirven para hacer concursos de decoradores.

-¿Amabas la inocencia de los pesebres de antes?

-Mientras fui inocente, sí. Puedes decir que mi amor a los pesebres terminó con mi primer período menstrual.

-Linda charla de Nochebuena.

-¿Tienes auto? -táctica o champaña, saltaba de un tema a otro.

-¿Auto, yo? No. Pero tengo un zapato nuevo. Soy peatón impenitente.

-Deberías tener un auto.

-Todavía no decidí si comprarme un auto o un20 Jumbo con la plata que estoy ganando.

Había vuelto a llenar su copa. Miraba a través de su contenido las luces parpadeantes del arbolito, y los reflejos de ellas ponían colores a su blanquísimo y tirante cabello. Cruzada de piernas, el vestido azul intenso se recogía hasta las rodillas, algo huesudas, pero demostrando que alguna vez fueron soberbias. De las orejas colgaban   —78→   zarcillos en forma de rombos cuyas piedrecillas titilaban con el movimiento. El brazo desnudo era un brazo que fue un brazo hermoso, pulposo, flexible y largo, y conservaba un residuo de aquello. Cincuenta años atrás sería la mujer dorada para mi padrino pero para otro menos idiota y más consciente de lo que tenía bajo la bragueta, sería una gata dorada.

-Nunca me has hablado de tu padre, Natalia.

-En la segunda entrevista no se puede decir «nunca» -bebió largamente, aunque con elegancia-. Era un buen hombre. Pero le pesaba su... -se derramó algo de su copa que tembló un poco- ...soledad conyugal. De niña yo venía a su cama, a dormir con él. Me gustaba el calor de su cuerpo y su olor a Formol y apretada contra él me sentía segura y feliz. Una mañana desperté y vi que me contemplaba, acostada ahí con las cobijas corridas porque hacía calor. Se ruborizó cuando vio que yo a mi vez le miraba, y entonces me dijo que en adelante durmiera en mi cama.

Dos lágrimas arrastraban por las mejillas su carga de sombra para los ojos. Callé. Estaba hablando para sí misma y nada más.

-Comprendí por qué me lo decía. Y desde entonces fue... menos tierno y más cortés. Y yo empecé a sentirme mujer, y a mirarme desnuda en el espejo.

Con mano experta y un pañuelito de papel borró la huella negruzca de la lágrima.

-Era... alto y delgado, de hombros anchos y vientre plano. Un atleta. Cuando envejeció, los hombros se acortaron y el vientre saltó para adelante. Tenía manos enormes y peludas que no parecían manos de cirujano sino de un herrero. Decía con orgullo de sí mismo que era un hombre capaz de controlarse en cualquier situación, y controlaba todo, hasta sus emociones. Yo sabía que me quería y sabía también que él consideraba poco decoroso demostrarlo, especialmente cuando crecí, yo sufrí mucho, porque yo tenía hambre de él, de mi papá y de su virilidad protectora.

Ahora reía, convulsa casi.

-Pienso que lo que pasó fue que más tarde transferí mi hambre a los patanes del tipo gorila. Había uno, un bruto que se derretía de placeres cuando me tenía en sus brazos y yo gemía y le decía que papi, papi, más, más.

Me miró con los ojos luminosos, la boca crispada.

-¿No te excitas, Erasmo?

-En absoluto.

Feminidad herida es igual a furia. Lección gratis del profesor de trigonometría que tenía manía por las minifaldas.

  —79→  

-¡Apuesto a que deseas a tu madre! -me gritó, un poco ebria.

Sentí un sobresalto. Yo, mamá, en la cama, y me gustaba su olor a mamá. Pero ya crecí y no había transferido ningún hambre sexual a mujeres obesas como mamá. Soy inocente, me dije. Como no le respondí, volvió a sus remembranzas. Y a su cuarta copa.

-En la cama papá olía a Formol y de día olía a tabaco. Fumaba Alfonso XIII. Yo iba a comprarlo al almacén. Sus amigos fumaban Póker Rubio y me gustaba el aroma que no picaba las narices. Los cigarrillos negros de papá olían a cucaracha quemada. Enfermó. Hoy lo llamarían cáncer de fumador. Entonces solo fue cáncer. Preparó su muerte con precisión de cirujano. No le quedará un centavo que gané al maldito Estado, decía. Y cuando murió papá yo era una huérfana rica y él un muerto sin un centavo. El procurador que le ayudó a morir indigente se llevó su secreto jurídico a la tumba. Papá me sigue cuidando hasta desde la sepultura.

Alzó la copa de champaña.

-Feliz Nochebuena, papá.

No me estaba resultando ya tan bruja. Se estaba humanizando. Pero era la bebida, no ella, podía apostarlo. Fui hasta la mesa y me serví una copa, y con cortesía volví a llenar la suya, que consumió de un trago y volvió a tenderme la copa vacía.

-Papi, papi, papi, más, más, más -dijo riendo.

La botella tembló contra el cristal de la copa y hubo tintineo de estrellitas. Volví a llenar su copa, y reconocí que una voz así modulada, a los 20 años y en una cama, era capaz de curar la impotencia.

-Señora -le dije tras vaciar mi copa-. Si supone que me está seduciendo se está esforzando al pedo -me sentía algo mareado pues soy flojo para la bebida.

-Caballero -me respondió después de hacer desaparecer el contenido de la suya-. Si Ud. piensa que estoy tratando de seducirlo, se sobrevalora excesivamente. Nunca me gustaron los jóvenes de pecho hundido y del tipo afeminado.

Si pensó humillarme lo logró. Me hubiera gustado que me deseara para decirle no. Extrajo la botella del balde y comprobó que estaba vacía. Sin ceremonias y algo tambaleante logró saltar el corcho de la segunda. La espuma y la bebida se salieron y ella empezó a lamer la botella, riendo al mismo tiempo. Trató de llenar su copa, de pie y vacilante, y derramó el líquido en su escote. Entonces le serví yo, agradeció y se sentó de nuevo. Me clavó la mirada.

-Un chico de tu edad sin auto es una calamidad -me dijo.

-Creeme que sobrevivo a esa desgracia, Natalia.

  —80→  

-Ahí te pintas entero, futuro insolvente. Sobrevivo a la desgracia. ¿Y qué hay de escapar de la desgracia?

¿Escapar del mismo destino de papá? ¿Borracha y todo me estaba atacando por los flancos?

-¿Y debo creer que un auto me ayuda a escapar de la desgracia?

-Un auto corre más que tus zapatos, ¿no?

-Muy bien, regálame un auto -le desafié.

-Te lo regalo -rió.

Quedé mudo. Ella se dirigió a un mueble que podría llamarse un secretaire Pompadour o cosa parecida, abrió un cajón, sacó un manojo de tres llaves unidas por un aro que parecía de plata, y me lo arrojó. Dio en mi pecho y cayó al suelo. Si lo levantas estás perdido me advirtió el otro yo que solía dialogar conmigo. No hice ademán21 de levantarlo.

-Ya tienes auto -me dijo con un cargamento de ironía en la voz y en la mirada.

-Si esto tiene relación con la muerte de un hombre...

-No tengo la menor idea de a qué te refieres.

Miré el retrato de casamiento, la mujer dorada con el oficial. Ella también dirigió a la vista allí.

-¿Viste qué tórax? -me dijo en obvia referencia a mi pecho hundido.

Comparado con el mío, era un mapamundi comparado con un mapa dibujado en un cartón. Traté de regresarla a su demencial proposición.

-Murió. ¿Recuerdas?

-La gente muere.

-Castrada y asfixiada.

No se le movió ni las pestañas. Quizás mi padrino tuviera razón y hubiera realmente arterioesclerosis con su patología de olvidos.

-Esa historia me pertenece a mí.

Levanté las llaves.

Volvió a abrir el secretaire o como se llame y sacó una tarjeta que me pasó. Llevaba su firma y decía a un don Francisco Barreto que entregara el auto del garaje, al portador de la presente. Al dorso estaba dibujado un plano para llegar a cierta zona de Trinidad.

-Es la quinta de papá -dijo-. Allí me llevaba de niña y nos divertíamos en hacer pelear tarántulas.

No pude atribuir la pelea de las horribles arañas a cierto esbozo de delirium tremens o si realmente antes se hacía eso para diversión de las niñitas. Pero en todo caso, ya tenía un auto.

La Nochebuena terminó cuando terminó la cuarta botella, y   —81→   yo tuve que ir al baño a vomitar grandes porciones de pavo. Cuando regresé al salón ella estaba despatarrada en el piso de baldosas, dormía, roncaba y la dentadura postiza superior se había desprendido cayendo sobre el labio inferior y tan parecía una calavera que renuncié al versallesco esfuerzo de alzarla y llevarla a la cama. Salí a la madrugada de Navidad, de sombra espesa aún y atraído por el aire fresco caminé hacia la Plaza Uruguaya, haciendo girar las llaves en mi dedo índice.

Solo deseaba meterme en la arboleda y hacer profundas aspiraciones para evitar que las amenazantes náuseas volvieran. Pero estaba escrito que mi patética Nochebuena no había terminado. Observé a un hombre sentado en un banco. Y sus hombros se sacudían como si estuviera llorando. Seguí de largo. El hombre me llamó:

-¿Erasmo? -extrañado, me encaminé a él. Era Sandoval. Y estaba llorando a las tres de la mañana.

-¿Qué haces aquí?

-¿Quién quiere pasar la Nochebuena con un puto? -y siguió llorando, evidentemente ebrio, porque tenía un frasquito de Whisky puro en el regazo.

-En la Escalinata de Antequera hubieras tenido buena compañía.

-¡Esas puercas! -me miró interrogante-. ¿O puercos?

-Se levantó, me abrazó y me besó, me dijo que siempre le gusté y me arranqué de él y fui velozmente a echar más pavo tras el banco de la plaza. Había venido a aspirar aire puro y aspiraba el aliento de un marica borracho y sentimental.

-No me dejes -suplicaba mientras yo aún jadeaba y empapaba mi pañuelo.

Me suscitó lástima. Tomé asiento a su lado en el banco.

-Lo que necesito es un compañero permanente -dijo-. Un marido.

-¿Quieres hacerme vomitar de nuevo?

-Está bien, vamos a suponer que hablamos de hombre a hombre -se sobresaltó-. ¿Pero qué estás haciendo aquí? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?

-No puedo contarte la historia de mi vida. A ver si me crees. Estuve con una vieja de 75 años. Nos emborrachamos juntos y comimos pavo, finalmente me regaló un auto.

Su mirada fue de absoluto desprecio.

-¡Qué degenerado! Con razón estás vomitando.

-Vomité tres veces.

-Espero que la primera y segunda vez hayas vomitado montado sobre ella. Pero no. No te hubiera regalado un auto. ¿Te estás burlando,   —82→   verdad?

Le sacudí las llaves ante las narices.

-¿Y lo hiciste no más? -exclamó escandalizado.

-Lo hice.

-Gracias Dios que no soy... -calló.

O quiso decir «hombre» o quiso decir «normal». Nunca lo averigüé. Tampoco supe por qué aferré su frasco y bebí de su Whisky. Había oído que una bebida hace pasar el efecto de otra bebida, pero lo que conseguí fue que la borrachera que se iba disipando volviera con fuerza.

Recuerdo vagamente que llegamos a su casa allá sobre la calle Garibaldi, abrazados, cantando El Expreso Decano y tropezando también a dúo. Nos abrió la puerta la hermana de Sandoval, con una salida de baño encima funcionando como bata. En sus ojos vi amor para su hermano y un clarísimo desprecio hacia mi persona. Comprendí el motivo.

-Oiga, señorita, yo no soy de los que...

Su asco se acentuó, mi indignación también, ayudado por no sé cuántos grados de alcohol.

-Ud. es una mujer fea -le dije-. Y las mujeres feas no tienen derecho a despreciar a los hombres.

Metió de un tirón a su hermano adentro y me cerró las puertas en las narices. Entonces le grité a la puerta cerrada.

-¡Me imagino su suplicio cuando cose un vestido de novia que Ud. jamás vestirá! -y reía a carcajadas, pero se abrió de nuevo la puerta, apareció ella y recibí22 el bofetón más inolvidable de mi vida. En rigor fue una trompada, pero digamos bofetón en homenaje a su feminidad ofendida. Y así terminó mi Nochebuena de 1987.