Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


ArribaAbajo

Memoria histórica sobre la Junta General del Principado de Asturias



Dedimus profecto grande patientiae documentum, et sicut vetus netas vidit, quid ultimum in libertate esset, ira nos quid in servitute, adempto per inquisitiones, et loquendi, audiendique comercio. Memoriam quoque ipsam cum voce perdidissemus, si tam in nostra potestate esset oblivisci, quam tacere. Nunc demum redit animus...


C. C. Tacito. Vida de Julio Agrícola.                





ArribaAbajo

Advertencia

Por Real orden de 22 de enero de 1834, el Supremo Consejo de Castilla previno a la Junta General del Principado de Asturias le informase detenidamente sobre las ordenanzas que para su régimen particular había redactado D. Ignacio Florez el año de 1805, indicándole las reformas y modificaciones que en ellas creyese necesarias. Esta corporación que repetidas veces ha solicitado con empeño la sanción Real de que carecen, y que quisiera al mismo tiempo acomodarlas a la extensión y naturaleza de sus funciones, y al estado político de la provincia que representa, cometió el encargo de revisarlas y de exponer acerca de ellas su dictamen a los Sres. individuos de su seno D. José Caveda Nava, D. Manuel María Acevedo, D. José María Menéndez y D. Felipe de Soto y Posada.

La comisión compuesta de estos Sres. al emprender tan difícil e importante trabajo, conoció desde luego que si había de proceder en él con alguna seguridad, no solamente necesitaba conocer a fondo la organización actual de la Junta, sino también la índole propia y el carácter distintivo de este cuerpo político en los tiempos pasados, su origen y antigüedad, el círculo de sus derechos y atribuciones, los documentos históricos e instrumentos legales en que se fundan, y cuanto pudiese en fin contribuir a fijar con acierto sa dictamen sobre las ordenanzas sometidas a su examen. Con este objeto y para que sirviese de introducción a las que debían remitirse al Gobierno para su aprobación, escribió entonces D. José Caveda Nava, como individuo de la comisión, la presente memoria histórica.

La Junta General después de haberla examinado en cinco sesiones consecutivas, considerándola como necesaria para fundar el informe razonado de sus ordenanzas y como un monumento histórico de que hasta ahora se carecía, acordó su impresión por unanimidad en la sesión del 10 de Marzo de 1834.

Al dar cumplimiento a este acuerdo, la Diputación del Principado, llena un deber tanto mas grato, cuanto que satisfaciendo la curiosidad de los que desean formar idea de la antigua representación de la Provincia, saca del olvido las venerables memorias que consignan sus merecimientos, y ofrece a la imitación y el respeto del pueblo Asturiano los rasgos de virtud y patriotismo de nuestros Padres.






ArribaAbajo

Artículo I

Examen de algunas opiniones sobre el origen de la Junta General


Ya se considere la Junta General del Principado de Asturias como una institución estrechamente enlazada con el Gobierno político del país que representa, ya como el baluarte de las franquezas y libertades de sus pueblos, o ya en fin como un monumento histórico de las ilustres acciones de nuestros mayores, el verdadero Asturiano acogerá siempre sus memorias con veneración y respeto. Este cuerpo político que ha sabido sostener sin mengua hasta nuestros días la alta reputación que sus merecimientos le granjearon bajo los Monarcas más ilustres de Castilla, es hoy como en lo antiguo la verdadera representación de Asturias el órgano de la voluntad de sus Concejos, el más firme apoyo de sus derechos y el Ayuntamiento general donde se ventilan y sostienen sus más preciosos intereses. La importancia misma del carácter que le distingue, la naturaleza de sus funciones y las épocas memorables a que su nombre se asocia con gloria, excitan desde luego un vivo deseo de investigar su origen: mas por desgracia este aparece actualmente cubierto de espesas tinieblas.

En el tiempo en que la existencia de documentos irrecusables hubiera podido tal vez disiparlas, ni la historia era bastante independiente para manifestar sin riesgo la verdad, ni las ideas políticas recibidas entonces le permitían emplear sus investigaciones en el examen del antiguo gobierno y representación de los pueblos. Con la decadencia del estado bajo los últimos Monarcas de la dinastía Austriaca, desmedradas también las letras, apocado el genio y sucediendo a la antigua arrogancia castellana la timidez y el encogimiento servil amargo fruto de un humillante y largo sufrimiento, la mayor parte de nuestros historiadores, sin pretenderlo quizá, calcularon la importancia de los sucesos y de las cosas no tanto por su verdadero precio, como por el que les daban los errores y el espíritu del siglo en que vivían. Perdida hasta la idea de la dignidad y poderío de las comunidades y mirados con desdén sus fueros y prerrogativas, aquellos objetos llamaron más particularmente su atención que más se conformaron con las ideas y el gusto de sus contemporáneos. Midieron pues los acontecimientos pasados por los de su tiempo, y en vez de transportarse a la sociedad que describían para representarla fielmente, la observaron al través de las costumbres y de las preocupaciones que les eran familiares.

Por otra parte la Junta General cuyo mérito consistía no ya en una vana y deslumbradora grandeza, sino en la influencia poco apreciada y conocida que gradualmente ejercía sobre el espíritu y la suerte de los pueblos, no pudo ofrecer tampoco un objeto acomodado a su genio y a la naturaleza de sus investigaciones históricas. Así es que entre tantos cronistas como ilustraron las antigüedades de Asturias perdiéndose en prolijas y penosas investigaciones para satisfacer una impertinente curiosidad, no hubo uno solo que fijase de intento su atención en este cuerpo político, en su historia y origen, y en los justos títulos que adquirió al reconocimiento de la posteridad y a la protección del Gobierno. Ni la falta de ilustración y de crítica, ni el olvido de los buenos modelos y la corrupción del gusto tal vez permitían entonces ilustrar convenientemente sus anales. Antes que el hombre pudiese apreciar debidamente los sucesos y las instituciones de los pueblos, antes que pudiese sacar de la historia las importantes lecciones que encierra sobre las mejoras de su existencia física y moral, le ha sido necesario reunir primero un caudal considerable de hechos y noticias, compararlos entre sí, cerciorarse de su realidad, y en un penoso y dilatado examen separar la fábula de la historia y el error de la verdad. Por eso hubo primero anticuarios y eruditos que filósofos e historiadores; y por eso antes de que pudiese conocerse el verdadero precio de las cosas se las estimó no tanto por la importancia de sus lentos resultados, como por su aparato, y brillantez exterior. Una conquista sangrienta, un reinado fecundo en hechos de armas aunque estéril en virtudes, las tiránicas proezas de un Señor de vasallos y hasta los delirios de la Heráldica, se tuvieron en el siglo XVII por más dignos de la posteridad que el carácter y variaciones del gobierno y el estado de nuestra ilustración y cultura. He aquí porque cuando tenemos las noticias más minuciosas de la fundación de un orden monástico, de los principios de una casa solariega, sólo podemos presentar conjeturas al hablar del origen y antigüedad de la Junta General del Principado.

El Padre Carballo crédulo en demasía y espacioso compilador de cuanto otros dijeron bien o mal fundado sobre nuestras antigüedades, sin embargo de que ha visto infinidad de documentos que pudieran ilustrarlas, sólo por incidencia habla de la Junta General, recordando a otro propósito las escasas memorias que acerca de ella ha interpolado entre las muchas noticias sin enlace que forman el todo de sus Antigüedades de Asturias. La misma conducta ha observado el Caballero Trelles1; pues reconociendo todo el precio de aquella institución, creyó más oportuno perderse en las ridículas quimeras del blasón que ilustrar sus memorias. Aunque el Padre Risco escribió en nuestros días con más método y mejor crítica de las cosas de Asturias, igual fue el desdén con que miró su memorable representación. Entre los demás escritos que de intento o por incidencia hacen de ella mención, sólo en los avisos históricos de D. Gregorio Menéndez, en los fragmentos del Memorial del Abad D. Diego, en los apéndices de la España Sagrada, en los de la Teoría de las Cortes del Sr. Marina, y en varias colecciones diplomáticas se encuentran esparcidas algunas escasas noticias que pueden ilustrar sus anales desde mediados del siglo XIV hasta principios del XVI.

Allégase a esta omisión de los escritores la incuria y abandono con que se miraron muchos importantes documentos; los trastornos que ha padecido el archivo de la Diputación del Principado en diversas épocas, y sobre todo el lastimoso extravío de dos volúmenes de pergaminos originales que de él se extrajeron el año de 1727 para la defensa de ciertos derechos2.

Tal es la causa de la divergencia de opiniones entre los aficionados a las antigüedades de Asturias que pretenden fijar el origen de su Junta General. Quien, considerándola estrechamente enlazada con la antigua constitución del país y subiendo hasta la restauración de la monarquía Gótica, supone que era entonces y durante los 13 primeros Reyes la Junta o corte general del Reino, y que trasladado el Trono a León quedó Asturias como provincia con el mismo gobierno que tuviera como monarquía: quien, con pretensiones menos ambiciosas le da origen al tiempo mismo que se establecían las comunidades de Castilla; y quien le busca en una época mucho más reciente creyendo encontrarle en la erección del Principado de Asturias.

Por más que la primera de estas opiniones parezca gloriosa para la patria y aunque sea la de un Varón grandemente célebre y respetable por su vasta ilustración y sus inmortales escritos3, confesamos que a juzgarla solo por los datos que hemos recogido, no podemos adoptarla sin hacer traición a nuestras ideas. Si en esto somos temerarios discúlpenos el ingenuo candor con que procuramos hallar la verdad.

Con las costumbres, el idioma y la religión de la monarquía gótica heredó la asturiana, erigida sobre sus ruinas, la constitución, el gobierno y las leyes. Uno mismo su espíritu y una misma también la organización del Estado, el trono restaurado en las montañas de Asturias y establecido después en Oviedo, se vio rodeado de los altos funcionarios que le honraban en Toledo: tuvo la justicia los órganos, las clases privilegiadas la representación, y los Monarcas la autoridad y el apoyo que les prestaran los usos y las instituciones góticas. No existía entonces el tercer estado como cuerpo político, ni las municipalidades cuyos fueros y cartapueblas les dieron más tarde la independencia y consideración, que tan grandemente contribuyeron al bien estar de los pueblos y al esplendor de la corona. Una muchedumbre de siervos ignorante y sometida sin representación ni derechos que la sacasen de su nulidad política; una nobleza fiera y orgullosa sostenida por el espíritu militar, por sus privilegios feudales y por las circunstancias que la constituían el apoyo más firme del trono y de la Patria, un clero preponderante por la influencia que su instrucción y sus virtudes, su dignidad y su riqueza le aseguraban en los negocios públicos y en la alta administración del Estado; un Monarca siempre compelido a llevar las armas contra los enemigos extraños y a poner coto a las demasías y pretensiones de los domésticos, muchas veces la víctima de las disensiones civiles y de continuo embarazado en sus empresas por la depravación de las costumbres y por el descrédito y violación de las leyes; tal era entonces la monarquía Cristiana estrechada en los confines de nuestra Patria y extendida después a los campos de las dos Castillas y de las Andalucías por las victorias de los Alfonsos y Fernandos.

¿Y en estos tiempos infelices de calamidad y turbulencia, en que eran los pueblos ciegos instrumentos de las clases privilegiadas, habremos de buscar el origen de una representación verdaderamente popular que supone ya la existencia de las Comunidades y la importancia política que recibieron mucho después? Esta suposición se desvanece sólo con echar una ojeada sobre las memorias que nos restan de aquella época, y sobre la naturaleza de los cuerpos políticos que siendo una parte integral de la constitución del Estado, pudieran tal vez ofrecer en su organización y sus funciones algunos puntos de contacto con la Junta General. Los cronicones de Albelda, de D. Sebastián, y de Sampiro, así como los concilios sucesivamente celebrados en Oviedo y León desde D. Alonso el Casto, ni un leve indicio nos ofrecen de su existencia. No le hallamos tampoco en los frecuentes alzamientos e insurrecciones de los Asturianos ni en el espíritu de independencia y firmeza que manifestaron en las circunstancias más difíciles de su naciente y combatida monarquía.

Fruela, es la víctima de una conjuración en Cangas: los esclavos se sublevan contra sus Señores reinando D. Aurelio: una usurpación violenta coloca a Mauregato en el trono: la sumisión de los Vascones produce sangrientas contiendas: Nepociano conspira y usurpa a D. Ramiro I la corona que este Príncipe recobra en seguida: Alzase Fruela, Conde de Galicia contra D. Alonso el Magno; se proclama Rey de Oviedo y paga la rebelión con la vida: los Navarros niegan su obediencia a D. Ordoño I y la translación de la Corte de Oviedo a León bajo el reinado de D. Ordoño II disgustando a los Asturianos, es un nuevo motivo de calamidades y disturbios. En esta desgraciada reproducción de guerras intestinas, ni una sola circunstancia hace sospechar la reunión política de las juntas populares. Los grandes conspiran y la muchedumbre los sigue o los abandona a merced del impulso que reciben o de las vicisitudes de la fortuna. Existieran entonces las Curias de Asturias, y los monumentos contemporáneos no ocultarían su memoria a la posteridad.

Pero se dirá que en un principio no fue la Junta General otra cosa que la representación del Reino en los Concilios generales, que el tiempo y las variaciones de la política preparando las modificaciones y diferencias que hoy ponen tanta distancia entre ellos y la representación actual de Asturias, vinieron por último a darle el carácter propio que la distinguió más adelante; y en fin, que su verdadero tipo corresponde a estos primeros siglos de la Monarquía: vanas alegaciones que la sana crítica destruye con examinar la naturaleza de unos y otros congresos. ¿Por que, qué hay de común entre ellos ora se atienda a su forma, ora a la emanación de su poder, ora a la manera de ejercerle, ora en fin a su autoridad y sus funciones? Vease el concilio primero de Oviedo reinando D. Alonso el Casto; el que se celebró en tiempo de D. Alonso el Magno, el de 914 reunido para alzar por Rey a D. Ordoño II al fallecimiento de su hermano Don García: veanse los que en seguida se celebraron en el Reino de León y prescindiéndose si se quiere de su índole propia, considéreseles enhorabuena no ya como un cuerpo eclesiástico sino también como una representación verdaderamente nacional. Aun así, ¿serían otra cosa que unos congresos en que después de establecerse los cánones que las necesidades de la Iglesia exigían, se tomaban en consideración las de la Patria? Sus leyes y determinaciones para remediarlas sancionadas por el Monarca, se dirigían por la mayor parte a sostener su augusta dignidad, a la sumisión y respeto que sus súbditos le debían, y a los puntos más graves de la constitución fundamental del Estado.

En las discusiones puramente eclesiásticas deliberaban sólo los padres: en las civiles y de política se unía a su voto el de los Grandes del Reino, y en cualquiera caso sólo el clero y la alta Nobleza concurrían entonces con el Rey a la formación de las leyes. Así pues o como concilios o como cuerpos legislativos, estas grandes y respetables asambleas, por su forma, por su objeto, por su autoridad, por la emanación de su poder, por las clases que las componían, no sólo eran esencialmente distintas de las Juntas Generales del Principado, sino que ni aun se concibe hayan podido sugerir la idea de su estructura cuando ya concurrían a la formación de las leyes los tres estamentos de la nación.

Examinemos ahora si la representación de Asturias tiene analogías más marcadas con la Junta o Corte de nuestros antiguos Reyes. El ilustre cuerpo llamado entonces Consejo, Concilio, Corte o Tribunal del Rey, se componía de los altos empleados de Palacio y de los Varones más insignes en saber, jerarquía y dignidad. Siempre inmediato al Trono, confirmaba con el Príncipe los privilegios, concesiones y fueros de los pueblos y de los particulares: le seguía muchas veces en sus expediciones, era su cuerpo consultivo y dirigiéndole con sus consejos, influía su fallo de un modo directo en las apelaciones que venían a la Corte y en los graves negocios de Estado. Era pues en realidad esta reunión de próceres un verdadero tribunal que ejercía jurisdicción civil y criminal; y por otra parte encerrando en su seno cuanto la Corte ofrecía de más grande y respetable, contribuía al lustre y esplendor del solio, a dar altas ideas del poder y dignidad de los Monarcas, y a manifestar a los ojos del pueblo la preponderancia y representación de los magnates del Reino. De este modo la Magistratura podía considerarle como parte integrante del poder judicial; la administración como un cuerpo consultivo de la mayor importancia en la constitución del Estado, y la dignidad Real como un ornamento que daba esplendor a la Corte y al Trono. Y bien. ¿Bajo cuál de estos respetos se puede comparar a la Junta General no sólo como nosotros la conocemos sino también como los documentos históricos la presentan en los siglos pasados? Confesamos ingenuamente que no acertamos a fijar las relaciones que aproximan unos cuerpos de tan diversa forma, y que tienen tan señaladas incoherencias en cuanto determina y explica su existencia política.

Por lo demás convendremos en que trasladada la Corte a León por D. Ordoño II y reducida Asturias a una provincia del nuevo reino, ni ha perdido por eso la honrosa distinción que alcanzó de sus Monarcas, ni las consideraciones justamente adquiridas en 13 reinados de continuas victorias. Oviedo conservó en efecto el título y rango de Corte de nuestros Reyes nombrándose como tal en varios privilegios4. Los personajes más allegados al Trono y los más distinguidos por su cuna y dignidad gobernaban la provincia con el titulo de Reyes5, y tal vez ejercían también su autoridad suprema a lo menos cuando el Monarca de León cabeza del Reino del mismo nombre no residía en Asturias D. Fruela hermano de D. Ordoño II, D. Ramiro, D.ª Urraca y el Infante D. Alonso todos íntimamente conexionados con los Monarcas Leoneses, llevaron el dictado de Príncipes cuando gobernaban en Asturias. Más adelante los sucedieron constantemente los grandes de mayor representación como entre otros lo fueron D. Rodrigo Álvarez de las Asturias y D. Sancho Álvarez hijo de Fernando el II, y durante su gobierno los mismos Monarcas Leoneses venían con frecuencia a la Provincia donde hacían largas mansiones. Así fue como los disturbios originados de haberse trasladado la Corte a León trajeron a Oviedo a D. Ramiro poco después del fallecimiento de D. Ordoño, y así fue como destruida y tomada León por los Árabes fijó su permanencia Bermudo el Gotoso en el antiguo reino de Asturias.

Que esta inclinación de los Reyes Leoneses a la primitiva corte de sus mayores; que el gobierno de los augustos Varones que en ella les substituyeron; y que la misma reputación de la monarquía de Asturias y la reciente memoria de su grandeza y de sus timbres no pusiese una estrecha analogía entre su gobierno como Provincia y el que tuvo como Reino, no hay para qué ponerlo en duda. Fácil sería demostrarlo así con hechos y documentos irrecusables cuando el plan y los límites de esta memoria lo permitiesen. Pero concediendo si se quiere la identidad de ambos gobiernos, observaremos que aunque las alteraciones de la Constitución de los Godos ya desde últimos del siglo X, las produjeron muy notables en el poder del Tribunal o Corte del Rey, no por eso ha distado menos de la Junta General. En efecto, a fines del siglo XI los Merinos mayores de Galicia, Asturias, León y Castilla ejerciendo en sus respectivas merindades jurisdicción civil y criminal y los funcionarios públicos que las escrituras de aquellos tiempos llamaban Potestades Dominantes y Señores revestidos de un poder político y militar, amenguaron en parte el de la Corte o Concilio considerado únicamente como Tribunal civil6 mas semejante circunstancia no le dio nuevo carácter y fue entonces tan diverso de nuestra Junta como en los reinados de los Godos.

Este sencillo recuerdo del estado de la monarquía Asturiana y de la de León en sus primeros reinados manifiesta, 1.º que en ningún documento histórico de estos tiempos se hace mérito ni aun por incidencia de la junta General: 2.º que tampoco hay motivo para inferir su existencia de las noticias que nos comunican sobre la ley fundamental del Estado: 3.º que nada tenían de común con aquella corporación, los Concilios y Cortes nacionales; y 4.º que la misma disparidad se encuentra si se la compara con la Junta, Corte o Tribunal del Rey.

Pero tanto como se engañan tal vez aquellos que le han concedido esta antigüedad, otro tanto se apartan de la verdad histórica los que la suponen formada al mismo tiempo que las primeras comunidades de Castilla, y los que pretenden que tuvo principio en las Cortes de Briviesca del año de 1388 cuando la transacción entre D. Juan el I de Castilla y el Duque de Alencastre. Por los instrumentos diplomáticos y los hechos incontestables que citaremos en seguida, se verá que estas dos opiniones carecen de todo fundamento. Pero ya que la falta de documentos llena de obscuridad el punto que examinamos, e ilustrarle convenientemente es acaso imposible, substituyamos por lo menos a tan diversos pareceres otros que se avengan más fácilmente con la historia.




ArribaAbajo

Artículo II

Probabilidades sobre el origen y antigüedad de la Junta


Siendo pues la Junta General una verdadera representación de los Concejos de Asturias, así como parece repugnante suponerla establecida en un tiempo en que estos no existían, nada es más natural que darle un origen posterior a su erección y cuando por una serie de acontecimientos importantes lograron los pueblos el poder y consideraciones políticas de que antes carecían.

Terminado el siglo X había padecido ya algunas alteraciones la constitución gótica no sólo por los enlaces de los Príncipes de León con la Real casa de Navarra, sino por el roce y comunicación que sus súbditos tuvieron con los extranjeros y por las costumbres peregrinas que insensiblemente se introdujeron en Castilla: pero sus consecuencias todavía de poca importancia para la Nación entera, fueron sólo como un preludio de los grandes sucesos que concurrieron más tarde a variar su faz y a consolidar su gobierno. La Patria fluctuando por espacio de tres siglos entre temores y esperanzas, extendió sus confines con rápidas y gloriosas conquistas: hízose hereditaria la corona antes de electiva: verificose en seguida la reunión de los dos estados de Castilla y León en D. Fernando el Magno; lograron las Comunidades en sus fueros y cartapueblas la independencia y la fuerza de que carecían, y sus apoderados fueron por último admitidos a las Cortes nacionales presentándose al lado de la Nobleza y del Clero el tercer Estado, hasta allí humillado y siervo, temible y ansioso de representación y prerrogativas.

Conoció pues la nación el secreto de su propia fuerza, y pudo ya oponerse a las demasías de los Señores feudales y sostener contra ellos sus exenciones y la dignidad del trono. Una funesta experiencia había enseñado a los pueblos que solo con la unión y el auxilio recíproco de sus medios de resistencia podrían asegurar los intereses de la comunidad y establecer el orden y la paz interior de que tanto necesitaban. Porque con los desastres y trastornos, largo fruto de largas y sangrientas guerras, los ánimos se habían endurecido, faltar a las leyes su apoyo y su energía, y la impunidad alentando el crimen produjera a un mismo tiempo la corrupción de las costumbres, la miseria y la ignorancia. La necesidad de remediar estos males ya demasiado generalizados, dio al fin origen a las célebres juntas o hermandades de los pueblos de Castilla que tanta reputación alcanzaron desde el siglo XIII.

Pero mucho antes se había celebrado una en Oviedo que si quizá no debe contarse entre nuestras Juntas Generales, pudo a lo menos con otras de la misma especie ofrecer a nuestros padres un modelo para establecerlas y un ejemplo de las ventajas que esta clase de asociación les prometía. Atendamos a todas las circunstancias que la distinguen: al contesto de sus actas, a la clase de personas que a ella concurrieron, a la generalidad de su representación, a los motivos que la produjeron, a su forma y objeto, y acaso esta opinión no parecerá destituida de fundamento.

Al principiar el siglo XII se habían agravado considerablemente los males de la nación con las funestas desavenencias entre D. Alonso VII y su madre Doña Urraca. Avezados los poderosos a oprimir a los débiles y el soldado a la licencia y desenfreno, funesto resultado de las guerras civiles, ni había seguridad en los caminos públicos, ni la propiedad se respetaba, ni el Santuario mismo, violado frecuentemente, ofrecía un asilo seguro a la virtud. En tanta angustia el Obispo D. Pelayo varón entonces doctísimo y respetable cuyos escritos llegaron hasta nosotros, persuadido de que sólo el desaliento y desunión de los buenos constituye la fuerza y la osadía de los malos, reunió contra ellos en la Iglesia de S. Salvador de Oviedo y en la fiesta de Pentecostés del año 1115, una gran junta compuesta de personas distinguidas y otras menos visibles de los principales pueblos de Asturias, y de su Conde o Gobernador Suario. Les arengó haciéndoles presente la necesidad de tomar medidas que asegurasen el público sosiego con la terminación de los desórdenes que la depravación de los tiempos había producido, y sus deseos fueron aprobados por un consentimiento general. Así se comprueba todo por la siguiente cláusula de las actas de esta memorable asamblea. «Omnium sancte crucis filiorum presentium et futurorum memoriæ tradere statuimus, latronum sacrilegorum et diversi generis maleficiorum in Asturiarum partibus nimiam et execrabilem malitiam olim prævaluise plerisque temporibus. Ad quam destruendam et quæ Sanctæ Ecclesiæ profutura erant ædificanda, Era MCLIII. apud Ovetum in Ecclesia Sancti Salvatoris congregatis, principibus et plebe totius pridicte regionis in die sancto Pentecostes, Spiritu Sancto administrante, Presuleque prædicante et monente hec intercetera placita omnibus in com mune primum se obtulit sententia.»

Los tres artículos que entonces se establecieron y que la Reina Doña Urraca confirmó mandando los observasen y jurasen todas las personas de su reino produjeron los más felices resultados. De la influencia que debieron tener en el bienestar y seguridad de los pueblos puede juzgarse por la general aceptación que han merecido7. Doña Elvira y Doña Teresa hermanas de la Reina ordenaron a su ejemplo que sus súbditos las jurasen y adoptasen: la misma conducta observaron en seguida la Reina Doña Urraca y su hijo D. Alonso, y después D. Ramiro y su hermano las extendieron al reino de Aragón. De este modo se han hecho generales casi a todas las monarquías de España, como se expresa terminantemente en el Concilio de Oviedo algunos años después de la celebración de la Junta.

Entre los varios territorios de Asturias cuyos habitantes concurrieron a ella y aprobaron sus actas se cuentan Tineo, Lagnero, hoy Llanera, Maliao, hoy Villaviciosa, Colunga, Cangas, Aguilar, Lena, Alier, hoy Aller, Arbolio, hoy Arbas, Gordon y Alba.

Aunque el Doctor Nicasio Sevillano en su defensa de la primacía de la Santa Iglesia de Toledo, y el Cardenal Aguirre en su colección de los concilios de España consideran esta asamblea como un Concilio nacional, y como tal le insertan en sus obras, es indudable que ha sido una verdadera Junta popular. Atiendase al principio de sus actas y se verá que solo se compuso de la nobleza y del pueblo sin que hubiese asistido a ella otro prelado que el Obispo D. Pelayo...... Congregatis principibus et plebe totius predicte regionis...... presuleque predicante et monente. Es cierto que en el manuscrito original encontrado en el archivo de Toledo, se expresan a continuación de las suscripciones de los grandes y los demás concurrentes de los pueblos, las de muchos Obispos de diversas diócesis de España: pero la confirmación de estos prelados fue sin duda posterior a la celebración de la Junta, pues varios de ellos todavía no presidían entonces sus respectivas Iglesias cuyo gobierno obtuvieron mucho más tarde. Por eso al aprobar y confirmar sus actas las reprodujeron a continuación de este epígrafe «Sciant omnes homines presentes et futuri quod Deo juvente, haec constitutio (la de la Junta) suscripta quae per totam Hispaniam, habetur, habuit initium in Ovetensi Eclesia tempore Pelagii Ovetensis Episcopi et subscriptis omnibus hominibus.»8

Aquí tenemos ya una gran asamblea de los principales territorios de Asturias, que sino ofrece la regularidad, el carácter legal y la forma con que se halló mucho después legítimamente convocada la Junta General, tiene por lo menos todas las cualidades necesarias para graduarla de eminentemente popular con aquella extensión y autoridad que permitían los infelices tiempos en que se ha reunido. El bien general y los intereses más preciosos de la Comunidad la motivaron; a ellos se refieren sus actas, en la Iglesia de S. Salvador se verificó su reunión, y en la sanción solemne de la Reina Doña Urraca y de sus augustos sucesores, halló la fuerza y virtud legal que de otro modo no tendría. ¿Quién pues dejará de reconocer en este conjunto de circunstancias, las principales que muy posteriormente distinguieron nuestra Junta General del Principado? Sino hay entre ellas una absoluta identidad, preciso es a lo menos confesar su semejanza, que un carácter común las aproxima, que eran unos mismos sus fines y sus medios, que se reunían en el mismo local, y que sus determinaciones marcadas con el sello de la utilidad pública entonces como ahora recibieran el valor, que por sí mismas no tenían, de la aprobación y consentimiento del Monarca.

Ya que no una demostración histórica, por lo menos una probabilidad que fácilmente se aviene con la razón, nos induce a reconocer en esta clase de reuniones populares el tipo de la representación que de tan antiguo disfruta el Principado. Sus analogías y relaciones con ellas no pueden desconocerse, y sino fue ya la junta de 1115 lo que pudiera y debiera ser, la experiencia y la necesidad, otras reuniones de igual género tal vez verificadas en seguida por una serie de mejoras y progresos que los siglos nos ocultan, vinieron por ventura a producir insensiblemente la Junta General, tal como aparece organizada desde el siglo XVI. Es indudable: los cuerpos políticos en el orden social lo mismo que los físicos en el de la Naturaleza, débiles e imperfectos en la infancia, reciben del tiempo su desarrollo, incremento y perfección.

Tres causas sobre todo pudieron contribuir desde esta época a fijar el carácter político de semejantes asociaciones y a darles mas vigor y regularidad: 1.ª el establecimiento progresivo de las municipalidades: 2.ª el ejemplo y feliz éxito de las hermandades de Castilla frecuentemente reunidas desde el siglo XII; y 3.ª la representación que por el mismo tiempo empezaron a tener los pueblos en las Cortes generales asociándose a las clases privilegiadas. En 1145, esto es, 30 años después de la Junta de que se ha hecho mérito, D. Alonso VII concedió a Oviedo el fuero de Sahagún, y en este instrumento se suponen ya erigidos los Concejos de Asturias. Avilés obtuvo su carta puebla del mismo Monarca en el mes de Enero de 1155: la de Llanes fue expedida por D. Alonso el nono: la de Villaviciosa por D. Alonso X: las de los Concejos de Valdés y Pola de Siero por el mismo Monarca en 1270; y así sucesivamente las de las demás municipalidades. Estas concesiones aseguraron su independencia, les dieron en los Ayuntamientos las autoridades locales y el gobierno de que carecían; en los fueros leyes para regirse; en las exenciones y privilegios, medios para conservarlas y oponerse con firmeza a las pretensiones de los poderosos.

Este nuevo poder de los Comunes tan ventajoso a la dignidad Real como a los pueblos, sacándolos gradualmente de la nulidad política a que por tantos años estuvieron reducidos, favorecía sus reuniones, y ponía entre ellos un enlace y correspondencia, tanto más necesario cuanto que el peligro y los daños que experimentaban les precisaba a buscar en el conjunto de sus recursos la fuerza y vigor de que cada uno separadamente carecía. De aquí aquellas famosas concordias celebradas desde el siglo XII entre las comunidades de Asturias y Galicia. La historia Compostelana nos ofrece ya un ejemplar de estas asociaciones en el siglo XI9. ¿Y quién ignora la célebre confederación de Valladolid del año 1282 reinando D. Alonso el Sabio? ¿Quién la que formaron en seguida los concejos de León, Asturias y Galicia en las Cortes de 1295 de la misma Ciudad?10 El espíritu que los animaba y la firmeza con que defendieron sus libertades, puede inferirse del contexto mismo de su carta de hermandad11 publicada en el tomo 36 de la España Sagrada. Entre las comunidades que la otorgaron se cuentan Oviedo, Avilés, Alva, Tineo, la Pola de Lena, Colunga, Grado, Cangas, Rivadesella, Pravia y Llanes.

Desde el siglo XIV fueron más frecuentes y son también más conocidas las hermandades. D. Pedro Ulloa Golfin y Portocarrero, en su libro de los privilegios de Cáceres habla muy particularmente de la celebrada en Burgos por los concejos de León y Castilla el año de 1315, a la cual se siguieron la de 1465, continuada en la de Villa-Castín de 1473, y la de Ávila y Tordesillas de 152012. En Asturias se celebraron algunas otras por el mismo tiempo. El año de 1309 otorgaron carta de hermandad los concejos de Oviedo y Grado con sus alfoces13 para defenderse de las violencias de Gonzalo Pelaez Coalla, e invitaron a las demás comunidades de la Provincia a unirse con ellos. El Obispo, el Cabildo y la Ciudad de Oviedo, se asociaron igualmente el año de 1314 procurando el mejor servicio de ambas Majestades y de la Patria14. Oviedo, Avilés, Grado, Pravia, Salas y otros territorios, hicieron lo mismo el año de 131615. En el memorial e inventario de escrituras fueros y privilegios de la Ciudad de Oviedo formado por Juan Ortiz el año de 1536 a petición y mandamiento del Mariscal de León, se hace mérito de un envoltorio de documentos relativos a los hombres jinetes y armas que daba el Principado para la hermandad, y de varias provisiones de su Junta en el año de 147016. Y del mismo instrumento consta la convocatoria expedida por los Reyes Católicos a la Ciudad de Oviedo y a toda la Provincia el 23 de Noviembre de 1485 para la hermandad que debía celebrarse en Tor de Laguna.

Los males públicos produjeron estas juntas; los resultados las acreditaron, y los Reyes por su propio interés han dado a su autoridad un carácter legal. En todas se propusieron los pueblos defender sus franquezas fueros y libertades, refrenar la licencia de los poderosos, evitar los abusos del despotismo feudal, y suplicar al Monarca el remedio de sus necesidades. De este modo protegida por una fuerza común la propiedad y la seguridad individual, facilitadas las comunicaciones, establecida la correspondencia entre unos y otros ayuntamientos, y alentada la laboriosidad de las clases productivas, las Villas y Ciudades ocuparon gradualmente el lugar que les correspondía en el orden social; se creó una fuerza pública protectora de las leyes; la razón recobró sus derechos; y el espíritu de privilegio cesó de ser exclusivamente el órgano y el regulador del voto y las necesidades de la Nación.

El tercer Estado formando una clase tanto más poderosa cuanto que a la fuerza física allegaba también la que le daban la opinión y los resultados de su laboriosidad y cultura, fue por fin admitido a las Cortes del Reino en el siglo XII. Los procuradores de los Concejos de Castilla concurrieron ya a las generales de Burgos del año 1169 convocadas por D. Alonso VIII17, y en seguida a las de León de 1183, y 1189, y a las de Carrión de 1188.

Cuando tantas causas concurrían a un mismo tiempo a fomentar este espíritu general de asociación, natural parece que en medio de los elementos de orden y de prosperidad que en todas partes producía, los Asturianos que asistían a las grandes juntas nacionales de Castilla y León y que en su misma patria formaban frecuentemente hermandades particulares de determinados territorios, columbrasen en estos ensayos de sus fuerzas el bien que pudieran prometerse de otros mayores y mejor dirigidos. ¿Será pues una temeridad inferir de todos estos datos, que la Junta General de Asturias no fue otra cosa en su principio que una gran hermandad de los territorios y jurisdicciones de esta Provincia? ¿Repugnará que así como se asociaban algunos concejos en pequeñas hermandades, procediendo por imitación y amaestrados por la experiencia, se reuniesen todos en una gran asamblea donde los intereses generales de la Patria encontrasen un firme apoyo en el conjunto de sus recursos y de sus fuerzas? Ciertamente que a juzgar solo por los documentos históricos que llegaron hasta nosotros, no parece infundado conceder este origen a nuestra junta General, ver en la del año 1115 una de las que pudieron servirle de tipo, y persuadirnos que si la necesidad y la experiencia la produjeron en los turbulentos reinados de la Edad Media, el tiempo y la costumbre la autorizaron dándole después una forma constante y regular. ¿Y si no dónde están los vestigios de su existencia anteriores a esta época? ¿Por qué hasta el año 1115 no encontramos ni un leve indicio de las juntas populares en Asturias? ¿Y cómo es que se descubren analogías tan marcadas entre aquella asamblea, las grandes hermandades, y las más antiguas Juntas Generales de nuestra Provincia? No puede dudarse: al fijar la atención sobre estas confederaciones según el carácter que las distinguía en el siglo XIV, desde luego se echa de ver que tenían un objeto común; que se dirigían al mismo fin; que en su organización apenas había diferencia sensible, y que los riesgos y vicisitudes de la Patria las producían sin que se observase un periodo, constante y determinado para su convocación.

Pero cualquiera que sea el valor de estas reflexiones, nunca podrá negarse a la Junta General del Principado una venerable antigüedad: en su misma estructura, en todas sus memorias, en el espíritu de sus instituciones, respira el genio de nuestros mayores, y se deja sentir la mano destructora del tiempo. Los documentos históricos que la suponen establecida desde inmemorial, tienen en su apoyo las tradiciones más respetables; y la Real Cédula de Felipe II expedida en Aranjuez el 23 de Noviembre de 1594 para reformar este cuerpo político, nos asegura de un modo terminante que las ordenanzas por donde entonces se regía estaban ya de largos años atrás establecidas18.




ArribaAbajo

Artículo III

Juntas de 1367 y 1378, y sucesos posteriores hasta la erección del Principado de Asturias


Desde el último tercio del siglo XIV la historia nos ofrece noticias seguras de la Junta General, y nos permite abandonar las conjeturas para seguir el hilo de los sucesos que nos prueban de un modo positivo su existencia. Una funesta escisión había dividido los Asturianos en la sangrienta discordia de los dos hermanos D. Pedro el Cruel y D. Enrique Conde de Trastamara. Estos irreconciliables enemigos disputando a muerte un trono que el poder de los Árabes y las disensiones intestinas habían debilitado, lograron inspirar sus odios a los infelices pueblos que ciegos instrumentos de su ambición y venganzas, desolaban la patria y destruían su propia libertad para darse un Rey de su partido. Mientras que Gijón, Noreña y otros pocos territorios del Señorío particular de D. Enrique apoyaban con un ciego furor sus pretensiones, los parciales de D. Pedro no menos obstinados y resueltos, obedeciendo las órdenes que este Monarca les comunicó por su criado Suer Pelaez, hicieron en su defensa la confederación o Ayuntamiento de Santa María de la Vega, extramuros de Oviedo. el 12 de las calendas de Noviembre era de 1405 año 1367. Esta Junta tan notable por el gran número de pueblos que concurrieron a formarla, como por la resolución con que todos se resolvieron a sostener la causa que defendían, es la primera y acaso la más célebre de que tenemos noticia si se exceptúa la del año de 111519. Después que los concurrentes a ella en un momento de entusiasmo quemaron las vainas de sus espadas, juraron a su Dios y prometieron a su Rey que del mismo modo consentían en ser reducidos a cenizas antes que allanarse a los secuaces de D. Enrique; que hasta someter la provincia a su Monarca, ni dejarían las armas, ni desistiendo de su propósito regresarían a sus hogares, ni harían más comida ni bebida que pan, baca y agua; que no hablarían a los traidores; que no les darían ni sustento ni fuego ni lecho, y que allanada la tierra y puesta a merced del Rey, se reunirían con él en Galicia para auxiliarle con toda su fuerza y poderío: Suer Pérez recibió bajo el sagrado del juramento estas solemnes y caballerescas protestas, en que se ve marcada la implacable animosidad del espíritu de partido y el carácter feroz de las guerras civiles en aquellos infelices tiempos.

Pero si esta Junta no ha sido General; si puede considerarse más bien que como un cuerpo representativo que ejerce un poder político ya de antemano establecido, como el pronunciamiento de un partido y el resultado inmediato del espíritu de facción; si quizá presenta sólo el aspecto de una hermandad parecida a las que producían en Castilla los males de la Patria, otro juicio deberemos formar sin duda de la que se celebró poco después en S. Salvador de Oviedo el año de 1378. El Abad D. Diego, tal vez del Monasterio de S. Vicente de aquella Ciudad, que florecía por este tiempo, hace de ella particular mención refiriendo en su Memorial parte de los deplorables sucesos concernientes a las guerras civiles del Rey D. Pedro y el Conde D. Enrique su hermano20.

Empeñado éste en la guerra de Navarra, su hijo D. Alonso Enríquez Conde de Gijón y de Noreña, con el pretexto de subvenir a los gastos que ocasionaba, y confiado en su alto nacimiento y en la autoridad Real de su Padre, impuso por medio de su apoderado Gonzalo Suárez de Argüelles cierto repartimiento no sólo sobre las tierras de su Señorío, sino también sobre las de los concejos Realengos y las que pertenecían a la Iglesia de Oviedo y su Obispalía. Esta arbitrariedad contrariando los fueros y franquezas de los pueblos, produjo primero el descontento y después la oposición a mano armada contra Gonzalo Suárez de Argüelles. Los Asturianos cuyo carácter independiente y firme no consentía la violación de sus derechos, le resistieron con firmeza, y en la conducta del Obispo D. Gutierre (que no con menor aliento se oponía al reparto en las encomiendas de su Iglesia) encontraron a un mismo tiempo el ejemplo y el apoyo de su alzamiento. Vino pues a Oviedo el Conde D. Alonso al rumor de estas desavenencias, y para ponerles término se reunió el año de 1373 en la sala Capitular de S. Salvador de aquella Ciudad, la Junta General compuesta de dos diputados por cada concejo, del Obispo D. Gutierre, de sus comenderos, del Infante D. Alonso, de varios de sus vasallos, y de algunos Caballeros principales de la Provincia. Los Concejos creyeron oportuno, atendidos los riesgos que traen consigo las disensiones domésticas, mandar con sus Procuradores, Escuderos y gente de armas que los custodiasen: precaución de que encontramos antes un ejemplo en la Junta de 1367, y en la que después se celebró en Avilés el año de 1444. Pero la libertad con que los diputados deliberaban y la independencia necesaria en la reunión a que eran llamados, no permitiéndoles tener a su lado una fuerza destinada no a causar recelos a la patria sino a la seguridad individual de sus representantes, la dejaron a las puertas de la Ciudad para que nunca el temor y la opresión pudiesen influir en las resoluciones.

Tratóse en esta Junta del repartimiento: creyéronle los Procuradores tan injusto como contrario a las franquezas y exenciones de las municipalidades, y conciliando con la decisión y firmeza que ponían en la defensa de la Comunidad la obediencia y respeto que a su Monarca debían, acordaron manifestarle todo lo ocurrido, los inconvenientes de la nueva contribución con tanta injusticia solicitada, y que en cualquiera caso se sometían a su Soberana determinación. Así lo hicieron en efecto, y Enrique II determinó que sólo pudiese el Conde D. Alonso, imponer tributos en los estados de Gijón y Noreña propios de su Señorío, y de ningún modo en las tierras de Realengo y de la Iglesia21. Se ve pues por esta relación en que hemos seguido exactamente al P. Carballo en sus antigüedades de Asturias, y al P. Risco en su España Sagrada22, que a últimos del siglo XIV la Junta General se reunía en casos extraordinarios y cuando la conservación de los fueros o el peligro común lo exigía: que cada uno de los concejos Realengos, cualquiera que fuese su población, riqueza y consideraciones, disfrutaba de igual representación mandando a ella dos Procuradores: que las Encomiendas de la Iglesia estaban representadas por sus respectivos Comenderos: que las personas más distinguidas por su carácter y dignidad, ya fuese para dar mayor aparato y solemnidad a estas reuniones o ya porque realmente tuviesen voz y voto, asistían a ellas con los representantes de los pueblos: que había libertad en las deliberaciones y una fuerza pública las protegía: que el principal derecho de la Junta entonces como ahora consistía en representar al Soberano sobre los negocios que tomaba en consideración; y por último que casi en el mismo orden que enumera el memorial del Abad D. Diego los concejos que la compusieron, toman hoy asiento sus apoderados y votan en las sesiones de la que actualmente representa el Principado.

Poco tiempo disfrutó éste de la tranquilidad que los servicios de sus Curias le procuraran en tan señalada ocasión. El Infante D. Alonso de ánimo inquieto y turbulento, contrariado en sus proyectos por la firmeza de las municipalidades y del Obispo D. Gutierre y mal avenido por otra parte con las decisiones que limitaban su poderío a los estados de Gijón y Noreña, de acuerdo con los Ingleses y Portugueses, movió contra su hermano D. Juan el I nuevos alborotos y parcialidades en Asturias. Pero abandonado de sus partidarios se vio precisado a someterse al Monarca y a negociar una reconciliación que obtuvo fácilmente de su generosidad, para ofenderle en seguida con más temibles y escandalosas rebeliones. Sabidas son las que motivaron la venida del Rey D. Juan a la Provincia, las negociaciones del Obispo D. Gutierre para reducir el Conde rebelde a su obediencia, y el cerco y rendimiento de Gijón donde se había fortificado con sus parciales el año de 138323.

Por lo común la fe de los conspiradores depende de las vicisitudes de la fortuna. El Infante D. Alonso midió su osadía por la indulgencia de los vencedores. Dos veces reducido y perdonado, y otras dos perjuro y desleal, tentó de nuevo la suerte de las armas reinando Enrique III: apoderóse más con artificios que con la fuerza de una gran parte de Asturias, introdujo en ella la guerra civil, y amparado en los muros de Gijón, después de una inútil resistencia, recibió la paz y las condiciones que el vencedor le impuso obligándose a purgarse del crimen de alevosía que se le imputaba ante el Rey de Francia. Este le declaró traidor por una sentencia formal y le previno en ella dejase sus estados a Enrique III. Pero la Condesa su esposa, que durante la terminación de este célebre proceso se había quedado en Gijón, con un esfuerzo superior a la flaqueza de su sexo y hallando en su desesperación los recursos que la suerte le negaba, cuando era ya inútil la resistencia, entregó aquel hermoso pueblo a las llamas y buscó su salvación en una precipitada fuga24.

En medio de tantos disturbios y conmociones, natural parece que la Junta General se hubiese reunido como ya antes lo verificara con feliz suceso contra el mismo Conde D. Alonso el año de 1378. D. Juan el I había dirigido a muchos Caballeros de diferentes territorios de Asturias una carta en que les prevenía se asociasen con el Obispo D. Gutierre y le obedeciesen25. Este por su parte se esforzaba a someter los allegados y parciales del Conde y por experiencia propia conocía cuan necesario es en tales circunstancias dar unidad a las empresas, reunir la fuerza común, poner de acuerdo los pueblos, y crear un centro de poder y de acción en que un solo impulso y una sola voluntad de movimiento a las masas y las dirija convenientemente al fin deseado.

En la Junta General encontraban los Asturianos amantes de su Príncipe estas ventajas, y graves circunstancias les habían descubierto los medios de aprovecharlas. Pero cualquiera que fuese entonces su conducta, y aunque se suponga que los Caballeros y el Obispo de Oviedo empeñados en la defensa de D. Juan el I obrasen independientemente sin consultar la voluntad de la Junta y sin aprovecharse de los grandes recursos que pudiera procurarles, todavía al restablecimiento del orden público después de tan lamentables desavenencias, ganó considerablemente la administración de justicia y el Gobierno civil y político de la Provincia. Por que se organizó de modo, que en cada jurisdicción se puso un Juez o Alcalde ordinario, y en Oviedo un Merino mayor y tres Jueces que con autoridad superior a la del Adelantado juzgaban formando un tribunal a la manera de nuestras Audiencias26. Parece pues que estos magistrados asistieron en seguida a la Junta General: a lo menos induce a creerlo así una carta dirigida por los Reyes Católicos al Principado dándole cuenta de la victoria que alcanzaron de los Portugueses entre Zamora y Toro y agradeciéndole los servicios que le prestó en esta memorable jornada27.

Otra de las ventajas que obtuvo entonces Asturias fue que los estados, objeto de tantas discordias y sublevaciones, se uniesen para siempre a la Corona: D. Juan el I agradecido a la fidelidad con que los Asturianos le sirvieron contra el Conde D. Alonso, les otorgó esta merced previniendo a su primogénito D. Enrique que jamás los enagenase ni diese a otras personas y que antes bien los conservase en su dominio, pues sólo así cumplía con la palabra dada a los naturales del país cuando le ayudaron a triunfar de su rebelde hermano28.




ArribaAbajo

Artículo IV

Erección del Principado de Asturias: conducta de la Junta General en la conservación de sus derechos


Un fausto suceso que aseguró la tranquilidad del Reino y dio nuevo lustre a las glorias de Asturias, vino en medio de tan deplorables disturbios, a reparar los males que habían ocasionado a esta Provincia. Las pretensiones del Duque de Alencastre a la Corona de Castilla y la guerra a que dieron ocasión, hallaron al fin un término feliz en los tratados de paz ajustados entre este personaje y D. Juan el I. Fue pues una de las condiciones más importantes de tan célebre concordia, el enlace de sus hijos respectivos D. Enrique de Castilla y Doña Catalina de Alencastre29.

Asegurado así el Trono de nuestros Reyes, y frustradas las miras ambiciosas del extranjero, al paso que el Duque de Alencastre renunciaba para siempre el derecho de sucesión que por su esposa Doña Constanza pudiera tener a las coronas de León y Castilla, D. Juan el I por su parte para dar una prueba de amor a los ilustres desposados, y a su enlace mayor pompa y brillantez, creó en favor de su hijo, primogénito, y de sus sucesores el Principado de Asturias30: nueva e ilustre dignidad que condecorando desde entonces a los herederos del Trono Español, dio también un nuevo realce a nuestra Provincia. En efecto honrada ya con la Corte de 13 Reyes, restauradora de la religión, la libertad y las leyes de nuestros padres, justamente célebre por sus victorias, por su carácter independiente, su nobleza y lealtad, vio en este nuevo timbre un rasgo de la afección de sus Monarcas, y un precioso distintivo que la estimulaba a merecerla. Y esta elección del nombre de Asturias para el título de honor y dignidad de nuestros Príncipes, no es ciertamente vana y caprichosa; sino que puede considerarse como la expresión del reconocimiento debido a la virtud y la gloria; como una justa veneración al sublime y grandioso principio de la Monarquía; como un tributo de gratitud y de respeto a la memoria de los magnánimos Príncipes y de los esforzados varones que la extendieron desde el Auseba a los Reinos de Galicia y Portugal, de León y Castilla.

Por más que otra cosa suceda en nuestros días, parece evidente que el Principado de Asturias no fue en los tiempos inmediatos a su erección, una propiedad nominal ni un vano título para sus poseedores. El territorio entero de la provincia con toda su jurisdicción y rentas, Ciudades, Villas y Castillos se les concedió a fuer de patrimonio inalienable de que no les era permitido desprenderse debiendo siempre estar incorporado a la corona. Varias causas concurrieron andando el tiempo a reducir este derecho. En las desavenencias ocurridas después del fallecimiento de Doña Isabel de Castilla, entre D. Fernando el Católico su marido y el Emperador de Alemania, éste solicitó para su nieto el Príncipe D. Carlos, las rentas del Principado de Asturias: mas al parecer ya entonces no estaba en uso concederlas a los primogénitos de nuestros Reyes antes de tomar estado31. Teniéndose presente en seguida lo que sobre el particular se había practicado con el Príncipe D. Juan, destinó Carlos V un Palacio para habitación propia y particular de su hijo mayor el Infante D. Felipe, cuando sólo tenía siete años de edad32, y últimamente en la jura del Príncipe D. Luis I pidió el Fiscal de S. M. se diese a éste la posesión absoluta con entera soberanía e independencia como la habían tenido Enrique III, D. Juan el II y Enrique III. Pero a consulta del Consejo Real solo se le concedió el titulo de Príncipe y los alimentos proporcionados a su dignidad según se acostumbraba desde D. Fernando el Católico33.

Tanto D. Juan el I como sus augustos sucesores, habían puesto sin embargo un particular empeño en que el Principado se considerase como el verdadero vínculo de nuestros Príncipes, y no fueron menores los esfuerzos de los Asturianos para conservarle íntegro. Varios documentos históricos comprueban esta verdad.

Terminadas ya las alteraciones promovidas por el Conde D. Alonso, como la osada porfía con que procuró conservar sus estados de Gijón, Noreña y otros territorios, y su temeridad en defenderlos pudiera producir dudas y obscuridad en los derechos del Príncipe, para darles nueva fuerza, puso D. Enrique III particular cuidado en revalidar el vínculo y mayorazgo del Principado. Pero a pesar de esta oportuna disposición, mal avenidos todavía los ánimos con el orden público, se aprovecharon algunos Próceres de la turbulenta minoría de D. Juan el II, y de la división de su flaco gobierno, para usurpar las tierras y rentas del Príncipe de Asturias. Oviedo y otros pueblos con sus fortalezas y alcázares, con su jurisdicción y sus derechos pasaron entonces al Señorío particular de varias familias que ejercían en la provincia un poder tiránico. La justicia impunemente violada, carecía de vigor para refrenar los odios y las venganzas que el tiempo no había extinguido y que prolongando la anarquía, menoscabaron más y más los derechos del Principado, y casi destruyeron cuanto la solicitud de D. Juan el I y de su hijo D. Enrique había trabajado para transmitirlos a sus sucesores.

Cuando D. Juan el II menos sometido a la influencia de las facciones pudo dar algunas señales de que era Rey, creyó reparar tan graves daños confirmando los decretos de su padre y abuelo en favor del Principado. Para conseguirlo dio orden a Lope Bernaldo de Quirós34 que en su nombre tomase posesión de la Ciudad de Oviedo, y de todas las Villas, territorios y fortalezas de Asturias, y expidió en Tordesillas el 3 de Marzo de 1444 la Real Cédula siguiente35. «Por cuanto yo soy informado y bien certificado que el Rey D. Enrique mi padre y Señor, que Dios haya, ordenó que todas las Ciudades e Villas e lugares de Asturias de Oviedo fueren mayorazgo para el Príncipe de Castilla e León así como agora lo es el Delfinado en Francia, e que no se diesen nin pudiesen dar dichas Ciudades e Villas e lugares nin parte de ellas a persona alguna, sobre lo cual hizo juramento solemne de lo cumplir. Por ende por hacer bien e merced a vos el Príncipe D. Enrique nuestro muy caro y amado hijo, e por que pues las dichas Asturias y sus tierras e términos son de vuestro título, no es razón que vos non lo hayades e tengades, fagovos merced de todas las Ciudades, Villas e lugares de las dichas Asturias e sus tierras e términos e fortalezas e jurisdicciones con los pechos e derechos pertenecientes al señorío de ellos, para que sean vuestros por toda vuestra vida, e después de ella, de vuestro hijo mayor legítimo, con condición que siempre sean las dichas Villas e lugares vuestras, e que no las podades enagenar e siempre sean del Principado.» D. Juan el II quiso que este Albalá confirmado en Peñafiel el 5 de Agosto del mismo año, tuviese fuerza de ley tan cumplidamente como si fuese instituida en Cortes, y encargó su cumplimiento a todas las justicias, Ciudades Villas y lugares de Asturias, para lo cual reprodujo con nuevas y muchas seguridades la fundación del vínculo y mayorazgo del Príncipe, en Burgos a 9 de Setiembre de 1444.

A la celosa diligencia que nuestros Monarcas pusieron en la conservación de los derechos y prerrogativas del Principado, correspondió desde su erección el aparato y brillantez con que eran investidos de la alta dignidad de Príncipes, los herederos de la corona. Nuestros historiadores refieren detenidamente las ceremonias y la pompa de este acto solemne, como si en la suntuosidad con que siempre se ha celebrado, se pretendiese dar una alta idea de su importancia y del elevado carácter que imprime el ilustre dictado de Príncipe de Asturias.

Ganando desde entonces esta Provincia en consideración y nombradía, si por el lugar que sus merecimientos le granjearon entre las demás obtuvo una señalada predilección de nuestros Reyes, como el vínculo destinado a sus sucesores, no podía menos de encontrar en la razón de Estado y en la grandeza misma de los Príncipes que tomaban su nombre, motivos plausibles para aumentar con un nuevo lustre su representación y sus derechos. Siempre dispuesto el Gobierno a sostenerlos, no solamente ha tenido en mucho la Junta General, sino que conociendo por repetidas experiencias su utilidad e importancia, la miró como un firme apoyo de sus resoluciones, y el órgano más propio y seguro para comunicarlas a los pueblos, y conservar a la par sus prerrogativas y las del Príncipe de Asturias.

En efecto; es de notar que la representación de la Provincia más regular y considerada desde esta época, fue escuchada siempre que los negocios de un interés general lo exigían o que los Monarcas comunicaba sus órdenes al pueblo Asturiano. Un ejemplo tenemos de esta verdad en la conducta observada por la Junta General cuando la expulsión de los Caballeros Quiñones y de sus parciales siendo Príncipe de Asturias Enrique IV. Casi al mismo tiempo que su padre D. Juan el II empeñaba toda su autoridad para confirmarle el vínculo del Principado, solicitaba este Príncipe su posesión de un modo solemne. Pero las circunstancias eran de suyo gravísimas y la situación de la Provincia en extremo difícil y penosa. D. Enrique pretendía entrar en el goce de los estados que su dignidad y primogenitura le conferían; y la mayor parte estaba desgraciadamente en poder de usurpadores poderosos. Entre otros los Caballeros Quiñones, temibles por sus deudos, allegados e influencia en el país, enseñoreaban sus más ricos territorios. Oviedo y sus términos, Tineo y otros concejos los obedecían; y el Conde de Armiñaque dividía con ellos la autoridad y el poderío, precisamente cuando los partidos que amenguaban el nervio del Gobierno y la privanza en que se adormecía el Monarca daban mayor seguridad a los usurpadores, y más firmeza a la posesión de su extendido dominio.

Tres Capitanes todos del país, Fernando de Valdés, Gonzalo Rodríguez de Argüelles y Juan Pariente de Llanes, vinieron en estas circunstancias a los Asturianos con carta del Príncipe D. Enrique36, en que les prevenía guardasen las tierras y demás propiedades del Principado, y reconociéndole por su Señor, expulsasen del país a Pedro y Suero de Quiñones y sus parientes37. Oviedo era a la sazón de la merindad de Pedro de Quiñones: en Valdés, Navia y Cangas de Tineo tenían el Conde de Armiñaque y Suero de Quiñones afianzado su poder: el temor o el respeto contenía a los de Llanes y muchas fortalezas en diferentes puntos mantenían la autoridad de los rebeldes. Sin embargo con un celo superior a los obstáculos se reunió en Avilés la Junta General de muchos concejos, convocada por los emisarios de D. Enrique el año de 1444. Los Ayuntamientos después de algunas diferencias sobre el nombramiento de procuradores para asistir a ella, los eligieron por suerte38 excluyendo únicamente los adictos de los intrusos, y limitándose a los que tuviesen notoria hidalguía y fuesen vasallos del Príncipe y siguiesen su voz39.

El Abad D. Diego testigo presencial de estos sucesos, ha perpetuado los nombres de todos los diputados que concurrieron a la Junta40, y se ve por su relato, que cada concejo fue representado por un solo procurador a diferencia del año 1378 reinando Enrique II. Puede observarse también que entre otros Ayuntamientos, Oviedo, Gijón, Siero, Llanes, Rivadesella y Piloña, no concurrieron con los demás pueblos a esta reunión, y que de consiguiente ha padecido Trelles una equivocación en suponerla compuesta de todos los concejos y jurisdicciones del Principado.

La Junta tomó en consideración los intereses de la patria y del Príncipe porque ciertamente deseaba asegurarlos sin dar lugar a dilaciones. No le arredraba a la verdad ni el poder, ni el número de sus enemigos: pero sabiendo de cuanta influencia gozaban en la corte, con fundada razón temía sus amaños e intrigas, y desconfiaba de que el Monarca miserablemente sometido a sus favoritos aprobase su conducta. En tan penosa perplejidad acogiendo las demandas del Príncipe D. Enrique con una manifiesta adhesión y deseos de servirle acordó que sus emisarios le diesen la respuesta siguiente. «Diredes al Serenísimo Príncipe de las Asturias que los sus fieles y humildes vasallos se le envían e encomiendan e ca besan sus manos y ovedecen sus cartas como de su Príncipe e natural Señor; mas que las cosas van de guisa, ca ellos non pueden cumplir con lo que se les manda, e ca se temen mucho ca después de haber fecho lo que se les manda con mucha pérdida de sus faciendas e vidas, echando del Principado al Conde de Armiñaque e a los Quiñones e más poderosos homes ca tenían ocupado el dicho Principado e sus tierras, e ca el dicho Príncipe por mandamiento del Rey nuestro Señor e Reina nuestra Señora, e a ruego de algunos grandes prelados de estos Reinos e fuera de ellos, o en renumeración de algunos servicios o por su propio motu e voluntad, mandaría volver a los susodichos o a algún hermano, hijo, cuñado, o pariente suyo algunas villas e lugares o vasallos o fortalezas merindades y alcaldías del dicho Principado o que no querría proseguir en mantener su Serenidad la posesión de dichas tierras o de parte de ellas, por donde nos seguirán grandes daños e nos quitarán las haciendas e tierras e nos desterrarán e matarán los tales que agora echaremos del dicho Principado o otros deudos suyos; e ca con este miedo está toda la gente e non se querrán por ende ayuntar a dar el favor que es menester. E ca si el Sr. Príncipe nos asegura con su real palabra, e nos ficiere pleito omenage de asegurarnos de esto, ca nosotros faremos el nuestro poder para le servir e desocupar las tierras de los tiranos que las han ocupado.»41

En vista de esta respuesta, el Príncipe D. Enrique accediendo a los justos deseos de los Asturianos, les dio en la iglesia de San Salvador de Ávila el 31 de Mayo de 1444, completa seguridad de no apartarse jamás de la posesión de las Ciudades, Villas, lugares y fortalezas de su Principado, cuyo pleito homenaje prestó solemnemente en manos de Gonzalo Mexia de Virués, Caballero hidalgo.

Puesta de este modo a cubierto la responsabilidad de los fieles vasallos del Príncipe, tal vez sin que la junta General de Avilés se hubiese disuelto, movieron sus armas contra los tiranos, y libertando de su dominio los pueblos en que se habían intrusado, expulsaron del Principado a los Caballeros Quiñones y sus parciales, y dejaron a D. Enrique en su pacífica posesión y Señorío. Mas para darle mayor seguridad y coronar tan arrojada empresa, D. Juan el II confirmó en Oviedo las obligaciones que como Príncipe había contraído su hijo, y la Junta General acordó que no se admitiesen en lo sucesivo más adelantados ni merinos ni otras justicias puestas por el Rey, y que ningún género de situado se pagase sobre las rentas del Principado42. Más adelante parece que se derogó esta resolución en la junta del año 1446.

Por lo demás las pretensiones particulares de los Quiñones y el Conde de Armiñaque a las Villas de Cangas de Tineo, Navia y otras de Asturias, fueron sometidas después de su expulsión al juicio de personas nombradas por ellos y el Principado43. Restablecido así el orden en Asturias y asegurados los derechos del Príncipe D. Enrique, comisionó éste por una Real cédula dada en Segovia el 19 de Febrero de 1445 a Pedro de Tapia, Maestre sala del Rey, para que en su nombre tomase posesión del Principado confiriéndole además el cargo de su justicia Mayor y Merino con el señalamiento de 200 maravedises diarios cuyo sueldo debían satisfacer los concejos de Oviedo, Avilés, Llanes y las cuatro Sacadas del Principado.

La Junta del 18 de Marzo de 1445, se reunió para escuchar el enviado del Príncipe, el cual presentó en ella sus poderes y la requirió el cumplimiento de las órdenes de que venía encargado, siendo testigos Juan Pariente de Llanes, Gonzalo Rodríguez de Argüelles, Pedro Solís de Allande, y Fernando Alonso de Grado Notorio. Los Procuradores ninguna respuesta le dieron en esta sesión, dilatándola hasta el día siguiente. Fieles vasallos del Príncipe, pero celosos defensores de sus fueros, sólo con la condición de que se respetarían en todas sus partes, obedecieron la Cédula de D. Enrique, y reconocieron por Justicia Mayor a Pedro de Tapia, que prestó entonces el pleito homenaje acostumbrado, jurando defender las libertades y costumbres de los Concejos44.

De este modo quedó D. Enrique en pacífica posesión del Principado sin que bastasen a turbarla en lo sucesivo la arbitrariedad de los Señores de vasallos y el crédito y poder de que gozaban.

La libre franqueza con que los representantes de los Concejos reunidos contestaron a su Príncipe en la Junta de Avilés del año de 1444, la heroica decisión con que le sirvieron, y las condiciones con que han reconocido en seguida a Pedro de Tapia el año 1445, son una prueba nada equívoca del carácter resuelto e independiente que los distinguía, y que conociendo la dignidad de un pueblo libre, no sólo se esforzaban a conservarla en los momentos más difíciles, sino que odiando todo linaje de humillación y tiranía, ni perdían de vista sus franquezas y exenciones, ni la fidelidad y respeto que debían a sus Príncipes. Estas virtudes todavía se manifestaron más claramente en el desastroso reinado de Enrique IV, monarca débil y desaconsejado para quien las lecciones de la adversidad y de la experiencia fueron siempre perdidas y la voluntad e independencia de los pueblos un vano fantasma. Los Asturianos que no fueron indiferentes espectadores del ignominioso simulacro que humillaba en Ávila la autoridad y el nombre de Enrique, abandonándole con otros muchos pueblos abrazaron desde luego el partido de su hermano D. Alonso. Éste supo corresponder agradecido a su resolución, acogió con bondad sus demandas, y tomándolas en consideración les dio una prueba de que apoyaba sus pretensiones a la corona más bien que en la fuerza y el ciego espíritu de partido, en la devoción y gratitud de los pueblos.

Es muy célebre el cuaderno de peticiones que entonces le dirigieron las comunidades de Asturias, y la respuesta con que satisfizo sus deseos en Ocaña el 20 de Enero de 146745. Precisado a manifestarse dadivoso y liberal para atraerse parciales que le asegurasen la autoridad y el nombre de Rey a que aspiraba, no solamente atendió a la disminución de las cargas públicas del Principado, sino que concediéndole cuanto solicitaba de su justicia, aprobó todas las resoluciones tomadas en la Junta General de Avilés del año 144646, y confirmó su antiguo gobierno político, con esta solemne declaración. «A lo que me suplicastes por vuestra petición diciendo que yo confirme vuestros privillejos e sentencias e buenos usos y costumbres e libertades e franquezas e estatutos usados e guardados, que el dicho mi Principado de Asturias e Ciodades e Villas e Concejos del habían e tenían de los Reyes de gloriosa memoria mis progenitores, para que fuesen guardados a los Concejos e Villas e logares del dicho Principado e a los fijosdalgo del a quien se dirigen. A esto vos respondo que me place e tengo por bien de vos confirmar, e por la presente apruebo e confirmo los dichos vuestros privillejos e sentencias e buenos usos e costumbres e libertades e franquezas e estatutos usados e guardados que tovistes e tenedes de los Reis de gloriosa memoria mis progenitores fasta el día que fui alzado e obedescido por Rey e Señor destos mis reynos e señoríos: e quiero e mando que vos valan e sean guardados &c.»47 Ni en esta ocasión se olvidaron los Asturianos de reproducir sus demandas en favor de la independencia del Principado, y de la integridad y conservación de sus tierras: este fue siempre para ellos un objeto sagrado, y como tal le miró también el Rey D. Alonso cuando en el mismo cuaderno de peticiones les dijo. «Cuanto a la primera petición por la cual me suplicades que el dicho mi Principado de Asturias nin cibdad nin villa nin concejo nin logar nin tierra del non sea apartada en tiempo alguno de la mi corona Real e de los Reyes que después de mi vinieren, e que yo jure e prometa segunt que D. Diego Fernández de Quiñones Conde de Luna mi Merino Mayor del dicho Principado e del mi Consejo, en mi nombre e por mi poder lo tiene otorgado e jurado, e que para siempre quedará el dicho Principado e tierra de Asturias para mi e para los Príncipes primogénitos herederos de mis Reinos e Señoríos que después de mi vinieren. A esto vos respondo que vos tengo en servicio lo contenido en esta petición e que me place que se faga e cumpla ansi. E prometo por mi fé Real e juro a Dios e a esta señal de cruz e a las palabras de los Santos Evangelios do quiera que son que terné, e guardaré e cumpliré todo lo contenido en la dicha petición &c.» Como si tan cumplida protesta no bastase a satisfacer los deseos de las municipalidades de Asturias, todavía el Rey D. Alonso, le dio nueva fuerza y extensión con esta otra: «A lo que me suplicastes que por cuanto vosotros vos habiades dispuesto e disponéis a las cosas que cumplen a mi servicio, que me pedis por mercez que si cualquier trato e conveniencia yo fisiere con D. Enrique mi antecesor desa dicha tierra e Principado que sea con condición que vos non entredes en el dicho partido e sean guardadas vuestras honras e fasiendas como a vosotros cumple e quedeis para la mi corona Real. A esto vos respondo que pues vosotros sodes mi Principado non podes ser nin seredes apartados de mi nin yo lo faré nin consentiré. Pero acatada vuestra fidelidad e la afecion que me hobistes e habedes, yo vos prometo por mi fé e palabra Real, que non faré trato ni convenencia con Don Enrique, salvo que vosotros quededes e seades para mi como sois míos é para mi patrimonio e corona Real agora e de aquí adelante en todos, los días de mi vida, e después de mi para los Príncipes e Reyes mis subcesores.»48

Por el mismo tiempo ha debido llamar muy particularmente la atención de las curias de Asturias, las osadas pretensiones de algunos magnates que fundados en ciertas concesiones de Enrique III procuraban posesionarse de varios territorios y villas del Principado. Sabidas son las porfiadas gestiones de D. Juan de Acuña Conde de Valencia, para apoderarse de Gijón, Pravia y otros pueblos, y las que reinando los Reyes Católicos hizo D. Diego Fernández de Quiñones primer Conde de Luna a fin de recobrar el oficio de Merino Mayor de Asturias y obtener la posesión de Cangas, Tineo, Llanes y Rivadesella49. Pero ni el celo con que los Concejos conservaban intactos los fueros del Principado, ni la adhesión a sus Príncipes, ni el espíritu de independencia que los impelía a resistir toda dominación feudal, les permitían acceder a tales pretensiones y someterse sin mengua a la arbitrariedad de los que miraban aquellos pueblos como un patrimonio particular de que impunemente les era dado disponer para contentar su capricho. Por una experiencia demasiado costosa y pocas veces desmentida, habían aprendido que las inconsideradas concesiones y larguezas de los Reyes en el siglo XIV, pusieron frecuentemente las libertades públicas a merced de Próceres ambiciosos, y que los Señoríos particulares origen fecundo de calamidades y disturbios, con los males de una administración arbitraria y violenta, ahogaban toda semilla de virtud, producían el desaliento y pobreza de las Comunidades, y exigían en principio su humillación y servidumbre.

No era dable que la representación de Asturias fuese indiferente a estas solicitudes de los Grandes, y es de creer que las ha resistido, y que el Infante D. Alonso investido ya de la dignidad Real, debió encontrar en ella poderosos recursos para frustrar las miras ambiciosas de los que intentaban apropiarse unos derechos de que no podía ni debía desprenderse el Principado. En la carta que ha dirigido con este objeto a su vasallo Fernando de Valdés mandándole resistir la posesión que pretendía el Conde de Valencia50 hay en efecto una cláusula que parece indicar se entendió también al mismo propósito con la Junta General; y si hemos de atender a los resultados, debemos persuadirnos de que los servicios de aquella corporación no han sido entonces inútiles; pues que Asturias conservó la integridad de su territorio, triunfando de la ambición particular y de sus odiosas demandas.




ArribaAbajo

Artículo V

De la Junta General desde el reinado de D. Fernando y Doña Isabel, hasta el de Felipe V


La sabia administración de los Reyes Católicos vino a coronar estos esfuerzos de la lealtad asturiana, y a premiarlos con largueza. La Junta General recibió de Hernando de la Vega gobernador de Asturias, nuevas ordenanzas el año de 149451: mejoróse con ellas su organización: los magnates que vejaban el país impunemente fueron reducidos a la obediencia: acabaron los sangrientos bandos de los Hevias y Argüelles, de los Bernaldos y Omañas: se abolieron las injustas inmunidades y privilegios que contribuían a fomentarlas52: púsose freno a la altanería de los poderosos que no sólo usurpaban los oficios de justicia, sino que se hacían nombrar a viva fuerza para asistir a la Junta General concurriendo a ella con gente armada53: y en fin la presencia de D. Fernando el Católico en el Principado54 restableciendo el orden interior, dio energía a las leyes y a las autoridades, y el habitante indefenso de los campos pudo ya entregarse sin temer a sus pacíficas tareas.

Los esfuerzos que hizo Asturias en tan favorable ocasión para mostrarse digna de su nombre y salir del largo abatimiento a que se vio reducida por una serie no interrumpida de sucesos desgraciados, son tanto más notables, cuanto que empobrecida por las usurpaciones de familias poderosas, carecía de recursos proporcionados a la grandeza de sus miras y al espíritu de libertad que la animaba. Pero la energía de los pueblos que ni aun en la desgracia olvidaron su dignidad, es frecuentemente el resultado del aprecio en que la tienen, se redobla con sus mismas necesidades, y los grandes compromisos poniéndola en acción la llevan hasta un extremo desconocido en las circunstancias comunes. El Principado de Asturias pobre en recursos, pero rico en constancia y adhesión a sus venerables instituciones, luchando contra los poderosos obstáculos que se oponían al orden y a la paz que solicitaba, supo al fin afianzarla sobre bases estables. Y a la verdad que el estado político de la Nación hizo más inesperado y difícil este triunfo: porque las tristes consecuencias de los pasados desórdenes se dejaron sentir igualmente en todas sus provincias, y en todas, los abusos envejecidos, la infracción y el olvido de las leyes, las usurpaciones y violencias, debilitaban el nervio del gobierno, dividían la atención y la fuerza de su autoridad, y los pueblos respiraban apenas de las fatigas padecidas en muchos años de guerras y desolaciones.

Por otra parte las máximas favorables al despotismo que la adulación o la ignorancia circulaban ya a últimos del siglo XV; el desaliento ocasionado por largas y sangrientas discordias; la pobreza de las Comunidades que las inconsideradas larguezas de los Reyes produjeran; la dificultad de las comunicaciones entre unas y otras provincias; los peligros de los caminos públicos; la incuria y dejadez de muchos Ayuntamientos, había reducido a un corto número los pueblos que el amor de la Patria llevaba a las grandes juntas nacionales celebradas en Castilla. La libertad política, esta fuente de toda virtud y de todo orden social, sin la que no existe tampoco la libertad civil, se vio todavía más amenguada por la política de Cisneros, y la erección de dos instituciones cuyas funestas funciones cubrieron más tarde de luto a Castilla, bajo la dominación Austriaca. Empero el Principado superior a tantos obstáculos, aunque en su representación particular hallase hasta cierto punto los recursos que solo podían procurarse las demás provincias en las Cortes del Reino, no sólo cuidó de asistir a las que por aquel tiempo se convocaban, sino que reclamando este derecho, con empeño, le obtuvo de nuestros Reyes cuando otros pueblos olvidaban el suyo en la indiferencia y la inacción.

Doña Isabel la Católica, que lejos de temer las franquezas y libertades públicas las consideró siempre como un medio seguro de dar al Trono más esplendor y solidez, por Real cédula de 1476 citó los procuradores de Asturias para las Cortes de Dueñas55 de su orden y de la de D. Fernando V su esposo concurrieron también a las de Ocaña. El Principado representado en ellas por Juan de Caso y Fernando Álvarez de la Rivera, alcanzó muy preciosas y señaladas concesiones56. Tales fueron entre otras, 1.ª la aprobación de cuanto se había determinado en la Junta General de Avilés sobre el gobierno político del Principado: 2.ª que se confirmasen las resoluciones tomadas por Enrique IV para conservarle como título y vínculo de los herederos de la Corona y unirle a ella para siempre: 3.ª que todos sus fueros y privilegios fuesen reconocidos y nuevamente sancionados: 4.ª que no se pusiese corregidor en la Provincia sin su consentimiento: 5.ª que únicamente sus naturales pudiesen obtener juros en ella: 6.ª que sólo se pagase de alcabala en Oviedo por cada quince uno: y 7.ª que sus procuradores pudiesen concurrir a las Cortes con salario57. Pero la última de estas concesiones no era en realidad otra cosa que la confirmación de un derecho que siempre disfrutaron los Asturianos. D. Alonso, hermano de Enrique IV investido de la autoridad Real le había reconocido ya en 146758; y efectivamente hasta su tiempo concurrieron los procuradores de Asturias a las principales Cortes de León y Castilla. Los documentos existentes en el archivo de Oviedo, los que citan el P. Carballo59 y el Sr. Martínez Marina60 acreditan de un modo positivo que aquella Ciudad, y otras Comunidades fueron representadas en las Cortes de Valladolid de 1293 y 1295: en las de Medina del Campo de 1305, en las de Burgos de 1315: en las de Madrid de 1391: en las que convocó Enrique III para Toledo: en las de Zamora de 1398 y en las de Ocaña reinando D. Fernando y Doña Isabel.

Así fue como el Principado bajo el feliz gobierno de estos Reyes recobró todo su esplendor, afianzando el orden y la justicia en la renovación de sus antiguos derechos, y en el logro de otros nuevos. Entre las diversas ordenanzas y decretos particulares que entonces se expidieron para el mejor gobierno de sus pueblos, se cuentan los que dictaron los gobernadores sobre el régimen municipal y la recta administración de justicia: las concernientes a la policía urbana, y las leyes suntuarias relativas al lujo de ciertos trajes, las cuales se promulgaron a semejanza de otras que había ya publicado la Junta en la Era de 1356 año de 131861.

Este particular aprecio de los Reyes Católicos a la Provincia de Asturias ha sido bien y dignamente correspondido de su parte con una fidelidad a toda prueba. Deseosa pues de manifestársela, los auxilió en diversas ocasiones con gente de armas sostenida a sus expensas: aprontó siempre los pedidos que en sus necesidades le exigían, y sus más ilustres Varones los siguieron voluntariamente en las guerras que sostuvieron, distinguiéndose de un modo proporcionado a la clase a que correspondían, y a los augustos Príncipes a quienes consagraban sus servicios. El P. Carballo ha visto cartas en que los Reyes Católicos62 agradecían al Principado estas pruebas de su adhesión; y copia el principio de una dirigida a los Concejos y jueces de la Junta en la cual les daban las gracias más expresivas por los Caballeros, Escuderos y demás gente de armas con que los socorrieron en la famosa batalla de Toro, noticiándoles la victoria que en esta ocasión alcanzaron sobre los Portugueses.

Bajo tan dichosos auspicios empezó para la Junta una nueva Era, a tiempo que la dominación de la dinastía Austriaca, llenando los Ayuntamientos de sus parciales y despreciando las costumbres patrias, procuraba substituir al amor de la independencia y al espíritu de libertad, el ruinoso entusiasmo de la conquista, y el brillo deslumbrador de una falsa y perecedera grandeza. Asturias había seguido en la guerra de las Comunidades el partido de Carlos V, y a esta circunstancia debió tal vez que cuando habían perecido en Villalar los fueros de Castilla, un Monarca tan desconfiado y celoso de su poder como Felipe II, en medio de la ambición y los recelos que abrigaba, respetase su antigua representación: a pesar del carácter popular que parecía distinguirla. La Junta debe en efecto muy señalados favores a los Monarcas Austriacos. El año de 1594 siendo Gobernador de la Provincia Duarte de Acuña, el célebre Sancho de Inclán Alférez mayor de Pravia y Procurador General del Principado, sin participar del abatimiento en que la servidumbre había sumido los ánimos, solicitó con empeño del Gobierno unas ordenanzas para la Junta y el Principado que representa, y alcanzó la satisfacción de concurrir a su formación en el Consejo de Castilla y de ofrecerlas a sus conciudadanos sancionadas por el Monarca.

Esta preciosa adquisición negada por largo tiempo a sus votos, mejoró el orden de sus curias, clasificó de un modo conveniente sus fueros, metodizó las elecciones de Procuradores, y estableciendo la Diputación Provincial, y el oficio de Procurador General, dio por decirlo así una especie de perpetuidad a la representación de los Concejos.

En la Junta del 19 de Diciembre de 1594 se nombraron ya con arreglo a estas instituciones, ocho apoderados de los cuales se eligieron por suerte los cuatro que debían componer la nueva Diputación63: pero movida la Junta de justos y poderosos motivos, acordó en el mismo día, que a los antiguos Concejos de abadengo llamados entonces Obispalías, una vez que habían salido ya del dominio y señorío particular del Obispado de Oviedo, y que reunidos con los Realengos debían disfrutar de todas sus exenciones y prerrogativas, se les concediese un Diputado el cual (según expresan las mismas actas) se juntase con los otros cuatro Diputados a tratar y conferenciar las cosas y los casos que les pudiesen tocar y tocasen como encabezamientos, repartimientos, mantenimientos de soldados, sisas, millones, y otras cualesquiera ordinarias y extraordinarias64: acertada y conveniente determinación que no podía de modo alguno repugnar Felipe II, habiendo contribuido aquellas jurisdicciones con el importe de su rescate a cubrir los grandes gastos ocasionados por las guerras del Turco, y a la desgraciada expedición de la flota invencible contra las costas de Inglaterra.

En la sesión del 20 de Marzo de 1598 vino a reproducirse este derecho y concesión de las Obispalías, pues se acordó que las redimidas tuviesen voz y voto y asiento en donde le solían tener en las Juntas Generales por su quinta parte de la representación del Principado. Entonces se determinó también que las jurisdicciones de Cangas y Tineo gozasen de las mismas prerrogativas en las Juntas Generales que todos los demás concejos que concurren a ellas, cuya resolución se hizo después extensiva al concejo de Pravia en la sesión del 11 de junio de 1605. Así es como vino gradualmente a generalizarse la representación de Asturias en la Junta y su Diputación.

En una y otra la obtuvo el Alférez mayor del Principado por el mismo tiempo. Este oficio y título de honor creado por Felipe IV el 21 de julio de 1637 a favor de D. Álvaro Queipo de Llano y de sus sucesores, fue según expresa su cédula de concesión, una recompensa de los servicios que este Caballero le hizo como su gentil hombre de boca y concertador de privilegios y confirmaciones. En virtud de tan señalada merced que suena hecha con el consentimiento de las Cortes, los herederos de la casa de Queipo de Llano correspondiente hoy a los Señores Condes de Toreno, alzan en nombre del Monarca el Estandarte Real que está a cargo del Principado, tienen voz y voto en las Juntas y Diputaciones con asiento inmediato al del Sr. Presidente, y disfrutan la prerrogativa de asistir a ellas con armas, de capa y espada y daga65.

A datar desde esta fecha, si bien los anales de la Junta no ofrecen acontecimientos memorables y los trabajos que ha emprendido están por decirlo así a nivel de las circunstancias que los produjeron, demuestran sin embargo el orden y buen celo con que se han emprendido. La organización misma del Gobierno de la Provincia y la falta de subdivisión en los diversos ramos de su administración, abrían por necesidad un vasto campo a las funciones del cuerpo que la representa. En unión con el Gobernador reunía entonces el poder político, económico y militar: sus atribuciones eran de consiguiente muy extensas y abrazaban las que hoy corresponden a la Comandancia militar, a la Intendencia de Rentas y a la Gobernación civil. No debe sorprendernos por lo mismo que extendiese su autoridad a cuanto dice relación con el gobierno general del Principado y que a manera del antiguo municipal, procediendo con cierta independencia y dando directamente cumplimiento a las Reales disposiciones, prestase al Estado muchos y muy importantes servicios. Estos han quedado consignados en sus actas, y son hoy un honroso testimonio así de la vasta extensión de sus facultades, como de la recta intención con que usaba de ellas en beneficio del Rey y de la Patria.

Pero en lo que más particularmente ha sobresalido su celo, fue en la organización interior de la Provincia, en el buen régimen de los Ayuntamientos, y en los costosos sacrificios con que ha contribuido a la defensa del Estado. El conocimiento sólo de sus necesidades, bastaba para que mirase como el primero de sus deberes auxiliarle con todos sus recursos. A sus instancias obtuvo el Principado la Real cédula de 25 de junio de 1598 para la formación de los tercios; y puede juzgarse de la satisfacción con que la Junta la ha recibido en la sesión del 25 de julio de aquel año, por las determinaciones prontas y enérgicas que en ella se tomaron para darle cumplimiento. Cometida su ejecución a varios diputados de los Concejos, se pusieron a disposición de S. M. quinientos hombres divididos en dos tercios o compañías armadas a expensas del Principado, y destinadas no sólo a guardar las costas sino a cualquiera otro servicio en que se creyese oportuno emplearlas. Se determinó además que hubiese en cada concejo un Capitán a guerra, y que por los meses de Abril y Mayo se hiciese un alarde general en todas las jurisdicciones66. Estas levas y aprestos militares fueron después bien comunes en nuestro país: sobre todo desde el siglo XVII hicieron sus representantes costosos y continuados esfuerzos para corresponder a las invitaciones de Felipe III y Felipe IV que reclamaban su auxilio. Nuestras costas estaban guarnecidas de tropas sostenidas por la provincia misma; con sus fondos levantó otras que concurrieron a la guerra de Cataluña, y frecuentemente hacía entonces revistas costosas de gente y armas. Pero al citar estos testimonios del patriotismo del Principado, no es posible olvidar el famoso tercio de los 300 infantes de que principalmente se formó el regimiento de Asturias, cuyos Capitanes por un favor especial de nuestros Reyes han sido nombrados por la Junta según lo testifican los Reales despachos de 7 de Marzo y 22 de Mayo de 169167. Estos valientes correspondiendo a las esperanzas de la Patria, dieron un nuevo lustre a su nombre, y empeñaron la gratitud del Monarca en cuantas ocasiones puso a prueba su valor y fidelidad.

Pero si la Junta concurría tan generosamente a la defensa del Estado estimulando el patriotismo de la juventud asturiana y dándole caudillos dignos de la reputación que había adquirido, no fue menos pródiga de sus tesoros para cubrir en los casos más urgentes sus vastas atenciones. Admirable es ciertamente que en medio de la deplorable escasez a que redujeron la Monarquía los débiles reinados de Felipe IV y Carlos II, una provincia de tan corta extensión como Asturias, sin fábricas, sin comercio, sin otros recursos en fin que lo de su agricultura, contribuyese en seguida a Felipe V con más de 24 millones de reales desde el año de 1702 hasta el de 1712. Esta exacción parecería hoy increíble si en el archivo de la Diputación no hubiese documentos irrecusables que la comprueban.

Ni los representantes del Principado, a pesar de los graves cuidados que llamaban entonces su atención, se olvidaron de las reformas que el estado de la Provincia reclamaba. Las ordenanzas del Gobernador D. Lorenzo Santos de S. Pedro redactadas el año de 1659, han sido el resultado de meditaciones detenidas no ya sobre la naturaleza y los derechos de la representación del país, sino sobre muchos y muy diversos ramos de su gobierno civil y político. Ellas abrazan reglamentos municipales, determinaciones y actos de policía urbana, leyes agrarias y resoluciones para la conservación de las costumbres públicas y el mantenimiento del orden interior de los pueblos. Pero antes se descubre en el irregular y vasto conjunto de tan incoherentes estatutos, el deseo del bien y el celo puro y desinteresado que los ha dictado, que no el conocimiento de la sociedad y de los verdaderos principios políticos que deberían servirles de base.

A juzgar pues del carácter de la Junta por estas ordenanzas y por las resoluciones que con arreglo a ellas se tomaron, debe admirarse seguramente el extenso poder de esta corporación, el patriotismo con que le ejercía, y los felices resultados que más de una vez ha producido. La posesión y reconocimiento de Gobernadores, el nombramiento de Capitanes para los tercios, los alistamientos y organización de los alardes, la defensa y fortificación de las costas; los encabezamientos, millones, alcabalas, sisas, donativos y empréstitos, la imposición, repartimiento y recaudación de todo género de contribuciones, el establecimiento de ordenanzas generales, el cultivo y cerramiento de baldíos, las pesquerías de mar y río, los puentes, calzadas y otras obras de pública y común utilidad, los medios de procurar al gobierno recursos en casos urgentes, todo dependía en el siglo XVII y principios del XVIII de la solicitud y autoridad de la Junta General y su Diputación.

El que conozca el espíritu que animaba los Monarcas austríacos, su natural desconfianza de los pueblos, y el empeño con que se propusieron subordinar su voluntad y su acción a la severa intervención de su gobierno, extrañará ciertamente de que tantas facultades se permitiesen a un cuerpo representativo cuyas formas son en realidad populares y cuya memoria se enlaza naturalmente con aquellos tiempos en que las Comunidades ejerciendo un vasto poder, defendían con empeño sus libertades. Pero el gobierno ni podía ni debía temer estas apariencias de una democracia que verdaderamente no existía. Porque la Junta acomodaba su conducta sin pretenderlo a una opinión favorable al despotismo que los parciales de la casa de Austria habían fomentado de mil modos, desde el sombrío y desconfiado Felipe II. En todas las grandes épocas de la historia, los hombres han tenido por principio universal de acción un entusiasmo cualquiera. El que entonces animaba la Junta era el de este honor y esta nobleza caballeresca que recibiendo todo su valor del trono mismo, fue su mejor apoyo. Por otra parte los Ayuntamientos que nombraban los diputados, no podían tampoco expresar en las elecciones el voto de los pueblos, porque los regimientos antes electivos se hicieron el patrimonio de ciertas familias que compraron sus títulos a los monarcas austriacos. Organizada de este modo la representación municipal, los procuradores de los Concejos eran siempre de las principales casas del país y llevaban a la Junta el apego a sus blasones, la alta idea que habían formado de la nobleza, y el empeño con que procuraban sostenerla, cualidades todas que unidas a la fidelidad nunca desmentida que manifestaron a sus Reyes, debían inspirarles seguridad y confianza. Ni esta tendencia a la aristocracia sostenida hasta cierto punto por el sistema de elecciones y por la formación de los Ayuntamientos desde el siglo XVI, era una consecuencia precisa de las opiniones generalmente recibidas en los últimos reinados de la casa de Austria. Por las mismas actas de la Junta se ve que mucho antes, los Señores de Quirós y Miranda, gozaban en ella de voz y voto antes que los demás procuradores; prerrogativa singular que se les disputó con calor en la sesión de la Junta General del 30 de Diciembre de 1612, y que perdieron en seguida después de haberla defendido tenazmente en el pleito que siguieron contra la Ciudad de Oviedo68.




ArribaAbajo

Artículo VI

De la Junta General bajo la dinastía de Borbón


Tal era el carácter que distinguía la Junta General cuando el Duque de Anjou fue llamado al trono de S. Fernando por el testamento de Carlos II. La guerra de sucesión llenó entonces la Península de Ejércitos enemigos, dividió las provincias y las inundó de sangre propia y extraña. Pero la lealtad Asturiana no podía titubear en esta lucha ni detenerse en la elección del partido que debía seguir por más que no le fuese dable calcular los resultados del compromiso a que su heroica resolución la arrastraba. Aunque el Emperador de Alemania sostenía el pretendido derecho de su hijo el Archiduque Carlos a la corona de España con todas las fuerzas de Europa, y a pesar de que sus numerosos ejércitos y sus flotas favoreciendo los movimientos de sus parciales les daban una preponderancia conocida en Valencia, Cataluña y Portugal ya desde el principio mismo de la guerra, el Principado abrazó la causa de Felipe V y la sostuvo con un noble entusiasmo. Una serie de importantes servicios y de situaciones difíciles probaron esta vez como otras muchas que empeñada su lealtad, ni hay riesgo que baste a disminuirla, ni compromiso que no concurra a darle mayor precio.

El Señor Presidente de Castilla D. Manuel Arias; con fecha del 3 de Noviembre de 1700, notició a la Diputación del Principado el fallecimiento de Carlos II, las cláusulas de su testamento en que nombraba legítimo sucesor de estos Reinos al Duque de Anjou, la formación de la Junta de gobierno y las demás disposiciones tomadas para asegurar los derechos del nuevo Rey. La sesión del 12 de Noviembre es un testimonio irrefragable de la sinceridad con que se ha prestado a sostenerlos aquella corporación. Todos sus vocales por un sentimiento simultáneo, acatando la última voluntad de Carlos II reconocieron a Felipe V y prontos a obedecer las órdenes del Gobierno puesto en su nombre, le dieron esta prueba de su respeto, más solemnemente manifestado después con demostraciones de público regocijo en la proclamación que se verificó el 16 de Diciembre del año de 1700. Todavía recientes las impresiones que estos primeros decálogos del patriotismo produjeron sobre los ánimos, vino a ocuparlos la agradable nueva de haber pisado el territorio español el joven Monarca con tan vivas ansias deseado. La Diputación comisionó en sesión del 11 de Febrero al S. Marqués de Valdecarzana para que felicitándole por el Principado le prestase en su nombre la obediencia debida; y poco tiempo después tuvo ocasión de probarle que no eran vanas estas demostraciones del vivo interés que le inspiraba. Porque sabiendo la Diputación por S. M. la Reina Gobernadora que los Ingleses se habían apoderado de varios puntos de las costas de Andalucía e invitada a contribuir por su parte a repelerlos, no solamente reiteró a S. M. sus protestas de adhesión y fidelidad, sino que quiso también acreditarlas poniendo a disposición del gobierno 120 escudos: suma considerable en aquella época atendida la escasez de numerario y el triste estado a que estaban reducidos todos los ramos de la riqueza pública. Para satisfacer este servicio voluntario, suplicó el Principado a S. M. se sirviese concederle el arbitrio de dos reales en fanega de sal; y el Sr. Arzobispo de Sevilla como individuo de la Junta de gobierno admitiendo con reconocimiento tan generosa oferta en nombre de S. M. remitió a la Diputación una Real cédula para que la hiciese efectiva por los medios que proponía69. Cuanto la agradeció S. M. puede inferirse de la carta que con fecha del 4 de Octubre de 1702 dirigió la Reina Gobernadora al Principado. He aquí su contexto. «El servicio de dos mil doblones que vuestro amor y celo me ha hecho en la presente urgencia del desembarco de ingleses, ha sido tan de mi Real gratitud y estimación, que no he querido diferir el daros como lo hago las gracias, esperando de vuestra lealtad que en ocasión de tantas circunstancias en que se interesan nuestra Sagrada Religión, defensa de estos dominios y mi Real servicio; no le quedará a vuestra fineza por ejecutar todo aquello que conduzca al fin de exterminar estos herejes de la Andalucía. Y siempre experimentaréis mi Real ánimo muy inclinado a favoreceros y haceros merced.»

Los Imperiales emplearon en seguida todos los recursos de su política, el furor republicano, los celos y resentimientos de las potencias del Norte y del Mediodía, el colosal poder de la liga más formidable que tal vez ha conmovido la Europa, para arrancar el cetro de las manos de Felipe y trasladarle a las del Archiduque Carlos ya proclamado en Viena. Su partido se ve apoyado por los tesoros, las tropas y las Naves de Inglaterra y del Imperio; por el pronunciamiento de Portugal y de Saboya, por la insurrección de Cataluña, por los numerosos ejércitos en fin en que ondean confundidas con las banderas de las naciones más poderosas, las de muchos pueblos de la Península. Peterborough Galloway allanan a Valencia y Aragón, a Extremadura y Castilla; y las batallas de Almansa, Almenara y Zaragoza abren por último el abismo en que van a sepultarse el Trono y las esperanzas de Felipe. ¿Que hará pues Asturias en estos momentos de angustia y compromiso? ¡Será bastante temeraria para provocar el enojo del vencedor y aumentar sus victorias con una inútil resistencia!, ¿o aguardará humillada el yugo que le prepara, olvidando un valor que no le permiten emplear las circunstancias? La lealtad siente más que reflexiona en los casos desesperados, consulta sus deberes y olvida los peligros. No los hubo nunca para el Principado mediando el honor de sus Príncipes y tratándose de resistir toda dominación extraña. Esta Provincia que sí contaba con una resolución y un ardimiento a toda prueba carecía sin embargo de defensa, llamó entonces con enérgicas reclamaciones la atención de su Rey; le suplicó se distribuyesen armas y municiones a sus naturales; que se guarneciesen y artillasen sus puertos; de tal manera que a su valerosa decisión correspondiesen los medios de una vigorosa resistencia.

Las compañías de milicias repartidas en tres Sargentías mayores esperaban sólo la ocasión de distinguirse. El regimiento de Asturias que había defendido a Ciudad Rodrigo bajo las órdenes del Marqués de Santa Cruz, que se distinguió después en Valencia, y que se halló en el sitio de Tortosa muy reducido por sus frecuentes pérdidas, participaba de las fatigas y los riesgos de su Rey: otras nuevas fuerzas corrían a su socorro a los campos de Almaraz; los nobles del País aprovechaban con entusiasmo la ocasión de distinguirse en esta lucha desesperada: el Ayuntamiento de Gijón ofrecía los servicios de sus naturales y temiendo que los Imperiales se apoderasen de aquella Villa, solicitaba que la Diputación apoyando sus instancias las manifestase a S. M. rogándole se sirviese proporcionarles el armamento necesario para poner en práctica sus nobles designios. Pero desgraciadamente aunque Felipe V no podía confiar su defensa a súbditos más resueltos y leales, por más que le constase la urgencia con que imploraban su protección y aunque sintiese ver malogrado tanto arrojo y buen celo, no le era dable en sus apuros acceder a estas demandas y a su pesar y contra sus propios intereses una triste precisión le obligaba a desatenderlas70.

Tan críticas eran y difíciles las circunstancias de la Provincia cuando en la Diputación del 3 de julio de 1706 se dio cuenta de una carta que le dirigía el Marqués de las Minas. Le participaba en ella que las tropas Imperiales ocupaban ya a Madrid: que el Archiduque Carlos había sido proclamado Rey en aquella Capital: que Aragón le obedecía y a su ejemplo otras varias Provincias: que el Duque de Anjou prófugo y desamparado abandonaba el suelo español, y que esperaba se proclamase en Asturias el Archiduque con el dictado de Carlos III según la antigua costumbre y como se practicó cuando ha entrado a reinar Carlos II. A esta carta fecha en las inmediaciones de Madrid, acompañaba otra del Conde de la Carzana expedida en el mismo lugar el 30 de junio de 1706 concebida en los mismos términos y recordando al Principado las consideraciones que siempre le merecieran los Monarcas Austriacos71. Un sentimiento de indignación se apoderó de todos los Diputados a la lectura de estos documentos. La simple sospecha de que pudiese vacilar un momento su fidelidad al Soberano que habían reconocido, era un agravio que no podía avenirse ni con su delicado pundonor ni con el orgullo y superioridad de alma excitados por los recuerdos del patriotismo que nuestros mayores habían acreditado en todas las edades. Aislados, sin recursos, sin otro apoyo que la constancia y decisión de los pueblos que representaban, dieron al Marqués de las Minas esta animosa contestación: «Excmo. Sr. Habiendo visto el Principado la carta de V. E., debemos decir resueltamente en respuesta de su contenido que aunque conservamos una alta estimación a la memoria de los Príncipes Austriacos que nos acuerda V. E., la tenemos justamente vinculada a la Católica Majestad del Rey nuestro Señor D. Felipe V manteniendo en nuestra antigua fidelidad un eterno propósito de corresponder lealmente a la obligación del juramento con el que proclamamos nuestro legítimo Soberano. Y siendo esta Provincia la que siempre abrigó los más heroicos esfuerzos Españoles y la que no menos se ha distinguido en reparar las ruinas de esta Monarquía nunca podrá V. E. extrañar que continúe el mismo empeño sin susto de padecer los mayores estragos de la guerra por acreditar este antiguo blasón de los corazones de sus naturales. Oviedo y Julio 10 de 1706.»72

Poco satisfecha todavía la Diputación con esta solemne declaración de sus sentimientos políticos, comisionó a los Señores D. Francisco Antonio Bernaldo de Quirós, Teniente Coronel del Regimiento de Asturias y D. Carlos Miguel Ramírez, Caballero del hábito de Calatrava para que a nombre suyo pusiesen en manos de S. M. estas contestaciones oficiales acompañándolas de una nueva exposición en que reiterándole el Principado sus protestas de amor y respeto, le suplicaba encarecidamente se sirviese concederle las armas y municiones tantas veces reclamadas para su defensa. Reunida casualmente la representación de Asturias en la Villa de Gijón el 12 de Agosto de 1706 tuvo al fin la grata complacencia de recibir la respuesta de Felipe V concebida en estos términos.-El Rey-: «Muy noble y muy leal Diputación del Principado de Asturias. Por vuestra carta del 10 del presente mes, he visto el motivo que tuvo ese Principado para explicar al Marqués de las Minas el antiguo honor de esos fidelísimos vasallos; y habiendo sido de grande aprecio y estimación mía la fineza con que ese Principado ostenta el glorioso esplendor de su constancia y nobleza, he querido manifestarle mi gratitud y reconocimiento; y que para su conservación en mi justo dominio no habrá fatiga ni riesgo a que no me exponga quedando ahora mi Real Persona a la frente del numeroso y lucido ejército con que marcharé dentro de cuatro días para batir los enemigos y arrojarlos de cuanto han ocupado. Del campo Real de Atienza a 24 de Julio de 1706.» Yo el Rey.

Este es el primer documento diplomático en que la Diputación ha recibido de nuestros Monarcas el honorífico y bien merecido dictado de Muy noble y muy leal. Felipe V le dio en seguida otras pruebas de su reconocimiento. Se cuenta entre otras la concesión gratuita de 30 cañones de a 8, 12 y 16 para artillar las costas otorgada en el campo de Marchamalo el 9 de Agosto del mismo año73. Inmediatamente se dieron las órdenes oportunas para traer esta artillería de la fábrica de Burgones y la Cabada74. Los puntos más importantes de la costa se pusieron en estado de resistir las invasiones del enemigo y se proporcionaron las municiones necesarias, todo con los fondos del Principado. Mientras que de este modo se atendía a su defensa, no se olvidaba la general del Reino. La Diputación reprodujo los sacrificios más costosos para manifestar a su Rey que su gratitud no era un sentimiento estéril. Las levas, los donativos voluntarios, el exacto cumplimiento de las Reales órdenes, los triunfos obtenidos por el valiente regimiento de Asturias, la ilustración y los servicios de su digno Coronel el célebre Marqués de Santa Cruz, las sumas inmensas destinadas al Erario durante la porfiada y larga guerra de sucesión, son otros tantos títulos de gloria para el Principado en el borrascoso reinado de Felipe V.

Ni los acontecimientos militares y las calamidades públicas cuyo remedio reclamaba tan particularmente los desvelos de la Diputación, la desviaron de procurar los intereses particulares de la Provincia, y de promover por todos los medios posibles su prosperidad. Basta examinar con algún detenimiento sus actas en esta época para persuadirse que los diversos ramos de la administración pública fueron particularmente atendidos y que su gobierno se ha señalado tanto por la disminución de gavelas demasiado gravosas y desproporcionadas a los recursos del país, como por el buen régimen de los pueblos y el reparo de las necesidades particulares de los concejos. Muchos caminos antes intransitables se mejoraron: pensóse seriamente en abrir fáciles comunicaciones con Castilla: la Fortaleza de Oviedo fue reparada, se removieron los obstáculos que se oponían a la extracción de granos: el sistema de encabezamientos logró una ventajosa reforma: dieronse informes luminosos sobre el establecimiento de administraciones provinciales: los puentes que amenazaban ruina fueron del mejor modo posible restaurados: se construyeron otros de nuevo: supo S. M. los males que aquejaban las jurisdicciones y con un celo verdaderamente ilustrado al paso que se conciliaban sus intereses con los generales del Reino, no se ha perdido de vista hacer menos sensibles los penosos y continuos sacrificios que exigían la triste situación de la patria y la penosa estrechez a que redujo el gobierno una guerra desoladora.

Era un deber y una política del Monarca corresponder agradecido a estos importantes servicios y alentar las felices disposiciones de los Asturianos para promover la prosperidad de su país y contribuir a la general de la nación. Afianzado en el trono por el amor de sus pueblos, por su valor y sus virtudes, y recientes todavía los laureles que le honraban con el doble dictado de Rey y de Héroe, al convertir su atención hacia los males que la guerra produjera creyó pues que uno de los medios más oportunos de repararlos sería la erección de las Audiencias. Entre otras tuvo entonces origen la de Asturias el año de 1717. Pero Felipe V ocupado constantemente en combatir los enemigos que le disputaban el cetro, nacido y educado en un país extranjero y reinando sobre un pueblo cuyas costumbres y franquezas no podía conocer bastante todavía, ignoraba sin duda que tanto las atribuciones que concedía al nuevo tribunal y los recursos destinados a su dotación como los límites prescritos a su autoridad, se oponían a la naturaleza del Gobierno político del Principado y a sus antiguos fueros y libertades. Las sugestiones e intrigas del gobernador de Asturias D. Antonio Cepeda, altamente resentido de la energía con que la Diputación corriera el velo a sus excesos y demasías75; el apoyo, de sus poderosos protectores y la exposición en que varios naturales solicitarán de Felipe V el establecimiento de una Audiencia de tres jueces, contribuían por otra parte a mantenerle en este error. Así pues equivocadamente quiso S. M. que los fallos y resoluciones de la Junta y su Diputación no tuviesen valor alguno sin la aprobación de la Audiencia, y que los Magistrados que la componen fuesen dotados de los fondos de la Provincia: funestas disposiciones que arrancadas por la sorpresa a la bondad del Soberano destruían la antigua y venerable constitución política de nuestro país llenando de amargura sus naturales. La Diputación con una energía digna de su carácter y conciliando el respeto con la firmeza elevó sus clamores contra ellas al Monarca, le demostró que se oponían a la legitimidad de sus derechos, y que de adoptarlas quedaba de hecho reducida a la nulidad la Representación de Asturias hasta entonces justamente respetada de todos nuestros Reyes. Felipe V que amaba el pueblo Asturiano, que había recibido tantas pruebas de su fina correspondencia y que distinguiéndole con el dictado de muy noble y muy leal, se complacía en manifestarle su reconocimiento ¿se convencería de la justicia de sus reclamaciones y las desatendería? No era esto conciliable ni con su rectitud ni con su clemencia. Cuando conoció que las atribuciones concedidas a la Audiencia se oponían a sus fueros, se apresuró a derogarlas conservando este Tribunal sin hacerle gravoso al Principado, y sin darle la intervención que en un principio le concediera sobre sus Curias.

Pero como quiera que los límites a que quedó entonces reducido y la sabiduría e integridad con que ha llenado sus funciones justificasen las miras benéficas que el Soberano se propuso al establecerle, todavía ha contribuido su erección a disminuir de un modo indirecto el nervio y la independencia de la Junta General y su Diputación. Porque los fallos de estas dos Corporaciones cuando no satisfacían las miras personales de los que tenían un interés en contratarlas, fueron desde entonces sometidos a la decisión de la Sala. Cubrióse en efecto la intriga con la máscara del celo público para repugnar más de una vez medidas importantes que no podían avenirse con sus ruines deseos; y sino ha logrado entorpecerlos, en la facilidad misma con que podía formalizar sus quejas sin salir de Oviedo, halló el medio de producir odiosas contestaciones, largos y ruidosos litigios y estos miserables amaños que ni se avienen jamás con la noble franqueza de la Junta ni con la dignidad de sus funciones. Sus tareas se vieron así entorpecidas cuando quizá la salud general se interesaba en su pronta terminación y así nacieron también entre los mismos individuos de su seno escisiones que nunca debieran fomentarse, alimentando un tesón y un orgullo que sólo debería emplearse en promover el bien y sostener los intereses de la Patria. Justo era a la verdad que la Junta respondiese de su conducta a un Tribunal Superior: el suyo lo fue antes de la erección de la Real Audiencia, la Chancillería de Valladolid, donde se creó reinando Felipe IV una plaza supernumeraria destinada privativamente para el gobierno del Principado76: pero la dificultad con que el espíritu de partido entablaba allí sus demandas y la distancia a que se encontraba del punto de reunión de la Junta, dio siempre lugar a que calmados los primeros movimientos del resentimiento sucediese al insensato proyecto de una queja infundada el consejo de la razón y de la prudencia.

La Junta General ha debido preveer sin duda estas consecuencias del establecimiento en Oviedo de un consejo de justicia; porque desde un principio le repugnó como gravoso al país y contrario a su gobierno. En la sesión del 15 de Enero de 1717, se dio cuenta de las diligencias practicadas por D. Fernando de Inclán en Madrid, oponiéndose como Procurador General del Principado a la instancia de su Gobernador D. Antonio Cepeda que solicitaba con empeño la creación de este Tribunal. Se acordó entonces representar a S. M. contra semejante proyecto como era efecto se verificó el 25 de Febrero; y todavía la Diputación del 16 de Agosto al recibir la Real orden en que se prevenía el establecimiento de esta Sala de Justicia, se propuso suplicar se suspendiesen sus efectos a cuyo acuerdo se opuso formalmente el Sr. Cepeda. Pero ya instalada la Real Audiencia no solamente la Junta General le ha dado en diversas ocasiones pruebas nada equívocas del respeto y consideración que le merece, sino que se ha conservado siempre la buena correspondencia que debe mediar entre estas Corporaciones.

El sistema pacífico que se ha propuesto Fernando VI y el estado político de la nación, ha permitido a la Junta consagrar exclusivamente sus tareas al bien estar de los pueblos que representa. Si sus anales en esta época no ofrecen aquellos grandes acontecimientos y rasgos memorables que son siempre el resultado de situaciones difíciles y de peligros extremos encierran sin embargo ejemplos laudables del vivo interés con que promovía la prosperidad del país, y procuraba remover los obstáculos que se oponían a su logro. Obras públicas de todas clases, medidas de beneficencia, pleitos en defensa de los derechos del Principado, la facilitación de las comunidades, la influencia en la formación del famoso Catastro, las resoluciones oportunas para alientar el tráfico y el comercio, fueron otros tantos objetos de sus tareas. ¿Y olvidaremos al recordarlas el Real Hospicio de Oviedo donde la caridad sublimada por los sentimientos piadosos de la Religión arranca a la infamia y la miseria los seres infelices que una pasión desgraciada condena para siempre a desconocer los autores de sus días? Este bello monumento de la filantropía será siempre un título de honor para el digno Magistrado D. Isidoro Gil de Jaz que promovió su erección, para el piadoso Monarca que le ha protegido y para la Junta General que contribuyó con inmensos recursos a su conservación y mejora. Solicitado de Fernando VI en primero de Setiembre de 1751 y aprobado en 31 de Octubre del mismo año se fundó en 1752, y desde entonces la Provincia ha destinado uno de sus representantes a inspeccionar de cerca cuanto contribuye a la buena administración de esta casa de beneficencia y al consuelo de la vejez menesterosa y de la niñez desvalida que en ella se albergan. Cuando el reconocimiento público consagre en el altar de la Patria un trofeo a la virtud de sus representantes, no temerán aquellas víctimas del infortunio enriquecerle con la ofrenda de su gratitud y de sus lágrimas: porque si la gloria se envanece con los triunfos sangrientos y los esfuerzos del heroísmo, no es menos sensible a las tiernas inspiraciones de la humanidad y a las virtudes pacíficas que la engrandecen.

En los reinados de Carlos III y Carlos IV siguiendo constantemente la Junta y su Diputación en sus proyectos de mejora, extendió su solicitud a cuanto pudiera dar a nuestro país nuevo lustre y esplendor. Las levas de mar y tierra y los impuestos con que socorrió al Estado, confirmaron la alta reputación que desde muy atrás disfrutaba, y las obras grandiosas que ha emprendido señalarán este periodo de sus funciones sino como el más fecundo en brillantes acontecimientos, por lo menos como el más útil para la cultura y conveniencia de los pueblos. El magnífico y costoso muelle de Rivadesella, la espaciosa y dilatada carretera de Castilla abierta entre desfiladeros y precipicios inaccesibles, los baños termales de las Caldas, los reparos y construcción de caminos y puentes, el monumento erigido a la memoria del sabio y virtuoso Jovellanos, los luminosos informes sobre las Carboneras de Langreo, los premios para la extinción de fieras y las ordenanzas para todo el Principado redactadas por D. Felipe Canga, fueron entre otros los justos títulos que adquirió entonces la Junta a la gratitud de Asturias.

Pero una revolución tal vez sin ejemplo en los anales de la Europa moderna, le guardaba otros más cumplidos y gloriosos. Su heroico pronunciamiento contra el imperio Francés, cuando se derramaban sus huestes como un torrente asolador por las sorprendidas e inermes provincias de España en el año de 1808, es uno de aquellos acontecimientos altamente sublimes que producidos muy de tarde en tarde por el entusiasmo de la libertad y el amor de la patria, se transmiten a la posteridad para dechado y admiración de los pueblos. La sangre española alevosamente derramada en Madrid el 2 de Mayo por el ejército invasor, y las proclamas del Príncipe Murat inclinando pérfidamente a los pueblos a que permaneciesen tranquilos cuando en todas partes les aguardaban la afrenta y las cadenas, produjeron el 9 de Mayo la memorable insurrección de Oviedo. Sus naturales y los de otros puntos del Principado excitados por aquella noble indignación que sin consultar el peligro obedece sólo las inspiraciones de una alta virtud, sintieron a un mismo tiempo la injusticia de sus ultrajes y el incentivo del valor que los impulsaba a vengarlos. En medio de la más terrible ansiedad, sucede la inquietud a un silencio sombrío y el amago a las quejas: el grito de guerra contra el opresor de Europa resuena en todos los ámbitos de la Ciudad: un arrebatado entusiasmo exalta los ánimos, y el pueblo fuera de sí sensible a las menguas de la Patria y sintiendo todo el horror que le inspiran sus tiranos, corre despechado a las armas, proclama a Fernando VII, jura la libertad o la muerte, hace pedazos las órdenes del gobierno sometido a la influencia francesa, y se prepara a una defensa que la tímida prudencia gradúa entonces de locura y que el mundo admirado llama después heroísmo.

La Junta auxilió y dirigió estos primeros movimientos de los Ovetenses: propuso armar el resto de la Provincia, invitó las limítrofes a que abrazasen su causa y obtuvo el doble triunfo de darles la primera el impulso y el ejemplo. Tan heroica decisión parecía realmente un delirio del patriotismo y una de aquellas empresas temerarias que apenas se esperan de la desesperación. Porque a la verdad una pequeña Provincia de la Península reducida a sí misma sin más recursos que su lealtad y su entusiasmo provocando el poder y el orgullo del Capitán afortunado que veía la Europa humillada a sus pies, sólo pudiera considerarse como una nueva víctima de su ambición, o como un humilde trofeo de sus victorias. Pero el heroísmo no mide jamás sus empresas por los riesgos que le rodean: la muerte misma le alienta y le provoca si al través de sus estragos columbra la inmortalidad y la gloria.

Aunque en esta difícil situación los deseos de la Real Audiencia se conformaban con los del pueblo, y como él odiaba el yugo extranjero, de otro modo sin embargo calculaba las consecuencias de su arrojada empresa. Responsable al Gobierno del cumplimiento de las órdenes que le comunicaba y de la tranquilidad del Principado, apreciando a sangre fría los elementos y la extensión de sus fuerzas, tanto más se persuadió de la inutilidad y del peligro de emplearlas, cuanto que en aquella época todavía permanecían sometidas al gobierno de Madrid las provincias confinantes con la nuestra. En tal angustia creyó de su deber asociarse con otras personas para extinguir en su origen el fuego de una revolución que graduaba de temeraria. La intriga, la persuasión, los consejos de la prudencia, el celo de la amistad, la triste pintura del estado político de España y de los grandes recursos del Imperio Francés, las negociaciones más hábilmente manejadas, alcanzaron entonces sino apartar los patriotas de su propósito, a lo menos suspender momentáneamente los efectos de su exaltación. Pero la aparente tranquilidad que se observó desde el 13 al 25 de Mayo, era como la calma engañosa que suele preceder a las borrascas. En vano se había conseguido cerrar la Universidad; que depusiesen las armas los sublevados del 9; y que la Junta suspendiese sus sesiones. La orden del Gobierno que el Ayuntamiento de Oviedo y el Presidente de la Real Audiencia recibieron para que el Principado mandase sus Diputados a la asamblea de Bayona y la venida del Brigadier Lallave que como Comandante general de la Provincia se suponía encargado de pacificarla y de castigar a los promovedores de su alzamiento, fue una chispa eléctrica que inflamando de nuevo los ánimos, reprodujo la insurrección con más violencia en la noche del 24.

Al amanecer del 25 algunos de los vocales de la Junta, que todavía permanecían en Oviedo, se reunieron para dirigir el movimiento popular: depusieron a Lallave que se negaba a jurar por Rey a Fernando VII: alentaron el pueblo con enérgicas alocuciones: nombraron al Marqués de Santa Cruz Capitán General de la Provincia, expidieron órdenes a las justicias para la formación de un ejército de 250 hombres, y acordaron abrir los puertos del Principado a los Ingleses y solicitar su amistad y sus recursos para sostener la lucha desigual en que se habían empeñado. No ignoraban estos representantes, hasta qué punto el gobierno Británico aborrecía el de la Francia; que su política aprovechaba todas las ocasiones de suscitarle enemigos; y que reducido a una situación difícil por el sistema continental que Napoleón se apresuraba a establecer en cuanto sus ejércitos ocupaban, no podría menos de apreciar las grandes ventajas de la alianza que le ofrecían. Así fue en efecto. Los Señores D. Andrés Ángel de la Vega y D. José Queipo de Llano, Vizconde de Matarrosa, autorizados con poderes de la Junta y como embajadores del Principado, tuvieron en Inglaterra la favorable acogida que se esperaba y su misión felizmente terminada al paso que contribuyó a realizar los planes de aquella nación, y a mejorar su suerte, proporcionó poderosos auxilios a nuestra revolución. La diplomacia contará sin duda este fausto suceso entre los que concurrieron entonces a preparar la independencia de Europa y el destronamiento del hombre extraordinario que había tenido y admirado.

El 28 de Mayo, completo ya el número de los diputados de la Junta sin que uno sólo se negase a las invitaciones del honor y del patriotismo, tomó este congreso el mando supremo de la Provincia, investido con el carácter de Soberano. Su primer cuidado fue aprobar cuanto habían acordado los pocos vocales que en un principio se reunieron, ratificar el juramento de fidelidad a su Rey y la declaración de guerra a Napoleón; disponer que las demás Corporaciones y Autoridades siguiesen su ejemplo y resolverse generosamente a perecer entre las ruinas de la Patria antes de someterse a la dominación francesa. El recuerdo de las glorias pasadas la esperanza de las venideras; el aspecto mismo de unas montañas donde se salvaron los restos de la antigua Monarquía y donde la libertad de nuestros Padres, su religión y sus triunfos brillaban en mil memorias realzadas con el prestigio de los siglos, dieron a la Junta una firmeza, un ardimiento que sólo puede calcularse por los asombrosos resultados de sus tareas. Estas seguían sin interrupción en medio del terror que las armas francesas esparcían ya en las Provincias que rodeaban la nuestra. Legitimada su Autoridad Suprema por el voto de los pueblos, por su santo propósito y por las circunstancias extraordinarias de la nación, nombró comisiones para entender en los negocios de Hacienda, Estado y Guerra: formó 20 regimientos distinguiéndoles con los nombres de los concejos que concurrieron a formarlos: les dio Jefes y Oficiales, impuso contribuciones, y con ellas y los socorros de los Ingleses cubrió los enormes dispendios de la guerra: la sostuvo enérgicamente con todo género de sacrificios: puso las provisiones y aprestos militares al cargo de personas inteligentes que merecían la confianza pública: organizó militarmente el Principado estableciendo Gobernadores militares en la Capital de cada Concejo, y creando para su defensa los cuerpos de Alarma. Hizo que la defección fuese de cerca vigilada por una Intendencia de policía destinada a descubrir sus maquinaciones; institución que fue substituida después por el Tribunal de vigilancia. Prohibió el curso de las gacetas, proclamas y órdenes del enemigo: a pesar de la escasez de sus recursos, halló los suficientes en su celo y actividad para guarnecer las fronteras de la Provincia con las tropas nuevamente formadas. Destinó diez mil hombres al mando del valiente y malogrado General D. Vicente Acevedo, para obrar en combinación con el ejército de la Izquierda: y por último, fomentando la insurrección de las dos Provincias vecinas León y Santander, las auxilió con tropas, armas y municiones. La celeridad con que se hicieron todos estos aprestos militares fue tal, que dadas las órdenes para que pasase el regimiento de Covadonga nuevamente creado a sostener el alzamiento de León, pudo ya incorporarse con el ejército del General Cuesta en los aciagos momentos de la retirada de Cabezón, y dividir con él los peligros y el honor de la desgraciada batalla de Rioseco. A tantos y tan distinguidos merecimientos puede añadir esta primera Junta de Asturias la satisfacción de haber servido de modelo a las que sucesivamente se instalaron en las demás Provincias y la circunstancia poco común de conducir la revolución en medio de la más violenta efervescencia de las pasiones políticas, sin que la venganza popular usurpando la autoridad de la justicia y el poder de las leyes derramase una sola gota de sangre ni produjese aquellas deplorables catástrofes que acompañaron en otras partes los primeros desahogos de la multitud indignada al proclamar su independencia. Los esfuerzos de la Junta para arrancar del patíbulo a Lallave y Fidherald, al Conde del Pinar y al célebre poeta Meléndez Valdés, harán tanto honor a su moderación y filantropía como el pronunciamiento contra el Imperio francés a su ardimiento y patriotismo. Al fin la conducta sabia y circunspecta de sus vocales ha demostrado que donde hay un Trono legítimo y una patria que defender, el peligro es sólo incentivo del valor; y que para el hombre libre e independiente nada importa que el éxito de las grandes empresas sea dudoso y expuesto, si es cierta e indisputable la gloria de cometerlas. Llenos de lauros y después de haberse granjeado la gratitud de sus conciudadanos fueron reemplazados estos dignos patricios por otros que libremente nombraron los Concejos el primero de Setiembre de 1808. La segunda Junta también con el carácter de Soberana e instalada en las circunstancias más delicadas y peligrosas, menos celosa de conservar las atribuciones de que una triste necesidad la había revestido, que de consagrarlas al bien general de la nación fue tal vez la primera en promover la saludable idea de una autoridad central, que en representación de todas las Provincias y reuniendo el poder supremo que cada una de ellas ejercía aisladamente fuese la expresión legal de su voluntad, el vínculo común que las enlazase y diese unidad al gobierno y armonía y dirección a sus operaciones. Este proyecto juiciosamente concebido fue apoyado por los escritos de los asturianos D. Juan Pérez Villamil, D. Melchor de Jovellanos, D. Álvaro Florez Estrada y D. José Canga Argüelles. Y como casi al mismo tiempo y simultáneamente le manifestasen también los hombres que sabían apreciar la situación política de la Nación y que buscaban pronto remedio a sus males reuniendo los votos de todas las Juntas Provinciales, produjo al fin la Central del Reino. Cuando hubo nombrado la de Asturias los diputados para este Congreso, quedó reducida igualmente que las demás de España a la clase de Junta Superior de observación y defensa, pero sin perder el carácter peculiar que desde tan antiguo ha distinguido la representación del Principado. Como tal entró en relaciones con los ingleses John Hunter y Sir Tomas Dier, comisionados por el gobierno británico en Asturias, León, Castilla, Santander y Vizcaya; y recibió por su mediación cuantiosos socorros para equipar sus tropas y continuar la guerra. Parte de las que habían pasado al Norte bajo el mando del Marqués de la Romana desembarcaron por el mismo tiempo en nuestras costas y han sido de un grande auxilio para organizar las que de nuevo levantó la Junta decretando una conscripción de 100 hombres. Entre otros trabajos de la mayor importancia la ocuparon entonces el arreglo de esta nueva fuerza; el examen y aprobación de las operaciones militares que debía emprender el General Acevedo de acuerdo con el ejército de Galicia; el equipo y salida de la brillante división que este valiente militar condujo a Vizcaya; la formación de un cuerpo de reserva; el arreglo del Comisariato; el establecimiento de hospitales militares; y la buena administración del ramo de provisiones. Ni en medio de tan diversas y penosas tareas desatendió la defensa del país y de los confinantes. Como si fuesen inagotables sus recursos socorrió con caudales a Ciudad Rodrigo y supo reparar los desastres de Espinosa y Tudela, formando apresuradamente cuatro divisiones con las cuales cubrió los puntos de Pajares, Colombres y el Eo, y guarneció el interior del Principado.

La posteridad juzgará de los sucesos que prepararon la disolución de este ilustre congreso en medio de tan laudables empresas: ella dirá si el Marqués de la Romana pudo arrestar impunemente sus diputados, nombrar por sí mismo otros nuevos y hallar en el imperio de las circunstancias una razón plausible que autorizase esta violación de las antiguas y venerables libertades del Principado. El reconocimiento de sus compatriotas los acompañó entonces a sus hogares; y en el inmortal y virtuoso Jovellanos encontraron el vengador de sus agravios y el celoso defensor de los derechos de la Provincia que representaban77. Tal ha sido la conducta de la Junta General de Asturias durante la guerra de la independencia. Asociada en todas las épocas a las grandes empresas de la Patria, la representó siempre dignamente, participando de sus triunfos y de sus peligros; y ha dejado a la posteridad un noble ejemplo de adhesión y fidelidad a sus Reyes y de las altas cualidades que más recomiendan las instituciones consagradas a sostener la libertad e independencia de los pueblos.




ArribaAbajo

Artículo VII

De la organización, ordenanzas y atribuciones de la Junta General


El cuadro histórico que acabamos de bosquejar quedaría sin duda incompleto si al examen de las memorias que entran en su composición no se añadiesen las que pueden manifestar el estado de la Junta General en diversas épocas, la naturaleza de su autoridad y de sus funciones y los reglamentos que sucesivamente la han dirigido hasta el día. Este cuerpo político con el carácter de un Ayuntamiento general del Principado compuesto de los representantes de todas sus jurisdicciones, se ha reunido desde inmemorial en la Sala Capitular de S. Salvador de Oviedo para promover el bien general del Estado y el particular de la Provincia por los medios que las leyes y sus fueros y libertades particulares le conceden.

Conforme los concejos de Asturias ganando en poder y consideración, han obtenido sus cartapueblas, y los Ayuntamientos se formaron, fueron progresivamente concurriendo con sus procuradores a la Junta General. Primero han obtenido este derecho las jurisdicciones realengas y después las antiguas de abadengo conocidas en el país con el nombre de Obispalías: pero mientras que cada una de las primeras gozando de plena representación enviaba a la Junta dos Diputados con medio voto o uno solo con voto entero, las segundas incorporadas más tarde a la Corona y con un territorio menos extenso y poblado, sólo obtuvieron una tercera parte de representación. Afortunadamente abolidas hoy las fracciones de voto78 y evitada la confusión y desorden que introducían en las deliberaciones se reúnen las Obispalías en pequeños partidos para nombrar los diputados que deben representarlas con voto entero.

Entre los territorios de Señorío particular, solo la Rivera de Abajo, Paderni, Noreña, Llanera y Olloniego gozan también el derecho de representación. En vano le solicitaron los demás sosteniendo largos y ruidosos litigios con el Principado. La Junta en repetidos acuerdos y los Corregidores en sus fallos judiciales, les denegaron constantemente esta demanda por razones de conveniencia pública y miras de política, que calificaba entonces de prudentes la naturaleza misma de los dominios Señoriales79.

Así los Ayuntamientos Realengos como los de Obispalía, negándose a toda innovación y celosos de sostener sus derechos en la Junta, han sabido conservarlos sin apartarse jamás de la costumbre y el texto de las ordenanzas en las elecciones y los poderes conferidos a sus representantes y en la clasificación y orden de los asientos y de las votaciones. Según la antigüedad de las cartapueblas que obtuvieron sucesivamente los concejos se colocan hoy y emiten su voto en la Junta General sus respectivos procuradores. Las ordenanzas de esta corporación desde el año de 1494 siendo gobernador del Principado Hernando de la Vega, hasta el de 1804 en que se aprobaron las redactadas por D. Ignacio Florez, los designan del modo siguiente.

CONCEJOS REALENGOS CON PLENA REPRESENTACIÓN.

Oviedo, Avilés, Llanes, Villaviciosa, Rivadesella, Gijón, Grado, Siero, Prabia, Piloña, Salas, Lena, Valdés, Allor, Miranda, Nava, Colunga, Carreño, Onís, Gozón, Caso, Sariego, Parres, Laviana, Cangas de Onís, Corvera, Ponga, Cabrales, Amieba, Cabranes, Somiedo, Carabia, Cangas de Tinco y Tineo.

ANTIGUAS JURISDICCIONES DE ABADENGO U OBISPALÍAS.

Castropol, Navia, Regueras, Llanera, Peñaflor, Teberga, Langreo, Quirós, Bimenes, Sobrescobio, Tudela, Noreña, Olloniego, Pajares, Morcin, Rivera de Arriba, Rivera de Abajo, Riosa, Proaza, Santo Adriano, Tameza, Paderni, Allande e Ibias.

Desde el año de 1637 se reúne a los diputados de todas estas jurisdicciones, el Alférez mayor del Principado que es diputado nato y cuyo oficio (como ya se ha dicho) recae por juro de heredad en los Condes de Toreno. Este sistema de representación mejorado por una serie de modificaciones que el tiempo, la necesidad y la experiencia produjeron, no ha tenido siempre la misma forma y regularidad. Combinado de diversos modos según las circunstancias particulares y la menor o mayor importancia de los pueblos, llegó al fin a fijarse sobre bases estables y a ofrecer un todo que si dista todavía de la perfección de que es susceptible, conserva sin embargo relaciones que no pueden desconocerse con la cultura, riqueza y población que las diversas poblaciones de Asturias alcanzaron en días muy distantes de los nuestros. A la Junta del año 1115 reunida en Oviedo por el Obispo D. Pelayo80 concurrieron muchos individuos de una gran parte de los territorios de la Provincia sin proporción a las diferencias que la población debiera poner entre ellos. A la de 1367 celebrada en el Convento de Santa María de la Vega, extramuros de Oviedo, asistió uno por cada concejo: a la de 1378 reinando Enrique II concurrieron dos, y a la de 1444 uno solo elegido entre los hidalgos. Bajo los Reyes Católicos muchos poderosos, avezados a quebrantar los fueros de las Comunidades, se hicieron nombrar violentamente para las Juntas Generales sosteniendo con la fuerza tan odiosa demasía. Pero después que las reclamaciones de los pueblos sostenidas con firmeza y apoyadas en la observancia de las leyes, produjeron las ordenanzas de Hernando de la Vega, aprobadas por los Reyes Católicos en Medina del Campo el año de 1494, la representación se aseguró contra las pretensiones de los que la usurpaban, y adquiriendo más consistencia se ciñó por último a reglas constantes que la purgaron de los abusos e irregularidades que la licencia de los tiempos produjera.

En un principio ha sido la Junta presidida por los Adelantados Mayores y Merinos de Asturias como encargados del gobierno político y militar de esta Provincia por los Reyes de Castilla: derecho que correspondió en seguida a los Gobernadores Togados, y después de la erección de la Real Audiencia el año de 1717, a su Regente o Decano cuyos magistrados la convocan además con arreglo a la 5.ª de las ordenanzas de D. Lorenzo Santos de S. Pedro y a las instrucciones de la Real provisión de 23 de Agosto de 1833. Los documentos más antiguos de este cuerpo representativo manifiestan que anteriormente al establecimiento de los Gobernadores no había una ley escrita ni aun una costumbre que fijase periodo determinado para su convocación. Esta dependía por lo común de las circunstancias y confiada tal vez al patriotismo y buen celo de los Ayuntamientos se verificaba en casos muy graves, en los grandes peligros de la patria, o cuando era necesario buscar algún remedio a sus necesidades. Así fue como se reunieron los procuradores de los concejos en los disturbios civiles de D. Pedro el Cruel y su hermano D. Enrique, y como se opusieron después al injusto repartimiento del Infante D. Alonso. La posesión que tomó del Principado Pedro de Tapia en nombre del Infante D. Enrique y la expulsión de los Caballeros Quiñones acordada en la Junta de 1444 son otros dos hechos que comprueban la misma verdad.

Pero ganando progresivamente el gobierno político de Asturias en orden y regularidad y afianzando por estatutos y reglamentos autorizados por nuestros Reyes, entre los varios e importantes motivos que ocasionaba la convocación de la Junta General, fue uno de los más frecuentes el recibimiento de los Ministros Togados o Militares que con Real nombramiento venían a ponerse al frente del gobierno político del Principado81. Estos altos funcionarios conocidos entonces con los títulos de Gobernadores, Corregidores, Capitanes a guerra y aun Capitanes generales y Superintendentes generales de todas las rentas Reales, tomaban solemne posesión de su destino en la Junta General donde eran reconocidos por todos los procuradores de los concejos. Allí prestaban pleito homenaje de defender sus fueros y libertades y uniendo su autoridad a la de la ilustre Corporación que presidían, no sólo daban cumplimiento a sus resoluciones, sino que como el verdadero poder ejecutivo de la Provincia, desempeñaban con acuerdo de sus representantes todas las funciones de la autoridad económica, política y militar de que hay muchos y muy notables ejemplos en las actas de la Junta.

Estos Gobernadores que en un principio ejercían sus funciones por tiempo indeterminado, han sido removidos en seguida cada tres años, cuyo periodo observado con alguna regularidad vino a fijar al fin una época señalada y estable para la convocación de nuestras curias. En efecto, aun después de la erección de la Real Audiencia y de haberse substituido a la autoridad de los Gobernadores la de los Regentes de aquel tribunal, se ha observado sin interrupción hasta nuestros días la misma costumbre siendo un punto esencial de las ordenanzas de la Junta su reunión ordinaria trienalmente sin que la duración de sus sesiones tenga un plazo determinado. Pero además de esta facultad que el uso constante autoriza y que las Reales órdenes y reglamentos del Principado sancionan, ha disfrutado también desde muy antiguo la de reunirse en casos extraordinarios y cuando las urgencias del país exigían el auxilio de sus representantes. Varios son los ejemplos que pudieran citarse en comprobación de esta prerrogativa de que la Junta usó siempre con prudencia y buen éxito. Cierto es que harto coartada hoy no tiene ya la misma fuerza y valor que en otro tiempo; pero tampoco puede dudarse que la Diputación del Principado la puso en práctica en nuestros días, como se comprueba por la reunión de varias Juntas Generales.

Por lo demás así en lo antiguo como actualmente bien sean las Juntas ordinarias o bien extraordinarias, el Presidente propone cuanto considera oportuno al interés del Estado en general y al de la Provincia en particular. Los diputados según el orden de sus asientos hacen también las mociones que tengan por convenientes: nombran un tesorero encargado de la recaudación de los fondos del Principado, los individuos que deben formar la Diputación y un Procurador General cuyas altas funciones se dirigen a promover el despacho de los negocios y a indicar las medidas y propuestas conducentes a la prosperidad del país, pero sin voto discretivo en las deliberaciones.

El cúmulo y variedad de atenciones de esta Corporación, y la vasta extensión de los objetos que ya les ocupaban en el siglo XVI, se aumentaron considerablemente con la cultura y mejora de los pueblos. Nuevos intereses, mudanzas importantes en las costumbres y relaciones sociales y el desarrollo progresivo de la agricultura y de la industria, todo exigía que se pensase seriamente en reformar los antiguos reglamentos y en procurar a la representación de Asturias, sino mayor aumento de poder, a lo menos unos medios más proporcionados a sus obligaciones y a los grandes y multiplicados negocios que entonces reclamaban su solicitud y sus cuidados. Porque ni los estatutos, formados en circunstancias muy distintas de las del siglo XVI, podían tal vez acomodarse a este tiempo, ni la reunión de la Junta verificada trienalmente bastaba a satisfacer el fin de sus tareas. Las ordenanzas solicitadas por Sancho de Inclán, Procurador del Principado y aprobadas por Felipe II en el Pardo el 23 de Noviembre de 1594 siendo Gobernador de Asturias Duarte de Acuña, remediaron felizmente estos males: a ellas se debe la mejora de los antiguos reglamentos, el ventajoso establecimiento de la Diputación y el oficio de Procurador General del Principado: innovaciones de gran precio que no sólo removían los obstáculos que entorpecían las funciones de la Junta, sino que dando a su acción más energía le procuraban los medios de promover el bien que la Provincia tenía derecho a esperar de su ilustrado celo y de sus sentimientos patrióticos. En efecto: ya que la reunión de todos los representantes de los concejos por demasiado numerosa no pudiese ser de tan larga duración como convendría a los intereses públicos, y en la imposibilidad por otra parte de erigirse en un cuerpo permanente, cuya acción sería tanto más lenta y embarazosa cuanto mayor el número de individuos que concurren a formarle, la Diputación investida del poder necesario para representarle y suplir sus veces, fue una de las instituciones más útiles que acertara a desear el Principado. Esta Corporación en quien delega sus facultades la Junta General, está presidida por el Regente o Decano de la Real Audiencia, y se compone del Procurador General del Principado, de su Alférez mayor y de seis Diputados para cuyo nombramiento se divide toda la representación de Asturias en los siete partidos siguientes.

I.
Partido de Oviedo.

La Ciudad de Oviedo, su Concejo y el Alférez mayor del Principado.

II.
Partido de Avilés.

Avilés, Lena, Aller, Carreño, Laviana, Gozón y Corvera.

III.
Partido de Llanes.

Llanes, Rivadesella, Colunga, Piloña, Onís, Caso, Cangas de Onís, Parres, Ponga, Amieba, Cabrales y Carabia.

IV.
Partido de Villaviciosa.

Villaviciosa, Gijón, Siero, Sariego, Nava y Cabranes.

V.
Partido de los cinco Concejos.

Grado, Pravia, Salas, Valdés, Miranda y Somiedo.

VI.
Partido de las Obispalías.

Castropol, Navia, Regueras, Llanera, Peñaflor, Teberga, Langreo, Quirós, Bimenes, Sobrescobio, Tudela, Noreña, Olloniego, Pajares, Morcin, Rivera de Arriba, Rivera de Abajo, Riosa, Proaza, Santo Adriano, Tameza, Paderni, Allande e Ivias.

VII.
Partido de Cangas de Tineo.

Cangas de Tineo y Tineo.

Cuando ha suspendido sus sesiones la Junta General empieza las suyas la Diputación: da cumplimiento a los acuerdos y comisiones que deja pendientes aquella corporación, delibera sobre los negocios de pública utilidad del Principado, representa en su favor al gobierno y sólo deja de ejercer tan señaladas funciones en el caso de que a su juicio la gravedad misma de las cuestiones que ventila exija toda la amplitud de poderes y de luces que se supone en el conjunto de todos los representantes de la Provincia.

Tal es y ha sido desde el siglo XVI la organización de la Junta General y de su Diputación. Respetables tradiciones, una costumbre sancionada por el tiempo, la aprobación sucesiva de nuestros Reyes, acuerdos, fueros, y antiguas ejecutorias de las municipalidades, dieron una forma constante a su autoridad y sus funciones cuya extensión y manera de ejercerlas están exactamente demarcadas en varias ordenanzas. De estas llegaron algunas hasta nosotros y de otras se ha perdido hasta la memoria. Por la Real Cédula de 23 de Noviembre de 1594, sabemos que ya entonces las tenía la Junta, y que por ellas se había regido desde muy antiguo82. Las que le concedieron los Reyes Católicos en Medina del Campo el 16 de Junio de 1494 siendo Gobernador de Asturias Hernando de la Vega, tienen por principal objeto el Gobierno político y civil de las municipalidades y su recta administración de justicia83. Pero en el último tercio del siglo XVI borrados ya los funestos vestigios de las guerras civiles que habían desolado a Castilla hasta los tiempos de D. Fernando y Doña Isabel, los Procuradores del Principado tocaron la necesidad de que un nuevo estatuto para su Junta General perfeccionase los anteriores; y después de haberle solicitado ahincadamente en diversas ocasiones, le obtuvieron al fin de Felipe II. De la parte que tuvo en su consecución el celoso patricio Sancho de Inclán Arango, Alférez Mayor de la Villa y Concejo de Pravia, hemos hablado ya en otra parte de esta memoria. El orden y claridad con que expresa las facultades de la Junta, la perfección que ha dado a su organización, el respeto con que mira sus más importantes derechos, la franqueza con que los fija y reconoce, y sobre todo la erección de la Diputación y de la Procuraduría General, le harán siempre el instrumento más precioso de los que aseguran los antiguos fueros y libertades del Principado.

Pero como quiera que con estas ordenanzas desapareciesen algunos de los obstáculos que entorpecían la acción de la Junta General, todavía una demarcación más exacta de las atribuciones de sus funcionarios, el orden interior de sus sesiones, el mecanismo de su organización y las multiplicadas y difíciles atenciones que la ocuparon después en casi todos los ramos de la administración pública, excitaron sus deseos de poseer otras más extensas y cumplidas. Nuestros patricios emprendieron esta grande obra en diversas épocas siempre con mejor celo que fortuna y con más empeño en procurar el bien que sanas ideas de política y seguridad en los datos para conseguirle. ¿Y qué otra cosa sucedería en unos tiempos en que humilladas las municipalidades y desatendidos los santos derechos de la Patria por la funesta política de los Monarcas Austriacos, ni aun conservaban los pueblos memoria de su antigua dignidad y poderío? Su representación se miraba o como inútil o como peligrosa: sus libertades y franquezas como contrarias a la seguridad y esplendor del Trono, y las garantías aseguradas en la serie de muchos siglos por la constitución de los Godos, como una peligrosa antigualla que había nacido con la anarquía y que debía perecer con ella. Los jurisconsultos de nombradía sostenían estas equivocadas opiniones, el Gobierno las canonizaba como un principio de salud y de salvación para el Estado, y el espíritu de privilegio destruyendo toda semilla de patriotismo hacía suceder a las antiguas y nobles miras de las Comunidades las del orgulloso pundonor de la aristocracia Austriaca.

Estas eran las ideas generales de la Sociedad entre nosotros cuando el Gobernador del Principado D. Lorenzo Santos de S. Pedro formó las ordenanzas para la Junta General y su Diputación, y para el régimen municipal y administración de justicia en todas las jurisdicciones y Ayuntamientos de Asturias. A la influencia que la política de entonces debía ejercer en su formación, allegóse también el inconsiderado deseo de extenderlas más allá de lo que su mismo objeto permitía. La multitud y diversidad de asuntos que entraron en su composición y la naturaleza misma de las leyes que en ellas se aglomeraron, fueron otras tantas causas que perjudicaron a su perfección y al feliz resultado que se esperaba de la diligencia y esmero que se ha puesto en un trabajo de tanta consecuencia. Se necesitaban unos estatutos para la Junta, y se hizo una compilación de leyes municipales y agrarias, de medidas de policía, de actos de buen gobierno y de resoluciones relativas al régimen particular de los Concejos. Pero comprendiendo al fin estas ordenanzas cuanto se previene en las anteriores, y demarcados por otra parte los derechos y atribuciones que por justos títulos disfruta la representación de Asturias desde inmemorial, no solamente las aprobaron los diputados de todos los Ayuntamientos, sino que mirándolas hasta ahora con un religioso respeto, se han gobernado siempre por ellas resolviendo con arreglo a su contexto las dudas que les han ocurrido. Los dos primeros títulos de estas constituciones fijan el gran de objeto que la Junta se propone en sus funciones, la representación de cada Ayuntamiento, el orden de las elecciones, la división y arreglo de los partidos, la formación de la Diputación, la manera de elegir los individuos que la componen, sus atribuciones, el nombramiento de procurador general y las facultades que le competen. En el título 3.º que trata ya de la elección de jueces y demás oficios municipales después de la primera ordenanza, se insertan las del Corregidor Hernando de la Vega, con la Real cédula de aprobación de los Reyes Católicos fecha en Medina del Campo el 16 de junio de 1494. El título 4.º demarca la jurisdicción concedida al Corregidor del Principado y el orden que debe observarse en su tribunal y juzgado comprendiéndose aquí la Real cédula llamada de Nuevo Adelantamiento, expedida por Felipe II en Madrid el 12 de Setiembre de 1578. Después de la ordenanza 19 se copian las célebres y antiguas de Duarte de Acuña, y la Real provisión de Felipe II fecha en el Pardo el 23 de Noviembre de 1594. Los deberes y facultades de los Merinos, Escribanos, Procuradores &c. están expresados en el titulo 5.º El 6.º habla de varias prevenciones a las justicias ordinarias de la Ciudad de Oviedo y concejos del Principado. El 7.º de la saca de trigo, maíz y otros frutos. El 8.º de la conservación de los términos y pastos comunes. El 9.º de la custodia de los documentos relativos al Principado. El 10.º del Ayuntamiento de Oviedo y de la administración y cuentas de propios. El 11.º de las provisiones y peso de la harina; y el 12.º del arancel de los Jueces y Escribanos.

Los defectos de orden y método advertidos en estas ordenanzas, las reformas que en ellas exigían las nuevas atenciones de los Concejos, la necesidad en fin de consultar más detenidamente los fueros y costumbres particulares de cada jurisdicción, han sido entre otras razones las que persuadieron a la Junta del año de 1778 la formación de otro reglamento más completo y conforme con los progresos que ya había hecho entre nosotros el arte difícil de gobernar los pueblos. Los Señores D. Ramón María Cañedo, D. Nicolás Rivera Argüelles y D. Felipe Ignacio Canga, tomaron a su cargo tan difícil empresa y la llevaron a colmo el año de 1781, después de haber consultado el archivo del Principado y los fueros particulares de la mayor parte de los concejos. Pero en vez de reducir estas instituciones al régimen particular de la Junta, a la demarcación de sus atribuciones y a los medios más oportunos de ejercerlas, las extendieron hasta una esfera en que obrando ya directamente la acción de los altos funcionarios del Estado, las disposiciones reglamentarias y actos gubernativos dictados para la Provincia entera, produjeron importantes conexiones con otros superiores de que tal vez pudieran provenir competencias de autoridad, sin que por otra parte se aviniesen en un todo con la propiedad de ciertos Señoríos particulares. Por ventura ha sido esta la causa principal de que no se lograse la aprobación Real de que carecen.

Las acertadas disposiciones adoptadas en seguida por el Gobierno en todos los ramos de la administración pública, y los funcionarios creados para dirigirla, hicieron todavía más necesaria la reducción de las ordenanzas. El conocimiento de esta verdad produjo por último las que aprobó la Junta General el año de 1804, redactadas de su orden por D. Ignacio Florez. Menos extensas y más metódicas que las de 1781 tienen unidad y enlace en su conjunto, una conveniente distribución de partes y se limitan sólo al régimen interior y a la organización de la Junta y de su Diputación. Pero ni las miras patrióticas de los que emprendieron este trabajo podían suplir los datos estadísticos de que entonces mas que ahora se carecía, ni las ideas recibidas y generalizadas en aquel tiempo entre nosotros, permitían dar a las reformas reglamentarias la perfección de que eran susceptibles. Hermanadas sin embargo en lo posible las luces de la experiencia con las costumbres antiguas y los usos tradicionales, respetados éstos con escrupulosa religiosidad y conservándose a cada concejo aquella parte de representación que desde inmemorial poseía, se puso cierto equilibrio en los partidos que componen la Junta, se agregaron otros dos a los antiguos, se dio un aumento de representación a las jurisdicciones de la parte occidental del Principado, teniéndose en consideración la riqueza y extensión de su territorio y su numeroso vecindario; y por las mismas razones obtuvieron iguales ventajas los concejos de las Obispalías. En suma, no se ha temido hacer frente a ciertas preocupaciones envejecidas: porque como se ha dicho muy bien en el discurso preliminar de las ordenanzas que examinamos, la prescripción de los abusos es siempre pasajera y temporal. La razón reclama sus derechos en todas las edades.

Pero como quiera que estas reformas diesen a los Estatutos de 1804 una conocida ventaja sobre los anteriores, todavía distan mucho de la perfección de que son susceptibles, y que realmente necesitan para la mejor organización de la Junta. Redactados con poca exactitud y sobrado desaliño, sus artículos en vez de ser claros, precisos y sencillos, están recargados de razonamientos inoportunos, y más de una vez ofrecen un sentido vago y confuso: se ve en ellos frecuentemente confundido lo que es de reglamento, con lo que corresponde a las Ordenanzas propiamente dichas; la conservación de los partidos compuestos de un número muy desigual de Concejos y tal cual los autorizó hasta nuestros días la costumbre, pone en la representación una absurda desigualdad, y lo que es todavía más reparable, ni por incidencia mencionan las atribuciones de vuestras curias.

La revolución del año de 1808 y los grandes trastornos políticos que han sucedido a este tiempo de calamidad y de prueba si bien aumentaron los merecimientos de la Junta, no le permitieron procurar para estas ordenanzas la sanción real que necesitaban para ser observadas.

Pero sus atribuciones y la manera de ejercerlas, están por fortuna solemne y claramente consignadas en los célebres Estatutos de Felipe II de 1594, en los fueros del Principado, y en las Reales órdenes que los autorizan; y una costumbre inmemorial, la voluntad del Soberano, y el consentimiento de los pueblos por una serie no interrumpida de siglos, concurren a darles una fuerza legal, que justifica por otra parte el fin mismo a que se dirigen. Usando pues la Representación de Asturias de la autoridad que títulos tan sagrados la conceden, es como examina y discute cuanto tiene relación con la prosperidad del país, da cumplimiento a las Reales disposiciones, sostiene las exenciones y privilegios de los pueblos, y representa al Gobierno exponiéndole con respeto y firmeza las necesidades del Principado, los bienes que se promete de una acertada determinación, y los males que puede acarrearle otra poco conforme con las circunstancias particulares y el carácter distintivo de sus habitantes. Así pues extendiendo la Junta su solicitud a todos los ramos de la prosperidad pública, es al mismo tiempo útil al Estado y a la Provincia: al Estado porque facilita la ejecución de sus resoluciones, y da un pronto cumplimiento a las medidas gubernativas: a la Provincia porque velando de cerca sobre su bien estar y en disposición de investigar por sí misma las causas de su engrandecimiento o de su decadencia, expone al Soberano cuanto puede convenirle, conciliando en sus reclamaciones los intereses generales de la nación, con los particulares del pueblo que representa. Cierto es que el principal derecho de la Junta se reduce a suplicar de este modo al Monarca; pero teniendo también el de investigar y discutir los asuntos relativos al bien general del Principado y encargada de procurarle, su acción benéfica ha de influir por necesidad más o menos directamente en todos los ramos de la riqueza pública del país. Dirigiendo sobre ella sus miras, reúne datos para apreciarla en su justo valor, somete a una seria deliberación sus diversas dependencias, y con el lleno de luces e ilustraciones que resultan de sus discusiones, cuando ha descubierto un principio de prosperidad y de vida para la Patria, llama hacia él la atención del Gobierno, solicita su apoyo, y tiene la satisfacción de dar así el primer impulso a las empresas útiles. Su vigilancia puede extenderse bajo este punto de vista a promover la agricultura, la industria, las artes y el comercio; a fomentar la ilustración, al reparo y construcción de las obras públicas de todas clases, y a cuanto puede en fin crear y extender nuestra riqueza.

Pero sin que una resolución superior coartase expresamente las facultades de la Junta, y tan respetada siempre de nuestros Monarcas, como digna de su estimación y confianza, por una fatalidad harto deplorable, las reformas e innovaciones que se hicieron en el Gobierno político de Asturias, estrecharon el círculo de su autoridad, enervándola en el ejercicio de algunos de sus más importantes derechos. El nombramiento de sus diputados dejó de ser el resultado de la voluntad espontánea y francamente expresada de los Concejos, luego que los regimientos antes electivos se enagenar on e hicieron el patrimonio exclusivo de algunas familias, por la funesta política de la dinastía Austriaca. La erección de la Audiencia de Oviedo que los representantes del Principado resistieron con tanta firmeza, vino en seguida a debilitar la independencia de que gozaban en sus deliberaciones; y últimamente la Comandancia militar, la Intendencia de Rentas, y la Contaduría de propios, instituciones de nueva creación, antes desconocidas en el país, y cuya existencia política no podía avenirse con sus fueros y libertades, reasumieron por la naturaleza misma de su poder y de sus atribuciones una parte considerable de las que estaban a cargo de nuestras curias. Presididas éstas por el Gobernador del Principado reunían efectivamente la autoridad política económica y militar, primero que esas innovaciones se hiciesen en la antigua constitución de Asturias. Para convencerse de esta verdad, basta recordar las circulares de los Corregidores de la Provincia en los siglos XVI y XVII, y atender al contexto de las Ordenanzas que dirigieron siempre la Junta y cuya observancia ninguna ley ha derogado hasta ahora expresamente. En ellas no tan solo se establecen los cánones relativos al régimen interior y a la demarcación de las funciones de aquella corporación, sino que abrazando los que hace necesarios el gobierno y buena administración del Principado, se extienden también a la dirección de los Ayuntamientos, a la recaudación e inversión de los fondos públicos, a la policía, al fomento de la agricultura, la industria y el comercio, a los propios y arbitrios, y a cuanto comprendía en fin el antiguo sistema municipal; porque realmente todas estas atenciones estaban a cargo de la Junta, y a todas ellas extendía su autoridad y vigilancia.

En el año de 1594, el mismo día que recibió las Ordenanzas de Felipe II, dejó ya encargado a su Diputación el repartimiento de millones; y más adelante fundándose en las Ordenanzas de aquel Monarca, y en la 14 de las de D. Lorenzo Santos de S. Pedro, puso a su cuidado los repartos de los encabezamientos, alcabalas, cientos, fueros y derechos, los que se destinaron a la construcción de obras públicas, a la Real Fortaleza y cárceles; y los que procedían de donativos generales para atender a la defensa de estos Reinos84. Del mismo modo los servicios públicos bajo cuya denominación se comprendían más particularmente las levas de mar y tierra, se distribuían y verificaban por la Junta y su Diputación. Son muchos los ejemplares que sus actas nos ofrecen de los pedidos de esta clase que han hecho efectivos, y de las medidas que en diversas épocas adoptaron para la defensa del país, sobre todo desde el siglo XVII85. Entonces exigieron frecuentes impuestos para proveer de armas y municiones la numerosa milicia que guarnecía nuestras costas; previnieron las invasiones del enemigo a costa de penosos sacrificios, y alcanzaron del Soberano el derecho de nombrar los Capitanes del famoso tercio que después sirvió de base al Regimiento de Asturias86. La recaudación de los fondos que estos y otros servicios exigían, la administración del Juro impuesto sobre el dos por ciento y el rendimiento de las cuentas del Mayordomo de la fábrica de caminos, se confiaba por la Diputación a dos o más Receptores, los cuales le daban una cuenta exacta de las comisiones puestas a su cuidado87. Ella y la Junta General, fijaban también los precios de los granos siguiendo los equivocados principios de administración pública generalmente recibidos entonces: velaban sobre la conservación y libertad de los baldíos88: concurrían con los Gobernadores a formar sus apeos89, e interviniendo hasta nuestros días en el uso y aprovechamiento de estos terrenos han combatido los abusos que pudiesen privar al Principado de su posesión y procuraron conservarla con aquel interés que pusieron siempre en defender las cosas del público.

El régimen y administración de los propios, y de los diferentes arbitrios de que goza el Principado en virtud de Reales concesiones, estuvo igualmente al cargo de estas Corporaciones. En vano se ha pretendido contestarles tan precioso derecho. Si alguna vez la Real Audiencia se ha creído autorizada para disputarselo, han conseguido del Supremo Consejo de Castilla que se les guardase la antigua costumbre observada en la formación de las cuentas; que ninguna intervención tuviese en ellas el Tribunal, y que no se variase la administración y recaudo de los arbitrios del Principado. A tan importantes facultades, se allegó posteriormente la concesión de poder arreglar y formar las cuentas de propios y arbitrios de todos los concejos representados en ellas por sus respectivos apoderados. La Diputación usó oportunamente de esta prerrogativa, y nombró un revisor de cuentas con dotación determinada; cuyo sistema de administración quedó al fin por el reglamento de Rentas Reales a cargo de la Contaduría de Provincia.

Hasta aquí se han extendido las atribuciones de nuestra representación provincial: si algunas órdenes posteriores las redujeron, conservando no obstante el derecho más precioso que la distingue, se opuso a todas las innovaciones que pudiesen disminuir su autoridad; y sus enérgicas reclamaciones cuando el establecimiento de la Real Audiencia, y de la Intendencia de Rentas, serán un testimonio solemne de la firmeza y decisión en que ha pretendido conservarla.

Por lo demás nuestros Monarcas desde tiempo inmemorial la han reconocido y respetado. Si quiere darse el nombre de Junta General a la de 1115, veremos que sus actas merecieron una confirmación general de los Reyes de Castilla y que aun se obedecieron en la Corona de Aragón. D. Pedro el Cruel encontró un apoyo en la que se celebró en Santa María de la Vega extramuros de Oviedo año de 1367. Enrique II acogió las súplicas que los procuradores de Asturias la dirigieron en 1378: Don Juan el II confirmó cuanto determinaron en la junta de 1444: la misma aprobación obtuvo la de 1445. En las Cortes de Ocaña celebradas por los Reyes Católicos, se confirmó igualmente cuanto se ha determinado en la Junta de Avilés contra los Caballeros Quiñones. Carlos V se manifestó satisfecho de este cuerpo político en las circunstancias más difíciles de su reinado: Felipe II expidió en beneficio suyo la Real Cédula de 23 de Noviembre de 1594: Felipe V le honró con el dictado de muy noble y muy leal; y en el decreto de 30 de Julio de 1717 estableciendo la Audiencia de Oviedo, previno que para mantener la voz y representación del Principado se celebrasen las Juntas Generales y particulares en la forma de costumbre. Finalmente el Sr. D. Fernando VII premió su lealtad y su constancia, concediéndole el tratamiento de Excelencia.

Sólo en una época en que desgraciadamente la exaltación de las pasiones políticas más de una vez impuso silencio a la razón, pudieron la ignorancia o la mala fe suponer en la respetable representación de Asturias un peligro para la causa de la legitimidad, y analogías odiosas con los principios exagerados de la democracia. Alimente enhorabuena tan groseras equivocaciones el que insensible a las glorias de su Patria, no ha sentido jamás el noble orgullo de llamarse hijo suyo, ni supo respetar las instituciones tutelares que ha debido a las virtudes de nuestros mayores. La Junta General abandonando estos miserables al desprecio y la indignación de los buenos, sin temer los impotentes esfuerzos de la detracción y de la envidia, hallará el más firme apoyo de sus derechos en la gratitud de los pueblos y en la fidelidad y respeto que siempre ha tributado al SOBERANO.





  Arriba
Indice