Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas y sobre su origen en España

Gaspar Melchor de Jovellanos




ArribaAbajoAdvertencia del autor

Deseoso el Supremo Consejo de Castilla de arreglar la policía de los espectáculos, mandó a la Real Academia de la Historia, por orden de primero de junio de 1786, le informase lo que la constase acerca de los juegos, espectáculos y diversiones públicas usados en lo antiguo en las respectivas provincias de España; y la Academia, para desempeñar este trabajo, cometió a mi cuidado su preparación. Desde entonces me dediqué a recoger con la posible diligencia los hechos y noticias que acerca de la materia encargada andan dispersos en varias crónicas, historias particulares y otras obras de erudición, y esperaba una temporada libre de ocupaciones para reunirlos y ordenarlos cual convenía. Pero las funciones ordinarias de mi empleo y algunas extraordinarias tareas derivadas de ellas, prolongaron esta esperanza de un día en otro, hasta que en 1789 las vi desaparecer casi del todo.

En junio y noviembre de dicho año se dignó Su Majestad confiarme dos comisiones fuera de Madrid: primera, visitar el colegio militar de Calatrava, en Salamanca, y formar el plan de sus estudios, y segunda, promover el cultivo y comercio del carbón de piedra en Asturias. Desempeñé la primera desde abril hasta agosto de 1790 y, dado que hube cuenta de ella en el Real Consejo de las Órdenes, volví a partir para este principado y emprendí, desde luego, la visita de sus ricas y numerosas carboneras. En esta ocupación me halló el oficio de la Academia, que dio la última ocasión a esta Memoria.

Este oficio fue causado por otra orden del Real Consejo, que, con fecha de 13 de octubre de dicho año y a instancia del señor fiscal, encargaba a la Academia el breve despacho del informe que le tenía pedido desde 1786.

Ya se ve que la Academia, que había descuidado este trabajo en fe de que yo lo promovía, tenía derecho a culpar mi tardanza. Pero haciendo justicia a mi diligencia y persuadida a que algún inevitable embarazo fuese la causa de tan larga demora, se contentó con preguntarme, por oficio de 14 de noviembre siguiente, en qué estado tenía o había dejado su encargo.

Tan generosa atención movió fuertemente mi ánimo y, por lo mismo, aunque envuelto en tan nuevos cuidados, ausente de mi casa y mis libros, sin el auxilio de muchos curiosos apuntamientos que tenía entre ellos y, lo que es más, sin el que pudiera hallar en la dirección y las luces de la Academia, me arrojé a extender la presente Memoria, que dirigí a sus manos en 29 de Diciembre de 1790.

La favorable acogida que mereció entonces de la Real Academia recompensó superabundantemente mi trabajo, pero la distinción con que la honró después, leyéndola en la primera junta pública de 11 de julio de 1796 y destinándola a la prensa, fue muy superior a mis esperanzas y aun a mis deseos.

Sin duda que para aparecer más dignamente ante el público necesitaba de mucha corrección y mucha lima, y fuera yo el primero a dárselas, como lo soy a echárselas de menos, si no durase todavía aquella falta de proporción y auxilios, que fue causa y debe ser disculpa de su imperfección. El lector imparcial sabrá ser indulgente con un trabajo preparativo, emprendido con el celo más puro en obsequio del público, y a su solo bien consagrado.




ArribaAbajoIntroducción

Siendo tantos y tan varios los objetos de la policía pública, ni es de extrañar que algunos, por escondidos o pequeños, se escapen de su vigilancia, ni tampoco que, ocupada en los medios, pierda alguna vez de vista los fines que debe proponerse en la dirección de los más importantes. Algo de uno y otro se ha verificado entre nosotros respecto de las diversiones públicas, en unas partes abandonadas a la casualidad o al capricho de los particulares, como si no tuviesen la menor relación con el bien general, y en otras, o vedadas o perseguidas con arbitrarios e importunos reglamentos como si nada interesase en ellos la felicidad individual.

Para ocurrir a entrambos inconvenientes, el primer tribunal de la nación trata de arreglar este importante ramo de policía y, conociendo cuánta luz puede recibir de los ejemplos de la antigüedad, convida a la Real Academia para que teja su historia. El desempeño de tan estimable confianza requería alguna preparación y la Real Academia, honrándome con la suya, me encarga que reúna los hechos y noticias antiguas que dicen relación con las diversiones públicas. Tales son el impulso y el objeto de esta Memoria.

No me toca a mí recomendar mi trabajo, ponderando la extensión y dificultad de la materia, y la falta de auxilios con que le he emprendido; tócame sí adelantar dos advertencias que creo convenientes para instrucción de mis lectores: primera, que no he puesto grande empeño en fijar la introducción de los espectáculos en cada una de nuestras provincias, porque habiéndose adoptado todos en casi todas, no me ha parecido ni necesaria ni provechosa esta prolija indagación; segunda, que he puesto más intenso cuidado en descubrir las relaciones políticas del objeto de esta Memoria, porque destinada a la instrucción de un expediente gubernativo, debí creer que la parte de erudición sería en ella la menos importante.

En consecuencia, he dividido mi trabajo en dos partes, destinando la primera a descubrir el origen de las diversiones públicas en España y su progreso hasta nuestros días, y la segunda a indicar el influjo que ellas pueden tener en el bien general y los medios que me parecen más convenientes para conducirlas a tan saludable fin. De este modo la Real Academia, que reúne en su seno tanta erudición histórica y tanta doctrina política, mejorando la imperfección de este escrito, sabrá llenar los deseos del Consejo de un modo digno de su nombre y de la pública expectación.






ArribaAbajoPrimera parte

Para entrar en materia no subiré a épocas muy remotas. Las que precedieron a la dominación romana son demasiado oscuras y distantes para que merezcan nuestra atención. Perteneciendo a lo que podemos llamar nuestros tiempos heroicos, ¿qué nos presentarían sino fábulas y tinieblas? La crítica puede seguir entre unas y otras las huellas de la historia nacional hasta columbrar sus orígenes, pero la política debe buscar una luz más cierta y clara para observar nuestros usos y costumbres con algún provecho.

Bajo los romanos gozó España de los juegos y espectáculos de aquella gran nación, pues que, habiendo adoptado su religión, sus leyes y costumbres, mal rehusaría los usos y estilos que de ordinario introduce la moda sin auxilio de la autoridad. Cuando faltasen otras pruebas de esta aserción, las ruinas de circos y teatros, de anfiteatros y naumaquias, que existen en Toledo, en Mérida, en Tarragona, en Coruña, en Santi-Ponce y en Murviedro, y las dedicaciones y monumentos erigidos con ocasión de estos espectáculos, no me dejarían dudar que nuestros padres conocieron las luchas de hombres y fieras, las carreras de carros y caballos, y las representaciones escénicas de aquella edad.

Estos espectáculos debieron cesar de todo punto con la entrada de los septentrionales. Puestos ya en descrédito, y aun prohibidos en gran parte por los emperadores y los concilios, como enlazados con el culto y ceremonias gentílicas, faltaba poco para su total exterminio, y esto poco se halló por una parte en el horror con que los miraba la ruda sencillez de los godos, y por otra en la religiosa piedad de muchos de sus príncipes. Así que no se conserva memoria alguna, que yo sepa, de semejantes juegos en el tiempo de su dominación, ni la historia los presenta en la paz dados a otra diversión que la caza.


ArribaAbajo- I -

Origen general de las diversiones y espectáculos de España



Caza

Pero la caza, arte privativa y necesaria entre los salvajes, vino a ser, si no el único, el más agradable divertimiento de los pueblos bárbaros. Los que inundaron el imperio romano difundieron esta afición por toda Europa y aun hicieron de ella un objeto de legislación y policía, como es de ver en la colección de leyes bárbaras. Fuera de la guerra, ningún ejercicio podía ser más agradable a aquellos pueblos, cuyo carácter inculto, pero activo, se avenía tan mal con la fatiga del espíritu como con el reposo del cuerpo y no acertaba con el placer sino en medio de la agitación y violento ejercicio.

De la caza de fieras, más fácil, más agitada y aun más provechosa, se pasó naturalmente a la de aves, cuyo deleite era mayor porque lo era también su artificio, y porque en ella empezaba a tener mayor cabida el ingenio. De aquí nació la división de la caza en aquellas dos famosas especies de montería y cetrería, que ocuparon y entretuvieron a la nobleza de Europa por tantos siglos.

El origen de la primera se perdió en los tiempos más remotos, de la última no es fácil señalar la introducción en España. Puédese sí asegurar que no precedió a la dominación goda, puesto que los romanos apenas la conocían en tiempo de Vespasiano. Tal se infiere de un pasaje de Plinio, que hablando de las aves de rapiña (Historia Natural, libro X, cap. 10 y 11) sólo describe la caza hecha con ellas, como ejercitada en cierto lugar de Tracia junto a Amfípolis. Y como después ocurra frecuente mención de la caza de halcones en las leyes sálicas, longobárdicas, ripuarias y otras que establecieron en Europa los septentrionales1, es de sospechar que a nosotros nos la trajesen también los visigodos, por más que no se halle mención en sus leyes.

Ello es que así de la caza de montería como de la de cetrería se halla ya frecuente memoria desde los principios de la monarquía asturiana. Es bien conocida en la historia la afición que tuvo a la primera el hijo de nuestro don Pelayo, muerto a manos de un oso en los montes de Cangas, y el mismo Favila, o sea, otro señor de su tiempo2, se ve todavía entallado con su halcón en mano en el capitel de una columna de la iglesia de Villanueva, que fundó su cuñado y sucesor, Alfonso el Católico. Esta representación es harto frecuente y repetida en otras esculturas de aquella edad, como lo es también en sus privilegios y donaciones de mención de estos cazadores con el nombre de venationes y aztoreras3, y uno y otro no dejan dudar que ambas cacerías fuesen ejercitadas y comunes por aquellos tiempos.

No hallo yo en ellos memoria alguna de otra diversión aparatosa, ni aun bajo de los reyes leoneses y condes castellanos. Ni es tampoco probable que se introdujese en unos tiempos en que nobleza y plebe andaban muy fatigadas en la guerra, y en que eran demasiado breves los períodos de la paz para darse a pasatiempos más estudiados. Por tanto, me atrevo a decir que hasta después de la conquista de Toledo no conoció España diversión alguna que mereciese el nombre de espectáculo público.

La mejor prueba de esta aserción se puede tomar de nuestro estado político coetáneo. Hasta la época que citamos nuestra población fue muy escasa y, digan lo que quieran otros calculistas, la abundancia de pastos, bosques y términos incultos, la falta de artes y de industria y el atraso del comercio y navegación, apenas conocidos, debieron reducir mucho el número de las subsistencias y, por consiguiente, el de los habitantes, pues que estas dos cosas están, y no pueden dejar de estar, en proporción igual. Esta pequeña población vivía desunida y dispersa, habitando los nobles sus castillos, y el pueblo, que apenas conocía otra profesión, dado a arrendar sus ganados y a cultivar las pocas tierras que estaban libres de las incursiones de los moros, al abrigo de las fortalezas o en el recinto de alguna población fuerte y murada. Fuera de Burgos y León no se presenta ciudad alguna populosa antes del siglo XII, ni éstas podían serlo mucho si se atiende a que la corte no estaba permanente en ellas, a que la nobleza vagaba o vivía en sus casas fuertes, a que el clero secular era muy escaso y el regular casi eremita, y, sobre todo, a que el pueblo suplía las necesidades naturales con su industria doméstica, ignorados todavía el lujo extranjero y las artes de pura comodidad, y reunidos en los hogares rústicos el cultivo de la tierra y las artes necesarias.

En semejante situación ni había espectáculos ni las diversiones eran objeto de la legislación ni de la policía. La nobleza pasaba en la caza los breves intervalos de paz que permitía la dura condición de los tiempos, dada también al ejercicio y estrépito de las armas en este pasatiempo, que era una verdadera imagen de la guerra; y si alguna vez se recreaba alanzando, bofordando o rompiendo tablados, no hacía más que variar la forma sin mudar el objeto de su imitación, pues que todos estos juegos se reducían a ostentar pujanza y destreza en el tiro del bofordo o lanza, arma principal del noble en los combates.

Ni eran por aquel tiempo menos sencillos los entretenimientos del pueblo, que, sin derecho ni representación conocida en el orden civil, parecía menos digno de la atención del Gobierno; siguiendo el pendón de sus señores en la guerra o atado a sus solares en la paz, no conocía otra recreación que el descanso. En un día festivo, claro y sereno, el esparcimiento y la cesación del trabajo hacían su mayor delicia, y si en él se daba a la carrera, al salto y a la lucha, como los pueblos de la antigüedad, era porque, amigo como ellos de acción y movimiento, aborrecía las diversiones sedentarias, o porque, lleno de vigor, y sobrio y endurecido como ellos, se complacía en la ostentación de sus fuerzas y cifraba en su ejercicio su mayor recreo.




Romerías

En esta época sin duda creció y se fomentó el gusto de las romerías, cuyo origen se pierde en los tiempos de la primitiva fundación de todos los pueblos. La devoción sencilla los llevaba naturalmente a los santuarios vecinos en los días de fiesta y solemnidad, y allí, satisfechos los estímulos de la piedad, daban el resto del día al esparcimiento y al placer. Reunidos en un punto por la identidad de deseos, buscaban el solaz en común, y entonces la concurrencia y la publicidad aumentaban el interés de sus juegos, que pudieran llamarse espectáculos a ser más estudiados o menos casuales. El luchador, el tirador de barra, el joven diestro en la carrera y en el salto, sentía crecer su interés y su gusto a par del número de sus espectadores, y la gloria del vencimiento le hacía percibir por la vez primera aquella especie de grata sensación que más lisonjea el corazón humano.

Si no se introdujeron, por lo menos es de sospechar que en este tiempo se propagaron el uso y la afición a nuestras danzas populares. La mayor parte de ellas son tan sencillas y ajenas de artificio, que indican un origen remotísimo y acaso anterior a la invención de la gimnástica. Empero hay muchas en que una cuidadosa observación pudiera, por su forma y enlaces, atinar con la época de su establecimiento, y entonces sin duda se hallaría coincidiendo con la que hemos determinado4. Importa poco esta averiguación; harto más importa la observación de que existen muchos pueblos todavía que, preservados de la infección del vicio, no reconocen otro recreo que estas alegres concurrencias y los inocentes juegos y danzas que hacen en ellas su delicia. Esto es el país en que vivo y esto era España antes del siglo XII.

Pero conquistada Toledo y asegurado de incursiones el país que está aquende de Guadarrama, empezó a crecer y prosperar la población de Castilla. Renacieron entonces sus antiguas ciudades y se llenaron de habitantes; Ávila, Salamanca y Segovia se repoblaron a la entrada del siglo XII y, tras ellas, Zamora, Toro, Valladolid y otros pueblos de gran nombradía. Ya por aquel tiempo estaba España llena de extranjeros que venían a bandadas a buscar fortuna en nuestras guerras, y el lujo y la cultura traídos de Oriente empezaban a templar la rudeza de las antiguas costumbres. Instituyéronse las órdenes militares a semejanza de las de Jerusalén; gran parte de nuestra nobleza abrazó su instituto, y en la restante se imbuyó su espíritu. Así entraron y cundieron por España los usos y costumbres de Ultramar, la disciplina, la táctica, los juegos y espectáculos de Oriente, que tanto brillaron en los siguientes siglos.

Pero en el XIII una feliz reunión de favorables circunstancias acabó de elevar el espíritu y de modificar el carácter de nuestros caballeros. Las conquistas de los reinos de Jaén, Córdoba, Murcia y Sevilla, debidas a su esfuerzo, los llenaron de gloria y de riqueza, y, habiendo arrinconado a los moros en Granada, pudieron ya gozar de algunos intervalos de paz más larga y segura. Que los diesen sólo al descanso, no era de esperar de unos hombres tan acostumbrados a la acción y que habían recibido ya algunas semillas de cultura. Fue pues tan natural que los consagrasen a su diversión y entretenimiento como que hallasen su mayor recreo en el ejercicio de las armas. Y sea que ningún otro ejercicio llama más poderosamente al trato de las mujeres, según la justa observación de Aristóteles5, sea que en el camino del placer nada sale tan pronto al paso como el amor, ello es que tardaron poco nuestros caballeros en asociar los objetos de su amor al de sus placeres y que las damas fueron admitidas luego a participar de sus diversiones. Y he aquí el más natural y cierto origen de la galantería caballeresca. La hermosura, admitida a las fiestas y espectáculos públicos, vino a ser con el tiempo el árbitro soberano de ellos. Llamada primero a celebrar las proezas del valor, hubo de juzgarlas al fin, y, aunque solo se buscaba su admiración, fue necesario reconocer su imperio, tanto más seguro cuanto la ternura del interés fortificaba el influjo y el poderío de la opinión que le servía de apoyo.

Desde aquel punto ya nadie quiso parecer a vista de las damas grosero ni cobarde, y el valor, aliado con la galantería, fue tomando aquel tierno y brillante colorido que, si no cubrió del todo su fiereza, por lo menos la hizo más agradable. Así se amoldó y fijó el carácter de los caballeros de la Edad Media, carácter que dirigió desde entonces todas las acciones; que se descubre principalmente en sus fiestas de monte y sala, en sus torneos y justas, y juegos de caña y de sortija, y hasta en las luchas de toros; y que, al fin, reguló el ceremonial y la pompa, y la publicidad y el entusiasmo con que llegaron a celebrarse estos espectáculos.




Juegos escénicos

Ni fue otro el origen de los juegos escénicos, por más que parezcan distantes de aquel principio. Es sin duda que el siglo XIII fue el siglo de los trovadores y juglares, y en el que, si no empezó, tomó más vuelo la poesía vulgar. Esta poesía era entonces cantada y por la mayor parte dramática. En la historia de los trovadores del abate Millot hay un documento muy concluyente a este propósito, y es una sentencia de Alfonso el Sabio, que, distinguiendo las artes de entretenimiento y placer, declara la estimación debida a cada uno de sus diferentes profesores; prueba de que Castilla estaba ya llena de trovadores, juglares y juglaresas, de danzantes, representantes y menestriles, de mimos y saltimbanquis, y otros bichos de semejante ralea. Mientras los más sobresalientes, admitidos en los palacios y castillos, consagraban su talento a la diversión de los grandes y señores, los menos entretenían con sus bufonadas al pueblo, congregado en las plazas y corrillos. Así empezó la representación de los misterios y, así también, la de acciones profanas, que después veremos coincidiendo con esta época.

Es de notar que ya por aquel tiempo el pueblo que asistía a todos estos espectáculos empezaba a ser algo. Reunido en ciudades o villas populosas, siguiendo en la guerra el estandarte real bajo el pendón de sus concejos y protegido en la paz a la sombra del gobierno municipal, representado en las cortes por procuradores y regido en su casa por jueces electivos, y finalmente, dado al pacífico ejercicio de la industria y artes en corporaciones privilegiadas, se le ve existir civilmente y empezar a ser menos dependiente y más rico; y si no se mezcló en las diversiones de la nobleza, por lo menos se dio con ansia a verlas y admirarlas, y a un mismo tiempo se enriqueció y se entretuvo con ellas.




Juegos privados

Por último, el siglo XIII nos ofrece abundantes testimonios de todas las recreaciones públicas y privadas que se conocieron después hasta los Reyes Católicos. En él hay memoria de los juegos de aljedrez y damas, que menciona la Historia de Ultramar con los nombres de escaques y de tablas. La hay de los juegos de pelota, de tejuelo, de dados y otros diferentes que citan las leyes de Partida, y prueban que la nobleza y pueblo se iban aficionando a diversiones más sedentarias, y que si aquélla cazaba menos, éste no necesitaba salir en romería para solazarse.

Tal era el estado de Castilla cuando nacieron sus espectáculos, y tal también el de Aragón, aunque no hayamos hablado particularmente de sus usos y costumbres. Los que conocen su historia saben que los juegos y regocijos de su nobleza y pueblo distaban poco, en el siglo XIII, de los que hemos indicado. Una razón particular hace creer que en este reino se habrían arraigado primero los que vinieron de Oriente, ya porque a las guerras de Ultramar pasaron de sus provincias mayor número de aventureros con el conde de Tolosa, que no de España la mayor, y ya por su trato íntimo y frecuente con el país francés, que adoptó más temprano estas usanzas. La misma causa debió producir los mismos efectos en Navarra, y con menos duda debemos suponer el mismo gusto en Portugal, como que era una astilla recientemente cortada del tronco castellano.

Fuera cosa larga seguir paso a paso el progreso y término de estos espectáculos; pero, ya que indicamos su origen general, pide el objeto de este informe que digamos lo que baste para conocer la forma y espíritu de cada uno, y más aún su influencia política. Porque recoger y apuntar estérilmente los hechos, ni es difícil ni provechoso; reunirlos, combinarlos y deducir de ellos axiomas y máximas políticas, es lo que más importa y lo que solo puede hacer la historia, ayudada de la filosofía.






ArribaAbajo- II -

Historia particular de los espectáculos



Caza

Aquella notable revolución en el gusto y las ideas, que iba puliendo los ánimos y templando poco a poco las costumbres, se sintió primero en los pasatiempos conocidos, porque el espíritu humano está siempre más pronto a mejorar que a criar de nuevo. La caza, usada de tan antiguo como hemos visto, tan recomendada a los príncipes y señores por el rey Sabio6, en que se mostró tan entendido Alfonso XI7 y a que fueron tan aficionados después Juan II y Enrique IV, de un entretenimiento privado y montaraz vino a ser una diversión cortesana. Extendido su uso y mejorada su forma, ya los reyes y grandes no salían solos y en privado a correr monte, sino en público, con grande aparato y comitiva, y bizarramente vestidos y armados al propósito. Seguíales gran número de monteros, ballesteros y halconeros, con muchedumbre de perros y neblíes: aquéllos adornados con galanas libreas y éstos con ricos collares y capirotes. No resonaba sólo en los montes, como en otro tiempo, el áspero son del cuerno, sino que los llenaba la fiera armonía de atabales, bocinas y trompetas. Ni ya cazaban solo los caballeros y escuderos, que también nuestras gallardas matronas, concurriendo a la diversión, la hacían más agradable y brillante. Seguidas de sus dueñas y doncellas, y bien montadas y ataviadas, penetraban por la espesura y gozaban del fiero espectáculo sin miedo ni melindre. Lo común era que observasen desde andamios, alzados al propósito, las suertes y lances de la caza, sin que fuese raro ver a las más varoniles y arriscadas bajar de sus catafalcos a lanzar los halcones o tal vez a mezclarse, con su venablo en mano, entre los cazadores y las fieras. ¡Tanto podía la educación sobre las costumbres! Y tanto pudiera todavía si encaminada a más altos fines, tratase de igualar los dos sexos, disipando tantas ridículas y dañosas diferencias como hoy los dividen y desigualan.

Estas monterías, que por aparatosas y caras estaban de suyo reservadas a los poderosos, se hicieron al fin exclusivas para su clase cuando la legislación, ampliando los derechos señoriles, colocó entre ellos el dominio de los montes bravos y la facultad exclusiva de perseguir las fieras. No era empero tan fácil llevar esta dominación hasta los aires y las aves del cielo, y por eso la caza de cetrería hubo de quedar entre los derechos comunales y servir al recreo de todos. Tener un halcón y doctrinarle a lanzarse sobre las tímidas aves y traerlas a la mano, no requería más que ingenio y paciencia, y era dado al más infeliz solariego. Así fue como esta diversión se hizo general y ordinaria8, como se perfeccionó más y más cada día y como al fin formó aquel arte admirable9 en que brillaba tanto el ingenio de los hombres como el rapaz instinto de las aves amaestradas por él.

La memoria de una y otra cacería continúa constantemente por nuestras crónicas hasta dar en los siglos cultos. En el XV estaban aún entrambas en toda su fuerza, pero vínoles al fin su hado y cayeron entrambas en olvido cuando, de una parte, la extensión del cultivo y los reglamentos de montes acabaron con los bosques y las fieras, y de otra, cuando la perfección de las armas de fuego hizo tan inútiles los alanos y los halcones como las ballestas y catapultas.




Torneos

Pero el valor de nuestros antiguos caballeros, no contento con ejercitarse en los montes, buscó en los poblados y ciudades una escena de lucimiento más pública y solemne, y la halló en las justas y torneos. Bofordar, alanzar y romper tablados era diversión muy de antes conocida y aun del torneo se halla memoria en las leyes alfonsinas, no sólo como una evolución de táctica en la guerra, sino como un pasatiempo en la paz. Mas como estas leyes no nombren las justas y torneos entre los juegos públicos a que no debían concurrir los prelados, de creer es que hubiesen tardado algún tiempo en recibir la forma y el concepto de espectáculos.

Éranlo ya sin duda bajo de Alfonso XI, de quien dice su crónica que aunque en algún tiempo estidiese sin guerra, siempre cataba en cómo se trabajase en oficio de caballería, faciendo torneos, et poniendo tablas redondas, et justando. Acaso en esto no menos parte que el gusto tuvo la política de aquel monarca, que siempre pugnó por volver los nobles al gusto y ejercicio de las armas. Las turbulencias de las dos últimas tutorías habían corrompido sus ánimos y, convirtiendo el espíritu militar en espíritu de intriga y de partido, los habían dividido y hécholos, más que fieles y guerreros, faccionarios y revoltosos. Para unirlos, para elevar sus ánimos, fundó el rey la orden de caballería de la Banda, en la cual a las fórmulas monacales que se introdujeron en los institutos de las otras, sustituyó las del amor y cortesanía, mezclando y templando los preceptos militares con los de la galantería. Esta institución y las solemnes coronaciones que el mismo príncipe y su nieto Juan I celebraron en Burgos, donde en medio del más brillante aparato y de una prodigiosa concurrencia fueron armados tantos caballeros naturales y extranjeros, fueron lidiadas tantas justas y torneos y fueron admirados tantos convites y fiestas y alegrías, acabaron de fijar y refinar el gusto caballeresco.

Desde entonces los torneos fueron la primera diversión de las Cortes y ciudades populosas, y con ellos se celebraron las ocasiones mas señaladas de regocijo público: coronaciones y casamientos de reyes, bautismos, juras y bodas de príncipes, conquistas, paces y alianzas, recibimientos de embajadores y personajes de gran valía, y aun otros sucesos de menor monta, ofrecían a la nobleza, siempre propensa a lucir y ostentar su bizarría, frecuentes motivos de repetirlos. Con el tiempo se solemnizaron también con torneos las fiestas eclesiásticas10 y al fin llegaron a celebrarse por mero pasatiempo, pues de una de estas fiestas, dispuesta en Valladolid por el condestable don Álvaro de Luna, en que justó de aventurero Juan II, da noticia muy individual la crónica de aquel infeliz valido (cap. 52).

Creciendo la afición a este regocijo, crecieron también su pompa y el número de combatientes presentados a él. Hubo torneo de quince a quince, de treinta a treinta, de cincuenta a cincuenta y aun de ciento a ciento, que tantos caballeros lidiaron en las fiestas con que fue celebrada en Zaragoza la coronación del buen infante de Antequera.

Lidiábase en los torneos a pie y a caballo, con lanza o con espada11, en liza o en campo abierto, y con variedad de armaduras y de formas. La justa era de ordinario una parte del espectáculo, a veces separada y siempre más frecuente como que necesitaba de menor aparato y número de combatientes. Distinguíase del torneo en que este figuraba una lid en torno de muchos con muchos y aquélla una lid de encuentro de hombre a hombre. Y otro tanto se puede decir de los juegos de caña y sortija, porque estas diversiones, juntas o separadas, admitían un mismo ceremonial y unas mismas leyes12, con más o menos pompa, según el lugar y la ocasión con que se celebraban.

Pero en todas brillaba el espíritu de galantería que las engrandeció y fue haciendo más espectables desde que empezaron a concurrir a ellas las damas. Las matronas y doncellas nobles no asistían como simples espectadores, sino que eran consultadas para la adjudicación de los premios y eran también las que por su mano los entregaban a los combatientes. No había caballero entonces que no tuviese una dama a quien consagrar sus triunfos, ni dama que no graduase por el número de ellos el mérito de un caballero. Desde entonces ya nadie pudo ser enamorado sin ser valiente, nadie cobarde sin el riesgo de ser infeliz y desdeñado. Y cuando el lujo introdujo en estos juegos otra especie de vanidad, abriendo a la riqueza un medio de ocultar entre el esplendor de sus galas las menguas de la gallardía, el ingenio entró en otra más noble competencia, llegando algunas veces con la agudeza de sus motes y divisas adonde no podía rayar la riqueza con todos sus tesoros.

Así se engrandeció este espectáculo. La idea que hoy conservamos de él es ciertamente muy mezquina y distante de su magnificencia, pero crece al paso que se levanta la consideración a sus circunstancias. Porque, ¿quién se figurará una anchísima tela pomposamente adornada y llena de un brillante y numerosísimo concurso, ciento o doscientos caballeros ricamente armados y guarnidos, partidos en cuadrillas y prontos a entrar en lid, el séquito de padrinos y escuderos, pajes y palafreneros de cada bando, los jueces y fieles presidiendo en su catafalco para dirigir la ceremonia y juzgar las suertes, los farautes corriendo acá y allá para intimar sus órdenes y los tañedores y menestriles alegrando y encendiendo con la voz de sus añafiles y tambores, tantas plumas y penachos en las cimeras, tantos timbres y emblemas en los pendones, tantas empresas y divisas y letras amorosas en las adargas, por todas partes giros y carreras, y arrancadas y huidas, por todas choques y encuentros y golpes y botes de lanza, y peligros y caídas y vencimientos? ¿Quién, repito, se figurará todo esto, sin que se sienta arrebatado de sorpresa y admiración? Ni ¿quién podrá considerar aquellos valientes paladines ejercitando los únicos talentos que daban entonces estimación y nombradía en una palestra tan augusta, entre los gritos del susto y del aplauso, y sobre todo, a vista de sus rivales y sus damas, sin sentir alguna parte del entusiasmo y la palpitación que herviría en sus pechos, aguijados por los más poderosos incentivos del corazón humano, el amor y la gloria?

Por eso, cuando Jorge Manrique, deplorando la muerte de su padre, el maestre de Santiago, recordaba el esplendor y la grandeza de la corte en que don Rodrigo pasara su juventud, prorrumpe en estas tan sentidas palabras:


   ¿Qué se hizo el rey Don Juan?
Los infantes de Aragón
       ¿Qué se hicieron?
    ¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué fue de tanta invención
       Como trujeron?
    Las justas y los torneos,
Paramentos, bordaduras
       Y cimeras,
    ¿Fueron sino devaneos?
¿Qué fueron sino verduras
       De las eras?
    ¿Qué se hicieron las damas,
Sus tocados, sus vestidos,
       Sus olores?
    ¿Qué se hicieron las llamas
De los fuegos encendidos
       De amadores?
    ¿Qué se hizo aquel trovar,
Las músicas acordadas
       Que tañían?
    ¿Qué se hizo aquel danzar,
Y aquellas ropas chapadas
       Que traían?



Aquélla, en efecto, fue la época en que más brillaron el esfuerzo y la galantería castellana. Juan el II, a imitación de su tatarabuelo, fue muy dado a estas diversiones, presentándose muchas veces en ellas y logrando más aplausos que los que desperdiciaba la adulación. ¿Y quién de nosotros ignora aquella célebre justa que con admiración de naturales y extranjeros mantuvo el valiente paladín asturiano, Suero de Quiñones, en el paso del puente de Órbigo, famoso por este suceso, y de la cual cantó otro poeta:


   Aún dura en la comarca la memoria
De tanta lid, y la cortante reja
Descubre aún por los vecinos campos
Pedazos de las picas y morriones,
Petos, caparazones y corazas
En los tremendos choques quebrantados.



Con varia suerte continuó este espectáculo hasta el siglo anterior. Habíanle prohibido los concilios, privando a los que morían en él de sepultura eclesiástica, y aun los reyes de Francia vedaron los torneos fuera de la corte. Pero la prohibición de los cánones, que no aparece en nuestra disciplina nacional, se entendió de aquellos torneos y justas que los franceses llamaban à fer émoulu (que pudiéramos traducir a casquillo quitado), porque en ellos el riesgo de muerte era próximo. Aun la que se hizo en Francia es atribuida por el presidente Hainault a la política de sus reyes, que querían atraer a los nobles a la corte. Ello es que entre nosotros corrieron sin tropiezo hasta que, ridiculizadas las ideas caballerescas por la obra inmortal de Cervantes y más aún por el abatimiento en que cayó la nobleza a fines de la dinastía austriaca, acabaron del todo estos espectáculos, perdiendo el pueblo uno de sus mayores entretenimientos y la nobleza uno de los primeros estímulos de su elevación y carácter.

¿Y por qué no lo miraremos como una pérdida? Sin duda que a los ojos de la moderna cultura desaparece toda la ilusión de este espectáculo y que nada se ve en los torneos que no huela a ignorancia y barbarie; pero sin aprobar lo que podía haber en ellos de bárbaro y brutal13, ¿qué nombre daremos a esta comezón de crítica que, perdiendo de vista las costumbres y los tiempos, no sabe descubrir aquel secreto vínculo que tan poderosamente los enlaza? ¡Pues qué!, cuando la nobleza encargada de la defensa pública formaba nuestra caballería y en ella el más poderoso nervio de nuestras huestes, cuando se lidiaba de hombre a hombre y cuerpo a cuerpo, y cuando la táctica de los campos era exactamente la misma que la de las lizas, ¿podremos mirar como ajeno de la educación de la nobleza un ejercicio tan conforme a su profesión y a sus deberes? ¡Rara contradicción por cierto! ¿Censuramos como bárbaros el espíritu y bizarría de la antigua nobleza y baldonamos a la nobleza actual por haberlos perdido? Seamos más justos y, si aplaudimos el destierro de aquel furor que reinaba en los torneos, dolámonos a lo menos de no haber acertado a mejorarlos, dolámonos de no haber subrogado cosa alguna a un espectáculo tan magnífico, tan general y tan gratuito. ¿Hay por ventura algo que se le parezca en nuestras ruines, exclusivas y compradas fiestas? ¿Hay alguna que tenga la más pequeña relación o la más remota influencia (se entiende provechosa) en la educación pública?




Toros

Ciertamente que no se citará como tal la lucha de toros, a que nos llaman ya la materia y el orden de este escrito. Las leyes de Partida la cuentan entre los espectáculos o juegos públicos. La 57, tít. XV, part. I, la menciona entre aquellas a que no deben concurrir los prelados. Otra ley (la 4.ª, part. VII, tít. De los enfamados) puede hacer creer que ya entonces se ejercitaba este arte por personas viles, pues que coloca entre los infames a los que lidian con fieras bravas por dinero. Y si mi memoria no me engaña, de otra ley u ordenanza del fuero de Zamora se ha de deducir que hacia los fines del siglo XIII había ya en aquella ciudad, y por consiguiente en otras, plaza o sitio destinado para tales fiestas.

Como quiera que sea, no podemos dudar que este fuese también uno de los ejercicios de destreza y valor a que se dieron por entretenimiento los nobles de la Edad Media. Como tales los hallamos recomendados más de una vez y de ello da testimonio la crónica del conde de Buelna. Hablando su cronista del valor con que este paladín, tantas veces triunfante en las justas de Castilla y Francia, se distinguió en los juegos celebrados en Sevilla para festejar el recibimiento de Enrique III cuando pasó allí desde el cerco de Gijón, «e algunos días, dice, corrían toros, en los cuales non fue ninguno que tanto se esmerase con ellos, así a pie como a caballo, esperándolos, poniéndose a gran peligro con ellos, e faciendo golpes de espada tales que todos eran maravillados»14.

Continuó esta diversión en los reinados sucesivos, pues la hallamos mencionada entre las fiestas con que el condestable señor de Escalona celebró la presencia de Juan el II cuando vino por la primera vez a esta gran villa, de que le hicieron merced.

Andando el tiempo, y cuando la renovación de los estudios iba introduciendo más luz en las ideas y más humanidad en las costumbres, la lucha de toros empezó a ser mirada por algunos como diversión sangrienta y bárbara. Gonzalo Fernández de Oviedo15 pondera el horror con que la piadosa y magnífica Isabel la Católica vio una de estas fiestas, no sé si en Medina del Campo. Como pensase esta buena señora en proscribir tan feroz espectáculo, el deseo de conservarlo sugirió a algunos cortesanos un arbitrio para aplacar su disgusto. Dijéronle que, envainadas las astas de los toros en otras más grandes para que vueltas las puntas adentro se templase el golpe, no podría resultar herida penetrante. El medio fue aplaudido y abrazado en aquel tiempo; pero, pues ningún testimonio nos asegura la continuación de su uso, de creer es que los cortesanos, divertida aquella buena señora del propósito de desterrar tan arriesgada diversión, volvieron a disfrutarla con toda su fiereza.

La afición de los siguientes siglos, haciéndola más general y frecuente, le dio también más regular y estable forma. Fijándola en varias capitales y en plazas construidas al propósito, se empezó a destinar su producto a la conservación de algunos establecimientos civiles y piadosos. Y esto, sacándola de la esfera de un entretenimiento voluntario y gratuito de la nobleza, llamó a la arena a cierta especie de hombres arrojados que, doctrinados por la experiencia y animados por el interés, hicieron de este ejercicio una profesión lucrativa y redujeron por fin a arte los arrojos del valor y los ardides de la destreza. Arte capaz de recibir todavía mayor perfección si mereciese más aprecio o si no requiriese una especie de valor y sangre fría que rara vez se combinarán con el bajo interés.

Así corrió la suerte de este espectáculo, más o menos asistido o celebrado según su aparato y también según el gusto y genio de las provincias que lo adoptaron, sin que los mayores aplausos bastasen a librarle de alguna censura eclesiástica y menos de aquella con que la razón y la humanidad se reunieron para condenarle. Pero el clamor de sus censores, lejos de templar, irritó la afición de sus apasionados y parecía empeñarles más y más en sostenerle cuando el celo ilustrado del piadoso Carlos III le proscribió generalmente, con tanto consuelo de los buenos espíritus como sentimiento de los que juzgan de las cosas por meras apariencias.

Es por cierto muy digno de admiración que este punto se haya presentado a la discusión como un problema difícil de resolver. La lucha de toros no ha sido jamás una diversión ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás, en otras se circunscribió a las capitales y donde quiera que fueron celebradas, lo fue solamente a largos períodos y concurriendo a verla el pueblo de las capitales y de tal cual aldea circunvecina. Se puede, por tanto, calcular que de todo el pueblo de España apenas la centésima parte habrá visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se ha pretendido darle el título de diversión nacional?

Pero si tal quiere llamarse porque se conoce entre nosotros de muy antiguo, porque siempre se ha concurrido a ella y celebrado con grande aplauso, porque ya no se conserva en otro país alguno de la culta Europa, ¿quién podrá negar esta gloria a los españoles que la apetezcan? Sin embargo, creer que el arrojo y destreza de una docena de hombres criados desde su niñez en este oficio, familiarizados con sus riesgos y que al cabo perecen o salen estropeados de él, se puede presentar a la misma Europa como un argumento de valor y bizarría española, es un absurdo. Y sostener que en la proscripción de estas fiestas, que por otra parte puede producir grandes bienes políticos, hay el riesgo de que la nación sufra alguna pérdida real, ni en el orden moral ni en el civil, es ciertamente una ilusión, un delirio de la preocupación. Es, pues, claro que el gobierno ha prohibido justamente este espectáculo y que, cuando acabe de perfeccionar tan saludable designio, aboliendo las excepciones que aún se toleran, será muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos patricios.




Fiestas palacianas

No merece, por cierto, tan amarga censura otra diversión coetánea de los juegos del circo y de la liza y harto más racional que entrambas, esto es, los convites, saraos y fiestas palacianas. Aunque sin el apoyo de ejemplos y autoridades contemporáneos, nos atrevemos a reducirlas al origen y época común y a hacerlas subir hasta el siglo XIII, en que era ya conocida la danza noble y en que la música, introducida en los palacios, empezaba a servir al solaz de los príncipes y grandes señores16.

Estos regocijos, más privados aunque muy concurridos, eran un accesorio de las fiestas públicas y tan de ordinario las seguían que nunca se echaban de menos en lo que entonces se llamaba grandes alegrías, y hacían la mejor parte de ellas.

Acabado el torneo, la justa o la corrida de monte, los combatientes se juntaban a comer y departir en común, ya en el palacio o castillo del mantenedor de la fiesta, ya en tiendas o salas levantadas al propósito. Con ellos concurrían también las damas, prelados y caballeros que habían asistido al espectáculo, todos vestidos en gran gala y seguidos de numerosas cuadrillas de trovadores y juglares, menestriles y tañedores de instrumentos. Ricos paños de oro y seda y brocados adornaban las salas, gran copia de cirios y antorchas las alumbraban y los metales y piedras preciosas lucían tanto más en los aparadores y vajillas cuanto eran entonces más raros. En fin, era todo magnífico, según las circunstancias de los tiempos y el garbo y facultades del dueño de la fiesta.

En estas galantes asambleas la conversación, toda de armas y amores, corría de ordinario por los lances de la pasada fiesta y por los objetos a que iban consagrados, y, dando materia a los aplausos y a las disculpas y premiando o consolando a los combatientes, los hacía más dichosos o menos infelices. La música, que ayudada de la poesía y el canto alternaba con la conversación o la cubría, tampoco sonaba sino amores y hazañas, y en ella los trovadores o poetas líricos del tiempo pugnaban por ostentar su estro y entusiasmo, ya levantando al cielo las proezas del valor, ya los encantos de la hermosura. En medio de tanta alegría se servía la cena, siempre abundante y espléndida, y aun se puede decir que siempre delicada si se atiende a la complexión y al hábito de vida de unos convidados que no podían echar menos la variedad de manjares y condimentos con que el arte de cocina se acomodó después a la degradación de las fuerzas y de los paladares. A todo sucedía y ponía fin el baile, que alternando con la conversación y con la música se prolongaba, como en nuestros días, por la alta noche. Danzábase ya entonces entre damas y caballeros, danzábase de uno a uno o de más a más, y se danzaban bailes de enlace y maestría en que la moda, a lo que se puede colegir de sus vanos nombres y tonos, iba introduciendo cada día nuevos artificios y usanzas extranjeras. Que también entonces como ahora, y en esto como en más graves cosas, los hombres, siempre instables y livianos, miraban con hastío lo conocido y se perecían por lo raro y lo nuevo.

Pero en medio de esta liviandad, tan propia de nuestra condición, observemos el gran paso dado, al favor de las fiestas palacianas, hacia la cultura del espíritu y cómo fueron haciendo a los hombres más sociables, más sensibles, y cómo poco a poco los fueron guiando hacia los tranquilos y honestos placeres de la buena compañía. En ellas los caballeros, olvidada su ferocidad y los riesgos y los odios del combate, entraban a distinguirse en una nueva palestra de ingenio y galantería. Allí ya no brillaba la riqueza con su lujo y sus galas si la urbanidad y delicadeza del trato no la sostenían, ni el imperio de la hermosura dejaba de necesitar, para conservarse, del chiste y la agudeza. Y el valor brutal, la grosera ostentación, la fría, muda e insignificante belleza quedaban deslucidos en unas concurrencias donde, reunidos los hombres y comparados por las dotes del ánimo, la excelencia y la palma eran siempre adjudicadas por la justicia a las sublimes gracias del ingenio.




Juegos escénicos

Acaso fue necesaria esta preparación para que los españoles gustasen del incomparable placer que les estaba guardado en los juegos escénicos, de que ahora vamos a hablar. Su historia no es menos curiosa que la de las diversiones caballerescas. Dejamos indicado su origen en la representación de los misterios; pero estas farsas sagradas no podían saciar la curiosidad de un siglo que había combinado ya la religión con la marcialidad y la devoción con la galantería. Fuéronse poco a poco introduciendo en ellas asuntos y personajes ridículos, y al fin se redujo el espectáculo a acciones, chocarrerías y danzas del todo profanas. Una ley de Partida prueba que esta mezcla empezó muy temprano, y sus palabras son demasiado notables y oportunas al propósito para que no merezcan la atención de la Academia. «Nin deben (dice la ley 34, tít. VI, part. I, hablando de los clérigos) ser facedores de juegos de escarnios porque los vengan a ver gentes cómo se facen. E si otros homes los ficieren, non deben los clérigos hí venir, porque facen hí muchas villanías e desaposturas. Nin deben otrosí estas cosas facer en la eglesias, antes decimos que los deben echar dellas deshonradamente... Pero representación hay que pueden los clérigos facer, ansí como de la nascencia de nuestro Señor Jesucristo, en que muestra cómo el ángel vino a los pastores, é cómo les dijo como era nascido Jesucristo. E otrosí de su aparición, cómo los reyes magos le vinieron a adorar, é de su resurrección, que muestra que fue crucificado e resucitó al tercero día. Tales cosas como éstas, que mueven al ome á facer bien é á haber devoción en la fe, puédenlas facer; é demás, porque los omes hayan remembranza que segun aquellas fueron las otras fechas de verdad. Mas esto deben facer apuestamente é con muy gran devoción, é en las cibdades grandes, donde oviere arzobispos ó obispos, é con su mandado de ellos, ó de los otros que tuvieren sus veces, é non lo deben facer en las aldeas nin en los logares viles, nin por ganar dinero con ellas».

Esta notable ley nos ofrece las siguientes inducciones: primera, que a la mitad del siglo XIII había ya representaciones de objetos religiosos y profanos; segunda, que se hacían por sacerdotes y por legos; tercera, que se hacían en las iglesias y fuera de ellas; cuarta, que no solo se hacían por meros apasionados, sino también por gentes de profesión que sin duda vivían de ello y a quienes declara infames otra ley coetánea que ya hemos citado.

La rudeza de la poesía y la falta de cultura de aquella época, unida a la esterilidad de los mismos objetos, debieron retardar la perfección de este espectáculo y hacer que en él la ridiculez del vestido, la descompostura de la acción y el gesto, la desenvoltura de las danzas y movimientos, en suma, lo que el sabio legislador llama villanías y desaposturas, supliesen la falta de invención y propiedad de chiste y agudeza en las composiciones. De aquí nacieron sin duda aquellos extravagantes personajes de que se halla mención en nuestras antiguas memorias pertenecientes al arte mímica, y mezclados en las representaciones sagradas: los zaharrones y remedadores, que declara infames la ley de la partida VII antes citada; los juglares y juglaresas, tachados con las mismas notas en otras leyes y particularmente distinguidos en ellas de los que tañen instrumentos y cantan por facer placer a sí mismos o a sus amigos, o por dar solaz a los reyes u otros grandes señores; las mayas y diablillos, cuya entrada en la iglesia prohíbe una ley de las capitulares de Santiago por la indecencia de sus danzas y truhanadas, y otras especies de moharillas y botargas igualmente empleados en tan rudos espectáculos.

Pero estos débiles e imperfectos ensayos de nuestra dramática recibieron alguna mejora cuando empezó a cultivarse con más método la poesía vulgar, hacia la entrada del siglo XV, en que la corte de Aragón, alegre y galante cual ninguna, se dio a ejercitarla y protegerla bajo el nombre de gaya ciencia, y en que la de Castilla la vio reducida a arte por el célebre don Enrique de Villena y llevada a tan alto punto por el marqués de Santillana, Juan de Mena y Jorge Manrique. Entonces las églogas y villanescas, puestas en acción, y los decires y diálogos, especies todas de breves y mal formados dramas, se mezclaban a los festines de la nobleza y los hacían más plausibles. El libro de las coronaciones de Jerónimo de Blancas, el titulado Cuestión de amor, los orígenes de la poesía castellana, los antiguos cancioneros y otras obras llenas de estos ejemplos nos excusan la importunidad de las citas. Bástenos decir que a los fines de aquel siglo teníamos ya en La Celestina un drama, aunque incompleto, que presenta no pocas bellezas de invención y de estilo dignas del aprecio, si no de la imitación de nuestra edad. Tal es el origen de nuestra escena profana.


Sagrados

Mas entre tanto que así nacía y se criaba, y se desviaba de tan sencillos y humildes principios la representación de los misterios, a la sombra de su piadoso objeto, se iba alzando con la estimación y el aplauso de la nación. Los cuerpos más respetables, consejos y chancillerías, audiencias y ayuntamientos, cabildos y prelados eclesiásticos y hasta las comunidades religiosas, los veían con afición y pagaban con generosidad, asistiendo a ellos en ceremonia en las ocasiones más solemnes. Algunas veces estas representaciones se confundían con el culto eclesiástico y celebraban en medio de las mismas procesiones17. Y por fin, se hizo tan general este gusto, que hasta en los pueblos más reducidos se representan los autos por la fiesta del Corpus, de donde les vino el título de sacramentales. De lo cual hay un curioso testimonio en la historia de Don Quijote, donde elogiando el cabrero Pedro las habilidades del infeliz Grisóstomo, «olvidábaseme de decir, dice, cómo Grisóstomo el difunto fue grande hombre de componer coplas, tanto, que él hacía los villancicos para la noche del nacimiento del Señor y los autos para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decían que eran por el cabo».

En medio de los mayores progresos de nuestra dramática, se conservó esta supersticiosa costumbre hasta nuestros días, en que los llamados autos sacramentales fueron abolidos del todo. Y sin duda que lo fueron con gran razón, porque el velo de piedad que los recomendó en su origen no bastaba ya a cubrir, en tiempos de más ilustración, las necedades e indecencias que malos poetas y peores farsantes introdujeran en ellos, con tanto desdoro de la santidad de su objeto como de la dignidad de los cuerpos que los veían y toleraban.




Profanos

Harto más oscura parece la histona de nuestra escena profana y harto más incierta la época de su establecimiento permanente. Hay quien lo fije en la entrada del siglo XVI para hacerlo coetáneo de la musa dramática de Naharro y quien lo atrase hasta el reinado de Felipe II para encontrarse con Lope de Rueda, comúnmente tenido por padre y restaurador de nuestro teatro. Nosotros, cuidando más de presentar hechos que de hacer inducciones, dejaremos a los críticos el cuidado de ilustrar más de propósito este curioso punto de nuestra historia literaria.

Sin duda que La Celestina, las comedias de Naharro y las tragedias de Fernán Pérez de Oliva prueban que el buen gusto dramático rayó muy temprano entre nosotros. Es bien sabido que la primera fue escrita en el siglo XV, aunque continuada y acabada mucho después, y que Bartolomé de Torres Naharro publicó su Propaladia en Roma bajo León X, protector de toda buena literatura. Acaso allí escribió también su Agamenón y su Hécuba el maestro Oliva, que estuvo asimismo en la familia y en el favor de aquel mecenas. Mas aunque las comedias de Naharro fueron representadas con mucho aplauso en Nápoles, donde pudieron verlas y admirarlas tantos ilustres españoles como llevaba entonces la guerra por aquellas partes, no sabemos que ni ellas, ni La Celestina, ni las tragedias de Oliva hubiesen subido jamás a nuestras tablas; y la imperfección en que permaneció nuestra escena por mucho tiempo hace creer que no era capaz todavía de tanta cultura y artificio.

Sea como fuere, los testimonios que acreditan su establecimiento a los fines del siglo XV parecen claros y positivos. Agustín de Rojas dice expresamente en su Viaje entretenido que los Reyes Católicos, conquistada Granada, fundaron la comedia y la Inquisición. Y en otro lugar, que la comedia empezaba en España cuando Colón descubría las Indias y Córdoba conquistaba el reino de Nápoles. En efecto, por el mismo autor y por otras memorias consta que Juan de la Encina, que en la boda de los mismos reyes había compuesto y representado una muy ingeniosa pastoral, compuso después tres églogas o dramas pastorales y los representó al almirante de Castilla y a la duquesa del Infantado; que en 1526 tenía ya el hospital de Valencia coliseo y casa de comedias de su propiedad; que en 1534 se publicó la pragmática de trajes, contenida en la ley 1.ª, tít. XII, lib. VII de la Nueva Recopilación, comprendiendo expresamente a los comediantes de ambos sexos, músicos y demás personas que asistían en el teatro a cantar y tañer; que en 1548 se representó en Valladolid al príncipe don Felipe una comedia del Ariosto con muy lucidas decoraciones, de que da noticia Calvete de Estella en el viaje de aquel príncipe; y finalmente, que el célebre Antonio Pérez había visto también muchas representaciones anteriores a las de Lope de Rueda, según se colige de una de sus cartas escrita en París.

Con todo, por más decisivos que sean estos hechos para probar la continuación de nuestra escena desde el reinado de don Fernando y doña Isabel hasta el de Felipe II, no bastan para privar a aquel célebre comediante de la gloria que le da Miguel de Cervantes. No dice éste que Rueda hubiese fundado la comedia, ni de esto se trataba en la conversación que refiere. Tratábase sólo de quién fuese el primero que en España la había sacado de mantillas, puesto en toldo y vestido de gala y apariencia, y esto es en lo que al parecer da Cervantes la primacía a Lope de Rueda. El lugar de la fama de este autor fue sin duda Madrid, porque Antonio Pérez dice en otra de sus cartas que este comediante era el embeleso de la Corte de Felipe II, y la época de su gloria coincide también con la entrada del mismo reinado, pues que Cervantes le vio representar siendo muchacho, y precisamente tendría entonces de nueve a diez años, habiendo nacido en 1547.

Ahora bien, analizando las comedias que se conservan de Rueda y lo que refieren de él y de ellas el mismo Cervantes y Agustín de Rojas, es sin duda que las dejó todavía en mucho atraso. ¿Quién se atreverá a compararlas, ni en invención, ni en disposición, ni en regularidad con las de Naharro? ¿No se podrá por tanto establecer una distinción entre los talentos del poeta y del representante? Y suponiendo que las composiciones de Rueda fuesen las mejores que salieron a la escena, ¿no se podrá fijar su mérito en la verdad, en el chiste, en la gracia de sus representaciones? ¿Y qué otro se puede a vista del sencillo y grosero aparato de su escena, cual es descrita por Cervantes?

Así es que los demás accidentes que la fueron ennobleciendo se atribuyen a otros autores. Según Rojas, Berrio introdujo en ella moros y cristianos; Juan de la Cueva, reyes y príncipes; Rey de Artieda, encantos y tramoyas; y Per Jodar, santos, apariciones y milagros. El mismo Cervantes, el comendador Vega, Juan Francisco de la Cueva y Loyola ennoblecieron el estilo, y Lope de Vega, que había admirado las máquinas, las decoraciones y la música de los teatros de Italia, y cuyo ingenio jamás pudo sufrir la sujeción de los preceptos, llevó por fin la comedia a aquel punto de artificio y gala, en que la ignorancia vio la suma de su perfección, y la sana crítica las semillas de la depravación y la ruina de nuestra escena.

No era por cierto la de Madrid la única en que brillaban los ingenios de aquel tiempo. Sevilla, Valencia, Zaragoza y otras ciudades tenían también teatros y representaciones, en nada inferiores a las de Madrid, que, apenas elevada a Corte permanente, no podía competir en grandeza con tan ricas y populosas ciudades. Pero cuando Felipe III hubo restituido allí el asiento de su trono, que por corto tiempo trasladara a Valladolid; cuando toda la nobleza de su séquito se avecindó a su lado; cuando la ambición, las artes y el ingenio, buscando su alimento se colocaron en derredor, entonces la escena se fijó también allí permanentemente, y su policía fue arreglada y mejorada según las ideas del tiempo. Con todo, la preferente inclinación del monarca a la diversión de la danza y su cuidado en aumentar la pompa de otros espectáculos más populares y devotos, retardaron todavía sus progresos y el momento destinado a su gloria.

Llegó por fin en el reinado de su hijo Felipe IV, llamado por los poetas el Grande, príncipe joven, dado a la galantería, a los placeres y a las musas, que alguna vez se ocupó en hacer comedias y en representarlas y que las protegió acaso más apasionadamente de lo que conviniera. Todo se mejoró bajo sus auspicios, y el magnífico teatro que hizo levantar en el Buen Retiro abrió una escena muy gloriosa a los talentos y a las gracias de aquel tiempo18. Dirigido por dos hombres insignes, primero el marqués de Eliche y luego aquel gran protector de las Bellas Artes, el almirante de Castilla, no hubo alguna que no llevase sus dones a este templo de la ilusión y del placer. La música, reducida primero a la guitarra y al canto de algunas jácaras entonadas por ciegos, admitió ya el artificio de la armonía, cantándose a tres y a cuatro, y el encanto de la modulación aplicada a la representación de algunos dramas, que del lugar en que más frecuentemente se oían tomaron el nombre de zarzuelas. La danza añadió con sus movimientos medidos y locuaces nuevos estímulos a la ilusión y al gusto de los ojos. La pintura multiplicó los objetos de esta misma ilusión, dando formas significantes y graciosas a las máquinas y tramoyas inventadas por la mecánica, y animándolo y vivificándolo todo con la magia de sus colores. Y la poesía, ayudada de sus hermanas, desenvolvió sus fuerzas, desplegó sus alas y, vagando por todos los tiempos y regiones, no hubo en la historia ni en la fábula, en la naturaleza ni en la política, acciones y acaecimientos, vicios o virtudes, fortunas o desgracias que no se atreviese a imitar y presentar sobre la escena.

Entonces fue cuando todos los ingenios se ciñeron para buscar en ella su interés o su aplauso. Los empleos, la profesión y el estado no detenían a ninguno en esta senda de gloria; y, animados todos por la protección y la recompensa, se vio hasta dónde podía llegar en aquella sazón el talento ayudado de la opinión y del poder. De innumerables dramas que se presentaron a esta competencia oímos todavía algunos con gran deleite sobre nuestra escena; pero los de Calderón y Moreto, que ganaron entonces la primera reputación, son hoy, a pesar de sus defectos, nuestra delicia, y probablemente lo serán mientras no desdeñemos la voz halagüeña de las musas.

¿Quién creyera que habían de enmudecer casi del todo en el siguiente reinado? Pero la menor edad de Carlos II fue demasiado agitada, triste, supersticiosa, para que pudiese prestar oído a tan dulces acentos. Se puede decir que en ella la Talía española había pasado los Pirineos para inspirar al gran Molière, pues entre tanto que París admiraba sus divinos dramas, sabemos por testimonio de Candamo, el más distinguido y menos mal premiado ingenio de aquel tiempo, que a duras penas se formaron en Madrid tres compañías para celebrar las bodas del monarca, de aquel monarca tan enfermizo de espíritu como de cuerpo, y que, hecho por la educación más pusilánime, estuvo siempre de parte del bien sin poderle hacer jamás y amó siempre el teatro sin atreverse a protegerle ni disfrutarle. Pero sin tan buen testigo como Candamo era fácil adivinar la parte que debió caber a los espectáculos públicos en el desaliento y decadencia general de aquella época.

La que sucedió después, si muy gloriosa para las artes y las ciencias, no lo fue ciertamente para la escena española. Fuera de algunos bellos dramas con que la enriquecieron Zamora y Cañizares, continuó por largo tiempo en la misma oscuridad y abandono en que la dejara Carlos II. Fuele muy funesta la generosidad con que Fernando VI protegió y llevó a la mayor pompa la escena italiana, que su padre había acogido y dado a conocer entre nosotros. Bajo Carlos III el Bueno ganó algo la música y mucho la decoración, rayando más de una vez la esperanza de que se reformasen las demás partes de este espectáculo. Aún hubo un dichoso instante en que pareció que nuestra escena caminaba ya al mayor esplendor, pero una suerte aciaga detuvo aquel impulso. Competencias, disgustos, persecuciones, tristes accidentes que quisiéramos borrar de nuestra memoria volvieron a sepultarla en mayor abandono. Sucesivamente se fueron cerrando los teatros de las provincias y el espectáculo que las había entretenido casi por el espacio de tres siglos vino al fin a formar la diversión de tres solas capitales.

Acaso estaba reservada la gloria de reformarle al augusto Carlos IV. ¿Por qué no lo esperaremos así, cuando el gobierno vuelve su atención a un objeto tan descuidado antes de ahora, cuando nos convida a tejer la historia de este importante ramo de policía pública, sin duda para ponerle en la mayor perfección? La Academia no puede dejar de concurrir a tan justo y provechoso designio; pero antes de discurrir sobre este punto examinaremos los dos principales obstáculos que han retardado tan deseada revolución.

¿En qué puede consistir el encono con que ciertas gentes, al parecer sabias y sensatas, se han empeñado en combatir el teatro desde sus primeros ensayos? No hablemos de las censuras canónicas, solo aplicables a la escena de las antiguas, o a las torpes truhanadas de la Media Edad19; hablemos solo de los ataques con que han combatido la escena moderna muchos de nuestros teólogos. Felipe II, sobresaltado con sus clamores, hubo de recurrir a las Universidades de Salamanca y Coimbra, sin cuya aprobación hubiera acaso enmudecido la Talía castellana. En tiempo de su hijo sólo se salvó de la proscripción al favor de los reglamentos de policía que reprimieron sus excesos. ¿Con qué vehemencia no declamó contra ellos el padre Mariana, cuando ya no salían mujeres a las tablas? ¿Con qué calor no se encendieron de nuevo las disputas teológicas en los reinados de Felipe IV, de Carlos II y del presente siglo? El problema parece indeciso aún en nuestros días y, mientras el gobierno se convierte a mejorar y perfeccionar los espectáculos, hay gentes que se atreven todavía a predicar y escribir que es un grave pecado autorizarlos, consentirlos y concurrir a ellos. ¿En qué consiste, pues, o de dónde viene tan monstruosa contradicción? ¿Por ventura la tolerancia y el silencio de la autoridad pública a vista de tan vehementes censuras puede suponer otra cosa que una íntima convicción de los vicios que manchan nuestra escena?

Y atendido su estado (seamos imparciales), atendidos su corrupción y sus defectos, ¿no sería cosa por cierto durísima cerrar la boca a los ministros del altar sobre un objeto que ofende tan abiertamente, no ya los santos y severos principios de la moral cristiana, sino también las más vulgares máximas de la razón y la política? Púrguese de una vez el teatro de sus vicios, restitúyase al esplendor y decencia que pide el bien público y si entonces, cuando ya hubiese callado el celo, resonaren todavía las indiscretas voces de la parcialidad y la preocupación, la autoridad, que debe cansarse alguna vez de luchar con semejantes obstáculos, haga valer los derechos que le dan la razón y las leyes para imponerles silencio.

Sin embargo, es preciso confesar que el atraso de la escena y la retardación de su reforma han consistido más principalmente en sus defensores y apologistas. Como hay siempre gentes para todo, en cada época de su persecución encontró el teatro campeones que saliesen a la palestra a rechazar los ataques; y como la opinión y el interés de la muchedumbre estuviesen siempre de su parte, jamás hallaron difícil la victoria. De este modo la ignorancia, el mal gusto y la licencia, perpetuados sobre la escena, impusieron silencio al celo y la ilustración, e hicieron casi imposible el remedio.

Ofendería yo la sabiduría de la Academia si la creyese de parte de tan necias apologías. ¿Cómo es posible alucinarse sobre una cuestión de hecho, en la cual la asistencia de una semana al teatro vale más que todos los miserables argumentos empleados en su favor, y aun más también que las vagas declamaciones y el fastidioso fárrago de centones y lugares comunes con que los moralistas han combatido lo que no conocieron? Pero los eruditos e imparciales escritores que, después de analizar nuestros mejores dramas, han señalado y expuesto sencillamente sus grandes defectos, Cervantes, Luzán, Nasarre, Valdeflores, Pensador, Censor, Memorial literario, la Espigadera, y otros muchos que como filósofos, como críticos o como políticos trataron este punto, le han puesto al fin fuera de toda controversia y nos excusan de renovar tan añeja e importuna discusión.

Por lo que a mí toca, estoy persuadido a que no hay prueba tan decisiva de la corrupción de nuestro gusto y de la depravación de nuestras ideas como la fría indiferencia con que dejamos representar unos dramas en que el pudor, la caridad, la buena fe, la decencia y todas las virtudes y todos los principios de sana moral y todas las máximas de noble y buena educación, son abiertamente conculcados. ¿Se cree por ventura que la inocente puericia, la ardiente juventud, la ociosa y regalada nobleza, el ignorante vulgo pueden ver sin peligro tantos ejemplos de impudencia y grosería, de ufanía y necio pundonor, de desacato a la justicia y a las leyes, de infidelidad a las obligaciones públicas y domésticas, puestos en acción, pintados con los colores más vivos y animados con el encanto de la ilusión y con las gracias de la poesía y de la música? Confesémoslo de buena fe: un teatro tal es una peste pública, y el gobierno no tiene más alternativa que reformarle o proscribirle para siempre.

Pero ¿acaso podrá tomar sin riesgo este último partido? He aquí otra discusión que no puede evitar la Academia. La nación ha perdido todos sus espectáculos. Ya no hay memoria de los torneos, la hay apenas de los fuegos de artificio, han cesado las máscaras, se han prohibido las luchas de toros y se han cerrado casi todos los teatros. ¿Qué espectáculos, pues, qué juegos, qué diversiones públicas han quedado para el entretenimiento de nuestros pueblos? Ningunos.

¿Y es esto un bien o un mal? ¿Es una ventaja o un vicio de nuestra policía? Para resolver este problema basta enunciarle. Creer que los pueblos pueden ser felices sin diversiones es un absurdo, creer que las necesitan y negárselas es una inconsecuencia tan absurda como peligrosa, darles diversiones y prescindir de la influencia que pueden tener en sus ideas y costumbres sería una indolencia harto más absurda, cruel y peligrosa que aquella inconsecuencia. Resulta, pues, que el establecimiento y arreglo de las diversiones públicas será uno de los primeros objetos de toda buena política. He aquí lo que me ocupará en lo restante de esta memoria.










ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajo- I -

Diversiones populares


Para exponer mis ideas con mayor claridad y exactitud, dividiré el pueblo en dos clases: una que trabaja y otra que huelga; comprenderé en la primera todas las profesiones que subsisten del producto de su trabajo diario y en la segunda las que viven de sus rentas o fondos seguros. ¿Quién no ve la diferente situación de una y otra con respecto a las diversiones públicas? Es verdad que habrá todavía muchas personas en una situación media, pero siempre pertenecerán a esta o aquella clase según que su situación incline más o menos a la aplicación o a la ociosidad. También resultará alguna diferencia de la residencia en aldeas o ciudades y en poblaciones más o menos numerosas, pero es imposible definirlo todo. No obstante, nuestros principios serán fácilmente aplicables a todas clases y situaciones. Hablemos primero del pueblo que trabaja.

Este pueblo necesita diversiones, pero no espectáculos. No ha menester que el gobierno le divierta, pero sí que le deje divertirse. En los pocos días, en las breves horas que puede destinar a su solaz y recreo, él buscará, él inventará sus entretenimientos; basta que se le dé libertad y protección para disfrutarlos. Un día de fiesta claro y sereno en que pueda libremente pasear, correr, tirar a la barra, jugar a la pelota, al tejuelo, a los bolos, merendar, beber, bailar y triscar por el campo, llenará todos sus deseos y le ofrecerá la diversión y el placer más cumplidos. ¡A tan poca costa se puede divertir a un pueblo, por grande y numeroso que sea!

Sin embargo, ¿cómo es posible que la mayor parte de los pueblos de España no se divierten en manera alguna? Cualquiera que haya corrido nuestras provincias habrá hecho muchas veces esta dolorosa observación. En los días más solemnes, en vez de la alegría y bullicio que debieran anunciar el contento de sus moradores, reina en las calles y plazas una perezosa inacción, un triste silencio, que no se pueden advertir sin admiración ni lástima. Si algunas personas salen de sus casas, no parece sino que el tedio y la ociosidad las echan de ellas y las arrastran al ejido, al humilladero, a la plaza o al pórtico de la iglesia, donde, embozados en sus capas o al arrimo de alguna esquina, o sentados o vagando acá y acullá sin objeto ni propósito determinado, pasan tristemente las horas y las tardes enteras sin espaciarse ni divertirse. Y si a eso se añade la aridez e inmundicia de los lugares, la pobreza y desaliño de sus vecinos, el aire triste y silencioso, la pereza y falta de unión y movimiento que se notan en todas partes, ¿quién será el que no se sorprenda y entristezca a vista de tan raro fenómeno?

No es de este lugar descubrir todas las causas que concurren a producirle; sean las que fueren, se puede asegurar que todas emanarán de las leyes. Pero sin salir de nuestro propósito no podemos callar que una de las más ordinarias y conocidas está en la mala policía de muchos pueblos. El celo indiscreto de no pocos jueces se persuade a que la mayor perfección del gobierno municipal se cifra en la sujeción del pueblo y a que la suma del buen orden consiste en que sus moradores se estremezcan a la voz de la justicia y en que nadie se atreva a moverse ni cespitar al oír su nombre. En consecuencia, cualquiera bulla, cualquiera gresca o algazara recibe el nombre de asonada y alboroto; cualquiera disensión, cualquiera pendencia es objeto de un procedimiento criminal, y trae en pos de sí pesquisas y procesos y prisiones y multas, y todo el séquito de molestias y vejaciones forenses. Bajo tan dura policía el pueblo se acobarda y entristece, y sacrificando su gusto a su seguridad renuncia la diversión pública e inocente, pero sin embargo peligrosa, y prefiere la soledad y la inacción, tristes a la verdad y dolorosas, pero al mismo tiempo seguras.

De semejante sistema han nacido infinitos reglamentos de policía, no solo contrarios al contento de los pueblos sino también a su prosperidad, y no por eso observados con menos rigor y dureza. En unas partes se prohíben las músicas y cencerradas, y en otras las veladas y bailes. En unas se obliga a los vecinos a cerrarse en sus casas a la queda, y en otras a no salir a la calle sin luz, a no pararse en las esquinas, a no juntarse en corrillos y a otras semejantes privaciones. El furor de mandar y, alguna vez, la codicia de los jueces han extendido hasta las más ruines aldeas reglamentos que apenas pudiera exigir la confusión de una corte; y el infeliz gañán, que ha sudado sobre los terrones del campo y dormido en la era toda la semana, no puede en la noche del sábado gritar libremente en la plaza de su lugar, ni entonar un romance a la puerta de su novia.

Aun el país en que vivo, aunque tan señalado entre todos por su laboriosidad, por su natural alegría y por la inocencia de sus costumbres, no ha podido librarse de semejantes reglamentos, y el disgusto con que son recibidos, y de que he sido testigo alguna vez, me sugiere ahora estas reflexiones. La dispersión de su población ni exige ni permite por fortuna la policía municipal inventada para los pueblos agregados, pero los nuestros se juntan a divertirse en las romerías y allí es donde los reglamentos de policía los siguen e importunan. Se ha prohibido en ellas el uso de los palos, que hace aquí necesarios, más que la defensa, la fragosidad del país; se han vedado las danzas de los hombres; se ha hecho cesar a media tarde las de las mujeres, y finalmente se obliga a disolver antes de la oración las romerías, que son la única diversión de estos laboriosos e inocentes pueblos. ¿Cómo es posible que estén bien hallados y contentos con tan molesta policía?

Se dirá que todo se sufre, y es verdad; todo se sufre, pero se sufre de mala gana; todo se sufre, pero ¿quién no temerá las consecuencias de tan largo y forzado sufrimiento? El estado de libertad es una situación de paz, de comodidad y de alegría; el de sujeción lo es de agitación, de violencia y disgusto; por consiguiente, el primero es durable, el segundo expuesto a mudanzas. No basta, pues, que los pueblos estén quietos; es preciso que estén contentos, y solo en corazones insensibles o en cabezas vacías de todo principio de humanidad, y aun de política, puede abrigarse la idea de aspirar a lo primero sin lo segundo.

Los que miran con indiferencia este punto, o no penetran la relación que hay entre la libertad y la prosperidad de los pueblos, o por lo menos la desprecian, y tan malo es uno como otro. Sin embargo, esta relación es bien clara y bien digna de la atención de una administración justa y suave. Un pueblo libre y alegre será precisamente activo y laborioso; y siéndolo, será bien morigerado y obediente a la justicia. Cuanto más goce, tanto más amará el gobierno en que vive, tanto mejor le obedecerá, tanto más de buen grado concurrirá a sustentarle y defenderle. Cuanto más goce tanto más tendrá que perder, tanto más temerá el desorden y tanto más respetará la autoridad destinada a reprimirlo. Este pueblo tendrá más ansia de enriquecerse porque sabrá que aumentará su placer al paso que su fortuna. En una palabra, aspirará con más ardor a su felicidad porque estará más seguro de gozarla. Siendo, pues, éste el primer objeto de todo buen gobierno, ¿no es claro que no debe ser mirado con descuido ni indiferencia?

Hasta lo que se llama prosperidad pública, si acaso es otra cosa que el resultado de la felicidad individual, pende también de este objeto; porque el poder y la fuerza de un Estado no consiste tanto en la muchedumbre y en la riqueza cuanto, y principalmente, en el carácter moral de sus habitantes. En efecto, ¿qué fuerza tendría una nación compuesta de hombres débiles y corrompidos, de hombres duros, insensibles y ajenos de todo interés, de todo amor público?

Por el contrario, unos hombres frecuentemente congregados a solazarse y divertirse en común formarán siempre un pueblo unido y afectuoso, conocerán un interés general y estarán más distantes de sacrificarle a su interés particular. Serán de ánimo más elevado porque serán más libres y, por lo mismo, serán también de corazón más recto y esforzado. Cada uno estimará a su clase porque se estimará a sí mismo y estimará a las demás porque querrá que la suya sea estimada. De este modo, respetando la jerarquía y el orden establecidos por la constitución, vivirán según ella, la amarán y la defenderán vigorosamente, creyendo que se defienden a sí mismos. Tan cierto es que la libertad y la alegría de los pueblos están más distantes del desorden que la sujeción y la tristeza.

No se crea por esto que yo mire como inútil u opresiva la magistratura encargada de velar sobre el sosiego público. Creo, por el contrario, que sin ella, sin su continua vigilancia, será imposible conservar la tranquilidad y el buen orden. La libertad misma necesita de su protección, pues que la licencia suele andar cerca de ella cuando no hay algún freno que detenga a los que traspasen sus límites. Pero he aquí donde pecan más de ordinario aquellos jueces indiscretos que confunden la vigilancia con la opresión. No hay fiesta, no hay concurrencia, no hay diversión en que no presenten al pueblo los instrumentos del poder y la justicia. A juzgar por las apariencias, pudiera decirse que tratan solo de establecer su autoridad sobre el temor de los súbditos, o de asegurar el propio descanso a expensas de su libertad y su gusto. Es vano: el público no se divertirá mientras no esté en plena libertad de divertirse, porque entre rondas y patrullas, entre corchetes y soldados, entre varas y bayonetas, la libertad se amedrenta y la tímida e inocente alegría huye y desaparece.

No es ciertamente el camino de alcanzar el fin para que fue instituido el magistrado público. Si es lícito comparar lo humilde con lo excelso, su vigilancia debería parecerse a la del Ser supremo; ser cierta y continua, pero invisible; ser conocida de todos, sin estar presente a ninguno; andar cerca del desorden para reprimirle y de la libertad para protegerla; en una palabra, ser freno de los malos y amparo y escudo de los buenos. De otro modo el respetable aparato de la justicia se convertirá en instrumento de opresión y, obrando contra su mismo instituto, afligirá y turbará a los mismos que debiera consolar y proteger.

Tales son nuestras ideas acerca de las diversiones populares. No hay provincia, no hay distrito, no hay villa ni lugar que no tenga ciertos regocijos y diversiones, ya habituales, ya periódicos, establecidos por costumbre. Ejercicios de fuerza, destreza, agilidad o ligereza; bailes públicos20, lumbradas o meriendas, paseos, carreras, disfraces o mojigangas; sean los que fueren, todos serán buenos e inocentes con tal que sean públicos. Al buen juez toca proteger al pueblo en tales pasatiempos, disponer y adornar los lugares destinados para ellos, alejar de allí cuanto pueda turbarlos y dejar que se entregue libremente al esparcimiento y alegría. Si alguna vez se presentare a verle, sea más bien para animarle que para amedrentarle o darle sujeción; sea como un padre que se complace en la alegría de sus hijos, no como un tirano envidioso del contento de sus esclavos. En suma, nunca pierda de vista que el pueblo que trabaja, como ya hemos advertido, no necesita que el gobierno le divierta, pero sí que le deje divertirse.




ArribaAbajo- II -

Diversiones ciudadanas


Mas las clases pudientes, que viven de lo suyo, que huelgan todos los días o que al menos destinan alguna parte de ellos a la recreación y al ocio, difícilmente podrán pasar sin espectáculos, singularmente en grandes poblaciones. En las pequeñas, compuestas por la mayor parte de agricultores, podrá haber poca diferencia en las costumbres de sus clases. Cada una tiene sus cuidados y pensiones diarias. Los propietarios y colonos, granjeros y asalariados, todos trabajan de un modo o de otro, y si en los ricos son menos necesarias las tareas de fatiga, también el destino de mayor parte de tiempo al sueño, a la comida y al descanso, o cuando no a la caza, la conversación, el juego y la lectura llenan los espacios del día e igualan muy exactamente la condición de unos y otros.

Esta última reflexión es tanto más exacta cuanto el exceso de fortuna, que suele hacer apetecibles otras diversiones más artificiosas, saca frecuentemente a los ricos de los pueblos pequeños y los acerca a las grandes ciudades donde, confundidos en la clase que les pertenece, siguen las costumbres, los usos y las distribuciones de los demás individuos de ella, y desde entonces están colocados en la segunda parte de nuestra división, de que hablaremos ahora.

La influencia de la riqueza, del lujo, del ejemplo y de la costumbre en las ideas de las personas de esta clase, las fuerza, por decirlo así, a una diferente distribución de su tiempo y las arrastra a un género de vida blanda y regalada cuyo principal objeto es pasar alegremente una buena parte del día. La ociosidad, y el fastidio que viene en pos de ella, hace necesarias las diversiones, y ésta es la verdadera explicación del ansia con que se corre a ellas en los lugares populosos. Es verdad que una buena educación sería capaz de sugerir muchos medios de emplear útil y agradablemente el tiempo sin necesidad de espectáculos. Pero suponiendo que ni todos recibirán esta educación, ni aprovechará a todos los que la reciban, ni cuando aproveche será un preservativo suficiente para aquellos en quienes el ejemplo y la corrupción destruyan lo que la enseñanza hubiere adelantado, ello es que siempre quedará un gran número de personas para las cuales las diversiones sean absolutamente necesarias. Conviene pues que el gobierno se las proporcione inocentes y públicas, para separarlas de los placeres oscuros y perniciosos.

Cuando esta razón no bastase para establecer la necesidad de los espectáculos, otra urgente y poderosa aconsejaría su establecimiento, cual es la importancia de retener a los nobles en sus provincias y evitar esta funesta tendencia que llama continuamente al centro la población y la riqueza de los extremos. Las recientes providencias dadas para alejar de Madrid a los forasteros prueban concluyentemente esta necesidad, pues ciertamente los que se hallaban en la corte sin destino no vinieron en busca de otra cosa que de la libertad y la diversión que no hay en sus domicilios. La tristeza que reina en la mayor parte de las ciudades echa de sí a todos aquellos vecinos que, poseyendo bastante fortuna para vivir en otras más populosas y alegres, se trasladan a ellas usando de su natural libertad, la cual, lejos de circunscribir, debe ampliar y proteger toda buena legislación. Tras ellos van sus familias y su riqueza, causando, entre otros muchos, dos males igualmente funestos: el de despoblar y empobrecer las provincias y el de acumular y sepultar en pocos puntos la población y la opulencia del Estado, con ruina de su agricultura, industria, tráfico interior y aun de sus costumbres. Veamos, pues, cuáles son los remedios que se pueden aplicar a estos males.


Maestranzas

Entre varios entretenimientos propios para ocupar a la nobleza de las ciudades, hay uno más digno de atención de lo que comúnmente se cree. Hablo de las maestranzas, cuyo instituto, perfeccionado y multiplicado, pudiera producir grandes bienes. Ningún ejercicio tan inocente, tan saludable, tan propio de la educación de un noble como el que forma el principal objeto de estos cuerpos. Su gobierno, su policía, su enseñanza metódica, sus regocijos, sus fiestas no solo ocuparían y entretendrían útilmente a los nobles de las provincias, sino que despertarían hasta cierto punto aquella varonil y bizarra galantería de nuestros antiguos caballeros, de que apenas ha quedado una débil sombra y que, combinada con las ideas de un siglo más culto e ilustrado, fuera más conforme al espíritu y a los deberes de la nobleza.

Sin embargo, las maestranzas, tan protegidas en otro tiempo, han sido muy desfavorecidas en nuestros días y desde entonces, sintiendo su decadencia, han perdido ellas mismas gran parte de su disciplina y aun de su decoro. No hay provincia que no esté plagada de maestrantes, cuyo título apenas supone ya otra cosa que el derecho de llevar un uniforme, y entretanto las capitales van perdiendo hasta la memoria de sus antiguos manejos, parejas, juegos de cañas, de sortija, de estafermo, de cabezas, de alcancías y semejantes. Se ha declamado mucho contra sus fueros y exenciones, pero en todo hay un medio. ¿No es mejor perfeccionar que abolir? El buen agricultor no destruye, dirige y cultiva sus plantas, y saca de cada una todo el fruto que puede.




Academias dramáticas

La corte de Parma ha dado en estos últimos tiempos el ejemplo de otra institución digna de ser imitada entre nosotros. Autorizó una academia dramática y la dotó con proporción a los objetos de su instituto, que se dirige a cultivar todos los conocimientos relativos a este importante ramo de la poesía. Esta academia propone asuntos para la composición de buenos dramas, los juzga rigurosa e imparcialmente, premia a los ingenios que más sobresalen y finalmente perfecciona prácticamente y por principios científicos el arte de la declamación, ejercitándola los académicos por sí mismos en teatros privados.

¿Por qué no pudiera verificarse igual institución en muchas de nuestras ciudades, y principalmente en la corte? Fuera de la utilidad que produciría en cuanto a la reforma del teatro, de que hablaremos después, ¡cuán útil y honestamente no ocuparía a nuestros nobles! ¡Cuánto no mejoraría su educación en lo que pertenece a policía, esto es, en aquella parte en que suelen ser tan insuficientes, si no ya enteramente inútiles, las fórmulas de los pedagogos y preceptores! Estos ejercicios enseñarían a presentarse con despejo, a andar y moverse con compostura, a hablar y gesticular con decoro, a pronunciar con claridad y buena modulación y a dar a la expresión aquel tono de sentimientos y de verdad que es alma de la conversación, y tan necesario para agradar y persuadir como raro entre nosotros. Desde él pasarían naturalmente nuestros nobles a cultivar por sí mismos la buena poesía y, para ello, las Humanidades, y no sería imposible que andando el tiempo se convirtiesen estos cuerpos en unas verdaderas academias de buenas letras. ¡Qué ocupación más útil, más agradable, pudiera presentarse entonces a las personas nobles y ricas!




Saraos públicos

Aunque los saraos o bailes nobles y públicos no sean acomodables a pequeñas poblaciones, rara ciudad habrá en que no puedan celebrarse algunos con lucimiento y decoro. Dirigidos por personas distinguidas, costeados por los concurrentes, arreglado el precio de los boletines de entrada con respecto a su número y a la exigencia del objeto, y bien establecida su policía, ¡cuán fácil no fuera disponer esta diversión, y repetirla en las temporadas de Navidad y Carnaval, en que la costumbre pide algún regocijo extraordinario! Donde hubiere teatro o casa de comedias, el magistrado público pudiera franquearle a este fin. Donde no, tampoco faltaría otro edificio, público o privado, conveniente para el objeto. El magistrado, lejos de desdeñar esta intervención, debiera prestarse voluntariamente a ella, sin tomar en la diversión más parte que la necesaria para fomentarla y proteger el decoro y el sosiego del acto, y aun esto sin forma de jurisdicción o autoridad, que se avienen muy mal con el inocente desahogo.




Máscaras

Tal vez de aquí se podría pasar sin inconveniente al restablecimiento de las máscaras, que así como fueron recibidas con gusto general, tampoco fueron abolidas sin general sentimiento. Aun parece que la opinión pública lucha por restaurarlas, pues que se repiten y toleran en algunas partes, y que fuera menos arriesgado arreglarlas, puesto que la autoridad puede hacer más cuando dispone que cuando disimula. Una docena de estos bailes, dados entre Navidad y Carnaval, rendirían un buen producto para sostener los espectáculos permanentes en las capitales, así como sucede en algunas de Italia y, señaladamente, en Turín. No se diga que las máscaras están prohibidas por nuestras antiguas leyes. Las máscaras y disfraces21 de que habla una de la Recopilación son de otra especie, y por tales lo están y estarán en todos tiempos y países. Puede haber ciertamente en esta diversión, como en todas, algunos excesos y peligros, pero ninguno inaccesible al desvelo de una prudente policía. Si aún se temieren, permítanse los honestos disfraces y prohíbase sólo cubrir el rostro. Cuando haya vigilancia y amor público en los que autorizan estas fiestas, todo irá bien. La licencia y el desorden sólo pueden ser alentados por el descuido.




Casas de conversación

Hace también gran falta en nuestras ciudades el establecimiento de cafés o casas públicas de conversación y diversión cotidiana, que arreglados con buena policía son un refugio para aquella porción de gente ociosa que, como suele decirse, busca a todas horas dónde matar el tiempo. Los juegos sedentarios y lícitos de naipes, ajedrez, damas y chaquete, los de útil ejercicio como trucos y billar, la lectura de papeles públicos y periódicos, las conversaciones instructivas y de interés general, no sólo ofrecen un honesto entretenimiento a muchas personas de juicio y probidad en horas que son perdidas para el trabajo, sino que instruyen también a aquella porción de jóvenes que, descuidados en sus familias, reciben su educación fuera de casa o, como se dice vulgarmente, en el mundo.




Juegos de pelota

Los juegos públicos de pelota22 bolos, bochas, tejuelo y otros. Las corridas de caballos, gansos y gallos, las soldadescas, y comparsas de moros y cristianos son asimismo de grande utilidad, pues sobre ofrecer una honesta recreación a los que juegan y a los que miran, hacen en gran manera ágiles y robustos a los que los ejercitan y mejoran, por tanto, la educación física de los jóvenes. Puede decirse lo mismo de los juegos de y otras diversiones generales son tanto más dignas de protección cuanto más fáciles y menos exclusivas, y por lo mismo merecen ser arregladas y multiplicadas. Se clama continuamente contra los inconvenientes de semejantes usos, pero ¿qué objeto puede ser más digno del desvelo de una buena policía? ¡Rara desgracia, por cierto, la de no hallar medio en cosa alguna! ¿No le habrá entre destruir las diversiones a fuerza de autoridad y restricciones, o abandonarlas a una ciega y desenfrenada licencia?

Acaso cuanto he dicho será oído con escándalo por los que miran estos objetos como frívolos e indignos de la atención de la magistratura. ¿Puede nacer este desdén de otra causa que de inhumanidad o de ignorancia, de no ver la relación que hay entre las diversiones y la felicidad pública o de creer mal empleada la autoridad cuando labra el contento de los ciudadanos? Llena nuestra vida de tantas amarguras, ¿qué hombre sensible no se complacerá en endulzar algunos de sus momentos?




Teatros

Esta reflexión me conduce a hablar de la reforma del teatro, el primero y más recomendado de todos los espectáculos, el que ofrece una diversión más general, más racional, más provechosa, y por lo mismo el más digno de la atención y desvelos del gobierno. Los demás espectáculos divierten hiriendo fuertemente la imaginación con lo maravilloso o regalando blandamente los sentidos con lo agradable de los objetos que presentan. El teatro, a estas mismas ventajas que reúne en supremo grado junta la de introducir el placer en lo más íntimo del alma, excitando por medio de la imitación todas las ideas que puede abrazar el espíritu y todos los sentimientos que pueden mover el corazón humano.

De este carácter peculiar de las representaciones dramáticas se deduce que el gobierno no debe considerar el teatro solamente como una diversión pública, sino como un espectáculo capaz de instruir o extraviar el espíritu y de perfeccionar o corromper el corazón de los ciudadanos. Se deduce también que un teatro que aleje los ánimos del conocimiento de la verdad fomentando doctrinas y preocupaciones erróneas, o que desvíe los corazones de la práctica de la virtud excitando pasiones y sentimientos viciosos, lejos de merecer la protección merecerá el odio y la censura de la pública autoridad. Se deduce finalmente que aquella será la más santa y sabia policía de un gobierno aquella que sepa reunir en un teatro estos dos grandes objetos: la instrucción y la diversión pública.

No se diga que esta reunión será imposible. Si ningún pueblo de la tierra, antiguo ni moderno, la ha conseguido hasta ahora, es porque en ninguno ha sido el teatro el objeto de la legislación, por lo menos en este sentido; es porque ninguno se ha propuesto reunir en él estos dos grandes fines; es porque la escena en los estados modernos ha seguido naturalmente el casual progreso de su ilustración y debídose al ingenio de algunos pocos literatos, sin que la autoridad pública haya concurrido a ella más que ocasionalmente. Entre nosotros, un objeto tan importante ha estado casi siempre abandonado a la codicia de los empresarios o a la ignorancia de miserables poetastros y comediantes, y acaso el gobierno no se hubiera mezclado jamás a intervenir en él si no lo hubiese mirado desde el principio como un objeto de contribución.

Pero ya es tiempo de pensar de otro modo, ya es tiempo de ceder a una convicción que reside en todos los espíritus, y de cumplir un deseo que se abriga en el corazón de todos los buenos patricios. Ya es tiempo de preferir el bien moral a la utilidad pecuniaria, de desterrar de nuestra escena la ignorancia, los errores y los vicios que han establecido en ella su imperio, y de lavar las inmundicias que la han manchado hasta aquí con desdoro de la autoridad y ruina de las costumbres públicas.


Medios para lograr la reforma


1. En los dramas

A dos clases pueden reducirse todos los defectos de nuestra escena: unos que dicen relación a la bondad esencial de los dramas y otros a su representación. Los vicios de la primera o pertenecen a la parte poética, esto es, a la perfección de los mismos dramas, considerados únicamente como poemas, o a la parte política, esto es, a la influencia que las doctrinas y ejemplos en ellos presentados pueden tener en las ideas y costumbres públicas. Los de la segunda clase pertenecen o a los instrumentos de la representación, esto es, a las personas y cosas que intervienen en ella, o a los encargados de dirigirla. De uno y otro hablaré con la distinción y brevedad posibles.

La reforma de nuestro teatro debe empezar por el destierro de casi todos los dramas que están sobre la escena. No hablo solamente de aquellos a que en nuestros días se da una necia y bárbara preferencia; de aquellos que aborta una cuadrilla de hambrientos e ignorantes poetucos que, por decirlo así, se han levantado con el imperio de las tablas para desterrar de ellas el decoro, la verosimilitud, el interés, el buen lenguaje, la cortesanía, el chiste cómico y la agudeza castellana. Semejantes monstruos desaparecerán a la primera ojeada que echen sobre la escena la razón y el buen sentido; hablo también de aquellos justamente celebrados entre nosotros, que algún día sirvieron de modelo a otras naciones y que la porción más cuerda e ilustrada de la nuestra ha visto siempre y ve todavía con entusiasmo y delicia. Seré siempre el primero a confesar sus bellezas inimitables: la novedad de su invención, la belleza de su estilo, la fluidez y naturalidad de su diálogo, el maravilloso artificio de su enredo, la facilidad de su desenlace, el fuego, el interés, el chiste, las sales cómicas que brillan a cada paso en ellos. Pero, ¿qué importa si estos mismos dramas, mirados a la luz de los preceptos y principalmente a la de la sana razón, están plagados de vicios y defectos que la moral y la política no pueden tolerar? ¿Quién podrá negar que en ellos, según la vehemente expresión de un crítico moderno, «se ven pintados con el colorido más deleitable las solicitudes más inhonestas, los engaños, los artificios, las perfidias, fugas de doncellas, escalamientos de casas nobles, resistencias a la justicia, duelos y desafíos temerarios, fundados en un falso pundonor, robos autorizados, violencias intentadas y ejecutadas, bufones insolentes, y criados que hacen gala y ganancia de sus infames tercerías»? Semejantes ejemplos, capaces de corromper la inocencia del pueblo más virtuoso, deben desaparecer de sus ojos cuanto más antes.

Es por lo mismo necesario sustituir a estos dramas otros capaces de deleitar e instruir, presentando ejemplos y documentos que perfeccionen el espíritu y el corazón de aquella clase de personas que más frecuentará el teatro. He aquí el grande objeto de la legislación: perfeccionar en todas sus partes este espectáculo, formando un teatro donde puedan verse continuos y heroicos ejemplos de reverencia al Ser supremo y a la religión de nuestros padres, de amor a la patria, al soberano y a la constitución; de respeto a las jerarquías, a las leyes y a los depositarios de la autoridad; de fidelidad conyugal, de amor paterno, de ternura y obediencia filial; un teatro que presente príncipes buenos y magnánimos, magistrados humanos e incorruptibles, ciudadanos llenos de virtud y de patriotismo, prudentes y celosos padres de familia, amigos fieles y constantes; en una palabra, hombres heroicos y esforzados, amantes del bien público, celosos de su libertad y sus derechos y protectores de la inocencia y acérrimos perseguidores de la iniquidad. Un teatro, en fin, donde no sólo aparezcan castigados con atroces escarmientos los caracteres contrarios a estas virtudes, sino que sean también silbados y puestos en ridículo los demás vicios y extravagancias que turban y afligen a la sociedad: el orgullo y la bajeza, la prodigalidad y la avaricia, la lisonja y la hipocresía, la supina indiferencia religiosa y la supersticiosa credulidad, la locuacidad e indiscreción, la ridícula afectación de nobleza, de poder, de influjo, de sabiduría, de amistad y, en suma, todas las manías, todos los abusos, todos los malos hábitos en que caen los hombres cuando salen del sendero de la virtud, del honor y de la cortesanía por entregarse a sus pasiones y caprichos.

Un teatro tal, después de entretener honesta y agradablemente a los espectadores, iría también formando su corazón y cultivando su espíritu, es decir que iría mejorando la educación de la nobleza y rica juventud que de ordinario lo frecuenta. En este sentido su reforma parece absolutamente necesaria, por lo mismo que son más raros entre nosotros los establecimientos destinados a esta educación. No, nuestro extremo cuidado en multiplicar cierta especie de enseñanzas científicas no basta a disculpar el abandono con que miramos la enseñanza civil, aquella que necesita el mayor número, aun entre los nobles y ricos, y que es tanto más importante cuanto más influjo tiene en el bien general y, sobre todo, en las costumbres públicas.

¿Y por ventura podremos gloriarnos de las de nuestros poderosos? ¿Dónde están ya su antiguo carácter y virtudes? Demasiado funesta fue para el Estado aquella política ratera que pretendió labrar el bien público sobre el abatimiento de esta clase. ¿Cuál es el fruto de tan inconsiderado sistema? ¿Fue otro que despojarla de su elevación, de su magnanimidad, de su esfuerzo y de tantas dotes como la hacían recomendable, que desviarla de los altos fines para que fuera instituida y entregarla en las garras de la ociosidad y del lujo para que la devorasen y consumiesen con su reputación y sus fortunas?

Bien sé yo que la educación pública y señaladamente la de la clase rica y propietaria necesita otros medios, pero, ¿por qué no aprovecharemos uno tan obvio, tan fácil y conveniente? Y pues que los jóvenes ricos han de frecuentar el teatro, ¿por qué en vez de corromperlos con monstruosas acciones o ridículas bufonadas no los instruiremos con máximas puras y sublimes, y con ilustres y virtuosos ejemplos?

Ni este medio dejaría de mejorar la educación del pueblo, en cuya conducta tiene tanto y tan conocido influjo la de las clases pudientes. Porque, ¿de dónde recibiría sus ideas y sus principios sino de aquellos que brillan siempre a sus ojos, cuya suerte envidia, cuyos ejemplos observa y cuyas costumbres pretende imitar, aun cuando las censura y condena? Fuera de que, siendo el teatro un espectáculo abierto y general, no habrá clase ni persona, por pobre y desvalida que sea, que no lo disfrute alguna vez.

Con todo, para mejorar la educación del pueblo otra reforma parece más necesaria, y es la de aquella parte plebeya de nuestra escena que pertenece al cómico bajo o grosero, en la cual los errores y las licencias han entrado más de tropel. No pocas de nuestras antiguas comedias, casi todos los entremeses y muchos de los modernos sainetes y tonadillas, cuyos interlocutores son los héroes de la briba, están escritos sobre este gusto y son tanto más perniciosos cuanto llaman y aficionan al teatro a la parte más ruda y sencilla del pueblo, deleitándola con las groseras y torpes bufonadas que forman todo su mérito.

Acaso fuera mejor desterrar enteramente de nuestra escena un género expuesto de suyo a la corrupción y a la bajeza, e incapaz de instruir y elevar el ánimo de los ciudadanos. Acaso deberían desaparecer con él los títeres y matachines, los payasos, arlequines y graciosos del baile de cuerda, las linternas mágicas y totilimundis, y otras invenciones que, aunque inocentes en sí, están depravadas y corrompidas por sus torpes accidentes. Porque, ¿de qué serviría que en el teatro se oigan solo ejemplos y documentos de virtud y honestidad si entre tanto, levantando su púlpito en medio de una plaza, predica don Cristóbal de Polichinela su lúbrica doctrina a un pueblo entero que con la boca abierta oye sus indecentes groserías? Mas si pareciese duro privar al pueblo de estos entretenimientos, que por baratos y sencillos son peculiarmente suyos, púrguense a lo menos de cuanto puede dañarle y abatirle. La religión y la política claman a una por esta reforma.

No se crea que tanta perfección sea inaccesible a las fuerzas del ingenio. El imperio de la imaginación es demasiado grande y el de la ilusión demasiado poderoso para que nos detenga este temor. En las tragedias de los antiguos, tan bellas y sublimes, no había estos afeminados amoríos que hoy llenan tan fastidiosamente nuestros dramas. Consérvese en hora buena el amor en la escena, pero sustitúyase el casto y legítimo al impuro y furtivo, y a buen seguro que se sacará mejor partido de esta pasión universal. ¿Acaso será menos violenta, menos agitada, menos interesante y amable cuando se pinte reprimida por las leyes del honor y de la honestidad? ¡Y qué! ¿Los buenos talentos no sabrán instruir y deleitar sin ella? ¿Qué de objetos, agitaciones y sentimientos, qué de revoluciones, acaecimientos y conflictos no presenta el orden natural y moral de las cosas para interesar y mover el corazón humano y conducir los hombres a la virtud y al bien? Los espíritus rectos se deleitan con todo lo que es bello y sublime, los rudos y vulgares con lo que es nuevo y maravilloso. He aquí los dos grandes imperios de la razón y la imaginación, las dos fuentes del deleite y la admiración abiertas al talento para instruir agradablemente a toda especie de espectadores. Excite el gobierno a los ingenios a cultivarlas con recompensas de honor y de interés, y logrará cuanto quiera.

Los medios no son difíciles. Ábrase en la corte un concurso a los ingenios que quieran trabajar para el teatro y establézcanse dos premios anuales de cien doblones y una medalla de oro cada uno para los autores de los mejores dramas que aspiraren a ellos. El objeto de la composición, las condiciones del concurso, el examen de los dramas y la adjudicación de los premios corran a cargo de un cuerpo que reúna a las luces necesarias la opinión y la confianza pública. ¿Cuál otro más a propósito que la Real Academia de la Lengua, a cuyo instituto toca promover la buena poesía castellana? Penetrado este cuerpo de la importancia del objeto e instruido en cuanto conduce a perfeccionarle, podrá dedicar a él una parte de sus tareas y desempeñar cumplidamente los deseos del gobierno y de la nación, haciéndole un servicio tan importante.

Algún año convendrá reducir la cantidad de los premios y pedir, en lugar de tragedia o comedia, entremeses, sainetes, letras y música de tonadillas, arreglando en los edictos las condiciones de cada uno de estos pequeños dramas, para que nada se vea ni oiga sobre nuestra escena en que no resplandezcan la propiedad, la decencia y el buen gusto.

Éste sería el medio de lograr en poco tiempo algunos buenos dramas. Acaso convendrá tener al principio una prudente indulgencia, porque el espíritu humano es progresivo, el punto de perfección está muy distante y llegar a él de un vuelo le será imposible. La Academia, honrando con el premio a los más sobresalientes, deberá elegir los que más se acercaren a los fines propuestos y juzgare dignos de la representación; cuidará de corregirlos, imprimirlos y poner a su frente las advertencias que juzgare oportunas, para que así se vayan propagando las buenas máximas y se camine más prontamente a la perfección.

Fuera del concurso, escriba e imprima el que quisiere sus producciones, pero ningún drama, sea el que fuere, pueda presentarse a la escena en Madrid ni en las provincias sin aprobación de la misma Academia; así se cerrará de una vez la puerta a la licencia que ha reinado hasta ahora en materia tan enlazada con las ideas y costumbres públicas.

Si se dudare que tan corto estímulo baste para lograr el alto fin que nos proponemos, reflexiónese que para los talentos grandes consistirá siempre el mayor premio en el aplauso, y que éste jamás faltará a las obras sublimes cuando la escena se hubiere purgado y reinen sobre ella la razón y el buen gusto. ¿Quién sabe lo que puede este resorte? Los aplausos que mereció su Edipo mataron de gozo a Sófocles, el primero de los trágicos griegos.




2. En su representación

Perfeccionados así los dramas, restará mejorar su ejecución, cuya reforma debe empezar por los actores o representantes. En esta parte el mal está también en su colmo. Es verdad que a juzgar por el descuido con que son elegidos nuestros comediantes, debemos confesar que hacen prodigios. ¿Cómo sería de esperar que entre unas gentes sin educación, sin ningún género de instrucción ni enseñanza, sin la menor idea de la teórica de su arte y, lo que es más, sin estímulo ni recompensa, se hallasen de tiempo en tiempo algunos de tan estupenda habilidad como admiramos en el día? En ellos el genio hace lo más o lo hace todo. Pero nótese que tan raros fenómenos se hallan solamente para la representación de aquellos caracteres bajos que están al nivel o más cercanos de su condición, sin que para la de altos personajes y caracteres se haya hallado jamás alguno que arribase a la medianía. La declamación es un arte y tiene, como todas las artes imitativas, sus principios y reglas tomados de la naturaleza, donde están repartidos todos los modelos de lo sublime, lo bello y lo gracioso. La teoría de esta arte no ha llegado todavía en nación alguna a la perfección de que es capaz. ¡Qué objeto más digno de las tareas de nuestra Academia Española! ¡Qué muchedumbre de asuntos no ofrece para proponer a los ingenios que convida por instituto y provoca con premios a cultivar la bella literatura!

Las academias dramáticas de que hablé más arriba podrían promoverle acaso con más fruto, porque consistiendo la mayor dificultad de esta arte en reducir a práctica sus principios, tendrían la ventaja de promover a un mismo tiempo una y otra enseñanza. Entonces los teatros privados en que la gente noble y acomodada que compondría estas academias presentase a la imitación los mejores y más dignos modelos, propagarían facilísimamente el gusto de la declamación y el conocimiento de sus principios, descubriendo muchos talentos nacidos para ella que están ahora del todo ignorados y perdidos.

No sería tampoco, a mi juicio, cuidado indigno del celo y la previsión del gobierno el buscar maestros extranjeros o enviar jóvenes a viajar e instruirse fuera del reino, y establecer después una escuela práctica para la educación de nuestros comediantes; porque al fin, si el teatro ha de ser lo que debe, esto es una escuela de educación para la gente rica y acomodada, ¿qué objeto merecería más su desvelo que el de perfeccionar los instrumentos y arcaduces que deben comunicarla y difundirla?

Esta enseñanza haría desaparecer de nuestra escena tantos defectos y malos resabios como hoy la oscurecen: el soplo y acento del apuntador, tan cansados como contrarios a la ilusión teatral, el tono vago e insignificante, los gritos y aullidos descompuestos, las violentas contorsiones y desplantes, los gestos y ademanes descompasados, que son alternativamente la risa y el tormento de los espectadores, y finalmente aquella falta de estudio y de memoria, aquella perenne distracción, aquel impudente descaro, aquellas miradas libres, aquellos meneos indecentes, aquellos énfasis maliciosos, aquella falta de propiedad, de decoro, de pudor, de policía y de aire noble que se advierte en tantos de nuestros cómicos, que tanto alborota a la gente desmandada y procaz y tanto tedio causa a las personas cuerdas y bien criadas.

Algunos premios anuales destinados a recompensar a los actores más sobresalientes en talento, juicio y aplicación; algunas gratificaciones extraordinarias repartidas en casos de particular y sobresaliente desempeño; algunas distinciones de honor a que no serán insensibles cuando, pasando el teatro a ser lo que debe ser, dejen nuestros cómicos de ser lo que son; y en fin, alguna colocación o decente destino fuera del teatro dado a los más eminentes por recompensa de largos y buenos servicios hechos en él, acabarían de honrar y mejorar esta profesión, hoy tan atrasada y envilecida entre nosotros.




3. En la decoración

Aún no bastaría esta reforma; el cuidado de mejorar la decoración y ornato de la escena merece y pide también la atención del gobierno. Si en nuestros corrales, en medio y a vista de la corte, apenas hemos llegado a conocer, no digo la ostentación y la magnificencia, mas ni aun la decencia y la regularidad, ¿qué será de los demás teatros de España? Ciertamente que, a juzgar por ellos del estado de nuestras artes, se podría decir con justicia que estaban aún en su rudeza primitiva. Tales son la ruin, estrecha e incómoda figura de los coliseos, el gusto bárbaro y riberesco de arquitectura y perspectiva en sus telones y bastidores, la impropiedad, pobreza y desaliño de los trajes, la vil materia, la mala y mezquina forma de los muebles y útiles, la pesadez y rudeza de las máquinas y tramoyas, y en una palabra, la indecencia y miseria de todo el aparato escénico. ¿Quién que compare con los grandes progresos que han hecho entre nosotros las Bellas Artes este miserable estado del ornato de nuestra escena, no inferirá el poco uso y mala aplicación que sabemos hacer de nuestras mismas ventajas? El teatro es el domicilio propio de todas las artes; en él todo debe ser bello, elegante, noble, decoroso y en cierto modo magnífico, no sólo porque así lo piden los objetos que presenta a los ojos, sino también para dar empleo y fomento a las artes de lujo y comodidad, y propagar por su medio el buen gusto en toda la nación.




4. En la música y baile

¿Y qué diremos de la música y el baile, dos objetos tan atrasados entre nosotros y capaces de ser llevados al mayor punto de mejoramiento y esplendor? ¿Qué otra cosa es en el día nuestra música teatral que un conjunto de insípidas e incoherentes imitaciones sin originalidad, sin carácter, sin gusto y aplicadas casual y arbitrariamente a una necia e incoherente poesía? ¿Qué otra cosa nuestros bailes que una miserable imitación de las libres e indecentes danzas de la ínfima plebe? Otras naciones traen a danzar sobre las tablas a los dioses y las ninfas; nosotros a los manolos y verduleras. Sin embargo, la música y la danza no sólo pueden formar el mejor ornamento de la escena, sino que son también su principal objeto, porque al fin entre los concurrentes al teatro siempre habrá muchos de aquellos que solo tienen sentidos.




5. En la dirección y gobierno

Para dirigir esta reforma es preciso encargarla a personas inteligentes. ¿Qué se podrá esperar de la escena abandonada a la impericia de los actores, a la codicia de los empresarios o a la ignorancia de los poetas y músicos de oficio? En tales manos todo se viciaría, todo iría de mal en peor. Mas si uno o dos sujetos distinguidos de cada capital, dotados de instrucción y buen gusto, de prudencia y celo público, y escogidos no por favor sino por tales dotes, se encargasen de este ramo de policía y cuidasen continuamente de perfeccionarlo, todo iría mejor de día en día. Donde hubiese academia dramática podría fiársele sin recelo este cuidado y el de nombrar entre sus individuos los directores del teatro. Cuantos sirven en la escena deberán estar subordinados a estos caballeros directores, su voz ser decisiva para la disposición, ornato y ejecución de los espectáculos, y sus facultades amplias y sin límites para cuanto diga relación a ellos. Semejante objeto, que abraza una muchedumbre de menudos e impertinentes cuidados, sería demasiado embarazoso para los magistrados municipales, y bastaría por lo mismo que los directores procediesen de acuerdo con ellos, reservándoles siempre cuanto tocase al ejercicio de jurisdicción contenciosa y pidiese procedimiento formal, discusión, conocimiento de causa, ejecución o castigo. De este modo trabajarían unos y otros de consuno para conseguir el decoro y buen orden en esta general e importante diversión.

La intervención de la justicia en ella se ha mirado siempre como indispensable y a nadie dejará de parecerlo a vista de la inquietud, la gritería, la confusión y el desorden que suelen reinar en nuestros teatros. Pero, ¿quién no ve que este desorden proviene de la calidad misma de los espectáculos? ¡Qué diferencia tan grande entre la atención y quietud con que se oye la representación de Atalía o la del Diablo Predicador! ¡Qué diferencia entre los espectadores de los corrales de la Cruz y el Príncipe y los del coliseo de los Caños, aun cuando sean unos mismos! El hombre se reviste fácilmente de los afectos que se le quieren inspirar, y de ordinario la disposición de su ánimo no es otra cosa que el resultado de las sensaciones que producen en él los objetos que lo cercan, combinado con su situación y deseos momentáneos. Así que la forma bella y elegante del teatro, la magnificencia de la escena, la gravedad e interés del espectáculo le inspirarán infaliblemente aquella compostura que exige la concurrencia a toda diversión pública, donde, pagando todos para lograr un buen rato, son perfectamente iguales los derechos y obligaciones de cada uno a la conservación del buen orden.

Falta, sin embargo, una providencia para asegurar esta tranquilidad y es bien extraño que no se haya tomado hasta ahora. No he visto jamás desorden en nuestros teatros que no proviniese principalmente de estar en pie los espectadores del patio. Prescindo de que esta circunstancia lleva al teatro, entre algunas personas honradas y decentes, otras muchas oscuras y baldías, atraídas allí por la baratura del precio. Pero fuera de esto, la sola incomodidad de estar en pie por espacio de tres horas, lo más del tiempo de puntillas, pisoteado, empujado y muchas veces llevado acá y acullá mal de su grado, basta y sobra para poner de mal humor al espectador más sosegado. Y en semejante situación, ¿quién podrá esperar de él moderación y paciencia? Entonces es cuando del montón de la chusma salen el grito del insolente mosquetero, las palmadas favorables o adversas de los chisperos y apasionados, los silbos y el murmullo general que desconciertan al infeliz representante y apuran el sufrimiento del más moderado y paciente espectador. Siéntense todos y la confusión cesará; cada uno será conocido y tendrá a sus lados, frente y espalda cuatro testigos que lo observen y que sean interesados en que guarde silencio y circunspección. Con esto desaparecerá también la vergonzosa diferencia que la situación establece entre los espectadores; todos estarán sentados, todos a gusto, todos de buen humor; no habrá pues que temer el menor desorden.






Arbitrios para costear esta reforma

Una reforma tan radical y completa pide sin duda grandes fondos, mas yo creo que el teatro los producirá. Cuando se inviertan en él todos sus rendimientos, el más pequeño y pobre podrá ser tan decente y bien servido como convenga a las circunstancias del pueblo en que se hallare. ¿En qué consiste, pues, la pobreza de nuestros mejores teatros? ¿Quién no lo ve? En haberse hecho de ellos un objeto de contribución. ¿Qué relación hay entre los hospitales de Madrid, los frailes de San Juan de Dios, los niños desamparados, la secretaría del corregimiento y los tres coliseos? Sin embargo, he aquí los partícipes de una buena porción de sus productos. Otro tanto sucede en los que existen fuera de la corte y sucedía en los que no existen ya. La consecuencia es que los actores sean mal pagados, la decoración ridícula y mal servida, el vestuario impropio e indecente, el alumbrado escaso, la música miserable y el baile pésimo o nada. De aquí que los poetas, los artistas, los compositores que trabajan para la escena sean ruinmente recompensados y, por lo mismo, que solamente se vean en ella las heces del ingenio. De aquí, finalmente, la mayor parte de la indecencia y lastimoso atraso de nuestros espectáculos. ¿Qué no se podría hacer con los abundantes productos de los corrales de Madrid, distribuidos con discernimiento y buen gusto? ¿A qué punto de magnificencia no podrían elevar el aparato escénico? Y aun así, ¡cuánto quedaría distante de la que buscaban los antiguos en sus espectáculos! En cien millones de sestercios se calculó la pérdida causada por el incendio de un teatro provisional que Emilio Scauro hizo erigir en Roma para celebrar la entrada de su magistratura. Y en el glorioso tiempo de Atenas, la representación de tres tragedias de Sófocles costó a la república más que la guerra del Peloponeso. No pedimos tanto, lloraríamos ciertamente al ver consumida en tan locos excesos de profusión la renta pública, formada con el sudor del pueblo; pero deseamos, a lo menos, que los productos del teatro se inviertan en su mejora, y que lo que contribuye la ociosa opulencia sirva para entretenerla y divertirla.

La reforma de la escena aumentará por otras razones los rendimientos del teatro, porque sobre crecer la concurrencia se podrá alzar el precio de las entradas sin miedo de menguarlas. Esta diversión, tal cual se halla en el día, es una necesidad para un gran número de personas, ¿y para cuánto mayor número no lo será una vez mejorada en todas sus partes? ¿Cuántos hombres graves, timoratos, instruidos y de fino y delicado gusto que hoy huyen de las truhanadas, groserías y absurdos de nuestra escena, correrán todos los días a buscar en ella una honesta recreación cuando estén seguros de no ver allí cosa que ofenda al pudor ni que choque al buen sentido? Entonces será el teatro lo que debe ser, una escuela para la juventud, un recurso para la ociosidad, una recreación y un alivio de las molestias de la vida pública y del fastidio y las impertinencias de la privada.

Esta carestía de la entrada alejará el pueblo del teatro, y para mí tanto mejor. Yo no pretendo cerrar a nadie sus puertas, estén en hora buena abiertas a todo el mundo; pero conviene dificultar indirectamente la entrada a la gente pobre que vive de su trabajo, para la cual el tiempo es dinero y el teatro más casto y depurado una distracción perniciosa. He dicho que el pueblo no necesita espectáculos, ahora digo que le son dañosos, sin exceptuar siquiera (hablo del que trabaja) el de la corte. Del primer pueblo de la antigüedad, del que diera leyes al mundo, decía Juvenal que se contentaba en su tiempo con pan y juegos del circo. El nuestro pide menos (permítasenos está expresión): se contenta con pan y callejuela.

Quizá vendrá un día de tanta perfección para nuestra escena que pueda presentar, hasta en el género ínfimo y grosero, no sólo una diversión inocente y sencilla sino también instructiva y provechosa. Entonces acaso convendrá establecer teatros baratos y vastísimos para divertir en días festivos al pueblo de las grandes capitales; pero este momento está muy distante de nosotros y el acelerarle puede ser muy arriesgado; quédese, pues, entre las esperanzas y bienes deseados.

Estas son las ideas que he podido reunir y extender en medio de mis cuidados, y con la prisa que la difusión y desaliño de este escrito manifiestan bien. Seguro de que la Academia sabrá mejorarlas con su sabiduría y buen gusto, se las presento con la mayor confianza, pidiéndole muy encarecidamente que no desaproveche esta ocasión, tal vez única, de clamar con instancia al gobierno por el arreglo de un ramo de policía general, de que pende el consuelo y, acaso, la felicidad de la nación. Gijón, 29 de diciembre de 1790.












ArribaApéndices

Ordenanzas del torneo y de la justa que hizo el señor don Alfonso XI cuando instituyó la orden de caballeros de la banda


(Sacadas de un libro viejo sin principio ni fin.)


- I -

Ordenamiento del torneo


Éste es el ordenamiento del torneo, que declara sobre qué cosas se ha de tomar juramento a los caballeros del torneo y qué son las cosas que han de hacer los fieles.

Lo primero es que los fieles han de catar las espadas, que no las traigan agudas en el tajo ni en las puntas, sino que sean romas y, también, que no traigan agudos los arcos de las capellinas, et tomar juramento a todos que no den con ellas de punta en ninguna guisa ni de revés al rostro, et que si a alguno se le cayere la capellina o el yelmo, que non le den golpe hasta que la ponga, y que si alguno cayere en tierra que le non entropellen; e hanles de decir los fieles que comiencen el torneo cuando tañeren las trompetas et los atabales, et cuando oyeren tañer el añafil que se tiren a fuera et se recojan cada uno a su parte. Et si el torneo fuere grande de muchos caballeros, en que haya pendones de cada parte, e se hobieren de trabar los caballeros los unos de los otros para se derribar de los caballos, que los caballos de los caballeros que fueren ganados de la una parte e de la otra et llevados a do estuvieren los pendones, que no sean dados a los caballeros que los perdieron hasta que el torneo sea pasado. E desque sea pasado el torneo hanse de ayuntar todos los fieles, et con lo que ellos vieren y preguntando a caballeros e escuderos et doncellas, de las que mejor lo pudiesen ver, escojan un caballero de los de la una parte et otro caballero de la otra, cuáles lo fueron mejor et hobieron la mejoría del torneo, e aquéllos den el prez et la honra dello; e en señal desto que lleven dos de los fieles sendas joyas de parte de las dueñas et doncellas que ahí se hallaren para estos dos caballeros, escogidos como dicho es. E si fuere el torneo de treinta caballeros ayuso, que haya cuatro fieles, dos de la una parte et otros dos fieles de la otra. E si fuere de cincuenta caballeros o dende arriba, que sean ocho fieles de la una parte et otros ocho de la otra. Et si fuere el torneo de cient caballeros o más, que sean doce fieles de la una parte et otros doce de la otra.




- II -

Ordenamiento de la justa


Primeramente, que fagan cuatro venidas los que justaren et no más, et si en estas cuatro venidas el un caballero quebrare una asta en el otro caballero, e el otro no quebrare ninguna en él, que haya la mejoría el que la quebrare, et si quebrare el uno dos astas e el otro no más de una, que haya la mejoría el que quebró las dos; pero si el que quebrare la una derribare el yelmo al otro caballero del golpe que le dio, que sea igualado con el que quebró las dos astas. E otrosí, si algún caballero quebrare dos astas en algún caballero, e este en quien fueron quebradas las astas derriba al caballero que las quebró en él, aunque no quiebre el asta que sea igualado con el que quebró las dos astas, et aún que le den más loor. E si un caballero derribare a otro et a su caballo, e el otro derribare a éste sin su caballo, que haya la mejoría el caballero que cayó el caballo con él, porque parece que fue la culpa del caballo et no del caballero, e el que cayó sin caer el caballo con él, fue la culpa del caballero et non del caballo. Otrosí ninguna de las varas o astas quebradas no sean juzgadas por quebradas quebrándolas atravesadas, salvo quebrantándolas de encuentro de golpe. E si en estas cuatro venidas dos caballeros con dos astas o sendas ficieren golpes iguales, que sean los caballeros juzgados por iguales. E si en estas cuatro venidas no se pudieren dar golpe, que juzguen que non hobieron buen acaescimiento. E si se cayere la lanza a alguno yendo por la carrera ante de los golpes, que el otro caballero alce la vara et non le encuentre con ella, ca non haría caballería ferir al que non lleva lanza. E para juzgar todo esto que haya dos fieles, e estos dos, preguntando a caballeros e escuderos et a dueñas et doncellas que allí estuvieren, para mejor juzgar con lo que ellos vieron et con lo que éstos dijeren, así juzgarán estas cosas como aquí está dicho. E después que las justas fueren acabadas, que los fieles que allí estuvieren pregunten a los caballeros, escuderos et dueñas et doncellas que se hallaren presentes, los que mejor lo pudieron ver, quién fueron los que mejor lo ficieron; et con acuerdo dellos el caballero de los de la tabla que fuere hallado llevar la mejoría de la justa, que le sea dada una joya en galardón de los caballeros de ventura; e esto mismo se hará con uno de los de la ventura, porque el que fuere hallado entre ellos haber llevado la mejoría, que los caballeros de la tabla le den otra joya en galardón, como hicieron los de la aventura al que llevó la honra de los de la tabla.





 
Indice