Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice



  —83→  

ArribaAbajoEl mendigo

Hacía ya rato que estaban encendidas las luces de la plaza; por puro hábito, trató de distinguir las manecillas del reloj de la Catedral; la gente empezaba a desparramarse en el atrio después de la misa de siete: sabía la hora exacta.

Su «Gracias, che patrón» o «Dios se lo pague, señora» era el saludo habitual para sus clientes; algunos otros también ponían algo en la antigua lata de dulce de guayaba sostenida por la mano tembleque. Prefería la lata a la bolsa: en ella sonaban las monedas con grito delator ante lo exiguo de la dádiva, forzando, por vergüenza, al silencio del billete.

Cuando la explanada quedó desierta, se puso de pie. Calzaba zapatillas con suela de yute, sucias pero enteras; pantalón de mezclilla heredado de alguien acostumbrado a mejor mesa; camisa y suéter gastados.   —84→   La raída frazada sobre los hombros le daba un aspecto más acorde con su oficio. Bajo el ala de fieltro, endurecido por el sudor, asomaba la nariz aguileña y el destello alerta de sus ojos invisibles; a su paso por la calle en penumbra, el ondulante vaivén de la manta completaba en la pared una sombra inquieta, con algo de mosquetero altivo y decadente.

Carrito y farol en una esquina del centro. Se acercó.

-¿Qué tal, don Anselmo?

-Hola Pedro; dame un pancho y una cerveza.

-Está fresquito hoy; como siempre, poca mostaza ¿no?

Sin hablar, el anciano masticaba trabajosamente, sorbiendo a tragos lentos la bebida helada, perdido, sin angustias, en su pasado: total, era sólo un repaso antes del examen final.

Diez años, por lo menos, desde que murió la vieja. Cuando en el Hospital le sacaron lo amarillo luego de operarlo de vesícula, no le quedó más que la valija de cartón con algunas cartas ajadas, con franqueo de Buenos Aires, recuerdo de sus hijos. Enfermo y viejo,   —85→   no conseguía conchabo: al principio, pidió para comer; más tarde, se hizo profesional.

Su casa distaba cuatro cuadras de la iglesia; era un baldío grande, amurallado, lleno de escombros, de una antigua vivienda de lujo, lo que daba a las ruinas un aspecto menos ruin: allí encontró un hueco techado donde aposentarse. Cubría con una gruesa capa de diarios el piso de tierra de su escondrijo; además, con un cierre de alambre en el destartalado portón, evitaba fisgones: la lucha era siempre contra los perros y las ratas.

Al llegar, prendió la vela del farol, puso la lata con el dinero en la valija, al lado del sachet de leche y la media trincha de pan; al tanteo en la oscuridad, siguió el sendero hasta la muralla, suspirando, aliviado, cuando el chorro caliente salpicó sus pies antes de ser tragado por la arena. Satisfecho, volvió a su refugio con la piel erizada por el fresco de la noche; buscó, a tientas, la almohada y, arrebujándose bajo la manta y la colcha agujereada, se dispuso a dormir.

Una palabrota le subió a los labios:

-¡Carajo! Otra vez este perro de mierda -y le disparó una patada al bulto caliente enroscado en su cama: como única reacción, apenas un gemido.

  —86→  

-Bicho estúpido, salí, te digo.

Irritado, prendió la linterna para echar al intruso; el haz de luz dio de lleno en la carita azorada de grandes ojos implorantes; tenía las mejillas sucias, surcadas de lágrimas: -Igual a los querubines de la Iglesia -pensó-, pero más flaco.

-Bajá el brazo, no te voy a pegar. ¿Qué hacés aquí? ¿Dónde están tus padres?

El chico se puso de pie y se le vieron las cicatrices. La vocecita era casi inaudible: no quería volver con ellos. El pantalón le escurría sin una curva que lo frenara bajo la múltiple ceja de las costillas; las costras se contorsionaban con el agitado ritmo de la respiración. Seguía de pie, inmóvil, tiritando su frío y su desamparo: atónitas, dos soledades se miraron hasta que nació, lentamente, la sonrisa.



  —87→  

ArribaAbajoSin remordimiento

Arrimó trabajosamente la escalera; sus dedos iban dejando manchas delatoras, cosa que, aparentemente, lo tenía sin cuidado.

Hizo funcionar el artefacto y vio cómo el agua se arremolinaba hasta formar un hueco amenazador en el centro; el bramido del motor lo alarmó: no quería alertar a nadie de la casa. Bajó con cautela, cerró la puerta y, de nuevo, subió la empinada escalera, esta vez trayendo en sus manos unos trozos grandes, rojos y chorreantes: los dejó caer en el recipiente y se quedó mirando hasta verlos desaparecer.

En un esfuerzo supremo, alzó el contenedor y, con sumo cuidado, descendió los escalones. Ya en el suelo, ufano, el niñito se sirvió el vaso de jugo de sandía.



  —[88]→     —89→  

ArribaAbajoDesesperación

Se sintió caer al vacío. «Es la última vez», pensó.

El pánico lo ahogaba; apenas tuvo tiempo de arrepentirse de lo que había hecho y, fugazmente, hilvanar una oración, cuando su cuerpo se estrelló.

Lenguas suaves lo envolvían mientras trataba, desesperadamente, de volver a respirar, a pesar de saber que eso era imposible en aquel mundo. Manoteó angustiado, apartando esa cosa blanda y escurridiza que lo aprisionaba; sintió que la negrura se apoderaba de su cerebro. ¡No quiero morir! Hizo un último esfuerzo: lo deslumbró el relámpago de luz y la bocanada de aire fresco, atragantándolo.

Miró hacia arriba, con odio: el trampolín todavía se balanceaba.



  —[90]→     —91→  

ArribaAbajoHerencia

El pájaro gigante había replegado sus alas de sombra; con el sol ya alto, Krymbégi despertó. El cuerpo moreno se contrajo en un espasmo de dolor: aún tenía los cuajarones, marcando en su pecho y sus brazos las punzadas del asta de ciervo infligidas por el Shamán en la ceremonia de iniciación. La sangre y el urukú lo convertían en una brasa ardiente, con vapores de Dioses y de Chicha.

Se movió vacilante, irguiéndose de golpe al recordar la noche pasada: todavía conservaba ceñido el cinturón de karaguatá, atadas en las rodillas las sonajas de uñas de ñandú, y en los tobillos el adorno de plumas rojas. Deslizó el cuchillo en su cintura, tomando el arco en la diestra al tiempo que colgaba del hombro la redecilla con las flechas; alto, ceñudo, siguió el sendero bordeando los terrenos de siembra, donde trabajaban las mujeres, y desapareció en la hondonada del arroyo. Al llegar, dejó caer sus arreos en la orilla   —92→   para sumergirse en el agua que, al comienzo, corrió opacada de sangre y tinte. Con los ojos cerrados, permaneció quieto hasta sentirse reanimado y limpio.

Ya era hombre verdadero. Orgulloso, se internó en el bosque. Instintivamente buscó en la espesura hasta hallar el altivo cedro, bajo cuyas ramas sus padres invocaron al Gran Abuelo Primigenio el día en que eligieron su nombre. Le pareció sentir en su piel la humedad del rocío con que el árbol sagrado demostraba su complacencia.

El sol del mediodía llegaba hasta sus pies, perforando el follaje con inquietos redondeles luminosos dejados caer de lo alto por una fuerza invisible. Lo distrajeron un vuelo pesado y el graznido del pato bragado alborotando a Mainó, el colibrí, y a un taciturno Urukure'á, liberado de su encierro de barro, que apenas se dignó girar la cabeza. Descubrió en el grueso tronco una ondulante hilera de verdes pendones, arrastrados por esclavas infatigables hasta los oscuros escondrijos de las hormigas, y sintió el crujido de la tierra bajo las poderosas patas de un tatú naranja, en búsqueda de raíces tiernas.

En el pequeño claro tapizado de kapií-pé, una familia de conejos engullía hojitas con el nervioso   —93→   palpitar de sus belfos y las largas orejas alertas. Divertido, los miraba alimentarse, cuando, súbitamente, huyeron. No tardó en saber la causa: la temida ñakaniná montés pasó a su lado, como una ondulante raíz dorada.

La brisa traía el escándalo de los ñanday en el naranjal cercano, mezclado con el dulce olor a la fruta despanzurrada por decenas de picos corvos.

Con cautela, Krymbégi esquivó el quebracho colorado donde los Kjagaik procreaban, blandos y sinuosos, para escapar a su maligna influencia, y aspiró el olor a monte, preñado de vida, aun en la calma de ese comienzo que también era un final. El temblor de las hojas acunadas por el viento traía un sordo grito, cargado de voces antiguas, de lejanos reclamos elevándose de la tierra, donde los huesos de sus bisabuelos se mezclaban con las raíces de los árboles.

Nuestro Padre Primero Último Primero creó los montes para dar al hombre techo, alimento y abrigo. Y los bosques fueron, desde el comienzo, el hogar de los padres de sus padres, de las bestias y de los pájaros. Supo que el monte le pertenecía; que debía luchar con los suyos por conservarlo; así, el dueño de la palabra seguirá habitándolo y, cuando llegue el momento,   —94→   Krymbégi se acercará al viejo tronco, con su hijo, y el Shamán le dará su nombre bajo la fronda húmeda de rocío sagrado.



  —95→  

ArribaAbajoSiesta

Gumersindo retiró del galpón la única montura inglesa entre tantos aperos. Pulió hebillas y estribos, engrasó las riendas y lavó el cojinillo. Luego fue a buscar a Pingo para bañarlo en el tajamar y arreglarle las crines. La niña Marta venía con sus padres y, sin pérdida de tiempo, estaba seguro de que le iba a pedir su caballo.

De chicos, habían jugado con la camaradería que surge al cazar pajaritos en el monte o chapotear juntos en el arroyo, mientras las mujeres lavaban la ropa; por eso conocía sus gustos y trataba de complacerla.

La mancha borrosa de la estancia fue adquiriendo contorno ante los ojos ansiosos de Marta. Saltó a tierra apenas la camioneta frenó bajo el parral tupido y acogedor. Al entrar en su dormitorio le penetró en las narices el olor a penumbra fresca y descubrió el amplio   —96→   mosquitero semirrecogido, suavemente mecido por la brisa que se colaba en las puertas entornadas, dando a la habitación un aire misterioso, etéreo.

Pronto la muchacha reclamó su caballo: Gumersindo se lo trajo recién cepillado, con los herrajes brillando al sol.

Siempre le gustó cabalgar sola. En el tordillo se alejaba sin rumbo, a veces hasta el pie de los cerros, o visitaba a los puesteros que la convidaban con queso fresco y mazamorra, alborotados con la llegada de la hija del patrón. Hacía varios años que Pingo era su montado. Ella respetaba la nobleza del animal, siempre con la cabeza erguida y las orejas enhiestas, pisando seguro en cualquier terreno. En compensación, el caballo aceptaba la firmeza de las bridas que, sin lastimar su boca, lo obligaban a obedecer.

Para ella el paseo era casi un rito. Se internaba en el monte como un animal salvaje, con todos los sentidos abiertos a los compases insólitos que formaban la gran sinfonía del bosque. Casi nunca galopaba; yendo al paso, evitaba asustar a sus amigos, y así se deleitaba mirando algún conejo comer hojas de trébol, o topándose con un venado indeciso y tímido que rompía el hechizo con su brusca huida.

  —97→  

Llegó, como tantas veces, al arroyo: agua mansa deslizándose entre piedras y, allá arriba, la fronda horadada por el ojo del sol, que convertía las gotas en fugaces diamantes de la siesta.

Sintió a Pingo piafar inquieto y estremecerse bajo sus rodillas; al apearse lo tranquilizó palmeándole el pescuezo.

Apoyada en una piedra, llenó el hueco de la mano con agua fresca; al llevársela a la boca lo descubrió: la piel de cobre rajada por unos dientes blancos y el azul clarísimo de los ojos. Vestía desteñidos pantaloncitos caqui; el pelo lacio y muy rubio le llegaba a los hombros. En sus manos, un tosco bastoncillo de guayabo se movía suavemente.

El agua se le escurrió entre los dedos de la sorpresa; lo miró con los ojos muy abiertos, sin saber qué decir. Él tampoco habló, frente a frente, arroyo de por medio, la impasibilidad del muchacho acabó por irritar a Marta.

Volvió Pingo a piafar, excitado. Ella también estaba confundida, sin saber la causa de su azoramiento. Acostumbrada a dominar, la fastidiaba sentirse cohibida; se irguió:

  —98→  

-¡Hola! -le dijo, con su mejor sonrisa.

El muchacho no se movió por un instante interminable; después, contestó al saludo:

-Hola.

Vadeó el arroyo de un salto y se puso a su lado. El caballo dio un respingo y ella sintió la garganta seca. Los ojos transparentes la recorrieron sin prisa, perforando su cuerpo como dardos de cristal. La boca grande, de labios gruesos, sonrió apenas.

Marta no podía reaccionar; estaba fascinada. Le llegó su aliento cálido al inclinarse hacia ella. Las sienes le martilleaban con estrépito; sentía el cosquilleo de los vellos al erizarse, junto a una lasitud inexplicable. El contacto de su mano tomándola del brazo, y un: «Volveré mañana», la ayudaron a sobreponerse.

Se había ido tan silenciosamente como vino, dejándole una sensación de irrealidad y frustración. Lo oyó silbar largamente como un pájaro feliz, mientras se alejaba.

Quedó impresionada por ese desconocido quieto y dulce, de quien lo ignoraba todo y que pudo haberla   —99→   poseído, de intentarlo. Una ira sorda la hizo patear con fuerza las piedras del sendero, mientras se encaminaba hacia el caballo. Encontró al animal tembloroso y con el cuello húmedo de sudor; extrañada, le acarició suavemente para calmarlo.

Volvió. Aún enrojecía al recordar aquel encuentro; se propuso borrar tan pobre impresión. Dejó a Pingo y, caminando con cautela, se acercó al claro. Antes de llegar, con un estremecimiento involuntario, intuyó su presencia. Era hermoso y la esperaba. De nuevo vadeó el arroyo de un salto, elástico y silencioso como un gato montés. Los ojos cristalinos se sumergieron en los suyos: esa mirada, con destellos de plata, era como un licor embriagante, irresistible; cuando la estrechó contra su pecho, con ademán tierno y posesivo, ya estaba vencida.

El misterio de ese hombre sensual y extraño, el lecho de hojas verdes prestando frescura al fuego de esas manos que la reconocían hasta lo más hondo; todo hacía de aquella relación algo increíble. Salían del sombreado refugio para buscar frutas y miel, que compartían en silencio, como chicos traviesos. A veces, lo contemplaba moverse, desnudo bajo el sol, semejante a un Dios armonioso y potente.

  —100→  

Un día le dijo del niño que esperaba, al perderse él en la espesura, su silbido habitual era un tono más alto.

No retornó. Al indagar, sus preguntas quedaban sin respuesta. Nadie lo había visto ni sabía de su existencia. Buscaron en el monte y sus alrededores, sin hallar rastros: era como si nunca hubiera sido.

Lo odió por su abandono. Le crecía el vientre ante el rencor de sus padres y la sorna de los demás. Se dedicó a su crío: un bello niño de piel dorada y lacia cabellera rubia; con él vagaba por el campo, intentando ser feliz. Decidió vivir en la estancia.

Le fue imposible olvidarlo. Soñaba con aquellos ojos acerados, con los labios golosos recorriéndole el cuerpo, con la caricia de su pelo sobre sus senos desnudos, con el crujir de los panales en la boca, y lloraba en silencio. Ya no lo odiaba; se odiaba por amarlo.

Un vaho caliente como un viento encantado hacía danzar el paisaje. Las hojas desprendidas de las ramas se enroscaban en el suelo para quedar, al rato, secas y crispadas bajo el sol. El silencio era total; hasta las bestias se hundían en la sombra, quietas y adormiladas.   —101→   El patroncito jugaba en la galería; sus ojos claros desafiaban al resplandor. Marta, en la penumbra de la pieza, descansaba. De pronto, dio un grito ahogado: filtrándose por la ventana entornada un silbido largo y penetrante inundó la habitación, haciéndola estallar de alegría. De un salto dejó la cama y, descalza, salió al corredor. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, los vio: tomados de la mano, las cabezas rubias muy juntas, como una llamarada más en el incendio de la siesta, se alejaban silbando suavemente, hasta desaparecer.

*  *  *

El reclamo rebotaba y se perdía en el campo. La mujer, hacía años, buscaba a su hijo; tenía los pies heridos y los brazos rasgados por las espinas. Gumersindo seguía sus pasos, curaba las llagas y maldecía, impotente, al Jasy Jateré.



  —[102]→     —103→  

ArribaAbajoLoor a un ajusticiado

El arroyo corría limpio y crecido, barbado de pastos, única alegría en el paisaje, rojo de tierra y cielo, en ese ocaso de ascua monstruosa. A ratos, los gritos de la prisionera hendían el silencio del aire quieto, donde ya nada alentaba: se habían comido hasta las lagartijas.

Le vi venir, las manos atadas a la espalda; el rostro viril, pálido y contraído, mostraba dos gruesas venas azules aleteándole en las sienes. Reconocí al alférez pero no le saludé: el recuerdo de San Fernando me empapó el cuerpo de un sudor viscoso y hediondo.

Generoso, había resbalado la mirada sobre mí, desapareciendo en la pieza-tribunal. A pesar de saber que él tenía razón, le había negado el saludo. Cientos de cadáveres eran la cuota diaria para mantener con vida al Mariscal, nuevo Cronos devorando a los suyos.

  —104→  

«Ya vendrán otros con más suerte que yo, y lo matarán; yo no la tuve, eso es todo», le dijo. No fue todo; al tirano le disgustó tanto coraje; lo hizo apalear, una y otra vez: era una pulpa sanguinolenta, arrastrándose, cuando murió solito en Capiivary.

El día en que Aquino confesó, el aire se hizo más espeso; la gente andaba boqueando, sin decir palabra. Temíamos mirarnos. Lo mejor era ignorar; ni los hijos defendían a sus padres: lloraban con los ojos abiertos, escondiendo las lágrimas para no ser juzgados como cómplices.

Y ahora lo traían también a él: no era mi padre, pero como si lo fuese. Si López mismo, hacía poquito nomás, lo había ascendido a coronel, dijeron que por fiel y corajudo, y seguramente fue cierto.

Al recibirlo con el mate, después de la batalla, chupaba la bombilla con labios temblorosos de cansancio: la sangre suya y la de otros formaba, con la ropa, una costra pegajosa de olor dulzón y nauseabundo, que a mí me daba arcadas, y él ya ni sentía. «A una madre no se la abandona cuando está en agonía», decía, «aunque te haga sufrir, merece el sacrificio», y miraba hacia otro lado, no pensara yo que era flojo. Eso, ni por si acaso. Era valiente y bueno; el calor de su mano revolviéndome el pelo me hacía sentir como un   —105→   cachorro, con ganas de abrazarlo. Por eso no pude comer aquel día; mi estómago era un agujero palpitando en medio del cuerpo.

Y allí, delante de todos, con una calma inquietante, le dijo: que sabía de su inocencia pero lo mismo lo mandaría fusilar pues, como encargado de la custodia de él, del Mariscal-Presidente, era obligación suya saber de las conspiraciones.

De pie, en el patio de tierra, el sol hacía relucir las flamantes presillas de coronel en tanto gruesas gotas de sudor, oscuras de polvo, se prendían a su frente como efímeros cascarudos tornasolados. Las ligaduras de las muñecas lo obligaban a echar el cuerpo hacia atrás en un impensado gesto de arrogancia que revelaba la nobleza de su porte. Su voz sonaba opaca, vehemente: «Le aseguro, yo estuve ajeno a esta conspiración. Soy joven y tengo aún energía para salvar a mi patria y a usted. Deme, Excelencia, esa oportunidad, pues bien sabe usted de mi devoción hacia su persona». La fría mirada de otros ojos azules le entregó el cruel mensaje: todo estaba perdido.

Un suave viento indiferente se llevó el llanto de la Lynch y su pedido de clemencia. Iba a ser ajusticiado como escarmiento y por algo que ignoraba: resultaron inútiles su lealtad y su arrojo. La barbilla temblaba   —106→   bajo el surco recto de los labios apretados; el pelo rubio le chicoteó en una convulsión involuntaria al sentir que le desenvainaban el largo sable de caballería, por orden del Mariscal. Sin su alazán, sin su arma, me pareció desnudo. Y, otra vez, el helado zarpazo del terror anuló nuestras gargantas.

Muchos cayeron ese día. A él, por lo menos, lo fusilaron de frente. El lago de sangre se extendió, impasible, un poco más; mientras, el miedo y el asco nos hicieron acostar temprano, avergonzados de nosotros mismos.

Aquella noche, bajo las mantas y las carretas, hubo llanto por esa muerte despiadada y sin sentido: supe, desde el fondo de mi pena, que el nombre del Coronel Mongelós sería rescatado del deshonor para recibir el merecido homenaje de su pueblo.



  —107→  

ArribaAbajoPesadilla

El norte sopla caliente y agresivo, haciendo volar las hojas y revolviendo la tierra bermeja hasta que todo se vuelve color de sangre.

Las gallinas, con las plumas desbaratadas por el viento de cola, muestran sus intimidades, y las viejas, santiguándose, se deslizan hasta la iglesia entre rumores de jaculatorias y avemarías.

El vaho caliente quiebra la apostura de los guardias del cuartel, figuras de desván en la calle vacía y triste, donde el miedo repta castañeteando dientes y retorciendo tripas.

Tal vez no sea cierto que en días como éstos el mismo demonio siembra alacranes a la vera de los arroyos, las víboras enroscadas en las patas de las vacas se beben la leche de las ubres y los niños   —108→   destripan gorriones para hacer carnada con que pescar las arañas que salen prendidas a los piolines desde los profundos agujeros de la tierra.

Pero a quien más se teme es al otro demonio, el que está en la casona rumiando sus excesos, planeando sus maldades. El que hizo ejecutar bajo el naranjo, cerca del río, al desventurado aquel, por no cerrar la puerta cuando él pasó frente a su casa un día cualquiera, o condenó a muerte a su pequeño lacayo porque no supo cebarle el mate una mañana. Husmeando el poder para hacerlo todo suyo, halcón cruel e insaciable, su diestra es un estilete que rasga dignidades, prohíbe matrimonios, firma sentencias de muerte. Un aquelarre fantasmagórico en torbellino bajo la ancha frente de ceño siempre adusto, dispuesto a volcar su ira en quien no lo reconozca como EL SUPREMO.

Sin amigos en la tierra, hurga en las estrellas buscando llenar el vacío de su propia vida ahogada por el llanto que sube de las mazmorras, el odio tras la sonrisa servil, y él también siente miedo, un miedo líquido que va empapando con aterradora prolijidad todos los recovecos de su ser.

Sintió ladrar a los perros; gruñidos, pasos, golpes en la puerta. Abrió malhumorado. Al principio sólo fue   —109→   obscuridad, luego los blancos colmillos en la boca chorreante, y el niño bajo el dintel.

Dicen que el malo va de juerga los viernes sin luna.

Tal vez no fue un mastín sino el maldito suelto haciendo de las suyas. Ahuecaba techos para violar doncellas que luego parían hijos con el número detrás de la oreja, o achicharraba huertos, hasta que los desgraciados tenían hambre y renegaban de Dios; o asustaba a los chicos rasgándoles la ropa y arañando sus carnes.

La trenza le colgaba como una culebra cuando se agachó para mirar al niño. No vio miedo en sus ojos. ¿Qué haría, de noche, frente a su puerta? No podía fusilarlo con esa edad y a esa hora. Mocoso impertinente, ya vería un escarmiento. -Pasa -le dijo.

La gente cuenta que esa mañana el cielo estaba azul y el aire transparente.

Era pleno día cuando vieron salir de la casa al pequeño. Dicen que al alejarse, la tierra roja era humo celeste a su paso, las enredaderas se cubrían de flores y había olor a resedá y jazmines. A lo lejos, en el borroso   —110→   linde de lo indescifrable y lo cotidiano, desplegó sus alas translúcidas y se perdió en lo alto.

El perro negro amaneció muerto sobre la tierra seca.

Dicen que por varios días se oyeron risas en la casona, y no hubo sangre bajo el naranjo.



  —111→  

ArribaAbajoMomento

Me siento penetrado por ojos ardientes de fiebre donde resbalan el odio y la desesperación como resbala el barco hacia el líquido horizonte Brillo de agua y espuma opacado en la noche para renacer cada día clavando aún más hondo la espina de la duda A veces yo también me siento desfallecer Hay rebelión en vuestras caras descompuestas y en los corrillos solapados Tal vez el mar a mis espaldas os convoca a provocar un accidente El miedo tritura mis entrañas debo vencerlo Cipango está cerca Podré sacarme la máscara tengo los tendones duros y la piel reseca a fuerza de ocultar mis emociones no me suelta esta angustia son tantas las vidas en mis manos les miento hoy he puesto en el registro de bitácora quinientas noventa y seis leguas y ya llevamos setecientas cincuenta andadas desde levar anclas en las Canarias.

Hasta Martín se empeñó en que cambiara el rumbo La chusma está torva y mis razones no valen para ellos   —112→   Yo sé que llegaremos lo he calculado mil veces en mis noches en vela mido y corrijo Debo mostrar al mundo la verdad de mis ideas mis subordinados murmuran entre dientes que estoy loco Ayúdame Dios de los cristianos Tú has enviado una bandada de pájaros como pregón de victoria deben creerme clavaré en la arena el pendón de España y me besarán las manos de rodillas Desde el castillo de popa puedo ver el mar en calma húmedo de luna y allá en el fondo la línea oscura del horizonte Caverna ignota qué fantasmas ocultas y esas luces estaré delirando Pedro ven qué ves percibo antorchas rasgando las sombras o son sólo fuegos fatuos creados por mi fantasía Virgen Santísima huelo un aire fragante como el de Sevilla en abril Realmente me estaré volviendo loco y tú Rodrigo tampoco divisas nada Cristo yo creo que hay tierra y habitada además.

Ya son casi las dos de la madrugada tengo la inmensidad sólo para mí Cruje el vientre de la nave llena de gente hundida en la nada del sueño sin soñar en nada Yo sueño despierto en la gloria para la Corona y en la victoria final.

Y eso Un cañonazo en la Pinta Tierra bendito seas Señor he triunfado sobre el misterio del Océano Sabios del orbe inclinados ante mí Reino de Castilla compartiremos la gloria Hasta los andrajosos marineros de mis barcos volverán convertidos en héroes.

  —113→  

Qué tierra nos regalará el amanecer Será una isla del mar Indio o la fantástica Cipango Serán rocas en el desierto o alguna ciudad resplandeciente de doradas cúpulas O bosques salvajes rebosantes de fieras y pájaros Habrá seres reconocibles o monstruos Sea lo que fuere hemos llegado.

Acorten las velas Esperaremos la luz del día para bajar a tierra Os habéis acostado derrotados y mañana despertaréis vencedores.



  —[114]→     —115→  

ArribaAbajoMonólogo

Santa María Madre de Dios ruega por Pero qué se han creído No pienso bajar que vengan ellos a saludarme Y sin ensuciar los escalones yo no sé vivir en la mugre ni tolero el descaro y la falta de respeto Que los invite a una fiesta Gastar en cerveza y pagar farras Siempre están tratando de estafarme Me enredo con las monedas nuevas no puede costar tanto una manzana Compro cinco por semana y luego me dicen que me ponen todo Me hicieron un regalo lindo porque les remuerde la conciencia a mí no me van a engatusar con que el camisón bordado fue el del año pasado ese yo ya lo tenía Se olvidaron hicieron una reunión y después dijeron que era mi festejo No sé de dónde habrán sacado la torta y las velitas Si me descuido me tienen muerta de hambre con el cuento de que ya comí Mezquinarle un plato a esta pobre vieja Dios los va a castigar por desagradecidos Nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte Amén Tanto sacrificio para enseñarles a ser gente tanto gasto para andar   —116→   bien vestidos y lucirnos en sociedad Gracias a eso mi hija consiguió un buen marido y todavía se queja por no haber ido a la escuela y la universidad Para qué si ella sola se puso a leer y escribir Ya bastante gastábamos en los estudios del hijo varón Los idiomas para las mujeres dan lustre y cuestan mucho más barato A ella le gustaba leer y aprendió un montón de cosas que al final no necesitaba para casarse Padre nuestro que estás en los cielos Yo siempre fui la más despierta y elegante entre mis hermanas si no hice la secundaria como las otras fue porque no quise y si me casé tarde eran solamente mis ganas de disfrutar la vida Nunca tuvieron vergüenza Tratar de desprestigiar a su propia hermana Mi marido que Dios lo tenga en su santa gloria era bueno pero la inteligente era yo Yo disponía todo en la casa Nunca me interesó cocinar tejer o coser esas son cosas banales Guiar a la familia era lo principal Un hijo médico y una hija casada Misión cumplida Santificado sea tu nombre venga a nos el tu reino Una vida de sacrificio y ahora me vienen con que por buenos me entregaron toda la herencia que dejó mi marido Como si no tuviera el derecho a gastarla como me diera la gana y hacerme cuatro viajes alrededor del mundo Yo me lo gané y es toda mía Y todavía pretenden que les agradezca por vivir en casa de mi hija Si es su obligación A cada rato me abandonan para ir a divertirse me dejan con una vieja ignorante Yo la mantengo a raya ni piense que va a sentarse a mi lado para ver   —117→   televisión No me meto con gente de servicio prefiero morirme sola antes que aguantar a una empleada acostada en mi habitación que duerma abajo y le estropee el televisor a la tonta de mi hija Ellos antes apenas iban a San Bernardino ahora a cada rato pasan allí los fines de semana Es de puro malos para hacerme gastar mientras ellos se divierten Porque yo guardo mi plata para pagar el Sanatorio cuando me enferme ellos me dejarían morir Siempre diciendo que no tengo nada que estoy sana a pesar de mis noventa y cuatro años Y los mareos que a veces tengo y el mes pasado que casi muero de pulmonía y ellos se empeñan en que fue un simple resfrío Mentirosos Soy fuerte y por eso no tuve fiebre No puedo confiar en nadie Me persiguen Ella dice que lleno de cucarachas mi ropero Es porque me quieren comer las galletitas y los caramelos Por eso no quiero que mis bisnietos suban a saludarme terminan mis golosinas y ensucian la escalera Ni que fuera la gallina de los huevos de oro Tengo derecho a disponer de mi tiempo La madrastra es odiosa quiere enredar a la chica con el viejo pero ella es encantadora y está muy enamorada del galán Con seguridad se escaparán para casarse en secreto Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo el pan Al sacerdote lo recibo los primeros martes viene a darme la comunión Sólo a él le puedo contar las impertinencias que tengo que aguantar preguntan si quiero almorzar a las doce No les daré el gusto voy a esperar hasta la una si hace falta   —118→   aunque desfallezca pero estaré en la mesa con ellos Este año ya cambié tres sacerdotes No entiendo cómo ahora los trasladan tanto y yo los convido con gaseosa y galletitas Son todos unos ordinarios Ellos saben que soy culta les muestro la bendición Papal y las fotos de mis viajes y también les cuento todo lo que me hacen mis hijos Pretenden que sea una santa Están muy equivocados defiendo mi dignidad y sé como debo tratar a la gente Yo cumplo con Dios y tengo el cielo ganado Ay ya es casi la hora de la telenovela y me faltan todavía dos misterios Nuestro de cada día dádnosle hoy y perdónanos...



  —119→  

ArribaAbajoReglas de juego

Salió del enorme edificio caminando a pasos cortos, erguida: no fuera a darse cuenta la gente de su tumulto interior. Bajó los escalones y, sin haberlo decidido conscientemente, se encontró sentada en un banco de la plaza. El corazón redujo su ritmo mientras miraba cómo las sombras escapaban de abajo de los árboles, hasta encaramarse, serpeando, a las casas del otro lado de la calle.

Vestía un camisero de buena confección; zapatos de tacón medio; el pelo apenas veteando de hebras blancas, y peinado con sencillez, enmarcaba el rostro de facciones regulares, ahora contraído, con los ojos muy abiertos mirando fijamente una baldosa de la vereda.

Era ya de noche cuando, vacilante, introdujo la llave en la cerradura, la hizo girar, y entró en el   —120→   departamento. No había allí gatos ni perros, pero sí una amplia biblioteca repleta de libros manoseados y una mesa de trabajo en ordenado desorden, que indicaban a las claras las inclinaciones de su dueña. Todavía impresionada, con gestos de sonámbula, puso maquinalmente las ropas en el placard de su prolijo dormitorio de soltera y se anudó el cinto de la bata que se había echado sobre el camisón de cuello alto y voladitos. Mientras preparaba el café en la cocina, los ademanes perdieron rigidez y la mirada ausente se volvió pensativa. Ya en calma, frente a la hoja de papel con la cruel revelación, decidió concienzudamente su futuro y comenzó a hacer planes.

Al día siguiente, fue de compras. La vendedora la midió con una ojeada experta y, de acuerdo con la evaluación, trajo un tailleur gris y blusa salpicada de motitas rosadas. Helena, con una sonrisa traviesa, eligió un saco azul con botones dorados y camisa a finas rayas rojas. El espejo le devolvió una imagen que la dejó satisfecha. Al salir de la tienda, cargaba dos enormes bolsos.

No lo puedo creer. ¿Te enteraste? Helena renunció a todas sus cátedras. Veinticinco años de docencia y a punto de jubilarse. Jamás pensé que una persona equilibrada como ella pudiese tomar una decisión tan   —121→   absurda. Me invitó a tomar el té el viernes, es para despedirse. ¿A vos también? Piensa visitar Europa. ¿Te das cuenta? Nos veremos, entonces. Voy a ir sin falta para enterarme de lo que está pasando. Tal vez encontró novio a los cuarenta años y nosotras sin saberlo. Yo la veía como siempre: tan seria, tan discreta. Llegaba puntual y no recuerdo que faltara a clase aunque lloviese a cántaros.

En la negrura de la persiana comenzaron a trazarse angostos surcos de luz. Helena sonrió: un día más. El cálculo resultaba casi exacto. Seis meses maravillosos. Había vivido cuarenta años sin descubrir quién era. Atemorizada por una madre inflexible, quedó sola apenas adolescente, envuelta en su coraza de prejuicios, oprimida en su yo prefabricado. No puede decirse que fue feliz ni desgraciada. Su ternura moría, sepultada bajo el miedo al desengaño; no supo arriesgar, no se atrevió a probar el deslumbramiento del amor y, menos aún, el de la pasión. Era para los hombres como una muñeca de cristal: hermosa, pero fría; transparente, pero impenetrable.

Cierto. Había renunciado a sus cátedras al comprobar el monto de su cuenta bancaria: una libreta azul con su nombre e hileras de cifras de más de ocho guarismos. Toda una vida de ahorro y mesura que   —122→   supuso le alcanzaría para conocer ese mundo tentador, reflejado en la propaganda de compañías de turismo. Decidió lanzarse a la aventura de un viaje con el que siempre había soñado, creyéndolo imposible.

Por primera vez se miró, completamente desnuda: alta, delgada, una figura esbelta sin las flojeras de la maternidad. La armonía del conjunto disimulaba el largo de las piernas y la boca grande, de dientes levemente inclinados hacia afuera. Enrojeció en la soledad de su cuarto y se vistió apresuradamente, con la íntima satisfacción de haber aprobado el examen.

No quiso el boleto de excursión desde su ciudad: se acoplaría a algún grupo, ya en Europa, donde todos fuesen desconocidos. Estaba excitada y feliz. Al descender del avión, en Madrid, le temblaban las manos: sus conocimientos suplieron la falta de hábito. Cuando se encontraron en el hall del hotel, el guía le presentó a las personas con quienes haría el tour.

Descubrió el Escorial y las tumbas del Pudridero en callada espera. Vidas disímiles, marcadas por el placer, la locura, el ascetismo, prolijamente tapiadas en ese estrecho recinto. Reyes que fueron y acaso no pueden dialogar, incluso después de muertos. No está en nuestras manos la inmortalidad, pero sí la vida.   —123→   Regalo o castigo, nos posee aunque seamos sus dueños. Son reglas de juego inmutables, y aun así, como todo desafío, hay placer en la lidia. Y ella todavía estaba viva.

Miraba, con una deliciosa sensación de irrealidad, el interior polícromo de la Sainte Chapelle. Una voz varonil la sacó del éxtasis:

-Sólo hay una cosa más bella que este templo.

Ella se volvió, interrogante:

-¿Cuál?

-Usted.

Fue el principio. Visitaron las Ninpheas tomados de la mano. En respetuoso silencio, bebieron con los ojos las tranquilas aguas pobladas de nenúfares. Más tarde, aprovechando la noche libre, cenaron en el Maxim's.

Extrañamente, la rígida educadora se esfumó en un recodo de su memoria, igual que esos libros insulsos, leídos con esfuerzo y olvidados apenas el punto indica el final. Se enfrentaba a su yo antiguo: era la   —124→   mariposa ante la crisálida; la divertía recrear cuánto le había costado romper la dura corteza y, quizá, una sombra de tristeza velaba su rostro al recordar el tiempo perdido.

Absortos ante el baldaquino de Bernini, no se dieron cuenta de que el grupo había partido para abordar el ómnibus, al término de ese día maravilloso. Pensativa, ya en su habitación y hundida en el agua espumosa, se confesó enamorada. Puso todo su arte en maquillarse, hasta lucir espléndida. La seda del vestido verde pálido destacaba su porte, y hasta en el gesto de cerrar la puerta ponía un toque de elegancia.

Con un guiño cómplice, abandonaron sin ruido el hotel y, a paso lento, intentaron descifrar las calles de Roma. Hicieron alto en un discreto restaurante, brindando por el amor, con los ojos chispeantes como el champán de las copas.

Sus habitaciones estaban en el mismo piso. En el pasillo desierto se abrió una sola puerta. Al ofrecerse como una jovenzuela feliz y desprejuiciada, el instinto la hizo sabia ante la experiencia de Pablo, y sus entrañas se abrieron al placer de una entrega alegre y total. Se amaron apasionadamente esa noche y muchas más. Así, el viaje tan deseado fue para ella un sueño en un sueño.

  —125→  

Sentados en los escalones de piedra del antiguo anfiteatro, en Taormina, con el brazo de Pablo rodeando sus hombros, le hizo la pregunta que hacía rato quemaba sus labios:

-¿Estás casado?

-Sí. Te amo.

Ella se acurrucó en sus brazos en silencio. Él jamás sospecharía el alivio que le produjo la respuesta.

-Yo también; nunca sabrás cuánto. Tu recuerdo estará conmigo mientras viva, pero debo volver a mi país. Te lo ruego, olvidemos mi curiosidad; y ahora quiero hacerte un pedido: no me escribas. Nada debe empañar esta relación; quedará como un momento perfecto.

Alzó la mirada: en la negrura lejana, como suspendida en el cielo, al otro lado de sus lágrimas, ondeaba la llama del Etna.

El bullicio del aeropuerto les obligaba a levantar la voz. Se abrazaron hasta casi perder el aliento, en un contacto cálido y agradecido. Los labios trémulos se buscaron por última vez; luego, con gesto decidido,   —126→   Helena se dirigió al corredor de embarque.

El espacio de las persianas se ensanchaba con la claridad que pugnaba por entrar. La enfermera abrió la puerta con cuidado, acercándose de puntillas a la cama, ante el ruego mudo de la paciente. Con voz apenas audible, Helena hizo el pedido:

-Abra las persianas, por favor.

Giró la cabeza con esfuerzo hacia el luminoso ventanal, y en sus labios quedó, para siempre, una sonrisa.

Afuera, las sombras alargadas de los árboles de la plaza se encaramaban, serpeando, al inmenso hospital. Todo estaba como aquel día, salvo que, en seis meses, los chivatos habían florecido.



  —127→  

ArribaAbajoRelación conyugal

Después de un suculento almuerzo y una buena siesta, el señor Ortiz, todavía somnoliento, miraba su rostro en el espejo. Abrió el grifo del lavabo y se empapó la cara; mientras la secaba con una toalla con flores azules, chasqueó la lengua al comprobar que faltaban sólo diez minutos para las cinco de la tarde. Sin perder tiempo sujetó la bandera de su club favorito con el espejo retrovisor del coche, detrás de la puerta enrejada del garaje, a salvo de los vecinos, fanáticos del equipo rival.

La señora de Ortiz se hallaba repantigada en el sofá, frente al televisor, con los ruleros puestos en el cabello teñido -siempre se los ponía los sábados-, y pintaba sus uñas con un barniz rojo sangre al mismo tiempo que miraba de reojo cómo la chica huérfana era azotada por sus desalmados tutores.

  —128→  

-¿Está por acabarse la película? El partido comienza dentro de un rato.

-Lo siento. Hoy pasan largometrajes. Falta más de una hora todavía y se está volviendo interesante.

El señor Ortiz se puso rojo pero no abrió la boca. En la cocina preparó un café bien cargado para calmar su fastidio. Lo de siempre -reflexionó-, llevándome la contra. Imposible comparar una novelucha de fin de semana con un clásico del fútbol -le llegaba la voz de los relatores brincando por sobre la muralla-; evidentemente, la vecina es mucho más comprensiva con su esposo. Por lo menos esta vez -rectificó al recordar las discusiones casi diarias que se filtraban a través de la divisoria.

-Bueno, supongo que no insistirás con ese adefesio; voy a cambiar de canal para ver el partido.

-De ninguna manera; pienso seguir con esta película hasta el final.

-Pues te quedarás con tu película pero ni sueñes con salir a cenar conmigo, por más rulitos que te hayas hecho. Se me acabaron las ganas.

  —129→  

-Si intentás obligarme a dejar el televisor por una miserable cena, estás equivocado. No me vendo por un plato de lentejas. El televisor es tan mío como tuyo. Voy a terminar de ver mi programa; al partido lo podés escuchar por radio.

La pintura de la mano izquierda de la señora de Ortiz ya no estaba tan prolija como la de la mano derecha: tuvo que limpiar la cutícula con un algodoncito embebido en acetona. El señor Ortiz, a su lado, seguía acumulando rabia.

-El único día en casa y no puedo disfrutar del programa deportivo. Sos una egoísta; me deslomo trabajando todo el día para poder comprar tus comodidades: cocina con espiedo, televisión-cable, aire acondicionado y demás caprichos; se acabó, estoy harto, a mí nadie me da el gusto, no puedo más, en cualquier momento me mando mudar de esta casa; si aquí no soy nadie.

-¡Mirá quién se queja! ¿Y yo? Trabajando sin horario, encerrada. Ahora ya ni tengo servicio por lo caro que sale una muchacha: sueldo, uniforme, comida. Gracias a que yo lo hago todo sobra para darnos algún gustito o «invitarme» a cenar fuera. ¿Y para qué? Para   —130→   oírte gritar por la mañana pidiendo ropa limpia, o comer como una bestia sin apreciar las horas que me pasé preparando algo especial; y tirarte a dormir; y levantarte vociferando que te deje el televisor porque querés ver el partido. ¡Al diablo con tu fútbol! ¿Acaso te importa lo que yo hago por vos?

-¡Gol! ¿De quién será? Salí, te digo, movete o si no te saco a patadas.

-¡Animate a tocarme! Eso no lo voy a tolerar. ¡Pobre de vos!

El señor Ortiz le da un tremendo empujón a la señora Ortiz y cambia de canal.

-Sos un miserable, ahora mismo voy a llamar a la policía para que te saquen de esta casa.

-No hace falta. Se acabó. Me voy a una pensión donde pueda vivir en paz.

El portazo resuena en toda la casa.

El señor Ortiz pone la llave en la cerradura de la puerta de calle y la abre con cuidado; el living está en   —131→   penumbra, en el comedor la mesa puesta para dos y un delicioso olor a pollo al curry, su plato predilecto.

Peinada y maquillada, se acerca la señora Ortiz:

-¡Hola, querido!

-¡Hola, querida!



  —[132]→     —133→  

ArribaAbajoLa niña del mercado

Los gritos, el convulso traqueteo de las carretillas, el incansable vocerío de las vendedoras matizado de estridentes carcajadas, iban perdiendo fuerza con el caer de la tarde. Las sombras pastosas se escurrían entre los edificios del Mercado de Abasto, opacaban el sonido metálico de los cerrojos de los puestos de venta y borroneaban en el pizarrón de la noche las últimas figuras presurosas.

Las ruidosas bocazas anaranjadas de los camiones municipales se abrían para sorber los hediondos despojos del ajetreo diario, dejando al terminar el recorrido, una estela de fétida limpieza. Calladas, las plazoletas iban quedando desiertas, como avergonzadas de su soledad. Al prenderse las oxidadas luces en los grandes galpones de acopio al por mayor, dos o tres hombres recién bañados se instalaban, seguramente atraídos por el redondel amarillento, en sillas con las   —134→   patas delanteras levantadas, el respaldo apoyado contra el muro, que crujían cuando sus ocupantes se inclinaban en busca de la jarra de agua helada para cebar el tereré.

Mamá me trae otra vez al mercado Dice nomás en casa que venimos a buscar entre el desperdicio para nuestra comida Pero qué pikó si ya pasó el basurero Si es para rejuntar por qué no le trae a mis hermanitos Lucho y Tomí pueden hacer eso Yo sé bien luego lo que quiere de mí Y a mí no me gusta Hoy sí que quiere que me vaya como el otro día con Don Tito Seguro porque estaba diciendo que no hay aceite ni fideo para comer y mis hermanitos no ganan nada con su chicle kuera Pero yo le tengo miedo a don Tito El niko es viejo y gordo de más Eso sí me dio una bolsa llena de provista Mamá se puso contenta pero yo no fui a la escuela al otro día Demasiado me dolía Después de lavarme con tapekué me pasó pero ahora tengo miedo que me agarre se enoja cuando le pincho y le empujo.

Martita me contó que a ella le subió encima el carretillero del depósito de papa Me dijo que daba gusto y que su mamá vendió un poco no más la papa Hizo mucho guisado rico para ellos Eso me parece ha de ser porque tiene doce y yo tengo nueve para diez   —135→   recién Después salto todo mal no puedo jugar descanso en el recreo piso luego la raya Mamá anda medio enferma yo quiero que se cure para que vuelva a trabajar todos los días en su puesto como antes así me deja en paz Martita me contó que no puedo tener criatura que no me preocupe por eso Cómo luego una nena va a tener hijo Eso no vi nunca Ha de ser otro estilo digo yo Los grandes es otra cosa se besan en la boca y todo.

Me acuerdo cuando mamá se levantó de la cama Estaba pálida como vela y tosía mucho Hicimos mandió mimói y comimos entre los cuatro pero nos quedamos con hambre Tres días sin cocido ni galleta te deja todo tembleque De tardecita me llamó para ir al mercado.

Caminamos hasta el costado del galpón donde no hay luego luz Mi mamá se acercó junto a mí sentí unas gotas por mi brazo habrá sido pipí de bicho porque no llovía Me atajó al lado del depósito de la Cooperativa el sereno estaba escuchando radio recostado por la puerta Mamá me empujó despacito y me dijo Andá pedile cebolla y locro Es un muchacho bueno no vayas a tenerle miedo Si te toca y te quiere agarrar dejale nomás no te va a pasar nada así les gusta a los hombres Yo voy a estar por ahí nomás para cuidarte O jehú va'era vointe ko'a.

  —136→  

Mi cara se puso toda caliente en la oscuridad me asusté grande y estiré la ropa de mi mamá No me quería ir tenía miedo nikó y vergüenza Ese muchacho era mi amigo yo le solía vender naranja pelada y eso le había visto hacer a ella cuando su compañero venía a dormir con nosotros Lucho y Tomí se reían yo no me reía ese hombre era muy bruto se enojaba y nos pegaba todo mal por la cabeza.

Y ahora mamá quería que me fuera junto a mi amigo Yo sabía bien que no me iba a dejar de balde se iba a subir por mí y después recién me iba a dar su regalo Tenía mucho miedo y temblaba adentro de mi cuello pero mamá me empujó y ya me vio todo el muchacho.

Me quedé parada y le miré nomás Me llevó atrás de los cajones de tomate y me levantó la pollera Yo lloraba despacito pero le hice caso a mamá Después trajo cebolla locro y aceite Apenas pude llevar las cosas hasta donde ella me esperaba tenía todo sangre por mi pierna.

Ahora ya no sangra más pero no me gusta Nada nikó me compra para mí Por lo menos quiero una muñeca para los Reyes hay una linda en el puesto de Ña Candé tiene vestido de tul y vincha o vera y pava.

  —137→  

-Mamá -la carita redonda contrastaba con el duro desafío de la mirada-, no voy a dejar que me agarre Don Tito, no quiero entrar más en su almacén. A esos gordos y grandes, buscale vos. Si me querés obligar, voy a gritar luego.

Y se alejó corriendo, a jugar con sus compañeritas bajo el foco de la calle.

La mujer la dejó ir. Lágrimas amargas reventaban en el enrejado de las pestañas para caer, resignadas, como escuálido homenaje a su tierna prostituta.

-Ella volverá más tarde, cuando tenga hambre.



  —[138]→     —139→  

ArribaAbajoLa creciente

El llanto del niño la despertó. En el suave rescoldo del día anterior se encendía el nuevo amanecer, dando a la trémula superficie de la laguna un resplandor rosado, como de campo en llamas. Lo acomodó a su lado en el catre y notó mojada su mano pequeñita. ¡Mi Dios! ¡Cómo subía el agua! Ayer apenas cubría unos centímetros el piso del rancho y ahora el bracito colgante de su criatura la tocaba.

La creciente había trepado hasta su rancho. Tenía ya los pies blanquecinos y, entre los dedos, la piel macerada y agrietada; sin embargo, se resistía a subir. Sobre lo alto del barranco la gente se apiñaba contra las murallas, en viviendas improvisadas.

*  *  *

Eran ocho y nada que comer: caras agrias y tristeza. Cuando la madre cambió de compañero la dio a una tía   —140→   huraña y pobre que se deshizo de la sobrina en cuanto pudo: la conchabó de niñera. Nunca más supo de ellas: quedó dueña de su vida.

Julián era joven y despreocupado. Ella no buscaba tanto el sexo como el hijo; segura de que esa relación no tenía futuro, le pareció normal que él la dejara cuando se enteró de que esperaba un niño. Mejor, sería más suyo.

Tuvo que dejar el empleo para poder conservar su hijo. Sola, mientras sentía crecer la criatura, fue haciendo su casa con las maderas de descarte del aserradero de la Avenida. Sola, lavando ropa ajena, iba comprando sus cosas. El bebé nació sano y robusto; sintió una dulzura extraña: «Es mío, ya somos dos». Se mudó al ranchito con el río a sus pies y, por primera vez, conoció la felicidad.

Oyó, por radio, que la creciente era seria. Todos los días veía desaparecer la tierra tragada por el espejo de plata de la laguna Pytã; cada vez más cerca el reflejo amenazador. Los vecinos empezaron a subir. Sobre las aguas obscuras de la ribera, el camalotal avanzaba, hermoso y temible, poblado de insectos y alimañas, henchido de serpientes enroscadas en sus tallos gruesos y carnosos.

  —141→  

El agua cloqueaba bajo los camalotes haciendo bailar sus flores moradas a pocos metros de la casita. La mujer seguía lavando y cuidando su niño. ¡Era tan lindo! Ya la conocía: pasaba los dedos juguetones por la cara morena de la madre, con grititos de contento. Y ella era dichosa. No quería dejar su rancho; empezó a odiar ese brillo maléfico que cada vez subía más, y que al final la obligaría a abandonar su hogar.

*  *  *

El sol estaba alto; con el agua casi hasta las rodillas, sacaba con pena sus escasos enseres de la casa. Sintió que algo reptante le rozaba la pierna y se apartó con asco; tiesa de miedo vio cómo la víbora ondulante, con la cabeza erguida, salía por el hueco de la puerta dejando una estela como de barquito de juguete; presurosa, escaló el barranco y amontonó sus trastos contra el murallón del dispensario; luego armó un toldo con cartones y frazadas, atados con piola. Al acercarse a su crío, lo encontró en el catre, temblando: lloraba bajito, cansado. Con ternura, le preparó la leche y se la dio. No quiso tomarla toda; tal vez tenía fiebre: mañana lo llevaría al médico. Agotada, se acostó a su lado bajo el precario techo.

Amaneció sentada en el barranco, apretando a su niño contra el pecho para conservarlo tibio un rato   —142→   más. Desgarrada, miraba fijo los destellos del agua; sin hablar, sin moverse, sin pensar.

En la pequeña mano regordeta, los dos puntitos rojos se volvían morados, igual que las flores del camalotal.



  —143→  

ArribaAbajoCristina

Los ojos verdes de Cristina se abrieron lentamente, aún pesados de sueño. Como siempre, sintió primero el murmullo del agua en su eterno resbalar río abajo, lamiendo la barranca sobre la que asomaba el rancho. Un rancho limpio, de dos piezas y corredor, donde vivía su madre con el compañero y sus dos hermanitos.

Con una sonrisa de satisfacción, levantó la vista hasta el blanco delantal del colegio -esmeradamente planchado- y el gancho del que pendía una coronita de flores sobre el tul transparente del tocado de comunión.

Hoy era el día. Tenía nueve años y captaba el significado del Sacramento. Con el gozo bailoteándole en el cuerpo, dejó el catre de trama de un salto.

Daniela ya estaba revolviendo una brasa en la lata con la yerba y el azúcar. Al volcar el agua sobre la   —144→   mezcla, la fragancia del cocido llenó el ambiente junto con el chirrido del fuego al apagarse.

Vio cuando sus hermanitos comían pero no probó bocado. Su madre se afanaba en acabar con el desayuno, arreglar a los niños y ponerse su mejor vestido y los zapatos de tacón alto de las grandes ocasiones.

Mientras, Cristina se había bañado en el río y, en bombacha, se ponía las medias y los championes blancos. Luego Daniela le abotonó el uniforme, peinó sus cabellos castaños y colocó con cuidado la coronita sobre el velo, ajustando con hebillas el tocado. Miró a su hija con orgullo: estaba hermosa, con el tul enmarcando su redonda carita morena y los ojos vivaces con destellos de esmeralda, llenos de toda la felicidad del mundo.

La capilla parroquial se veía florida y llena de gente. Un poco más allá, en el patio lateral, la mesa con los vasitos de plástico para el chocolate y las fuentes de galletitas completarían el festín Divino con el humano.

La instructora del grupo las puso en fila, indicándoles una vez más lo que debían hacer; ella buscaba con la vista una presencia especial, y de pronto la vio; la señora del traje sastre azul con una gran caja en las manos: su madrina.

  —145→  

Sonó el órgano y la música llenó la iglesia. Cuarenta voces infantiles alabaron al Señor. Cuando llegó el momento de recibir a Jesús, casi tuvo miedo. Se sentía chiquitita. Al arrodillarse de nuevo en su sitio, por primera vez, tuvo plena conciencia de Dios.

Salieron en fila; una explosión de voces y risas llenó el patio mientras se repartían besos y chocolate. La madrina, al abrazarla, le entregó la caja envuelta en papel satinado, con un enorme moño de cinta.

Al tomar la caja, el corazón le latía con fuerza y un emocionado rubor le arrebolaba las mejillas al romper torpemente la envoltura. Por un momento, quedó paralizada: a través del transparente plástico de la caja la miraban otros ojos, verdes como los suyos, muy abiertos, en una graciosa carita llena de pecas, orlada de rulos castaños que escapaban de la capota con borde de encaje. Era la muñeca más hermosa que viera en su vida... y era suya.

Fue amor a primera vista, nunca más se separaron. Hizo un sobrado de ramitas para que la caja no se ensuciara; cuando no jugaba con ella allí la guardaba. Charlaban, se hacían confidencias. Ya nunca volvió a aburrirse; hacía los deberes de prisa para pasar más tiempo con ella.

  —146→  

La lluvia no dejaba de caer. Todo estaba húmedo y el río iba subiendo lentamente. Los del bajo ya habían dejado sus casas, hundidas en el agua. Ellos estaban a salvo; nunca el agua había llegado hasta su rancho.

Marzo, abril, mayo. Daniela no quería mirar hacia el río, temerosa de descubrir, cada amanecer, el festón espumoso del agua sobresaliendo del borde de la barranca. ¡Dios mío, que no siga subiendo!

Pero el río se volcó en abanico, forzando las depresiones del terreno, empapando los alrededores del rancho. Daniela empezó a enrollar el colchón y juntar las cosas. Al volver del trabajo su compañero las trasladarían a un lugar seco y seguro; esa misma tarde deberían mudarse, ante el riesgo de la barranca borrada por las aguas.

Al atardecer, casi sin hablar, cargaron con el ropero, desarmaron la cama y subieron a la villa de emergencia.

Cristina volvió del colegio y corrió a buscar su muñeca. En el sobrado de ramas, la caja estaba intacta.

Se sentó en el enorme raigón al costado del rancho, con los pies descalzos metidos en el agua, no lejos de la perdida línea de la barranca. El agua apenas cubría la   —147→   tierra y se distinguían las sinuosidades del fondo, como bajo un cristal inquieto. Con la muñeca en brazos, miraba el ir y venir del río: lanchas, chatas, barcos y, sobre todo, botes. Botes cargados de colchones y utensilios de cocina, desbordados de gente en busca de tierra firme. Caras tristes y resignadas, girón de pena al viento en un grito silencioso.

Un súbito ruido ensordecedor y la deslizadora pasó rozando la barranca. La cortina irisada se desplomó espumosa y cambiante. Para no resbalar, Cristina se sujetó fuertemente al raigón. Asustada y empapada, de pronto cayó en la cuenta de lo sucedido: buscó desesperadamente a su muñeca y la divisó cerquita, flotando en el río. Con un gesto de alegría, corrió a buscarla; al sentir que le faltaba piso nadó con soltura, pero la corriente se volvía más fuerte y la muñeca se alejaba.

En la carpa de plástico y cartón, Daniela sollozaba, ya sin fuerzas. Algunas mujeres le hacían compañía. A la débil luz de las velas, en el rústico ataúd de tablas, Cristina yacía abrazada con fuerza a su muñeca.



  —[148]→     —149→  

ArribaAbajoLos monstruos

El áspero reto de los bocinazos parecía no llegar a sus oídos. Tenso de odio, miraba el agitado ir y venir callejero. Alguien lo tomó del brazo; se dejó conducir hasta la casa. Las paredes del cuarto lo abrazaron con su penumbra amiga; él se deslizó en la cama, desparramado, como agua mansa sobre la arena.

Esperó pacientemente la noche; al prenderse la luz de la calle, una claridad irreverente asomó por la ventana. Era la hora; no podía permitir que los demonios vagaran, sueltos por los caminos. Entornó el postigo y se fue despegando de la cama con cautela, la boca abierta atragantándose de sombras.

Tomó, tanteando, la gruesa barra y cerró con fuerza la mano sobre el hierro. Buscó en la negrura conocida hasta hallar el cerrojo de la puerta: los goznes, bien aceitados, la hicieron abrir en silencio fantasmal,   —150→   provocando su sonrisa. En cada jirón de tiniebla las muecas de esos seres reinventaban su angustia en un huracán de recuerdos. Nadie sabía de su cansancio, de su ambular nocturno, de su empeño en destruir a los monstruos de enormes ojos y labios lucientes que acechaban en las calles a la presa desprevenida, para caer sobre ella.

Ya había matado a muchos. Esperaba en las sombras, el leve pulsar de la sangre en un crescendo desbocado, ensordecedor, hasta descubrir al monstruo solitario y descargar sobre él, en un esfuerzo extremo, el pesado barrote, hundiéndolo en sus carnes, con saña, una y otra vez.

Desde lo obscuro observaba a la gente, gozando de su triunfo al ver los gestos de horror ante los despojos de la bestia.

Sólo yo lo sé. Ellos no comprenden que están perdidos, seres torpes, infames, incapaces de defenderse. Por eso los busco hasta encontrarlos solos. Sin los humanos no pueden moverse: me miran con sus ojos apagados y gritan cuando mi vara cae sobre sus cuerpos. Me han hecho mucho daño, sus ayes me dan placer.

  —151→  

Esta noche hay una fiesta dos cuadras más arriba. Estarán, como siempre, mirando desde fuera. Voy a vengarte, Lucho, yo no les tengo miedo.

Antes de darme cuenta, también nosotros salíamos con ellos: nos llevaron al parque aquel día, ¿te acordás, Lucho? Después de jugar al fútbol nos tiramos en el césped. Desde el suelo veíamos las copas de los árboles como una marejada inquieta, arrastrada por el viento; pero el mar es silencioso y ese otro mar, allá arriba, era un escándalo de trinos y plumitas que bajaban dulcemente hasta nosotros. Recuerdo, te habías quedado dormido sobre mi brazo y el soplo de tu aliento elevaba el barrilete de mi dicha, hasta sentir que el hilo estaba a punto de estallar. Y te besaba, paladeando el húmedo calor de tu frente como una golosina misteriosa. Y cuando despertaste, tu voz opacaba la algarabía de los pájaros, y te abracé sin saber a quién dar las gracias, porque había lágrimas en mis ojos y ya no me sentía solo.

Allí estaba, en medio de la calle atestada de coches, el pelo revuelto y los brazos en cruz: un Cristo patético tratando de impedir el tránsito. Apenas se dio cuenta: el veloz sport rojo cruzó la bocacalle.

  —152→  

La vecina se acercó al grupo de curiosos atraídos por el accidente. Un cuerpo ensangrentado yacía sobre el asfalto.

-Dios mío -musitó-, igual que su hijo.



  —153→  

ArribaAbajoOrden superior

Orden Superior: «Vigilar la marcha de protesta silenciosa organizada por la Iglesia, para hoy, a las 16 horas».

Las palabras del oficial corroboraron lo que había imaginado: «Otra vez, carajo, se nos quieren enfrentar esos bandidos subversivos; hay que esperar el momento y molerlos a palos, sin asco; les vamos a sacar las ganas de quejarse; qué es lo que se creen para ir contra la autoridad».

Abrió el tambor del revólver de reglamento: no había huecos; lo volvió a cerrar. Distraídamente, eligió una cachiporra de entre el montón y se dirigió hacia el vehículo abierto, con los bancos simétricamente colocados, habitual transporte del pelotón de policía.

Mi coronel ya me ocupaba cuando era conscripto. El día que nos dieron la baja recibí orden de presentarme   —154→   en su despacho, donde me ofreció el empleo de chofer particular. Nunca antes había tenido pieza ni cama sólo para mí. En la vida del pobre siempre hay más pies que zapatos. Lo único que sobra en los ranchos es gente. Cuidaba el Mercedes rojo como a caballo de exposición: era para mí casi un ser vivo. Lo quería, y me llenaba de gozo manejarlo. Llevaba a mi coronel al cuartel o a sus reuniones, con un largo esperar entre viaje y viaje; hacía tiempo con la radio o diciendo guasadas a las mujeres que pasaban. A veces, volvía atrás, no más vagar con mi perro por el campo con el único rumbo del deseo, el pecho abriéndose despacio para llenarse de un aire con aromas y sonidos misteriosos. O me veía angustiado por la presión de los zapatos en mis pies, privados de su libertad por primera vez, buscando acomodo en ese encierro insoportable, los dedos hinchados llenos de piques, relampagueando de dolor. Después la consigna fue obedecer. Levantarse. Sí, mi cabo. Desayunar. Sí, mi sargento. Gimnasia. Sí, mi teniente. A correr, más rápido; cuerpo a tierra; sí, mi teniente; a la orden, mi teniente.

Se me acabaron los piques y las lombrices; aprendí a leer y escribir... y a recibir órdenes.

El coronel tuvo buen ojo al elegir ese muchacho entre tantos conscriptos venidos del campo. Era   —155→   inteligente y fue una revelación que lo llenó de inquietud descubrir las posibilidades de ese núcleo grisáceo que pulsaba rítmicamente bajo su recorte cadete. Estudiaba y leía en todo rato libre, con el ansia de los iniciados. Atónito y feliz, crecía hacia adentro, la figura de su coronel idealizada por la gratitud.

Era casi virgen de ternura. De él hacia rato que ya nadie se ocupaba. Aquel día que encontró el obscuro cachorrito de ojos legañudos como caramelos a medio chupar, mirándolo con la simpatía de los viejos amigos, no resistió la tentación de llevárselo a casa. Salían a cazar, la bolsa de bodoques colgándole del cuello y el ojo alerta. Los pies descalzos pisaban sin ruido hasta afirmarse pausadamente. Los dedos de la mano separados, soportando la tensión de la goma, los labios apretados en un rictus que se aflojaba sólo al partir el disparo certero; y luego, juntar los pájaros, desplumarlos. El cortaplumas hendiendo la frágil presa prontamente ensartada en una vara, verla balancearse sobre la precaria hoguera hasta que el olor a carne asada inquietaba a los ansiosos comensales. Para ti, para mí, riendo, y dejar los huesitos pelados en el bosque como único rastro. La conscripción lo trajo a la ciudad, o mejor, al cuartel. Debió asimilar reglas y horarios, descubrió lo difícil que se hace obedecer sin conocer razones.

  —156→  

Ocupado en descubrir el mundo, se sentía pleno. Un día llegó Adela a la casa: los ojos jugando a las escondidas tras el flequillo cómplice y los voladitos del delantal haciendo piruetas sobre sus caderas perfectas. La espiaba entre las rajitas de las persianas o decía simplezas, de puro emocionado, cada vez que la veía en la cocina.

Así, esa relación fue creciendo subrayada de luz y aromada de café con leche.

La patrona me advirtió desde el asiento trasero del coche: «Que Adela no se desgracie por tu culpa. Si se casan les daremos el departamento del jardinero; además conservarán sus empleos». Era una excelente propuesta: nos queríamos y la aceptamos.

«No te hagas ver por la casa o la oficina hasta mi vuelta». Mi coronel se lleva el coche. Yo soy una tumba. Sin ganas de imitarlo, me siento ante una mesa de café. Miro la calle, aburrido, mientras en el vaso, las burbujas del refresco suben como un torbellino de explosiones en miniatura. Aprovechando la visera de sombra del edificio, los lustrabotas juegan taquichuelas por dinero, sobre la vereda, con la despreocupación de sentirse dueños de un destino que ni siquiera alcanzan a comprender.

  —157→  

Cuando Enriquito cumplió cuatro años las cosas empezaron a cambiar. Nos mudamos a una quinta con pileta y cancha de tenis. En una camioneta llevaba a mi coronel hasta la estancia nueva. Tenía problemas con los pobladores: un asunto de títulos.

Lo veía frotarse la frente, como hacía siempre que estaba nervioso. Yo iba y venía con despachos y misivas. Una tarde me entregó una pistola. Mis manos se negaban a tomar esa cosa suave y violenta. Llegó la orden: «Te tengo confianza, quiero que seas mi guardaespaldas». Le debía mucho, tuve que aceptar.

El ambiente se puso tenso. Rencillas de grupos, decían. Mi coronel pasaba mucho tiempo en el comando. A veces, me pedía que lo llevara a Investigaciones. Una noche quedó en su despacho con el revólver sobre el escritorio, los músculos del cuello angustiosamente tensos y la excitada calma de quien se siente en peligro. De madrugada salieron tres camiones con soldados en equipo de combate: conscriptos felices de cambiar de rutina, jugándose la vida sin una pregunta. Desde el cuartel se oyó el tiroteo. Los vimos volver a media mañana: no todos: varios bultos fueron bajados en la enfermería.

«Pedimos a la población que no se alarme. Todo ha vuelto a la normalidad. Un grupo de subversivos,   —158→   antipatrias, intentaron alzarse contra las autoridades constituidas, pero las fuerzas leales han restablecido el orden y la tranquilidad en nuestra patria. Seguiremos informando».

A mi coronel lo ascendieron a general. Yo tuve casa y auto. Me enteré de muchas cosas. Me nombraron jefe de un pelotón antidisturbios, por orden del General. Sentía mi silencio como una costra nauseabunda que no me podía quitar.

Enrique era inteligente y apacible. Iba al mismo colegio con el hijo del general, pero lo aventajaba en notas. Ahora está en la facultad de Medicina. Su mundo es diferente al mío. Ante él, como si yo fuera el chico torpe, temo el gesto de censura, la tensión de su mano sobre el brazo del sillón, la urgencia de su tono cuando habla de justicia. Dialoga mucho con su madre. Envidio la forma en que la toma de los hombros, rezumando cariño por la punta de los dedos. No puede aceptar que yo esté en esto; a mí también me pesa, pero no hay nada que hacer, soy de ellos. Por lo menos que se reciba de médico, después me retiro. Entonces seremos verdaderamente amigos. Podrá presentarme con el mismo orgullo que yo siento por él.

El transporte militar frenó bruscamente. «Bajen y apóstense en esta esquina», ordenó el capitán.

  —159→  

Miró la silenciosa columna de gente acercándose hacia la catedral, totalmente iluminada, con el altar dispuesto en el atrio, frente a la plaza. Los fieles iban llegando: puntos dispersos confluían hasta formar una sola mancha obscura: ojos brillantes gritaban la protesta de las bocas cerradas.

Se inició la misa. El sacerdote leyó la homilía: Cristo y su mensaje de amor y justicia. El aire se volvió respirable, las manos se unieron en un gesto de amistad, miles de gargantas rompieron el silencio para rezar el Padre Nuestro y luego cantar y cantar.

-«Podéis ir en paz».

La inmensa muchedumbre comenzó a dispersarse lentamente, volcándose en las calles de acceso.

No se supo quiénes fueron los que gritaron contra el gobierno. Tal vez tres o cuatro exaltados o algunos enviados para promover el escándalo. Hombro con hombro, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, llenaban la calle de vuelta a sus casas cuando el pelotón de policías les cerró el paso con la orden tajante: «Ataquen».

Convertidos en fieras, golpeaban con saña. Gritos de dolor o de espanto; corridas. Algunos caían sobre el   —160→   pavimento; desafiando los golpes, otros socorrían a los caídos.

ORDEN SUPERIOR: Automáticamente el reflejo condicionado entró en acción. Él no quería pegar. ¿Por qué hacerlo? Acaso por miedo. Su cobardía, con rabia, amordazaba la vergüenza de cumplir el cruel mandato. Pegó el primer golpe casi a desgano, luego otro y otro, más fuerte, con furia. No miraba. Una jovencita cayó al suelo con un gesto de asombro y terror, pero él siguió golpeando, borracho de odio sin saber por qué, hasta sentir el crujido de huesos y el chorro de sangre mojándole el pecho, como dedo acusador. Miró al caído y sintió que su cuerpo se ablandaba sin poder sostenerlo, la mano se abrió, lacia, dejando deslizar la cachiporra que rebotó en el pavimento con un opaco golpe amortiguado. El helado hilo del horror lo fue perforando lentamente hasta llegar a su embotado cerebro y allí explotar en un grito animal.

Con un largo gemido, fue doblándose suavemente hasta derrumbarse sobre el cuerpo de su hijo.



  —161→  

ArribaEl Ñe'enga

Ojeguahave Cavaña angelito güi.
Más adornado que el angelito de Cavañas.



Cerró con tristeza el alto cancel de trébol, ornado de largos vidrios finamente trabajados con guirnaldas de flores, y las iniciales de la familia talladas en el centro; cruzó el zaguán revestido de azulejos multicolores y, ya en la calle, se volvió para echar llave a la pesada puerta de entrada.

La caravana de carretas esperaba: en la señera, acondicionada con sillones amarrados a los maderos con piolas de karanda'y y cojines tratando de paliar la incomodidad de tan rústico transporte, iba Doña Juana, instalada bajo la rígida cobertura de cuero crudo que hacía de techo. La seguían cinco carretas más, atestadas de enseres y servidores encargados de proteger las pertenencias del amo, en el largo camino hasta Piribebuy.

  —162→  

Sin volver la cabeza, montó ágilmente el brioso alazán y ordenó la partida. El boyero hundió el clavo de la picana en las ancas de las bestias que, con un estremecimiento de dolor, iniciaron el lento trajinar por las calles del centro de Asunción.

El poder del Dr. Francia iba en aumento, y quien se opusiera a sus deseos debía claudicar o sucumbir. La altivez del Tte. Coronel Cavañas, el oficial de más alto rango en la milicia paraguaya, no aceptaba los manejos del futuro tirano. Imposible seguir respirando el aire enrarecido de la capital: decidió autodesterrarse en el lejano solar de la familia.

Ya fuera de la ciudad, las carretas se bamboleaban sobre el suelo endurecido, surcado de profundas huellas. En cada una de ellas, los bueyes uncidos a la larga pértiga seguían indiferentes su camino dejando caer finos hilos de baba de los belfos lustrosos.

El perfil de ave de presa realzaba la dignidad de su porte, mientras cabalgaba escoltando a su esposa y su mente bullía rememorando los hechos recientes.

Estuve allí, cerca de mis soldados, escupiendo pólvora, dando órdenes entre gritos y sangre hasta doblegar la resistencia de Belgrano. Fui uno de los gestores del plan Revolucionario; a pesar de, y por todo   —163→   ello, me licenciaron. Llegué tarde al convite del destino y mis sueños se estancaron en la Cordillera. ¡Suerte perra! ¡Si no se hubiera adelantado el golpe!

Los gritos de los boyeros sofrenaron a los animales. Buscando sombra, acamparon casi dentro de un arroyo; el sol caía a plomo; hombres y bestias necesitaban de un descanso reparador. Lentamente desuncieron los bueyes para darles de beber, mientras las muchachas extendían manteles y vituallas sobre el césped salpicado de flores de trébol. Las canastas, cubiertas con paños almidonados, fueron abiertas para ofrecer su contenido de pollo asado, chipá, chicharó con hu'ití, pasteles y mandioca. Las damajuanas con agua y aloja se reponían al pasar por los pueblos del camino.

Al retomar su penoso andar, ahora por plena serranía, las llantas de hierro sacaban chispas candentes a las piedras del sendero. Las manos suaves y fuertes de Cavañas sabían sostener tanto las bridas como la pluma; perdido en los recuerdos, maldecía su destino súbitamente alterado por una voluntad que torcía rumbos y destrozaba futuros. Odiaba a esa mente astuta y ambiciosa que lo relegaba al olvido.

El ocaso se divertía apagando el incendio detrás de los cerros para sembrar el cielo de luces nuevas. El baqueano buscó un sitio sin malezas; las carretas se   —164→   ordenaron rodeando al fuego donde pronto el asado chirriaba, inundando el ambiente de un olorcillo prometedor.

A la luz de los faroles mbopí, Cavañas y su esposa cenaron en la improvisada mesa, puesta por sus servidores en un claro, mientras les era preparada una rústica alcoba, extendiendo colchones sobre el piso de la carreta.

Un guitarrero chusco aumentó el alboroto del personal, y las lisas ahogadas de las muchachas no cesaron en toda la noche. Temprano, por la mañana, reanudaron la marcha. Era la última jornada. A la tarde, el alazán tomó la delantera: los ojos verdes y penetrantes del jinete se entornaron buscando la silueta de la casa en la distancia: no pudo reprimir una exclamación de contento al divisarla sobre el naranja pálido que se iba.

Allí esperaba la austera casona de paredes de adobe y anchos corredores con gruesos pilares abrazados de jazmineros y rosales. Emplazada en una suave elevación, se descubrían desde el frente, en lontananza, los cerros de Paraguarí y Caacupé.

Acostumbraba recorrer sus estancias y yerbales montado en el alazán. Con las riendas flojas, sudoroso   —165→   por el esfuerzo, el noble animal volvía dócilmente a la querencia, en tanto la mente del jinete se perdía oreando recuerdos de los que no quería hablar. Asunción era su pasado, sin embargo, esperaba ansioso el correo con noticias que siempre le dejaban un regusto amargo.

El niño levantó la cabeza y suspendió la batalla de sus soldaditos de plomo para saludar con un alegre «¡Papá!» que transformó el rostro serio de Cavañas; riendo, con el pequeño en sus brazos, entró en la casa.

Las gruesas velas del candelabro iluminaban una mesa escritorio llena de papeles: yerba, carne, madera. Para ti, hijo mío, no podrá ser eterno mi ostracismo; volveremos a Asunción, a nuestra casa, y serás el hijo de Cavañas.

En el pueblo, fe de piedra en el centro del enorme cuadro verde, rodeada de las casas principales, la iglesia recibía a sus fieles aquel domingo.

Los lugareños se apartaban para darle paso, saludando respetuosos, esta vez con un gesto de extrañeza ante la ausencia de Doña Juana y el niño.

Se arrodilló mirando con fijeza al crucificado que inclinaba la cabeza rehuyendo sus ojos: «Por favor, no me lo quites».

  —166→  

Al día siguiente llegaron médicos de la capital; con ellos, la esperanza de cura y la noticia nefasta: estaba a la firma del Supremo la orden de expropiación de todos los bienes de Cavañas. La angustia ante el dolor de su niño relegó la oleada de odio a una tensa espera.

Se habían instalado en el pueblo. La vieja habitación de los abuelos, ya fallecidos, se destacaba frente a la iglesia por su tamaño y esmerada construcción. En el dormitorio en penumbras, el pequeño de apenas cuatro años era una mancha amarillenta sobre la almohada, un rostro difuso al que las sombras regalaban muecas imposibles.

Por boca de las comadres, la noticia corrió el valle: «Se muere, nikó, el patrón-í».

La noche recogía humildemente sus últimos fanales en el claroscuro del amanecer, cuando ya la criada trajo el mate a la absorta figura recostada en la hamaca: nuevo Job de la historia, la alegría de antes, un recuerdo desechado por un hoy de pesadumbre y desesperación.

Los peones rondaban la casa día y noche en busca de noticias; mudos y taciturnos, envueltos en el cadencioso rumor de los padrenuestros y avemarías de   —167→   las mujeres que se turnaban en los corredores. Sentían a la muerte acechando, nadie se atrevía a internarse en la obscuridad ante el pavor de encontrarla frente a frente.

De pronto, lo supo. Se levantó de un salto y tropezando, llegó hasta su hijo. Tomándole la mano quedó quieto, aspirando los restos de ese aliento tenue que acabó en la nada. En aquel amanecer de pena y luto, el dolor se hizo fiereza. Y lloró. Lloró como lloran los hombres: su cuerpo en un espasmo sin lágrimas y, allá adentro, la congoja que lo ahogaba, poco a poco, se volvió grito de venganza.

La gente iba llegando: los hombres, con el pañuelo negro al cuello; las mujeres de rebozo, con ramitos de flores para el muerto.

Allí estaba, en el amplio espacio techado, entre las dos alas del culata yovái; un cajoncito blanco desbordado de encajes donde sólo se vela la carita pálida y, ante el asombro de la concurrencia, como cofre de cuento de hadas, las joyas de la familia centelleando a la luz de las velas y, al cubrir totalmente la blancura del sudario, formaban una coraza alucinante de oro y pedrería; una increíble amalgama de esmeraldas y brillantes, donde se mezclaban brazaletes y pendientes, collares y broches, que irradiaban un reflejo fantasmal: el leve   —168→   destello desprendido de las gemas y que, a la luz oscilante de las velas, hacía del ataúd un bajel de luciérnagas.

Con ojos muy abiertos, los niños tironeaban las faldas de sus madres; los mayores rezaban y bebían para escapar de esas cuencas vacías que sabían los miraban del otro lado de las sombras.

Los compueblanos seguían llegando: colmada la casa, llenaron el patio y, al final, la plaza de la iglesia.

Sirvientes y comadres ofrecían aloja y caña; en largas trincheras de fuego se asaban reses enteras, ensartadas en estacas. Los conjuntos de arpas y guitarras se turnaban y, a veces, el sonido de una flauta ponía el tono triste a la reunión.

Todos los faroles del pueblo daban luz al festejo; en la calle, los pies descalzos tamborileaban en la arena haciendo círculos ante la campesina sudorosa, con los pechos alborotados bajo el leve typói, y un remilgo provocativo que encendía la sangre de los jóvenes, dispuestos a vencer en el desafío, como gallos de riña, jugándose el prestigio en una justa de baile. Y cuando ya el cansancio aflojaba los músculos, una nueva pareja ocupaba el sitio vacío, mientras los músicos   —169→   exhaustos daban paso a otro conjunto que emergía de la oscuridad estremeciendo la noche.

Desde el corredor en sombras, sentados en sillas de alto respaldo, Cavañas y su esposa presidían el velorio, mudos, ausentes.

Un día entero ha pasado; muchos duermen la borrachera, algunos siguen bailando. Las flores se amontonan en una aromada montaña multicolor: el fuerte olor a resedá impide a la muerte desnudar su hedor. En la noche, la polvareda crea una atmósfera dorada, nebulosa, donde la muerte ríe y baila entre lágrimas y rezos.

Al amanecer, el pequeño féretro había desaparecido. Nadie supo en qué momento o lugar enterraron al angelito sus padres y el cura. Aún ahora, después de tanto tiempo, algunos se preguntan dónde estará el cajón con su tesoro hundido en las cenizas del niño difunto.

Los lugareños cuentan que, en las noches sin luna, una leve figura resplandeciente se escurre entre las ruinas de la vieja casona, y se encuentran, olvidados, soldaditos de plomo.





Anterior Indice