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ArribaAbajoSegovia

No pudieron desempeñar con mayor esmero este Real Encargo los 32 Artilleros y 4 soldados de a caballo que fueron escoltando hasta Burgos a los Padres del Colegio de Segovia, siguiendo a competencia el ejemplo del Oficial que les mandaba. En este Colegio se anticipó un día la ejecución, en cuya práctica no sucedió cosa que merezca particular narración, habiendo procedido el Intendente con toda la moderación y toda la benignidad que permitía una comisión tan dolorosa, y, si se observó alguna cosa que disonase, como no haber permitido ni aun a los suyos que atizasen la lámpara del Santísimo Sacramento, no fue ciertamente por exceso de rigor ni por falta de piedad, sino por sobra de turbación, a la cual están más expuestos en lances tan sensibles los ánimos más moderados. Por lo demás quedó este Ministro tan asombrado como los otros al ver la inalterable serenidad y la humilde silenciosa resignación de todos aquellos Padres al recibir un golpe tan fuerte como nunca imaginado. Ni causaron menor admiración, acompañada de mucha veneración y ternura, a los soldados que los escoltaban, los amorosos y penetrantes alaridos de los pueblos que se encontraban en el tránsito, entre cuyas voces se percibían, muchas veces repetidas, estas expresiones: «¡Ah Padres! Este trabajo no es de Vds., es de toda la Nación; Vds. son dichosos en lo que padecen y nosotros desgraciados en lo que merecemos perder».




ArribaAbajoArévalo

Tampoco el Colegio de Arévalo presenta a la noticia particularidad alguna que sea digna de la soberana atención de Vuestra Majestad, pues todo se ejecutó27 en él con escrupuloso arreglo a la Instrucción, sin que ni el exceso en el rigor diese motivo de queja, ni el esmero en la blandura proporcionase grande materia a especial reconocimiento. Verdad es que en el estado en que estábamos constituidos, y a la vista de la dureza con que nos trataron muchos de los Ejecutores, debíamos reputar por singular beneficio todo lo que no era conocido agravio o tropelía manifiesta.




ArribaAbajoLogroño

Muy distante estuvo de ella el Corregidor de Logroño28, a quien se encomendó la ejecución en aquel Colegio. Bien embebido en el verdadero espíritu del Decreto y de la Instrucción, y no menos resuelto a no omitir la más mínima cosa substancial de todas las que se le prevenía, por lo demás no hubo atención que no practicase ni demostración de urbanidad, de respeto, de amor, de dolor y de ternura de que no hubiese dado las más convincentes pruebas. Después de intimado el Decreto y formalizados los demás actos que debían subseguir inmediatamente a este primero, providenció que se dispusiese chocolate para todos y quiso que se trajese de su casa y que también se previniese en ella la comida. Pero ni uno ni otro permitió el P. Rector, representándole que en el Colegio había bastante provisión para todo, y acompañó las expresiones de su agradecimiento con razones tan fuertes para no admitir aquella generosa demostración, que cedió a ellas el Corregidor, pero encargando mucho al Cocinero de que cuidase con el mayor esmero de que la comida fuese decente, delicada y abundante. Grandemente deseó el P. Rector y todos los demás Padres que el Corregidor la honrase y les favoreciese en ella con su presencia, pero se negó constantemente a darles este consuelo, alegando que no les podría servir de mucho en aquel acto el que les hacía tan verdadera compañía en su justísimo dolor.

Recogidas las llaves de la Iglesia y Sacristía, hizo venir un Sacerdote Secular para que consumiese el Santísimo Sacramento, valiéndose para esto de la autoridad del Vicario Episcopal, a quien anteriormente había suplicado, por medio de un recado muy atento, que se sirviese llegarse al Colegio. Y en presencia de este Ministro Eclesiástico hizo recontar los vasos sagrados y demás alhajas dedicadas al ministerio de los altares con todo respeto y con toda la veneración que le dictaban su Religión y su piedad. Si todos los Ejecutores hubieran procedido con la misma en un asunto tan delicado, nos hubieran excusado el dolor de lastimar tantas veces los religiosos oídos de Vuestra Majestad con tan repetidos ayes, que no podemos negar a las sentidas quejas del Santuario, viéndose tratado y profanado por muchos con tan poco respeto.

Reconocióse el dinero que había en el Colegio, y sólo se halló el preciso para los gastos del viaje hasta Bilbao, primera caja destinada para que se juntasen en ella algunos Colegios. Señaló para su conducción a cuatro sujetos, todos de la mayor satisfacción de los Padres, para afianzar mejor en su inclinación y en su desvelo la particular atención con que mandaba Vuestra Majestad que fuesen tratados. Y el día siguiente se despidió de todos ellos, sin que pudiesen disimular sus ojos el quebranto de su corazón. A toda la Ciudad sucedió lo mismo, porque, inundadas las calles de gentío desde la misma puerta del Colegio hasta ocupar todo el puente, fueron muy pocos los ojos que se conservaron enjutos. Y se oyó un grito universal que decía: «Hoy sabemos todos lo que sale por el puente, pero no sabemos lo que mañana nos entrará por él». Quedóse allí la mayor parte de la gente, no bastándole el ánimo para pasar más adelante, pero muchos siguieron a los Padres hasta más allá de una buena legua, poblando el aire de clamores y regando el camino con sus lágrimas, con las cuales no se pudieron resistir a mezclar las suyas hasta los mismos soldados de la escolta.

El día siguiente a la salida de los Padres llegó a Logroño el H. Basilio Lanciego, que se hallaba ausente, convaleciendo de una molesta enfermedad. Presentóse directamente al Corregidor y éste le despachó luego en seguimiento de los demás, sin más escolta ni más guardia que la de su honor y su buena fe, con la cual se dio tanta prisa a caminar que anduvo ocho leguas en una mañana, alcanzó en ella a sus Hermanos y participó de las lágrimas, de los clamores y del esmero con que a porfía se empeñaban en hospedarlos, agasajarlos y consolarles los pueblos por donde transitaban. Sólo tuvieron que padecer algo con el Alcalde de Vitoria, que, habiéndolos hospedado a todos en el Convento de San Francisco, cuyos Religiosos les trataron con la mayor caridad y con la más amorosa compasión, dificultó mucho el Alcalde dejarles hablar con el Procurador de aquel Colegio, que estaba depositado en el mismo Convento, sin que se pudiese penetrar en qué fundaba su escrúpulo, pues en ningún capítulo de la Instrucción se prevenía que no se permitiese comunicar unos con otros a los jesuitas que concurriesen en una misma Casa.




ArribaAbajoVitoria

Con más fundamento parece que lo debiera haber formado en cierto pasaje que practicó con los Padres de aquella Residencia. Formalizadas por dicho Alcalde y Juez Ordinario de la referida Ciudad a las 10 de la noche del día 2 de abril todas las diligencias que se le percibían, sin que en su ejecución se hubiese notado exceso, violencia ni motivo justo de queja, se le hizo presente que toda la ropa blanca de muda estaba a lavar. Mandóla traer en el estado en que se hallase y, habiendo venido muy mojada, se le suplicó tuviese a bien se enviase a casa de una Señora viuda de la primera distinción para que después de enjuta se remitiese a Bilbao. Convino en ello y, poniéndose los Padres en camino sin más ropa blanca que la que tenían sobre sí, con esperanza de que en Bilbao les alcanzaran las mudas, viendo que éstas tardaban, despachó el Corregidor de esta Villa un propio a dicha Señora, la cual respondió que al día siguiente a la partida de los Padres había venido a su casa el Alcalde, acompañado de un Notario, y le había pedido la ropa, diciendo que tomaba a su cargo remitirla. Pero no lo hizo, sin que sepamos por qué, dando motivo a que aquellos pobres Padres padeciesen en su dilatada navegación la asquerosa y molesta mortificación que la inmundicia suele ocasionar.




ArribaAbajoPamplona

No tuvieron la desgracia los Padres del Colegio de Pamplona de encontrarse con un Ejecutor tan escrupuloso como el de Vitoria y como lo fueron los demás ya en éste, ya en aquel punto. Lograron la fortuna de que se hubiese encargado de la ejecución por su misma persona el sabio Regente del Consejo de Navarra. Desempeñóla con toda la exactitud que se podía desear y con toda la moderación que se debía esperar en un Ministro de aquella discreción y de aquel carácter. Permitió que se celebrase Misa y comulgasen todos en la misma Capilla interior, donde se había congregado la Comunidad para oír el Real Decreto. Asistió él mismo con varios Oficiales de la tropa a un acto tan religioso y de tanta edificación, no pudiendo disimular la ternura ni contener las lágrimas cuando vio que, oída con veneración y obedecida con rendimiento la perpetua expatriación y el despojo general, sólo le suplicaron aquellos Padres por todo consuelo que les permitiese asistir al tremendo Sacrificio y avigorarse con aquel divino pan que hace fuertes y comunica al corazón el verdadero valor. Diose entonces por entendida la piedad de todos y ninguno se desdeñó de que el corazón se desahogase libremente.

Por estas demostraciones del piadoso y dulce genio de aquel sabio Ministro, se conoce que estaba mal informado de las opuestas calidades que concurrían en el sujeto a quien encargó la conducción de los Padres hasta San Sebastián. Tratólos éste con cierto rigor, que ya llegó a picar en inhumanidad. Hízoles andar en solas dos marchas por caminos dificultosos las dos jornadas regulares que suelen hacer aun los que viajan con menos embarazo de una Ciudad a otra, bien que para esto pudo tener la disculpa de no encontrarse alojamiento como para tanta gente en una montaña casi desierta como la que se encuentra entre Pamplona y la Villa de Tolosa en Guipúzcoa, donde terminó la primera marcha. Pero no reconocemos que pudiese alegar igual disculpa para haber hecho caminar a todo aquel respetable Colegio desde Tolosa hasta San Sebastián entre un diluvio de agua que se desgajó aquel día, el cual fue uno de los más lluviosos que habían alcanzado los hombres más ancianos de la Provincia, sin permitir que ni los Padres ni la tropa hiciesen alto en ninguna de las poblaciones que se encontraban en el camino. De manera que, habiendo andado seis horas continuas, nadando más que caminando, llegaron a San Sebastián empapados en agua, sin tener unos tristes zapatos ni una pobre camisa que mudarse, porque al entrar en la Ciudad se embargaron (no se sabe con qué autoridad) todos los baúles que venían en el equipaje; se registraron (no sabemos por quién) muy a satisfacción; y se restituyeron cuando quiso el que ordenó el registro, por señas de que faltaron en ellos muchas cosas de las que expresamente se permitían traer a los jesuitas expatriados. Como este infiel registro no se practicó en alguna otra parte de nuestra Provincia, recelamos que éste fuese uno de los excesos que cometió el Alcalde de San Sebastián, procedido de aquella perturbación de ánimo de que dio tantas señales en todo el ejercicio de su comisión.




ArribaAbajoTudela

Fuera del Colegio de Pamplona hay en el Reino de Navarra el de Tudela, en cuya ejecución no ocurrió cosa particular que merezca la soberana atención de vuestra Majestad.




ArribaAbajoSoria

Ni en el Colegio de Soria se notó otra cosa que la inconsecuencia con que procedió aquel Ejecutor, nacida, no ciertamente de destemplanza de genio, que no podía ser más dulce, ni mucho menos de dureza de corazón, verdaderamente piadosísimo y tiernísimo, sino de un ánimo ofuscado y preocupado con el exceso del dolor. Permitió por una parte que los Padres recogiesen y llevasen sin escasez todo cuanto la Instrucción les permitía llevar y recoger. Pero por otra, ni a él ni al Escribano, que le asistía, se les ocurrió arbitrio alguno para aprontar siquiera un carro en que conducir un pobre baúl. ¡Notable efecto del aturdimiento y de un corazón verdaderamente atribulado! ¡No ofrecerse a la memoria la disposición de un solo carro en la Capital de la Provincia de Soria, cuyas interminables carreterías suelen inundar a una y otra Castilla! Pero ello así fue y en consecuencia de esto, tuvieron los Padres que dejar en el Colegio todo lo que habían recogido menos aquello poco que cabía precisamente en unas miserables alforjas o en alguna estrecha maletilla. Caminaron aquellos Padres desde Soria hasta Burgos sobre su palabra y su fidelidad. Ni ellos ni los demás jesuitas necesitaban de otra escolta, como tantas veces se ha demostrado en esta sincera y puntual relación, convenciéndose por el mismo hecho que el aparato de tropas, de centinelas y de armas sólo pudo conducir para el estruendo y para aumentarles el rubor, pero que era absolutamente ocioso para la seguridad.




ArribaAbajoOrduña (2)

Tampoco el Colegio de Orduña presenta a la relación suceso particular que sea digno de especial consideración, sino el que expusimos a Vuestra Majestad en el principio de este memorial en el irreverente atropellamiento con que el Comisionado se entró por las puertas de la Iglesia, acompañado de gente armada, y en el inaudito atentado con que hizo retirar del mismo pie del altar al P. Ignacio Santa Coloma, que estaba revestido para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, obligándole a retirarse a la Sacristía y a desnudarse de los sagrados ornamentos con que celebrase el tremendo Sacrificio.

No obstante la turbación que causó en los ánimos de todos una introducción tan irreligiosa y tan arrebatada, estuvieron tan en sí que apenas se les acabó de intimar el Real Decreto, cuando toda la Comunidad con cierto interior impulso repentino se hincó de rodillas y protestó en alto su veneración a vuestras Reales Órdenes, ofreciéndose desde luego a su más pronta y puntual ejecución. Respuesta y demostración que dejó altamente sorprendido al mismo Ejecutor, no obstante su primera intrepidez y aquella bravura que había manifestado al primer paso de la ejecución, declarando que, aunque de ninguno era requerido, él mismo informaría de oficio al Presidente de Castilla, poniendo en su noticia una demostración tan extraordinaria, en crédito de la inviolable fidelidad de los jesuitas a su legítimo Soberano.




ArribaAbajoVergara

La ejecución del Colegio de Vergara se encomendó al Teniente de Guernica, el cual cumplió con su encargo, observando puntualmente todas las reglas de atención, de humanidad y de respeto que se le encomendaban en la Instrucción.




ArribaAbajoOñate, Lequeitio, Loyola

Con igual exactitud desempeñaron el suyo los Comisionados respectivos para los Colegios de Orduña, de Lequeitio y de Loyola, sin que en ellos hubiese ocurrido agravio, exceso ni circunstancia que merezca particular narración.




ArribaAbajoSantiago

Pero es muy digna de ello la singularísima circunspección, esmero, urbanidad y prudencia con que procedió el Asistente de la Ciudad de Santiago29, a quien se encargó la ejecución en aquel sabio y grave Colegio, sin embargo de haber sido poco o ninguno el trato que había tenido con los jesuitas. Como había tenido tanto con los libros de nuestra Sagrada Religión, unos y otros le enseñaron el modo de proceder en su espinosa comisión, obedeciendo exactamente a la Majestad de la tierra sin desagradar a la del Cielo, y hermanando la fidelidad de buen Ministro con la humanidad, con la compasión y con la Cristiana Política a que hacía acreedores a los jesuitas tan doloroso trabajo.

Luego que se abrieron las puertas del Colegio y entró el Asistente con los soldados precisos para la custodia de las puertas, les mandó bajar las armas y que no metiesen ruido, previniéndoles que no iban a lidiar con algunos forajidos sino a resguardar, servir y defender de todo insulto a unos Religiosos ejemplares, de un rendimiento y de una fidelidad a toda prueba. Convocada la Comunidad en una Capilla interior, le intimó el Real Decreto con las más claras demostraciones de un verdadero sentimiento y de una sincera compasión. Pasó a poner en práctica las demás diligencias que se le prevenían, observando en todos sus movimientos, acciones y palabras el más respetuoso decoro. No negó ni dificultó a los Padres ninguno de aquellos alivios o consuelos que no se oponían al espíritu de su comisión. Dioles tiempo y auxilio para que recogiesen y embaulasen a su satisfacción todo aquello que vuestra Real Benignidad les permitía, poniendo a la vista sujeto de toda su confianza que precaviese toda infracción o todo exceso, bien que muy persuadido a que era ociosa esta diligencia porque no necesitaban los jesuitas otro resguardo que su misma buena fe y ciego rendimiento. Así lo acreditó la experiencia, pues anduvieron éstos tan moderados en aprovecharse de lo que expresamente se les concedía que en algunos, aun de los más graves, fue menester que los mismos guardas de vista les alentasen a valerse con menos encogimiento de vuestra Real Clemencia. Dispuso decente y cómodo carruaje para que, dentro de las 24 horas, saliesen todos para La Coruña, dando todas las providencias conducentes a fin de que nada les faltase en el camino. Hizo judicial entrega de todos a un Capitán del Regimiento de Navarra que debía conducirlos hasta La Coruña, como también del dinero y provisiones necesarias para que atendiese a su regalo y buen alojamiento durante la jornada.

Correspondió aquel Oficial a la confianza que se hacía de él esmerándose en alojar a los Padres con toda la comodidad que permitía el crecido número de sujetos y circunstancias de las posadas, hasta privarse él mismo y sus oficiales subalternos de los alivios que les eran tan debidos, sin que en este particular se rindiesen a las instancias y aun importunaciones de los jesuitas. Es verdad que se extrañó mucho en toda la Ciudad de Santiago que a una Comunidad de las más respetables y de las más estimadas y amadas de todo el pueblo la sacase a tambor batiente y toda cercada de bayonetas caladas. Pero él mismo aseguró que para una demostración de tanto estrépito, que llenó a todos de una consternación universal, no había tenido otro motivo que el temor de que se sublevase la gente con intento de oponerse a su expulsión. A la verdad había concurrido todo el pueblo en grandes pelotones a ser testigo de ella, mas no con ánimo de resistir a las Reales disposiciones, sino precisamente para contestar con sus llantos, alaridos y sollozos el amor que profesaban a los jesuitas y el sentimiento con que su ausencia les dejaba. No se hartaban de echarles mil bendiciones, pidiéndoles al mismo tiempo que les consolasen con las suyas, y se les oía decir que «expelidos los jesuitas de la Ciudad, no les quedaba en ella cosa buena ni de consuelo, sino el cuerpo del Santo Apóstol». Desahogo impetuoso del amor y del dolor, cuyos primeros movimientos rara vez van de acuerdo con la razón, con la discreción y con la prudencia, siendo en ellos mucho mayor el ruido que el significado.

No así el discreto dicho de un Caballero de representación en aquella Ciudad, que había tratado poco con los jesuitas. Oyó a cierto Togado lamentarse mucho de la desgracia de los Padres y le replicó prontamente: «Yo tengo más envidia que lástima a los jesuitas. De quien tengo compasión es de mis hijos y mis nietos, a quienes faltan tales Maestros y Doctores». Éstas y otras voces más expresivas argüían, cuando menos, la buena opinión en que estaban aquellos Padres y el singular aprecio que se hacía de los ministerios que ejercitaba la Compañía en aquella populosa Ciudad según su sagrado Instituto.

No fueron la menor prueba del dolor universal, que se experimentó en su destierro, las tres muertes repentinas que se vieron en Santiago dos días después de la salida de los Padres, todas tres de personas visibles y una de ellas Religiosa de recomendable carácter, las cuales en el concepto común se atribuyeron a la vehemente impresión que hizo en ellas la pesadumbre, habiéndose observado especialmente en el sujeto Religioso que, al mismo tiempo de pasar los jesuitas por delante de su Comunidad, le acometió el primer insulto del accidente que al cabo le quitó la vida.

Pero cuando en los extraños causaba lastimosos efectos la desgracia de los jesuitas, no se hartaban todos de admirar la paz de corazón y la sosegada resignación que se veía en los interesados. Comenzó esta admiración por el Juez Ejecutor, Escribanos, Asociados y Oficiales concurrentes cuando tocaron con las manos el humilde rendimiento y la dulce tranquilidad con que oyeron y recibieron una determinación tan dolorosa y tan sensible en lo humano, sin que esto se pudiese atribuir a aquella especie de estupor o de aturdimiento que suelen causar las grandes y no esperadas pesadumbres, de las cuales se suele decir que atolondran pero no hieren hasta que, volviendo en sí la razón de aquel género de pasmo, entra a hacer su oficio la reflexión y produce sus efectos la naturaleza. Cuanto más se alejaban los Padres del primer golpe y cuanto más calaba en ellos la consideración, mayor era su santa alegría, su apacible serenidad y su religiosa constancia de ánimo, conociéndose que todo era visible asistencia de la Divina Gracia, sin que alcanzasen a un valor de tan superior orden las fuerzas naturales. Esto llenaba de asombro y aun sacaba lágrimas a los ojos, aun de aquellos mismos que hasta allí miraban con indiferencia a los jesuitas. A todos se les veía llorar y los pacientes hacían harto en consolarlos, mostrando en su alegre semblante y dulces palabras que, aunque humillados y abatidos, no eran tan infelices como los contemplaba su natural compasión, pues esperaban en premio de sus trabajos una felicidad eterna.




ArribaAbajoPontevedra

No pudieron los Padres del Colegio de Pontevedra lisonjearse de haber hallado un Ejecutor del carácter ni de las circunstancias que concurrían en el que tocó al Colegio de Santiago. Hubieron de sufrir a un pobre hombre que poseía en grado eminente todas las contrarias. Por desgracia se hallaba a la sazón ausente de aquella Villa el Juez que la gobernaba a nombre de su Señor temporal, el Arzobispo de Santiago, y hubo encargarse el Teniente de la comisión que venía dirigida en primer lugar al Propietario. Era el Teniente un hombre de poquísimos talentos, y aun esos pocos enteramente por desbastar. Su presencia poco grata, sus modales más parecidos a los de un labrador criado en una rústica aldea que a los de un ciudadano medianamente cultivado, los alcances correspondientes a los modales y la explicación tan infeliz, tan oscura y tan entrapada que apenas era conocido en el lugar por otro nombre que por el mote de Lengua de palo. A la verdad el sonido de sus voces era perfectamente parecido al que repite una campana herida con una lengua de aquella materia.

A un sujeto de esta estofa le tocó para mayor mérito de aquellos Padres una ejecución que pedía tanta penetración, tanta discreción, tanta moderación y tanta prudencia. Componíase a la sazón aquel reducido Colegio de solos 14 jesuitas, habiendo entre ellos algunos de circunstancias muy recomendables. Para asegurar a este puñado de Religiosos y para cercar un Colegio que por dentro y por afuera estaba sitiado con 20 ó 30 hombres, hizo el Comisionado que tomasen las armas todos los que actualmente se hallaban en cuartel en aquella Villa y pasaban de 300 por estar en ella la Plana mayor del Regimiento de Navarra. Esto no se pudo o no se supo hacer sin tanto estrépito que desde la mañana del día 2 de abril, en cuya noche para amanecer al 3 se debía hacer la ejecución, no estuviese alborotado todo el pueblo, habiéndose echado la voz de que en aquella misma noche se debía hacer una leva general, voz que despreciaron con razón todos los cuerdos, bien persuadidos a que esto sería espantar la caza antes que dar principio al ojeo. Pero, como por otra parte no se penetraba el verdadero fin de aquellos movimientos y se veía andar en perpetua agitación al Teniente, al Alcalde y al Coronel de la tropa, era grande la turbación de todo el pueblo, que se pudo excusar si el Comisario se hubiera arreglado con más sosiego y con mayor conocimiento a los primeros capítulos de su Instrucción.

Consiguiente a este tumultuoso paso fueron todos los que dio en ejecución de su encargo. Cercó todo el Colegio por la parte exterior e interior con más de 200 hombres, siendo sí que sólo había seis puertas que guardar, por donde únicamente podían escapar los jesuitas sin peligro de hacerse pedazos o de ahogarse. Apostó en los dos reducidos Claustros, alto y bajo, como unos 150, todos con bayonetas caladas, ocupando todos los ángulos y puertas de los aposentos. No contento con eso, distribuyó en diferentes parajes de los mismos Claustros algunos como vivaques o cuerpos de guardia, no de otra manera que si se hubiera tomado de asalto aquella Ciudadela, haciendo prisionera una numerosa guarnición. Y toda esta bulla, aparato y estruendo militar, ¿para qué? Para apoderarse de un puñado de Religiosos, la mitad viejos y estropeados, la otra mitad mozos muy débiles, y todos sin más armas que sus Crucifijos, sus libros y sus cartapacios.

Dadas ante todas cosas estas ruidosas providencias, se encaminó el Comisionado al aposento del P. Rector, donde, convocada la pequeña Comunidad, sin preceder de su parte la más mínima demostración de humanidad, de cortesanía y de consuelo, mandó al Escribano con afectada gravedad que leyese el Real Decreto. Oyóse con silenciosa veneración y obedecióse por todos con profundo rendimiento, sin que se asomase al gesto ni a los labios de algún jesuita ademán ni expresión alguna que no respirase la más serena y la más silenciosa resignación. Apoderóse el Ejecutor de todas las llaves de los aposentos y oficinas sagradas y profanas, pasó el registro de ellas, mandando a los inclusos en el aposento rectoral que ninguno saliese de él ni a las cosas más inexcusables sin un centinela al lado con bayoneta calada.

En toda aquella mañana guardó un profundo secreto sobre la partida de los arrestados, complaciéndose, al parecer, el que se añadiese el tormento de la indecisión al dolor de su desgraciada suerte. Aun con mayor y más cauteloso sigilo les reservó la noticia de lo que Vuestra Majestad les permitía llevar para su alivio. Ésta no se la confió hasta muy entrada la tarde, con la prevención de que debían partir al amanecer del día siguiente. Y aunque esta partida no tuvo lugar por no estar prontos los bagajes hasta después del mediodía, como no se podía tener prevista aquella casual dilación, fue grande la apresuración con que los Padres pudieron recoger parte de lo que se les permitía llevar. Y el mismo Ejecutor aumentaba el atropellamiento con la prisa que les daba, conociéndose en su displicencia y en su semblante lo mucho que le dolía cualquier género de los permitidos que veía embaular.

En materia de papeles estuvo impertinentísimo. Empeñóse tenazmente en que debían ser comprendidos entre los embargados hasta los títulos de Órdenes y licencias de confesar, sin exceptuar ni aun la misma Fe de Bautismo. Costó suma dificultad hacerle comprender la disonancia y aun la ridiculez de tan importuno empeño, en el cual le acompañaba también el Escribano asociado, y ni uno ni otro desistieron de su capricho hasta que, habiéndolo consultado con un Abogado, éste les respondió que en el embargo de papeles nunca se comprendían semejantes documentos, sino cuando directamente se hacían diligencias para recogerlos sobre legales presunciones de supuestos.

Con igual tenacidad se empeñaron los dos en que no debían permitir que los Padres llevasen la ropa de sus camas, pretendiendo que aquella cláusula del capítulo 15 de la Instrucción: «se les entregará para el uso de sus personas toda su ropa y mudas usuales que acostumbran, sin disminución», se debía entender únicamente del vestido y ropa blanca que traían sobre sí, pero no los colchones, mantas, sábanas y demás ropa de cama, por cuanto estos utensilios no se podía llamar «mudas usuales», pues no los llevaban sobre su persona, sin advertir que tampoco llevaban sobre sus personas las mudas de camisa, que estaba esperando su turno en la ropería o en el baúl, y por consiguiente que tampoco éstas debían ser comprendidas en la expresión «mudas usuales». Ni por esto se dio por convencida la terquedad de aquellos dos hombres, cuyos pobrísimos talentos se pueden conocer por estos dos bellos rasgos, hasta que el Coronel del Regimiento de Navarra les significó que, si enviaban a los Padres sin la ropa de sus camas, se exponían a que el Comandante General del Reino de Galicia les obligase a remitirla, a costa del Ejecutor y del Escribano, a La Coruña. Este miedo hizo más fuerza a su bolsillo que la razón a su entendimiento, y desde luego dieron providencia para que cada uno llevase su cama con dos mudas de sábanas y fundas, aunque de poco les sirvió, como expondremos a su tiempo.

Llegóse mientras tanto el de ponerse en camino todos los Padres, que fue el día 4 entre las 12 y 1 del día. Íbanse a sentar a la mesa para tomar un bocado, acompañándolos el Ejecutor, el Escribano y algunos Oficiales de Navarra, cuando asaltó un violento accidente de perlesía al P. José Francisco de Isla30, hombre de 75 años de edad y no desconocido en España. Cogióle la boca y la lengua, pero le dejó libra la cabeza. Sobresaltáronse todos y, habiéndose llamado prontamente a uno de los Médicos más célebres del Reino de Galicia, que residía en aquella Villa, declaró, luego que le vio, que era indispensable sangrarle inmediatamente y que no podía emprender el viaje con los demás sin evidente peligro de la vida. Afligióse extrañamente el paciente al oír aquella determinación y, haciéndose una exquisita violencia, venciendo, como pudo, los estorbos de la lengua, dijo con voces balbucientes y muy trabajosamente articuladas, pero con una vigorosa resolución, que «si le sangraban y dejaban en Pontevedra, ciertamente le quitaría la vida el dolor de no seguir a sus Hermanos; pero que, si le permitían acompañarlos, tenía por muy probable que este consuelo le restituiría la salud o por lo menos le dilataría algunos días la muerte».

Como era un hombre generalmente conceptuado de sabio, y no del todo forastero en la Facultad de Medicina, como habló con tanta determinación y con tanta valentía, como eran tan visibles los efectos de su extraordinaria aflicción, y como constaban a todos los circunstantes la vera de su genio y los alientos de su espíritu, se paró el Médico al oírle y, ponderadas bien todas las circunstancias, concluyó que se le diese aquel consuelo, especialmente cuando podía hacer el viaje en la comodidad de una Litera que ya estaba prevenida y cuando la primera marcha era de solas tres leguas por un camino nada escabroso, antes bien ameno, llano y divertido por la mayor parte. Conocióse visiblemente el alivio que le produjo de pronto esta determinación, el cual se iba haciendo más palpable al paso que los Padres se iban alejando de los clamores, de los alaridos y llantos de todo el pueblo de Pontevedra, aumentados con los del inmenso gentío que concurrió de la comarca, atraído ya de tan ruidosa novedad y ya de la circunstancia de haber concurrido la expulsión en día de mercado.

Con efecto llegó el enfermo a la pequeña Villa de Caldas, término de la primera marcha, con notable aliento y, al parecer, con prodigiosa mejoría. Pero pronto se conoció que ésta no era más que aparente, porque a breve rato de su arribo le repitió segundo insulto con los mismos violentos síntomas que el primero. Hízosele prontamente una copiosa sangría, con que se desahogó la naturaleza, de manera que descansó aquella noche con grande sosiego. Y al día siguiente pudo seguir en dos breves y acomodadas marchas hasta la Ciudad de Santiago.

Tenía en ella grandes y notorios motivos personales para que se le hiciese allí mismo sensible la triste situación en que se hallaba. Hizo la naturaleza su oficio, ayudada de la vehemencia de su imaginación, y descargó el accidente su tercer golpe con tan terrible fiereza que se llegó a temer no saliese de él. Comenzóse a tratar de dejarle en aquella Ciudad hasta que se decidiese la dolencia, lo que, llegando a noticia del enfermo, le perturbó de tal manera por la delicadeza de su extremo pundonor que le ocasionó una general lastimosa convulsión, con lo que imposibilitó más su suspirado viaje, porque protestó el Médico asistente con solemne juramento que ponerle en camino en aquel estado era llevarse a una prontísima y segurísima muerte. Con esta declaración se despachó pronto aviso al Comandante General de Galicia, informándole por menor de lo que pasaba y deteniéndose todo el Colegio en aquella Ciudad hasta que llegase su resolución. Ésta fue que por ningún caso se le removiese al enfermo de Santiago hasta que el accidente se detuviese y cobrase fuerzas para continuar el viaje hasta La Coruña sin peligro. Que mientras tanto se le depositase en alguna Comunidad, donde se cuidase de su regalo y curación, con especial encargo que se atendiese mucho a estos dos puntos.

Intimóse al paciente esta resolución del Capitán General, juntamente con la declaración del Médico, y no es ponderable cuánto se afligió al oírla. Insistió, no obstante, en su empeño de no separarse de sus Hermanos y dijo con toda resolución a su Prelado que, «si podía exponer su vida sin perjuicio de la conciencia, quería absolutamente exponerla por lograr el consuelo de morir entre aquéllos con quienes había vivido». Respondiósele con la misma resolución que ni él lo podía hacer sin pecar siendo voluntario homicida de sí mismo, ni los demás lo podían permitir sin participar en igual pecado de homicidio, especialmente después de las Órdenes tan positivas que se habían recibido de aquél a cuya disposición estaban todos en la presente constitución. Rindió su juicio, pero no le fue posible impedir los lastimosos efectos de su vivísimo dolor, particularmente al querer despedirse de él sus amados compañeros. Entró el primero el P. Rector a darle un caritativo abrazo, pero fue tan vehemente su aflicción, tan copioso su llanto, tan penetrantes sus clamores y tan lastimosos sus ayes, prorrumpiendo, como pudo, en la sentidísima expresión de que «se consideraba el más infeliz de todos los jesuitas, porque no merecía por sus graves culpas hacerles compañía hasta la muerte en sus gloriosos trabajos», que el P. Rector hubo de retirarse y no permitir que ningún otro entrase a despedirse de él, temiendo el último estrago en una salud tan atropellada. Y aun se añadió la precaución de que se emprendiese la marcha con el mayor silencio que fuese posible, para que el enfermo no la percibiese.

Al día siguiente se le depositó en el Monasterio de San Martín, Religión de San Benito, de aquella Ciudad, donde fue tratado y regalado de aquellos Religiosos Monjes con caritativo agasajo. Emprendióse inmediatamente su curación, que fue lenta pero feliz, porque al séptimo u octavo día se sintió muy amagado de un accidente apopléjico, que se explicó después en un desenfrenado cólico a beneficio de la naturaleza, que se desahogó por este medio, aunque debilitándole mucho las fuerzas. Mas luego que se sintió con las suficientes para meterse en una Litera y marchar a incorporarse con sus Hermanos en La Coruña, él mismo suplicó al Asistente que cuanto antes le proporcionase este consuelo, y así lo ejecutó, aunque no pudo ser con toda la brevedad que el paciente deseaba. Llegó a La Coruña tan débil, tan desfigurado y con la lengua tan entorpecida que era el objeto de la compasión universal, pero luego se conoció visiblemente cuánto le alentaba el gozo de verse entre los suyos. A pocos días ya parecía otro hombre, cuya mejoría fue creciendo en el discurso de la navegación, aunque tan larga y tan penosa, de manera que al desembarcar apenas le habían quedado más que unas ligeras señales de lo mucho que había padecido.

Nos ha parecido informar a Vuestra Majestad con alguna mayor menudencia, pero con exactísima puntualidad del accidente del P. Isla, por cuanto hemos llegado a entender que corrieron por España algunas voces tan ajenas de toda verdad como teñidas de cierto espíritu maligno muy injurioso a personas dignas de la mayor veneración.




ArribaAbajoMonforte (2)

A los jesuitas del Colegio de Monforte les tocó un Ejecutor con corta diferencia de iguales talentos a los que resplandecían en el famoso Ejecutor de Pontevedra. También ejerció la comisión como Teniente o como sustituto por ausencia del Corregidor de aquella Villa, a quien venía dirigida. Ya dejamos dicha en otra parte la ociosa, y aun la ignominiosa prevención de escalas, hachas y palancas que mandó hacer a los soldados para escalar muros y forzar puertas y ventanas, como si fuera a tomar por asalto una ciudadela guarnecida de rebeldes, sin que el Oficial que mandaba la tropa fuese bastante a disuadirle de aquella excusada provisión, haciéndole presente no sólo su inutilidad sino también su disonancia en leyes de Religión, siendo tanto mayor la violencia que se hacía a la inmunidad del lugar y al sagrado de las personas cuanto era mayor y más ocioso el aparato profano y militar con que se iba a embestirlo. No por eso desistió de su empeño el Ejecutor y así entraron en el Colegio en todo aquel tren, aunque la experiencia les enseñó lo muy excusado que había sido, pues al primer toque de la campana de la portería y a la primera intimación, que se le hizo al Portero, se franquearon sin la menor detención las puertas de la Clausura.

Entró el Comisionado, dirigióse al aposento del P. Rector y, convocada la Comunidad, protestó con lágrimas que más quisiera perder todo cuanto tenía que verse en aquel doloroso trance. Ésta fue la única señal que dio de humanidad y de dolorosa compasión. Por lo demás ejecutó su comisión con extremado rigor. No hubo formas de rendirse a que los Padres llevasen consigo los títulos de Órdenes hasta que, consultándolo a la Corte, se le mandó que se los remitiese a La Coruña. Estuvo muy terco en permitir que acudiesen a las Tribunas y al Coro para consolarse con Dios en aquel trabajo y pedirle fuerzas para soportarlo. Avisósele que estaba sin luz la lámpara del Santísimo y no hizo caso del aviso. Aunque no se opuso a que cada uno llevase aquello que le permitía la Instrucción y aunque casi todo se embauló a su presencia, fue tanta su desconfianza que en algunos pasó a segundo y aun a tercer registro. Con la misma severidad procedió en todo lo demás.

Llegado el día y la hora de partir los Padres, que fue el día 4 a las 9 de la mañana, viéndose inundado de gentío el gran campo que estaba delante del Colegio, el mismo P. Rector previno al Comisionado y al Comandante que sería más conveniente saliesen todos a pie hasta haber pasado el campo y que la tropa armada formase una valla para asegurar el paso y precaver todo desorden, el cual se podía temer mayor si saliesen montados, por hacerse más visible el objeto de la popular compasión, cuyos primeros movimientos no suelen obedecer al dictamen de la razón. Así se ejecutó y, saliendo los jesuitas a la derecha de los Oficiales, se dio principio a la marcha con tambor batiente, si bien que apenas se percibía el ruido de la Caja, porque era mucho mayor el que ocupaba el aire con los alaridos, gritos, llantos y exclamaciones de la muchedumbre, las cuales en ninguna otra parte fueron ni más vivas ni más esforzadas ni más significativas de la irreparable pérdida que iba a hacer todo aquel desdichado país (así la llamaban ellos con alusión a la desgracia que padecían). La formales voces de su dolorosa despedida fueron éstas: «Adiós Padres de todos, adiós Maestros del Mundo, adiós nuestro amparo, adiós nuestro consuelo, adiós Santos del Cielo, adiós Mártires de Cristo. Vosotros sois felices y nosotros los desdichados. Y nuestras culpas nos causan nuestra desgracia». Estamos muy lejos de adoptar ni de adaptarnos unas expresiones tan injustas como inmoderadas, las cuales se pueden y se deben llamar impetuosas expresiones de dolor que rompen todos los diques de la moderación y de la cordura, pero que, rebajado el exceso y reducidas a su justa proporción, acreditan el concepto superior con que confirmaba el común la utilidad de la Compañía.

El camino desde Monforte a La Coruña por la mayor parte es de los más ásperos que se encuentran en el Reino de Galicia, sembrado de precipicios y de pasos peligrosos, sin comodidad de posadas, sin provisión de comida, y por lo regular sin otro albergue común para los pasajeros que unas infelices tabernas, muchas de ellas estrechas aun para chozas. Dicho se está cuánto padecerían los Padres en aquel viaje, sin que lo pudiese remediar ni la vigilancia de los conductores ni el obsequioso desvelo de la tropa, empeñada toda, desde el Oficial hasta el más mínimo soldado, en solicitarles todas las comodidades posibles. Fue preciso que las más de las noches durmiesen sobre el duro suelo, vestidos, bien mojados y penetrados de frío, porque a la aspereza de los caminos se añadió la destemplanza del temporal, que se explicó en copiosas aguas y en impetuosos vientos.

Respiraron algo en la Ciudad de Lugo, cuyo noble Ayuntamiento les tenía prevenido un alojamiento muy cómodo y cuyos generosos particulares, comenzando por el de más elevada Dignidad, les franquearon con caritativa bizarría todo cuanto tenían en sus casas, no siendo inferior a ninguno el P. Guardián de San Francisco, que ofreció a la disposición de los Padres todas las provisiones del Convento. Pero éstos de nadie admitieron más que las oraciones, muy agradecidos a la liberalidad y a la inexplicable compasión de todos. No cabe en la ponderación la magnificencia, el esmero y el cariño con que los recibió, los hospedó y los agasajó la Ciudad de Betanzos, bien persuadida de que el consolar a los afligidos y confortar a los atribulados no podía ser un deservicio de la Majestad de la tierra, siendo una de las obras de misericordia más recomendadas por el Monarca del Cielo.

Habíanse quedado en Monforte, por dictamen jurado de los Médicos, los PP. Diego Henríquez, anciano de 78 años, tan impedido de las piernas que apenas se podía mover; y Manuel Valgómez, también de edad avanzada bastantemente, como que pasa de 60 años, pero tan miserable y aun tan indecentemente derrengado que cada movimiento presenta a la vista un objeto lastimoso y disonante, en que es menester que la risa contenga sus primeros ímpetus, reprimida de la humana y cristiana compasión. Quedóse igualmente con los referidos Padres el H. Gregorio Pereira, Coadjutor muy anciano, de vida irreprensible y muy laborioso mientras pudo trabajar, pero a la sazón inútil por casi ciego a violencias de una inveterada y maligna fluxión a los ojos, declarada por incurable. Era notoria, a todos cuantos los tenían, la moral imposibilidad de los tres para emprender un viaje y una navegación tan dilatada. Sin embargo, se les obligó después a que siguiesen a los demás por Órdenes que vinieron de la Corte, sin duda a impulso de algún siniestro informe aconsejado más con alguna maligna pasión que con la verdad ni la humanidad.

Habiendo llegado todos a La Coruña y con los últimos tres los títulos de Órdenes, que se habían quedado en Monforte, llamó al P. Rector de este Colegio el Oidor que dirigía aquella caja. Entrególe todos los títulos para que los distribuyese en sus respectivos dueños, menos los de los dos sujetos pertenecientes a su mismo Colegio. Extrañólo mucho el P. Rector, pero mucho más extrañó el motivo que le alegó para aquella novedad: «porque estos títulos -añadió- están en el Acuerdo para que los vean aquellos Ministros que dudaban si Vds. estaban ordenados». ¡Notable duda, Señor, en tan ilustres Togados, confesada por uno de ellos mismos! Dudar si estábamos ordenados los jesuitas, a quienes nos veían celebrar todos los días las más sacrosantas funciones del Sagrado Ministerio a vista, ciencia y paciencia de todos los Prelados de España, y recargarnos a todos con la sospecha del delito más atroz entre cuantos se pueden cometer contra la Santidad de nuestra Cristiana y Católica Religión. Ni entonces creímos ni ahora creemos ni creeremos jamás que pudo caber semejante injustísima sospecha en ninguno de aquellos sabios y piadosísimos Ministros, antes bien firmemente nos persuadimos a que fue alguna equivocada inteligencia, o de parte del Comisionado que profirió aquella proposición o de parte del Superior jesuita que se la oyó.

Pero no cabe semejante equivocación en otro lance que sucedió al mismo P. Rector31 con el mismo Ministro Comisionado. Llamóle a su cuarto, teniendo junto a sí al Receptor con quien actuaba. Preguntóle si hallaría dificultad en hacer una declaración con juramento. Respondióle que «ninguna, como el juramento fuese necesario y la declaración se le pidiese por Juez competente». «Pues qué fórmula de juramento usan Vds.?», replicó el Comisionado. «In verbo Sacerdotis», respondió el Rector. Pero poniendo la mano sobre la corona y sobre el pecho, añadió el Escribano de su propio movimiento. No pasó más en este punto, ni al Rector se le pidió más juramento ni más acción, que no hizo. Solamente se le preguntó si reconocía una carta de la Abadesa de las Descalzas de Monforte, que reclamaba una letra de 46.000 reales a favor de aquel Convento, producidos de las rentas que tiene en Nápoles y administraban los jesuitas. Respondió que reconocía la carta y que era cierto su contenido. Sin embargo, no dudó el Escribano de dar fe de lo que no había pasado, diciendo en la diligencia, que extendió, que «habiendo jurado voluntariamente, poniendo la mano sobre su pecho etc.», siendo así que no hubo tan acción ni tal juramento. Y deteniéndose el Superior en firmarla debajo de aquella fórmula, le instó el Oidor a que lo hiciese, insinuándole que, no habiendo intervenido en la realidad tal juramento, ninguna lesión padecía la inmunidad. Pero no hizo reflexión a que por lo menos la padecía grande la fe pública y la inviolable legalidad.




ArribaAbajoOrense

En el Colegio de Orense no ocurrió cosa digna de particular reparo sino la inconsecuencia de aquel Ejecutor, en la que tuvo algunos compañeros, como ya llevamos dicho, de intimar francamente a los Padres todo cuanto podían llevar, haciéndoselo recoger y amontonar en su misma presencia, sin permitirles después ni baúles ni cajones para transportarlo. Esto más se pareció a un registro de géneros de contrabando para declararlos por decomiso que a una revista de géneros permitidos para dejar libremente correr, de manera que aquellos pobres jesuitas tuvieron el trabajo de exponer a la vista de todos sus escasas provisiones de chocolate, tabaco y pañuelos, y sólo se pudieron aprovechar de lo que cabía en unas miserables alforjas o en unas estrechas jamúas.




ArribaAbajoMonterrey

Muy diferente dicha tuvieron los Padres del Colegio de Monterrey, a quienes tocó un Comisionado que supo hermanar admirablemente los dos dificultosos encargos de su espinosa comisión, ejecutando con la más literal exactitud todo lo que se le mandaba hacer y permitiendo con la mayor generosidad todo lo que sus facultades le dejaban arbitrio para permitir. El largo y penoso viaje desde Monterrey a La Coruña se hizo con toda la comodidad posible que podía dar de suyo la miseria del país, contribuyendo la tropa con su buen trato y con su respetuosa atención a todo lo que era obsequio y alivio de los Padres.




ArribaAbajoCoruña

De esta manera se practicó el despojo de los Colegios de Galicia, y conducción de los jesuitas que los habitaban, al de La Coruña, destinado para Caja general de los que se hallaban en aquel Reino. La ejecución en el mismo Colegio de La Coruña, y la superintendencia de todos los que se debían congregar en él, la encargó el Comandante General del Reino a un Alcalde del Crimen de aquella Audiencia, que en todo procedió con arreglo y con moderación. Intimó el Real Decreto con señales de compadecido y lastimado; recogió las llaves y pasó al registro de oficinas y aposentos con asistencia de sus respectivos habitadores y Oficiales; contó el dinero que se halló en el depósito común de los sujetos del Colegio, que eran 13, y halló, no sin asombro suyo, que entre todos no componía más que tres mil y algunos pocos reales. Dio todas las providencias que pudo para que en la mesa se tratase a los Padres con la decencia y aun con el regalo que encargaba la Instrucción. No se atrevió a permitir que los Padres celebrasen Misa en la Iglesia a puertas cerradas, hasta que, consultado el punto con el Comandante General, y éste, de pronto con el Real acuerdo y después con la Corte, respondió a aquél que interinamente se les podía conceder este consuelo mientras llegaba la respuesta de la última, la cual fue que se les permitiese celebrar cada día el Santo Sacrificio a puertas cerradas sin poner límites a su devoción. No se los puso el Ejecutor y sólo señaló algunos Alguaciles para que cuidasen de la Sacristía, Ornamentos y Vasos Sagrados, lo que ejecutaron estos Ministriles inferiores con tan ofensiva desconfianza que a ningún jesuita dejaban sólo en la Sacristía, temiendo que peligrasen aquellas sagradas alhajas.

Sabiendo el Comisionado que el Boticario del Colegio era todavía Novicio32, le mandó llamar a su cuarto y, sin dar parte al P. Rector, le depositó en una casa de su satisfacción para practicar con él lo que se le mandaba. En ella se mantuvo 21 días, en cuyo tiempo se le previno y repitió que pensase bien el partido que debía tomar entre los dos extremos de dejar la sotana y Religión de la Compañía o seguir a los jesuitas desterrados sin llevar, como ellos, pensión alguna para mantenerse. A la primera insinuación respondió que no tenía que pensar lo que muy de antemano tenía muy pensado y que tenía tomado su partido, que era de seguir en todo trance a la Compañía. Diéronle muchas baterías personas de diferentes clases, tanto Eclesiásticas como seculares, y casi todas autorizadas, pero se mantuvo inmoble en su resolución, la que ratificó jurídicamente ante el Juez Comisionado, y con eso se le restituyó al Colegio e incorporó con los demás el día 21 de abril por la mañana.