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ArribaAbajoCaja en La Coruña

Mientras tanto comenzaron a llegar los Colegios de Galicia, que debían congregarse en La Coruña. Fue el primer el de Santiago, que tuvo Orden del Comandante General de no entrar en la plaza hasta las 11 de la noche y por la puerta menos frecuentada. Todo con la prudente precaución de evitar alguna conmoción particular, escogiendo para su ingreso la hora más silenciosa. Fue recibido aquel respetable Colegio por la tropa que hacía la guardia ordinaria del de La Coruña, formada en dos filas con bayoneta calada, y por el Ministro Ejecutor al umbral de la Portería en traje de ceremonia. Pasó lista a todos, desde el Rector hasta el último individuo; dióseles una ligera cena y asignáronseles algunos aposentos de seis en seis donde descansaron, como pudieron, en otras tantas camas de munición o provisión que se habían traído del Hospital del Rey.

Hallábase en El Ferrol el P. José Ontañón, sujeto del mismo Colegio de Santiago, predicando aquella Cuaresma con extraordinario concurso y fruto. Recibió carta de su Rector, en que le mandaba partir luego a La Coruña. Y aunque ya sabía muy bien lo que sucedía, partió inmediatamente a ella, sin más escolta ni más guardia que la de su honor y su palabra.

Entró el día 9 el Colegio de Pontevedra, el 10 el de Orense y el 11 el de Monforte, habiéndosele unido en el camino el P. Isidro López, que se hallaba ausente al tiempo del arresto. Pareciéndole al Ministro Ejecutor que los Oficiales y Cadetes, que entraban en el Colegio a hacerles guardia, podían tener alguna comunicación con los jesuitas, obtuvo orden del General para que ningún Oficial ni Cadete pudiese subir de la Portería arriba, pero pronto se revocó por haber representado los Oficiales que la obligación de su guardia podía velarla y registrarla toda a su satisfacción.

105 sujetos encerrados todos en un cuarto doble de solas 6 piezas por banda era preciso que se hallasen en una suma incomodidad. Experimentóla por su parte el Ministro Ejecutor y, añadiéndose a esto la representación del Médico, el cual le aseguró que desde la puerta inmediata a la escalera se percibía el mismo mal olor y tasto inficionado que en los Hospitales, consultó al General y éste al Acuerdo, si podía permitir que los jesuitas saliesen a respirar aire más puro a la huerta del Colegio. Todos los Ministros respondieron sin razón de dudar que no solamente se les podía conceder este necesario alivio, sino todos cuantos cupiesen dentro de las facultades del Comisionado, sin que para esto necesitase consultarlo con otro que con su prudencia y con la misma humanidad. Así se ejecutó desde aquel día, franqueándoles el expresado desahogo con el ordinario resguardo de centinelas de vista para asegurar su custodia.

Entre los sujetos pertenecientes al Colegio de Pontevedra había venido con los demás el P. Nicolás de Puga, pública y notoriamente dementado hacía más de 20 años, como constaba a todo aquel pueblo. Sin embargo, ni al Ejecutor ni al Escribano acompañado se les ofreció la menor duda en asociarle a la misma fortuna que los otros, no considerando que el que no estaba obligado a las Leyes Divinas, menos lo estaría a las humanas, ni el que era incapaz de cometer delito, lo era por consiguiente de estar sujeto a la pena. Con todo eso padeció este inocente la de muerte, si no violenta, a lo menos precipitada y subitánea, porque, a pocos días después que llegó a La Coruña, le quitó la vida en menos de cuatro o cinco minutos un accidente repentino. Para enterrarle dentro de la Iglesia a puertas cerradas no se permitió cantarle ni rezarle de Comunidad más Oficio que el de la sepultura, y éste entre pocos Sacerdotes, sin tocar campana ni hacer otra demostración. Lo mismo se practicó con el P. Francisco Atela, sujeto del Colegio de Palencia, que murió a bordo de un paquebote en el puerto de La Coruña y, conducido el cadáver de noche a la Iglesia del Colegio, se le dio sepultura en secreto con asistencia de pocos Sacerdotes, sin facultad ni aun para rezarle a cuerpo presente el Nocturno de Difuntos.

Aunque el Ministro Comisionado procedió generalmente con la moderación y buen término que correspondía a la gravedad de su carácter, sin embargo se olvidó de ella en algunos lances, a la verdad no de gran monta, pero que acreditan lo mucho que suele alterar los humores y aun la razón la multitud de enfadosas ocupaciones. Había mandado el mismo Ministro al H. Andrés Pinedo, Despensero del Colegio de La Coruña, que ajustase la cuenta al Zapatero del Colegio. Retiróse éste a su cuarto y a puerta abierta comenzó a ajustarla, estando delante el mismo Oficial. Al mismo tiempo que la estaba concluyendo, pasó por allí el Ministro Ejecutor, observó que estaba escribiendo el Hermano y, olvidado enteramente de lo que él mismo le había mandado, le dio una severa reprensión, diciéndole en tono alto y conminatorio cómo había tenido osadía para quebrantar las Órdenes del Rey, que le mandaba no escribir cosa alguna ni tratar con personas de fuera. Satisfízole el Hermano, poniéndole en las manos la cuenta que por su mandado acababa de ajustar y acordándole las órdenes que había dado de que para este fin se llamase y diese entrada al Zapatero. La satisfacción no podía ser más convincente, pero el Ministro, arrebatado de su celo y sin hacerse cargo de unas razones tan perentorias, prosiguió diciéndole que «estaba para enviarle a la Corte entre ocho Granaderos». Hubiera sido de ver en ella un jesuita conducido con aquel estrépito por haber sido cogido in fraganti en el atrocísimo delito de obedecer ciegamente al Ministro Ejecutor en una cosa justa que le había mandado.

A otro Hermano Coadjutor, Ropero del Colegio de Santiago, le encontró comprando a un soldado, de los que hacían la guardia dentro de la Clausura, unos botones de hilo para camisas. No habló palabra al soldado, pero al jesuita le dijo con tanta cólera como autoridad «¿qué era lo que hacía?», y que «si no sabía que tenía pena de la vida por tratar con persona alguna que no fuese jesuita». Es cierto que ni el Hermano ni nosotros hemos leído semejante pena en vuestra Real Pragmática, pero también lo es que, sin expresarse en ella, la padeceríamos si se nos privase del trato con los extraños en aquellas cosas que son necesarias para conservar la vida.

Nada de esto prueba contra la moderada conducta de aquel sabio Ministro: a lo menos convencerá que el hombre no siempre es igual y que todos estamos sujetos a horas desgraciadas en que la vicisitud de los humores comunica su destemplanza a la más sana razón. Por lo demás se debe hacer la justicia a este Comisionado de que en lo general de su delicada comisión procedió con prudente arreglo y con discreta humanidad. A su representación debieron los Padres el consuelo de que pudiesen celebrar las Misas que quisieron y pudieron. No les impidió la libre entrada en Coro y Tribunas, como lo hicieron los más de los Comisionados. Consiguióles el alivio de que se paseasen libremente por la huerta para respirar aire más puro. Lejos de clavarles puertas y ventanas, ni de limitarles los tránsitos por donde pudiesen esparcirse, él mismo cuidaba de que se abriesen todas aquéllas que podían conducir al desahogo y al oreo, permitiéndoles pasearse por todas las piezas públicas del Colegio. A su solicitud fueron deudores todos los jesuitas del Reino de Galicia de que el General mandase conducir el peculio de los particulares, que estaba guardado en los respectivos depósitos y que a cada uno se le distribuyese el suyo con la mayor fidelidad y sin el más mínimo descuento.

Es verdad que, habiéndose conducido también de los Colegios de aquel Reino toda la ropa blanca que se encontró en sus Roperías, a excepción de las piezas enteras, como igualmente toda la mantelería y servicio de mesa al Refectorio, se quedó en La Coruña más de la mitad y se pasó después una lastimosa escasez de todo tanto en la navegación como principalmente en el miserabilísimo desembarco. Pero nada de esto debe ser de cuenta del Ministro Comisionado, sino de los muchos Ministriles y Oficiales inferiores de quienes era preciso valerse y por cuyas manos pasaban todas estas menudencias, habiendo faltado muchas de ellas aun antes que los Padres saliesen. Pero sin arbitrio para reclamarlas, porque ni era posible averiguar en qué manos habían desaparecido, ni se hallaban los jesuitas en términos de molestar al Ejecutor con unas quejas que solamente les podían producir nuevos trabajos.

Y más cuando sabían muy bien lo mucho que afligían al Ejecutor los de su espinosísima comisión. Oyósele exclamar más de una vez, entre profundos y lastimosos suspiros: «Hasta aquí tenía esperanzas de salvarme, y hoy, que me han metido en estas causa, temo mucho mi salvación». Para estos temores sobre la inocencia, que leía en los semblantes y en la tranquilidad de los arrestados, contribuían no poco las reflexiones que hacía, considerándose a sí mismo un Juez lego y los juzgados todos Eclesiásticos, sin acertar (como él mismo lo significaba) a concordar bien estos dos extremos, conviene a saber, que por una parte se le mandase no pasar al inventario de las alhajas de la Iglesia y Sacristía sin la concurrencia de un Juez Eclesiástico y por otra parte cometerse a un Juez lego el recuento y el arresto de tantas personas privilegiadas, vasos vivos y consagrados al Señor en el ministerio de los altares. No podía serenar sus inquietudes sino con la reflexión que, cuando el Rey se lo mandaba, tendría bien consultado el punto con personas de luces muy superiores a las suyas.

Dicho se está que un sujeto de este carácter cuidaría, como efectivamente cuidó, del regalo y buen trato de los jesuitas que estaban a su cargo. Éste fue más de lo que correspondía a unos pobres Religiosos que se hallaban arrestados, tanto en la cantidad como en la calidad. Y hubiera sido mucho mejor y a menos expensas del Real Erario si los Oficiales subalternos hubieran correspondido a los buenos deseos y providencias de su Jefe. El cual acompañó hasta el mismo Embarcadero a todos los jesuitas que se habían juntado en La Coruña y llegaban entonces al número de 109, los cuales todos pasaron a bordo de una Saetía catalana al amanecer del día 19 de mayo, y aquel mismo día entre 12 y 1 de la tarde dieron fondo en El Ferrol, donde debían unirse los dos convoyes que habían de transportar la Provincia de Castilla, zarpando desde los puertos de San Sebastián, Bilbao y Santander.




ArribaAbajoCaja en Santander

En el Colegio de este último fueron congregados todos los de Castilla y León, es decir hasta 360 sujetos, inclusos los del mismo Colegio. En la ejecución del Real Decreto no se notó otro exceso que la valentía con que el Alcalde Mayor33 se apoderó, entre los papeles del P. Rector, de algunos que pertenecían a su conciencia y hasta de su confesión general, rotulada por la parte exterior con este título, sin ceder a las razones que le representó en orden a que no había en el mundo autoridad ni potestad humana para apoderarse de aquellos papeles, una vez que constase de la materia que contenían. Nada le hizo fuerza. Llevóselos consigo y allá se los tuvo, no se sabe dónde, hasta que después de un mes los restituyó a su dueño, juntamente con la Fe de Bautismo y títulos de Órdenes.

También parece que se debe contar por exceso de rigor el que se observó en los primeros días de la reclusión de aquellos Padres, a los cuales desde luego se les encerró en un transitillo destinado para aposento de los Ejercitantes, sin permitirles salir de él, no sólo a la huerta, pero ni aun a las otras piezas públicas y más capaces del Colegio.

Habiéndose destinado el de Santander para Caja general de tantos jesuitas como se habían de congregar a él, fue preciso acomodar las camas en el Claustro, en las Escuelas y hasta en la misma Galería abierta a todos vientos, cuyos arcos se cerraron con esteras y con mantas lo mejor que se pudo, pero quedando siempre con el desabrigo y destemple que se deja considerar. Así a los que llegaban enfermos de otros Colegios como a los que enfermaban en él, y a dos Padres dementados, uno del Colegio de Burgos y otro del de Santander, les envió el Alcalde Mayor al Convento de San Francisco, donde fueron recibidos, tratados y regalados de aquellos Religiosos Padres con la más esmerada caridad. Cuando llegó el día del embarco, no hizo diferencia de locos ni de cuerdos: a todos los llevó por un rasero; y los dos, que no sólo eran inocentes, sino por entonces incapaces de no serlo, fueron tratados con pudieran los reos más convictos. Díjose que había consultado varias veces a la Corte sobre lo que había que hacer con aquellos dos dementados y que nunca se le había contestado, cuyo silencio interpretó el buen Juez por la parte peor porque pudo.

De casi todos los Colegios de León se habían transportado a Santander las Roperías enteras, especialmente la ropa que pertenecía a camas con las mudas correspondientes, de manera que para cada sujeto había dos colchones, dos almohadas, cuatro sábanas, dos mantas, y no poco repuesto de todos estos géneros para reemplazar los que se fuesen deteriorando. En medio de eso, cuando llegó el tiempo del embarco, sólo se dio a cada individuo un colchón, una almohada, dos mantas y dos sábanas, alegando que todo era de Vuestra Majestad, a quien suponemos darían cuenta fiel de tanta roba blanca como se quedó en aquel puerto. Lo mismo sucedió con siete Oratorios completos, que se encajonaron para distribuirlos en los siete vasos de transporte que componían aquel convoy. Es cierto que se embalaron todos para este efecto, pero también lo es que todos se quedaron allá, si por olvido o con advertencia absolutamente lo ignoramos. Sólo sabemos que después hicieron grandísima falta, particularmente en la Isla de Córcega, donde con especialidad los primeros meses se pudieron celebrar muy pocas Misas por falta de ornamentos, no habiéndose podido conseguir más que tres o cuatro de los más pobres y menos aseados, y aun éstos a costa de muchos ruegos, de molestas desazones y de no poco dinero.




ArribaAbajoDe El Ferrol hacia los Estados Pontificios

Embarcaron, en fin, los jesuitas de Santander para reunirse con todos los demás en el puerto de El Ferrol, y se hizo muy digno de reparo que así a éstos como a los otros tres convoyes que zarparon de San Sebastián, Bilbao y Gijón en Asturias, se les obligó a salir del puerto con viento contrario a pesar de las representaciones de los Pilotos, el cual, arreciándose cada día más y amenazando con los funestos efectos que son tan frecuentes en aquella brava costa de Cantabria, después de ocasionarles una tarda y penosísima navegación, los puso repetidas veces a dos dedos de un miserable naufragio. Librólos de él la amorosa Providencia del Señor y, habiendo aportado todas las embarcaciones al término de la general reunión, se dispuso también el embarco general para los Estados del Papa, distribuyéndolos en dos convoyes, escoltado y mandado el uno por el Navío de guerra «San Genaro», mandado y escoltado el otro por el Navío también de guerra «San Juan Nepomuceno».

En cada uno de estos dos Navíos se acomodaron 201 jesuitas, que, añadidos a la numerosa tripulación y a la guarnición de tropa marina, apenas cabían de pie en los buques, aunque tan capaces y tan gruesos, de manera que para maniobrar, especialmente en las faenas más prontas y de mayor cuidado era menester que los pasajeros se bajasen a sus camas de entre puentes. En éstos y en la Santa Bárbara se acomodaron las 200 camas que ocupaban los jesuitas, siendo fácil, a cualquiera que esté bien instruido en las dimensiones de un Navío de 70 cañones, calcular el estrechísimo espacio que correspondía a cada una, la congoja y apretura con que estarían aquellos afligidos Religiosos, el aire impuro y abrasado que respirarían en el rigor de los calores de junio y julio, los tediosos y malsanos efluvios que exhalarían tantos cuerpos reunidos en un espacio tan ceñido, especialmente no habiéndoseles dado ni tiempo ni libertad para proveerse de la ropa blanca, que es tan necesaria para el aseo y para disminuir en gran parte aquellas incomodidades. Éstas les hacían tan molestas las horas destinadas para el descanso que las consideraban las más penosas de todo el día, y todos comenzaban a acongojarse cuando se iban acercando.

A estos trabajos, que podemos llamar inevitables, se añadían otros, que fácilmente se pudieron y aun se debieron evitar según las Órdenes de Vuestra Majestad. Tuvieron todos los Capitanes muy estrechas y muy repetidas de tratar a todos los jesuitas con toda la decencia y regalo que fuese posible, y de usar con ellos toda atención, agasajo y humanidad. Para cumplir con la primera parte se hicieron en El Ferrol prodigiosas provisiones de todo género de carnes, aves, escabeches, vinos, chocolate, dulces, bizcochos, licores y demás especies, que no sólo eran conducentes para la necesidad sino que podían servir para el regalo. Y efectivamente sirvieron para el de la mesa del Capitán en la Cámara del Nepomuceno, pero de la mesa de los jesuitas estuvo tan distante la delicadeza y la abundancia como sobrada la escasez, la incivilidad y el desaseo.

El desayuno fue siempre de chocolate, pero servido y tomado con modo tan asqueroso, con tanta sofocación y con tanta tropelía que sólo el hambre y la necesidad podían comunicar gusto al paladar para admitirlo y fuerzas al estómago para retenerlo. Traíase en dos grandes Escalfadores, semejantes a los que usan las Comunidades numerosas en sus Barberías. Y trasladándose aquel bodrio a las chocolateras, en ellas se batía para pasarlo después a las jícaras. Éstas estaban tendidas sobre las mesas, de las cuales tomaba cada cual la que podía. Era la pieza destinada para esta función la cámara baja, donde apenas cabían 20 ó 30 hombres y, como concurrían 200, entrando unos y saliendo otros, sin orden, sin método y sin distinción, más parecía behetría y confusión que desayuno, el cual ni aun así se podía tomar con quietud y con sosiego, porque a éste le daban sin libertad un codazo, aquél sentía un empellón, a uno le faltaba espacio para los precisos movimientos y al otro le sofocaba el tropel. El que no se acomodaba con el chocolate, o porque no encontraba en su estómago condescendencia para tomarlo de aquella manera o porque de cualquier modo le sentaba mal, no tenía que pensar en otro desayuno, cerrándose el Repostero, hombre durísimo de genio, basto y muy ofensivo de modales, en que tenía orden de no darlo. Tanto que, habiendo ido una mañana el mismo P. Vice-Provincial en persona a pedirle alguna cosilla para un pobre Hermano Artista, que se quedaba todos los días en ayunas por no abrazar bien su estómago el chocolate, le recibió con mucho desabrimiento y sólo pudo conseguir a duras penas un bocado de galleta y un sorbo de vino, pero con la protesta que no tenía que volver segunda vez con semejante pretensión.

Ni un solo día hubo un bocado de pan para el chocolate, con que dicho está que mucho menos lo habría para la comida. A solos 10 jesuitas entre Rectores y viejos se les daba por gracia muy especial una escasa libra de pan fresco para comida y cena, sin haber dispensado este rigor sin aun en los 3 días que estuvimos anclados en el Puerto Estephano ni en los 17 que nos mantuvimos en San Florencio, siendo así que en uno y otro concurrieron barcos cargados de pan a un precio muy moderado, y se les pudo proporcionar aquel alivio no sólo sin detrimento sino en beneficio y conservación de las provisiones.

A la escasez y asquerosa disposición del desayuno correspondía perfectamente la limitación y poca limpieza de la comida. Los días que estuvimos a bordo en El Ferrol y algunos en la navegación se daba de comida en el Nepomuceno o una sopa de fideos o la sopa ordinaria con una olla de vaca fresca en el puerto, pero salada, con una cuarta parte de la otra en la mar, con algunos postrecillos, pero éstos tan limitados que, si eran de aceitunas y pasas, tocaría a cada sujeto una de las primeras y cuatro o seis de las segundas, sin que esto sea exageración. Hasta el octavo día de navegación no se vio en la olla ni gallina ni jamón, siendo así que fue verdaderamente portentosa la provisión que se hizo de estos dos géneros. La gallina se dejó ver en el plato por pocos días y siempre con escasez. El jamón con alguna mejor economía apareció todo el tiempo de la navegación. El refresco por la tarde, dos cántaros de agua sobre una mesa con dos o tres vasos para 200 sujetos, y no se hable de otra cosa. Sólo a los enfermos se les servía un bizcocho común, aunque bien fabricado, ni ellos lo pedían o el Cirujano se lo recetaba, cuidándose también de que siempre hubiese gallina en su puchero, pero a ninguno se le brindó jamás un poco de dulce, sino a uno solo34, a quien profesaba particular inclinación el Capitán, por lo que nunca se pudo comprender a qué fin se había hecho tan abundante provisión de este último género.

Las cenas no podían ser más indecentes. Redujéronse por lo común a una fastidiosísima chanfaina de chofes, carne salada, con un poco de vaca y unos postrecillos tan cortos y tan económicos como los de mediodía. Algunas veces se ponía en la mesa un puñado de pasas para seis o para ocho antes del guisote, pero entonces no se trataba de postres. Varióse tal vez de cena, dando bacalao en lugar de carne, seis u ocho noches sopas de ajo, tres o cuatro un plato de lentejas con un poco de tocino, que era la mazamorra de los marineros. En fin, para que hubiese de todo, una noche se les dejó a todos enteramente sin cenar con el pretexto de que estaba el mar alborotado y no se podía encender el fogón. Pero se pudo encender para hacer la cena a los Oficiales y para calentar la mazamorra de la tripulación. Y aun cuando no se hubiese vencido esta dificultad para ninguno, ¿qué inconveniente se podía encontrar en que se hubiese servido a los Padres una ligera cena de tanto escabeche como había de repuesto y no necesitaba de calentarse, o una colación de muchos géneros de postres como se guardaban en la despensa, con la cual y un sorbo de vino podrían cobrar algunas fuerzas los muchos que las habían perdido aquel día, obligándoles la agitación del mar a lanzar violentamente cuanto tenían en el estómago. Pero a todos se les llevó por un rasero. Éstos y los demás se fueron a la cama la noche del 16 de junio con lo poco que habían comido a las 10 de la mañana, salvo tal cual que debió algún refuercillo a la compasión de éste o del otro Oficial, y algunos pocos que pudieron conseguir se les diese a hurtadillas un bocado de pan y un traguito de vino en la Repostería. Los demás se fueron a digerir el hambre, la fatiga y el mareo al intolerable potro de la cama.

Ninguna cosa hace concebir mejor la escasez y el desaseo de la comida que se servía a los Padres en el San Juan Nepomuceno que el siguiente lancecillo, expuesto con toda pureza y sencillez. Arrimóse cierto Hermano Coadjutor a rancho de la tripulación, que estaba comiendo su mazamorra. Brindáronle con un bocadillo y no se hizo de rogar. Retiróse después de haberlo tomado y, mirándose unos a otros los del rancho, se preguntaban entre sí quién de ellos había llamado a aquel Padre. Y habiéndose averiguado que sólo uno de los compañeros le había hecho una ligera insinuación con la cabeza, estando muy distante, se decían recíprocamente: «¡Qué han de hacer, hombre, si están muertos de hambre! No se puede comer lo que les dan. Digo, ¡si pillaran esto!». ¡Qué tal sería el trato de los jesuitas cuando no lo trocaría por el suyo el de la tripulación!

A la poquedad y al desaliño correspondía perfectamente el asqueroso servicio de la mesa. Solas dos veces se mudarían los manteles en los dos meses largos que estuvimos a bordo y duró la navegación. ¡Qué aseados estarían sirviendo todos los días a ocho mesas diferentes entre cena y comida! En las mesas donde cabían 16 se ponían solamente dos vasos por donde habían de beber todos, esperando su vez y aguardándose unos a otros. En las mesas de 5 ó 6, un solo vaso, sin embargo de que en El Ferrol se hizo provisión, a costa de la Real Hacienda, de algunos centenares de ellos. Pretendían los criados ínfimos de la chusma que los jesuitas los habían retirado para servirse cada uno del suyo en particular, adelantándose a fingir que a un Coadjutor se le había encontrado uno destinado a ministerio poco limpio, y aun parece que casi se lo llegaron a persuadir al Capitán, hombre crédulo, a quien le faltaba de reflexión y de sosiego todo lo que le sobraba de bullicio y de fogosidad. Pero se averiguó que todo era una groserísima calumnia, que los pocos jesuitas que tenían vaso particular o lo habían traído de sus aposentos o lo habían comprado en El Ferrol. Y por lo respectivo al Hermano Coadjutor, se supo había sido una maliciosísima ficción de cierto criaduelo de la ínfima suerte, que al cabo desapareció del Navío una vez que saltó en tierra, buscando en la fuga la impunidad de sus travesuras, que no encontraría si se hubiese mantenido a bordo.

En todo este mal trato, por lo respectivo a la comida que se daba a los Padres del Nepomuceno, piden la verdad y la justicia que excusemos al Capitán, el cual, sin embargo de ser del carácter que llevamos apuntado, repetía frecuentemente las Órdenes más apretadas a los Oficiales subalternos que manejaban los víveres para que fuesen tratados los jesuitas con toda la decencia que tanto recomendaba Vuestra Majestad y podían permitir las facultades de la navegación. Y para arreglarse a ellas por su parte, la mayor parte del tiempo que nos mantuvimos a bordo, todos los días convidaba a dos Padres con su mesa, sin entrar en este número uno que tenía alojado en su misma cámara y era su perpetuo comensal, encargando a uno de los Rectores más respetables que cuidase de nombrarles, siguiendo aquel turno que le pareciese más puesto en razón.

Todo esto es así, pero también lo es que por nuestra desgracia no correspondían en aquel Oficial las prendas del discernimiento y de la espera a las partidas del corazón. Dominábale enteramente un criado suyo, a quien había nombrado Mayordomo del Navío y se había hecho tan absoluto dueño de su Amo, que en todo le manejaba a su placer. Era su único oráculo y, aunque no tenía las mayores pruebas para evangelista, al bueno del Capitán todo, cuanto le decía el criado, le sonaba como a un pequeño evangelio. Él conocía bien esa flaqueza y se aprovechaba de ella con ventajas. Muy persuadido a que, según el mal trato que se hacía a los jesuitas (en el cual se creía generalmente que él tenía la mayor parte por los motivos que no es dificultoso discernir), no tardarían en llegar al Capitán algunas quejas, se determinó a prevenirlas, poniéndole desde luego de muy mala fe con ellos. Pintóselos por lo general como unos hombres delicados, quisquillosos, mal sufridos, voluntariosos y descontentadizos. Y como en el crecido número de más de 200, en que se contaban muchos jóvenes, no pocos niños y gran cantidad de Coadjutores, entre los cuales hay algunos en quienes la crianza Religiosa nunca acaba de desbastar del todo los menos cultivados modales de la primitiva educación, siempre le sobraban materiales al criado para atestar al Amo de nuevas especies y de nuevos chismes.

Éstos produjeron todo el efecto que él deseaba y el que naturalmente debían producir. Todo cuanto hacían los Padres, le daba en rostro. Escaseábales la entrada en su cámara, que sólo se franqueaba a muy pocos y a ninguno más que uno de los dos Jardines que había en ella, reservando el otro única y privadamente para su persona. Despreciaba las quejas que llegaban a sus oídos, aunque fuesen por los jesuitas más autorizados, en orden al indecente trato tanto de enfermos como de sanos. A lo sumo daba traslado de ellas a su querido criado. Y aunque éste le embanastase mil embustes con un descaro y una avilantez sólo creíble a quien la estaba viendo y palpando, perdiéndole el respeto así en el modo como en la substancia, le creía en todo, como pudiera a un evangelista. Y como el descargo del criado no era otro por lo común que cargar más y más a los jesuitas, no sacaban éstos otro fruto de sus justos y modestos sentimientos que enconar más contra ellos el ánimo del Capitán.

Así se le escapó en cierta ocasión esta proposición hablando con el Contador del Navío acerca de los Padres: «Es cierto que entre ellos hay algún otro bueno, pero el Cuerpo es el más odioso del mundo». «Ellos escribirán mil cosas de mí -dijo en otra ocasión-, pero a mí ¿qué se me da de ellos? ¿Qué pueden hacer ellos en el infeliz estado en que se hallan?».

Fomentaba esta alta indisposición del Capitán cierto Oficial de los más principales del Navío, cuya presunción y satisfacción de sí mismo le hacía tan fastidioso en sus modales como tedioso y ofensivo en la conversación. Todo respiraba en él estimación de sí mismo y desprecio de los demás. Hablaba en todas materias con extraña despotiquez, pero en las de la Religión con tan poco miramiento y con tan equivocada inteligencia que alguna vez se vio obligado a contenerle un jesuita hábil, haciéndole palpar los errores en que se precipitaba y las consecuencias que le producirían si se empeñaba en defenderlos con obstinación. Hacía el Capitán particular aprecio de este Oficial por considerarle más instruido que otros en los principios de su profesión, y por lo mismo le respetaban algún tanto los demás, aunque sus ingratos modales les diesen en rostro. Él era el que daba el tono a las conversaciones, especialmente a las que se tenían sobre cena en la cámara baja, a que no asistía el Capitán, cuya presencia le daba alguna aparente sujeción. El asunto más común de estas conversaciones era contar algunas historietas de Religiosos y de Frailes, y referir cada uno aquellas cosillas que había podido pillar entre día a los jesuitas del Navío. «No hay otra cosa de sobra en España más que Frailes», dijo uno. Y el que llevaba el compás de la conversación, añadió en tono y con eructos de Oráculo: «En España basta y sobra medio Fraile». Otra noche, estando un poco más acalorados sobre las bagatelas que habían ocurrido aquel día con los jesuitas pasajeros, dijo uno: «Sobre que son unos pillos, unos Frailes ¡y no más!». «No tanto -replicó otro en ademán de defendernos-, porque si como traemos 200 de éstos, trajéramos 200 Frailes Franciscos y se les tratara como se les trata, ya hubiéramos andado muchas veces a palos».

En estas conversaciones, sobre ser a puerta abierta y en la cámara baja contigua a una crujía de camas, lejos de hacer estudio de bajar la voz para guardar siquiera las apariencias de buena crianza y del respeto, se ponía particular cuidado en levantarla con el manifiesto fin de lastimar los oídos de los mismos interesados, no pareciéndoles a los interlocutores que quedaban bien desahogados si no añadían el atrevido arrojo del insulto a la injuriosa ofensa del agravio. Esto mismo se hizo más visible en otra acción que ejecutaron los mismos, bien ajena de las obligaciones con que nacieron y de la educación que habían merecido correspondiente a su distinguida cuna. Ya dijimos que el chocolate se les ministraba a los jesuitas en la reducida pieza de la cámara baja y que esta función se hacía necesariamente con la confusión y el estrépito que no era posible evitar. Concluido el desayuno, se quedaban algunos Padres en la misma pieza a rezar horas menores, lo que ejecutaban levantando la voz no más que en aquel moderado punto que previene la Iglesia ser necesario para cumplir devotamente con la precisa obligación. Ni la hora era tan desacomodada que no fuese entre 7 y 8 de la mañana, lo que en los meses de mayo, junio y julio, en que se emprendió nuestra navegación, ya no se considera intempestiva para que dejen la cama aun los que se pegan a ella con mayor inclinación. Sin embargo, se quejaron algunos de aquellos Caballeros de que se les interrumpía el sueño y la vengancilla que tomaron fue tan baja que parece debía bastar a contenerlos su misma indecencia. A las 12 de la noche, cuando ya estaban recogidos todos los jesuitas, comenzaron a dar grandes voces, gritos y risadas, acompañándolas con recios golpes de las llaves en mesas y baúles, y añadiendo estas expresiones entre recitadas y cantadas: «que no duerman ellos, que no duerman, que tampoco nos dejan dormir por las mañanas».

Pero debemos protestar, y así lo protestamos, que estas sensibles demostraciones del poco aprecio con que se nos miraba, no eran comunes ni a todos ni aun a la mayor parte de los Oficiales del San Juan Nepomuceno. De los seis subalternos que lo montaban, los cuatro nos trataron siempre y siempre nos hablaron con tanto respeto, urbanidad y agasajo que, lejos de dar motivo a la menor queja, se ofrecieron muchos a nuestro particular agradecimiento. Y por lo que toca al resto de la tripulación, también tuvimos muchas razones para ejercitarlo.

Aun cuando los jesuitas, sólo porque lo eran, no causasen tanto fastidio a los Oficiales como llevamos dicho, bastaría su crecido número y la precisión de tratarlos a lo menos en la apariencia con alguna distinción, para que les incomodasen mucho. A la verdad 200 huéspedes de aquel carácter a cualquiera se harían muy pesados, y no se debía extrañar que deseasen desembarazarse de ellos cuanto antes. Estos deseos manifestaba a cada paso el Capitán con expresiones muy vivas, pero al mismo tiempo disculpables, y más cuando alegaba por particular motivo de sus ansias la imposibilidad de tratar a tantos con toda la decencia y con todo el agasajo que él quisiera, en lo que hacemos juicio se le podía creer, porque, no obstante las prontitudes de su genio, las facilidades de su lengua y de su nimia credulidad, se le asomaban muchos rasgos de un bello corazón35.

Por eso se le notó que, al paso que nos íbamos acercando al que se juzgaba término de nuestra navegación, se iba humanando más con todos, comunicándose al trato exterior el gozo que le causaba la consideración de que ya iba a verse libre de una carga tan pesada. Crecía en él visiblemente este gozo a vista de la felicísima navegación que logramos desde El Ferrol hasta dar fondo en Civitavecchia, confesando todos, desde el Capitán hasta el más mínimo marinero que jamás habían experimentado ni tenido noticia de otra navegación más feliz. Y ello fue así, que, desde que zarpamos del primer puerto hasta que echamos ancla a vista del segundo, sólo gastamos 20 días, sin embargo de haber perdido bastantes ya por esperar a algunos barcos de nuestro convoy sobradamente pesados y remolones, y ya por algunas calmas que nos sobrevinieron a vista de la Isla de Cerdeña.




ArribaAbajoArribo a Civitavecchia

En medio de eso fondeamos a la de Civitavecchia el día 14 de junio, fiesta de la Santísima Trinidad, hacia la mitad de la tarde, sin encontrar allí ni haber tenido noticia en toda la navegación de nuestro Comandante, el San Genaro, ni del convoy que protegía, a quien se perdió de vista la misma noche que precedió a la primera singladura de nuestra partida de El Ferrol. No es fácil explicar el alborozo del Capitán y de la Oficialidad como de los jesuitas, cuando, a su parecer, estaban ya tocando con las manos el fin de nuestros trabajos, desazones e incomodidades, que no había podido evitar el favor declarado de los vientos. Desde luego se comenzaron a dar las disposiciones previas para el próximo desembarco. Y era de ver el alegre y regocijado bullicio con que los jesuitas pasajeros buscaban lías y reservas para asegurar cada uno su pobre y religioso equipaje.

Mientras tanto se disparó un cañonazo, pidiendo un Práctico para la entrada del Puerto, que no lo es en la realidad, sino una playa de fondo desigual y nada seguro, abierta a todos los temporales y por lo mismo sin seguridad para las embarcaciones gruesas, que por ninguna parte se pueden acercar a buscar algún abrigo. Pero en lugar del Práctico se vio venir a bordo al Vice-Cónsul de España con una carta para el Capitán del Ministro del Rey en Roma, copiando otra del Marqués Grimaldi, en que se le mandaba pasase a esperar en la Isla de Córcega las Órdenes ulteriores de la Corte de España, que se le comunicarían por el Ministro residente cerca de la República de Génova.

La general consternación, que causó en todos una novedad tan no esperada, es mejor para considerada que para referida, pues no hay voces tan enérgicas que la lleguen a explicar ni aun tolerablemente. El Capitán y los Oficiales, que se consideraban ya como en el fin de una campaña, la más molesta (así lo decían ellos) que jamás habían padecido, se quedaron atónitos y helados, viéndose quizá muy a los principios de ella y no sabiendo de cierto, ni aun por prudentes conjeturas, cuál ni cuándo lograrían ver su término. Los pobres jesuitas, que en el inmenso dolor de hallarse ignominiosamente arrojados de su patria, despojados de sus Colegios, desposeídos de sus rentas, privados de sus libros, de sus papeles, de sus literarios trabajos, y en las imponderables fatigas que les habían causado las violencias en el arresto, las incomodidades en los caminos, las penalidades y las amarguras que habían tolerado en la navegación, no tenían otro consuelo humano que el que les ofrecía su destino a los Estados y a la protección del Padre común de la Iglesia, se sintieron preocupados de una especie de estupor y heridos en lo más vivo del alma con el golpe más sensible cuando se vieron privados de este único consuelo, sin saber ni aun poder conjeturar cuál sería su paradero.

No se podían persuadir de que ningún Soberano quisiese admitir en sus Estados a 2.000 ó 3.000 hombres expelidos de su misma patria con la infame nota de sediciosos, revoltosos, amotinadores de los pueblos, y aun de otros delitos más atroces, que se dejaban traslucir en una significativa cláusula del Real Decreto. Mucho menos imaginaban posible que la República de Génova consintiese ni se determinase a recibirlos en los pocos y muy reducidos presidios que conserva todavía en la Isla de Córcega; ya por la dificultad de mantener a tanto número de gente en un país que no produce lo bastante para el sustento de sus naturales; ya por el estorbo que hacen las bocas inútiles a la defensa de las plazas en tiempo de guerra, abierta obstinadamente 40 años ha con los habitantes de aquella Isla; ya porque mucho menos parecía verosímil que unos hombres tan públicamente infamados de enemigos de la subordinación y de la obediencia que todo vasallo debe a su legítimo Soberano, fuesen admitidos y mezclados con un pueblo que padecía la misma nota respecto del suyo, con evidente peligro de que esta mezcla fomentase más en unos y otros el espíritu de sedición; ya en fin porque arrojar a los jesuitas españoles en una Isla asolada con 40 años de la guerra más empedernida, dejarlos entre dos Naciones que parecían absolutamente irreconciliables y encerrarles en cuatro Plazas amenazadas cada día al bombardeo y a todos los estragos de un asalto, más parecía querer exterminarlos del mundo que expatriarlos de su nativo suelo.

Por estas razones ni los jesuitas ni los Oficiales se acomodaban a creer que fuese su último destino el de la Isla de Córcega, y más cuando sólo se mandaba que en algún puerto de ella se aguardasen Órdenes ulteriores. Y como por otra parte, excluidos una vez de los Estados del Papa, no se hacía creíble que ningún Soberano temporal los admitiese en los suyos, es increíble lo que conturbó a todos la triste indecisión en que se hallaban. El Capitán del Nepomuceno entró entonces en una especie de melancólico despecho, que le hizo mucho menos tratable en todo el resto de la navegación.

En fin, habiendo estado sobre el ancla a vista de Civitavecchia el día 15 para recoger algunos víveres frescos, la levantó al amanecer del día 1636, con todo el convoy de su conserva, obligado de una violenta tempestad de relámpagos y truenos acompañados de un viento impetuoso que hacía menos segura la mansión en aquella playa, y con la noticia de que en el pequeño puerto de Santo Estephano, a la entraba de la Bahía de Orbitelo, estaban fondeados algunos Navíos que conducían jesuitas, dirigió el rumbo hacia él y en aquella misma tarde, cerca del anochecer, dio fondo a corta distancia de su muelle.

En Santo Estephano se encontró con el San Genaro y con todo el convoy de la Provincia de Castilla, como también con el Navío de guerra «La Princesa» y con todo el convoy de Andalucía, los cuales, habiendo tocado en aquel puerto, antes de poder arrimar a ninguno de los Estados del Papa, tuvieron en él la noticia que no tuvo el Nepomuceno hasta arribar a Civitavecchia, y recibieron las mismas Órdenes que el Capitán de este último había recibido. Allí comenzaron a tener sus consejos de guerra, cuyas resultas nos fueron tan funestas como expondremos a su tiempo.

Tres días estuvimos sobre el ancla delante de Santo Estephano, los cuales se emplearon en hacer aguada y en recoger algunas provisiones, habiendo dado el Capitán del Nepomuceno la oportuna y caritativa providencia de que se lavase la ropa blanca de los Padres, que estaban harto necesitados de este aseo y de este alivio, pero el Capitán del San Genaro no tuvo por bien permitirlo a los suyos con el pretexto de que no había instante seguro para hacernos a la vela. Esta pequeña dureza, que pudo muy bien ser efecto de la causal que alegaba, se hizo tanto más reparable en aquel Comandante, cuanto hasta allí no habían tenido los jesuitas el menor motivo para quejarse de su trato atento, apacible y cortesano. Usólo con ellos desde el primer instante que entraron a bordo de su Navío y no lo desmintió en todo el discurso de la navegación, aunque en el punto del desembarco siguió las mismas reglas que sus dos compañeros, los Capitanes del Nepomuceno y La Princesa.

Por lo respectivo al trato de la mesa era más que decente los primeros días, pero aumentando el número de sujetos hasta igualar al que comprendía el Nepomuceno, no era ya posible atender a los Padres según las Órdenes de Vuestra Majestad, comunicadas por el Bailío D. Julián de Arriaga. Y a las intenciones del mismo Capitán no dejaron de contribuir sus dependientes y criados, aprovechándose cuanto pudieron de la ocasión, como lo acreditaron los muchos comestibles que se vendieron a la gente de proa, no sólo de las sobras, sino de perniles y otras piezas enteras. Lo que no podía remediar el Capitán, era la incomodidad de las camas, distribuidas en la misma conformidad que en el Nepomuceno, pero ponía particular cuidado en que se abriesen las portas siempre que el mar lo permitía, lo que era muy conducente así para el oreo como para el refrigerio.

En esta conformidad navegó el San Genaro con toda su división desde El Ferrol hasta el puerto de Santo Estephano, donde entró, porque, avisado por el Navío «La Princesa», que ya estaba anclado en él, le despachó un Guardia Marina en el Sereni con un Práctico de aquellas costas y un pliego con las nuevas Órdenes de la Corte de España, en virtud de la resolución que había tomado la de Roma. La consternación, que causó en todos esta novedad, fue igual a que se había experimentado en todos en Civitavecchia. Mas no por eso se notó alguna en el Capitán y Oficiales del San Genaro en orden a la atención con que todos se habían portado con los Padres, sin embargo de que esta dilación incomodaba mucho a los intereses del Comandante.