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ArribaAbajoMarcha atrás, hacia Córcega

Unida ya en aquel puerto toda la Escuadra que convoyaba las dos Provincias de Castilla la Vieja y Andalucía, y constaba de tres Navíos del Rey, dos fragatas suecas y once embarcaciones menores de transporte, nos mantuvimos sobre el ancla los días 17 y 18, en que concurrió el día del Corpus. Pero habiendo amanecido con algún soplo de viento de levante, se aprovecho de él La Princesa con las siete embarcaciones que componían su convoy, y a las 8 de la mañana levantaron el anclote, dirigiéndose a la Isla de Córcega en conformidad de las últimas Órdenes. El Comandante del San Genaro hizo también señal de leva a su convoy, el cual zarpó la mañana del día siguiente con mediano viento, poniéndose el día 20 a las 3 de la tarde sobre La Bastia, como a dos leguas de distancia por no ser aquel puerto capaz de embarcaciones mayores. Aquí recibió el Comandante segunda carta del Ministro de España en Roma, en que le expresaba que, no habiéndose aún vencido las dificultades que estorbaban nuestro desembarco, dejaba a su celo y a su prudencia el esperar a que se superasen, donde se pudiese lograr con la mayor seguridad de los vasos y con el menor dispendio de la Real Hacienda, en la inteligencia de que los jesuitas por ningún caso debían volver a España.

Con esta noticia se determinó aquel Jefe a retirarse al puerto de San Florencio en la misma Isla de Córcega. Y sin embargo de ser un viaje en tiempo regular de pocas horas, se consumieron en él no menos de 8 días, ya por la porfía de las calmas y ya por la violencia de las corrientes, que por dos veces nos llevaron sobre las costas de Génova en la altura de Puerto Spezia, añadiéndose en la noche del día 23 un sudoeste tan impetuoso que rasgó la vela y rompió el mastelero de gavia de una urca holandesa perteneciente al convoy del San Genaro, cuyo accidente le obligó a detenerse toda la mañana siguiente para repararse, y al resto del convoy a arribar más de 8 leguas para aguardarla y al mismo tiempo cubrirla contra una embarcación que se creyó ser tripolina o tunecina, y se dejó ver a 5 ó 6 leguas al este de nuestro estribor, bordeando, a lo que parecía de estudio, para echarse sobre la urca, luego que la perdiese de vista la conserva.

Continuaron después las calmas de manera que hasta el día 26 no se pudo doblar el Cabo Corso, lo que se consiguió a favor de una virazón fresca que se levantó al anochecer. Pero fue grande nuestro desconsuelo cuando amaneció el 28 con la acostumbrada calma, bien que a las 12 de la mañana se levantó otra virazón como la precedente, de la cual nos aprovechamos para ponernos sobre la boca del puerto a 35 brazas, donde nos mantuvimos hasta la mañana del 30, en el cual entró el Navío a remolco en el referido puerto, muy capaz, muy limpio y de libre fondeadero.

Encontramos ya en él no sólo a La Princesa con todo su convoy de Andalucía, sino también a la Santa Rosalía, fragata del Rey, que mandaba el convoy de la Provincia de Toledo, el cual hacía 30 días que estaba sobre el ancla en San Florencio, con cuya unión se componía aquella Escuadra de 3 Navíos de guerra, 4 fragatas y 22 embarcaciones entre paquebotes, urcas, saetías y un barco longo catalán. A la Provincia de Aragón la habíamos dejado en La Bastia a bordo de los jabeques que mandaba Barceló, habiéndose mantenido en aquel puerto más de 50 días.

17 estuvieron detenidas en el de San Florencio las referidas tres Provincias, inciertas absolutamente de su último destino, después de haber andado errando de costa en costa, de isla en isla y de puerto en puerto, hechas juguete de las ondas, como lo habían sido de los hombres, y agregándose este trabajo más a los muchos que habían padecido. Pero los tres Capitanes de los Navíos de guerra ya parece que habían tomado su partido, resueltos a desembarazarse de los jesuitas lo más presto que les fuese posible y de cualquier manera que se les proporcionase la ocasión, como lo pudiesen hacer poniéndose a cubierto contra todas las resultas. Ofreciósela muy a medida de sus deseos una carta de Monsieur Marbeuf, Comandante General de las tropas francesas en la Isla de Córcega, dirigida a D. Diego de Argote, que mandaba el San Genaro y por entonces a toda la Escuadra de los tres convoyes que estaban anclados en San Florencio. Decíale en ella que, habiendo recibido ya las Órdenes de su Corte, en la que se le mandaba admitir a los jesuitas españoles en los presidios de Córcega, que ocupaban las tropas francesas, dejando a su arbitrio la designación, señalaba para las cuatro Provincias los cuatro Presidios de Argaiola, Calvi, Ajaccio y San Bonifacio, donde pasaba las Órdenes correspondientes, y así se lo comunicaba para su gobierno.

Convocó inmediatamente nuestro Comandante a Consejo de guerra a los Capitanes de La Princesa, Nepomuceno y Santa Rosalía. Comunicóles el pliego del Comandante francés y les preguntó si, en virtud de él podían y debían echar en tierra a los jesuitas en los cuatro Presidios señalados. Habló primero D. Francisco37 Lombardón, Capitán de La Princesa, como Oficial más antiguo. Era éste un hombre de genio arrebatado, intrépido, altanero y desabrido, con el cual había dado mucho ejercicio a la paciencia y a la cordura de los Padres Andaluces, que estaban a bordo de su Navío. En años pasados había padecido cierto accidente que por una larga temporada le había hecho olvidar el discurrir, y la curación no había sido tan perfecta que a ratos no asomasen en él algunos pasajeros, pero violentos, rezagos de la primera turbación. Entre los tres Capitanes de los Navíos era el que con menor disimulo, con más frecuencia y con mayor petulancia echaba en cara a los jesuitas cualquiera bagatela que le ofendiese en ellos, manifestándoles a cara descubierta sus impacientes deseos de verse libre de ellos. Así les correspondía a la enseñanza que les había debido, de que él mismo daba testimonio llevando en su cámara al que había sido su Maestro. A la verdad, la educación no se había malogrado del todo por lo que tocaba a las prendas de entendimiento: así hubiera sido igualmente feliz en las del juicio y del corazón.

Habló, pues, este primer Oficial y con aquella general resolución que era propia de su nativa intrepidez, dijo que no había la menor duda en que los jesuitas se podían y debían desembarcar, cuanto antes fuese posible, en los puertos que señalaba el Comandante francés, por cuanto las Órdenes de Versalles se debían respetar y obedecer por los buenos españoles como si fuesen las de Madrid, atento a la armonía y estrecha hermandad que había entre las dos Cortes, y que no era verosímil que la de Francia diese Órdenes tan positivas sobre el referido desembarco sin ir muy de acuerdo con la de España, añadiendo que él por lo menos así lo ejecutaría con el convoy de su encargo, aunque los demás no lo ejecutasen.

Al Capitán del Nepomuceno, D. José de Beanes, que no estaba menos ansioso de deshacerse de unos huéspedes que tanto le incomodaban, le hicieron gran fuerza las razones de Lombardón y ciegamente votó por el pronto desembarco. Siguióse después el Capitán del Santa Rosalía, D. Francisco de Vera, hombre maduro, español macizo y Oficial tan respetado en la Marina, como es notorio en todo el Cuerpo. Éste dijo que se debía sin duda todo respeto y veneración a las Órdenes que dimanaban de la Corte de Francia, pero que los buenos españoles sólo debían obediencia a las que procedían de la de España; que las últimas, que tenía de ésta, eran de esperar en algún puerto seguro de aquella costa las ulteriores que se le comunicarían por el Ministro del Rey cerca de la República de Génova, las cuales aún no habían llegado; y que, mientras no se recibiesen por este canal, positivas y directas, él no desembarcaría los jesuitas de su convoy, aunque todos los demás los desembarcasen; concluyendo con la oportuna reflexión de que las Órdenes de la Corte de Francia a su Comandante General, si se construían bien, no eran para que se efectuase el desembarco de los jesuitas españoles, en cuyo punto parece que no se debía embarazar aquel Ministerio, sino para que no se opusiesen a él los franceses en caso de que el de España lo quisiese hacer efectivo, y para otras providencias respectivas a la Guarnición Francesa de aquellos Presidios, sobre lo que debía ejecutar si se tomase aquella resolución.

El peso de estas razones hizo tanta fuerza al Comandante D. Diego Argote que tomó el medio término de consultar el punto con el Residente del Rey en Génova y esperar su decisión. Ésta nunca llegó al referido Comandante, pero, en lugar de ella, el día 8 de julio recibió un pliego suyo y otro del Ministro del Rey en la Corte de Roma, en que ambos protestaban que aún no habían recibido Orden positiva de la Corte de España sobre el desembarco de los Regulares de la Compañía de Jesús. Pero añadía el primero que era de parecer se intentase el desembarco en Argaiola, Calvi, Ajaccio y San Bonifacio, poniéndose primero de acuerdo con el Comisario de Génova y con la Guarnición Francesa en aquellas plazas, en lo cual juzgaba que harían un gran servicio a Vuestra Majestad.

Parecióle a D. Diego Argote que con sola esta respuesta tenía cuanto había menester para cubrirse y para que el desembarco se considerase positivamente determinado por la Corte. Volvió a convocar a los tres Capitanes, hízoles presentes las cartas de los dos Ministros y les expuso su modo de pensar, o a lo menos se lo insinuó bastante en la propuesta. Lombardón y Beanes se conformaron al punto con él, dando por hecho que ésta era la mente de Vuestra Majestad. Pero Vera se opuso modesta y sosegadamente, haciendo observar que uno y otro Ministro protestaban con toda expresión que aún no habían recibido Órdenes positivas sobre el punto que se cuestionaba y que ellos las tenían ya repetidas muy de antemano de esperarlas para el desembarco; que el Ministro de Génova no comunicaba Órdenes, sino daba consejos y decía su parecer, ni afirmaba tampoco que el desembarco sería conforme a la mente de Vuestra Majestad, sino que así lo juzgaba él. Y como ellos no tenían instrucción de que se gobernasen ni por los consejos ni por los dictámenes ni por el modo de pensar de D. Manuel Cornejo, sino de «que obedeciesen las Órdenes de la Corte, que se les comunicasen por aquel conducto», se consideraba en el mismo caso que antes y estaba firmemente determinado a no permitir el desembarco de su convoy hasta haber recibido dichas Órdenes.

No parece que sufrían réplica estas razones. Con todo eso, como eran tan vehementes los deseos, que tenían los tres Comandantes, de desembarazarse de los jesuitas, se conformaron con el parecer del Ministro de Génova, que iba tan acorde con su personal inclinación. Diéronse, pues, sin pérdida de tiempo todas las providencias conducentes para acelerar el desembarco. Participóse esta resolución al Comandante Francés en La Bastia, para que él por su parte comunicase las convenientes Órdenes en las referidas plazas. Pasóse aviso a Barceló para que viniese con su convoy a San Florencio, a fin de incorporarse con él todos los de las cuatro Provincias. Hízose el repartimiento de éstas en la siguiente conformidad: la de Andalucía, cuyo convoy mandaba Lombardo, a Argaiola; la de Castilla a Calvi; la de Toledo, convoyada de Vera, a Ajaccio; y la de Aragón, al cuidado de Barceló, a San Bonifacio.

Dadas estas disposiciones, sólo se esperó viento favorable para levantar el ancla delante de San Florencio. Logróse el día 14 de julio y, sin esperar al convoy de Barceló que no había podido doblar el Cabo Corso por falta de viento, se hicieron a la vela el San Genaro, el Nepomuceno y La Princesa con sus respectivas divisiones. La fragata Santa Rosalía con la suya se mantuvo sobre el ancla en el referido puerto, protestando su Capitán que no la levantaría mientras no recibiese las Órdenes ulteriores que se habían mandado esperar. Es verdad que algunos días después le obligó a mudar de resolución la falta de víveres y las enfermedades que ya empezaban a picar en aquel temple, reputado por el menos sano de toda la Isla, con especialidad en tan ardiente estación. Por esto tomó el partido de irlas a esperar en el puerto de Ajaccio, destinado para la Provincia que convoyaba, pero bien determinado a no hacer el desembarco hasta haberlas recibido directas, claras y decisivas.

Por el contrario Lombardón, representándosele siglos los instantes que se dilataba y habiéndose de hacer el suyo en Argaiola, el primero de los cuatro puertos designados, que se encontraba en aquella costa, llegó a él en pocas horas y desde luego trató de echar en tierra a los jesuitas con tanta inhumanidad como precipitación. Es Argaiola una miserable plaza, distante como dos leguas de Calvi, fortificada con solos dos viejos bastiones, poco más que dos despreciables baterías, y toda la infeliz población se compone de solas 30 ó 40 casas arruinadas, donde no cabían ni aun en pie los 500 jesuitas de que constaba el convoy de la Provincia de Andalucía. Hallábase absolutamente desprovista de todo género de víveres y de bastimentos, no habiendo los suficientes ni aun para el reducido paisanaje, que se sustenta con extraña parquedad y economía. Nada de esto le hizo fuerza al duro Capitán de La Princesa y arrojó a los jesuitas en aquella casi desierta playa, como pudiera a una porción de reses muertas y podridas para que no inficionasen el Navío.

Era muy pública en todos los convoyes la noticia de que los Capitanes aún no habían recibido Órdenes positivas para desembarcarnos y que sólo se gobernaban por el preciso parecer del Residente en Génova para efectuar la resolución que habían tomado. Habíase también rezumado la voz entre los jesuitas de que algún Capitán se había dejado decir que, si se los echaba en tierra sin esperar las Órdenes de la Corte, «sería por condescender con el impaciente hipo de los mismos Padres, que estaban reventando por saltar a tierra». Traslucíase en esta incauta expresión el pensamiento que ya agitaban de cargarnos a nosotros de todo el desacierto de la precipitada determinación, en caso que no fuese aprobada su conducta. Por todas estas consideraciones, luego que Lombardón intimó a los Padres de su convoy la Orden del desembarco con la expresión de que «así se lo mandaba Vuestra Majestad», pareció al P. Provincial de Andalucía precisa diligencia pedirle, como la pidió con la más religiosa modestia, para su resguardo que se sirviese mandarle dar un testimonio o a lo menos una simple certificación de la referida Orden para que siempre constase que el no haber desembarcado en el Estado Eclesiástico, como lo prevenía vuestra Real Pragmática, sino en la Isla de Córcega, no habían pendido de ellos, sino precisamente de las nuevas Órdenes que se les comunicaban a vuestro Real Nombre. No es ponderable lo mucho que se exasperó el ánimo de aquel Oficial al oír una súplica tan justificada y expuesta con la más atenta sumisión. Su respuesta fue muy propia de su violento genio y de su espíritu arrebatado. Dijóles que «el primer capítulo de sus Instrucciones era de no tratar con los jesuitas». Y sin contestarlos más, les volvió groseramente las espaldas.

Con este incivil despacho echó en tierra a los afligidos Padres, llenos de nuevo dolor y amargura. Ésta creció hasta lo sumo cuando se vieron sin alojamiento, sin víveres y sin tener los más donde ponerse a cubierto, de manera que muchos estuvieron por algunos días y por algunas noches expuestos al rigor del sol y a la inclemencia del sereno, durmiendo en el campo y en las calles, entregados como a discreción a la estación más fogosa de todo el año y al clima más ardiente que se conoce en Italia. Olvidado Lombardón de toda humanidad, trató con desprecio estos trabajos y, dejándolos sumergidos en ellos, se hizo a la vela con el rumbo para España. Viéndose aquellos Padres en un abandono tan ajeno de vuestra Real piadosísima Intención, y reconociendo que les era imposible subsistir en un lugar tan miserable, se aconsejaron con el Derecho Natural, superior a toda humana ley, y determinaron refugiarse en Calvi todos los que no hallaban alojamiento ni subsistencia en Argaiola, y efectivamente lo puso en ejecución la mayor parte de la Provincia de Andalucía.

Mientras tanto iban navegando para Calvi los dos convoyes unidos que mandaban el San Genaro y el Nepomuceno. Éste llevaba a aquél como tres millas de ventaja y, continuando el mismo viento, debía fondear en el puerto con bastante anticipación. Sospechóse, no sin algún fundamento, que no lo llevaba bien D. Diego de Argote, Comandante del San Genaro, porque habían precedido algunas competencias un poco vivas entre los dos Navíos sobre cuál de los dos era más velero, y como el efecto parece que lo iba a decidir en favor del Nepomuceno, se creyó que Argote se aprovechó de un incidente, que le pareció muy oportuno a lo menos para retardar este decisión.

Aún no habíamos salido del golfo de San Florencio cuando se avistó el convoy de Aragón, mandado por Barceló, que doblaba el Cabo Corso. Inmediatamente destacó Argote a un Oficial en su bote con Orden al Comandante del Nepomuceno para que se virase de bordo y esperase al convoy de Aragón para entregar una carta a Barceló, en que le prevenía que dirigiese el rumbo a San Florencio, se incorporase al convoy de Toledo y unidos hiciesen vela para Ajaccio. Túvose esta carta por puramente oficiosa y despachada sin otro fin que el de detener al Nepomuceno para que no se le adelantase al San Genaro, pues por lo demás ni Barceló se consideraba dependiente de Argote por lo respectivo a su convoy ni efectivamente estimó la Orden que se le comunicaba en aquella carta, puesto que, sin tocar en San Florencio, siguió su derrotero hacia Ajaccio.




ArribaAbajoCalvi

Pero, si la carta no produjo el efecto que sonaba, logró con grandes ventajas (que pudieron ser fatales) el que se sospechaba que verdaderamente pretendía. Por la precisa detención para esperar al convoy de Barceló, se adelantó el San Genaro al Nepomuceno y aquel mismo día como a las 7 de la tarde echó felizmente el ancla en el puerto de Calvi. Seguíale a no larga distancia el Nepomuceno con esperanza de la misma felicidad. Iba ya a doblar la punta del Cabo que abre el referido puerto por la parte de levante cuando se levantó un impetuoso y deshecho sur, que le retiró mar adentro y amaneció el día 16 entre las costas de Génova y de Córcega a igual distancia de unas y otras con corta diferencia. Y, aunque con diferentes bordos se acercaba un poco al puerto por las tardes, en llegando la noche se arreciaba más el viento que, favorecido del ímpetu de las corrientes, arrojaba siempre el Navío al centro de dichas costas. No es ponderable lo que se padeció en el Nepomuceno en aquellos tres días. Sin embargo de su bella construcción38 y de su imponderable firmeza eran tan violentos los vaivenes que ni los Oficiales ni aun la tripulación podían mantenerse en pie. Volviéronse a marear casi todos los jesuitas y el día 17 murió el H. José Martín, Coadjutor y Boticario del Colegio de Santiago, que ya había salido de España con principio de una tísica incurable. Añadióse a todo la falta de bastimentos, pues ya no había víveres en el Navío más que para tres días, por cuya razón (verdadera o ponderada), aún más que por no poderse encender el fogón, se quedaron los Padres una noche sin cenar. En este cúmulo de trabajos, de peligros y de sustos se pasaron los días 16, 17 y 18 de julio, por la dichosa carta de Argote, hasta que quiso el Señor que en la tarde de este último se mitigase un poco el viento y caminándose una cuarta al oeste pudo entrar el Nepomuceno en el puerto por la acertada maniobra del Capitán y del Piloto Mayor, habiendo dado fondo entre 6 y 7 de la tarde.

Ya no había ni siquiera un jesuita a bordo de todo el convoy que cubría el San Genaro. A todos los había echado en tierra Argote el día 17. Pero ¿cómo? Poco más o menos con el mismo abandono con que Lombardón había arrojado en Argaiola a los Padres Andaluces. Embanastados todos como sardinas en los lanchones, fueron conducidos a la playa con sus pobres bagajes, sin haber precedido la menor providencia ni para alojamientos ni para víveres, no obstante de hallarse actualmente a bordo del San Genaro dos Comisarios que se decían nombrados por el Ministro de Vuestra Majestad en Génova para cuidar del buen trato, hospedaje y bastimentos de los jesuitas. Pero como ambos eran genoveses, ninguno de ellos se atrevió a saltar en tierra, temiendo ser insultados de los corsos, dueños de toda la Isla a excepción de las plazas marítimas. Por lo que se deja discurrir qué providencias podían dar aquellos hombres desde la cámara del Capitán para nuestra subsistencia y para nuestro alojamiento en Calvi, y es bien extraño que no se le hubiese ofrecido este inconveniente al Ministro que hizo un nombramiento tan inútil.

Es Calvi una reducida plaza más fortificada por la naturaleza que por el arte. Elévase sobre un peñón tan escarpado que casi la hace inaccesible, y por lo mismo está más expuesta al cañón y al bombardeo, que en pocas horas la pueden reducir a ceniza, especialmente estando dominada de diferentes padrastos que la sujetan, siendo fácil apoderarse de ellos cualquier enemigo. Su población será como de 300 a 400 vecinos entre la Ciudad y el Burgo, nombrado vulgarmente la Marina, viviendo dos o tres en cada casa. Éstas por lo común son muy altas y muy estrechas, compuestas de estancias tan reducidas como irregulares, a excepción de siete u ocho que tienen algunas piezas decentes y bastantemente capaces. Cuando nosotros desembarcamos, las ocupaba casi todas la Guarnición francesa, que se componía de 2.000 hombres, y los Padres Andaluces, que se habían retirado de Argaiola, estaban apoderados de las del Burgo o Arrabal.

En esta constitución los pobres jesuitas castellanos apenas encontraron dónde meter la cabeza. Veíaseles andar desde las 9 de la mañana hasta muy entrada la noche, cargados con sus colchones, con sus catres (los pocos que tenían) y con sus hatillos, trepando por el asperísimo peñasco que guía a la Ciudad, expuestos al rigor del sol, que fue ardentísimo en aquel día 19 de julio, cubiertos de polvo y de sudor, buscando de calle en calle algún albergue donde recogerse. En esta faena iban iguales el joven y el anciano, el Sacerdote más autorizado y el Coadjutor más humilde, el débil y el robusto: espectáculo que sacó muchas lágrimas aun a los mismos corsos, siendo así que no es la gente de más blando ni más dulce corazón.

A la verdad el Comandante francés despachó algunas boletas para sus alojamientos. ¡Pero qué alojamientos! Aquellos precisamente que no habían querido los mismos franceses por su estrechez, por su indecencia y por su incomodidad. En un cuarto, donde apenas cabían 2 personas, se pretendía que se acomodasen 8 ó 10. Y una casa, en que vivían 3 ó 4 con el mayor ahogo, se destinaba para un Colegio de 30 ó 40 Padres. Finalmente, con esta imponderable desconveniencia, se alojaron, como pudieron, los cuatro o cinco días que tardaron los franceses en evacuar la plaza, habiéndose acomodado como hasta 400 jesuitas en el pobre y reducido Convento de San Francisco, extramuros de la Ciudad, con tanto ahogo que fue preciso durmiese la mayor parte en la Iglesia, tendida toda de camas y colchones, después de retirado el Santísimo Sacramento.

Mientras la Guarnición francesa ocupó la plaza, ninguna hostilidad cometieron las tropas del General Paoli, que estaban a su vista para apoderarse de ella luego que la evacuasen los franceses. Dejaban entrar libremente los bastimentos y había bastante abundancia de víveres, aunque a precio muy subido; corto, pero al fin parte de alivio y de consuelo para los infelices desterrados después de tantos trabajos.

Habíanse lisonjeado los Paolistas de que los franceses evacuarían la plaza antes que llegase a relevarlos la Guarnición genovesa que se esperaba, figurándose no se qué indicios que los fortificaba en esta alegre esperanza. Pero un accidente fatal la desvaneció enteramente. Quiso un centinela registrar a una mujer que conducía un haz de leña, con el recelo de que dentro de él conducía algunas armas. Seguía a la mujer un corso disimulado que era de la facción de Paoli. Opúsose al registro y, presentándole el centinela francés la bayoneta, el Paolista con más arrojo que consideración le disparó un pistoletazo, hiriéndole ligeramente en una mano. Alborotóse toda la Guarnición francesa y, recelando alguna sorpresa, tomó las armas. Siguieron algunos franceses al corso, que inmediatamente se puso en precipitada fuga. Disparáronle inútilmente algunos fusilazos, pero él, a beneficio de la ligereza de sus pies, se libró de todos. Este incidente, desaprobado de los mismos Paolistas, mudó el semblante de las cosas. Entraron los franceses en desconfianza de los habitantes de Calvi, desarmáronles a todos, registraron todas las casas sacando de ellas cuantas armas encontraron, y suspendieron la evacuación de la plaza hasta que llegaron los genoveses.

Efectivamente arribaron éstos a la playa el día siguiente, que se contó 23 de julio. Era su escaso número de solos 170 hombres repartidos en una Galera de la República y en otra embarcación de menor porte. Intentaron los Paolistas oponerse a su desembarco, levantando a este fin una pequeña batería. Pero los Navíos de Vuestra Majestad que todavía se mantenían en el puerto, los favorecieron, intimando a los Paolistas que tirarían contra ellos si perdían el respeto a la bandera de España, disparando a su vista contra los genoveses, amigos de la Corona.

Respetáronla los corsos y dejaron desembarcar a los genoveses con toda tranquilidad. Con la misma se embarcaron los franceses en los navíos de transporte que habían conducido a los jesuitas, después que entregaron la plaza a las tropas de la República.

En el mismo punto que aquéllos se hicieron a la vela, y luego que salieron del puerto nuestros dos Navíos de guerra, comenzaron las hostilidades de los corsos. Bloquearon prontamente la plaza dejándola sin alguna comunicación por parte de tierra. Cortáronla los víveres con rigurosa prohibición a los paisanos de que nada absolutamente metiesen en ella. Pretendieron quemar un molino de viento que está debajo del cañón, aunque con desgraciado efecto. Intentaron hacer lo mismo con dos fuentes que surten de agua dulce a la plaza. Hicieron saber a los 400 jesuitas, amontonados más que alojados en el Convento de San Francisco, que debían retirarse inmediatamente de él, como al punto lo ejecutaron sin experimentar la más mínima extorsión por parte de los corsos, en cuyo campo había hecho publicar un bando el General Paoli, imponiendo pena de la vida a cualquiera que hiciese el menor insulto a las personas ni a las cosas de los jesuitas, de cuya desgraciada suerte se manifestaba muy compadecido. Apenas salieron del Convento, cuando se apoderaron de él los Paolistas, sin que el diario fuego de la plaza pudiese desalojarlos de aquel puesto todo el tiempo que duró el bloqueo, sin embargo del grande estrago que hizo el cañón y principalmente una bomba en el edificio. Levantaron a la orilla del mar una batería, montando en ella dos cañones de a 20, con los cuales incomodaban mucho a las embarcaciones que entraban en el puerto con algunos víveres, tanto que al fin se retiraron todas, menos algunas pocas de corto buque, que podían abrigarse del cañón de la plaza, arrimándose a la bahía contraria cuando el mar estaba tranquilo.

Temióse ni sin graves fundamentos que la plaza fuese asaltada por los Paolinos la misma noche del día en que la ocuparon los genoveses, o por lo menos antes que llegase el segundo refuerzo que se esperaba, así por el escaso número del primero como por no darles lugar para enterarse de los flancos del Presidio ni de fortificar las cortinas más expuestas al asalto. Reforzáronse aquella noche todos los puestos y con efecto hubo en ella una alarma falsa que puso en movimiento a toda la Guarnición y consternó a toda la Ciudad, ocasionada de cierta ilusión de un centinela. Y se supo después que efectivamente habían resuelto los Paolinos intentar la escalada entrándolo todo a sangre y fuego. Y lo suspendieron temiendo ser descubiertos a favor de la claridad de la luna y de la serenidad de la noche, confesando que, si hubieran dado el golpe, sería imposible obedecer las Órdenes de su General respectivas a los jesuitas en aquella confusión, y que correrían los Padres el mismo peligro, expuestos a igual furor que el soldado y el ciudadano.

Todo esto lo tenían bien consentido los 900 jesuitas, castellanos y andaluces, que se hallaban encerrados en aquella pequeña plaza, y en esta lastimosa constitución los dejaron los Navíos de Vuestra Majestad cuando se retiraron de ella. Éste fue el descanso de los trabajos padecidos en una navegación tan larga como penosa, sin contar los que se devoraron en España desde el punto de nuestro arresto, los cuales son más para ser considerados que para referidos.

Duró el bloqueo desde el día 27 de julio hasta el 20 de setiembre, en cuyo tiempo no cabe en la ponderación el ejercicio que ofreció el Señor a nuestro sufrimiento. Por lo general estábamos todos no tanto alojados cuanto amontonados unos sobre otros en unas desdichadas casas y en unos cuartos lóbregos, que serían rigurosa prisión para unos hombres facinerosos. Sin carnes, sin legumbres, sin huevos, sin pescado ni fresco ni salado, para mantenernos, salvo algunos pocos sujetos de los que vinieron en las embarcaciones menores, cuyos Capitanes tuvieron la piedad, unos de regalarles y otros de venderles alguna provisión de bacalao, alubias, harina, garbanzos y chocolate, de la que había sobrado en la navegación. El ordinario y escaso alimento de los demás se reducía a unas sopas de ajo, a unas habas duras o a un puñado de arroz, sin otro condimento que un poco de agua y sal. Y aun este miserable sustento a precio tan excesivo por lo desproveído de la plaza y por el aumento de tanta gente que apenas alcanzaba la pensión que nos consignó vuestra Real Benignidad para su satisfacción, contándose, como se debe, lo que costaba la casa, la leña, el aceite, el pan, el vino y aun el agua. No era este último el menor renglón por la dificultad y aun por el peligro de conducirla de las dos únicas fuentes que, como dijimos, estaban al tiro del cañón fuera de la plaza. Defendíalas a la verdad un Castillejo y un pobre Fortín que las dominaba, guarnecido aquél con un solo cañón y con 30 ó 40 fusileros, y ocupado éste por un pequeño destacamento de 10 ó 12 hombres, que desde él batían a los corsos. Pero, aprovechándose éstos de lo defendido y peñascoso del terreno, respetaban poco al Fortín y al Castillejo, porque, cubriéndose entre las peñas y entre las quebradas, y abrigándose con los muros de las heredades, se avanzaban algunas partidas hasta poder disparar a golpe seguro sobre el único camino que conducía a las fuentes y a los lavaderos: peligro que acobardaba a los paisanos y por eso apenas se encontraba quien se quisiese exponer a tanto sino a fuerza de un crecido interés. No teníamos nosotros caudal para satisfacerlo. Y como por otra parte sólo a los jesuitas se les dejaba libre el camino de las fuentes en virtud de las humanas y compasivas Órdenes del General Paoli, nos veíamos precisados a ser nosotros los conductores o acarreadores del agua que necesitábamos para nuestro consumo. Ocupábanse en este humilde y penosísimo ejercicio tanto los Sacerdotes como los Hermanos Coadjutores, tanto los ancianos menos débiles como los mozos más robustos. Y era espectáculo que verdaderamente sacaba muchas lágrimas al dolor y a la ternura ver todas las mañanas a los Novicios y a los jóvenes, criados muchos de ellos en sus casas con la mayor delicadeza y con el mayor regalo, verlos, digo, cargados de cántaros, barriles, porrones y vasijas, caminando a una fuente distante media milla de la plaza por una senda escabrosísima entre las partidas de sitiadores y sitiados, que continuamente se estaban disputando aquellos puestos, no sin notorio peligro de los intrépidos, caritativos y nobles Aguadores, que despreciaban generosamente su vida por conservar la de sus Hermanos. Ni se piense que este peligro era imaginario, pues en cierta ocasión rompió una bala el asa de un cántaro que porteaba un Novicio.

A esta peligrosa economía nos obligaba la necesidad de ahorrar todos los gastos posibles. Pero no lo era el ahorro de los muebles inexcusables para la conservación de la vida. En casi todas las infelices casas, en que fuimos alojados, no encontramos más que las ahumadas y asquerosísimas paredes, unas sin puertas, algunas sin ventanas, y en las más eran éstas figura de lo que habían sido, pero destrozo y desencuadernada formación de lo que eran. Fue preciso comprar desde la más infame vasija, desde el trasto menor de la cocina hasta el mueble más indispensable, pues en las más de las casas no había una mesa para comer, pero ni aun triste banquillo para sentarse. Nacía esta lastimosa desnudez de las habitaciones de que el Comandante de la plaza por la República de Génova había hecho salir de ella a todos los que sospechaba infidentes, que eran un crecido número, y éstos por lo general al salir de sus casas se llevaron consigo hasta los clavos, dejando solamente las paredes para que de nada se aprovechasen los genoveses. Nosotros no se las podíamos comprar porque no alcanzaban a tanto las fuerzas de la pensión. Mucho menos nos era posible encargarlas de nuevo, porque sobre el coste del material se añadía el de los Oficiales, los cuales comenzaron a subir el precio de sus salarios al paso que iba creciendo cada día el de los víveres. Y como por otra parte no podíamos absolutamente pasar sin los muebles más precisos, de repente hizo la necesidad innumerables Maestros en todas las artes mecánicas, de manera que muchos de los que anochecieron Rectores, Operarios, Maestros y Predicadores, amanecieron al día siguiente Carpinteros, Herreros, Latoneros y Barberos. Dejo a un lado el oficio de Sastres, con cuya habilidad infusa nos encontramos casi todos, pues fue muy raro el que no se vio precisado a coser y remendar por sí mismo su pobre y destrozada ropa blanca y negra por el ningún lugar que nos permitió la sorpresa para proveernos de una y otra. En esta última facultad adelantaron tanto algunos, aun de los Sacerdotes más recomendables y criados siempre en ejercicios muy distintos, que llegaron a ser Maestros de cortar, y no desgraciadamente. Podemos asegurar a Vuestra Majestad sin exageración que la mayor parte de las mesas, bancos, arcas, candiles, catres y otros utensilios inexcusables de que nos servimos son obras de nuestras manos y no precisamente de manos legas sino también consagradas y en otros tiempos ejercitadas en muy diversos Ministerios.

Aumentaba mucho el peso de estos trabajos el continuo sobresalto en que vivíamos de día y de noche. Nada se oía a todas horas sino el estruendo del cañón, el ruido de las bombas y el disparo de la fusilería. Especialmente los que habitaban en la Marina tenían que sufrir, sobre la incomodidad del estruendo, los perpetuos sobresaltos del peligro. Las balas de los corsos acribillaban muchas paredes de las casas que ocupaban jesuitas. Una bala de cañón rompió primero la pared exterior de una de sus habitaciones, horadó después un tabique interior distante tres o cuatro varas de la misma pared, y vino a caer casi a los pies de un jesuita respetable que estaba rezando en otra pieza estrecha muy retirada.

En este tropel de trabajos, de riesgos, de escasez, mala calidad y subido precio de alimentos, crecía más nuestro desconsuelo a vista de los tropiezos que encontraban a cada paso nuestros alivios. Si tal vez lográbamos comprar alguna res para refrigerarnos con un poco de carne fresca, aunque precediese para esto la licencia del Gobernador de la Plaza, al instante se echaba éste sobre la mitad y sobre la mejor parte de ella, pretendiendo que tenían derecho a igual provisión la Guarnición y los vecinos, siendo así que era carne comprada a los corsos enemigos por piadosa condescendencia de su General, pero con la expresa condición «de que sólo había de servir para los jesuitas y de que se había de presentar certificación de sus respectivos Provinciales». Al mismo tiempo que el Gobernador hacía ocupar lo que venía para nosotros con su licencia, publicaba repetidos bandos con rigurosas penas para que ningún vecino ni soldado nos vendiese la más mínima cosa, no sólo dentro de la especie de comida, sino de las más necesarias para la vida como leña, madera, clavos etc., siéndonos necesario recurrir al mismo Gobernador para todas estas menudencias. De manera que las provisiones que compraban los jesuitas con su pobre pensión, se habían de repartir entre todos, pero las que se hallaban en la plaza, aunque las hubiesen costeado los particulares comerciantes, no se podían vender a los jesuitas, verificándose a la letra lo del antiguo y vulgar dicho castellano: «lo mío, mío; y lo tuyo, de entrambos». Bien puede ser que las leyes de la guerra autoricen esta chocante desigualdad, pero fuera de estas leyes no se encontrarán otras que la den cuartel.

Era muy consiguiente a esto que nuestros humildes recursos al Gobernador fuesen desatendidos y nuestras modestas quejas despreciadas. Así lo fueron efectivamente, respondiéndosenos con sequedad que al Gobernador sólo le había encargado su Soberano la defensa y la conservación de la Plaza, no la de los jesuitas; que al Rey de España tocaba mirar por la subsistencia de sus vasallos, y a la República de Génova por la conservación de sus Plazas; que si los Comisarios nombrados por la Corte de España para velar sobre el primer encargo no querían o no podían desempeñarlo, no eran responsables de este descuido o de esta imposibilidad los Ministros de la República.

A la verdad los dos Comisarios genoveses nombrados por vuestro Ministro en aquella República para cuidar de nuestra subsistencia, en los dos primeros meses de nuestro desembarco no dieron la menor señal que acreditase el cuidado de desempeñar su comisión. Bien pudo nacer de falta de proporción por los peligros de la guerra, más que de negligencia o de tibieza en su celo. Ya dejamos referida la ninguna providencia que tomaron en nuestro desembarco ni para nuestra manutención ni para nuestro simple cubierto cuando los Capitanes nos echaron en tierra más abandonados que si lo harían con una piara de animales inmundos, pues con éstos no lo ejecutarían sin haberlos prevenido de antemano pocilgas y provisión de bellotas. Nuestros Comisarios se mantuvieron a bordo por temor de los Paolistas y se contentaron con sustituir su comisión en un sujeto de Calvi39, el más odiado de los corsos y el menos bien quisto de los mismos Calveses. Es decir, en el más desproporcionado para semejante encargo, pues ni podía salir de la plaza para nada sin evidente peligro de la vida, aunque llevase todos los pasaportes necesarios, ni dentro de ella lograba aquel concepto y aquel respeto que era necesario para un Ministerio de aquel peso en tan vidriadas circunstancias.

Por otra parte, el mismo sustituto aseguró repetidas veces que su comisión se limitaba a los precisos términos de recoger, almacenar y vender las provisiones que le enviasen los principales, a llevar la cuenta de los jesuitas que desertasen o muriesen, y a recoger la prorrata de la media pensión que se les había anticipado, regulándola desde el día y hora de su fallecimiento. Así lo ejecutó con exquisita puntualidad en los muchos que han fallecido en esta Ciudad después de nuestro desembarco. Pero, considerando que parecía muy ajena de vuestra Real Magnanimidad una incivilidad tan extraña, como querer recoger el corto sobrante de media pensión entregada ya a los interesados cuatro o cinco meses antes, sin haberles prevenido que debían dar cuenta de ella a otros que a sus inmediatos Superiores, y por consiguiente casi enteramente consumida en la inexcusable prevención de ropa blanca, gastos de enfermedad y costosos funerales, suspendieron prudentemente los Superiores así la cuenta como la entrega de lo que les pedía el diligente sustituto, hasta informarse mejor de vuestras Reales Intenciones, pareciéndoles mientras tanto que acaso sería agravio, más que obsequio de Vuestra Majestad, mostrarse demasiadamente dóciles a la primera instancia de aquel apoderado.

Como éste aseguraba que su comisión se ceñía precisamente a estos limitados y no menos increíbles términos, nos hallábamos los tristes exterminados en Calvi sin tener a quién recurrir ni para nuestra subsistencia ni para poner en oídos del Ministerio Genovés las justificadas quejas de los agravios que estábamos padeciendo, autorizadas con el nombre Augusto de Vuestra Majestad, a cuya Real Protección nos manteníamos. Crecían cada día aquellos agravios o aquellas extorsiones sin que pudiésemos descubrir camino para el remedio. Levantóse tan excesivamente el precio de los escasos alimentos que se encontraban tal vez por alguna rara fortuna, que hasta los mismos naturales se escandalizaban, no dudando lamentarse sin rebozo de que no se pretendía proveer de víveres a los jesuitas españoles cuanto desollarlos y desangrarlos.

Para prueba de esta verdad bastarán sólo los siguientes ejemplares. Cuando estaban los franceses en Calvi, un libra italiana de vaca fresca, esto es una libra de 12 onzas, valía 2 sueldos y 8 dineros; luego que los franceses se retiraron y quedamos solos los jesuitas con los genoveses, se comenzó a vender la libra de vaca fresca a 4 y la salada a 6 sueldos. Antes se compraba una docena de huevos a lo más por 12 sueldos; después no se encontraba menos que por 32. Pagábanse antes 6 sueldos por una libra de tocino; después no se encontraba por menos de 10. Se daban antes los pececillos más baladíes y más ordinarios, cuando más caros, por 2 sueldos la libra; después no había forma de alargarlos por menos de 4, de 6 y tal vez de 8 o de 10, queriendo la codicia de los vendedores que les pagásemos hasta nuestra misma necesidad. A proporción subió el precio del pan, del vino, de las legumbres, de los potajes y de los otros géneros más necesarios para la vida.

Hacémonos cargo de que los mismos efectos, poco más o menos, produce en todas partes el aumento de bocas y la escasez de provisiones. Pero ¿quién tendría la culpa de ésta? Los Comisarios nombrados por el Ministro de Génova para atender al abasto de las nuestras se hallaban ya en aquella Ciudad, donde todos estaban bien informados de nuestra miserable constitución durante el asedio. Sin embargo, mientras éste duró, sólo vinieron tres o cuatro pequeñas embarcaciones con algunas provisiones para la Plaza y para nosotros, reduciéndose éstas a 200 fanegas de trigo, a pocos quintales de bacalao y tocino, y a una corta cantidad de alubias, ajos y cebollas, que luego se repartieron entre los ranchos que se llamaban Colegios, cargándolos a precio bien excesivo. Pero se hizo muy digno de reparo que la provisión de pan para la Plaza vino en harina decente, y la escasa que se destinó para los jesuitas se les entregó en grano, cuando no podían ignorar los Comisarios que había de costar el molerlo donde no había más que un molino de viento casi bloqueado por los sitiadores, y lo más del tiempo inútil por las continuas calmas que reinaban en aquella ardiente estación. Una corta porción de harina, que se nos remitió en cierta ocasión, estaba tan mezclada de arena que nos vimos precisados a venderla, perdiendo la mitad del precio a que se nos había cargado. El bacalao de tan mala calidad, y después de esto tan podrido, que sólo la necesidad de comer algo pudo precisar a tal cual Colegio a recibir alguna provisión. De todos estos hechos hubiéramos deseado sacar testimonio auténtico que acreditase la verdad, pero también teníamos cerrada la puerta a este recurso legal, porque no había en Calvi más que un solo Canciller o Notario o Escribano público que pudiese darlo, y éste, como natural del país y como estrechamente emparentado con los que se sabía tenían interés en que despachásemos sus géneros de la calidad y al precio que nos lo quisieran vender, estábamos bien seguros de que nos negaría aquellos documentos justificativos de las vejaciones que padecíamos.

Es verdad que por dos o tres veces, movidos los Comisarios de la República, no tanto de nuestras representaciones cuanto de los clamores del pueblo y de la Guarnición que se quejaban abiertamente de la despotiquez y tiranía con que se vendían los géneros sin más tasa que la que dictaba a uno la codicia y a otros la necesidad...... Es verdad que por dos o tres veces hicieron como que tomaban alguna providencia para acallar estos gritos, publicando bandos y fijando aranceles en los parajes públicos, que determinaban un precio moderado a varios comestibles. Pero el efecto acreditó que ésta no era más que una mera exterioridad, porque las cosas siguieron su camino sin que se hubiese visto el más mínimo escarmiento que hiciese comprender al pueblo se tomaba con seriedad una providencia tan útil y tan necesaria al Común.

A vista de este cúmulo de trabajos, de desdichas y de vejaciones, no es de extrañar que muchos jesuitas rindiesen la vida, sofocados de su peso, ni que otros mostrasen su flaqueza, cediendo a las sugestiones de la inconstancia, figurándose el alivio algunos pocos en la deserción y otros (no en muy crecido número) en el lícito retiro con las licencias necesarias para separarse legítimamente del Cuerpo a que voluntariamente se habían unido con vínculos no absolutamente indisolubles. De sola la Provincia de Castilla murieron en Calvi en el espacio de cinco meses 25 jesuitas entre Sacerdotes y Coadjutores. Pero debemos confesar que muchos de los difuntos eran de aquéllos que, según el espíritu y aun la letra de la Instrucción, no debieran haber salido de España, o por sus graves enfermedades incurables que ya tenían sobre sí antes de salir de los Colegios, o por su casi decrépita ancianidad que les hacía incapaces de resistir a las incomodidades de tan penoso viaje, salvo que se les quisiese condenar a aquel género de muerte que, sin dejar de ser natural, podía parecer violenta.

Al dolor de verles morir en brazos de la miseria y necesidad, que no podía remediar el más caritativo desvelo, ya por la falta de medios y ya por la escasez lastimosa del país, se añadía la carga de los costosos funerales. Éstos subían mucho de punto para el miserable estado en que nos hallábamos. Por la piedad, por la decencia y por el honor sentamos desde luego la baza de que nuestros entierros se habían de arreglar sobre el mismo pie que las de un Clérigo honesto del país, sin más ni menos pompa que la regular en semejante función. A pesar de esta moderación se nos cargaba tanto por los que se llamaban derechos parroquiales y de sepultura, que en cualquier entierro se consumía casi la tercera parte de la pensión del difunto. Y aunque se nos avisó que aun estando a la costumbre del país, no se procedía en esto con nosotros con la mayor equidad, no teníamos a quién reclamar, porque ni la República de Génova permite que en esta Ciudad se reconozca la Jurisdicción del Vicario Apostólico de la Isla en el fuero contencioso, ni ha dado providencia para que algún otro la ejerza, con que todas las diferencias que se susciten entre personas privilegiadas se ha de ajustar o por composición o al arbitrio del que más puede, sin que los agravios entre ellas, sean de la especie que se fueren, sufran otro recurso legal. En estos términos nos veíamos y nos vemos precisados a rendir la cerviz al yugo que nos quieren imponer en todo lo que pertenezca a funciones sagradas y de la Iglesia.

No fue ligero el que padecimos por espacio de tres meses para lograr el consuelo de celebrar algún día el Santo Sacrificio de la Misa. No hay más, dentro de esta plaza, que la única Iglesia Parroquial, y extramuros el Convento de San Francisco. La Parroquia es pobrísima y su Sacristía verdaderamente miserable en punto de ornamentos, bastos, groseros y por la mayor parte destrozados: las casullas de lana, y no de la más fina, las albas de un lienzo que puede equivocarse con la estopa, los cálices de bronce menos las copas. No hay ni una triste vinajera de vidrio común ni una campanilla para hacer señal de la elevación. Los misales lastimosos y sólo seis altares en que se pueda celebrar. Los Sacerdotes jesuitas, que estaban dentro de Calvi, pasaban de 500. Los más no habían podido lograr el consuelo de ofrecer al Señor el Santo Sacrificio ni una sola vez desde nuestro arribo. Deseaban todos con vivas ansias fortalecerse con aquel pan celestial que comunica vigor a los más débiles, recibiéndolo en la función más sagrada de su elevado Ministerio. Hacíanse cargo de la imposibilidad de ejercerla todos, ni los más, con la frecuencia que ansiaba su devoción y su consuelo, porque sobraban Sacerdotes, pero faltaban altares, no se encontraban ornamentos y no había hostias para el Sacrificio. Esta última falta fácilmente la suplió un jesuita Sacerdote muy distinguido y muy estimado por todas sus circunstancias, constituyéndose voluntariamente fabricante y proveedor de hostias para todos sus Hermanos, pero la falta de altares y de ornamentos no era fácil ni posible repararla.

Al principio nos franqueó la Iglesia los 5 más comunes y más pobres que tenía, con los cuales se celebraban 20 ó 30 cada mañana, alternando los Sacerdotes entre sí para que alcanzase a todos o a los más este consuelo. Pero duró poco este espiritual alivio, porque pretextando los Clérigos adictos a la Parroquia que se trataban con menos cuidado o aseo las vestiduras sagradas, y alegando lo mucho que se deterioraban con tan continuado uso, las retiraron de repente, ponderando el detrimento que padecía la Iglesia, y no descuidándose en darnos a entender su extremada pobreza. Penetróse luego el verdadero fin a que se dirigía aquella economía, pero no la más atenta ni la más caritativa resolución. Y aunque no había de doler poco a unos hombres acostumbrados a que sus Iglesias, así en España como en toda la Cristiandad, fuesen el refugio de todos los Sacerdotes pobres, vecinos y forasteros, extranjeros y naturales, franqueándoseles liberalmente no sólo los ornamentos sino todo el coste de la oblata, que no era el menor renglón al cabo del año, pero al fin haciéndonos cargo de que la pobreza era verdadera, aunque un poco ponderada, y que efectivamente era menester que los ornamentos padeciesen algo más con el mayor uso, se les ofreció una decente ayuda de costa por parte de la Provincia para que se convirtiese en los gastos tanto de su limpieza como de su reparo.

Admitiéronla con el mayor gusto los Clérigos italianos. Y aunque se supo después por las quejas y murmuraciones de los mismos naturales que, lejos de convertir aquel socorro en el fin a que expresamente se había destinado, los Pretes lo habían repartido entre sí, aprovechándose de él personalmente, pero al fin, después que lo recibieron, nos volvieron a franquear no ya 5 recados como antes, sino solos 3, alegando que los otros 2 los reservaban para ellos mismos, pero con la protesta de que esto sólo había de durar hasta que viniesen de España los ornamentos que el Comisario D. Luis Gnecco en carta de Oficio nos había escrito que nos enviaba la piedad de Vuestra Majestad o hasta que llegasen de Génova los que sabían ellos que así algunos particulares como algunos Colegios habían pedido por excusar los sonrojos y las desazones que frecuentemente se padecían con algunos de los mismos Clérigos, no los más templados ni los menos quisquillosos. Servímonos en esta conformidad como unos 20 ó 30 días de los tres ornamentos, no habiendo apenas mañana sin algún enfadoso tropiezo. Y pareciéndoles a los buenos Pretes que se retardaban demasiado los Oratorios que se esperaban de Génova y España, o quizá con la esperanza de que la necesidad nos obligase a alargarles otro nuevo socorro, hicieron entre sí una especie de conventículo secreto, sin contar para nada con el Preboste o Párroco de la Iglesia, aunque era cabeza de ellos por muchos títulos, y determinaron retirar segunda vez aquellos pocos ornamentos con la incivilidad de no habernos prevenido con el menor aviso, hasta que los Padres, al irse a revestir, se hallaron con aquella novedad.

Censuróse mucho esta acción en todo el pueblo y, avergonzado del hecho algún otro Prete, quiso echar la culpa de todo a su Preboste40. Pero la verdad es que ninguno la sintió más altamente que él, no sólo por su intrínseca torpeza y disonancia, sino por el ningún respeto que se tuvo ni a su persona ni a su Ministerio, cuando por Párroco, por el Oficio de Pro-Vicario General, aunque sin ejercicio en el fuero externo en atención a las políticas disposiciones de la República, y por cabeza de la Congregación de los mismos Sacerdotes, a la cual pertenecían los ornamentos, parece no debieran haber tomado en su Iglesia una resolución tan extraña y tan violenta sin su noticia y aun sin su consentimiento. Convocó a la Congregación y se quejó sentidamente de una acción que calificó de poco racional, de nada caritativa, de menos cristiana y de muy ajena tanto del venerable y sagrado carácter de los que la habían ejecutado como del de las respetables personas contra quienes se había dirigido, las cuales eran muy dignas del más atento y más compasivo respeto, aun prescindiendo de otros innumerables motivos por sola su presente miserable situación. No contento con estas sentidas quejas, allí mismo exoneró al autor o incitador general de aquella violencia, de cierta incumbencia que le había encargado en la misma Iglesia, y era arbitrario en el Párroco continuarla o revocarla cuando lo juzgase conveniente. Mas ni por eso revocó su acuerdo la venerable Congregación. Y no fue poco que al determinado ya de recoger los ornamentos, no se añadiese también otro de negarnos los altares, corroborándolo con otro tercero de excluirnos de la Iglesia, pero esta última resolución no les tendría mucha cuenta, a lo menos respecto de los jesuitas difuntos, cuyos frecuentes entierros recompensaban con ventajas los perjuicios que, a su económico modo de discurrir, les ocasionaban los vivos.

Desde entonces todos los jesuitas, que quieren celebrar en la Parroquia, han de llevar no sólo la cera, la oblata y los demás vasos necesarios para el Santo Sacrificio, como se había hecho siempre, sino el Misal y las sagradas vestiduras, valiéndose ya de las que compraron algunos particulares a costa de su reducida pensión, cercenando al alimento del cuerpo lo que añadían al sustento del alma, ya de las que hicieron venir de Génova algunos Colegios en cuyas estrechas y desaseadas casas no se encuentra sitio a propósito ni para la decencia ni para la comodidad del Oratorio. De manera, Señor, que después de las fatigas que nos cuesta lograr alguna vez el consuelo de ofrecer al Señor el tremendo Sacrificio, tenemos que sufrir los gastos que nos trae, no poco considerables a la verdad en nuestra pobre y triste constitución. Hasta ahora estábamos privados por una de nuestras más inviolables leyes de recibir el más mínimo estipendio por razón de nuestras Misas. Ya no podemos aliviar con ellas nuestra pobreza como lo pueden hacer los demás Sacerdotes Seculares y Regulares, sino que es preciso ser mayor cuantas más Misas celebramos, porque cada una de ellas nos cuesta nuestro dinero. Otros Sacerdotes cuentan con la corona para su sustento, nosotros debemos contar con la nuestra para nuestro ayuno. Otros viven dignamente del altar a quien sirven, nosotros no podemos servir frecuentemente al altar sin tener menos con que vivir.

Hemos fatigado la Soberana atención de Vuestra Majestad con estas menudencias sólo para hacer ver que absolutamente nos es imposible subsistir, no decimos ya con aquella religiosa decencia que pide nuestro estado, pero ni aun con la miseria del Clérigo más pobre y más infeliz, si nos hemos de mantener precisamente con la pensión que la piedad de Vuestra Majestad se ha dignado consignarnos. Es muy natural que, el que violentó vuestra Real Magnanimidad a tan limitada consignación, sólo tuviese presente que, no pidiéndose en España mayor congrua para la decente sustentación de un Clérigo Secular que la de 100 ducados de vellón, que equivalen a 3 reales cada día, no sólo era suficiente sino superabundante la de 4 reales diarios para un Sacerdote Regular, que por razón de su estado debe hacer vida más abstinente y más austera. Alucinado él mismo con este paralogismo, es muy verosímil que con el mismo pretendiese sorprender el magnánimo corazón de Vuestra Majestad. Pero vamos a demostrar su insubsistencia con un sencillo y conveniente paralelo.

El Clérigo Secular, a quien se le consideran sólo 3 reales diarios de congrua, está en su patria y por lo común en su misma casa nativa. Nosotros nos hallamos los más a muchos centenares de la nuestra y en un país tan desconocido para nosotros como nosotros lo somos para él. Aquél se halla desde luego con casa pagada y puesta; nosotros tenemos que pagar a precio excesivo las paredes y el simple cubierto, con la precisión de comprar desde el mueble más despreciable hasta el ajuar más decente entre los que son absolutamente necesarios. Aquél, por infeliz que sea, nunca está tan únicamente atenido a su congrua que no logre algunos socorros y limosnas; nosotros estamos tan precisamente adheridos a nuestra pensión que de ninguna parte podemos prudentemente esperar el más mínimo socorro, porque no solamente tenemos enteramente cerrada la puerta para que nos venga de España, sino tomados del todo los caminos por donde puede llegar a nuestros parientes y amigos ni aun la noticia de nuestra necesidad. Aquél puede ser socorrido de los propios y de los extraños con el consuelo de que, si ejercitan esta obra de misericordia, se les aplaudirá como un acto de caridad; nosotros no lo podemos ser ni aun de nuestros mismos padres, sin el dolor de que por el mismo hecho se constituirían reos de Estado. Aquél logra en su misma corona un fondo casi diario por lo menos de otros dos reales más, que suelen ser el menor estipendio de una Misa; nosotros sólo tenemos en la nuestra otra necesidad más de nuevos gastos, si queremos ejercer el sagrado ministerio del altar. Aquél, a lo sumo, sólo tendrá que hacer el coste de la cera y de la oblata, cuando celebra en la Iglesia más necesitada; nosotros tenemos que comprar o que pagar hasta los mismos ornamentos, si queremos celebrar. Aquél, en fin, vive en un país donde la abundancia de los abastos y el celo del Ministerio público regula el precio de los géneros con toda la posible moderación; nosotros estamos aislados en un infeliz Presidio, donde la escasez de todo y la connivencia o la voluntaria ignorancia, cuando no se mezcle también el interés personal de los que podían remediar mucho, dejan correr el desorden al arbitrio de la codicia, ansiando por los pesos duros de España con un corazón más duro que los mismos pesos. Dígnese ahora Vuestra Majestad de considerar si sería justo el cotejo que se hace de los 4 reales diarios, que se nos señalan, con los 3 que consignan las más de nuestras Sinodales para la congrua sustentación de un Clérigo honesto en las Provincias de España.

No se debe creer que hubiésemos mejorado de fortuna después que cesó la guerra y se firmaron las treguas por un año entre los Genoveses y Paolistas. A la verdad hay ahora alguna mayor provisión de víveres (la cual nunca se puede llamar abundancia), así por la generosidad que ha usado con nosotros el Jefe de los descontentos como por la seguridad y libertad con que entran en el puerto los bastimentos que quieren conducirlos. Es cierto que el Jefe Paoli comunicó a todas las plebes y pueblos de la Isla, que le obedecen, las Órdenes más estrechas para que franqueasen a los jesuitas por su justo precio las carnes, vinos, aceites y demás géneros que produce el país y no fuesen necesarios para la subsistencia de los naturales. También lo es que en virtud de estas Órdenes y con el permiso, así del referido Jefe como de nuestro Comisario D. Luis Gnecco, se internaron en las plebes más inmediatas a Calvi algunos de nuestros Procuradores para hacer algunas provisiones. Pero ¿qué adelantamos con esto? Poco o nada. Los precios con corta diferencia son tan excesivos en el país como dentro de la Plaza. Igualmente allí que aquí nos hacen pagar nuestra necesidad. Añádase que, recelosos los corsos de que la Guarnición se aproveche también de los géneros que nos franquean a nosotros, para precaver este peligro han dispuesto que así las carnes como los demás comestibles con que nos acude el paisanaje, se vendan precisamente en el Convento de los Capuchinos, puesto que ocupan sus armas, adonde deben recurrir personalmente los jesuitas, a quienes se les reparte lo que precisamente necesitan para ellos con intervención del Oficial que manda aquella Guardia avanzada. Ésta dista de la Plaza como media legua de un camino sobradamente escabroso y es terrible pensión haber de andarlo todos los días para tener qué comer, sin contar los muchos que ni a pie ni a caballo se puede andar por los furiosos y frigidísimos vientos que reinan con frecuencia en este país, especialmente en tiempo de invierno. En ellos no hay otro recurso para el sustento que al arroz y a las sopas de aceite.

Fuera de eso padecemos otras muchas vejaciones de los Comisarios que mandan dentro de la Plaza. Si viene alguna embarcación de los puertos que obedecen a Paoli, fletada y cargada ya de las provisiones por nuestra cuenta, aunque para fletarla y para cargarla hubiese precedido la licencia de los mismos Comisarios, que por ningún título era necesaria, lo primero se le obliga a hacer la cuarentena por lo menos de cuatro días, siendo así que en toda la Isla se goza de la más perfecta sanidad. Lo segundo se echan sobre ella los Comisarios y, con el pretexto de que deben de surtir la Plaza, toman todo lo que quieren de nuestras provisiones y nos dejan las que se les antoja, pretendiendo que les agradezcamos aquello que no nos usurpan. Si las embarcaciones vienen de otros puertos y su carga es de cuenta de los mismos Patronos, inmediatamente se apoderan de ellas con severa prohibición de que se venda nada a los jesuitas, hasta que los Mercaderes y los particulares hagan sus provisiones, llevando en una y otra providencia el codicioso fin de que, en acabándose las nuestras, nos obligue la necesidad a tomar las suyas, aunque sean de mala calidad y al precio que ellos nos las quisiesen vender.

Éste es el verdadero objeto que se proponen en precisar a que hagan una cuarentena, tan perniciosa como voluntaria, todas las embarcaciones que vienen de los puertos que obedecen al General Paoli: retirarlas o retraerlas de esta Bahía para que, faltando la abundancia de bastimentos, se les facilite a ellos el despacho de los que tienen almacenados en excesiva cantidad. Y con efecto logran su torcido intento, porque, noticiosos los Patronos de la vejación que les espera en el puerto, donde se han de mantener a bordo por lo menos cuatro días, consumiendo sus víveres inútilmente y precisados por este excesivo gasto a cargarlo en el precio de los géneros con peligro de que se acobarden los compradores o no concurran a él o, si se animan algunos barcos a pasar por aquella extorsión, se encuentren con otras que cada día se inventan para obligarles a retirarse con su carga, aun después de tenerla concordada los jesuitas. Así sucedió con una tartanilla de Isola Rossa, cargada de pasas y de higos, que, después de concertada toda la carga por algunos Colegios, desapareció del puerto por la noche, u hostigada de las nuevas vejaciones a que la querían sujetar, o sobornada de los que tenían interés en que no nos proveyésemos de aquellos géneros para asegurar la expedición de los suyos.

En este particular no cabe en la ponderación lo mucho que padecemos, y en su comprobación expondríamos a Vuestra Majestad una larga serie de hechos, si su misma inverosimilitud no arriesgara el crédito de nuestra verdad, cuando nos es imposible abrigarla con testimonios justificativos, no sólo por el fundado temor, sino también por la experiencia que tenemos, del injusto tesón con que se nos niega por el único que está autorizado para franquearlos. Baste hacer presente a Vuestra Majestad que, interesándose todos los naturales, tanto genoveses como isleños, tanto Nobles como plebeyos, en que les compremos a ellos los géneros que les producen sus posesiones o aquéllos en que negocian en su comercio, no perdonan a medio alguno de cuantos puede discurrir su sagacidad perspicacísima y delicadísima en esta materia para que ningún otro les perjudique en este interés y para obligarnos a que pospongamos las conveniencias del nuestro a las ventajas del suyo.

Hasta aquí hemos expuesto a Vuestra Majestad con la pureza más exacta todo lo que padeció el grueso de la Provincia de Castilla desde el primer instante de su arresto hasta cinco meses después que fue arrojada en tierra con tanto abandono en el estrecho Presidio de Calvi, haciendo presente a vuestra Real Justificación los excesos que se cometieron tanto en la ejecución del arresto como en la navegación y en el desembarco, no sólo contra las benignas intenciones sino contra las Órdenes más expresas y más precisas de vuestra Real Pragmática, y contra los capítulos más claros de las Instrucciones públicas. Permítanos ahora vuestra Real Benignidad que añadamos al natural desahogo de nuestro agudo dolor el que por iguales motivos nos debieron causar los muchos que se ejecutaron con los Procuradores y enfermos de todas las Provincias que se quedaron en España por vuestra Real Orden hasta formalizar sus cuentas o esperar la decisión en sus enfermedades.




ArribaAbajoLos que se quedaron en España

Por lo que toca al primer golpe de la prisión, de la custodia o del depósito, como se le quisiere llamar, generalmente hablando padecieron las mismas vejaciones, ultrajes y atropellamientos de nuestra inmunidad que padecimos todos los demás, respecto de que casi todos se hallaban en sus respectivos Colegios al tiempo que fueron embestidos en aquella famosa noche o mañana del día 3 de abril. Después que, evacuados los Colegios, se les depositó a todos en diferentes Comunidades, a excepción de dos cuya custodia se encargó a Sacerdotes Seculares, fue muy distinta su suerte, según el diverso modo de concebir de sus Prelados. Algunos, haciendo la debida justicia a la piadosa intención de Vuestra Majestad, bastantemente manifestada en la Pragmática, trataron a sus desgraciados y afligidos huéspedes con toda la humanidad y con toda la decencia que ésta les prescribía, sin escasearles todos aquellos alivios y consuelos que no se oponían a las demás Órdenes Reales. Y debemos confesar en testimonio de nuestro reconocimiento que en este particular se distinguieron mucho por punto general los RR. PP. Benedictinos y los RR. PP. Mercedarios. Dijimos «por punto general», porque no faltaron algunos de los primeros que se dejaron preocupar de un pánico terror, y contra todos los impulsos de su religiosa y generosa inclinación (como lo creemos) trataron a los jesuitas que se les confiaron con un modo que seguramente no pudo ser de la aprobación ni mucho menos del agrado de Vuestra Majestad. De esto hemos dado ya convincente testimonio cuando hablamos de los Novicios enfermos que se quedaron en el Monasterio y Hospital de San Juan Bautista de Burgos.

Otros Prelados de diferentes familias, dominados del mismo terror o escrúpulo, se negaron, en cuanto les fue posible, a toda comunicación y trato con los custodiados, no sólo prohibiéndola severamente a sus súbditos, y alguno con riguroso precepto de Santa Obediencia, sino inhibiéndose ellos propios a sí mismos. Uno de ellos observó con tanto rigor esta inhibición que sólo vio al jesuita depositado en su Convento cuando lo recibió en él y cuando lo despidió para dirigirse a Cartagena. No parece verosímil que un Religioso, y sobre Religioso Superior de su Comunidad, tratase con tan inhumano desvío a un afligido que no estaba excomulgado ni su comunicación con el Prelado prohibida por Su Majestad ni por algún otro legítimo Tribunal, a no haberse apoderado de su corazón un miedo imaginario que le dejó sin arbitrio para obrar racionalmente y para considerar que no puede haber ley humana que nos obligue a faltar al primero y máximo precepto de la Ley Divina, que es el de la caridad con Dios y con el Prójimo. La misma Carta Circular del Conde de Aranda lo prevenía así en el capítulo 26, en que habla de los Procuradores, Ancianos y Enfermos «detenidos en los Conventos». Dice que han de permanecer en ellos «sin comunicación externa, a disposición del Gobierno». Luego no prohíbe absolutamente la «interna» con los individuos de la misma Comunidad, pues, aunque más abajo añade que los Superiores deben cuidar de que sus Religiosos no tengan trato con los jesuitas detenidos, no excluye el de los mismos Superiores, antes parece que positivamente lo supone cuando sólo exceptúa sus súbditos, y en todo caso concluye encargando que sean asistidos «con toda la caridad Religiosa». ¿Y era por cierto una asistencia muy caritativa tener hospedado dentro de su casa por espacio de dos o tres meses a un Religioso respetable y no darle la cara sino para encerrarle y despedirle? Volvemos a decir que un despego tan ajeno de toda humanidad no es presumible en un corazón religioso, y mucho menos en el de un Prelado, sino en fuerza de una gran perturbación.

Pero a la verdad, aunque fuese tan cruel la prolija soledad que padecieron algunos de los detenidos que cayeron en manos de Prelados Regulares de la misma complexión, se les pudiera por otra parte hacer apetecible respeto de los que padecieron otros con la comunicación de algunos Superiores no tan tímidos o menos escrupulosos. Dignábanse de visitarlos con alguna frecuencia, mas ¿por qué? ¿Para consolarlos en sus trabajos con aquellas grandes, sólidas y sagradas razones que nos enseña el Evangelio y nos dicta la Religión? ¿Para decirles que eran felices en padecer, ya fuese con culpa o ya sin ella, pues de cualquiera manera no hay camino más derecho para el Cielo que el Camino Real de la Santa Cruz? ¿Para envidiarles su dichosa suerte, pues les trataba Dios como ordinariamente suele tratar a sus escogidos y a sus Predestinados, ora sean pecadores, ora sean inocentes?

No, señor. No eran éstos los discursos ni las conversaciones con que consolaban a sus huéspedes aquellos caritativos Prelados. Encajábanles todas cuantas populares especies habían recogido extendidas en la ignorancia del vulgo o fraguadas en la oficina de la malignidad, refiriendo aun las más absurdas, las más disonantes y las más disparatadas, con tanto aire de seguridad y aseveración que no parece podían dar mayor asenso a las verdades reveladas. Prelado hubo que, citando a un Religioso que acababa de venir de Jerusalén, dijo a su huésped que la verdadera causa de nuestra desgracia era haber regalado al Gran Turco con 13 millones para que nos pusiese en posesión de los lugares de la Tierra Santa y declarase la guerra a Vuestra Majestad. ¡Qué consuelo tendría aquel pobre jesuita al oír tamaño despropósito! ¿No batallarían en su corazón los dos encontrados afectos de risa y de dolor, excitada aquélla de tanta sencillez en un hombre condecorado, y movido éste de tan torcida intención en un varón Religioso?

Otro aseguraba con la mayor seriedad al jesuita que estaba confiado a su custodia que nosotros habíamos sido los motores del alboroto de Madrid, comprobándolo con que el día antes de que sucediese aquel sedicioso y abominable movimiento, un sujeto del Colegio Imperial había predicado el tumulto con tanto fervor y con tanto celo como pudiera predicar la Cruzada. Citaba por testigo de tan grosera calumnia a un criado del Colegio de Santo Tomás que había oído el sermón. El testigo, si no era de excepción, era a lo menos singular y aun singularísimo, porque o el fervoroso jesuita le predicó el inflamado sermón a él solo o debían de ser sordos todos los demás del auditorio, cuando ningún otro lo oyó. Pero todavía es mucho más singular la prueba que dio el mismo Prelado del sedicioso sermón, porque, preguntado por el jesuita si sabía en qué términos se había explicado el Predicador, respondió con dolorosa ponderación «que había pedido al Auditorio un Padrenuestro y una Avemaría por una grave necesidad». Si esto es predicar tumultos, ¿cuántos tumultos habría quizá predicado en su vida el Rvdo. Superior? ¿Y cuántos Predicadores se hallarán que no hayan sido Apóstoles o Misioneros de sediciosas conmociones?

Tampoco faltó Prelado que pretendía divertir el ánimo y desahogar el corazón de su afligido huésped refiriéndole muy por menor las prodigiosas rentas de los Colegios, especificándole las portentosas sumas de dinero que se habían encontrado en ellos, procedidas de nuestros cambios, de nuestras letras y de nuestras negociaciones, ascendiendo a tan soberbio guarismo estos caudales que, si fueran ciertas las cuentas del P. Superior, bastarían para agotar las Indias y para empedrar de plata a toda Europa. A bien que es natural esté desengañado a la hora de ésta si ha llegado a entender que apenas alcanzará la masa de todo lo secuestrado a la Compañía en España para cubrir la moderada pensión que la benignidad de Vuestra Majestad se ha servido consignarnos. Y si tiene en esto alguna duda, que la consulte con los que entienden en la superintendencia de dicha masa.

Siendo estas conversaciones tan poco oportunas para consolar a los afligidos reclusos, no fueron con todo eso las que más ejercitaron su paciencia ni las que dieron mayores motivos a su religiosa aflicción. Unas veces los mismos Prelados de las casas y otras varios individuos de ellas, y de los más autorizados, que con permiso o acaso enviados con este fin por los mismos Superiores iban en la apariencia a visitarles y consolarles, descubrían en el discurso de la conversación que su intento era diferente, dejándose caer algunas proposiciones, que ciertamente no se podían esperar en ocasión, en que eran tratados como facinerosos, como perturbadores y como enemigos de toda subordinación. Era el fin persuadirles de que dejasen la sotana de la Compañía y tomasen el hábito de la Religión donde estaban custodiados. A pocos Procuradores, especialmente Coadjutores, dejaron de ponerles en esta peligrosa tentación. El H. Juan de Gámiz, Procurador del Colegio de Pamplona, y hombre ya septuagenario, fue depositado en cierta Comunidad donde tuvo que sufrir muchas de estas insinuaciones. Como viejo experimentado y advertido bastantemente, tomó al principio el partido más prudente, que era el de hacerse del desentendido y mudar conversación, hasta que al fin se metió en su celda un Religioso conocido suyo y, quitado todo rebozo, le hizo la proposición abiertamente, alegándole muchas razones para cohonestar la deserción. Oyóle con serenidad el Hermano y, sin contestar a sus argumentos, se contentó con responderle modestamente: «Padre, ésta sería una acción que no la aprobaría mi Santo Patriarca ni el de Vuestra Paternidad».

Semejante propuesta, aunque algo más disfrazada, se le hizo41 al H. José Barastáin, Procurador del Colegio de León. Pero, como al oírla se hubiera turbado mucho, dando también señales de haberse escandalizado no poco, al punto dobló la hoja el enganchador, diciendo «que no había sido su intención inducirle a cosa que fuese contra su conciencia, y que solamente se le ofrecía el hábito por si acaso de su voluntad quería dejar la sotana».

Pero con el H. Juan de Iturrioz, Procurador del Colegio de Villagarcía, no se observaron estos escrupulosos melindres. Verdad que los porfiados ataques que padeció, para que desertase de la Compañía, no fueron de personas religiosas sino de otras seculares, aunque autorizadas, que con esta condición le ofrecían la administración de las Haciendas de aquel Colegio, consignándole un salario muy crecido y haciéndole otros partidos muy ventajosos. El H. Iturrioz, vascongado de nacimiento y de educación, siempre se ha explicado mejor con las obras que con las palabras, y en esta importante ocasión lo acreditó muy bien porque a todas las importunas sugestiones con que le atormentaban, sólo respondía agarrando con la mano la sotana «que estimaba más aquel trapo viejo que todos los tesoros del mundo». Hiciéronle pagar bien esta generosa constancia, porque cuando se le avió desde Villagarcía a Cartagena, no se le dio más viático que dos libras de chocolate y 80 reales para sustentarse a sí, al mozo y a la mula, contándole a real por legua como al más infeliz peón o bagajero, olvidándose por entonces, el que le despachó con tan escaso socorro, del decente y honrado trato que recomendaba tanto la Instrucción.

No sabemos que a los Coadjutores de la Provincia de Castilla se hubiesen hecho más sugestiones que las referidas u otras semejantes a ellas. Pero sabemos con la mayor admiración que a algunos de los que residían en el Puerto de Santa María se les hizo una proposición mucho más extraña en virtud de Orden de la Corte, aunque no se les expresó de quién era esta Orden. Los términos precisos de ella eran éstos: «que a los Coadjutores formados, que no habían hecho votos algunos ni tenían más conexión con la Compañía que vestir su hábito por devoción, se les propusiese que, si querían dejar la sotana, se les daría cierta cantidad de dinero para que se pudiesen ir a sus casas». Quiénes son estos «Coadjutores formados, que no han hecho votos algunos», se ignora absolutamente en la Compañía.

Lo que en ella saben hasta los Novicios más bisoños es que todos los Coadjutores formados y no formados deben hacer y hacen efectivamente los tres votos substanciales, que constituyen verdadero Religioso, después de haber cumplido los dos años de Noviciado, ni más ni menos como los hacen todos los demás que no entran para Coadjutores temporales. Saben que desde entonces quedan Religiosos tan verdaderos y por su parte tan obligados a la Religión como lo es el mismo General. Saben que el negar esto, salvo que sea por una crasísima ignorancia, en oponerse formalmente a lo declarado por los Sumos Pontífices que han confirmado el Instituto de la Compañía, y muy particularmente el punto que toca al vigor de los votos del Bienio, los cuales tienen la misma fuerza que los que se hacen al fin del Noviciado en todas las demás Religiones. Saben, en fin, que los Coadjutores formados sólo se diferencian de los no formados en que aquellos están incorporados con la Religión con cierta especie de unión algo más estrecha, pero al cabo unos y otros son miembros de un mismo Cuerpo, no de otra manera que los dedos son verdaderamente miembros del Cuerpo humano, aunque no tan fuertemente unidos a él como los brazos y la cabeza. Esto se sabe en la Compañía y aun en toda la Iglesia de Dios. Por lo que fue doctrina tan nueva como perniciosa la que se pretendió enseñar a los Coadjutores formados que residían en el Puerto de Santa María.

Pero al fin estas sugestiones se hicieron a unos Hermanos Coadjutores Formados que por su humilde estado no tienen obligación a ser letrados y por una de sus reglas, que les dejó San Ignacio, tienen obligación a no procurar serlo. Lo que causa admiración es que hubiese valor para hacer otras semejantes con un Procurador Sacerdote, y Sacerdote que nada tenía de lerdo ni de ignorante.

El P. Jerónimo de Obeso, Procurador del Colegio de San Ignacio de Valladolid (de quien ya hemos hecho mención en este memorial), se hallaba depositado en cierta Comunidad de las más autorizadas que se veneran en aquella populosa Ciudad. Había en ella cierto Religioso que le había tratado mucho y se vendía por fino amigo suyo. Era hombre de grandes campanillas, con dictados y reputación de sabio. Visitábale con frecuencia a título de consolarle, pero todas sus conversaciones y todos sus consuelos se reducían a batirle en brecha para que dejase la sotana. Valíase de cuantas razones le podía sugerir su perspicacia, esforzándolas con toda la viveza que le facilitaba su natural facundia, sin olvidarse del peso que les podía añadir su nombre, su autoridad y sus dictados, repitiéndole muchas veces estas jactanciosas palabras: «Bien conoce Vuestra Paternidad que yo sé Teología». Rebatíale siempre el Padre, valiéndose de diferentes medios. Unas veces suponiendo que hablaba de chanza, porque no era posible que un hombre de sus circunstancias hablase de otra manera en una materia tan grave. Otras mudando de conversación con religioso desdén. Hasta que en cierta ocasión le oyó prorrumpir en esta disonantísima cláusula: «Bien conoce Vuestra Paternidad que yo sé Teología y, si mi Religión se portara como se ha portado la Compañía, quemaría su hábito». Poco amor le debía tener cuando estaba tan dispuesto para quemarlo. Así se lo dijo el recluso, añadiendo las razones más fuertes que le supo inspirar su celo, y su amor a la Religión que profesaba, para afearle tan escandalosos desatinos. Y concluyó suplicándole que excusase de atormentarle con sus visitas, porque le protestaba que le afligían mucho más que todos los trabajos que estaba padeciendo la Compañía. ¿Quién no creería que aquel buen Religioso, confuso y avergonzado, se retirase para siempre y no volviese a ver la cara del jesuita? Pues no, Señor; nada de eso le bastó para que dos días antes de su partida no volviese a la carga, sin que le sirviese de escarmiento tanta resolución, tanta constancia y tanto desengaño. ¡Raro valor! ¡Oh!, y que bien dijo el que dijo: «Non audet e Stigiis Pluto tentare, quod effrenis Monachus plenaque rugis anus».

Éstos fueron los consuelos con que alentaron a los afligidos jesuitas en algunas de aquellas Comunidades donde fueron tratados con mayor caridad y con menor rigor. A vista de lo que padecieron los que tenían que sufrir conversaciones, se podían reputar dichosos los que, abandonados a sus tristes pensamientos, sólo tenían que lidiar con ellos en la silenciosa y desamparada reclusión. Ésta fue tan estrecha en algunas partes que sólo se les permitía salir de sus celdas a oír Misa y comulgar. Pero al Procurador de San Sebastián ni aun a oír Misa se le permitió en muchas semanas y, lo que es más, no pudo conseguir que se le diese licencia para comulgar en el precepto pascual. No tenemos por verosímil que una dureza tan escandalosa tuviese su cuna en el religioso pecho del Prelado que gobernaba la Comunidad donde estaba depositado aquel Hermano. Más natural es que naciese en la perturbada mente de aquel Comisionado de cuyo singular modo de obrar y de discurrir dimos a Vuestra Majestad pruebas concluyentes cuando se habló del arresto particular y general de aquel Colegio. Pero, sea su principio el que se fuere, no acertamos a discurrir con qué autoridad se le pudo dispensar a aquel pobre Hermano de un precepto eclesiástico tan grave y tan universal.

Mucho es lo que llevamos dicho. Pero todo es nada respecto de lo que vamos a decir. El P. Rector del Colegio de Úbeda, de la Provincia de Andalucía, se quedó en España por enfermo o porque quizá sería al mismo tiempo Procurador de su Colegio. Fue depositado en cierta Comunidad como todos los demás. Llegó el Jueves Santo y se confesó con el Prelado de la misma Comunidad para cumplir con el precepto. Su confesión fue muy regular y muy breve, reducida a aquellas ligeras faltas de fragilidad a que están expuestas las almas más ajustadas. Después que le dio la absolución sacramental, no le permitió comulgar sin que precediese primero otra bien extraña y bien irregular ceremonia. Ésta fue absolverle con particular aparato y para el fuero externo de las censuras eclesiásticas en que había incurrido, sin que el Padre supiese por qué delito, sino que fuese por el de ser jesuita y tener la desgracia de haber caído en la de Vuestra Majestad. Bien conoció el Padre que no necesitaba de aquella absolución ni debía tolerarla, pero, conociendo al mismo tiempo la poca doctrina y la mucha violencia del Prelado, le pareció más prudente consejo sufrir con silenciosa paciencia aquel sonrojo, disimulando el desacierto, que dar inocente ocasión a un ruidoso escándalo en día tan solemne y tan sagrado.

A estas vejaciones estuvieron expuestos los jesuitas vivos que se quedaron por algún tiempo en España, depositados en diferentes Comunidades Religiosas. Pero ¿quién había de creer que a lo menos no estuviesen libres de otras semejantes y aun acaso mayores hasta los mismos muertos? Pues ello fue así, que efectivamente no lo estuvieron. Y ahora vamos a exponer a Vuestra Majestad, penetrados del más amargo dolor, uno de los casos más extraños y más trágicos que se leerán en la Historia. Bien quisiéramos disimularlo, así porque ha de llenar de amargura el piadoso corazón de Vuestra Majestad, como porque no es posible referirlo sin que padezcan mucho en el concepto de todo hombre racional y cristiano la capacidad, la prudencia y aun la religión del autor o de los autores de tan inaudita violencia. Pero habiendo tenido por testigo a toda la Ciudad de Valladolid y habiéndose difundido la noticia por toda España con general horror de todos los que la entendieron, ninguna injuria hacemos a los autores en referirla en este memorial, y por otra parte nuestro silencio, en un suceso que nos llegó tan al alma, pudiera parecer cautelosa afectación o verdadera insensibilidad.

El P. Antonio Guerra, Rector del Colegio de San Ambrosio de Valladolid, Doctor y Catedrático Jubilado de aquella Universidad, su Vice-Canciller, y sujeto que lograba el primer concepto, la primera estimación y el universal amor de aquel numeroso pueblo por su sabiduría, por su religiosidad, por su infatigable celo, por su genio amabilísimo y porque era el bienhechor y el Agente General de todos los desvalidos y necesitados, se quedó en la misma Ciudad por hallarse ya al tiempo del arresto postrado de la gravísima enfermedad que al cabo de dos o tres meses le quitó la vida. Fue depositado en uno de los Conventos más graves42 y de mayor número de individuos que se cuentan en Valladolid. Y suponemos que, mientras vivió, sería tratado con toda la caridad y con todo el regalo que correspondía a tan caritativo Cuerpo, que pedía el lastimoso estado del enfermo y que eran tan debidos a sus sobresalientes prendas y respetables circunstancias personales, porque en la realidad no nos consta lo contrario.

Sin embargo de eso, le llegó su hora y murió a las 3 de la mañana del día 12 de junio. Pero no se doblaron las campanas, sin duda porque el Prelado de la gravísima Comunidad dudó si el hacerse con el difunto aquella pública, lúgubre, eclesiástica y piadosa demostración sería contra la mente de vuestra Real Pragmática, en la cual (a su modo de entender) podía quizá estar prohibido el excitar la caridad de los fieles para que encomendasen a Dios a los jesuitas difuntos. Por la cuenta comunicó su escrúpulo con el Intendente y, mientras no le llegó su decisión, que tardó en llegar al Convento hasta mediodía, no permitió que se hiciese la más mínima señal. No obstante, habiéndose extendido muy luego por toda la Ciudad la noticia de haber muerto su amado y su respetado Padre Guerra, concurrieron muchos a ver, a llorar y a suspirar sobre el desfigurado cadáver. Halláronle decentemente amortajado con las vestiduras sacerdotales, como se acostumbra con los Sacerdotes difuntos de la Compañía, y con la insignia de Doctor Teólogo a los pies, figurada en un bonete de borla blanca.

Mientras tanto, habiendo llegado esta triste noticia a los muchos jesuitas reclusos en varios Conventos de Valladolid, les causó grande novedad que no se hubiesen doblado las campanas. Y como el Intendente hubiese pasado a visitarlos aquella misma mañana con su ordinaria comitiva de Abogados, Oficiales y Ministriles, se le insinuó por los Padres lo extraño de esta omisión. Antes de contestarles, se retiró aparte con su Abogado para consultar con él la respuesta. Y aprovechándose de este intervalo, un Oficial o Ministril del acompañamiento, les dijo en voz sumisa y en tono de mucha confianza para su consuelo «que no se afligiesen, que al P. Guerra se le enterraría en sagrado». Por una parte les excitó a risa un consuelo tan necio y por otra no dejaron de entrar en algún cuidado, pues, aunque conocieron que semejante proposición en boca de aquel hombre podía ser hija de su ignorancia, igualmente comprendieron que podía nacer muy bien de alguna conversación que hubiese oído al Intendente y Asociados, conferenciando entre sí este dificultoso punto. Y a la verdad no sería muy extraña la resolución contraria a vista de lo que después sucedió. Vuelto el Intendente a la celda, dijo a los Padres que a mediodía se doblarían las campanas, como se ejecutó.

Dilatóse el entierro hasta el día siguiente. Llenóse de gente la capacísima Iglesia de aquella Comunidad. Pero no hay voces para ponderar la general consternación que causó a todos la vista del cadáver, y más especialmente a los muchos que el día precedente lo habían visto amortajado con la debida decencia. Viéronlo ahora salir a la Iglesia tendido en el féretro con una sotanilla tan indecente y tan corta que apenas le llegada a la mitad de las piernas, los pies atados con una grosera cuerda, las manos no ya puestas con algún cáliz o con una cruz en ellas como quien pide a Dios misericordia por los méritos de su Santísima Pasión y Muerte, como se estila en España con todos los cadáveres que no han muerto fuera de la comunión de la Iglesia, sino cruzadas una sobre otra encima de la cintura, y a los pies una estola y un bonete sin borla. Señor, ¿qué significarían aquellas insignias en aquel sitio? ¿Y qué se querría dar a entender con presentar al numeroso concurso el respetable cadáver en aquel traje y en aquella postura? Ni el dolor ni la prudencia nos permiten decir lo que concebimos.

La vista de un espectáculo no esperado, ni aun imaginado, sacó primero las lágrimas a todo el concurso, después los sollozos y al cabo una indignación y una conmoción tan universal en toda la Ciudad que confesó el mismo Intendente había temido un furioso y encarnizado tumulto. No permitió Dios que sucediese, pero, si lo hubiera permitido, no dejarían de publicar nuestros implacables émulos que hasta los jesuitas difuntos alborotaban los pueblos. ¡Tan perniciosa como esto es la Compañía!

No es de nuestra inspección examinar, ni mucho menos decidir, quién fue el autor de una resolución tan violenta y tan ajena de toda piedad, que no tuvo semejante en todas cuantas se ejecutaron con nosotros. Lo cierto es que el Intendente se excusaba con el Prelado y que el Prelado recargaba fuertemente al Intendente, alegando en su favor que, por lo que tocaba a él, había mandado que el cadáver fuese amortajado con toda la decencia que correspondía a su carácter, a su profesión y a sus dictados, lo que confirmaba con el mismo hecho, que fue público y notorio. Pero el Intendente por su parte se quejaba agriamente del Prelado, diciendo con dolor y sin rebozo, «que le había perdido para siempre».

A vista de un lance tan significativo y tan ruidoso, parece en alguna manera disculpada la duda que se excitó en la Universidad de Valladolid sobre si se habían de celebrar por el P. Antonio Guerra las Honras que se acostumbran por los Difuntos que fueron Individuos de aquel sapientísimo Gremio. No se atrevió el Claustro a decidirlo y, habiéndolo consultado con el Conde de Aranda, fue voz pública en España que respondió aquel Ministro que Vuestra Majestad nada tenía que hacer con los Difuntos y que así debían practicar con aquel Doctor jesuita, que ya no era, lo mismo que practicaba la Universidad con todos los Individuos suyos que habían sido. Y así lo ejecutó aquel sabio Cuerpo.

Respecto de lo que llevamos expuesto a Vuestra Majestad con exactísima pureza, se pueden tratar de menudencias despreciables todas las desatenciones que practicaron los Comisionados, tanto en el primer arresto general como con los jesuitas que se quedaron en España para dar sus cuentas. Por eso en la sucinta relación que hicimos de lo sucedido en la sorpresa de la Residencia de Azcoitia y del Colegio de Loyola, separadas ambas Casas con la corta distancia de un solo cuarto de legua, no nos detuvimos en referir el indecente modo con que se practicó, tanto más ajeno de la persona del Ejecutor, por cuanto era Ministro de Vuestra Majestad muy caracterizado43. El día 3 de abril, después de haber tomado un cigarro en la taberna de Azcoitia, a la mitad de la mañana pasó a sorprender a los pocos jesuitas que había en aquella Residencia. Y el día siguiente, al romper el día, se apareció en el Real y venerable Colegio de Loyola, Cuna de nuestro Gran Patriarca, de capa y gorra con un cigarro en la boca y un bastón en la mano, escoltado de 50 soldados del Regimiento de Irlanda. Y en este indigno equipaje mandó juntar de repente a toda aquella venerable Comunidad y, sin darle más treguas, intimó la Orden para que todos marchasen al punto. Cogióles muy de nuevo esta precipitada resolución, porque el día precedente, en que se ejecutó el arresto, había declarado que no debían partir hasta el día 4 después de comer, y efectivamente el mismo Ejecutor había mandado disponer la comida en virtud de esta determinación. Pero mudóla de repente, no se sabe por qué. Y como cogió a los Padres tan desprevenidos, uno de ellos le pidió licencia para ir a tomar el Breviario, la que le negó con desabrimiento, respondiéndole «que ya no era tiempo y que podía haberlo tomado antes». Díjole un Hermano Coadjutor francés «que quisiera saber si el Rey daba providencia particular sobre los jesuitas de su Nación». La respuesta fue enfurecerse el Ejecutor y, olvidado de sí mismo, levantó el bastón para descargarlo en el Hermano, con cuya inconsiderada acción le obligó a callar e incorporarse prontamente con los demás. Sin duda que aquel sabio Ministro debía también ser de opinión que los Coadjutores de la Compañía no hacen votos algunos ni tienen más conexión con el Cuerpo que vestir el hábito por mera devoción. Sin adherir a este erradísimo dictamen, ¿cómo era creíble que un hombre de su carácter y de sus letras se descompusiese tan determinadamente con un sujeto que, aunque lego y francés, era tan verdadero Religioso como su mismo Provincial?

En las cuentas que se tomaron a los Procuradores, sucedieron cosas bien extrañas y muy dignas de la consideración de Vuestra Majestad. Sobre ellas vinieron dos Instrucciones impresas. Una se recibió al tiempo de la Pragmática y otra llegó dos semanas después, acompañada de un interrogatorio muy extraordinario. En éste se suponían «las letras de cambio, remesas de Indias, remesas a Roma, extracción de géneros y caudales a países extranjeros, empleos de los inmensos caudales que se suponían sobrantes de los Colegios, y otros asuntos semejantes». Las respuestas a este interrogatorio, aunque por sujetos que estaban tan distantes unos de otros, fueron tan uniformes que se dice que dejaron admirados a los que las leyeron en Madrid. Pero nosotros no sabemos sobre qué podía recaer esta admiración, porque no era posible que dejasen de ser uniformes, siendo verdaderas.

Por lo que toca a letras de cambio, en la Compañía nunca se han usado otras letras que las que despachan unos Colegios contra otros o unas Procuraciones Generales contra otras o contra los Colegios particulares, procedidas de créditos o deudas recíprocamente contraídas, ya por encargos de géneros, ya por recaudaciones de juros, ya por administraciones de rentas, ya por gastos comunes y ya por otros cien motivos que ocurrían, dimanados de la unión, amor y buena correspondencia que deben tener entre sí los miembros de un mismo Cuerpo. En estas letras no había más premios, más cambio, ni más interés, que el servirse unos a otros sin que ninguno ganase ni perdiese un solo maravedí. Otras letras se usaban en casi todos los Colegios con tanta y acaso con más frecuencia que las sobredichas, pero tan desinteresadas las unas como la otras. Éstas eran las que los seculares de todas clases, estados y condiciones pedían por gracia a nuestros Procuradores para que les pusiesen en tal parte la cantidad de dinero que habían menester, con el fin de ahorrar el premio o interés que les habían de llevar los comerciantes que trataban en esto. Y nuestros Procuradores, sin más utilidad ni interés que el servir y complacer a los que se valían de ellos, libraban a su favor lo que les pedían, siempre que tenían dinero en aquella parte donde se deseaba la letra, recibiendo ellos primero igual cantidad del mismo que la solicitaba. Nos atrevemos a decir que muy pocos individuos habrá en España que no hubiesen experimentado alguna vez este beneficio, y acaso ninguno de los que ahora cacarean tanto nuestras letras de cambio, que muchas veces no se hubiese aprovechado de él. Y con la misma resolución nos atrevemos a desafiar a todos para que siquiera uno justifique que algún Procurador de la Compañía se interesase en una sola Blanca por hacerle este favor.

En orden a remesas de Indias, fuera de aquéllas que de tiempo en tiempo venían para los Colegios que poseen rentas y haberes sabidos en aquellas partes, como el de Villafranca y Orense, no se recibían otras que las que muchos seculares acaudalados remitían de pura comisión a los jesuitas, ya para la solución de deudas contraídas en España, ya para la restitución, ya para el socorro de sus pobres parientes, ya para la fundación de Obras Pías, ya para limosnas particulares que determinaban los dueños de los mismos caudales. De esto es cierto que había mucho en la Compañía y quizá más que en algún otro Gremio Religioso. Pero ¿qué culpa tiene aquélla de que los Dueños de los caudales la prefieran a ella en este género de confianza? Sus motivos se tendrían, los cuales no nos toca a nosotros examinar. Sólo podemos asegurar que estas comisiones, a que por la caridad y por la profesión no debíamos negarnos, sólo nos producían desvelos, cuidados, quejas, desazones y tal vez enfadosísimos pleitos. Pero que pruebe alguno, si puede, que en alguna ocasión se hubiesen interesado en nuestra utilidad estas remesas.

Las que se enviaban a Roma, se reducían precisamente a lo que contribuían las Provincias para la manutención del General, Asistentes, Procuradores Generales y demás Oficiales subalternos empleados en aquella Curia en el gobierno o servicio universal de la Compañía o en el de las Asistencias particulares. Enviábanse también aquellos caudales que se consideraban necesarios para la expedición de las negociaciones, pleitos, dispensas y demás dependencias que ocurrían o podían ocurrir en la misma Curia. Item los que importaban los portes de las cartas que en ella se recibían, lo que ascendía a cantidad considerable por la calidad de nuestro gobierno, que nos obliga a una grande, pero muy religiosa y muy prudente dependencia de nuestro General, no como la han querido pintar o desfigurar nuestros émulos, sino como se lee en nuestras Constituciones, como la ha aprobado la Silla Apostólica, y como hasta estos calamitosos días la había aplaudido y celebrado todo el mundo racional. Estas remesas con en todo parecidas a las que hacen los Obispos, las Catedrales, muchas Religiosas Comunidades, y todos los particulares que mantienen Agentes continuos en Roma para la expedición de sus respectivos negocios, sin que jamás se hayan considerado como extracción furtiva de dinero, mientras se ha mantenido abierta y franca la comunicación de España con Roma.

Fuera de las sobredichas remesas, han contribuido las Provincias de España a proporción de sus Facultades para la manutención de sus Hermanos, los jesuitas portugueses introducidos en Roma desde su expulsión de aquel Reino con la circunstancia de haberse cercenado en los Colegios todo cuanto no era para el escaso sustento de sus individuos por aplicarlo al socorro de aquellos pobres expatriados. Parécenos que este acto de religiosa caridad, dictado en cierta manera por el Derecho Natural, no es más digno de reprensión que lo sería en cualquier honrado español, si tuviese en Roma algunos hermanos pereciendo, quitárselo a sí mismo de la boca para socorrerlos en su extrema necesidad, ni podemos creer que jamás se calificase en España de extracción de caudales prohibida de la humanidad.

Por lo respectivo a extracción de otros géneros a países extranjeros, estamos muy seguros de que en los libros de nuestra Provincia no se habrá encontrado ni aun rastro de extracción de otro género que el de la lana fina de la cabaña que poseía. En esto seguía la Compañía la práctica general de todos cuantos en España poseían este género de hacienda, Religiosos y seculares, beneficiando a los extranjeros con escrupuloso arreglo a todo lo prevenido por Pragmáticas Reales, Acuerdos del Consejo de Castilla y disposiciones privativas del honrado Consejo de la Mesta, sin que nos persuadamos de que de esta práctica general se nos forme acusación particular.

En punto de sobrantes de Colegios, creemos firmemente que se habrán quedado bien sorprendidos muchos de los que palparon con sus manos el enorme error que padecían en las imaginarias cuentas que se echaban de nuestras crecidas rentas y de nuestros inmensos caudales. Habrán sin duda tocado que en los más de los Colegios de la Provincia de Castilla (reputada por la más rica de las cuatro de España) no alcanzaban aquéllos para los alimentos de los sujetos que mantenían, y que ese milagro se obraba en fuerza de una exquisita economía, de un vigilantísimo gobierno y de un escrupuloso cuidado en evitar todo desperdicio. Habrán palpado también que, a pesar de toda esta atención, casi todos ellos estaban más o menos empeñados, ora fuese el empeño contraído con los de afuera, ora de unos Colegios con otros o con los Oficios generales de la Provincia, y aun tal vez con los depósitos particulares de los sujetos de casa para excusar el recurso a los extraños. Si en tal cual Colegio había algunos sobrantes, éstos se empleaban ya en adelantar la misma hacienda por las reglas de la buena administración, ya en añadir nuevo esplendor al Culto Divino, como lo acreditarían los ornamentos, alhajas y adornos de nuestros templos, ya en socorrer con cuenta y razón a Colegios pobres, ya en la crecida limosna pública y particular que se hacía en nuestras Porterías, y a familias honradas en sus mismas casas, de lo que también nos han querido hacer delito atribuyendo esta cristiana caridad al siniestro y sedicioso fin de tener a los pueblos a nuestra devoción, como si no se pudiese decir lo mismo de todas las demás Comunidades Religiosas, Prelados Eclesiásticos y seculares acomodados que con tanta edificación y con tanto honor de nuestra Cristiana Religión practican lo propio, persuadidos por el Evangelio que se debe de justicia al pobre lo que a nosotros nos sobra.

Éstas fueron, Señor, las respuestas que en breves términos dieron nuestros Procuradores a las preguntas del primer interrogatorio, sin que pudiesen dar otras. Y fue cosa verdaderamente admirable que uno de los más caracterizados Ministros de la Ejecución, que en todo lo demás había procedido con la mayor discreción y cordura, al llegar al punto de las letras de cambio, dijo muy seriamente al Procurador «que este punto no tenía salida, pues estaba ya probado en la práctica del Colegio Imperial». Quedó asombrado el Procurador al oír semejante proposición en boca de un hombre44, que le constaba estar muy acostumbrado a recibir gratuitamente no pocas cantidades que se libraban en la Procuración General de Valladolid y sabía muy bien que no era sólo él a quien se hacía esta gracia. Éstos son los únicos intereses que hemos granjeado con nuestras imaginarias letras de cambio, y no son cortos a la verdad, si sabemos aprovecharnos de ellos.

Algunos Ejecutores, antes de dar principio al interrogatorio, pidieron juramento a los Procuradores de que declararían la verdad. Con qué autoridad lo hicieron, ellos lo sabrán. Lo que nosotros sabemos es que, siendo como eran legos ellos, y siendo Religiosos los que debían declarar, ni la tuvieron ni la pudieron tener. Sea de esto lo que fuere, los tales Ejecutores se quedaron admirados al ver la resolución y la seguridad con que respondían los examinados, sin embarazarse en el Juramento. Pero un Abogadillo que se hallaba presente a uno de estos exámenes, extrañando la admiración de los Comisionados, dijo con notable satisfacción «que se había practicado una diligencia inútil en pedir aquel Juramento a aquel Procurador, porque sabía él que todos los Padres tenían hecho Juramento anterior de no descubrir la verdad aunque se la pidiesen con Juramento». ¡Dónde leería o dónde encontraría aquel Letrado una noticia tan calumniosa, tan denigrante y tan atroz, que escandalizaría y causaría horror aun en la doctrina y práctica del Alcorán! Habría sin duda leído la doctrina general de Teólogos y Canonistas que el reo examinado por Juez no legítimo ni competente puede libremente no descubrir la verdad, aunque se la pidan con juramento, porque no tiene autoridad para obligárselo a hacer, no de otra manera que se le puede ocultar a cualquier particular que la quisiese examinar por curiosidad y obligarle con juramento a que se la diga. Pero ¿qué tiene ver esto con la proposición general y absoluta de hacer juramento de faltar a la Religión del Juramento siempre que debajo de él se le estreche a alguno a que declare lo que no le conviene descubrir? ¡Vemos claro que el tal Juramento sería muy santo, muy pío y muy agradable al Señor! El tal Abogado todo lo confundió y todo lo embrolló. Pero no importa. Como él hiciese concebir al Auditorio que los jesuitas eran unos hombres sin fe, sin conciencia y sin Religión, nada se le daba de todo lo demás.

Evacuado el famoso interrogatorio, que se llamaba del Señor Fiscal, se pasó a tomar las cuentas de la hacienda, caudales y estados de los Colegios. Este último punto fue el que llamó menos la atención de los Comisionados. Las deudas y cargas de fundaciones les dio muy poca ocupación. Juez hubo que tomó los libros y después de haberlos leído o no haberlos leído, no habló palabra de ellos al Procurador, que al mismo tiempo era Rector de Azcoitia, contentándose con que respondiese de memoria al Interrogatorio, el cual tenía tanta conexión con las cuentas del Colegio como con las del Gran Capitán. Pero esto era una bagatela. Lo que se sigue fue una Providencia Original. Publicáronse bandos con rigurosas penas para que todos los deudores de los Colegios se presentasen luego a pagar sus respectivas deudas y efectivamente se les obligó a pagarlas hasta el último maravedí. Pero al contrario se publicó otro bando en que se declaraba que había orden para no pagar ni un cornado a los acreedores de los mismos Colegios. ¿Qué juicio hará la soberana justificación de Vuestra Majestad de un proceder tan injusto y tan desigual, autorizado con vuestro Real Nombre, si alguna vez tiene la dicha de llegar a vuestro Augusto Trono y a vuestros Reales Oídos este memorial? ¿Y qué dolor causaría un bando tan irregular al Mercader, al Comerciante, al pobre Oficial y al infeliz Artesano, a quienes debían los Colegios el empréstito de sus caudales y la fiada renta de sus géneros, el sudor de sus rostros y el trabajo de sus manos, cuando en virtud de él se consideraron desconfiados de cobrar unas deudas tan legítimas? Crecería hasta lo sumo su dolor y su desconfianza cuando vieron que se nombraban Administradores con salarios muy crecidos para administrar las haciendas de los Colegios. Entonces darían por absolutamente perdidos sus créditos, pues no se persuadirían de que llegase a tanto la equidad ni el escrúpulo de los Administradores, que antepusiesen su satisfacción a la cobranza de sus propios salarios. Esta desconfianza llegaría en muchos a ser desesperación cuando entendieron que, no alcanzando en algunos Colegios la tenuidad de sus rentas para los gastos de la Ejecución, se vendían algunas piezas de sus haciendas, como sucedió en el Colegio de Cartagena. La desolación de estos infelices en muy digna de la Paternal Soberana consideración de Vuestra Majestad.

Llegóse en fin el examen de las cuentas, en el cual cada Juez, Escribano o Contador produjo nueva forma o nuevo plan para tomarlas, y se vieron los Procuradores obligados a seguirlos, pero por lo general tan confusos y tan embrollados que algunas veces fue menester borrar enteramente el trabajo de muchos días. Propúsoseles el modo que teníamos de dar las cuentas en las visitas, pero no se dieron por satisfechos porque no lo entendían. De sólo un Escribano se sabe que, después de haber examinado por varios días las cuentas de una visita, al fin las entendió, se las explicó al Juez y ambos alabaron la limpieza y concierto de ellas.

Fue casi general en todos la sorpresa y la admiración que les causó el estado miserable y apurado en que encontraron a los más de los Colegios. Habían imaginado encontrar tesoros en algunos en que veían manejar dinero, y es que no se hacían el cargo de que este dinero era de muchos Colegios, destinado para hacer las provisiones que pedían y necesitaban.

Fuertemente impresionados en la errada imaginación de las ideales letras de cambio, estrecharon con excesiva importunación a un Procurador sobre este artículo y, como no diese ni pudiese dar el menor indicio de ellas, «sin duda -dijo con gran satisfacción un Abogado que asistía a las cuentas- que este Padre no debe de tener parte en el secreto fundamental de la Compañía Comerciante». Y para sacarle de esta ignorancia le instruyó con cariño y con caridad en una noticia tan importante. Ésta era que en cada Provincia de las nuestras había dos clases o dos Cuerpos que podemos llamar privilegiados. El uno compuesto de 12 jesuitas escogidos, a quienes se hacía depositarios de todos los secretos de la Compañía. El otro se componían de 60 sujetos a quienes se confiaban muchos y muy grandes secretos, pero no todos ni los de la mayor importancia. Dijo, y quedó muy satisfecho de su descubrimiento, no sabemos si con aplauso, risa o con lástima de los que le oyeron.

Lo que sabemos es que la especie de la Compañía Comerciante no pudo lisonjearse el Abogado de que fuese nuevo descubrimiento de su inventiva. Fundóse, forjóse o, por mejor decir, se volvió a refundir después de algunos años en los espacios imaginarios del Gacetero de Holanda, cuando en la primavera pasada regaló a toda Europa con la curiosa noticia de que los jesuitas tenían depositados en los Bancos de Génova portentosos caudales para trasladarlos a Londres y fundar en aquella Ciudad una Compañía de Comercio en lugar de la Compañía de Jesús, abjurando preliminarmente la Religión Católica y abrazando la Protestante. En esta purísima fuente debió de beber aquel Abogado su exquisitísima idea. Pero, si no fue original en la substancia, puede tener la gloria de que lo fue en las circunstancias o accidentes, porque aquellos 12 Tesoreros Generales de todos los secretos de la Compañía sin excepción y aquellos 70 depositarios Provinciales de muchos de ellos, es una nueva creación, que se debe únicamente al poder y a la virtud de su rara imaginativa para sostener y adelantar como era razón los intereses de la Compañía Comerciante.




ArribaAbajoMarcha de los Procuradores

Evacuado el término de las cuentas, se recibió orden para que los sujetos pertenecientes a la Provincia de Castilla, que pertenecían a los Colegios de León y de Castilla pasaran a Santander. Entre los demás concurrieron a aquel puerto los HH. Juan de Echeverría y Sebastián Pérez, que cuidaban de la cabaña de la Provincia y al tiempo del arresto se hallaban en Extremadura. Dieron la primera noticia de él algunos Religiosos del devotísimo Santuario e insigne Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe, en cuya observantísima Comunidad se estaba haciendo una Novena delante de la milagrosa Imagen por su Religión y por la nuestra. Halláronse los dos Hermanos sin saber qué partido habían de tomar, porque ni ellos ni las Justicias del contorno habían recibido Orden alguna respectiva a sus personas. Después de varias reflexiones determinaron retirarse a la Puebla de Alcocer, su ordinaria Residencia y esperar allí lo que Vuestra Majestad fuese servido disponer de ellos. Cerca de un mes estuvieron esperando esta disposición, que nunca llegó, pero no estuvieron ociosos en aquel tiempo, porque lo emplearon en formar sus cuentas, hacer sus pagas y cobranzas, y en dirigir el ganado a tierra de Segovia, ni más ni menos que lo hacían otros años. No había cosa más fácil para ellos que recoger todo el dinero que pudiesen, salir disfrazados de España y refugiarse en Reinos extranjeros, sin que esta fuga se pudiese conceptuar apostasía, sino usar del derecho natural para incorporarse después en la Religión donde el mar estuviese más tranquilo y los vientos no excitasen tan peligrosa borrasca. Ni quizá faltarían algunos que así se lo aconsejasen, como suele suceder en lances menos apretados. Pero los Hermanos, aconsejándose sólo con su religiosidad, con su inocencia y con la que consideraban en todo el Religioso Cuerpo, tomaron la acertada resolución de ir a presentarse en Santander, Caja General de aquella porción de su Provincia, aun con la duda de si ya la encontrarían en aquel puerto. Así lo ejecutaron y sin más custodia que la de su fidelidad, la de su honor y la de su sana conciencia, llegaron a dicha Ciudad, donde ya no hallaron más que los enfermos detenidos en ella. Y presentándose a su Alcalde Mayor fueron recibidos de éste con admiración y con ternura, no acabando de admirar la buena fe y la inocente intrepidez de aquellos hombres que tan espontáneamente venían a tener parte en los trabajos de sus Hermanos. Dio cuenta de todo al Conde de Aranda, que, satisfecho de la buena conducta de los dos Hermanos Coadjutores, le comunicó su Orden para que los enviase a Cartagena.

En el modo con que se hizo la conducción a este puerto de los Procuradores y demás enfermos que se quedaron en los Colegios, hubo mucha variedad según el concepto, la inclinación y la inteligencia o el humor que dominaba en los Comisionados, y tal vez en los mismos Conductores. Alguno de éstos dijo que «si el Duque de Medinaceli hubiera de hacer otro viaje como éste, no lo pudiera hacer con más comodidad que los jesuitas». La verdad es que caminaron como unos facinerosos honrados, aunque, como se ha dicho, no fue igual el rigor en todos los que gobernaban la conducción. Algunos no los perdían de vista ni les dejaban hablar con persona alguna: éstos obedecían más la letra que el espíritu de la Instrucción. Otros les permitían recibir algunas visitas, pero siempre en su presencia: éstos se conformaban con el espíritu y no se oponían a la letra. Algunos Comisionados dieron orden a los Conductores para que no hiciesen cosa sino de acuerdo y convenio con los Padres mismos. Y no faltaron otros que, haciendo una justa confianza de los Prisioneros o Arrestados, se contentaron con entregar los papeles de la conducción a los criados que les debían servir en el camino, y dejaron al arbitrio de los Padres toda la disposición del viaje. Parécenos que éstos se conformaron más que todos con la benignísima mente de Vuestra Majestad. Si esto es así, muy distante estuvo de ella el que despachó a los que se juntaron en San Sebastián, escoltados con un Oficial y dos soldados, siendo tratados en todo el dilatado viaje con el rigor y la miseria que pudieran si se hallaran sitiados en una plaza mal proveída. Y todo lo justificaba el Oficial con el Augusto Nombre de Vuestra Majestad y con sus Reales Órdenes, que sacaba a cada paso. Pero era irlandés y pudo tener la disculpa de que por no estar quizá bien instruido en la lengua, no les daría la verdadera inteligencia.

Bien quisiéramos hallar la misma u otra semejante disculpa para excusar lo que se practicó en la conducción del Procurador de Pamplona, hombre que pasaba ya de 70 años. Se cree que esta sola operación costó 500 pesos a Vuestra Majestad. Metiéronle en un coche con el Alguacil Mayor y otros dos subalternos, que acertaban a ser padre e hijo. El padre, hombre conocido por las muchas célebres prisiones que había hecho, era el terror de Navarra y de toda la comarca, porque de ordinario los presos de su mano pasaban a la horca o a un presidio. Llevaba consigo la lista de los famosos personajes que habían caído en sus garras y se la leía con frecuencia a su prisionero para consolarle en su aflicción y para aliviarle o divertirle de las fatigas del viaje. Contábale lo mucho que había trabajado en la conducción de los Padres jesuitas de Pamplona al Colegio de San Sebastián y cómo a uno de ellos le había amenazado con que le pondría los grillos, y otras aventuras a este modo, con cuya relación, claro está que iría muy divertido y muy consolado aquel pobre anciano tan pusilánime como advertido.

En llegando a las posadas se le encerraba en un cuarto y de noche uno de los Alguaciles dormía dentro de él y los otros, bien armados, en una pieza inmediata. Acertó el Procurador de Tudela a llegar al propio lugar en el mismo día y, habiéndose apeado en la posada donde estaba el de Pamplona, logró, no se sabe con qué ocasión, darle un abrazo. Violo el Alguacil Mayor y lo tuvo por un crimen de lesa Majestad, o a lo menos por un desorden que pedía pronto remedio. Y para no dar lugar a más abrazos contra el servicio de Vuestra Majestad, salió inmediatamente a buscar otra posada adonde pasó con su prisionero, sin permitir que jamás se volviesen a juntar en una misma casa los dos Procuradores.

No había cosa más contraria a un capítulo expreso de la Instrucción enviada de Madrid sobre la conducción de los Procuradores de diferentes Colegios en un mismo pueblo, por la cual se ordenaba que siguiesen desde allí debajo de un mismo conductor, sin duda para excusar gastos inútiles a la Real Hacienda. Y temían nuestros severos conductores de los dos jesuitas de Pamplona y de Tudela que, si la Justicia de algún pueblo o un Corregidor de tesón o de bigotes, noticioso de este capítulo, caía en cuenta, podía hacer que se volviesen a sus casas en perjuicio de sus intereses, sin el honor y sin el mérito de haber acabado su gloriosa expedición, entregando en Cartagena sus prisioneros tratados con tanta decencia y con tanta humanidad. Por otra parte ninguno de aquellos Guardas quería tener testigos del mal trato que daba a su encomendado.

Conforme iban entrando los Procuradores y demás jesuitas en Cartagena, se les iba encerrando en el Hospital, donde se dobló la guardia desde el arribo de los primeros. Al apearse los recibía un Escribano que, después de tomada razón de sus baúles o maletas, los llevaba a la Audiencia del Alcalde Mayor, que, rodeado de Escribientes y otros Ministros les hacía un breve interrogatorio, sin dignarse preguntar sino a muy pocos cómo venían, aunque algunos tuvieron que responder al interrogatorio sostenidos en brazos ajenos. Los primeros días, al mudar la guardia, los contaban uno a uno, aunque después se fue dejando poco a poco esta molesta y vergonzosa formalidad. No contentos con el registro de maletas y baúles que se hacía inmediatamente después del interrogatorio, se esparció una voz en el Hospital de que, cuando menos lo pensasen los Padres, habría un registro general. Pero esto paró en que un día entró el Comisionado con grande aparato de Ministros y, sacando de la cama a un Hermano andaluz con su cama y sus trastos, se los registró en un cuarto de un Contador del Hospital y, no habiendo hallado más que 9 reales de vellón, se los restituyó con sus pobres trastos a la misma cuadra.

Decíase que Vuestra Majestad consignaba siete reales y medio cada día al Hospital para los alimentos de cada jesuita. Si esto es así, no sabemos qué decir del trato que se les hacía. Era tan infeliz, tan miserable, tan desaseado, que algunos de los Oficiales de la tropa y otros sujetos quisieron ver por sus ojos lo mucho que se contaba de la indecencia, de la escasez y de la poca limpieza de su mesa. El mismo Médico, que les asistía, se quejó altamente de la calidad de los alimentos, constatando que no podía menos de dar cuenta al Conde de Aranda. Pero dudamos mucho que la diese, porque algunos días después, si no mudó de repente de opinión, a lo menos la esforzó con bastante flojedad y aun se adelantó a aprobar el vino, siendo tal que muchos renunciaron enteramente su uso por experimentarlo notablemente perjudicial a su salud. En qué pudo consistir esta mudanza del Médico no es dificultoso el adivinarlo. Con todo eso, no faltaban algunos interesados en el negocio, que contaban y aun escribían maravillas como que no aparecía cosa buena en la Ciudad y cercanías que no fuese a parar a nuestra mesa. Si esto fuera así, sería preciso confesar que ni en Cartagena ni en sus contornos había cosa que comer que se pudiese llamar buena, y no es éste el concepto que se tiene de este país.

A la indecencia de la mesa correspondía la calidad de la cama. Al principio se daba a cada uno su tarima de tablas, dos colchones, dos sábanas de una estopa tan gruesa que pudiera pasar por arpillera y marcadas de más a más con almagre para uso del Hospital. Después pareció ésta demasiada gullería para unos Religiosos arrestados por alborotadores y hubo varias reformas en este particular. Primeramente se negaron las tarimas a los que llegaron después de algunos Novicios pertenecientes a la Provincia de Andalucía, y tuvieron que tender los colchones en el suelo. No era por falta de tarimas, pues había un almacén de ellas en el Hospital. Y habiendo recurrido al Juez cierto jesuita para que le mandase dar una, la respuesta fue «que ninguna se daría, mientras no se quitasen a los Novicios que las tenían, porque, habiendo venido éstos voluntariamente en busca de trabajos, era razón que desde luego se hiciesen a ellos». No es necesario que nos detengamos a apuntar las absurdas consecuencias que se dejan inferir de un principio tan contrario a la humanidad, pues Vuestra Real Soberana Comprensión las sabrá deducir mejor que nosotros acertaríamos a ponderar.

Algo se mitigó con el tiempo esta dura providencia. Diéronse tarimas del Hospital a los que las pidieron, unas prestadas y otras vendidas, pero tanto por el empréstito como por la venta era necesario pagar 20 reales, asegurando el Juez que ésta era una de las condiciones del asiento hecho con Vuestra Majestad para la manutención de los jesuitas en Cartagena. Pero ¿quién había de creer una condición tan torpe como manifiestamente usuraria, pues igual precio se exigía por un mueble meramente prestado como por otro de la misma calidad absolutamente vendido? Y era lo admirable que al mismo precio que se prestaban o se vendían las tarimas viejas del Hospital se compraban las nuevas en la Ciudad. ¡Cuánto agraviaría al piadoso y magnánimo corazón de Vuestra Majestad el que imaginase posible que mereciese jamás su Real Aprobación un proceder tan interesado como indecente!

Pero esta tal cual relajación se corrigió con otra reforma. Quitóse a todos uno de los dos colchones que tenían y en su lugar se les dio un jergón de esparto. Negáronse algunas sábanas limpias a los que las pidieron para lavar las primeras, y estuvieron sin mudarlas los que no habían traído algunas de los Colegios. ¡Si sería también ésta una de las condiciones del asiento...!

Otra de ellas debía de ser que por el nombre de mesa y cama no se entendiesen aquellos utensilios más necesarios y más usuales que en toda buena inteligencia las acompañan. Tuviéronlos que comprar (justamente) los jesuitas y estas indispensables compras ordinariamente era preciso hacerlas por mano de ciertos subalternos, a quienes llamaban compañeros del Asentista, los que tenían noticia de las cosas. Dicho se está con qué conveniencia las comprarían. Dentro de pocas semanas duplicaron y aun triplicaron el precio de lo que pasaba por sus manos, sin otro arbitrio en los pacientes que el pagar, callar y sufrir, por no exponerse a la insolencia de los que les servían, no sólo consentida sino autorizada por los que debían severamente castigarla.

En este particular sucedieron cosas que solamente las podrán creer aquéllos que las presenciaron. Fatigaríamos mucho la Soberana atención de Vuestra Majestad y no lastimaríamos poco su piadosísimo Real Corazón si nos detuviéramos a especificarlas. Baste decir por prueba que a un sujeto digno del mayor respeto por su edad, por sus empleos y por su virtud, uno de los sirvientes con ligerísima ocasión le dio una respuesta de las más obscenas atribuyéndole cierto vicio que llenaría de vergüenza y confusión al más disoluto rufián. Esto fue en presencia de mucha gente y no lo pudieron ignorar los que tenían estrecha obligación a escarmentar con la mayor severidad tan insolente atrevimiento, pero no se vio otra satisfacción que la que tomó el Religioso Padre con su heroico silencio.

En fin, Señor, con toda verdad se puede decir que en el Hospital de Cartagena fue donde se vio hasta dónde puede llegar la desdicha y el abandono de los que están en desgracia de su Rey y sin amparo de la Justicia pública. Crecía este dolor sabiendo todos que el Comisionado, a cuyo cargo estaban, debía toda su fortuna a los buenos oficios de un jesuita andaluz, que era también prisionero suyo. Pero es bien seguro que esta consideración no le hizo inclinar la balanza de la piedad hacia él ni hacia los demás. Y si vuestra Real Pragmática Sanción, así como le encargaba buen trato, le hubiera prohibido toda cortesía, toda dulzura, toda atención y toda equidad, diríamos que había procedido arreglado a todo el espíritu de la Ley.

A estos trabajos, que podemos llamar aflicciones del cuerpo, se añadieron los del espíritu, que les penetraban más el corazón por ser de orden tan superior. Como se juntaron en aquel Hospital todos los jesuitas que según las Instrucciones se habían quedado esparcidos en todas las Provincias de España, casi todos traían mucho que contar de las especies que habían oído en sus respectivas reclusiones en orden al orgulloso triunfo que cantaban los émulos de la Compañía, y al público desprecio con que la trataban en las más serias y más sagradas funciones, siendo el dolor que por lo común eran personas Religiosas o Eclesiásticas los autores de estas impías mordacidades.

Predicando en la Ciudad de Cádiz cierto Religioso el día después de nuestro arresto un sermón, que estaba encargado a un jesuita, dio principio a él con esta cláusula: «¡Con que en fin cayó del cielo Lucifer con toda su Compañía!». Subiendo al púlpito en la Parroquia de Santiago de Valladolid para predicar el sermón de la Pasión otro Religioso, dio principio a tan dolorosa función haciendo ridícula rechifla de cierto modo de predicar, insinuando claramente qua hablaba de los sermones de los jesuitas: ¡el asunto, el día y el teatro eran muy oportunos para estas graciosas satirillas! Encargaron a otro Regular en la Ciudad de Mallorca el sermón de San Ignacio y el buen Religioso lisonjeó al Santo Patriarca introduciéndose en su oración con una lectura seguida de la Pragmática Sanción, del Bando Real y de otros instrumentos de nuestra expulsión. A cierta Señora de Valencia, que hablaba de la fiesta de San Luis Gonzaga celebrada en aquella Ciudad con mucho lucimiento, un sujeto (que insinuó ser Religioso o a lo menos Eclesiástico) le dijo muy enfadado: «¿No nos dejaremos alguna vez de estas devociones y de estos santicos que nada menos son que santos?». Escandalizada la piadosa Señora contó el caso a un Inquisidor y éste se encogió de hombros, dando a entender que no había otro remedio que la paciencia.

No habiendo sido testigos los jesuitas de estos hechos, que sólo llegaron a sus oídos por relaciones ajenas cuando estaban en su reclusión, no podemos salir como fiadores de su verdad con la misma seguridad con que afianzamos la de los otros que pasaron ante nosotros mismos. Pero nos pareció que no debíamos ocultarlos a la Real noticia de Vuestra Majestad con las señales que basten para poder verificarlos, a fin de que, si se verificasen, se entere vuestra Soberana comprensión de lo mal que fue obedecido por algunos Regulares el artículo 18 de vuestra Real Pragmática, concebido en estos términos: «Encargo muy estrechamente a los Reverendos Obispos Diocesanos y a los Superiores de las Órdenes Religiosas no permitan que sus súbditos escriban, impriman ni declamen sobre este asunto, pues se los haría responsables de la no esperada infracción de parte de cualquiera de ellos».

Nueve meses duró la prisión de los Procuradores y enfermos en el Hospital de Cartagena, al cabo de los cuales llegó la Orden para que se embarcasen. Ejecutóse el embarco el día 7 de octubre y el 9 se hizo a la vela todo el convoy. La asistencia en la navegación fue poco más o menos como había sido en el Hospital. Habíanse hecho las provisiones cuatro meses antes y el Asentista, a cuyo cargo corrían, esperaba que se las mandarían renovar al cabo de tantos meses. El agua estaba mareada desde el primer día y en el bizcocho se encontraban algunos gusanos. El vino por la mayor parte intolerable, y aun éste faltó tres días. A fuerza de muchas instancias se consiguió que se hiciese una corta provisión de agua fresca en la Bahía de Alicante, estando sobre las anclas. El Contador Mayor del convoy visitó todas las embarcaciones, vio las miserias que se padecían, compadeciéndose de los trabajos que toleraban los jesuitas, pero dejólos en ellos. El día 2 de noviembre dieron fondo en frente de los Capuchinos de Ajaccio. Mantuviéronse a bordo dos días y medio. Y la tarde del 5 los echaron en tierra, no con el abandono con que fueron arrojados en ella las Provincias de Castilla y Andalucía en los Presidios de Calvi y Argaiola, porque al fin ya estaba alojada en Ajaccio la Provincia de Toledo, y los Procuradores no desembarcaron hasta tener asegurados sus víveres y sus alojamientos.






ArribaConclusión

Ésta, Señor, es una verdadera, puntual y sencilla relación de todo lo sucedido desde el primer instante de nuestro arresto hasta el último de nuestro desembarco. Hemos añadido en ella parte de lo mucho que estamos padeciendo así en Argaiola como en Calvi por la incomodidad y estrechez de las habitaciones, por la escasez de víveres, particularmente en tiempo de guerra, por los sustos, sobresaltos y peligros en que vivimos todos mientras ésta duró, por el excesivo precio de los alimentos y demás géneros necesarios a la vida, y en fin por otras varias vejaciones de diferentes especies que se han practicado y se están practicando con nosotros. Todo se nos hacía menos intolerable mientras nos duró la media anualidad que la piedad de Vuestra Majestad se dignó consignarnos. Pero, habiéndose cumplido el término de ella por lo que toca a estos dos departamentos de Calvi y Argaiola en los 17, 18 y 19 de enero, y hallándonos ya más allá de la mitad de febrero sin que hasta ahora haya aparecido la otra mitad, es más fácil comprender que explicar las necesidades que estamos padeciendo. El alimento de muchos se reduce a un poco de pan y cebollas; el de otros a una sopa de ensalada o un gazpacho de agua, sal, aceite y vinagre, en que se moja un poco de pan duro. En no pocos a una jícara de chocolate del que trajeron de España. Y en todos a lo más pobre y a lo más barato y a los menos perjudicial que encuentran.

Compadecidos de estas miserias, que casi están tocando con las manos, vuestros Reales Comisarios, D. Pedro de la Forcada y D. Fernando Coronel, residente en Ajaccio, y viendo que se retardaba tanto la remesa de la media anualidad, se vieron precisados a tomar a premio hasta 90.000 reales, que fueron todo lo que pudieron recoger en un país tan pobre, tan asolado y de tan poco comercio, para socorrer la necesidad extrema de las dos Provincias por algunos días. Con este socorro nos estamos actualmente manteniendo y nos mantendremos el corto tiempo que puede durar. Pero, si en este breve espacio de tiempo no viene la anualidad que está detenida en Génova (no sabemos por qué), nos volveremos a abismar en nuestros trabajos, miserias y desconsuelos. Padecerémoslos con resignación hasta el último aliento, ayudados de la gracia del Señor, que esperamos firmemente no nos ha de desamparar, bien que con el imponderable dolor de ignorar hasta ahora absolutamente qué delitos tan atroces ha cometido la Compañía de Jesús en los Dominios de España para que sea exterminada de todos ellos con tanto deshonor, con tanto estrépito, con tanta violencia y con tan extraña dispensación de las reglas más indispensables que dictan todos los Derechos, aun para condenar al más vil de todos los hombres y al facineroso más notorio, desacreditadas públicamente a presencia de todo el mundo por vuestra Real Sanción nuestras costumbres, nuestra doctrina, nuestros sagrados Ministerios, y hasta nuestras oraciones, sufragios y buenas obras, cuya participación se reputa por delito de lesa Majestad, cuando se declara como tal el retener o solicitar Cartas de Hermandad con la Compañía, siendo así que esta piadosa demostración de nuestro religioso agradecimiento a los beneficios recibidos de nuestros Bienhechores ni en la Compañía ni en ninguna Religión tiene otra virtud, induce otra obligación ni admite otro significado. Por tanto, Señor, no permitiéndonos callar nuestra conciencia en un cúmulo de delitos tan atroces, tan vergonzosos y tan denigrativos como en voces generales, preñadas y misteriosas se nos imputan, antes bien mandándonos expresamente la Ley Divina que rebatamos la calumnia con todas nuestras fuerzas y que con todas ellas volvamos por la estimación de nuestro buen nombre, sin que haya Ley humana que tenga autoridad para derogar este precepto, se arroja a los pies del Trono la Provincia de Castilla, implora la grande, la religiosa, la notoria justificación de Vuestra Majestad y suplica cuatro cosas que le parece no las puede negar un Príncipe tan justo y tan cristiano.

Suplica lo primero que se le oiga en justicia, nombrando Jueves competentes, legítimos e imparciales, cuales no son los que han sorprendido el Real Ánimo de Vuestra Majestad con siniestras relaciones, con informes mendigados por la sugestión, por el poder y por la fuerza, o con probanzas que parecen legales y nada menos son de los que suenan, a todos los cuales los recusamos desde luego.

Suplica lo segundo que se le dé traslado de los cargos generales pertenecientes a todo el Cuerpo de la Compañía Española, o a la mayor parte de él, con especificación de las personas y lugares donde se cometieron los delitos concernientes al Estado, subordinación, quietud y debida obediencia de los pueblos.

Suplica lo tercero que se le dé tiempo, lugar y entera libertad para la defensa, y si después de ella resultaren reos en delitos de la referida calidad algunos jesuitas particulares, pocos o muchos, pero inocente el Cuerpo de la Religión, sean castigados aquéllos con todo el rigor de la Ley y declarada la inocencia de éste, como lo pide la Justicia.

Suplica lo cuarto que se imprima todo el proceso de esta gravísima causa para eterno monumento de la justificación de Vuestra Majestad y no menos eterno padrón de la infamia de la Compañía si se justificase que ésta ha sido delincuente.

Es justicia rigurosa que no puede creer se la niegue Vuestra Majestad.

Calvi y febrero 15 de 1768.

José Francisco de Isla, S.J.