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ArribaAbajoÁvila

No pudieron ser más contrarias a ella, ni más opuestas a lo que expresamente prevenía el Real Decreto y la Instrucción General, todas las providencias que tomó el Intendente de Ávila, así en orden al trato como a la conducción de los Padres de aquel Colegio, bien que todo el exceso y toda la irregularidad de aquellas providencias fue sugerida por la indigesta índole del Escribano que asistía a legalizarlas más que por la notoria bondad del Ministro que las presenciaba. Pues, aunque la voz era suya, era la inspiración del Asociado. Después de haberse introducido por la Iglesia al amanecer el día 1.º de abril con el acostumbrado estrépito de armas, ocupando todas avenidas interiores y exteriores, 150 soldados del Regimiento de Asturias con bayoneta calada, pasó el Intendente a practicar todas las demás diligencias que se le prevenían, en cuyo acto no ocurrió cosa particular. Sólo parece digno de notarse que aquellos Padres se vieron arrestados y resguardados la mañana del día 1.º de abril por el mismo Regimiento en cuyas confesiones, para cumplir con la Iglesia, habían empleado toda la semana y gran parte del día precedente, después de haberles explicado la Doctrina Cristiana por 12 días a petición de su celoso Coronel y Capellanes. Así se vieron en dos días consecutivos dos escenas bien diferentes. Ayer, gran parte del Regimiento a los pies de los jesuitas; hoy, todo el Colegio de los jesuitas bajo las armas del Regimiento. Ayer, buscados éstos como Padres; hoy, tratados como reos. Ayer, venerados como Médicos de las almas y pacificadores de ellas con su Dios; hoy, sindicados como peste de las conciencias y perturbadores del Estado. Tanta y tan repentina suele ser la inconstancia y vicisitud de las cosas humanas.

A este doloroso contraste se añadió la sequedad y el rigor con que trató aquel Intendente a los Padres contra los naturales impulsos de su bondadoso corazón. Presentóle el P. Rector dos venerables ancianos, uno de 79 y otro de 76 años, ambos casi ciegos con las piernas llenas de llagas y atestados de otros muchos achaques. Expúsole que ninguno de ellos podría emprender tan penoso como dilatado viaje sin peligro evidente de la vida. La misma representación le hizo por otros dos sujetos de mediana edad, pero tan enfermos que el uno hacía dos años que estaba tratado como tísico y al otro se le había administrado el Santo Viático pocos días antes por un insulto de asma que con mucha frecuencia le ponía a las puertas de la muerte. Significóle que no sólo le parecía conveniente, sino que juzgaba diligencia muy precisa llamar al Médico o Médicos que fuesen de la satisfacción del mismo Intendente para que dijesen su parecer sobre aquellos cuatro enfermos. No había cosa más arreglada al espíritu y aun a las palabras del capítulo 24 de la Instrucción. Sin embargo, no lo entendía así aquel Intendente, y a todo se negó, alegando o decidiendo por sí mismo que aquellas enfermedades eran incurables, como si esta misma razón no confirmase la letra del citado capítulo, donde expresamente se previene que en semejante caso se debía esperar «a que la enfermedad se decidiese», lo cual sólo se hace o por la muerte o por el recobro del enfermo.

Lo más a que se extendió su conmiseración, asegurando que tampoco se explayaban más sus facultades, fue a providenciar que se proveyese un carro para los cuatro impedidos. ¡Pero qué carro! Sin toldo, sin cubierta, sin el menor resguardo ni contra la inclemencia de los temporales ni contra la dureza y bronca desigualdad de las tablas: en fin, con la misma desnudez que si se hubiese preparado para ir a cargar de estiércol. Penetrado de dolor el caritativo corazón del P. Rector al ver prevenido un carruaje como aquél para cuatro enfermos, que tendrían mucho que padecer en el más acomodado, se valió del Capitán que mandaba el destacamento de la escolta para que suplicase al Intendente, permitiese que se pusiesen al carro cuatro colchones y cuatro mantas para algún alivio de aquellos infelices. Después de grandes instancias, y como por una singularísima gracia, se dio cuartel a los cuatro colchones, mas, por lo que tocaba a las mantas, se mandaron retirar al Colegio, porque comenzó a gritar el piadosísimo Escribano que «si los Padres llevaban tanto, no tendría qué poner en el Inventario». Este hombre dio sin querer el más solemne testimonio de la pobreza del Colegio de Ávila, pues a voz en grito publicó que hacían falta cuatro miserables mantas para que en el Inventario sonasen algunos muebles.

No dejaba de tener su fundamento aquel temor, atento a que en el inventario que se hizo del dinero que había en el Colegio, después de registrado escrupulosamente todo lo registrable, no se hallaron más que 1.400 reales. Admirados extrañamente el Intendente, Escribano y Asociados, dieron bastantes señales de su desconfianza, recelando alguna cautelosa ocultación. Pero felizmente se le ocurrió al advertido Rector la prueba más convincente para evidenciarles la verdad y aquietarlos con el desengaño. El día antecedente al del arresto había salido del Colegio de Ávila el P. Provincial, concluida su visita. Echó prontamente mano del libro de ésta el P. Rector, puso en él a la vista de Intendente y Asociados el estado del Colegio, hízoles leer con sus propios ojos la partida, que decía así: «dinero en ser: 1.400 reales». Con esto se serenaron y, convertidos los gestos de desconfianza en ademanes de admiración, conocieron la buena fe con que se procedía y lo mucho que discrepaban las cuentas que finge la cavilación de las que presenta la legalidad.

Consiguiente a la disposición que dio aquel Intendente para los ancianos y para los enfermos fue la que providenció para el viaje de los sanos. Tenía prevenidos para éstos unos indecentes rocines de sardineros y arrieros, unos sin freno, otros sin estribos, con algunos humildes jumentillos a quienes servían de albardas unos costales ceñidos con unas groseras sogas que hacía papel de cinchas. Y aunque se pidieron algunas almohadas para suavizar la incomodidad de aquellos durísimos arreos, se hizo sordo aquel Ministro, acaso porque su Escribano no volviese a gritar que, si se permitía a los arrestados aquella regalona profanidad, quedaría desnudo el inventario. Pero al mismo tiempo que se trataba con tanta indignidad a unos hombres que por sus circunstancias eran acreedores a la mayor veneración, se tuvo cuidado de que su Proveedor fuese montado en un buen caballo con aparejos correspondientes, y el criado de éste en una mula arrogante, para que así resaltase más la ignominia de aquellos respetables desgraciados, sin que se previniese para ellos otra caballería mayor que la mula del Colegio. Diose principio a la marcha con este indecentísimo equipaje, rodeados 18 pobres Religiosos de 30 Granaderos, mandados de tres Oficiales, tambor batiente, con todo aquel estruendo y aparato que se suele practicar con los malhechores para convocar el concurso, llamar la atención y avisar al escarmiento, de manera que más parecía una procesión de Gitanos sacados a la vergüenza por las calles, o una cadena de Galeotes conducidos por los caminos para el castigo, que una Comunidad de Religiosos humildes, rendidos y bienhechores del común en el ejercicio de todos sus ministerios.

Así entraron y así salieron en todas las poblaciones grandes y pequeñas que se encuentran en el camino de Ávila hasta Burgos, pues, aunque todos los días se mudaba de bagajes, siempre se les prevenía otro igual, o peor si era posible, que el que habían sacado de la primera Ciudad. Tan empeñado o tan celoso el Proveedor en llevar adelante esta indecencia que, aunque a la segunda jornada se encontró una calesa vacía, y después se vieron en el camino otras muchas, nunca pudieron recabar de él las repetidas instancias del P. Rector, que tomase algunas, siquiera para alivio de los ancianos y de los achacosos, excusándose con que no tenía orden ni dinero, pues sólo se le habían entregado los 1.400 reales que se habían hallado en el Colegio. Cantidad tan moderada que apenas bastaba para pagar los infelices bagajes y el escaso gasto del camino.

Éste correspondió en todo a las limitadísimas prevenciones que había hecho el Intendente por dirección verosímilmente del generoso Escribano. Redujéronse todas a una corta cantidad de pan, a otra escasa porción de bacalao salado y a una bota de vino, de manera que en el dilatado viaje desde Ávila a Burgos, raro día comieron los Padres otra cosa que unas sopas de ajo y una ración de bacalao atestado de sal, rarísimo se encontró carnes para los enfermos, o porque no se hallaba en la realidad o, lo que es más verosímil, porque se hacían con mucha tibieza las diligencias necesarias para encontrarlo, no siendo creíble que se dejase de pesar alguna, aun en tiempo de Cuaresma, en muchos pueblos numerosos por donde se transitaba, y en fin en la aldea más infeliz no faltarían algunas gallinas. Las camas eran como la comida y como el bagaje: unos colchones o unos jergones que reclutaban las Justicias y se extendían en un estrecho cuarto, donde los Padres se acomodaban para fatigarse más en lugar de echarse para lograr algún descanso. Sin embargo de estar tan miserablemente alimentados, de viajar montados tan desdichadamente, se les obligaba a hacer diariamente una marcha de siete leguas, y hubo día que la hicieron de nueve, siendo preciso para esto que apenas se desmontasen de sus infelices cabalgaduras. Llegaban al alojamiento por la noche quebrantados y molidos. Su descanso era tomar todos el Breviario para rezar a la escasa luz de un miserable candil de garabato, por no habérseles dado en la marcha para cumplir con aquella sagrada obligación.

Fácilmente se deja considerar cómo se pondrían los enfermos con un tratamiento tan poco ajustado a la humanidad. Cada noche se temía que fuese la última del asmático. Lo mismo, poco más o menos, se recelaba de los dos ancianos. Y aunque todos tres llegaron a Santander contra el dictamen de los Médicos de Burgos, el asmático y el anciano de 76 años se quedaron en aquel puerto. El de 79 se embarcó, pero a pocos días se quedó hecho un tronco.

No debemos omitir que, noticioso el Intendente de Burgos de la indecencia con que venían los Padres del Colegio de Ávila, envió cinco coches a corta distancia de la Ciudad para que entrasen en ella, temiendo quizá alguna conmoción popular si se presentaban a los ojos de la multitud y de la humanidad española un espectáculo tan indigno como doloroso. Ésta fue, Señor, la decencia, la atención y la asistencia con que trató el Intendente de Ávila a los jesuitas de su departamento, como se le mandaba en vuestro Real Decreto, y éste fue el modo con que desempeñó aquel Ministro la particularísima atención, que se le encargaba, de que no faltase en manera alguna la más cómoda y puntual asistencia de los Religiosos, aun mayor que la ordinaria, si fuese posible, según las palabras formales del artículo 9 de su misma Instrucción.

Ni puede servir de excusa al referido Ministro el no haberse encontrado en el Colegio más que los 1.400 reales que llevamos dichos, corta cantidad para que los Padres fuesen tratados con «la más cómoda y puntual asistencia» que se le recomendaba, pues ya se le prevenía en otro artículo de otra Instrucción particular que, en caso de no hallarse en algún Colegio el dinero suficiente para los gastos que ocurriesen en el momento, se acudiese por él a vuestros haberes Reales o a algunos particulares con la seguridad del más puntual abono y de la más íntegra satisfacción. Por lo que bien reflexionada la natural bondad de aquel Comisionado, parece preciso atribuir tantas y tan visibles irregularidades o a la natural perturbación que le pudo ocasionar la multitud de instantáneas diligencias que debía ejecutar en pocas horas o a influjo del que le dirigía en ellas, como más práctico en la ejecución de negocios judiciales.




ArribaAbajoBurgos

Quisiéramos disculpar de la misma manera las que cometió el Intendente de Burgos en líneas muy diferentes, pero mucho más delicadas por pertenecer ambas a los dos sigilos más sagrados que se reconocen en la Iglesia de Dios, el de la confesión sacramental y del santo Tribunal de la Inquisición. Llegó a registrar los papeles que se hallaron en el aposento del P. Rector. Tropezó con unas consultas que le habían hecho por parte del Santo Oficio. Prevínole el P. Rector en general el contenido de aquéllos, protestándole que ninguno los podía leer sin incurrir en culpa grave, no teniendo para ello comisión del Santo Oficio. No le hizo fuerza a aquel Ministro y, pareciéndole prudentemente al P. Rector que por la urgencia del caso y por evitar mayores inconvenientes, se los podría comunicar a él sólo, previniéndole antes el indispensable sigilo, le hizo la proposición de que se los permitiese leer o los leyese por sí mismo, y hallando ser su contenido el que santamente le aseguraba, los quemase o los hiciese pedazos en su presencia. Ni a una proposición tan discreta como justa se rindió el empeñado Intendente. Inventariáronse aquellos papeles y con la misma inaudita Teología se apoderó de una confesión general del propio P. Rector y le leyó también a su vista una carta en que le respondían a varias cosas que consultaba de su conciencia, para cuyo intrépido registro, una vez que se tenga noticia segura de la materia, no se reconoce legítima autoridad en el mundo, como unánimemente lo enseñan los Padres y Teólogos. Por eso causó tanto dolor y extrañeza el ver indiferentemente y sin la menor distinción en manos de Ministros, Jueces, Tenientes y Escribanos Reales, todos los papeles, cartas y correspondencias de los jesuitas, entre las cuales era preciso se encontrasen innumerables de la misma naturaleza que las que se hallaron en el aposento del Rector de Burgos, pertenecientes a consultas de conciencia, a trabajos de familias, a miseria de personas particulares, a desahogo de almas atribuladas y a otros puntos reservados por el mismo Derecho Natural, con peligro de que se descubriesen muchas cosas ocasionadas a vergonzosísimos sonrojos y aun a funestísimos disturbios en las casas particulares, y que todo esto se fiase no sólo a la discreción, prudencia y sabiduría de los Ministros superiores, sino tal vez a la impericia y a la ligereza de muchos Escribanos, cuyo gremio no está generalmente acreditado por el más escrupuloso, ni todos los individuos, que lo componen, son los más exactos en guardar el sigilo que exige de ellos su oficio, aun en materias menos delicadas.

A vista de esto se hace ya menos extrañable que el mencionado Intendente de Burgos, la misma tarde del día del arresto, hubiese pasado con solos sus Oficiales a inventariar y hacerse cargo de todas las alhajas de la Iglesia y Sacristía, sin tener presente lo que se le mandaba en el capítulo 8.º de la Instrucción, con orden de que todo lo perteneciente a estas dos piezas del santuario se debía de contado asegurar bajo de llave, pero no inventariarse hasta su tiempo, en que era preciso hacer esta diligencia con asistencia de Juez Eclesiástico competente. Recogió aquel Ministro todas sus llaves y las agregó al montón de las demás: sólo hizo la distinción de colgar la del Sagrario en un ojal de su casaca. Acto que a él se le representaría de grande reverencia, pero, los que juzgan sanamente de las cosas, la considerarían en un Lego de irreligiosa presunción, sabiéndose muy bien que aun lo que se practica el Jueves Santo en algunas partes con la llave de la Custodia, que se expone en el Monumento, no está generalmente aprobado por la Sagrada Congregación de Cardenales, aunque entonces hay la notable circunstancia de que el Ministro del Altar es el que confía al Lego la llave del Sagrado Depósito, echándosela al cuello con sus manos, pero nunca ha consentido ni consentirá la Iglesia que ningún Lego presuma apoderarse y adornarse con ella de su propia autoridad.

En medio de unos pasos, que no parecían los más suaves ni los más reflexionados, estaba aquel Intendente tan satisfecho de su moderación que dijo al P. Rector contase siempre con su «micialidad», expresión exótica y de significado muy oscuro, por la cual parece quiso dar a entender que viviese asegurado de su dulzura en la ejecución. Si fue éste el sentido de aquella extraña voz, bien se puede conocer su desempeño por lo referido hasta aquí y por otro hecho que en adelante se referirá con más oportunidad.




ArribaAbajoPalencia

El Ejecutor del Colegio de Palencia, que fue el que hacía de Alcalde Mayor y de Intendente, por no haber llegado a aquella Ciudad el que estaba destinado para este Ministerio, no se picó de «micialidad», de moderación ni de dulzura. Lejos de la atención y de la humanidad que tanto se le recomendaba, parece que hizo estudio de revestirse de dureza, de afectada y ridícula gravedad, y de una muy caracterizada desatención y grosería. Luego que se le avisó al P. Rector de que el Alcalde Mayor estaba en la portería del Colegio con mucho acompañamiento de soldados, se vistió prontamente, bajó cortesanamente a recibirle y, preguntándolo con sumisión y con modestia qué significaba aquella novedad, le respondió el Alcalde con el mismo entonamiento, despego y sequedad que si hablara con un lacayo: «Váyase Usía al aposento, que ya se le buscará», sabiendo aquel ingenioso Juez juntar al mismo tiempo dos extremos tan contrarios como dar al P. Rector el distinguido tratamiento que por ningún título le correspondía, y acompañarlo con un ajamiento tan indigno de su persona, de su carácter, de su profesión y de su empleo.

Diose pronto aviso a la Comunidad para que se vistiese y para que todos concurriesen a una pieza común. Tardaron un poco más algunos ancianos en vestirse, porque ni sus años ni sus ajes les permitían la misma expedición que a los jóvenes y a los robustos. Impaciente el urbanísimo Alcalde, se quejó al P. Rector, diciéndole con mucho desabrimiento que «aquél no era modo de cumplir las Órdenes Reales». Ninguno había intimado todavía ni en su comisión se descubrió después alguna que mandase a los ancianos e impedidos que tratasen de deshacerse de sus años y achaques para estar más expeditos. ¡Humanísima introducción de un Alcalde para disponer aquellos Religiosos ánimos al terrible golpe que iba a descargar sobre ellos! Con la prisa que dio el displicente Ejecutor, se echó a cuestas un Padre la sotana y ropa exterior, quedando en lo interior poco menos que desnudo. Oyó de esta manera el Decreto Real y la Orden subsiguiente del Ejecutor para que ninguno saliese de la pieza donde se había practicado aquella dolorosa función. Expúsole humildemente su desnudez y con la misma humildad le pidió licencia para retirarse a su aposento a cubrirse y abrigarse con la debida decencia, acompañado de la Guardia que el Alcalde Mayor quisiese darle. Negósela el desabrido Juez con toda la aspereza de que había hecho cuidadosa prevención, hasta que pasada gran parte de la mañana le debió de remorder la razón o la vergüenza y le permitió que con un Guardia de vista se retirase a su aposento a acabarse de vestir.

Muy contra su voluntad entregó a los sujetos las llaves de sus aposentos para que sacasen las cosillas que vuestra Real Benignidad les permitía llevar consigo, pero prescribiéndoles el tiempo con tanta limitación que, por mucho que se apresuraron, apenas podrían sacar más que sus Breviarios y la ropa que traían a cuestas, si la benignidad de la tropa, que auxiliaba al Ejecutor, no les hubiera caritativamente ayudado. Con todo eso los apresuró tanto la apresurada impaciencia de aquél que algunos salieron sin sombreros, otros sin zapatos, y los más con la ropa interior y exterior hecha pedazos. Hízosele presente al Alcalde esta vergonzosa indecencia, pero éste contestó a la representación con un silencioso desprecio.

Después que uno de los Sacerdotes había arrebatado, más que cogido, algunos de los muebles de su uso, que se le permitían, tomó el sombrero, el manteo y el báculo, como quien no tenía ya para qué volver al aposento. Fue a entregar la llave de éste al Alcalde Mayor, el cual, apenas le vio en aquel equipaje cuando arrebatado de una especie de furor, que le sacó fuera de sí, comenzó a dar grandes y descompasadas voces, gritando con descompuesto desentono: «¡Favor al Rey! ¡Servicio Real, que encierren a los Padres! ¡P. Rector, las llaves de los aposentos!». Sobresaltado el Rector, se persuadió seriamente a que le había asaltado a aquel pobre Ministro alguno de aquellos violentos accidentes que, desterrando repentinamente la razón, sustituyen en lugar de ella el frenesí. Confirmóse en esta aprensión cuando oyó de boca del mismo Alcalde el motivo de tan ruidoso estruendo, porque, preguntándole a qué venían aquellas voces, respondió, como enajenado, «que un Padre había llegado a él con manteo y con bastón y que había peligro de que se escapase». Respuesta tan impertinente y tan ajena de todo juicio puesto en su lugar, que más es para reída que para glosada. Sosególe el Superior, diciéndole: «Señor Alcalde, si Vmd. dejara todas las puertas abiertas, sin guardia, sin soldados, y diese una simple Orden de que ninguno saliese de casa, yo pondría mi cabeza por el primero que no la obedeciese». Éstos no fueron más que unos como imperceptibles destellos del violento ánimo de aquel Ejecutor respecto de los que manifestó pocos días después en otra comisión que se le encargó, dirigida también a nuestra expulsión y extrañamiento. Dígnese, Señor, Vuestra Majestad prestarnos sus clementísimos oídos, disponiendo su Real paciencia y admiración para entender hasta dónde llegaron los excesos que se cometieron en manifiesta infracción de vuestras más precisas, más expresas y más religiosas Órdenes.




ArribaAbajoVillagarcía

Fue servido Vuestra Majestad de mandar en su Real Decreto «que fuesen extrañados de todos sus Dominios todos los Religiosos de la Compañía, así Sacerdotes como Coadjutores o Legos, que hubiesen hecho la primera profesión, y los Novicios que quisieren seguirlos». En consecuencia de vuestra Real Voluntad, dice así el capítulo 10.º de la Instrucción que a nombre de Vuestra Majestad comunicó el Conde de Aranda a los Ejecutores: «En los Noviciados, en que hubiese algún Novicio por casualidad, se han de separar inmediatamente los que no hubiesen hecho todavía sus votos religiosos, para que en el instante no comuniquen con los demás, trasladándolos a casa particular, donde con plena libertad y conocimiento de la perpetua expatriación, que se impone a los individuos de su Orden, puedan tomar el partido a que su inclinación los indujere. A estos Novicios se les debe asistir de cuenta de la Real Hacienda mientras se resolviesen, según la explicación de cada uno, que ha de resultar por diligencia firmada del nombre y puño de cada uno, para incorporarlo si quiere seguir, o ponerlo a su tiempo en libertad con sus vestidos de seglar al que tome este partido, sin permitir el Comisionado sugestiones para que abrace el uno o el otro extremo, por quedar del todo al único y libre albedrío del interesado, bien entendido que no se le señalará pensión vitalicia por hallarse en tiempo para restituirse al siglo o trasladarse a otra Orden Religiosa, con conocimiento de quedar expatriado para siempre».

Disposición justísima, prudentísima y exactamente arreglada a lo que proscriben los Sagrados Cánones sobre el examen de los Novicios que se ponen en libertad. Pero presto verá Vuestra Majestad, no sin asombro, y aun sin un piadoso horror de su Real Religiosísimo ánimo cómo se ejecutó con los Novicios del Colegio de Villagarcía de Campos, famoso Noviciado de la Provincia de Castilla.

Estaba este Colegio en el referido pueblo perteneciente a la Diócesis de Palencia, y de tan corta vecindad que todo él se reduce a los Capellanes, Músicos, Criados y dependientes que eran del mismo Colegio, con algunas pocas casas de humildes Labradores, en que se hospedaban los Estudiantes que concurrían a aquel acreditado Estudio de Humanidad.

Fue nombrado por la Corte para la delicada Comisión de aquel Colegio un Ministro de la Real Cancillería de Valladolid4, hábil, sabio, prudente, atento y muy celoso del servicio de Vuestra Majestad, y perfectamente instruido en todo el espíritu de su Comisión y en vuestras Reales Intenciones. Así puso en ejecución todos los puntos de la Instrucción con la mayor exactitud, penetración e inteligencia, sin faltar en nada a la atención, humanidad y urbanidad que se le encargaban. Trató las cosas santas santamente y las personas sagradas respetuosamente, imitándole en lo mismo todos los Oficiales y Soldados del Regimiento de Suizos de Reding que le iban auxiliando. Éstos quedaron tan sorprendidos y aun tan asombrados de los ejemplos de resignación, de humildad, de obediencia y de espiritual alegría que vieron, oyeron y observaron en todos los individuos de aquel numeroso Colegio que, convertido el orgullo y despejo militar en una especie de embargada suspensión y respetuoso silencio, no se hartaban de besar la mano de los Padres, de pedirles con lágrimas perdón de lo que estaban ejecutando, protestando mil veces que lo hacían mandados y que antes escogerían montar intrépidos una brecha que verse en el doloroso lance que presenciaban. De manera, Señor, que, trocadas las suertes, los Padres necesitaban consolarlos y esforzarlos a ellos, pareciendo que los soldados eran prisioneros y los jesuitas los Ejecutores, acreditando en esto que el verdadero valor no está reñido con la humanidad y que solamente la ferocidad no reconoce las leyes de la naturaleza ni de la compasión.

Mientras tanto, el primer cuidado del sabio Ejecutor, después de las primeras diligencias de convocar la Comunidad, intimarle el Real Decreto, prescribirles que ninguno debía salir de la gran pieza donde se había convocado, recoger las llaves de Procuraciones, Iglesia, Sacristía, Capillas interiores, Sagrario, aposentos y demás Oficinas comunes y particulares, fue la instantánea separación de los Novicios, de manera que desde aquel mismo momento no tuvieron la menor comunicación ni directa ni indirecta con sujeto alguno del Colegio. Envióseles a casa de un seglar, donde estuvieron hasta la tarde con grande incomodidad por la estrechez de la habitación, habiéndoseles enviado la comida, que se sirvieron unos a otros. Eran los Novicios 79 con Hermanos Estudiantes y Coadjutores. Pasó a verlos el Ejecutor, reconociendo por sí mismo lo ahogado del alojamiento, en que apenas cabían de pie. Bien informado de que en aquel pobre lugar no se encontraría otro más capaz, determinó volverlos al Colegio, donde dentro del mismo Noviciado podían estar con absoluta y real independencia de todos, cerradas las puertas y resguardadas con centinelas para impedir toda comunicación. Ya para este tiempo había hablado dos veces el Comisionado a todos juntos, poniéndoles a la vista, con voces tan oportunas como eficaces, todos los motivos que debían tener presentes para tomar su partido con pleno conocimiento y con entera libertad. Hízoles ver que gozaban toda cuanta podían desear para abrazar cualquiera de los tres extremos, o de seguir a los ya profesos, o de escoger otra Religión, o de volverse al siglo, lo que en las presentes circunstancias podían ejecutar, no sólo sin la menor nota, sino al parecer con crédito de cordura y de prudencia, atento que el Rey nada les consignaba ni les había de consignar para su subsistencia, y los otros no tendrían con qué mantenerlos, siendo tan moderada su pensión que con dificultad alcanzaría para sustentarse pobrísimamente a sí mismos, y que por consiguiente les servirían de carga más que de alivio y consuelo en su perpetua expatriación. Púsoles delante, con toda la viveza que pudo, los dolorosos efectos que ésta producía, la perpetua separación de su patria, padres, parientes, amigos y conocidos; el absoluto entredicho de toda comunicación y correspondencia con ellos, cerradas del todo las puertas no sólo al recurso del parentesco o de la amistad para el socorro de sus necesidades, sino aun para que éstas llegasen a noticia de la compasión; sin olvidar lo mucho que pesaban estos trabajos en un país extraño remotísimo del patrio suelo, sin tener a quién volver los ojos para excitar la piedad. Acordólos con oportunidad que ellos iban muy expuestos a padecerlos mucho mayores que los otros, porque al fin eran novicios. Y así como ellos tenían libertad de volverse al siglo sin la más ligera nota, así la Religión la tenía también para no admitirles a la profesión y para separarlos de su cuerpo, siempre que en las experiencias y pruebas del Noviciado no los considerase a propósito para él. Y si por desgracia sucediese a algunos este trabajo cuando se hallasen en Italia, qué desconsuelo sería el suyo, viéndose sin medios, sin facultades y sin arbitrio para volverse a España, precisados a emprender este largo viaje a pie y mendigando con las penalidades y peligros de la vida que fácilmente se dejan considerar. Para desvanecerles el escrúpulo, que algunos más timoratos podían padecer, de que faltarían a su vocación, no dejó el advertido y sagaz Ministro de traerles a la memoria que este escrúpulo, a su modo de entender, en las presentes circunstancias era fuera de sazón y estaba destituido de todo fundamento. «Hermanos -les dijo-, cuando sintieron su primera y santa vocación, fue a una Religión que entonces estaba recibida, estimada y aplaudida en toda España, a una Religión que ejercitaba libremente todos sus sagrados Ministerios, a una Religión que todos consideraban en gracia del Rey, nuestro legítimo Soberano. Pero mudáronse substancialmente todas estas circunstancias. Ya es una Religión que está en desgracia de su Rey, ya es una Religión que está exterminada de todos sus Estados y Dominios, ya es una Religión que ni ahora ni nunca puede ejercitar en ellos ninguna de las funciones de su Instituto. Mudada substancialmente la naturaleza de las cosas, no hay obligación que ate, no hay contrato que ligue, no hay vínculo que estreche, por más sagrado que sea. Por mis años, por mis estudios, por mi profesión y por el distinguido empleo con que me ha condecorado la piedad del Rey, tengo obligación a saber muy bien lo que digo y a no hacer traición a la verdad. Por ella protesto que, si viera un hijo mío en vuestras mismas circunstancias, le expondría las mismas razones que acabo de exponeros, y después dejaría la decisión a su arbitrio. Esto me manda el Rey que haga, esto ejecuto: reflexionadlas, ponderadlas, meditadlas bien de aquí a mañana, y después cada uno declarará y firmará libre y espontáneamente su resolución». En esta substancia habló por dos veces a todos los Novicios juntos el prudentísimo Ministro el primer día del arresto. Volvióles a convocar la mañana siguiente y, habiéndoles repetido el mismo discurso con igual o mayor energía, les ordenó que cada uno separadamente se presentase en su cuarto ante sí y su Escribano para oír su última determinación y tomar las firmas en instrumentos separados, tanto a los que quisieren permanecer como a los que desistiesen.

Sucedió en este acto un pequeño incidente, que no lo consideramos indigno de la Real Noticia de Vuestra Majestad. Presentáronse a los Novicios para las firmas los dos Instrumentos o papeles separados sin haber puesto cabeza a ninguno de ellos. Ambos eran con papel sellado y, llegando a suscribir un Novicio algo más versado que los demás en los negocios del mundo, reparó que aquel papel estaba sin cabeza y observó un gran claro entre el sello y la primera firma. Suspendióse un poco y volviéndose al Ministro le representó con la mayor modestia que no sabía lo que le mandaban firmar, porque en aquel papel sólo veía las firmas de sus Hermanos con un notable blanco entre el sello y la primera, y que en todas circunstancias sería poca cordura firmar a ciegas, pero en las presentes le parecía que podía ser acción, sobre menos prudente, conocidamente peligrosa. No se ofendió el advertido Ministro de una representación tan modesta como justa, antes bien respondió cortesana y benignamente al Novicio que no era hombre en cuya buena fe se pudiese poner duda, y que firmase con la seguridad de que en aquel blanco se pondría esta cabeza: «Las firmas de los Novicios que determinan seguir, según el permiso del Rey, en cualquiera fortuna, a la Compañía». Aquietóse prontamente el Hermano y puso su firma en este mismo papel.

Éste fue, Señor, el primer examen que se hizo de los Novicios de Villagarcía por vuestro Real Ministro Ejecutor, tan exactamente arreglado a vuestras Reales Intenciones y a los términos del copiado Capítulo de la Instrucción, como consta de los hechos referidos, que no discreparán en un ápice de los autos Originales. En este examen tan puntual, tan menudo y tan eficaz, de 79 Novicios, que se contaban en aquel Santo Noviciado, solos 3 escogieron volverse a casa de sus padres, dos Coadjutores y un Hermano Estudiante, siendo muy digno de reparo que todos tres habían dado no poco quehacer en el Noviciado por su proceder menos ajustado a nuestras leyes. De los tres, el H. Estudiante se arrepintió inmediatamente y, aunque pidió volver a ser incorporado con los Novicios constantes, no fue oído, con mucha razón, del Ministro Ejecutor.

El día 4 de abril, después de comer, salió aquella santa y numerosa Comunidad compuesta de 107 sujetos entre Sacerdotes, Coadjutores antiguos y Novicios, habiéndose quedado 6 enfermos en el Colegio a pesar de las ansiosas instancias con que pedían les permitiesen ir a morir en compañía de sus Hermanos desterrados. Iban todos distribuidos en 26 carros, tirados cada uno de cuatro mulas, todos con su Crucifijo, el Breviario debajo del brazo los obligados al Oficio Divino, y los más sin otro equipaje que una almohada con un par de camisas y algunas cosillas indispensables, pero tan pocas que, siendo la almohada bien estrecha, sobraba bucle para otras tantas más. Comenzóse la marcha con tambor batiente entre dos filas de soldados con bayoneta calada, formados desde el Colegio hasta fuera de la Villa. Los alaridos, los clamores, las lágrimas y los tristísimos lamentos, que se veían y oían por puertas y ventanas, los semblantes atónitos y como desmayados a violencia del dolor y del sentimiento, las voces en que prorrumpía la muchedumbre, muchas de las cuales no nos permite referirlas la moderación y la prudencia, los extremos que hacían todos como si en cada uno de los jesuitas les hubiera faltado su padre, su madre y todo cuanto más amaban en la tierra: este conjunto de objetos que se presentó no sólo en aquel reducido pueblo, sino generalmente en todas las Ciudades, Villas y Lugares, donde había Colegios de la Compañía, y en todos los Lugares, Villas y Ciudades por donde transitamos hasta llegar a nuestros respectivos embarcaderos, con más o menos dolorosas expresiones según era mayor el trato, conocimiento y experiencia que se tenía de nuestros Ministerios, decimos, Señor, que este conjunto de objetos lamentables penetró nuestro corazón de tal manera que aquellos mismos ojos, que se mantuvieron enjutos, constantes y serenos en el primer golpe de nuestra desgracia, no pudieron negar las lágrimas, y muchas lágrimas, a un espectáculo tan tierno como doloroso. Este hecho, volvemos a repetir, no fue peculiar al Colegio de Villagarcía. Fue común a todos los Colegios: tuvo por testigo a toda España y depondrá de él la tropa que escoltaba a los desterrados. Si los jesuitas hubieran turbado en los pueblos «la subordinación, la tranquilidad y la justicia», como siniestra y maliciosamente han informado a Vuestra Majestad, no era verosímil ni aun posible que los pueblos hiciesen tantas demostraciones de sentimiento por su exterminio, pudiendo asegurar santamente a Vuestra Majestad que son de muy poca consideración las que aceleradamente referimos respecto de las que nos obliga a suprimir la discreción y la modestia. ¡Qué lejos estaban vuestros pueblos de clamar por nuestra expatriación, como hemos llegado a entender que se ha intentado persuadir a Vuestra Majestad!

Siguió el mencionado Colegio su marcha hasta Rioseco, habiéndosele incorporado en el camino un H. Coadjutor que estaba fuera de él al tiempo del arresto y, noticioso de lo que pasaba, corrió voluntariamente a agregarse a sus Hermanos, despreciando con religioso valor las porfiadas sugestiones con que persuadían a lo contrario. Este raro ejemplo se repitió en casi todos los Colegios de la Provincia de Castilla, donde apenas hubo alguno en que, los que se hallaban ausentes, sin esperar a ser requeridos ni apremiados, al primer aviso extrajudicial que tuvieron, no se hubiesen puesto en camino de su propio movimiento para ser arrestados con todos los demás. En verdad, Señor, que no suele ser ésta la práctica común de los que se consideran delincuentes, ni aun de aquéllos cuya conciencia les da testimonio de que no lo son, cuando tienen noticia cierta de que, con razón o sin ella, solicita perderlos la Justicia. Presentarse a ella con este conocimiento es una de las señales menos equívocas de la seguridad y del valor que sólo puede infundir la verdadera inocencia.