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ArribaAbajoCapítulo X

Enojo del rey contra los ministros.-Decide entrar en tratos con los exaltados.-El autor pide y obtiene del Gran Oriente que le autorice para esta negociación.-Primera entrevista que tiene con el padre Cirilo.-Continuación de estos tratos.-Tramas del rey en El Escorial.-Alboroto en Madrid.-Un antiguo amigo del autor.-Fin del tumulto.-Vuelta del rey, e insultos que recibe.


El rey y los palaciegos estaban abrasados de ira violenta y rencorosa contra los ministros, por el suceso en que habían sacado por fuerza la sanción real dada a la ley sobre supresión de los conventos de monjas. Mirábase como una burla indecente, y por haber salido bien a quienes la emplearon, más ofensiva al que de ella había sido víctima, el haber amenazado al monarca con un motín, al cual no estaban dispuestos los mismos acusados de promoverle. Achacóse a los ministros, y a todos ellos sin distinción, que habían azuzado a sus enemigos vencidos en septiembre a emplear el arma de sus arengas pronunciadas en la Fontana, y el de un bullicio que se suponía ser forzosa consecuencia para influir por el miedo en el ánimo de Fernando, impidiéndole hacer libre uso de las facultades que por la Constitución tenía. Como en la noche de que se trata hubiere llegado a Palacio la falsa noticia de estar el temido motín hasta empezado, atribuyóse la mentira al origen mismo que la intención de promover el alboroto. Ponderóse la quietud de los ánimos en aquella ocasión, no sin faltar a la verdad, porque había disposición a la asonada, y si bien algunos nos resolvimos a estorbarla, es probable que, siguiendo el rey pertinaz en negar la sanción, sólo habríamos conseguido diferirla. Nada escocía tanto a Fernando VII cuanto la idea de que se burlasen de él, porque ponía el punto más alto de su vanidad en hacerlo de todos, a fuer de ladino. También a no pocos cortesanos parecía el desacato y la perfidia de aquella acción, tal cual ellos la creían y pintaban, más grave que otros hechos de superior atrevimiento. Estas cosas se decían y llegaban a nuestros oídos. Al de los palaciegos llegó igualmente el rumor de que los exaltados estaban llenos de despecho y resentimiento por haber sido juguete de los ministros, los cuales, después de valerse de ellos contra el rey, les habían dado el pago contribuyendo a la votación de la ley contra las Sociedades. En esto, asimismo, había ponderación, si bien diciéndolo de mí y unos pocos más sólo se afirmaba lo cierto.

Fuese como fuese, ocurrió la idea de que una liga entre el rey y los cortesanos, por una parte, y los exaltados, por la otra, era posible, y que de ella podía resultar la caída del Ministerio, a los unos y a los otros odioso. De los que, si no concibieron esta idea, la oyeron con aceptación y determinaron obrar con arreglo a ella hasta cierto punto, fue uno fray Cirilo Alameda, que privaba con el rey en no corto grado. En el padre Cirilo (pues por este nombre era conocido), la parte que le había tocado en casar al rey y al infante don Carlos, en 1816, con las infantas portuguesas, había servido, así como de darle favor cortesano, de enseñarle muy bien a valerse del que alcanzó, siendo diestro y avisado sobre manera. Había ascendido al puesto de general de la Orden de San Francisco, que era de suma dignidad, pues hasta le estaban anejos los honores de grande de España, de considerable provecho, y de comodidad grande para conservar la privanza en la corte y cierto trato familiar con el monarca. Estas ventajas estaban perdidas por la ley que había abolido los generalatos de las Órdenes monásticas. El padre Cirilo, desde los comienzos de la revolución, a fuer de hombre más hábil que escrupuloso, había empezado a blasonar de liberal, si bien con la tasa y medida convenientes a su decoro, y a dar algunos visos de sinceridad a la profesión de su fe política; pero en secreto había pasado más adelante y entrado en el gremio de una Orden muy otra que la suya de San Francisco, y condenada por la Iglesia, siendo de creer que sólo entró en la casa de abominación para averiguar sus misterios y ver modo de anular los males desde ella trazados, no sin haberse preparado con la absolución competente.

Por una rara circunstancia, estaba en trato de alguna intimidad con el fraile palaciego un don N. León, persona de las que suelen figurar en el teatro del mundo sin saberse por qué, no averiguándose de ellas, a punto fijo, el origen de entrada al trato de los negocios, ni su profesión verdadera. No era el León mal sujeto, sino, al revés, atento, servicial, pero bullidor, liberal acrisolado, masón en los días de que se va hablando, y adicto a la parte más acalorada de sus hermanos, que era, a la sazón, la dominante en la secta. Por sus relaciones con un amigo antiguo mío, las había contraído conmigo de trato medianamente amistoso, siendo justo confesar que nunca vi en él cosa que de tachar fuese, y que siguió siendo consecuente conmigo, a pesar de haberse él después alistado en las banderas de la comunería, que vino a serme muy contrario. Por este personaje supe los deseos de Cirilo, y que el rey, picado sobre todo por creer que de él habían hecho burla, no se negaría a asociarse con los exaltados, con tal que fuese para derribar a sus ministros. Parecióme bien prestarme al logro de este deseo; pero como yo solo valía poco, creí oportuno y hacedero que concurriesen en mi modo de pensar y obrasen conmigo acordes para llevar a efecto mi intento los demás de mi bando. Hablé, pues, del negocio en el cuerpo gobernador de la masonería, hice presente estar dispuesta la corte con el monarca a celebrar con nosotros pactos por donde la causa de la Constitución no padeciese detrimento, hallarse pronto el padre Cirilo a servir de conducto a estas negociaciones, y tener yo modo seguro de verme con él y arreglarlo todo, y ponderé las ventajas que en mi sentir podían sacarse de unos pasos que, conseguido llegar al fin al cual se encaminaban, nos vengarían de grandes agravios, siendo a nuestra causa provechosos, y de otro modo, sabidos, nos harían temibles a los ministros, presentándonos como un poder capaz de contraer peligrosas alianzas. Mi propuesta gustó poco, y, sin embargo, después de algún disputar, pasó a ser aceptada, pero lo fue por gran parte de sus aprobadores con pesar y recelo. Tan ciego estaba yo, que creí posible la avenencia más que difícil que iba a negociar. Yerro grave fue éste, pero de aquellos en que es común incurrir, pues en pueblos más ilustrados que el español he visto después lisonjearse los hombres de que es fácil sacar partido de un rey ansioso de aura popular, hasta contra ministros liberales, y cuerpos elegidos del pueblo, sobrepujando a éstos en extremar las doctrinas más favorables al ensanche del poder democrático. A fines de 1831 muchos franceses, exaltados, residiendo yo en París y oyéndoles hablar, creían a su rey, Luis Felipe, más revolucionario que sus ministros Molé y Guizot, y que la Cámara de diputados a la sazón allí existente.

Llegó por fin la hora de verme con fray Cirilo Alameda. Gustáronme mucho su presencia y sus modos, aquélla no ajena de finura, estotros corteses y francos en cuanto lo consentía la doblez del papel que estaba representando. Avinímonos en algunas cosas y discordamos en otras, y tirando a engañarnos mutuamente, yo por mi parte me alucinaba hasta el punto de creerme sincero. Expúsele mis desvariados proyectos de hacer al rey más popular que sus ministros. En verdad, yo, que había odiado en Fernando VII al hombre desde 1814 hasta 1820, entonces le miraba con poca aversión, y en cuanto a la dignidad real y autoridad del trono, estaba por conservar ambas en alto puesto, si no tan subido cuanto es necesario, harto más arriba que en el que deseaban tenerle los más entre los constitucionales, aun entrando el mayor número de los moradores en la cuenta. Ciertas ideas inglesas y algunas frases de Mirabeau sobre no ser conveniente un rey falto de poder, y por esto inútil, dominaban en mi juicio. Verdad es que hacía un maridaje monstruoso de estas ideas con otras diferentes y aun contrarias, y que mi conducta más se ajustaba a las segundas que a las primeras; pero ahora cuento lo que por mí pasaba sin sustentar mis opiniones y proceder, tratando, no de encubrir mis desaciertos, sino de referirlos desmintiendo pensamientos y hechos que se me han achacado y achacan.

Así, tratando de ponernos acordes en las cosas, casi me lisonjeaba yo de haberlo conseguido, y esto no obstante, las dudas y las desconfianzas me consumían. Notábalo el padre Cirilo, y llegó a quejárseme de que no le mostrase más confianza. En efecto, la mía no era mucha, y no acertaba a disimular el estado de mi espíritu como era debido. Un incidente chistoso me probó la sagacidad de aquel cortesano vestido de sayal, y la viveza y habilidad dignas de un buen diplomático con que solía manifestar sus pensamientos. Daba el cuarto donde conferenciábamos a una puerta de continuo cerrada, y yo, recelando en mi interior que desde allí nos estuviesen oyendo, hube de dar indicios en mi semblante de mis temores, echando a hurtadillas alguna mirada inquieta a aquel lugar sospechoso, mirada que no pasó sin ser advertida por el padre Cirilo. Éste, sin embargo, nada me dijo en queja directa, pero trayendo la conversación a varios puntos, me dijo las siguientes palabras: «Yo soy muy precavido. En una ocasión estaba yo hablando con el rey de cosas secretas, y me ocurrió decirle: Esta pieza tiene un eco desde donde se oye bien lo que se habla, aun siendo bajo, a alguna distancia. El rey llevó su bondad hasta ponerse en una esquina y yo, en otra, y hablándonos bajo entendíamos lo que nos decíamos. Así, quien trate conmigo no tiene que temer descuidos de mi parte.» Y dicho esto se fue a la puerta que era objeto de mi cuidado, la abrió de par en par y me puso a la vista que era la de un armario o alacena en la misma pared, a lo cual nada añadió más que una sonrisa en correspondencia a la con que yo recibí su acción cortés y aguda.

Pero toda la habilidad de fray Cirilo no podía alcanzar a inspirarme confianza ciega, porque conocía, aun no queriendo, la imposibilidad de llevar a buen término la avenencia, en buscar la cual me afanaba en balde. Estábamos, sin embargo, conformes en cuanto a hacer parte del futuro Ministerio a algún personaje conocido, como era el ex ministro y amigo mío Pizarro, que gozaba de una dudosa fama, y la merecía muy superior a la que estaba disfrutando, si bien faltas no leves empañaban el lustre de su indudable talento. Fuile yo a ver para concertarnos sobre el negocio en que estábamos empeñados. A las dificultades desabridas a que daba margen la clase de nuestra tarea, se agregó para mí que la conferencia con persona por largo tiempo tan íntima mía, y de quien me había desviado cuanto cabe en lo posible, tenía consigo los inconvenientes y el disgusto análogos a la situación en que estábamos, respecto el uno del otro, los que teníamos la conferencia. Pizarro se prestó a ser ministro, pero como con poca gana, no pudiendo ocultársele cuán mal se iba formando el proyecto del soñado Ministerio. Tampoco estuvo muy explícito sobre lo que haría si llegase a ser ministro. Como era mi empeño que el futuro Gobierno, y con él la persona del rey, se hiciesen más gratos a la gente acalorada que los hombres a quienes tratábamos de derribar, una de mis propuestas venía a ser que negase Fernando la sanción a la ley sobre Sociedades patrióticas, esto es, que dejase a éstas en su libertad primera. Me prometía yo, en mi inexperta presunción, dominar como antes en las tales reuniones, y hacerlas apoyo del monarca y de los ministros mis amigos. Más cuerdos los palaciegos o sus aliados, veían lo contrario, esto es, que las Sociedades de necesidad serían enemigas siempre de quienesquiera que gobernasen, y de todo linaje de orden, pero no se atrevían a descontentarme, y se expresaban confusamente, sin prometerme ni negarme el logro de mi deseo. Restaba saber qué se haría con el negociador fray Cirilo. Hubo el pensamiento de que fuese ministro de Gracia y Justicia, de lo cual no tenía corto deseo y sí alguna esperanza; pero habíamos de considerar que la idea de un ministro fraile chocaba tanto, que parecía ridícula, además de odiosa; y sin declarar este pensamiento, obraron con arreglo a él buscando otro ministro. Entonces fray Cirilo, con cierto desenfado o descoco, pero sin traspasar en su franqueza los límites de los modos finos, como burlándose, me dijo: «Y a este pobre fraile, a quien acaban de quitar tan buen puesto como es el Generalato de la Orden de San Francisco, ¿le vendría mal una mitra?» «No le vendría sino muy bien -respondí-, y en ninguna cabeza estaría mejor, y así se tratará de que sea.»

Así íbamos trabajosamente adelante. Casi habíamos convenido en quiénes compondrían el futuro Ministerio; pero el engendro, no sin dificultad y dilación concebido, nos daba tal susto, que ni deseábamos su nacimiento, como recelándonos que saldría endeble, a punto de no poder vivir, y monstruoso hasta el extremo de causar vergüenza a sus padres. Nació de esto en los tratos cierta frialdad; de suerte que aparecíamos ambos negociadores como obrando de mala gana y cortados. Más lo parecía yo que fray Cirilo, pues me veía mal apoyado por mis poderdantes, que a cada hora sentían más repugnancia a proseguir en la obra empezada, en parte por preocupación contra la corte y en otra parte mayor porque conocían que, u obraban contra el interés de todo el partido constitucional, o querían vencer un imposible. Por otra parte, las conferencias habían sido demasiadas para que fuese posible tener el negocio secreto. Así fue que empezó a traslucirse por perfidia de la corte y por falta de reserva de los de ambos lados contratantes. De este modo las últimas conferencias vinieron a ser de mera fórmula, como conociendo que estaba malogrado el proyecto en ellas formado y seguido, y no queriendo, por el bien parecer, declararlo. Quejóseme fray Cirilo de que le trataba yo con poca franqueza, y mi respuesta a su queja fue tal, que no podía satisfacerle. En esta situación, sucesos graves vinieron a separarnos.

El rey se había ido al Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, a pasar allí el Día de Difuntos. Empleaba su breve estancia en la regia y un tanto solitaria mansión en fomentar con más actividad y desahogo conjuraciones para derribar el Gobierno existente, en las cuales de continuo estaba complicado. Traslucióse su plan, como solía suceder con cuantos formaba. Salió a campaña a no largo trecho de la residencia del monarca un partidario o guerrillero proclamándose sustentador de la causa del Gobierno absoluto, ridícula tentativa en sí, mirada con razón como parte de otro proyecto considerable, o malogrado, o aún no llevado a efecto. Coincidía con estas circunstancias cerrar sus sesiones las Cortes, porque la Constitución no concedía que se alargasen a más de cuatro meses. En el día de acabarse la legislatura, andaban muy alborotados los diputados con las malas noticias que corrían, y entre ellas circulaba la de los tratos entre los exaltados y la corte. Dábala solícito el conde de Toreno, medio escandalizado, medio con amarga burla. Los de nuestro bando no osaban responder, confusos y corridos.

Al mismo tiempo, las conferencias habían quedado rotas. Fuéronlo por fray Cirilo, si bien no pasó de mera ceremonia el concluirlas, pues ya no se veía asomo de posibilidad de llevarlas a feliz paradero. Protestó el fraile estar asustado porque en la corte culpaban su conducta hasta considerarle sospechoso, y nos achacó doblez o imprudencia suma, suponiéndose haberse divulgado por nuestra culpa el negocio que teníamos entre manos. De mí se separó como amigo, y largo tiempo después, aunque no volví a verle, estuve recibiendo de su parte recados, en que me aseguraba de su buena amistad. No los creía, ni aun los creo del todo falsos, aunque tampoco sinceros, y me figuro que si bien el padre Cirilo nada había hecho en mi favor que pudiese redundar en su propio perjuicio o el de su causa, habría procurado que no se me siguiese daño si hubiese podido conseguirlo sin perder por ello cosa alguna.

Rotos los tratos con la corte, volvimos a nuestro como natural estado de hostilidad con ella, que pronto hubo de tomar un carácter acre y violento. Seguía Fernando como encastillado en El Escorial, separadas las Cortes, desasosegados los ánimos, no sin motivo. De pronto llega al capitán general de Madrid una real orden nombrándole sucesor al general Carvajal, y mandándole que desde luego transpusiese su autoridad al nuevo agraciado. El nombramiento no estaba refrendado por ministro alguno y había sido hecho sin conocimiento del Ministerio. Era, pues, el acto de que se trataba ilegal y sospechoso. Por otra parte, mirándolo bien, era un necio amago, más que un golpe, si bien venía encaminado a fines graves. El rey, y aun muchos de sus consejeros, entendían poco de la índole de los gobiernos constitucionales, y leíase en el texto de la Constitución que al monarca tocaba dar los destinos, por lo cual creyeron que no se entendía con1a provisión de éstos el artículo que dispone que no sea obedecida orden del rey donde no haya firma de ministro responsable. Carvajal era opuestísimo a la Constitución, pero inepto y nada a propósito para dar un golpe súbito y duro. Esto aparte, el cargo que se le daba le era conferido en público, si bien de un modo singular, y no es así como procede quien medita coger a su contrario por sorpresa. Fuese como fuese, había buen pretexto para que los constitucionales resistiesen a Fernando, aun allende la lícita resistencia de no dar cumplimiento a la real orden que nombraba a Carvajal capitán general de Castilla la Nueva. Vigodet, que aún desempeñaba este cargo, era honrado, pero muy cortesano, y tanto esto último del Poder constitucional cuanto del personal del monarca. Acogióse, pues, a lo seguro, que venía a ser lo legal asimismo, y no entregó a Carvajal el mando. Divulgóse al mismo tiempo lo que pasaba, no sabiendo yo por qué conducto. Alborotáronse todos los constitucionales, y como quienes más los secuaces del Ministerio y los empleados, viéndose entonces a los moderados del día no menos acalorados y violentos que a los de la parcialidad rival. Se juntó el cuerpo gobernador de la sociedad secreta a hora insólita, y acordó por unanimidad de votos fomentar el bullicio que se preparaba. No me opuse yo, siendo ésta la vez única de mi vida en que tomé parte en una asonada, siendo así que me suponen haber estado capitaneándolas de continuo. Fue, pues, grave mi culpa, pero tuve muchos cómplices y no pocos que me excediesen en violencia, a lo menos contra la persona del rey y contra la corte. Salimos a las calles y comenzó el alboroto. Éste era singular, pues nadie se le oponía ni le temía, viendo que no había de ser resistido. Redújose a pasear las calles gritando por más de dos días a encaminarse, ya al Ayuntamiento de Madrid, ya a la Diputación permanente de Cortes, a pedir que pidiesen al rey que se volviese a Madrid y apartase de su lado a sus malos consejeros, petición acogida y concedida con gusto por el Cuerpo municipal, y con más tibieza aparente por la autoridad que suplía a las Cortes en las ausencias, pero con facultades cortas y mal definidas, y a irse por la noche a la Fontana, a perorar y oír perorar, hasta que llegada la hora de recogerse, cada cual iba hasta la puerta de su casa gritando. Las sesiones de la Sociedad patriótica no tuvieron gran novedad. Hablé yo, pero parecí frío, porque en realidad de verdad no estaba animado por la indignación que sentía otras veces. Eclipsáronme, pues, otros predicadores, no escaseando vituperios contra la corte, ni encubriendo mucho que por la corte entendían a Fernando. Uno de los oradores que más efecto hicieron fue mi amigo antiguo Jonama, que en esta ocasión salió a plaza, empezando su carrera revolucionaria, en la cual adelantó y se señaló mucho al cabo, pero con muy infeliz fortuna, pues se atrajo una persecución que le causó la muerte. Este amigo mío, sin embargo, desde 1814 a 1820 no había participado de la mala suerte de los liberales, sino muy al contrario. Siendo oficial de la secretaría de la Gobernación a la vuelta del rey, cuando la Constitución cayó derribada por la potestad real, en vez de prisión o pena logró ser nombrado cónsul en Amsterdam, empleo mediano. Pasado allí, no dejó de bullir así en su destino como en París; y como por aquellos días hubiese publicado el cura De Pradt su famosa obra intitulada De las Colonias, donde aprobaba la rebelión de los españoles contra la metrópoli, Jonama emprendió a refutarle, y lo hizo en idioma francés, dando a luz un folleto ingenioso por demás y bien escrito. Trasladóse a Madrid en 1818, cuando aún era ministro Pizarro, nuestro amigo de otros tiempos, y que lo era suyo todavía; pero vino a presenciar su caída y destierro, que ocurrieron entonces. Vímonos con frecuencia, y seguimos en amistad, pero no acordes en conducta, pues él, sin renegar de la fe liberal, no estaba por padecer confesándola, mayormente habiendo sido de las doctrinas mismas, y no del bando que las sustentaba; y yo, a pesar de que tampoco había sido de la hueste liberal en los días de su triunfo, me había allegado a ella con ardor loco en la época de su vencimiento y opresión, y aún veneraba como a santos y mártires a los personajes a quienes no había querido reconocer antes como ídolos dignos de culto. Cuando yo, pasando a Andalucía, entré en la conjuración allí tramada para restablecer la ley constitucional, Jonama, después de haber sido nombrado para una comisión en Sierra Leona, empleo no apetecible que no quiso admitir, pretendiendo sin cesar, logró a fines de 1819 ser nombrado para acompañar la expedición que se preparaba a ir a América, en la cual era su cargo uno nuevo y no muy claro, reduciéndose a ser consejero de la autoridad militar, escritor y negociador, si para ello hubiese ocasión oportuna. Preparábase a marchar a Andalucía cuando supo la sublevación del Ejército, la cual no le permitía ir allí a servir. Esperó, pues, a ver los sucesos, y parando éstos en restablecer la Constitución, hízose constitucional celoso, aunque por algún tiempo con poco fruto para sus adelantamientos o gloria. Tenía clarísimo talento y no poca instrucción, y sabía valerse bien de la que tenía, y era en la sátira agudo, y así como amargo chistoso; pero pocos aún le reconocían sus dotes, siendo su concepto el de superficial y pesado. Escribió un tratadito intitulado De la prueba por jurados, obra de no sumo mérito, que contenía algunas paradojas, a las cuales tenía el autor afición extremada. Andaba bastante a mi lado y me celebraba mucho, recordando nuestro periódico El Imparcial, de Cádiz. Había estado empleado en la misma oficina en que servía Argüelles antes de 1806, conocídole y tratádole allí, y no le profesaba buena voluntad, teniendo grande habilidad, aunque no siempre justicia, para ridiculizarle. Así se alegró de ver alzada una bandera liberal contra el antes caudillo y casi pontífice de los liberales, y se allegó a ella gustoso. En el alboroto de noviembre de 1820 subió a la tribuna de la Fontana. Tenía pocas dotes de orador, gangueaba mucho, hablaba con gran pausa y, esforzándose por disimular su acento catalán, lo conseguía a costa de hablar con alguna afectación. Pero a todo suplió su atrevimiento. No bien empezó a hablar, cuando sin rodeos dijo que era la cuestión pendiente si, vista la conducta del rey, convenía nombrar una regencia. Era esto una consecuencia tan racional y tan natural de la situación a que se había venido, que hubo de dar golpe, además de agradar por lo audaz, calidad la mejor en discursos hechos desde tal sitio y a tal auditorio. Se vino abajo, como suele decirse, el espacioso salón a palmadas, que continuaron un buen rato. Lo demás del discurso de Jonama nada tuvo de notable; pero sirvió, si no de dar principio a su fama de orador, de entrarle en el camino por donde iban los revolucionarios más valientes.

Al tercer día de desorden pacífico (si tal nombre debe darse a uno en que no había choque de opuestas fuerzas, pareciendo el desacato alegre algazara), logrado ya que el rey se allanase a venir a Madrid y a separar de su lado a su confesor, los ministros y sus amigos mostraron deseos de ver concluido un bullicio que de nada les servía. Como en lo general de las gentes había ya cansancio tras de tanto vocear y moverse, les fue fácil lograr su intento. No era esto lo que nos prometíamos o buscábamos los malcontentos más atrevidos, y con otra intención que la de alborotar por el gusto de hacerlo o para servir a personajes a los cuales mirábamos con odio. En este número estábamos Regato y yo. Por mi parte, había entrado al principio de buena gana en el alboroto; pero pronto me corrí del papel que en él representaba. Quería yo sacar de lo pasado ventajas para mis doctrinas y amigos, y aun para mí propio, aunque me estimaba desinteresado. Así, yendo con Regato, tropezamos a la puerta de Palacio con el ministro de Gracia y Justicia, don Manuel García Herreros, hombre entero y áspero, con quien tuvimos algunas agrias contestaciones. García Herreros no veía con gusto el desorden, y con razón, no pudiendo, por otra parte, achacársele ser de los que le habían fomentado, aunque sí había cometido el delito de tolerarle, ni más ni menos que sus colegas. Así, nos hizo presente que debía restablecerse el sosiego, pues acabada estaba la causa que había movido a alterarle. Regato con más violencia y yo con menos le increpamos, pidiendole más seguridades, pero no hablábamos claro, aunque se entendía bien nuestro deseo, que era no terminar el negocio pendiente en pro sólo del Ministerio, y sin ventaja grande de los vencidos en septiembre. Acabó la conferencia en separarnos bien enojados por ambas partes. En tanto, iba restableciéndose la paz en las calles; pero Regato, fuera de sí de cólera, trataba de estorbarlo, manteniendo la sedición. Juntóse el cuerpo gobernador masónico, el cual recibió aviso de que aquel miembro suyo andaba tan desmandado. Enviáronsele comisionados a traerle a la razón, con modos blandos y suaves. Yo participaba de su descontento, pero hube de contenerme, no sin dejar ver mi dolor e ira. Vino al fin Regato, hiciéronle cargos, los rebatió, persistió en culpar la conducta de sus compañeros, disputóse con vehemencia, y él rompió al cabo en llanto de furia, corriéndole un río de lágrimas por las mejillas encendidas. Dio pena el estado de su ánimo, procuróse aplacarle, y él cedió y se serenó, quedándole, empero, rencor intenso en su interior, por ser hombre de condición en extremo vengativa.

Por aquellos días volvió el rey de El Escorial. A su entrada en Madrid recibió los insultos más groseros, que yo no presencié siquiera, pues no le vi pasar, aunque anduve cerca de las calles por donde entró, no llevando ya otro fin que el de ver la gente por allí agolpada. Pareciéronme mal tales desmanes, porque a ningún fin racional iban encaminados; pero nada dije, estando lleno de desabrimiento. Es falso que del cuerpo director de la sociedad secreta, única entonces, saliese orden alguna de cometer desmanes contra el monarca, si bien es cierto que abundaban los hermanos entre quienes los cometieron, y acaso hubo de concertarse en algunas reuniones inferiores acudir a participar en tales proyectados excesos, siendo culpa general haberlos aprobado, cuando menos tácitamente.