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ArribaAbajoCapítulo XXXI

Salida de los diputados en el barco de vapor.-Saqueo por los sevillanos de la goleta de los equipajes.-Viaje de los diputados de Sanlúcar a Cádiz.-Viaje del rey.-Incidente ocurrido en el camino.-Vuelve a recobrar la real prerrogativa.-Recepción en Cádiz.-Las Cortes, en la iglesia de San Felipe.-Sus trabajos.-Estado de defensa de Cádiz.-López Baños ocupa a Sevilla por breve tiempo.-Ningún representante extranjero acompaña al Gobierno a Cádiz.-La escuadra francesa bloquea el puerto.-Morillo abandona la causa constitucional.-Suicidio de Sánchez Salvador.


Entrada la noche del 12, pasamos sus primeras horas en acelerar los preparativos de marcha. Triste, por demás, era en su amenazador silencio el aspecto que en aquellos instantes presentaba Sevilla. Poquísimas personas atravesaban las calles de tan populosa ciudad, y esas pocas afanadas, con visibles muestras de congoja y miedo. Habíase mandado iluminar todas sus casas, y bien obedecida la orden, resultaba de aquella claridad señal comúnmente de regocijo y alegre bullicio, y de la general soledad y tristeza, un contraste de aquellos que pasman y contristan al espíritu más entero y menos propenso a admirarse.

Y aumentaba la solemne melancolía y temerosos pensamientos que inspiraba tal espectáculo el considerar que en aquella población desierta estaban hirviendo vivísimas pasiones, y que numerosísimos parciales del rey, cuyo odio antiguo a la Constitución estaba exacerbado hasta lo sumo por el insulto hecho al monarca y por el malogramiento de planes fundados en que lograse Fernando quedarse en Sevilla, estaban esperando impacientes la hora de levantar su bandera y saciar sus rencores. Todo ello, así lo que veía yo como lo que consideraba, hizo en mí singular efecto, obrando en mi imaginación con más fuerza que otros espectáculos de los muchos de terrible peligro que he visto en mi vida. Lleno, pues, de disgusto y funestos presentimientos, me encaminé, como a las diez de la noche, al barco de vapor, al cual llegué sin tropiezo alguno, si bien es cierto que en el solitario y oscuro paseo llamado del Río, por estar a sus orillas, lugar por donde era forzoso pasar para llegar al embarcadero, vi más de un bulto de hombre de sospechosa presencia. Menos afortunados que yo algunos otros diputados que detrás de mí venían, fueron asaltados, siendo algunos de ellos robados.

Pasada la breve noche en el vapor, con la primera luz del siguiente día 13 comenzaron a acelerarse los preparativos de levar anclas y ponernos en movimiento. Al mismo tiempo se iba preparando a salir hacia la isla Gaditana, por tierra, otro número considerable de constitucionales, escoltados por tropa. Una goleta de mediano porte, anclada al lado del vapor y próxima a levar anclas con él, pero teniendo que seguirle a la vela, navegación larga por el río y sus muchos tomos, había recogido y seguía recogiendo los enseres de los botes, los papeles de la secretaría, los porteros y empleados superiores del mismo cuerpo, y a familias de diputados y otras personas a quienes su puesto o relaciones daban allí entrada y pasaje. Llegó, al fin, la hora de empezar nuestro viaje, y lo hicimos casi a un tiempo los que íbamos en el barco de vapor y los que iban por tierra, retrasándose un poco en levarse la goleta, por ser tarda en sus maniobras. Fuimos nosotros por la corriente abajo sin contratiempo, llevándonos adelante la fuerza del vapor. Al pasar por las poblaciones pequeñas, situadas en la orilla derecha del Guadalquivir, todas ellas de lindísima vista por la amenidad de las huertas que las rodean, notamos estar la poca gente que las poblaba apiñada a orillas del río, y oímos confusamente voces que nos parecieron ser insultos a nuestras personas y a la causa de que éramos representantes. Pero pronto salimos de allí, y llegando a donde son las márgenes del mismo Guadalquivir, llanuras aridísimas y desiertas, sólo paramos en nuestra final llegada a Sanlúcar de Barrameda, o sea, el vecino muelle de Bonanza, lugar ya del todo seguro, porque en las poblaciones de las costas vecinas de Cádiz eran constitucionales los habitantes casi todos.

Entre tanto, había ocurrido una desgracia, de que sólo tuvimos noticia al día siguiente, y cuando estábamos ya dentro de Cádiz. Los realistas de Sevilla, en quienes, según pareció, corría parejas la cobardía con la ferocidad, estaban acechando a los constitucionales fugitivos, y esperando a que saliesen de ellos todos cuantos llevaban armas para enarbolar el pendón de la monarquía antigua, y cebar su saña en los indefensos parciales del Gobierno caído, y su codicia en los objetos de algún valor, pertenecientes a los que iban de retirada. Así, cerciorados que se hubieron de estar ya a alguna, bien que corta distancia, por un lado, la columna de constitucionales, y por otro, el barco de vapor, empezaron a poner por obra su propósito de aclamar al rey en la plenitud de su poder antiguo. Dioles la señal con sus campanas la famosa Giralda, torre de la catedral, y al sonido del repique, atumultuado el pueblo, prorrumpió en vivas al rey absoluto y mueras a la Constitución. Corrieron las turbas al muelle del río, donde estaba en acto de hacerse a la vela la malhadada goleta, cuajada de gente débil y sin armas y de equipajes. En ella hicieron los tumultuados enorme destrozo, rompiendo y arrojando al agua papeles y libros, sin provecho para ellos, y apropiándose cada cual lo que podía ser de alguno a su persona. No llegó su barbarie a quitar la vida a las que allí estaban, siendo todas cuantas en la goleta habían quedado de poca cuenta y de inferior clase; pero llovieron insultos y aun puñadas y palos sobre muchos de aquellos infelices, constitucionales por su destino o por serio los superiores de quienes dependían. Siguióse cantar un Tedéum en la misma catedral donde había sido dada, por disposición de, quien mandaba en ella, la señal del levantamiento. Continuó en todo aquel día y en los próximos siguientes la alegre algazara, y el insultar y maltratar a los del bando vencido.

Con pesar y enojo fueron recibidas en Cádiz las noticias de este suceso, el cual fue más desabrido a casi todos los diputados y algunos pocos que no lo eran, porque, teniendo en la goleta sus equipajes, habían venido a perder cuáles una buena parte, y cuáles el total o poco menos de todo cuanto en el mundo poseían. Había quien lloraba más que sus ropas sus papeles, a los cuales con mayor o menor motivo daba gran valor. Así, don Bartolomé Gallardo, bibliotecario de las Cortes, se quejaba de la pérdida de manuscritos en crecidísimo número, fruto de trabajos literarios de muchos años, de gran valor, y reputados por su autor y dueño tesoro de inestimable precio. El diputado y famoso botánico don M. Lagasca lloraba perdido un herbario que él tasaba en un precio exorbitante. También dio esto margen a suponer pérdidas superiores a las real y verdaderamente padecidas, y aun de Gallardo se decía y ha dicho haber abultado sobre manera el catálogo de los papeles que le fueron quitados, queriendo justificar con lo supuesto destruido lo corto de sus trabajos dados a luz, y justificar el concepto de que gozaba sin títulos suficientes a tanta celebridad; suposición ésta de la malicia, no justificada por razón alguna, y que sólo refiero por haber sido corriente y creída de no pocos, siendo la condición de Gallardo, y su poco escrúpulo en tratar mal la honra ajena, causa de tener él muchos contrarios que no le respetasen la propia. En verdad, muchos quedaron desnudos y pobres, de resultas del suceso que acabo de referir aquí, y no siempre cayó lo perdido en poder de los realistas sevillanos, sucediendo, como siempre pasa en tales ocasiones, ser de varias clases e infinitos los pescadores que ganaron en aquel río revuelto.

A mí, a quien suele ser adversa la fortuna, particularmente en cuestión de intereses, me cupo en este lance buena suerte, pues nada perdí de lo poco que tenía, habiéndose traído mi criado una parte de mi equipaje por tierra, y, salvándose otra parte que estaba en la goleta con unos señores, mis amigos, que tuvieron la fortuna de ser recogidos, con un baúl mío, en un barco pequeño que iba a Sanlúcar, cabalmente en los momentos en que rompió en Sevilla la tormenta.

Esto recuerdo porque, habiendo tenido en estas páginas frecuentes ocasiones de contar reveses, hasta punto de aparecer que me lamento demasiado, no está demás que refiera haberme sido en un lance la fortuna, si ya no propicia, algo contraria que a otros de mis compañeros.

Mi llegada a Cádiz fue el 14 de junio, por la tarde, habiendo pasado gran parte de la mañana en el Puerto de Santa María, y la noche anterior en Sanlúcar de Barrameda. El camino de esta última ciudad a la del Puerto fue hecho en calesines en que íbamos de dos en dos muchos diputados, y con nosotros el presidente y secretario, como representación del Congreso. Aunque ningún peligro había por aquella tierra, o para mejor seguridad nuestra, o para mayor decoro, habían salido para apostarse en el camino gruesas partidas de la Milicia nacional de los pueblos comarcanos. Al vernos pasar esta gente, que, o no conocía lo sumo de la desdicha de nuestra suerte y causa, o aun conociéndola conservaba un tanto de su apego a la Constitución, nos vitoreaba con gritos, y también a las Cortes. ¡Tierno espectáculo en aquella hora y con más señales de cariñosa despedida que de aplauso, llegando, por lo mismo, más al corazón, como llegan las muestras de cariño en una gran desventura!

En la constitucional Cádiz fuimos recibidos sin demostración alguna. En el mismo día 14, al anochecer, o en el siguiente día por la mañana, pisó el rey los términos de la isla, traspasando la batería del Portazgo y puente de Zuazo, que nunca habían pasado los franceses sitiadores de Cádiz, desde 1810 hasta 1812. El viaje de éste había sido feliz, a pesar de no haber faltado en él disgusto de que poco ha en estas páginas he hecho mención leve y anticipada.

Riego, que venía de aficionado con las reales personas, la comitiva y escolta de éstos y la Regencia, no podía dejar de entremeterse en todo cuanto cerca de él se hiciera, aun cuando fuese únicamente para que en todo sonase su nombre. Como lejano pariente y algo amigo del general don Cayetano Valdés, tenía con él confianza que daba margen a frecuentes disputas entre dos personas las más impropias del mundo para andar bien avenidas en cualquier caso. Pareció a Riego que hacían caminar al rey muy despacio, y que tal lentitud daba ocasión a peligros, y en el monarca cautivo a esperanzas. A Valdés pareció lo contrario. Como éste mandaba y Riego no, el descontento del último al ver desestimado su parecer hubo de llevarle a prorrumpir en quejas y a manifestar su desaprobación recelosa. En gran parte de los milicianos nacionales locales, gente propensa a inquietarse y que venía llena de desabrimiento, indignación y temor, encontraron buena acogida tales quejas y se manifestó en las filas impaciencia por ir más aprisa, llegando a haber vocerío y principio de tumulto. Sosegóse todo, sin embargo, y no en largo tiempo, contribuyendo a ello Valdés con su autoridad, en él respetada, y el mismo Riego con sus consejos, sucediendo en su ánimo, a la destemplanza, el juicio. Pero el rey creyó, y con él creyeron algunos, que había estado amenazada su vida en aquel principio de alboroto. Contribuyó a ello ir en la escolta el brigadier don Vicente Minio, que había sido o era coronel del regimiento de caballería de Almansa, y que hasta entonces, conocido por constitucional ardoroso, previendo la vuelta que iban a dar las cosas, y deseoso de ponerse a bien con el bando que iba a quedar victorioso, intentó y logró persuadir a Fernando de que habían intentado matarlo, y lo hubieran hecho, a no haber mediado él y salvádole; hecho supuesto, por el cual Minio fue premiado en vez de haber sido perseguido por liberal; hecho que confirmó el mismo supositor en un manifiesto, de su pluma, lleno de patrañas, hecho quizá creído por el rey, pero a que el monarca dio crédito por importarle acumular delitos en los constitucionales, y hecho, en suma, a que han dado carácter de cierto el odio crédulo de unos y el odio calumniador de otros, hasta hacerle aceptar como verdadero por la credulidad mal informada de los indiferentes.

Una vez ya el rey en la isla de León o ciudad de San Fernando, cesaba la Regencia en su autoridad, con arreglo al mismo decreto de las Cortes, que la había creado sólo para la traslación a la isla Gaditana del monarca y de su real familia. Era general recelar que Fernando, cuyo interés era aparecer cautivo y opreso, que efectivamente estaba lo uno y lo otro, a quien acababa de hacerse una notable tropelía y afrenta, no quisiese hacer otra vez de rey por una Constitución violada en su persona, aunque él hubiese provocado y merecido la violación y el ultraje que había padecido. Pero, o fuese por su deseo de reinar de cualquier modo y en todo tiempo, o por juzgar que le sería más fácil con las apariencias y algo de la realidad del poder real facilitar o apresurar el triunfo de los franceses y de sus amigos, recobró como sin repugnancia la autoridad que le había sido arrebatada, sin reparar en que reconocía en algún modo haber sido legítimo el despojo, con prestarse él al recobro sin hacer protesta alguna. Lo único que en tan singular circunstancia salió de sus labios fue decir: Pues qué, ¿no estoy ya loco? Chiste impropio en tal ocasión, pero sarcasmo amargo y agorero de venganzas a que no pudo responder el presidente de la Regencia, Valdés, de otro modo que haciendo a su majestad una señal silenciosa de reverente acatamiento.

En la tarde del día 15 hizo el rey su entrada en la ciudad de Cádiz. Había acudido, como era natural, a verle entrar numeroso gentío, pero fue recibido por los espectadores con indiferencia completa, sin insulto ni aplauso, sin sonar una voz, y aun sin mostrarse en los semblantes la emoción que suele haber cuando visitan los reyes ciudades de provincia no acostumbradas a ver las reales personas, y sí, por el largo hábito de vivir bajo un Gobierno monárquico, a respetarlas.

Mientras pasaba el rey al pobre alojamiento que de prisa le había sido destinado, se juntaba el Congreso en la misma iglesia de San Felipe, donde las Cortes extraordinarias y constituyentes de 1810 se habían juntado a los cuatro meses de haber abierto las sesiones en la isla de León, y donde las mismas Cortes habían hecho y aprobado la Constitución vigente, la cual parecía que había venido a morir no sólo en la misma ciudad, sino en el mismo edificio en que había nacido. Adecuado a lo triste y pobre de la situación era el adorno del lugar nuevamente destinado a las sesiones del moribundo Cuerpo legislador de España, y casi soberano. Nunca en verdad había habido allí pompa o lujo, pero desde 1811 a 1813 no había más que paredes desnudas y bancos sin más que las tablas. Si en Madrid distaba el palacio del Congreso de estar adornado no ya como la lujosa mansión, hoy recién construida (diciembre de 1850), sino aun como las más modestas en que últimamente ha estado congregándose, y si en Sevilla todavía se había presentado durante mes y medio con pobreza en el ornato, nada podía compararse a la humilde situación en que dentro de Cádiz aparecía, siendo aquella desnudez material a modo de un símbolo del desvalimiento moral a que el cuerpo dicho de representantes de la nación había quedado reducido. Tampoco fueron de importancia sus trabajos. Cuando llegamos a Cádiz iban vencidos cerca de tres meses, de los cuatro a que podían alargarse las sesiones de las Cortes ordinarias; y aun con el mes de prórroga que consentía la Constitución dar a los tres de obligación forzosa, corto era, el plazo que nos quedaba para nuestras tareas. Ni podíamos emplearle en cuestión alguna que empeñase los afectos, aun la curiosidad siquiera un tanto. No hubo más incidente digno de nota que el haber el rey negado su sanción a una ley que le presentaron las Cortes sobre capellanías, con lo cual creían buenamente los ministros acreditado estar gozando su majestad de libertad plena.

Pero los sucesos de la guerra eran graves y tristes. Al encerrarse en Cádiz el Gobierno y el Congreso habían contado con encontrar la isla Gaditana poco menos bien defendida que lo había estado desde 1810 a 1812, cuando por treinta y un mes había tenido a su frente por enemigos a los poderosos Ejércitos de Napoleón. Pronto quedaron desvanecidas tales ilusiones al tocar las realidades. Verdad era que si estaban en 1823 las fortificaciones mal prevenidas y no bien pertrechadas, también habían estado en pobre estado de defensa cuando en febrero de 1810 vinieron sobre el puente de Zuazo los franceses, y verdad es también que en esta ocasión del segundo sitio había abierta en uno de los lados del caño del Trocadero una cortadura, que, guarnecida como fue, y artillada, dejaba a su espalda y amparado el terreno desde el cual, en 1811 y 1812 había sido posible arrojar bombas a la ciudad de Cádiz. Pero en la época de la guerra de 1808 abundaban, o cuando menos no escaseaban los recursos, y contaban los españoles con su aliada la Inglaterra, y toda España, salvo la tierra pisada por los enemigos extranjeros, se prestaba a cooperar a la defensa de la isla Gaditana. Al revés, en 1823, sobre haber suma escasez de recursos, faltaban aliados; el mar que ciñe a Cádiz y la isla en que está situada esta ciudad, lejos de ser una muralla inexpugnable que la defendía, era un lugar dominado, menos en la bahía, por las fuerzas navales francesas, y de lo restante de España poco auxilio se debía esperar, no siendo los socorros de víveres con que por entre una escuadra bloqueadora acudiesen a los sitiados los habitantes de las costas vecinas, movidos unos por su amor a la Constitución y otros por el deseo de vender sus productos.

Aun apenas habrían tenido las extensas líneas de Cádiz y la isla de León gente con que cubrirlas, si no hubiese venido a ellas por mar, desde Huelva y Ayamonte, una porte del corto Ejército de López Baños. Este, cuyo paradero se ignoraba, se había aparecido delante de Sevilla tres o cuatro días después de haber abandonado la misma ciudad el Gobierno constitucional, y cuando en ella dominaban los hombres del alboroto del 13 de junio. Así, el general constitucional hubo de encontrarse con gente enemiga, dispuesta, al parecer, a atajarle el paso. Pero los que sólo se habían señalado por robos e insultos a personas desarmadas, esperando para sus desmanes a que saliesen de Sevilla todos cuantos constitucionales tenían armas con que defenderse, dieron nueva prueba de su cobardía al presentárselos delante un contrario de alguna, si bien poca fuerza. Así fue, que tras un ridículo alarde y muestra de intentar defender el paso del Guadalquivir a los de López Baños, que como procedentes de Extremadura venían por la orilla del río, huyeron vergonzosamente los dominantes en Sevilla, dejándose algunas piezas de artillería que habían sacado y de que hicieron poco o ningún uso. Ni aun defendieron contra los constitucionales el casco de la ciudad, por cuyas puertas y calles atravesaron los de. López Baños como vencedores. Bien merecía Sevilla algún castigo, pero escapó sin llevarle, como lo temían, gracias tal vez a las circunstancias, y tal vez a la piedad del vencedor. Hasta no fue sobrada una contribución que fue echada al pueblo. Tan adelantados estaban los franceses por el camino de Cádiz, que ya iban dejando a Sevilla a su costado; y así, los de López Baños hubieron de retirarse pronto, viéndose precisados a hacerlo por el condado de Niebla, o dígase provincia de Huelva. Con el general constitucional se vinieron de Sevilla algunos a quienes la salida precipitada del rey y de las Cortes no había dejado tiempo para encontrar medio de irse con el Gobierno al cual servían; otros de la misma clase y en muy superior número, a quienes la dificultad de emprender el viaje había servido de pretexto, ya desembarazadamente se separaron de la causa de la Constitución, pues no quisieron trasladarse a los lugares donde la bandera de ésta se mantenía alzada. Los enviados de las potencias extranjeras que habían seguido al rey a Sevilla en vez de retirarse del lado del Gobierno constitucional en Madrid, como hicieron algunos cuando salieron de allí los representantes de Austria, Francia, Rusia y Prusia, tampoco pasaron a Cádiz, sin duda porque vieron llevar al rey como cautivo. El ministro plenipotenciario de Inglaterra fue a Gibraltar, y allí permaneció, dando con esto muestras de que no miraba a Fernando en Cádiz como libre.

Con infaustos auspicios vimos, pues, los habitantes de Cádiz (segunda vez en el término de trece años) aparecer, como enemigo en la contrapuesta costa, un Ejército francés, venido desde los Pirineos. Al mismo tiempo se aproximó por mar a la ciudad una escuadra francesa, que desde un mes antes andaba cruzando por las vecinas aguas, y estrechó el bloqueo de la población, prohibiendo salir a surtir de pescado a los gaditanos a las barcas pescadoras.

A los pocos días de encerrados, entre las muchas noticias funestas que del Continente de España recibíamos, tuvimos una de terrible gravedad. Morillo, con parte de su Ejército, se había pasado a los franceses, reconociendo por Gobierno legítimo de España el de la Regencia establecida en Madrid por los extranjeros. Daba por motivo de su traición haber sido violada la Constitución en Sevilla en la persona sagrada e inviolable del rey, lo cual era cierto, como lo era que el rey había intentado allí mismo acabar con la Constitución, no, según las apariencias, sin faltar al respeto debido a la inviolabilidad de los diputados. El Ejército que a este general obedecía se había dividido, en vez de serle todo contrario, como le había sido el suyo al conde de La Bisbal. Morillo, con los que se habían quedado de su parte, no se había detenido en hostilizar a los que siguieron siendo fieles a la causa de la patria. La escasa cortedad de luces de tan celebrado general, poco digno en verdad de alabanza, salvo como valiente en la guerra de la Independencia, fue la razón alegada para atenuar lo grave de su delito por no pocos de los moderados antiguos que siguieron dándole pruebas de aprecio y buen afecto.

Hubo de coincidir con la llegada de tan tristes nuevas a Cádiz un trágico suceso, que llenó de horror y lástima a todos cuantos allí estábamos. En una mañana apareció en su cuarto muerto, degollado por sus propias manos, el ministro de la Guerra, don Estanislao Sánchez Salvador. Una carta incoherente, escrita de su propio puño, declaraba ser él mismo quien se había quitado la vida, justificándose de sus buenas intenciones, como si hubiese quien de ellas dudase. Tan lastimoso acto de locura, producido por una pasión de ánimo, hija de los sucesos, fue aprovechado por pensamientos de bandería de diversas clases. Unos pocos furibundos veían en Salvador un traidor, a quien había llevado a acabar consigo mismo el arrepentimiento. Muchos parciales de la monarquía citaban el mismo hecho como prueba de la imposibilidad de continuar defendiéndose en que estaban los constitucionales.




ArribaAbajoCapítulo XXXII

Trato dado en Cádiz por los constitucionales al rey.-El Gobierno da a Riego el mando de un Ejército.-Benevolencia aparente del rey para con los constitucionales.-Asiste por su expreso deseo a la sesión de clausura de las Cortes.-Sospechosa conducta de Ballesteros.-Desconfianzas y opiniones diversas.-Proyectos de los invasores.-Preparativos de ataque y defensa de la isla Gaditana.-Desaliento casi general.


Entre tanto, el rey encerrado gozaba, en virtud de las, circunstancias, de más libertad que la que había tenido real y verdaderamente desde algunos meses hasta entonces, porque si no era menos completa su cautividad, era menos efectiva, teniendo cerca un poderoso auxiliar, como era el Ejército francés, y creciendo su importancia personal, pues era reputado vencedor, y en calidad de tal, daba motivo a temores y a esperanzas cuya realización veían todos, así como segura, como distante. Y aún menos interesados y más nobles motivos llevaban a satisfacerle y considerarle, porque algunos, viendo ya cercano su triunfo, estimaban excusado usar con él de rigores y desacatos inútiles, y sólo disculpables antes en fuerza de ser necesarios, y aun temiendo o esperando poco para ellos mismos, no querían exasperarle demasiado, para no exacerbar pasiones que se desahogarían en daño de un crecido número de españoles constitucionales. Por estas ideas era querido don Cayetano Valdés, que de presidente de la Regencia pasó a ser capitán general de Andalucía y gobernador de Cádiz, habiendo antes las Cortes concedido dispensa de la ley que prohibía a los diputados estar, mientras lo fueran, sirviendo empleos y destinos. Llevóse la condescendencia con el rey hasta consentirle levantar una torre alta de madera sobre el techo de la Aduana, en donde residía; torre que le servía de recreo a casi todas las horas del día, pues en ella se divertía en echar a volar cometas de papel, sin que hubiese quien ignorase que este su pasatiempo venía a ser una correspondencia, por señales convenidas, entre el rey y los franceses, dueños de la contrapuesta costa. Veíanlo los habitantes de Cádiz indignados, unos, y resignados otros. No faltaron de los primeros quienes intentasen alborotar, dándoles para ello motivo la situación de los negocios políticos, bien que un alboroto agravaría el mal, en vez de aliviarle; reflexión, sin embargo que, si ocurre, no estorba a la gente bulliciosa apelar al desorden como medio de salir de los mayores apuros. Pero a los conatos de sedición se opuso el Gobierno con mano dura, y usando de las facultades que debe tener el gobernador de una plaza sitiada, expulsó Valdés de Cádiz a un corto número de personas inquietas, sin que tal vez mereciesen los expulsados todos en aquella ocasión el rigor de que fueran víctimas, por no ser posible en tales providencias arbitrarias libertarse, quien las dicta, de errores que son injusticias de fatal efecto. Había, en medio de todo esto, un personaje, cuya inquietud era imposible contener usando con él de violencia, y éste era el general y diputado Riego, descontento, como lo estaba casi siempre, imprudente, por ser su imprudencia falta suya constante, fácil en prestarse a oír con gusto proyectos de alborotos, cuando no a aprobarlos o a cooperar a su ejecución, y todo ello usado como instrumento temible por la gente revoltosa, que se valía de su nombre para autorizar todo linaje de oposición, y hasta planes de revueltas de él mismo, si alguna vez favorecidos, otras veces aun ignorados. Era cierto que en todas cuantas tramas para alterar el público sosiego se descubrían o se sospechaban, cuando llegaban a noticia del Gobierno, ya fingidas, ya abultadas, cuándo desfiguradas, cuándo tales cuales eran, aparecía Riego como cómplice o como aprobador, y casi en todas ocasiones como destinado a ser cabeza. Ocurrió en esto una idea feliz a los que mandaban, y era, supuesto que había licencia para emplear en servicio activo a los diputados a Cortes, y atendiendo a que de ellos habían sido ya empleados varios en la defensa de Cádiz y de las vecinas líneas, enviar a Riego como general de uno de los titulados Ejércitos que en la costa de Granada y las vecinas provincias estaban en campaña o formándose, a ver si su nombre confirmaba en la fidelidad a los vacilantes, o volvía al recto camino a los descarriados. Cuadraba este pensamiento con los deseos de Riego, propenso, como las personas de su condición, a ver traidores en todos los encargados del mando de sus amigos, y lleno de alto concepto de sí propio, a punto de figurarse que a su voz conocida, como que brotarían de la tierra legiones de constitucionales armados a correr con ardor a las lides. Dispuesta la partida del malhadado héroe de la revolución de 1820, él y quienes le enviaban cuidaron a porfía de diferir la lo menos posible. Estaba Riego en el punto más subido de furor y lleno de recelos, culpando de las públicas desventuras a los ministros y a los de la sociedad de que había sido cabeza. Así, sólo pidió llevar consigo a un diputado a Cortes, oficial de Marina, llamado don N. Pumarejo, comunero ardorosísimo, de los que no se habían venido a la falange ministerial, pero tampoco impugnador de la guerra, y hombre por demás estrafalario, corto en luces y ciencia, aunque no estúpido o del todo ignorante, desinteresado, pues se había venido a pie a Madrid desde Galicia cuando fue nombrado diputado, no recibiendo la ayuda de costa que a todos se daba para el viaje, desaliñado en el vestir hasta atender poco a la limpieza, con algo de tosco en sus modales, muy distantes de la finura común en los oficiales de la Marina real en aquellos tiempos, y sobre todo esto muy devoto del mismo general, de cuyo favor gozaba. No hubo reparo en conceder a Pumarejo que fuese con Riego, siendo aquél tal, que su ausencia en las Cortes no sería sentida. Uno y otro salían como quejosos del Gobierno que los empleaba, y estimándole poco menos que traidor, y nada mejores a quienes de él eran amigos, y en ambos a dos rebosaba la confianza de que a su llegada al Ejército cambiarían de aspecto las cosas, trocadas en felicidades las desgracias, hijas sólo de la mala voluntad o tibieza. Con estos alegres pensamientos se embarcaron y partieron, llegando de allí a poco sin tropiezo a Málaga, donde tomaron tierra, y comenzó Riego una serie de desaciertos que vinieron a ser para él desastres los más crueles.

Mientras esto ocurría, nada próspero llegaba a nuestra noticia en Cádiz. Cumplióse a las Cortes su término fatal, y fue forzoso cerrarlas. Debía hacerse esta ceremonia sin solemnidad alguna, que parecía impropia en circunstancias como las en que se veía el Estado, siendo, por otra parte, difícil adornar el lugar donde se congregaba el Congreso siquiera con mediana decencia para recibir en él a las reales personas. Pero el rey, contra su costumbre, declaró que deseaba cerrar la legislatura él mismo en sesión regia. Nadie acertaba con el motivo que podía inducir a Fernando a dar tal paso, pues desde 1821 sólo iba a abrir o cerrar las Cortes, con no encubierta repugnancia e instado a hacerlo por sus ministros, cuando en la vez de que voy ahora aquí hablando de él salió la idea de asistir a este acto solemne. Podía ser que, según su costumbre de disimular, intentase aparecer satisfecho y libre para encubrir mejor sus tramas, encaminadas a darse verdadera satisfacción y libertad; pero tal disimulo era enteramente inútil, siendo sabida su situación y no ignoradas sus maquinaciones. Desde su llegada a Cádiz seguía el rey una conducta singular, como solía serlo y lo había sido la suya en casi todas las no comunes circunstancias de su azarosa vida y reinado. Vivía sin salir de casa, lo cual sólo una vez lo había hecho para ver la linda ciudad de Cádiz, y después de un breve paseo, se había vuelto a su encierro y diversión de pasear por la azotea y subir a la torre. En las ocasiones en que iban a presentársele Diputaciones del Congreso, ya para llevarle leyes a sancionar, ya para hacerle los rendimientos de estilo en ciertos días, se mostraba afable, como antes hacía rarísima vez.

Aun conmigo, a quien tanto debía de odiar, y a quien odiaba todavía más que lo debido, y a quien estando en Sevilla y yendo yo presidiendo una Diputación a llevarle un mensaje había hecho un desaire visible y grosero volviéndome la espalda, en vez de hablarme como acostumbraba a los presidentes de Diputaciones del Congreso al tiempo de despedirlos, se portó en una ocasión con cierta atención benigna, dando motivo a extrañar que al autor de la proposición del 11 de junio manifestase su majestad menos desagrado que el que había mostrado a la misma persona antes de haber hecho acto alguno directo de ofensa al trono. Fue el caso a que acabo ahora de hacer aquí referencia que, habiendo sido parte, pero no presidente, de una Diputación del Congreso, y ocurriendo estando ésta en la real habitación no haber bastantes sillas para sentarse todos cuantos la componían, por lo cual hube yo de quedarme en pie con alguno más, levantado ya el rey, se vino hacia mí y me preguntó por qué no me había sentado, y como respondiese yo que por falta de asiento, ¿qué quieres? (repuso), aquí estamos muy estrechos; palabras que acompañó con un encogerse de hombros y un gesto maligno y amenazadora sonrisa, en que bien leía yo cuál sería mi suerte si llegase a caer en sus manos ya libres, suerte que, por otra parte, había yo merecido. El deseo, pues, de Fernando de tener sesión regia en el Congreso venía bien por un lado con su nuevo método de conducta, que consistía en la costumbre de aparecer no tan descontento en su cautiverio cuanto antes se manifestaba, pero venía mal con su retraimiento de salir a la calle, y con lo que al parecer dictaba en su situación una política cuerda, pues debía el rey tener empeño en presentarse al mundo como puesto bajo un durísimo yugo. Fuese como fuese, preparóse la sesión regia, accediéndose al deseo del rey, y con colgaduras tomadas prestadas a algunas iglesias y con otras prendas del Ayuntamiento, quedó adornada, como mejor se pudo, la iglesia de San Felipe. Tan cuidadoso andaba Fernando en las menudencias de la pobre función que se iba preparando, que encargó tapar bien con las colgaduras las imágenes de los santos, para no disgustar a la reina, su consorte, cuya devoción extremada y nimia, hasta cierto punto ridícula a veces a los ojos de su marido, podía juzgar irreverencia estar algo sagrado en mezcla con el acto profano de la sesión del Congreso. Llegó al cabo el día de la clausura de las Cortes, y vino a ellas el rey, no siendo en el camino ni aplaudido ni desacatado. Al entrar en el salón se detuvo y echó una mirada ansiosa y como burlona, hecho lo cual leyó el discurso puesto en su boca, según solía, con firme acento y pronunciación clara y correcta. Volvióse en seguida a su habitación, de la cual no salió otra vez sino para pasar a la contrapuesta costa, libre él ya, y vencida la revolución que por más de tres años le había tenido avasallado.

Por el tiempo en que fueron cerradas las sesiones de la legislatura ordinaria, habían avisado al Gobierno de las provincias del Oriente de España que Ballesteros, según las apariencias, intentaba, a imitación de Morillo, abandonar la causa de la Constitución, entrando para ello en tratos con los franceses. Era ciertamente la conducta de aquel general en alto grado sospechosa, bien que algunos atribuían a arranques suyos comunes y genialidades notorias lo que a otros parecía evidencia de una traición meditada y aun comenzada a poner por obra; pues iba por todas partes declamando contra la guerra, vituperando al Gobierno que la había provocado y ponderando la imposibilidad de sostenerla; palabras, en la situación de quien las decía, equivalentes a obras, a lo cual agregaba suma flojedad en las operaciones de la campaña, resistencia a buenos medios de aumentar sus fuerzas en gente y recursos, y haber despedido con desabrimiento a no pocos milicianos nacionales que se brindaban a engrosar las filas de su Ejército. Bien era verdad que en esto último acaso procedía con la intención de no tener soldados inútiles o poco menos, que le consumiesen raciones y viciasen la disciplina de sus soldados; pero aun tales consideraciones desdecían de la condición apurada y anteriores opiniones del general comunero, poco antes elogiador de la Milicia nacional como quien más entre los de su sociedad semisecreta. Así es que el general Torrijos, leal, valiente y firme, pasado por entonces a encargarse, de la plaza de Cartagena de Levante, daba avisos al Gobierno contrarios a Ballesteros, censurando lo que éste hacía, y casi vaticinando su traición; avisos tanto más de notar, cuanto que unían a uno con otro de estos generales, sobre los lazos de amistad privada, los de la Sociedad de que habían sido ambos parte.

Por desgracia, cuando llegaron a Cádiz tales avisos fueron atendidos menos que serlo deberían, bien que, aun siendo tomados en la debida consideración, faltaban medios para remediar o atenuar el mal que se veía sobrevenir, siendo el informe y pronóstico de Torrijos parecidos a los del médico que desahucia a un doliente al anunciar que está en peligro de resultas de una enfermedad incurable. Ni dejó de ser mala suerte que fuese quien fue, por casualidad, la persona escogida por Torrijos, para dar noticias de tanta y tan fatal importancia. Recayó tal comisión en un don Miguel Cabrera de Nevares, hombre inquieto y de nada segura fe, a quien había dado fama haber publicado en 1814 un artículo violento contra la conducta del rey cuando éste, recién entrado en España, se estaba preparando a ojos vistas a acabar con la revolución, y el haberle venido de tal artículo, pobre producción de cabeza no provista de conocimientos literarios, una persecución que le había dado realce, y que huido a América y venido de allí a España en 1821, un año después de restablecida la Constitución, había alternado en ensalzar, vituperar y servir a los partidos entre sí más opuestos, acarreando desconcepto a quienes le empleaban en puestos medianamente elevados, y en desproporción a su carrera anterior de mero dependiente de una casa de comercio, y a sus escasos servicios.

Al poco valor moral de Cabrera hubo que añadir el modo que usó para desempeñar su encargo de portador del aviso desfavorable a Ballesteros, pues en vez de hacerlo con reserva y pulso, se vino al lugar donde se reunían las Cortes, y a voces publicó ser Ballesteros traidor, y haber él venido a noticiarlo. Por eso, yo, no menos imprudente que él, por el lado opuesto, y llevado, además, por la no común aversión que tal sujeto me inspiraba, le caí encima con destempladas razones, poniéndome aun de parte de Ballesteros, a quien yo, por cierto, no profesaba buena voluntad, y hasta llegando a calificar de infundada una denuncia fundadísima, en vez de ceñírme a censurar con justicia el mal modo empleado para comunicarla. Nada valieron, sin embargo, mis censuras, como nada valieron los anuncios de una desdicha tan irremediable cuanto cierta.

Cuando tales noticias llegaban de Ballesteros, este general había venido de Valencia a la provincia de Granada, perseguido de tropas francesas, y viniendo a encontrar por su frente a las de la misma sección que por Despeñaperros habían invadido a Andalucía y la estaban señoreando, menos una parte de la misma provincia de Granada y de la de Málaga. De súbito corrió por Cádiz la voz de haber sido por él derrotados los franceses con grande estrago, rumor de ignorado origen que llegó a ser creído por algunas horas aun por la gente juiciosa. Había habido, en efecto, un encuentro entre las tropas del general español y las francesas en el lugar de Campillo de Arenas; pero había sido la supuesta victoria de los nuestros un revés innegable, si bien no una derrota completa. Pronto fue sabida la verdad, con cuyo conocimiento se hicieron más claras y amenazadoras las nubes que cubrían el horizonte político, ya excesivamente encapotado, y dando señales de haber de arreciar la tormenta que sobre nosotros descargaba con rigor tan constante.

Iban al mismo tiempo los enemigos preparando operaciones activas contra las líneas que defendían la isla Gaditana, ya en su mismo recinto, ya en sus obras avanzadas de las Cortaduras del Portazgo y Trocadero, aunque a esta última particularmente amenazaban, habiendo de empezar por tomarla para proceder a hacer lo mismo con las restantes. Cortos medios había para resistir a los harto cuantiosos y poderosos de que disponían los sitiadores. Señores éstos del mar vecino, así como de las cercanas costas, cruzaba en aquél su escuadra y en éstas habían sido construidas y pertrechadas numerosas lanchas cañoneras y bombarderas. Algunas pocas habían juntado los defensores de Cádiz, pero desiguales a cubrir los muchos puntos donde eran de todo punto necesarias. En el día 16 de julio, juntas todavía en legislatura ordinaria las Cortes, y no llegadas aún las malas nuevas del Ejército de Ballesteros, habían hecho nuestras tropas una salida desde sus líneas al inmediato terreno y penetrado hasta Chiclana, por un lado, pero tal operación, que ningún fruto bueno podía dar, remató, si no en un revés, en un peligro, del cual con todo se salvaron las tropas constitucionales, recogiéndose a sus puestos, y teniendo que llorar la pérdida de algunos soldados y oficiales, entre otras la de don N. Casano, digno coronel de Artillería. Pensar en otra salida hubiera sido locura, y ninguna volvió a intentarse. Para el vulgo, sin embargo, había sido gloriosa aquella corta refriega, y era común encarecer cuan bien se había portado en ella el regimiento de San Marcial, que volvió dando vivas estrepitosos a la Constitución, por lo cual fue admirado y celebrado de muchos, que de allí a breve tiempo hubieron de conocer por experiencia cuan poco es de fiar la tropa alborotada, en la cual está encubierta la falta de disciplina por un entusiasmo más o menos verdadero.

Cómo había de ser defendida la cortadura del Trocadero, era el objeto en que estaba principalmente puesta la atención de los moradores de Cádiz y su isla. La obra, comenzada en 1812, a poco de haber levantado los franceses el sitio que por treinta meses habían tenido puesto a la isla Gaditana, había sido suspendida, hecha que fue en 1814 la paz, pareciendo poco posible que volviese un Ejército francés a penetrar por España para llegar a tal punto. Además, se reducía a una simple cortina sin baluartes, y así carecía de fuegos cruzados. El ancho foso que tenía delante, destinado a estar lleno de agua, no contenía toda la suficiente para su seguridad, y en las horas de la baja mar dejaba muchos trozos vadeables.

Estos defectos de la obra eran mal conocidos del vulgo, que, al revés, la reputaba, si no inexpugnable, poco menos. Fue encomendada al cabo su defensa a mi amigo Grases, cuyo valor ardiente y a la par sereno era conocido, y en quien, como buen oficial de Artillería, había, además, los conocimientos de fortificación necesarios para desempeñar con acierto el encargo que se le daba. Grases, algo confiado, y, por otra parte, opuesto a declarar el mal estado de una fortificación cuya pérdida habría de traer tan fatales consecuencias para Cádiz, contribuyó a mantener la errada favorable opinión de que como fuerte gozaba la cortadura del Trocadero.

Mientras llegaba la hora de asaltar los franceses la obra de que acabo aquí ahora de hablar, y mientras los sitiadores hacían los últimos preparativos para el asalto, la traición, hija del desaliento, cundía prodigiosamente por las filas de los constitucionales, así en la isla Gaditana como en las demás partes de la península española. Contado venía a ser el número de los verdaderamente firmes, pues los muchos a quienes el temor o la vergüenza detenían para que no descubriesen o ejecutasen sus intentos de venir a tratos con los enemigos y el rey Fernando, sacrificándolos la Constitución, daban claras muestras de estar vacilantes. Verdad era que se necesitaba un tesón heroico para sepultarse con una causa cuyo trágico fin era imposible no ver seguro y poco lejano. Así era común oír tachar de loca temeridad o de ruin atención a nuestro propio interés, desatendiendo el del público, nuestra resolución de responder con entereza a las potencias que desde Verona y París nos habían amenazado e insultado; resolución en nosotros aplaudida por los mismos que luego la censuraban, y de los cuales no pocos, si de otra manera hubiésemos procedido, nos habrían vituperado como a traidores, o como a cobardes, y aun tal vez levantado bandera en el nombre de la libertad, independencia y gloria de España contra nuestra traición y perjurio. Así, muchos que nos habrían infamado si hubiésemos dejado en Sevilla al rey obrar a su antojo y acabar con la Constitución, nos acusaban de escandalosos quebrantadores de la misma ley y de toda otra de respeto y decoro por el atentado cometido con la real persona, acusación injusta en quienes no habían tenido antes ni aun el debido miramiento al Trono o al monarca que lo ocupaba, y acusación hija del despecho producido por verse precisados, o a pelear como valientes y firmes, o a desertar como cobardes y traidores los que deseaban excusarse compromisos y trabajos, y hasta gozar de la satisfacción de achacar a flaqueza ajena vergonzosa de que les resultase paz y quietud, cuando no ventajas. Así, no pocos fingían recelar traiciones, aun de las mismas Cortes y ministros, porque ellos las pensaban hacer, y tiraban a cohonestar el acto de entregarse y entregar su patria con el pretexto de creerse vendidos. Por toda España andaba un clamor de maldición contra aquellos de quienes decían que por su propio provecho, esto es, por verse ya ellos perdidos y querer perder a los demás, daban lugar a una guerra que era imposible sustentar por más tiempo. Así se iban en tropas los soldados, unos a sus casas y otros a las filas de los parciales del rey que militaban con los franceses, y no menos hacía un crecido número de oficiales. En Cádiz y su isla, entre militares y paisanos, cundía. como mal pestilente pegadizo, la idea de que era forzoso venir a tratos con los invasores y con el rey cautivo, figurándose los que así pensaban y esto decían que de los tratos era posible y aun fácil sacar provecho, si la no para las doctrinas, para el interés personal de los constitucionales. Vinieron con esto a urdirse tramas cuyo efecto hizo la casualidad que no fuese tan funesto cuanto serlo debía.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII

La capitulación de Ballesteros.-Rendición de La Coruña.-Horrible crimen allí practicado. Deseos generales de tratar con el rey.-Fuerzas y plazas que aún sostenían la bandera liberal.-Conducta de Riego en Málaga.-Entrevista con Ballesteros.-Derrota, fuga y prisión de Riego en Arquillos.-Toma del Trocadero por los franceses.-Propósitos del duque de Angulema.-Negociaciones con los franceses.-Reunión de Cortes extraordinarias.-El autor extiende el dictamen de la Comisión, aprobando la conducta del Gobierno y concediéndole toda clase de facultades y recursos.-Estado de la Hacienda en aquellos días.-Eminentes servicios que vuelve a prestar Mendizábal a la causa liberal.-Recurso de que se intenta echar mano.


Entre tanto, de fuera de la isla Gaditana se supo que Ballesteros había capitulado con los franceses, reconociendo por Gobierno legítimo de España el de la Regencia por los mismos invasores nombrada. Viose entonces cómo iban graduándose las cosas en nuestro daño y el de la causa por nosotros defendida, pues cuando La Bisbal abandonó al Gobierno, su Ejército le abandonó a él casi todo, salvo casos individuales de deserción, y cuando hizo igual y más declarada traición Morillo, ya cuerpos enteros le siguieron, retirándose otros con la bandera constitucional, aún levantada, a La Coruña, al paso que con Ballesteros quedaron todas sus tropas sujetas a la capitulación, y al parecer satisfechas de haberla hecho, siendo lo más singular que se contase entre estas fuerzas obedientes a la Regencia en Madrid, y rebeldes, por lo mismo, al constitucional, todavía existente en Cádiz, el regimiento de Asturias, a cuyo frente había proclamado Riego la Constitución en Las Cabezas; regimiento constantemente mimado por los hombres a los cuales se volvía enemigo, y hasta entonces ardoroso apasionado de las leyes políticas, de cuya defensa se separaba. Mucho admiró tanto golpe, aunque debía ser esperado. Poco antes se había sabido haberse entregado La Coruña, pero no por trato vergonzoso, sino como plaza precisada a entregarse a fuerza enemiga, a la cual no tiene medios de seguir resistiendo. Lo que en los sucesos ocurridos en la breve, pero no deshonrosa defensa de aquella ciudad de Galicia, causó escándalo y horror fue un infame asesinato cometido en las personas de varios presos condenados a presidio o encierro por haberse conjurado para derribar la Constitución mucho tiempo antes, y a quienes sacrificó vilmente, y con no menos bárbara estupidez que maldad, el despecho rencoroso de algunos de los que allí mandaban. Agregóse en tan infame acto la traición a la barbarie, pues fueron embarcadas las infelices víctimas, so pretexto de trasladarlas a parajes más seguros que el de La Coruña, y dado ya a la mar el barco que los llevaba, y poco distante aún de la costa los encargados de la custodia de aquellos presos, perversos y dóciles ejecutores de órdenes perversas, cayeron sobre ellos, y a puñaladas les quitaron la vida, arrojando al agua sus cuerpos destrozados. No conteniéndolos quietos las olas del mar, los echaron a las vecinas playas, donde su vista horrible descubrió el atroz delito, mal desimulado aun sin esto porque apenas lo callaron la indiscreción o las pervertidas ideas morales de los perpetradores. Cubrió esta acción de infamia a la ya casi del todo vencida causa de la Constitución, y avivó y enconó contra ella y sus parciales la saña de sus numerosos enemigos. A Cádiz llegó la noticia, y si en algunos causó grande horror y enojo, por muchos fue oída, si no con aprobación, con indiferencia, porque en la congoja que causaba la mala situación de los negocios embargaba tanto los ánimos el temor de lo presente y de lo inmediato futuro, que no dejaba lugar a consideraciones de justicia. Así, nada hizo, como debía el Gobierno para mostrarse cuando menos dispuesto a castigar tan horrendo crimen, y nada clamó la opinión de las gentes contra un acto que dando a los enemigos de la Constitución harto motivo para vituperar a quienes la defendían había de servir de legitimar en parte y de exacerbar de todos modos las venganzas preparadas contra los constitucionales, llegada que les fuese la infalible hora de su total caída, así como infalible visiblemente cercana. Vi yo a un oficial estúpido y necio, de los principales culpados en la ejecución de aquella maldad, referir el hecho sin rebozo, y dar a advertir que las víctimas (a quienes él llamaba los bribones) se resistían bien en el momento de ir a caer asesinadas; observación suya que provocó más risa por lo bestial, que ira debía haber excitado por lo feroz.

Pero la capitulación de Ballesteros era lo que principalmente ocupaba la atención de cuantos en Cádiz estaban, mirándosela, con razón, como el golpe contundente dado a la revolución moribunda para rematarla. Con esto comenzaron a avivar sus maquinaciones los que deseaban escapar ilesos o menos lastimados del común peligro. Andaban no pocos en tratos con el rey cautivo, que, como debía hacer en su situación, a todos oía, mostrándose largo en prometer y dispuesto a perdonar, no sin manifestarse, en razones ni enteramente claras ni confusas, hasta dispuesto a poner límites legales a su autoridad real luego que la recobrase. Por dondequiera se presentaba en su cabal fealdad el repugnante espectáculo de una revolución próxima a fenecer, en que el miedo y el interés dominan en todos los espíritus, y aun da muestra de sí en todos los pensamientos, en todas las palabras y en todas las acciones.

Entre los diputados a Cortes comenzó a cundir la plaga general y no ya sólo la del desaliento, sino la de la traición, pues traición era prestarse a tratos privados con el rey y sus parciales. Entre varios culpados de tan feos hechos era de los primeros un diputado por Córdoba, eclesiástico, antes mi amigo, cuyo nombre no quiero dejar estampado en estas páginas, por no tiznar la memoria de una persona difunta y de poca nota. Era el tal hombre muy mediano en luces e instrucción, melifluo y zalamero, y no enteramente noble siendo el móvil principal de sus acciones un miedo tan excesivo, que en las menores particularidades de su vida le distinguía mucho en el gremio de los cobardes. Como fuese, aunque sacerdote, de la sociedad secreta que por algún tiempo había estado dirigiendo los negocios públicos, y como hasta hubiese tenido asiento en el cuerpo supremo, director de la misma, había asistido en Sevilla a la sesión de éste, en la cual, como poco antes dejo aquí referido, se había hecho una proposición de acabar con las vidas del rey y de las personas de la real familia, y con delatar este suceso, así como con otros medios, procuró y logró congraciarse con Fernando o con sus allegados, cuando éstos atendían a quienesquiera que se les mostraban amigos para mudar su cautiverio en libertad y victoria. El infante don Carlos fue el conducto por donde quedaron entablados estos tratos, y medió entre el infante y los traidores un don N. Ulibarri, en cuya casa estuvo alojado su majestad en los primeros días de su estancia en Cádiz.

Aunque algo valiese, no era de la mayor importancia una negociación en que todavía no entraban personas capaces de disponer de alguna fuerza; pero, por nuestra desdicha, se iban agravando las calamidades públicas, a punto de dar valor al golpe más leve, porque caía sobre un objeto incapaz de oponer resistencia, y debilitado por mayores heridas. Ya fuera de la isla Gaditana estaba restablecida la monarquía antigua en casi toda España. Peleaban, sin embargo, con varia fortuna, esto es, defendiéndose un tanto, el general Plasencia en Extremadura, y Mina en Cataluña; seguían fieles a la bandera constitucional casi todas las plazas principales del antes Principado, aquí últimamente nombrado, y algunas más en las regiones septentrionales de la Península y en la parte occidental del mismo Badajoz, y en la oriental, Alicante, donde gobernaba con vigor y rigor duro, así como con firme lealtad, don P. Chapalangarra, y por allí mismo Cartagena, mantenida, así como sus inmediaciones, en obediencia al Gobierno de Cádiz por el general Torrijos, que se acreditaba por su noble tesón y su actividad suma. También en la provincia de Málaga, y en parte de las tierras a ella vecinas, se conservaba el pendón constitucional ondeado. Allí había ido Riego, y allí estaba señalando los últimos días de su vida con desaciertos superiores a todos cuantos antes había cometido. A su llegada a la ciudad de Málaga había encontrado allí Riego las cosas en suma confusión. El general Zayas mandaba las escasas fuerzas constitucionales recogidas a aquellos lugares, y persistía en su errada conducta de recomendar la fidelidad militar a las banderas, y de declarar injusta y perdida la causa de que las mismas enseñas eran representantes, con lo cual, mereciendo alabanza como honrado soldado y buen caballero, y no menos censura como imprudente, se hacía odioso y sospechoso a los que de todos recelaban y que no sin fundamento tenían más recelos de hombres declarados enemigos de la causa misma que seguían sustentando como por obligación desabrida. En las tropas hacían más efecto las desaprobaciones del general que su recomendación de guardar fidelidad a las leyes militares, bien que no al desaliento infundido por Zayas, sino a otras causas, debe atribuirse el mal espíritu reinante en los soldados y en la oficialidad, entre las cuales clases era la deserción frecuente. Corría la voz de que los capitulados de Ballesteros lo pasaban bien, libres ya de trabajos y peligros, y, además, asegurados de no perder cada cual las ventajas durante la revolución conseguidas. En tal cebo iban los más a morder con tanto más anhelo, cuanto grande era la suma de males que veían en segura y cercana perspectiva quienes siguiesen adictos a la causa constitucional, ya tan malparada. Así viose aquel regimiento de Almansa, constitucional tan ardoroso que en el 7 de julio se había cebado con tal saña en los vencidos soldados de la guardia real, y que contaba en sus filas gran número de oficiales y sargentos comuneros celosos, con algunos de la otra sociedad, pasarse entero a los franceses. Estuvo para hacer lo mismo otro regimiento antes igualmente conocido por sus opiniones extremadas, y cuyo coronel tuvo la singular ocurrencia de jugar con sus oficiales, tirando al aire una moneda, a lo que llaman cara o castillo, si había de desertarse o seguir siendo fiel, decidiendo la ciega suerte lo que debía haber dictado la más sagrada obligación, esto es, que el regimiento no desertase. Tales cosas halló Riego, y a males tantos y tan graves quiso aplicar remedio, pero los usó de excesiva e injusta violencia. Atropelló a Zayas, prendiéndole como a delincuente y enviándole a Cádiz. Otro tanto hizo con varios personajes de mediana cuenta, poco antes constitucionales moderados, y entonces mismo, si tibios y dados a murmurar con imprudencia, ciertamente no traidores. A Pumarejo, a quien se había llevado consigo como a la única persona digna de su confianza, miró, desde luego, como a tibio, porque se opuso a sus violencias, y así, aunque no le trató con rigor, le alejó de sí, dándose todo a personas de poco juicio y feroces pasiones que le aconsejaban remediar las desventuras públicas con excesos a veces crueles. Riego, en general, era piadoso; pero en Málaga, contra su costumbre, hubo de verter sangre, y si la que corrió no fue del todo inocente, el acto de derramarla era injusto y loco, no observándose en los procesos las debidas formas, y siendo en aquella hora la crueldad el peor medio posible para mejorar la situación de los negocios. Al cabo se puso Riego en marcha, seguido de pocas y no buenas tropas, y con noble resolución en este trance fuese derecho en busca del ejército de Ballesteros. No tardó en llegar, y al presentarse encontró con que iba a ser recibido como enemigo, aun por su mismo batallón de Asturias, a cuyo frente había proclamado la Constitución en Las Cabezas. Entre sus graves faltas y sus cualidades tenía Riego arranques de impetuoso valor y de sentidos afectos, y sintiendo éstos en ocasión tan apurada, lanzóse al frente de las tropas que le seguían y de las que se presentaban opuestas, y arengando a unos y otros consiguió traer allí a Ballesteros, abrazándose al fin los dos generales como amigos, y mezclándose en una sola las fuerzas que a ambos obedecían. Pero en tal mezcla y en tales efusiones de ánimo no quedaba bien convenido qué había de hacer el Ejército ya uno, esto es, si habría de atenerse todo a la capitulación celebrada, o si emprendería nueva campaña contra los franceses. A lo primero estaba resuelto Ballesteros, y Riego por sus opiniones y aun por su interés, que no le consentía seguir otro pendón que el constitucional, pues bajo otro no tenía segura ni la vida siquiera, quería con no menos empeño lo segundo. Así, duró poquísimo la unión entre los dos generales y las tropas del uno y del otro, pues de allí a muy poco, se separaron, bien que sin tratarse como enemigas, quedándose los de Ballesteros a seguir su suerte, y yéndose los de Riego a probar una que, forzosamente, habría de ser funesta. Las pocas y malas tropas que seguían al desdichado héroe de Las Cabezas tuvieron con las francesas que sobre ellos vinieron dos o tres encuentros, en los cuales se portaron con extremada flojedad, y como tras del repetido huir cada vez eran menos los que volvían a presentarse, resultó en breve quedar el general solo o poco menos. Acompañado, pues, de tres o cuatro personas iba buscando su seguridad en la fuga hecha con secreto, cuando siendo conocido en una población pequeña de la provincia de Jaén, llamada Arquillos, fue preso por unos españoles de los titulados voluntarios realistas. Cautivo de sus feroces contrarios el general, que en cierto modo era emblema de aquella revolución, parecía como que debía darse por vencida y acabada la revolución misma.

Ésta, en Cádiz, había tenido un revés, el mayor posible. En la noche del 30 al 31 de agosto cayó en poder de los franceses la cortadura del Trocadero y la línea segunda hecha detrás de ella, con lo cual se pusieron en los lugares donde estaban los fuertes de Matagorda y Fort Luis, quedando muy cercanos a la isla Gaditana, en la costa a ella contrapuesta. Bien es cierto que allí mismo habían estado, desde abril de 1810 hasta fines de agosto de 1812, los franceses soldados de Napoleón molestando desde aquellos lugares, con sus bombas, a Cádiz, y con balas a los barcos que a la isla de León pasaban desde la vecina bahía, y sin hacer otro daño de más consideración; pero entonces eran los defensores de Cádiz dueños absolutos del mar, sin que en él pudiesen tener siquiera competencia, cuando en 1823 hasta en fuerza marítima eran los que defendían la misma isla inferiores a sus contrarios. Agregábase a esta consideración haberse contado con excesiva necia confianza con la fortaleza de los puestos en el Trocadero perdidos, de lo cual resultaba un abatimiento desmedido por su pérdida, y sobre esto haber sido grande la de muertos y prisioneros en aquel lance. El Gobierno mismo vaciló en punto a seguir resistiendo, y se apresuró a entablar tratos con los franceses.

Había llegado al Puerto de Santa María el príncipe generalísimo, duque de Angulema, el cual, entrado en Andalucía, había señalado su llegada a estas provincias por un decreto muy celebrado de los suyos, dado en la ciudad de Andújar, cuyo nombre tomó, y el cual disponía que donde hubiese tropas y autoridades francesas no hiciesen prisioneros por causas políticas las españolas que obraban a nombre del cautivo rey Fernando. Esta disposición humana era, con todo, tibia, y parecía no una providencia general relativa a España entera, sino ceñida a las poblaciones ocupadas por tropa francesa; pero aun siendo así, fue ponderada por los franceses, por los amigos de éstos y por cuantos desaprobaban la guerra como una señal clara de la misericordia que había de usarse con los constitucionales, después de derribada la Constitución, y fue a la par vituperada por los parciales de monarquía absoluta y hasta por la Regencia misma de Madrid, como un acto injusto en que pretendía un general y príncipe extranjero entremeterse en los negocios interiores de un país, al cual sólo había venido como libertador y aliado, y de ninguna manera como superior ni como dueño.

Pero las alabanzas dadas al decreto de Andújar producían efecto, persuadiendo a gentes descosas de ser persuadidas de que era fácil sacrificar la Constitución sin perjuicio del interés particular de los constitucionales. Como suelen creer los hombres lo que desean, los no pocos antes esperanzados de que la causa constitucional triunfaría, perdida ya la esperanza, trataban de sustituirle otra, la cual era la de una honrosa y provechosa avenencia con los franceses, y por medio de éstos con el mismo Fernando. No pensaban tan alegremente los ministros, pero aun algunos de ellos se prometían de los tratos, si no felicidades, alivio de lo grave de las desventuras. Fue el escogido para negociador el general Álava, muy propio para tal cargo en aquella hora, bien visto de los realistas, aunque comprometido con los constitucionales, y amigo antiguo de los servidores que más privaban con el duque de Angulema, así como querido en época anterior de este príncipe mismo. Fue, a pesar de esto, su embajada enteramente infructuosa. Viose entonces cuán imposible era avenirse los constitucionales con el principio asentado por el Gobierno francés en punto a que el libre albedrío del rey de España era el único origen de que podía esperar sus leyes políticas la nación española. Así, quedaron al momento rotas las negociaciones.

En medio de esto veían los ministros amenazando sin duda, y en breve tiempo, una tragedia; y si querían salir responsables de una condescendencia ilegal y afrentosa, tampoco querían seguir siéndolo de una resistencia prolongada, temeraria y de funestas consecuencias. Trataron, pues, de echar sobre las Cortes el peso que los abrumaba para pasarle a ajenos hombros, o ya que no tanto pudiesen, tenerlo sobre sí, si no todo, sino compartido. Para ello, estando cerradas las Cortes, las convocaron extraordinarias. Abriéronse éstas al momento, sin pompa alguna, sin ceremonia, sin apariencias ya de Cortes. Dioles el Ministerio cuenta de la negociación malograda, acompañando todos los documentos a ella relativos, y pidiendo al mismo tiempo recursos para sustentar la guerra, no ocultando que ningunos tenía. Pasó este negocio a una comisión, de que fui yo parte. No faltaron quienes me exhortasen a que tronase contra toda idea de negociación, y como hombre perdido, pues tal debía yo considerarme, tratase de excitar las pasiones de los milicianos de Madrid y de otros ardorosos constitucionales de Cádiz o allí refugiados, para lograr una tenaz prolongación de la defensa, haciendo a todos caer juntos en nuestra ruina. También hubo quienes recelando que yo así procediese, por creerme feroz y loco, buscaron medios de disuadirme de lo que suponían que habría de ser mi acalorado dictamen, y he entendido después que entre amigos del rey se habló de ofrecerme dinero, sabiendo cuánto le había menester, para retenerme de obrar de modo que pusiese en peligro a las reales personas y a la paz pública; pero tal oferta no fue hecha, y no tengo el mérito de haberla recibido con una negativa. Mi conciencia me guió, llevándome a expresarme con la mayor templanza posible, y hasta con cautela, aprobando la conducta pasada del Ministerio, y no diciéndole cosa alguna sobre la que debía seguir y concediéndole todo linaje de recursos, pero sin especificar cuáles, no siendo posible otra cosa, pues no podíamos disponer sino de los escasísimos que daba la isla Gaditana. Bien es verdad que este proceder mío era de toda la comisión, cuyo informe extendí; pero yo pensaba y obré como ella toda. Había, por otra parte, falta de lisura en nuestra conducta, pues veíamos ser necesaria la entrega de Cádiz y de las personas de la real familia a los franceses, y dejando traslucir esta necesidad, no la declarábamos. Era lo cierto que tirábamos a cargar sobre el pobre Ministerio la responsabilidad de la entrega, en pago de querer él hacer lo mismo con las no menos pobres Cortes. En periódicos ingleses se equivocaba con un respeto farisaico a la Constitución este remitirse el Congreso a los ministros con protestas de no ser propio de la potestad legislativa seguir negociaciones, no viendo, como era fácil ver, la intención que dictaba tan engañoso respeto.

Aquí será bien, aun a costa de hacer una digresión y volver con la narración presente bastante atrás, remediar una omisión cometida en estas MEMORIAS, donde nada he dicho de los recursos pecuniarios con que contaba el Gobierno constitucional para resistir a la invasión francesa y cubrir al mismo tiempo los gastos ordinarios del Estado. El Ministerio que gobernaba desde agosto de 1822, y al cual tocó en suerte responder a las potencias que nos insultaban y provocaban, y traer con la respuesta que les dio la guerra, se había descuidado sobre manera en el grave punto de la Hacienda, pues al juntarse las Cortes extraordinarias en octubre de 1822 no había pedido a éstas en contribuciones o en autorización para hacer nuevos empréstitos las crecidas sumas de que debería haber previsto que tendría necesidad para hacer frente a peligros y gastos, cuya venida, infalible y no tardía, sólo podía esconderse a una vista de cortísimo alcance. Pero llegado enero de 1823, y casi declaradas ya en guerra contra España Francia y las demás potencias grandes del continente europeo, forzoso fue apelar al recurso de tomar dinero prestado. Pidió, pues, el Ministerio, y votó de buena gana y apresurado el Congreso, una autorización para contraer un empréstito por una suma cuantiosa. Prestóse una casa de comercio española, residente en Londres, a ser la prestamista; pero contrató en Madrid, por conducto de un comisionado suyo, competentemente autorizado, en vez de hacerlo en Inglaterra. Estaba, sin embargo, hecho en debida forma el trato, por lo cual fueron giradas letras contra el principal del mismo comisionado en Londres; pero aquél se negó a aceptarlas, dando por nula la obligación contraída y negando la ratificación a lo pactado en su nombre. Quedó por ello el Gobierno español falto de recursos, y hubo de buscar otros, apelando a medios no poco vituperables. Por los días en que empezó el Gobierno francés a mostrarse resuelto a entrar en guerra con el constitucional de España había depositadas en París unas cantidades de dinero bastante numerosas, correspondientes a un fondo de indemnizaciones que, con arreglo a tratados, hacía Francia a varios españoles por perjuicios que les había irrogado en la guerra de la Independencia. Siendo de temer que, al declararse la guerra, se echase el Gobierno francés sobre tales fondos, trató el español de ponerlos en salvo. Tocó hacerlo a don Justo Machado, cónsul general que era de España en París, y blasonó de haberlo hecho con acierto y felicidad, trasladándolos a Londres, adonde pasó él en persona. En medio de esto habían venido el Congreso y el Gobierno constitucional a quedar encerrados en Cádiz, donde se veían más que medianamente faltos de medios pecuniarios para sustentar la defensa de la isla Gaditana. Apareció entonces de nuevo en la escena política un personaje que, sin dejar de prestar servicios, había estado bastante oscurecido, aunque en el restablecimiento de la Constitución en 1820 había tenido una parte señaladísimo, como va referido en el lugar correspondiente de la presente obra. Era la persona a quien ahora aquí me refiero don Juan Álvarez y Mendizábal, quien no había pedido ni recibido premio alguno por sus grandísimos servicios, ni ejercido cargo, ni cobrado sueldo del Erario durante la revolución, debida en gran parte a sus esfuerzos, y que viendo a su patria y a la causa de que él era defensor entusiasmado en peligro, acudió a servir a la común defensa con su vivo celo y actividad prodigiosa. Brindóse Mendizábal a mantener al Ejército que guarnecía a Cádiz, San Fernando y los vecinos puntos, y comenzó a hacerlo con diligencia tal y tan buen éxito, que hubo de admirar hasta a personas que antes, o no le conocían, o le miraban con desafecto. Para pagar estos servicios y hacer frente a todos los gastos del Estado, el Congreso, junto ya en Cádiz, votó hacer uso de los fondos llevados a Inglaterra por Machado, quedando obligado el Gobierno a pagar a los legítimos dueños de esta propiedad particular que él se adjudicaba, o que destinaba al servicio público.

Era esta resolución un despojo, disculpable, si en algo podía serlo, sólo por los apuros que le dictaban, y por no estar bien determinado aun a quiénes correspondían, respectivamente, las sumas de que así se echaba mano. Pero siendo así, a Machado, empleado en servicio del Gobierno, y encargado por éste del dinero de que se va ahora aquí tratando, no tocaba erigirse en representante de los dueños de los créditos a quienes se despojaba de lo suyo. Quiso serlo, no obstante, según es de creer, para retener por más o menos tiempo en sus manos las crecidas sumas que en ellas tenía, y cuando fueron giradas letras contra él, desde Cádiz sobre Londres, las protestó, fundando confusamente su protesta en más de un motivo, pues a un tiempo decía no tener a su libre disposición el dinero que se le pedía, y también alegaba estar faltos de facultad para disponer de él así el Congreso como el Gobierno, cuya autoridad no se extendía a echarse sobre la propiedad de los particulares. Tremendo golpe fue éste, pues privó a la causa constitucional de los recursos necesarios para sustentarle. No desmayó, con todo, enteramente Mendizábal, y siguió sirviendo bien; pero veíase que sólo podría continuar haciéndolo por corto plazo. Sabían esto todos, el Gobierno, las Cortes y la Comisión de éstas, que informaba sobre las negociaciones y sobre el modo de alargar la defensa. Al mismo tiempo no era Cádiz la misma que en 1810 ó 1812, habiéndola empobrecido la falta de comercio con las Américas, en 1823 ya casi todas emancipadas de su antes metrópoli. Ni la voluntad había dejado de disminuir a la par con el poder; si bien seguían los gaditanos siendo constitucionales, juzgaban con harto razón inútil hacer sacrificios por una causa cuya perdición era segura; y, además, cundía entre ellos la idea de que por medio de tratos con los franceses y con el rey sería posible tener España un Gobierno liberal e ilustrado con limitaciones razonables al poder del trono.

De todo ello resultaba no haber fondos que pudiesen ofrecer las Cortes al Gobierno, que con tanta necesidad y no menos justicia los pedía. Ni la Comisión el proponer su dictamen, ni las Cortes al aprobar lo propuesto por la Comisión, pudieron, pues, salir de la concesión tan extremadamente vaga cuanto lata de todo cuanto el Ministerio pudiese haber a la mano, concesión que no chocaba por lo excesiva, pues si le hacía señor de la hacienda de todos, en cambio, no le daba sino lo que no podía tomar sin escándalo ni sin vencer dificultades insuperables.




ArribaCapítulo XXXIV

Intentos de algunos diputados de recurrir a la clemencia del rey.-Mala situación de la causa liberal.-Los franceses se apoderan del castillo de Santi Petri.-Bombardeo de la escuadra enemiga sobre Cádiz.-Principio de sedición en el batallón de San Marcial.-Represión.-Temores de que pidan capitulación todas las fuerzas.-El Gobierno somete a las Cortes el asunto de la capitulación.-Divídese la opinión de los diputados, y la mayoría vota por la entrega.-Torpeza con que proceden los ministros, e imposibilidad en que se halla Álava de entrar en tratos.-Actitud conciliadora del rey.-Manifiesto que discute con los ministros constitucionales.-Crédulas esperanzas de los liberales.-Publicación del manifiesto y apreciación que de él hace el autor.-Salida del rey para el Puerto.-Conversación del autor con Manzanares.-El autor trata de emigrar.-Intimación del rey para ocupar los franceses a Cádiz.-Conócense las intenciones de Fernando.-El autor sale para Gibraltar.-Navegación y llegado a aquella plaza.-Principio de su largo destierro.


Con quedar aprobado el dictamen de la comisión a que acabo de hacer referencia volvieron a su ocio las Cortes, continuando abiertas, pero sin tratarse en ellas cosa alguna. Súpose, por entonces la desgracia ocurrida a Riego, que poco ha he referido en esta obra. Crecían las angustias, y dábase, con todo, tiempo al tiempo, para ver si se presentaba ocasión o manera de salir del como callejón sin salida, donde el Congreso, el Ministerio y los constitucionales todos estaban como acorralados. Discurrieron, entre tanto, un medio algunos diputados, apareciendo, si no a su frente, dirigiéndolos medio solapadamente y excitándolos el eclesiástico de que poco antes he dicho algo aquí, sobre sus tratos con el rey y el infante. El medio era juntarse los diputados y hacer una representación a su majestad, pidiéndole los sacase, y con ellos a los demás, y al Estado, del ahogo en que todos temblaban y gemían. Tal representación, en que quienes hacían el oficio de diputados a Cortes pedían la abolición de la Constitución, por la cual eran lo que eran, poniéndose a merced del rey, sobre ser un poco vergonzosa e ilegal, tenía el inconveniente de no abrir camino para el paradero a que se anhelaba ir, pues era de suponer que semejante proposición encontrase oposición violenta al discutirla y desobediencia por parte de los constitucionales si quedase aprobada. No eran muchos los diputados conjurados para hacerla, ni consiguieron de sus compañeros arriba de dos o tres firmas; pero querían suplir con lo violento lo débil y apremiar al presidente de las Cortes a que abriese la sesión, a lo cual el señor don Álvaro Gómez Becerra, presidente del Congreso por aquel mes, como lo era asimismo de la Diputación permanente, oponía una resistencia templada, pero firme. Viéndose los firmantes que no se les concedía abrir sesión, por ser extraordinarias las Cortes abiertas, y no poder tratarse en ellas cosa alguna fuera de lo que el rey, por boca de sus ministros, propusiese, dieron muestras de furia que provocaban a risa, como que salían de hombres conocidos por debilísimos todos ellos. De entre el corrillo que formaban apiñados en la sacristía de la iglesia de San Felipe, oí yo salir una voz diciendo: Nombremos otro presidente, lo cual prueba adónde llegaba en aquellos hombres la locura nacida del miedo. Paró todo en que acudiendo allí un diputado amigo (sin que recuerde yo ahora quién fue), arrancó el papel de la mano a uno de los firmantes que le tenía, y por vergüenza o por miedo desistieron pronto de su empeño los representantes de tan ridícula farsa.

Ibase haciendo, con todo, forzoso hacer de mejor manera lo que torpemente pretendían aquellos diputados. España estaba ya casi toda por el rey absoluto y sus auxiliares los franceses. Aunque no disputaba mal el terreno Mina, y aunque se mantenían firmes en Extremadura el general Plasencia, y en Alicante y Cartagena Chapalangarra y Torrijos, poco podían hacer fuera de alargar un tanto y sin fruto la resistencia. Málaga había ya caído. Por último, en la isla Gaditana empezaban a ocurrir reveses y a mostrarse síntomas de descontento en el Ejército, que harían la caída de aquellos lugares en poder del enemigo, así como era infalible, sangrienta y llena de desorden. Rindióse casi sin hacer resistencia a una fuerza naval francesa el castillo de Santi Petri, y ya vinieron a ocupar los nuevos sitiadores de Cádiz un puesto que los antiguos de los días de Napoleón no habían logrado tener en su poder, y cuya importancia era mayor que habría sido entonces, por ser en esta segunda ocasión dueños del mar los que se habían situado en tal puesto, desde el cual se hacía fácil invadir la isla Gaditana. Al mismo tiempo estuvo a punto de sublevarse, pidiendo capitular con el enemigo, un batallón acampado cerca de la ciudad de San Fernando. Acercándose a Cádiz los navíos franceses, seguidos de un enjambre de lanchas cañoneras y bombarderas, arrojaron a la ciudad gran número de bombas, granadas y balas, y si bien hubo la fortuna de que no muriese una sola persona en aquel llover de municiones, y si por esto el bombardeo causó cierto entusiasmo en vez de terror, llegando la ciega credulidad del vulgo a figurarse que se retiraron de él los agresores escarmentados, cuando sólo le habían suspendido cansados, era de esperar que se repitiese un acto el cual causaría a1 vecindario sitiado daños a que ya no había motivo para sujetarle. A poco rompió en sublevación declarada el batallón de San Marcial, tan señalado por su ardor en la defensa de la Constitución en los pasados tiempos y aun dos meses antes en la salida hecha el 16 de julio, y tan trocado ya, que dieron los soldados que le componían vivas al duque de Angulema. Atajóse, por fortuna, a tiempo el mal, y no pusieron los franceses el pie en la isla Gaditana, como era de suponer, habiendo ocurrido la sedición militar de que acabo de hablar aquí ahora en la batería llamada de Urrutia, situada enfrente y a corta distancia del recién perdido castillo de Santi Petri. Acabada la sublevación, en que no había entrado la oficialidad, entró el acto necesario de castigarla, lo cual fue hecho diezmando a los sublevados y pasando por las armas a algunos de aquellos a quienes tocó la mala suerte; escarmiento, si preciso, doloroso, pues era su objeto conservar la disciplina, cuando en breve había de quedar deshecho el Ejército en el cual se trataba de conservarla.

Por haberse sofocado esta sedición ya empezada, así como poco antes otra próxima a romper, no había mejorado el espíritu del Ejército encerrado en la isla de Cádiz. Así lo conoció su general don Antonio Burriel, infatigable hasta entonces en su celo, valiente, con instrucción para militar en aquellos días, lleno de entereza en el terrible acto que ahora acabo de conmemorar, hombre apreciable, en suma, por mil títulos, a cuyos bríos daba realce lo diminuto de su estatura, bien que esta última circunstancia fuese para él peligrosa en casos arduos, cuando era preciso imponer respeto y terror al soldado, en cuyo rudo ánimo hace gran efecto el aspecto personal de quien le manda. Burriel, sin desmayar, vio que pronto iba el Ejército entero a sublevársele, pidiendo capitulación con el enemigo, y hubo de hacerlo así presente al Gobierno en parte reservado. Si esta reserva no faltó del todo, se traslucía, sin embargo, lo bastante de la situación y del espíritu de las tropas para que a los temores de que fuese entrada por fuerza la isla Gaditana se agregase el de que rompiese una sedición militar dentro de sus términos. Tal cuerpo llegó a tomar el recelo de que esto último sucedía, que en un día de fines de septiembre, estando un batallón en la plaza de San Antonio, el lugar de más concurrencia en la ciudad de Cádiz, al hacer una evolución los soldados, dieron a correr, poseídas de un terror pánico, las gentes que cerca de ellos estaban, a lo que siguió haber carreras en varias calles y cerrarse algunas puertas de casas y tiendas, suceso no común desde algún tiempo, hasta nunca visto durante el sitio, e indicio de mirarse ya con miedo a las tropas consideradas antes como fieles defensoras de la plaza.

Ni el Ministerio ni las Cortes podían ya diferir la entrega del rey y de Cádiz a los franceses, a no hacerse responsables de los seguros graves males que iban a caer sobre la población y los constitucionales en ella refugiados, de resultas de un ataque próximo, en que la victoria de los franceses parecía indudable y habría tal vez de venir acompañada de- una sedición militar con los horrores a tal suceso anejos. Acordábanse los gaditanos del 10 de marzo de 1820; y temblaban y clamaban por que no se les pusiese otra vez en tan duro trance. Viendo todo esto los ministros, hablaron claro al Congreso, pidiéndole autorización para entablar tratos con el enemigo, sin sostener ya la Constitución, aunque tratando de dejar a salvo en lo posible el honor y bien de la patria y los derechos y felicidad de los españoles. Pasó el negocio a una comisión, la cual se dividió, presentando un voto el mayor número y otro el menor de quienes la formaban. Ambos dictámenes venían a, convenir en ser necesaria la entrega; pero el de la mayoría lo expresaba así clara y terminantemente, y el de la minoría de un modo algo rodeado y confuso, cargando el primero más responsabilidad de lo que habría de hacerse a las Cortes, y echando el segundo parte de la que a éstas debía caber, sobre los ministros. Yo voté el primero, pareciéndome más franco y no mío indecoroso, y conmigo votaron los más, entre mis colegas. Votaron el segundo treinta y cuatro diputados, los más de ellos, aunque no todos, comuneros. Vino de aquí blasonar los que así habían votado de haberse resistido a la entrega consentida por nosotros; pero, bien mirado, su voto, si hubiese prevalecido, por fuerza habría venido, a tener las mismas consecuencias que el nuestro. Ellos, sin embargo, siguieron por largo tiempo gloriándose de su superior firmeza, hasta llamarse los de la peseta, aludiendo a los treinta y cuatro cuartos de que éstas constan. Acaso no había gran lisura en tal proceder, pero tal vez se engañaban a sí mismos los que, según un proceder muy común en los hombres, querían ser vencidos en una votación, para hermanar el goce de las consecuencias menos desventajosas de una resolución contraria a su parecer con el lauro de presentarse al mundo como heroicamente tenaces.

Alcanzado por el Gobierno este en cierto modo permiso del Cuerpo de representantes de la nación para tratar con los enemigos y el rey a costa de la Constitución, y sin reparar, como no era posible hacerlo en aquella hora, en que tal permiso legalmente nada valía, por proceder de autoridad incompetente para darle, pues Cortes y Gobierno por la Constitución solamente existían y carecían de facultades para variarla en un ápice, no siendo con arreglo a las formas en ella misma prescritas, apresuráronse los ministros a abrir negociaciones para la ya urgentísima entrega de Fernando y de la isla Gaditana a los franceses. Pero si querían negociar y no entregarse a merced, o poco menos, procedían con insigne falta de tino. Pasaron sin demora a anunciar al rey que estaba libre; y como su majestad 1es preguntase si podría enviar aviso de hallarse en tal situación al campamento francés, le respondieron que sí, lo cual no bien oyó bien Fernando, cuando envió al Puerto de Santa María como mensajero suyo privado, portador e tan importante noticia, al conde de Corres, grande de España, empleado en la real casa. Consintióse en que partiese este señor antes que saliesen al mismo punto a que él iba los encargados de negociar en nombre del Gobierno. Así fue que, llegado a la misma ciudad del Puerto de Santa María el general Álava, otra vez negociador de oficio, encontró allí alborotados a franceses y españoles parciales del rey, celebrando la terminación do la revolución, que era para ellos completa victoria. Cabalmente, en aquellos mismos instantes estaban ya embarcadas numerosas tropas francesas, que, protegidas por una respetable fuerza naval, iban a hacer entre las ciudades de San Fernando y Cádiz un desembarco, cuyo éxito, casi seguro, sería dejar en poder de los invasores la mitad de la isla Gaditana. Así, Álava fue recibido como quien se presentaba con intentos de tratar de nuevo una cuestión ya resuelta. «Si el rey estaba libre (le dijeron), el Gobierno constitucional había muerto y mal podía ser oído el representante de un cuerpo ya difunto.» En medio de esto oyó el general constitucional negociador a turbas de franceses revueltas con algunos españoles, y por éstos guiadas, clamar en destemplanzas y furibundas voces: Le roi, ou l'assaut; esto es que pasase a ponerse con ellos el rey, sin condición alguna, o que se procediese a asaltar la isla. Gaditana. Volvióse, pues, Álava sin otra respuesta que la de que a nadie daba ya oídos el príncipe generalísimo francés, sino al rey de España, repuesto en el pleno uso de su autoridad soberana. Llegadas a Cádiz tan tristes nuevas, y sabedor de ellas el rey, en vez de mostrarse ensorbebecido con su victoria y resentido de las padecidas ofensas, se manifestó manso, benigno, conciliador y juicioso. Dijo a sus ministros que estaba pronto a dar un manifiesto donde declarase sus intenciones, que eran las de un perdón y olvido completo de lo pasado, y de gobernar con máximas propias de la ilustración del siglo. Extendieron los ministros el documento tal cual creían ellos que lo deseaba Fernando, y éste, si bien aprobó en general el borrador o minuta que le fue presentado, todavía insinuó ser conveniente variar algunas cosas, movido, según decía, de su deseo de no prometer sino lo que pudiera cumplir puntualmente. Así, no encubrió que, en punto a limitaciones legales de su autoridad, o digamos en cuanto a otorgar una Constitución parecida a la de Francia en aquellos días, nada podía ofrecer, porque no creía que le fuese posible desempeñar la prenda que soltase. Así, en punto a perdonar y aun a respetar a el ciertos intereses, dijo no tener dificultad, y sólo puso sobre ello ciertos reparos, con que acreditaba estar usando de su libre albedrío y ser escrupuloso para no empeñar temerariamente su palabra. De este modo, aun quienes conocían su habitual doblez y tenían presente su conducta en los años de su verdadero reinado y en los de su cautiverio, en la ocasión de que voy ahora aquí tratando llegaron a dar crédito a sus promesas. Era increíble la credulidad necia de que aparecían en aquellas horas poseídos los constitucionales residentes en Cádiz, con rarísimas excepciones. De que habría para España una Constitución igual a la Carta constitucional a la sazón vigente en Francia, pocos tenían duda; aun los que menos esperaban contaban con un Gobierno, si no limitado, ejercido de muy otro modo que en 1814, y parecido al de otras naciones ilustradas de Europa, como, por ejemplo, el de Prusia. Como no me lisonjease yo tanto, y antes, por el contrario, mirase lo por venir con tristísimos presentimientos, solían conocidos míos culparme de tétrico por demás, y aun de loco, pues ellos suponían, fuera de la causa vencida, yo nada bueno encontraba. ¿Cómo puede usted figurarse (me acuerdo que me dijo un don Gabriel García, síndico del Ayuntamiento constitucional de Madrid en 1821, y en 1823 oficial de la Secretaría de la Guerra, y que había escrito en El Espectador, y luego en El Universal, y era liberal conocido y hombre de talento); cómo puede usted figurarse, repito, que el general Guilleminot, que es de la Sociedad de los Filadelfos, y que dirige al duque de Angulema, aconseje para España un Gobierno arbitrario y protector de la intolerancia y de la ignorancia? A estas razones, que expresaban la opinión no sólo de quien las decía, sino de otros mil, hube de responder yo encogiéndome de hombros, maravillado de encontrar tal alucinamiento. Pero importaba poco para el punto principal que hubiese tan locas esperanzas, porque ni los temores más extremados podían ya aconsejar proseguir en la resistencia por huir de las resultas de la entrega a merced, siendo claro que la isla Gaditana caería al primer asalto, si no se daba sin demora a los franceses.

No tardó mucho en salir a luz el esperado manifiesto, aprobado y firmado ya por el rey. Agradó generalmente, y dio motivo a confianza, en mi concepto necia sobre manera. Me parecía, y así lo dije, que el ser demasiado lisonjero a la causa de la Constitución derribada y de los que la habían sustentado era cabalmente una prueba incontestable de su ningún valor, porque llamar el rey, como llamaba en aquel escrito, campo enemigo al del príncipe, su pariente y aliado, donde estaban asimismo sus parciales más amados, harto declaraba que había de ser el manifiesto mirado y declarado como obra todavía de su cautiverio, dictada por la opresión, y que, recobrado que hubiese el monarca su libertad, sería dada por nula. No blasono aquí de mi previsión, pues creo que al más rudo entendimiento debería no haberse ocultado lo que veía yo y decía; pero recuerdo las ilusiones de aquellas horas amargas.

Dado el manifiesto por Fernando, preparóse sin tardanza su viaje al campamento del duque de Angulema. Efectivamente, el día 1 de octubre de 1823 se embarcó su majestad en una falúa, de la que, por honrarle con el debido rendimiento, llevaba el timón, haciendo de patrón el general don Cayetano Valdés, encargado todavía del mando de las fuerzas de mar y tierra de Cádiz. Seguía al rey una comitiva numerosa, embarcada en varios botes. Cuando éstos se pusieron en movimiento, comenzaron a saludar a un tiempo las baterías de las dos contrapuestas y hasta poco antes enemigas costas, saludo que en la una era señal alegre de triunfo, y en la otra a modo del triste estruendo marcial con que se celebraban los funerales de altos personajes. Cabalmente mientras estaba retumbando el estampido de los cañonazos, me iba yo paseando por la alameda de Cádiz, desde la cual se descubre el Puerto de Santa María, y miraba yo en las aguas de la bahía la como escuadrilla de embarcaciones menores que llevaba con el rey, y su familia y séquito, la fortuna de España y de la causa en que tenía yo cifrado todo mi interés y empeñado todos mis afectos. Contemplaba aquel espectáculo, para mí tan doloroso, con los pensamientos que eran de suponer en quien se reputaba perdido, sobre estarlo las leyes y el partido político que amaba y respetaba, cuando se llegó a mí don Salvador Manzanares, ministro que había sido, y aun no dejado de serlo, de la Gobernación, y preguntándome qué había: «¿Qué ha de haber (le respondí, señalando al mar y al barco que al rey llevaba), sino eso que ahí estamos viendo?-Sí, me respondió el pobre ex ministro con alguna indiferencia; y, al cabo de una breve pausa, me hizo nueva pregunta sobre si sabía qué aguas minerales eran mejores por aquellos contornos. Admirado yo de oírle decir una cosa que tan poca conexión tenía con lo que acababa de decirle y con el negocio que debía tener a la sazón embebido todo nuestro pensamiento, pregunté a mi vez para qué deseaba saber cosa perteneciente a aguas minerales, a lo cual me respondió él que necesitaba tomar algunas y descansar algunos días. Acostumbrado como estaba yo en aquellos momentos a oír desatinos, todavía miré con asombro a aquel hombre, que, constitucional celoso, y señalado en los tres años que acababan de correr y en los anteriores por servicios que ya pasaban a ser delitos, se prometía gozar de seguridad y tranquilidad bastantes para irse a vivir pacífico y a mirar por su salud corporal, luego que el agraviado y rencoroso rey fuese restablecido en su poder antiguo y hubiese de ejercer su recobrada autoridad rodeado de personas que le forzarían a ser vengativo, aun cuando él quisiese olvidar sus propias ofensas. Me despedí, pues, sólo diciendo cuatro palabras entre dientes a Manzanares, que, en efecto, de allí a tres o cuatro días tuvo que salir de Cádiz no a medicinarse en el continente de España, sino como fugitivo y proscrito, a buscar seguridad en el destierro.

Como yo, según dejo dicho, no participaba de tales ilusiones, trataba ya de huir de mi patria, donde, si intentase quedarme, consideraba segura mi muerte en un suplicio. Pero era grande obstáculo para ponerme en camino hallarme sin dinero. De lo que había heredado de mi padre, la parte mayor estaba gastada, y lo que aún me quedaba en América, era de dificilísimo cobro. Con mi familia había gastado durante el sitio mi sueldo. Hallábame, pues, en el mayor aprieto imaginable. Acudieron, por fortuna, a darme favor algunos amigos y juntaron la corta suma que necesitaba para ponerme en Gibraltar y pasar allí algunos días, dejando a mi anciana tía e hijo algún escaso auxilio.

El día 2 fue empleado en hacer estas diligencias. Triste fue este día en Cádiz, y en él comenzaron a desvanecerse las ilusiones de los anteriores. Al volver del Puerto de Santa María y de dejar allí al rey el general Valdés, no encubrió que había encontrado las cosas con mal aspecto, y así él no se había desembarcado, sino quedádose en su falúa al entrar Fernando, que, recibido con aclamaciones donde iba, mezclado con el júbilo el no disimulado deseo de venganza, le echó al despedirse una mirada de las que amenazan y aterran, mirada a que daban más efecto el semblante y ojos de aquel príncipe, llenos de expresión maligna, donde aparecían a la par lo feroz y lo doble. Más que el modo de despedirse de los que le habían acompañado desde Cádiz significaba el silencio que siguió, pues desde el mediodía del 1 a la tarde del día 2 ninguna noticia llegó a la isla Gaditana de la contrapuesta costa, con mediar entre una y otra tan corta distancia.

Al cabo, en la tarde del 2 vino a Cádiz una real orden, dirigida a la persona encargada del mando, sin darle otro título ni reconocerle empleo alguno legítimo, y comunicándole que su majestad, deseando solemnizar el fausto día de su libertad, y señalarle con cosa que fuese en bien y gusto de sus amados vasallos, había resuelto que fuesen ocupadas Cádiz y su isla por tropas francesas. Éste tono, y la singular idea de pintar como un bien para España y un motivo de satisfacción para los españoles que guarneciesen a Cádiz los franceses que trece años antes no habían podido pisar su suelo, y que a los treinta meses de tenerla sitiada hubieron de levantar el sitio, declararon de una manera inequívoca qué suerte esperaba a los desdichados constitucionales, y cuan poco valía el celebrado manifiesto de 30 de septiembre.

No me acongojó tal novedad, porque yo la esperaba, y porque mis congojas no admitían aumento. Veíame obligado a huir de mi patria, perdida mi carrera y también perdido con ella todo cuanto había heredado de mis padres, para ir a vagar por tierras extrañas, sin recursos para vivir, fuera de los que acertase a encontrar, aprovechando mi corto o largo saber, el cual abrazaba materias más de adorno que de utilidad, siéndome, por lo mismo, difícil sacar ventajas de trabajos literarios o enseñanza de la misma clase en pueblos ilustrados donde habría de tener numerosos y poderosos competidores. Tenía, asimismo, que dejar desemparados objetos de mi más tierno amor, y entre otros, a mi hijo, a la sazón de doce años, y a mi tía, a quien miraba como a segunda madre, dependiente de mí, y entrada ya la vejez, pues contaba sesenta y seis años nada menos. En medio de esto no era seguro que pudiésemos escapar salvas las vidas. La escuadra francesa en el día 2, aun estando ya el rey libre, había aparentado estrechar el bloqueo de Cádiz, acercándose más a la playa. Ninguna comunicación del campamento francés (que ya, deshecho el Gobierno constitucional, no tenía con quién tratar directamente en Cádiz, y por esto guardaba silencio), venía a darnos luz sobre si estábamos o no destinados a ser víctimas de Fernando y de los españoles realistas.

Sin embargo, juntos ya los escasos recursos para poder emprender mi viaje, y no pudiendo demorarle, resolví salir de Cádiz al día siguiente, 3 de octubre. No era fácil encontrar barco en que efectuar mi fuga, sobre todo considerando cuan subido precio exigían algunos de los que tenían a su disposición buques de cualquier especie. Al cabo, mi amigo don Ángel Saavedra y yo fletamos uno a precio razonable, siendo el que nos cupo en suerte una barca valenciana, de Vinaroz, de poco porte. Pasada, pues, la noche del 2 al 3, entre las penas en nuestra situación consiguientes, en la mañana del 3 nos embarcamos. En aquel día, por fortuna, trocadas las cosas, la escuadra francesa se había alejado de Cádiz con la evidente intención de dar franco y seguro paso a los que de allí huyesen. Navegamos, pues, sin contratiempo, aunque no sin recelo, porque andaban por las aguas vecinas de Cádiz corsarios que habrían hecho de nosotros presa si nos hubiesen encontrado, y que sin duda nos habrían entregado al Gobierno del rey de España, lo cual era enviarnos al suplicio. Al entrar la noche quedósenos en calma el viento a la boca del Estrecho de Gibraltar, no sin trazas de venir a soplar un Levante, o sea, un viento Este, recio casi siempre en aquellos mares, y que nos impediría pasar al Mediterráneo, donde estaba nuestra salvación. Pudimos, sin embargo, aprovechar algunas ventolinas de tierra, con lo cual, cerca del amanecer, aunque apareció el temido Levante y sopló fresco, ya muy internados pudimos adelantar de una bordada sobre Ceuta, hasta dejar a sotavento el Peñón, y de la otra vuelta coger el puerto de Gibraltar. En aquella misma noche en el Estrecho casi nos abordamos con un buque superior en fuerza al nuestro, el cual, recelándose de nosotros, nos anunció hacernos fuego si de él no nos desviábamos, pero acudiendo yo sobre cubierta al oír las voces que nos daban, conocí ser la de mi colega don Joaquín María Ferrer, diputado que había sido a Cortes por Guipúzcoa, y diciéndole yo quiénes éramos, ambos buques nos unimos para protegernos mutuamente, logrando llegar al fondeadero de Gibraltar juntos. Echamos, pues, el ancla en el puerto inglés, aunque enclavado en España, cerca del mediodía del sábado 4 de octubre de 1823. En aquel día empezó mi emigración, que duró once años. Tenía en ella numerosos compañeros, y dicho sea en honra justa de las costumbres políticas de aquellos días, todos, con rarísima excepción, aun de los que habíamos servido los primeros cargos públicos, veníamos con una pobreza de que no sin razón estábamos ufanos. Por esto y por otras razones comunes a todos cuantos desterrados lo son por una causa que han abrazado y seguido con fe completa y viva, entrábamos a la par tristes y orgullosos en la dura vida del destierro a comer el pan salado ajeno, y subir las ásperas escaleras de nuestros hospedadores, según la hermosa y repetida expresión del primer poeta de Italia, sublime, enérgico y tierno autor, cuyo mérito deben sentir sobre todo los que concuerdan con él a menudo en pensamientos y afectos, por haber como él embarcádose y naufragado en el borrascoso mar de las guerras civiles.