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ArribaAbajoCapítulo XXXI

El autor visita el cantón de Alcalá de los Gazules.-Intenta pesar a Arcos y un mensajero lo detiene.-En Villamartín recibe y alienta a los representantes de varias logias.-Propone a Quiroga para ser jefe del alzamiento.-Resuelve volver a Cádiz.-El hospedaje de los Carmelitas del Valle.-Visita la logia de Medina Sidonia.-Pasa el cordón unitario.-Recursos pecuniarios de los conjurados.-El autor va a pedir su cooperación a Istúriz.-Recibe y lleva él mismo a su casa una talega de plata.


Salí de Cádiz sobre el 20 de noviembre. Llegado a San Fernando, encontré allí un hombre con un caballo que me esperaba en la batería del portazgo, donde el primero y principal, y por entonces ya casi el único de los cordones sanitarios, estaba establecido. No llevando yo trazas de persona de suposición, quebranté las leyes sanitarias bajo el amparo de mi guía, ducho en la materia, como las quebrantaban los pobres, esto es, dando una corta propina al sargento de la guardia, que no le fue entregada por mi mano.

Mi primer parada había de ser en Alcalá de los Gazules. Allí había un batallón del Ejército expedicionario, y allí, también, estaban varios de los oficiales superiores, presos el día 8 de julio en el Palmar del Puerto, siendo el de más nota por su graduación Quiroga. Pasé a hospedarme en su prisión, y vi, desde luego, cosas que probaban estar el Gobierno de España caído. Los presos estaban de derecho en incomunicación rigurosa, y de hecho no sólo en comunicación, sino aun en libertad. Yo fui a hospedarme en la prisión de Quiroga, y tuve una cama en su mismo dormitorio. Juntábase allí una tertulia, se jugaba al tresillo, se hablaba, y cuando no había extraños, se llevaban adelante los trabajos de la conjuración completa. Ni paraba aquí el escándalo. Quiroga era aficionado a jugar al billar, y gozaba de esta diversión en el público, que estaba en una calle principal del pueblo. Desde allí, asomándose a la puerta con el taco en la mano, veía pasar y saludaba a la guardia que iba a custodiarle, cuyo comandante llevaba estrecho encargo de no consentirle que hablase con persona alguna o recibiese papeles. Y nótese que en el batallón de España, residente en Alcalá de los Gazules, no todos los oficiales eran conjurados o masones, faltando esta calidad en alguno de los comandantes pero en todos era común la opinión de que aquellos presos, siendo como eran reos de Estado, no podían recibir trato menos indulgente.

Mi estancia en Alcalá se dilató uno o dos días. Esperaba allí noticias para encaminarme a otro punto más en el centro de los acontecimientos, donde acudirían a tener vistas entre sí y conmigo representantes de varias logias. Ciertas conversaciones en aquella primera parada de mi viaje me persuadieron de que sería posible lo que menos lo parecía, y era dar con quien se encargase de hacer de general en el alzamiento.

Esto a que se resistían todos, Quiroga lo deseaba. Insinuómelo como puede insinuarse semejante deseo, y yo, conociendo que hacía falta uno que se titulase general, fuese quien fuese, en mi interior formé el proyecto de satisfacer la ambición de aquel que lo pretendía, sin que nadie, no ya le disputase la pretensión, sino se aviniese a recibir la misma peligrosa dignidad si con ella se le brindase. Poco más que formar este proyecto pude hacer en aquel lugar. Presidí con todo una logia para recibir un nuevo hermano, en circunstancias que retratan la naturaleza de los tiempos.

Fue el lugar de nuestra Junta una cueva de poca profundidad, abierta en el cerro donde está situada la villa de Alcalá de los Gazules; mi asiento, una piedra, quedándose los demás en pie; la hora, la mitad, del día, y el aparato del recibimiento, ninguno; practicáronse, sin embargo, algunas de las ceremonias usadas en tales ocasiones, pero todo ello aparecía lo que era, mera junta de conjurados a quienes la masonería servía de instrumento, y en quienes el entusiasmo daba valor a los ritos, ya fuesen practicados con algo de pompa teatral, ya con desnudez acaso más significativa. Al fin salí de Alcalá y me encaminé hacia Arcos de la Frontera, donde estaba el cuartel general del Ejército. Mandábale a la sazón don Félix Calleja, que había hecho su carrera principalmente en América con próspera fortuna y lucimiento, y merecido a su vuelta a España el título de conde de Calderón, en premio de una victoria ganada en el virreinato de Méjico, en el lugar del mismo nombre. Aunque gozaba este general de buen concepto, siendo reputado hombre muy idóneo para mandar la expedición, una vez llegada a las lejanas tierras que iba a conquistar, era poco a propósito para salvar al Gobierno español del peligro que le amenazaba de parte del Ejército expedicionario, cuya situación no conocía, teniendo de los sucesos de la conjuración poco antes sofocada sólo ideas vagas y confusas. A sus órdenes, y al frente de su Estado Mayor, servía el mariscal de campo don Blas de Fournaz, francés de nacimiento, pero entrado desde su juventud al servicio de España; acreditado en la guerra de la Independencia por su conducta en el Ejército de Cataluña; valeroso y tal vez de alguna habilidad en su profesión militar, pero nada entendido en materias políticas, y tan corto en alcances, que habiendo estado al lado del conde de La Bisbal en la mañana del 8 de julio, en el Palmar del Puerto, y en los días, inmediatamente anteriores y posteriores, nada había comprendido o podido averiguar de aquellos sucesos, Y. por consiguiente, servía poco al conde de Calderón para enterarle de lo que era necesario que supiese. En la plana mayor del Ejército, muchos eran participantes en la trama renovada, como lo habían sido en la antigua, y éstos vivían en acecho de los pasos del general, informando a sus amigos y cómplices de cuanto ocurría, y cuidando al mismo tiempo de estorbar que llegasen a la autoridad superior informes de lo que contra el Gobierno se estaba tramando. Aun así, no dejaba de haber por parte de los que mandaban algún cuidado, que les hacía estar de vigilancia; pero siendo tan vago aquél y tan desacertada ésta, que ni con un solo hilo tropezaron de los que se estaban cruzando por todas partes. Podía, sin embargo, una imprudencia nuestra servir de mucho a nuestros contrarios, porque tropezando con alguno de nosotros podrían conocer más o menos la situación del lugar donde estaban a oscuras. Por esto habría sido peligrosa mí ida a Arcos, donde bien o mal estaba al frente de una Policía un oficial llamado Espada, celoso de la causa del rey, si bien no agudo. A Arcos, sin embargo, me encaminaba ya, aunque dudoso de si me convendría entrar, cuando yendo de viaje por la desierta campiña divisé viniendo hacia mí un oficial con su asistente, y llegando más cerca uno de otro, conocí ser el de Artillería Bustillos, amigo mío, de quien creo que antes he hablado. Apeóse y vino a mí, declarándome que no traía otro objeto que el de encontrarse para impedir mi entrada en Arcos, la cual me pondría en grave riesgo de perderme, llevando consigo la ruina de la conjuración entera. Sólo quien ha vivido en estos lances y quien anduvo en ellos cuando, sobre otros atractivos, tenían el grandísimo de la novedad, es capaz de conocer cuánto excitan la imaginación y los afectos estos sucesos de peligros, encuentros y misterios, todo ello en un empeño de la primera magnitud y cuando el exceso del celo impide el influjo del interés y de a la ambición el carácter de pasión noble. Pronto hicimos nuestro plan nuevo. Pasamos la noche en la casa de una viña, a alguna, bien que no larga distancia de la ciudad, donde el amo, llamado el tío Zalazar, nos hospedó con cariñoso agasajo, imitándolo su familia, buenas gentes todas ellas y nada recelosas del objeto que por allí nos llevaba, no sospechando que hubiese en el mundo conjuraciones. Dormí allí, sin más cama que el suelo cubierto de paja, pero me entregué al sueño muy regaladamente. Con el amanecer del nuevo día volvimos a nuestro viaje. Pensamos primero en ir a Bornos, que era el pueblo más cercano; pero algunas razones nos disuadieron de ello, dándonos a temer que no sería allí completa nuestra seguridad, por lo cual determinamos ir a parar a Villamartín, donde apenas había motivo de temor, estando allí algunos de nuestros más celosos compañeros. En Villamartín me detuve tres o cuatro días, que no pasaron desaprovechados.

Circulándose la noticia de mi llegada, acudieron a verse conmigo representantes de las logias militares que había en los pueblos vecinos. Dime yo mucha importancia, ejerciendo mi cargo de visitador; hice alarde de mi alta dignidad masónica; presenté mis papeles, recalqué mis títulos y ponderé el poder del Soberano Capítulo, por el cual venía diputado. Fui creído, porque al cabo, sabiendo mi buen empleo, nadie creía que yo me aventurase tanto sin contar con fuerza que diese probabilidad de triunfo a la empresa en que tanto me comprometía. Tuve que responder a muchas preguntas, sobre si había en Cádiz dinero o si estaban entre nosotros muchas gentes de suposición de la ciudad; curiosidades que yo satisfacía con palabras preñadas, aunque nada veraces, no del todo mentirosas, dándome motivo para no hablar más claro el misterio en que, según las reglas de la sociedad masónica, deben envolverse las autoridades superiores. Bien hube de portarme, porque es lo cierto que llené de aliento y de esperanza a cuantos asistieron a aquellas conferencias. Tratóse en ellas del nombramiento del general, y yo propuse, que pues ninguno de los que lo eran quería tomar a su cargo el papel de caudillo en la ejecución de la proyectada empresa, creásemos uno que debiese a nuestra elección su grado. Aún pasé adelante, pero esto no en público, sino en particular a algunos de mis amigos, e indiqué que convendría que el nombramiento recayese en Quiroga. Algún asombro causó mi propuesta, pero yo la sostuve con no malas razones. Era coronel, aunque graduado, y de los compañeros que nos quedaban pocos tenían grado, igual y ninguno superior, salvo el brigadier don Demetrio O'Daly; pero éste, a la sazón, estaba preso en el castillo de San Sebastián de Cádiz, y por consiguiente no podía hacer de cabeza en el rompimiento y en los casos que inmediatamente le siguiesen, sin contar con que de seguro él no quería tomar el mando supremo, aunque sí una parte correspondiente a su clase en aquella tentativa. Quiroga, además, había probado tener cierto don de mando en el del batallón de Cataluña, por el cual había estado querido con idolatría. Por último, y éste era mi principal argumento, de los conjurados presos o libres de grados superiores que hasta entonces habían hecho papel en la conjuración, él solo se mostraba codicioso del mando, negándose los demás a aceptarle cuando se les ofrecía. Quedóse aquí mi propuesta, no habiéndose de ser la elección hasta pasado algún tiempo, y tocando dar su voto en ella a todas las logias. Conseguido ya el objeto de mi viaje, que era el de infundir ánimo y dar a entender que se contaba con auxilios, única cosa necesaria para dar efecto a la fuerza de que éramos dueños, emprendí mi vuelta a Cádiz.

Mi primera parada fue en casa del tío Zalazar, a quien había cobrado buen afecto. Cogióme la noche de aquel día cercano a un convento llamado del Valle, de los que solían tener los carmelitas descalzos en los parajes alejados de las poblaciones y apellidados desiertos. Estaba situado aquel pobre edificio en un lugar delicioso, donde terminando una sierra áspera, si no elevada, se abre a la vista un delicioso valle donde corre el río Majaceite, hecho en época posterior famoso por un suceso notable de los de nuestras guerras civiles. Había yo oído hablar mucho del buen hospedaje que daban aquellos religiosos, que vivían con cierta especie de regalo, según era común fama. No obstante lo mucho que tenía de incrédulo y de enemigo de las órdenes monásticas, lo que en mí había de poético daba cierto hechizo a aquella residencia, y a aquella gente que en su retiro sacaba partido de la soledad, haciéndola agradable en cuanto serlo cabe. Por mil razones, pues, tenía por seguro que pasaría una buena noche en el convento. Así fue que, llegando a él ya bien entrada la noche, dejé en la vecina casa de un yegüero mí cabalgadura y al hombre que conmigo venía, y llamé a la puerta del convento. Admiró mi llegada; preguntáronme de adentro quién era y qué quería, y respondí pidiendo hospedaje. Diéronmele, aunque a las claras de mala gana, no tanto por falta de voluntad cuanto por su pobreza, que no les consentía recibir huéspedes. A poco de haber entrado ya estaba de veras arrepentido de haber elegido aquel lugar para pasar la noche. Fuese lo que fuese el convento, antes de la dominación francesa y en los días felices para los monacales, ello es que desde su repoblación, en 1814, estaba en una situación lastimosa. En mi vida he visto hombres más rudos y toscos que los pocos pobres frailes allí encerrados. Puesto con ellos en cotejo el tío Zalazar, sabía mil veces más lo que pasaba por el mundo. Pedí alguna cosa de cenar, y viéndolos apurados porque nada tenían, insinué que me contentaría con unas sopas. Pasaron a hacérmelas, y como estuviese escasísimo el aceite, el fraile cocinero escurrió en la cazuela el candil, con su correspondiente trozo de pavesa. Tras de esta regalada comida, en probar la cual acredité la fortaleza de mi estómago, pasé a una cama correspondiente, hecha en el suelo en una como cueva húmeda llena de trigo. No bien apagué la luz, que hubo de ser pronto, por no prometer ella larga duración, me quedó a disfrutar de aquel asilo entre tinieblas en la larga noche del 29 al 30 de noviembre. No tardé en notar que tenía nada grata compañía, compuesta de unos gusanillos que cría el grano y que se me metían en las narices, en los oídos y en los ojos, y de un crecido número de ratas, animales mirados por mí con frenética aversión, y que pasearon más de una vez por encima de mi cuerpo. Al fin llegó el día, y con él mi redención de aquel durísimo cautiverio. Saludé a los pobres frailes en despedida, y los socorrí con alguna limosna. Volví la espalda renegando de mi idea de haber tenido tal capricho, y desengañado del pensamiento vulgar respecto a las comodidades de que disfrutaban los frailes, cuya vida, salvo en algunas excepciones, era dura, bien que como los del convento del Valle pocos podrían pasarla.

Al caer la tarde del día siguiente, estaba de nuevo en la prisión, o dígase en el alojamiento de Quiroga. Sólo pasé allí una noche, urgiéndome volver a Cádiz. Pero a mi vuelta pareció oportuno y aun necesario a mis amigos que visitase la logia del batallón de la Corona, acuartelado en Medina Sidonia. Este paso era para mi peligroso, pues sin contar con que seguían allí mi tía y mi hijo, a los cuales no vería, y de quienes, aun viéndome, sabía que guardarían secreto en punto a mi presencia, en aquella ciudad era yo conocido de casi todo el mundo, estando más o menos emparentado con las personas de alguna suposición, y no ignorando quién yo era las de la clase media, y aun muchas de las bajas. Hube de esperar para mi entrada que fuese muy de noche. Avisados algunos de los oficiales hermanos de que debía llegar, salieron al campo a recibirme, y apeándome yo de mi caballo a algún trecho de la población, entré con ellos a pie, sin que reparase en mí persona alguna. Pasé bien aquella noche, presidí una logia y recibí en ella masón a un oficial llamado don Miguel Bádenas, célebre por su humor festivo y alocado, por el cual se había hecho famoso hasta en el bullicio de Madrid, y a quien después tocó figurar en algunos actos del ya efectuado levantamiento. Salí de Medina al amanecer sin ver a mi hijo, prohibiéndomelo la prudencia. Quedábame pasar el cordón para entrar en la isla Gaditana. Creíalo cosa fácil, pues no suponía que hubiese rigor para impedir pasar del país sano al que no lo estaba aún del todo, cuando del enfermo al sano había podido trasladarme tan fácilmente, sin riesgo de llevar el contagio. Pero hablando yo de ello con el hombre que me acompañaba, y en cuyo caballo venía montado, me dijo, con gran sorpresa mía, que había todavía más riguriá (rigor) para no consentir ir en busca de la epidemia, que para sacarla y comunicarla. Malo era esto, porque no iba preparado a vencer obstáculos imprevistos. Agregóse que mi compañero, bien enterado del estado de las cosas, me informó de que tocaba aquel día estar de guardia en el cordón a un sargento o cabo malismo, según su sentir; hombre tan malo, me añadió, que había juntado la guardia y dicho a los soldados que, pues, el rey les daba su paga y pan, de nadie debían recibir dinero para dejarle pasar. Admiré yo de pronto cómo, en su moral errada, aquel pobre ignorante calificaba de malo a quien tan rigurosamente cumplía con su obligación; pero bien pensado, he visto que, aun para las gentes instruidas, suele ser malo lo que les estorba el cumplimiento de sus deseos. En esto llegamos al cordón, no ya sin inquietud mía, pues en quien está metido en empresas peligrosas y grandes, infunden y deben infundir gran cuidado incidentes pequeños, de aquellos que en circunstancias ordinarias causan molestias que se pasan pronto, y en las extraordinarias pueden producir el malogramiento o el descubrimiento de los proyectos mejor concertados o más ocultos. ¿Qué sería de mí, y qué podría sobrevenir quedándome yo sin poder pasar a Cádiz, o siendo encontrado en el acto de intentar atravesar el cordón? Embebido en estos pensamientos, me acerqué al lugar donde hacían alto los que se quedaban fuera.

Apenas pagué al hombre, le dejó su caballo y le rogué que se estuviese a la vista por si necesitaba irme con él de retorno. Sin saber qué hacer con el sargento o cabo de cuya integridad, que para nosotros era maldad, ya he hablado, estaba yo parado junto al glacis de la batería. Parece patraña lo que voy a contar; pero es la verdad pura, como todo cuanto refiero, y prueba qué casualidades sacan de pasos apurados. Paseaba la centinela por el camino cubierto, y yo al borde de él, en el glacis, me había sentado en el suelo y seguía inmóvil. Acordéme de pronto de lo que había oído contar del famoso fraile escritor que con el título de El Duende se hizo tan notable en la corte de Felipe V, y cómo estando preso y quedándose sólo la centinela, en un momento de estar abierta la puerta se había ido para el soldado, puéstose a su espalda, seguídole casi cosido a su cuerpo, pero sin ser sentido, dando la vuelta con él, echado a huir mientras caminaba al lado opuesto la centinela, dada la media vuelta. Ocúrreme hacer algo parecido; observo, veo que nadie me advierte y que la centinela también me volvía la espalda en su paseo. Hago un movimiento de pronto, hecho los pies hacia el camino cubierto desde el glacis, caigo al suelo, póngome en pie, y cuando la centinela volvía échome de bruces sobre el borde del camino cubierto, mirando hacia el lugar de que había venido. Paisano, atrás, ahí no se llega, dijo la. centinela, juzgando que era de los de adentro y que me acercaba a la línea del cordón más que lo que debía. No me lo dejé decir dos veces, sino que aprovechando equivocación tan feliz, buscada por mí, y hallada con tan buena fortuna, eché a correr hacia la ciudad de San Fernando. Dos días después recibí mi hatillo, dejado fuera, y que pasó el cordón cuando hubo de guardia gente no tan mala como con quien yo tenía que habérmelas.

Mi vuelta Cádiz fue triunfante. Había encontrado las cosas en buen estado, y mis esperanzas entonces, más alegres que en otra época alguna de mi vida, eran superiores aun a lo que prometían, bien consideradas las cosas. Desde mi regreso, las comunicaciones entre el casi imaginario Soberano Capítulo y el Ejército fueron muy frecuentes. Casi extinguida la epidemia, sí aún existían los cordones, era para que se quebrantasen mucho más que se hacía cuando el miedo en muchos movía a respetarlos o a exigir que otros los respetasen. Veíase próximo el momento de llegar el Ejército a Cádiz y sus inmediaciones, y no lejana la salida de la expedición, si el levantamiento no se ponía de estorbo. No había, pues, tiempo que perder. Por causas de que no me acuerdo hízose necesario enviar de nuevo un visitador al Ejército, Y esta vez fue Vallesa. Detúvose pocos días, y volvió con buenas noticias en cuanto a estar adelantados y seguir animosos y activos los trabajos. Pero lo que hacía falta era dinero para el rompimiento. En el Ejército nos suponían dueños de toda la riqueza de Cádiz, y la que teníamos los conjurados era corta, pues la parte de mi caudal que no tenía en América estaba expirando, y si Montero no era pobre, no tenía para sostener revoluciones, al paso que los demás que seguían al frente de la conjuración en Cádiz casi nada poseían. Mendizábal sabía esto bien, pero allá en el Ejército mantenía las ilusiones, daba de lo suyo cuanto podía y nos exhortaba a buscar de cualquier modo, si bien él, enterado de cuántos y quiénes éramos, lo estaba de la escasez de nuestros recursos. Montero se desprendió de cuarenta mil reales, suma para él crecida. Olegario de los Cuetos se fue a un comerciante, su amigo, con quien tenía algún crédito, y sobre su responsabilidad, para negocio suyo privado, le pidió mil pesos fuertes, que le fueron dados, y puestos por él inmediatamente a disposición de la empresa. Supimos que por aquellos días había vuelto de Lisboa a Cádiz Istúriz, persuadido de que ya para él había pasado el peligro. Vivía (según nos informaron), si no en apartamiento de sus amigos, con cierta cautela y reserva, muy retraído de los negocios políticos, cual convenía a la situación, estando, por demás, desconfiado en punto a que pudiese hacerse con cortos medios y sin cabeza lo que con muchos, y estando el conde de La Bisbal puesto al frente, había tenido un paradero tan lastimoso. Diputáronme, sin embargo, para verle y pedirle dinero, creyéndole nosotros, como todos, dueño de grandes caudales, que no tenía. Como yo en Cádiz salía de noche y recatado, fui a hora poco después de anochecer a verme con él, mi conocido, todavía más que mi amigo, aunque mi hermano. Nunca había sido concurrente a su casa, y su entono me disgustaba, chocando su orgullo con el mío. Presentéme y expúsele lo que había y lo que de él se solicitaba. Recibióme con el desprecio cortés que en él es común, harto más ofensivo cuanto no provoca de pronto a quejarse de él como de una ofensa. Ridiculizó la conjuración, pareciéndole temerario que oficiales sin general y paisanos sin dinero o influjo en Cádiz pensasen todavía en hacer lo que se había malogrado a personas dueñas, por muchos títulos, de un poder crecido. Para no ofenderme alabándome de talento, me dijo que en mí la revolución se había hecho una monomanía, y que la tenía en las narices, para no ver más que a ella, y verla a todas horas. Respondía yo como mejor podía a cosas que por más de un lado me lastimaban, reprimiendo mi enojo, porque tal era mi fanatismo entonces, que habría dejado quizá que me maltratasen, a trueco de lograr medios por donde se coadyuvase al levantamiento. Al cabo, a mis reiteradas instancias dijo Istúriz que me daría mil duros, pero sólo a mí, y por consideración a mi persona, y no a un proyecto sin visos algunos de parar más que en tragedia si, como era de temer, antes no se quedaba en farsa. Al fin de la conversación insinué yo a Istúriz que a nadie como a él tocaba hacer sacrificios en aquella hora, pues, de no llevarse a efecto el proyecto nuevo, corría su persona peligro, por su participación en el pasado. Rióse de esto con la risa más burlona y despreciativa, y me afirmó que de eso no tenía el menor cuidado, porque no le habría vuelto a España sin saber que podía hacerlo con seguridad completa. Ya muy amostazado, yo tomé también tono algo irónico para preguntarle si se juzgaba tan seguro, dando en mi expresión y tono señales de creerle equivocado en su confianza. Seguro, me respondió con grave dignidad; y de modo, que habría sido ofenderle insistir en la manifestación de mis dudas. Me retiré, pues, no poco descontento de aquel a quien había de mirar largos años como a uno de mis mayores amigos, profesándolo un afecto por él correspondido, aunque a veces con tibieza. Lo que me consolaba era haberle sacado mil duros, menos que lo que me prometía, pero algo al cabo, y para sus circunstancias reales y verdaderas no poco, si bien no era su sacrificio igual al que hacían personas mucho menos acomodados. Debe, con todo, tenerse en cuenta que él creía tirar a la calle aquel dinero, al paso que otros se prometían de la inversión del que daban grandes ventajas para su patria o para la empresa en que veían cifrado el bien público.

El día siguiente era el de Navidad. En su mañana había de entregar Istúriz el dinero a mí en persona. Urgía tenerle. Yo era conocido de todo el mundo en Cádiz; mi estancia allí, si sabida de muchos, de oculto y en general ignorada, y mi presentación sería peligrosa a mi persona, y más a nuestro proyecto. No obstante, forzoso era arrojarme a la calle en la mañana de día tan festivo, con hermoso sol, que convidaba a gozarle, y claridad suma para verse los objetos. La casa de Istúriz; estaba situada en la plaza de San Antonio, lugar el más público de Cádiz. La en que yo residía, muy cerca, y haciendo frente a la espalda de la parroquia de San Antonio, que está en la plaza de su nombre. Estaban, pues, compensadas las cosas, pues había poco trecho que andar, pero por sitios muy concurridos. Me embocé en mi capa hasta los ojos, me calé mi sombrero con un gorro negro debajo hasta las cejas, y con traza de convaleciente de la epidemia, me fui veloz a casa de Istúriz. Este, riéndose de mi presencia y de mi fanático celo, aunque aplaudiendo el último, me entregó el dinero, pero diciéndome que sentía dármele en plata, aunque en aquel día le era imposible encontrar oro, y tampoco quería buscarle por no excitar sospechas. Hube de resignarme, aunque no era corto empeño llevar el peso de una talega debajo de una capa, a pulso, y más hombre de tan pocas fuerzas como las mías. Salí a la calle, huí de la plaza de San Antonio, aunque rodeando un poco, entréme en una calle estrecha y de poco tránsito, y seguí embozado y cojeando; pero me faltaron enteramente las fuerzas, y en breve me vi a punto de caérseme mi carga. Trasudaba, temblaba, y no podía impedir el fracaso. Pronta la imaginación, aun en la rapidez de aquel lance, me representó las consecuencias de mi próxima caída, o la de la talega. Un hombre embozado, con mil duros encima, escondiéndolos, en día tan festivo, en que ningún negocio se hace, era más que sospechoso. De verme venir al suelo o caérseme el dinero, se seguiría sin falta juntarse gente, cuando menos detenerme la Justicia, examinarme.

Descubriríaseme, pues, en Cádiz en tan raras circunstancias, cuando si bien confusamente, algo se recelaba de haber una conjuración pendiente, y cuando a tantas personas era notorio estar yo en ella complicado. Todo esto se me representó en la mente de pronto. En mi angustia corporal y mental, saqué fuerzas de flaqueza, hice un esfuerzo desesperado, cogí y apreté con los dientes el embozo de la capa, apoyándome en el zócalo, algo saliente, de una pared, mejoré la posición de la talega llevada a pulso, arranqué de nuevo, y entre corriendo y tropezando, no sin parecer singular figura a los que me veían, logré llegar al poco distante lugar de mi residencia. Al entrar en el portal de la casa, donde, como en las de Cádiz habitadas por una sola familia, hay segunda puerta cerrada, que da al patio, al querer lanzarme al cordón de la campanilla, rendido ya, vine al suelo de boca, y quedé abrazado, con el dinero caído debajo. Di gritos que fueron oídos dentro de la casa. Salieron, asustados, al oírme gritar; y visto aquel espectáculo extraño de mi persona, tendida boca abajo, abrazado de la talega, que con mi cuerpo escondía, tendíanse de risa los que acudieron, principalmente el viejo Vega, que me estaba esperando con otros. Pero con el reírse entró el pensar en el peligro que había corrido, por ser ridículo, no menos evidente. Así, un hombre con un buen empleo, en carrera de gran lucimiento, donde tenía seguros mis ascensos a puestos de los de mayor honra y provecho, gozando todavía de conveniencias medianas, se sujetaba a tales azares y trabajos, poseído de ciego celo de la causa en que se había empeñado con tanta vehemencia. Lícito me ha de ser decir que no eran, por cierto, razones de propio interés los motivos de mi conducta en aquellos días, si émula, si reprensible, hija por lo menos de pasiones, aunque arrebatadas, generosas.




ArribaAbajoCapítulo XXXII

Los principales promovedores de la revolución de 1820.-El autor se reúne en el Puerto con Mendizábal y pasan juntos a Jerez y Las Cabezas.-Carácter, antecedentes y condición de Riego.-Plan combinado para el alzamiento.-Singular exigencia del jefe de un batallón.-La proclama que debía dirigir Quiroga el Ejército.-Vuelta a Cádiz.-Prisión de Istúriz.-Ansiedad y temores.-La primera noticia del alzamiento.-Incertidumbre sobre la completa realización del plan. Indecisión de los conjurados de Cádiz y causas que la motivaron.


El día después del en que hubo este lance ridículo, presentándose de repente en mi casa una persona, me trajo un recado de Mendizábal, a fin de que pasase inmediatamente al Puerto de Santa María, donde me esperaba. Era ésta la vez primera que le veía después de haber él entrado en nuestros trabajos. Pero uno y otro hasta entonces habíamos contribuido en gran manera a atraer las cosas al estado en que estaban, ayudándonos bien varios, así militares como paisanos, a los cuales, conseguido el triunfo, no cupo una parte de las principales en sus glorias o en sus provechos. Entre éstos, merecían ser puestos Montero, Vallesa, y aun Cuetos, ya citados, Bustillos, Bertrán de Lis (hijo), Pérez y algunos más que no nombro por no servirme, como desearía, mi memoria.

Junto yo con Mendizábal, pasé a Jerez, y de allí a las Cabezas de San Juan. Estaba ya cercano el rompimiento y nombrado el general que había de serlo en la empresa, saliendo elegido Quiroga. En las Cabezas de San Juan estaba el batallón de Asturias, al cual tocaba, así como al de Sevilla, acantonado en Villamartín, hacer uno de los actos más difíciles en el proyectado alzamiento, pues habían de caer sobre Arcos, prendiendo al general conde de Calderón y a todos los jefes principales. La comandancia del batallón de Asturias había recaído en un personaje cuya fama, empezando en momento inmediatamente posterior al de que hablo, fue después de las más subidas, viniendo a figurar por los hechos en que tuvo parte, y por trágico fin, entre los primeros personajes en los anales de España. Trato de don Rafael del Riego. Ya hice de él mención al contar que yendo con el conde de La Bisbal, en la noche del 7 al 8 de julio, procuró dar aviso y poner en armas a sus compañeros para que evitasen la prisión que los amenazaba, acto a que hubo él de contribuir, pero forzado y solo, en cuanto iba con los que al conde seguían. La vida de Riego, hasta entonces, no había sido conocida. Citábase, sin embargo, una acción de su juventud, que le era honrosa. Siendo guardia de la real persona en 1808, acudió a campaña y entró de ayudante del general Acevedo, como él hijo de Asturias, y habiendo el mismo general quedado malherido en la batalla de Espinosa, al retirarse en un carro, fue abandonado de todos, menos de Riego, el cual permaneció a su lado, dándole alcance los franceses, hasta que le vio perecer, asesinado por los enemigos victoriosos, en cuyas manos cayó, siendo Riego llevado prisionero a Francia. En su prisión pasó casi todo el tiempo que duró la guerra de la Independencia. Vuelto a España, y empleado en el Ejército expedicionario, había entrado en la masonería y en la conjuración, pero haciendo un papel de poco viso en la una y en la otra. La casualidad le llamaba al primer puesto, y él tenía algunas de las cualidades necesarias para distinguirse en acciones que pedían resolución violenta y valor arrebatado. Como en otro escrito mío he dicho, pintando el carácter de este personaje célebre, tenía Riego alguna instrucción, aunque corta y superficial, no muy agudo ingenio ni sano discurso, si bien no dejaba de manifestar del primero algunos destellos, condición arrebatada, valor impetuoso en los peligros, a la par con escasa fortaleza en los reveses y con perenne inquietud, constante sed de gloria, la cual, consumiéndole, procuraba satisfacerse, ya en hechos de noble arrojo o de generoso desprendimiento, ya en puerilidades de una vanidad increíble. Sus modales, siendo bien nacido y no mal criado, eran algo toscos, contribuyendo a hacerlos tales su impaciencia. En la época en que vine yo a verle y a conocerle, estaba señalándose entre los conjurados de su clase por su actividad inquieta y por su celoso deseo de no desperdiciar el tiempo. Había contraído estrecha amistad con Mendizábal, estimándose mucho uno a otro, quizá por tener una calidad común, que era la de no poder estarse parados. El objeto de aquella visita nuestra era concertar algunas de las operaciones futuras, urgiendo ya darles principio. Pasamos la noche del 27 al 28 de diciembre levantados, escribiendo planes, o ya de antemano formados y hasta extendidos o discurridos de pronto. Tres eran los movimientos principales que habían de hacer las tropas del Ejército al llevar a efecto el alzamiento. El batallón que mandaba Riego, según antes he apuntado, había de ponerse en marcha desde las Cabezas, sin expresar adónde iban, y había decaer sobre Arcos entrada la noche del 1 al 2 de enero de 1920, al tiempo que el batallón de Sevilla, desde Villamartín, había de imitarle puntualmente hasta venir a encontrarse con él delante de la misma ciudad donde residía el cuartel general del Ejército; y lograda la reunión de ambos cuerpos, y aun disponiéndose la venida al mismo lugar de algún otro desde diverso punto, ayudando los conjurados, que estaban prontos dentro de la población, ésta había de ser entrada; los generales presos, incorporadas a las tropas levantadas las que guarnecían a Arcos, de las cuales no se dudaba que quisiesen participar en la comenzada empresa, y declarado el intento de la conjuración, que por entonces se reducía a negar la obediencia al Gobierno, calificándole de odioso despotismo, y a pedir la creación de otro popular, según lo que diesen de sí las circunstancias y según lo que determinase la Nación, junta en Cortes. Es de notar que si había entre nosotros quienes deseasen el restablecimiento de la Constitución de 1812, no estaba resuelto promulgarla, a lo menos inmediatamente. En convertir a España en república nadie pensaba, y pocos creían o querían que siguiese en el trono el rey Femando; pero en qué basas había de estribar la monarquía nueva, qué formas debería tener su constitución, y a quién convendría trasladar el cetro, quebrado en manos del que lo estaba empuñando, eran puntos en que pocos veían o tenían formada opinión de lo que se debía resolver. Volviendo a la cuestión de los movimientos militares, por entonces la única importante o de importancia urgente, el segundo de los proyectados, o igualaba o excedía en valor al primero. Había de empezar en Alcalá de los Gazules, casi en la hora misma que en Villamartín y en Las Cabezas, tomando las armas el batallón de España, sacando de su prisión a Quiroga, y poniéndose a su obediencia y encaminándose en seguida a Medina Sidonia, donde el batallón de la Corona estaría esperando, de tal manera dispuestas las cosas, que la llegada a esta última ciudad se verificase poco después de entrada la noche. El batallón de la Corona, mandado por un oficial de confianza, y cuya logia era numerosa, se agregaría al de España sin demora, y juntos ambos cuerpos, y aprovechando una noche larguísima en aquella estación, habían de encontrarse juntos al despuntar de la nueva aurora en las cercanías del puente de Zuazo o de la batería del portazgo, adelantada algún trecho del puente. Estas líneas, famosas en la guerra de la Independencia, por haber sido barrera imposible de ser forzada aun por el poder gigante de Napoleón, habían de ser vencidas entrándolas por sorpresa, pues estaban tan mal guardadas cuanto cabe estarlo, no habiendo en las autoridades militares de los varios puntos de la isla Gaditana el menor recelo de que a ella pudiese aproximarse fuerza alguna enemiga. Dueños los sublevados del puente, y por consiguiente de la ciudad de San Fernando, habrían de adelantar alguna fuerza sobre Cádiz, donde varios de los conjurados estarían preparados a recibirla. Sólo guarnecía a Cádiz el batallón de Soria, la mayor parte de cuyos oficiales era participante en la conjuración; y en cuanto a los soldados, no cabía duda de que en este cuerpo, como en todos, siguiesen la voz de sus oficiales, porque sobre los hábitos comunes de obediencia, los estimularía saber que aquella empresa tenía por forzosa consecuencia impedir que se embarcasen, cosa mirada por ellos con indecible repugnancia. Por último, había de haber tercer movimiento de tropas hacia Osuna, figurando en él principalmente la Artillería, concurriendo al mismo punto, declarados por la causa común, varios cuerpos, situados en lugares más o menos inmediatos, y tomando el mando de aquella fuerza don Miguel López de Baños, una de las personas con quienes más se contaba. A estas fuerzas, así juntas y levantadas, tocaba aproximarse a Cádiz, ciudad que con su isla debía estar a aquella hora en poder de los sublevados. Además de estos tres movimientos principales, estaban dispuestos otros de inferior importancia, hechos por cuerpos que, por su situación, a ellos no podían concurrir, desde luego. Todos se referían al plan general, del cual se ve que la ocupación de Arcos, con la destitución y prisión de la suprema autoridad del Ejército y la entrada y posesión de la isla Gaditana, eran los puntos capitales. Qué había de hacerse, establecida ya en Cádiz la rebelión, en lo relativo a formar un Gobierno provisional, era materia en que los militares no pensaron entonces y de que no tratamos en aquella hora, teniendo sobre ella concebidos, aunque no maduros, nuestros proyectos los que estábamos dentro de la ciudad, proyectos en que, como bien se puede conocer, la ambición de cada uno, más o menos disfrazada, hasta a sus propios ojos tenía no pequeña parte.

Amanecido el día 28 de diciembre, nos dimos algunas horas al descanso, que fue, sin embargo, breve. En aquel día volvióse a tratar del asunto que embebía toda nuestra atención, y que tratábamos con el ardor correspondiente a hombres empeñados en tan arriesgada empresa. No dudábamos, sin embargo, de la victoria, porque nos creíamos dueños del Ejército entero. En medio de esto, un incidente ocurrido aquel día pudo contribuir, si no a desvanecer nuestras esperanzas, a convencernos de que era razón rebajar de las más lisonjeras alguna parte. Vino a Las Cabezas, llamado por nosotros, el comandante de un batallón acuartelado en un pueblo poco distante, hombre, si no de los más ardientes y resueltos en favor de la causa común, al cabo masón y conjurado. Llegado que fue a verse con Riego, éste le enteró de lo dispuesto y de la parte que en su ejecución le estaba señalada.

Oyólo todo el recién venido con serenidad, sin manifestar repugnancia ni entusiasmo, y se mostró pronto a hacer con las tropas de su mando lo que de él se exigía; pero declaró que sólo necesitaba una cosa para el cumplimiento de su promesa. Creyendo nosotros qué pediría algún dinero para dar una corta gratificación a sus tropas, u otra menudencia de igual o parecida clase, nos apresuramos a excitarle a la manifestación de su deseo, casi seguros de poder satisfacerle. Pero fue indecible nuestro asombro al oírle pedir una orden del general para emprender su movimiento. Como el general lo era por el rey, y como a deponer al primero y alzarse contra la autoridad del segundo iba encaminado el proyectado movimiento, tal petición era la cosa más singular imaginable. Así se hubo de hacer presente al que pedía tal imposible; pero sin alterarse ni mostrarse convencido de la extrañeza de su solicitud, buenamente salió con las palabras siguientes: Toma, y sin esa orden, haciendo yo el movimiento, ¿con qué me cubro? «¿Y con qué me cubro yo, respondió Riego con justo ímpetu, yendo a asaltar el cuartel general en Arcos?» Convincente era esta razón, y nada pudo oponer a ella aquel a quien se dirigía; pero sin expresarse claramente, con poco disimulo, dejó conocer que no se movería sin llevar consigo un documento que, en caso de un revés, le acreditase de haber procedido obediente y engañado. Volvióse pronto a su cuerpo este oficial, despidiéndosele con tibieza, y no manifestando él menos al separarse de nosotros. Su conducta era una lección, pues probaba que algunos de aquellos de quienes nos creíamos seguros nos faltarían en la hora de la prueba, como no pudiesen obrar sin comprometerse gravemente.

La circunstancia que acabo de referir, aunque nos disgustó, no alcanzó a desanimarnos. Entrada la noche, Mendizábal y yo nos despedimos de Riego y tomamos el camino de Jerez, donde llegamos al amanecer del 29. Allí también me dejó Mendizábal, encaminándose no recuerdo a qué punto. Concurrió a aquel lugar don Vicente Beltrán de Lis, hijo, que iba a salir para Alcalá de los Gazules a verse con Quiroga. Poco antes de su salida, en Jerez mismo escribí yo la proclama que el nuevo general había de leer a su Ejército, y de extender luego impresa, la cual se llevó consigo Beltrán de Lis para entregarla, a fin de que, según la fórmula de oficio, tuviese los efectos convenientes. Este documento vio la luz pública no a su debido tiempo, sino algo tarde, cuando ocupaba Quiroga con sus tropas la ciudad de San Fernando. Siento no tenerlo a mano para copiarlo, y sólo recordaré la frase con que empieza, que es como sigue: «Soldados: puesto a vuestro frente por elección del Ejército, voy a hablaros con la franqueza que debe reinar entre compañeros de armas.» Mi objeto al citar esta proclama es probar con ella que no se pensaba en proclamar la Constitución de 1812, tres días antes de verificarse el alzamiento, siendo este escrito fiel expresión de las ideas de los que dirigíamos en la parte política aquella obra. Muy otra cosa vino a suceder, porque Riego, como se verá, en todo procedía sin atenerse a más regla que a su voluntad propia. Y no digo que se errase del todo, pues en las circunstancias que sobrevinieron, quizá el poner en la bandera de los sublevados el tema de la Constitución era lo único posible. Pero estas circunstancias mal podían preverse, y la Constitución proclamada habría sido grande embarazo para un Gobierno que se hubiese constituido en la ciudad de Cádiz.

A ésta me encaminé sin demora, llegando el 30 de diciembre por la noche. A mi vuelta supe que Vallesa había salido para Alcalá en el mismo día en que yo para Jerez y Las Cabezas. Cosa de risa era, para quien veía el juego de aquella máquina por dentro, notar cuan flaca fuerza ponía en movimiento otra más poderosa. La gente principal de Cádiz, obrando de consuno con el general, a cuyo mando estaban la plaza, la provincia y el Ejército, nada hubiera podido hacer contra el trono de Fernando VII, y cuatro hombres arrojados, ayudados por oficiales que no obraban en obediencia a un oficial de grado superior, iban a mudar la faz de España y a causar grandes alteraciones en toda Europa.

Otra noticia recibí recién entrado en Cádiz. Fue ésta que Istúriz había sido preso en la noche del 27 de diciembre y llevado al castillo de San Sebastián, donde estaba en estrecho encierro, sucediéndole esta desdicha dos días después de haberme entregado el dinero y cuando se creía tan seguro. Debo confesar que tuve cierta satisfacción feroz al ver justificados mis asertos, y desmentidos los que él me había hecho con arrogancia. Por otra parte, su prisión no nos daba temor por su suerte, pues nos creíamos seguros de ponerle en libertad dentro de muy pocos días.

Los que mediaban, o por decirlo como se debe, las horas que aún quedaban entre la ejecución del tremendo proyecto y el momento presente, eran de «ansias vivas y mortal cuidado». Llegó el día 1 de enero, en que nuestra suerte y la de España por algún tiempo habían de quedar resueltas. Amaneció lloviendo, y siguió la lluvia abundante hasta la noche. Yo, conocedor del terreno que había de atravesar Quiroga con los suyos, me desesperaba creyendo malograda la empresa por el temporal. Entre Alcalá de los Gazules y Medina hay dos ríos que, de corto caudal en tiempo ordinario, en los momentos de recios aguaceros y en los inmediatamente posteriores vienen hinchados como torrentes. El primero, llamado Barbete, tiene puente, si bien por otro lado de la villa de Alcalá que por el camino de Medina, pero al puente es fácil ir dando un corto rodeo. El segundo, llamado del Álamo, sólo puede pasarse vadeándolo. También entre Medina Sidonia y la isla Gaditana hay otro raudal, cuya madre, seca en verano, y aun en invierno llena de ordinario por poca agua, cuando llueve duro está ocupada por un impetuoso torrente que se ha sorbido a no pocos caminantes. Bien veía yo que ni uno ni otro de estos ríos podían ser pasados por los vados mientras no cesase o aflojase la lluvia. Al día siguiente, segundo del mes y año que con tan graves sucesos comenzaba, fue menor mi inquietud por el estado del tiempo, en el cual hubo notable mejora; pero subió y llegó a lo sumo, por otro lado, viéndome sin noticias. Imposible parecía que a corta distancia de Cádiz hubiese ocurrido cosa de la mayor importancia y trascendencia, sin que de ello hubiesen recibido noticia alguna, ya ésta, ya aquella de las contrarias partes que en sucesos tales debían tener empeño; esto es, ya las autoridades legítimas, ya las ocultas del poder en secreto creado y venido a ser robusto. Fue más natural conjeturar que nada había habido, salvo algún mal íntimo, de resultas del cual había quedado la conjuración para siempre o por algún tiempo malograda. Así pasó el día, contándose largas las horas; así vino la noche, en la cual, cerradas las puertas de Cádiz, ya no se reciben noticias de afuera. En mi desazón no contaba yo con que el correo solía entrar de noche; con que el administrador del mismo ramo en San Fernando era nuestro; con que yo, pocos días antes, valiéndome de esta circunstancia, había penetrado en la ciudad después de estar cerradas las puertas para el público, viniendo en él como conductor de la correspondencia. Pensando sólo en una desdicha que tenía por segura, con la oscuridad, según solía, salí de mi residencia y fuime a distraer mis tristezas o mi angustia a casa de una mujer con quien solía pasar la prima noche. No haría una hora que estaba allí, tratando ella de darme esperanzas o de consolarme algo por otros caminos, cuando oímos llamar a la puerta, con señal de apresuramiento en el que venía. Fue ella a abrir (porque por precaución su criada se retiraba de noche, hora en que me recibía) y se presentó un hombre desconocido preguntando por mí y suponiendo que en aquel lugar debía encontrarme. Dudaba ella si negaría o confesaría mi presencia en su casa, cuando yo, que había oído la pregunta, impaciente, me arrojé donde estaba el hombre, calculando que, aun si fuese enemigo, había dado con mi retiro y héchose dueño de mi persona. El, sin tardanza, diome las voces porque nos conocíamos los masones y conjurados. Hecha esta formalidad, sus palabras fueron las siguientes:«Vallesa ha llegado de Alcalá a San Fernando esta tarde; detrás de él viene Quiroga con los dos batallones que se han puesto en movimiento, estando ya vadeables los ríos; estarán sobre el puente de Zuazo al amanecer; ayer, antes de romper el día, se dio el golpe en Arcos con toda felicidad, siendo preso el conde de Calderón, y habiendo abrazado la causa de la libertad todas las tropas, y lo que resta es que mañana se declare Cádiz, o si no que se preparen las cosas a fin de que no haya resistencia a las tropas que se presentarán a sus puertas probablemente antes de mediodía.» Quedéme atónito de pasmo y gozo. Inmediatamente me puse en movimiento a avisar a mis cómplices que a aquellas horas solían estar dispersos, y al anochecer se habían separado de mí dudosos y afligidos, por estimar como yo de mal agüero la falta de noticias. No tardamos en estar reunidos Vega, Montero, Cuetos y yo, casi los únicos que en Cádiz, con el ausente Vallesa, seguíamos los trabajos en aquellos días. El viejo Vega, viendo por la vez primera cogido el fruto de sus afanes, después de haber participado en su vida de tantas conjuraciones abortadas, no cabía en sí de gozo, pero manifestaba su alegría con extraordinaria flema, recomendándonosla igualmente, como si hubiese quien en aquella hora tratase de precipitarse, y como si, por otra parte, no fuese necesario alguna diligencia. Diéronse pasos, pero pocos y lentos, reduciéndose todos a avisar a nuestros amigos del batallón de Soria que guarnecía a Cádiz, y a disponer que por la mañana acudiese a la Puerta de Tierra alguna gente perdida de la que por afición, y también por paga, va a los alborotos, si bien a esta última se encargó que se mantuviese callada y sin hacerse notar, no formando corrillos y esparciéndose por las calles vecinas al puerto, al que debían concurrir en la ocasión oportuna. Dadas estas disposiciones, tratamos de dormir, si bien, como se puede suponer, nuestro sueño no fue largo ni sosegado. No bien amaneció, cuando yo, en pie y vestido, envié persona de confianza a la Puerta de Tierra a averiguar lo que pasaba. Las noticias que en breve recibí fueron propias para causarme dudas congojosas. Los que habían ido volvieron diciendo que habían visto llegar calesas de la isla de León, o dígase de San Fernando, salidas de allá ya de día, y que preguntados los caleseros o caminantes si había ocurrido alguna novedad en el lugar de donde venían, respondían que ninguna. Era, pues, evidente que Quiroga, con los suyos, no se había hecho dueño de las líneas y del puente de Zuazo al rayar la aurora, según estaba dispuesto. Entrar a la luz del día por fuerza o por sorpresa en puestos tan formidables, parecía imposible. No se atinaba, pues, con lo que pudiera haber sucedido; pero creía yo, no sin fundamento, que era una desdicha, constándome ya haberse efectuado el movimiento en los dos puntos de Alcalá y de Arcos. En este apuro salió para la isla de León don Manuel Sáenz de Manjarez, muy amigo de Vega, y también algo mío, todavía no masón ni conjurado, y de quien se echó mano por ser hombre a quien podía sospechar de meterse en la cosa política, siendo conocido sólo como persona de vida alegre y licenciosa. Amargos momentos eran los que corrían ínterin este comisionado nos traía nuevas ciertas, fuesen trágicas o favorables. Tardaron en llegar las que nos dio menos que lo que podíamos prometernos, y excedieron, en lo satisfactorias, a nuestras más lisonjeras esperanzas. Había encontrado una corta fuerza de las tropas de Quiroga cerca ya de Torregorda, situada a un tercio del camino de San Fernando a Cádiz, y sabido por el oficial que las mandaba que las formidables líneas y aun la población de la isla de León eran nuestras, sin haberse encontrado resistencia alguna. Serían las doce del día cuando recibimos noticias tan halagüeñas e inesperadas. La distancia de Torregorda a Cádiz es como de legua y media, y de una no cabal la que hay entre la misma torre y la fortaleza llamada la Cortadura. Era, pues, de esperar que fuese ocupada ésta, falta entonces de toda guarnición, por las fuerzas de los levantados que venían marchando, las cuales, aun viniendo despacio, deberían estar en la Cortadura a la una de la tarde. Impaciente yo, como debía estar, quise arrojarme a la calle a dar pasos para recibir a mis amigos y cómplices triunfantes, a los cuales creía tan cercanos. Pero a mi salida se opuso el viejo Vega con indecible calor y tenacidad. Como por informes que a cada momento nos llegaban sabíamos que la autoridad encargada del Gobierno Militar de Cádiz seguía tranquila, ignorante, sin duda, de lo que a tan breve distancia ocurría, opinaba Vega que llegarían a las puertas de Cádiz los nuestros antes de haberse dado o ejecutado disposiciones para impedirles la entrada; tanto más, cuanto que podíamos contar con la tropa del batallón de Soria, única fuerza del Ejército residente en Cádiz. En este caso, decía mi compañero y presidente, que en aquella ocasión empezaba a proceder como tal, por creer su autoridad, ya no de burlas, que mi presentación en público podría causar extrañeza y alboroto, con lo cual podría ponerse en peligro un bien ya conseguido si nos estábamos quietos. Respondiendo yo a esto que presentarme importaba poco, «Antonio, me dijo el viejo, enfadado; si hubiese Gobierno en España, días ha que debería usted de estar bajo siete estados de tierra; no vaya usted a comprometer las cosas con una imprudencia nueva, porque le hayan salido bien las pasadas; al cabo aquéllas podían ser necesarias, y ésta es inútil.»

Quedé, no convencido, pero sí reducido a silencio y obediencia. Lo único que hice fue escribir y despachar una carta a Quiroga, donde le encargaba echarse sobre todos cuantos carruajes hubiese en San Femando, meter en ellos tropas y despacharlas apresuradamente a Cádiz. Esta carta no llegó a su paradero, extraviándose en la confusión que sobrevino; pero, aun cuando hubiese llegado, habría venido tarde. La verdad era que Vega procedía no sólo conforme a lo que creía acertado y justo, sino influido por dos motivos muy poderosos: uno, que se ocultaba a su propia vista, y otro, que se le presentaba muy claro. Era el primero, y de él no conocido, que por su edad, o tal vez por su natural, era, como he dicho, si arrojado y firme en urdir y seguir una conjuración, vacilante y tímido en la hora peligrosa de ejecutar lo resuelto, juzgando él propio su miedo, sagacidad o prudencia. La segunda razón que le movía era saber que si se levantaba Cádiz y se preparaba a recibir a las tropas amigas, se podía temer y aun tener seguro el nombramiento de una Junta de que él quedaría excluido, componiéndola las gentes de superior influencia en Cádiz, y entre ellas las del Soberano Capítulo antiguo, de las cuales le separaban mutuo odio vehemente y añejo, al paso que entrando en Cádiz las tropas, pondrían un Gobierno a su gusto, del cual su persona, estimada en mucho por los militares y lo superior del cuerpo supremo masónico, bajo cuyos auspicios se había hecho el alzamiento, tendría probablemente la presidencia. Esto no lo disimulaba el ambicioso anciano, que al revés decía que no sería justo llevarse otros la palma y el provecho de nuestros trabajos y peligros, y veía seguro que así sucediese, anticipándose el movimiento de los gaditanos a la entrada de las tropas. Tales faltas malograron la increíble victoria alcanzada, y aun trajeron consecuencias por donde estuvo a pique de convertirse en nuestra ruina. Es, asimismo, cierto que nuestro debilísimo poder, si no siendo conocido pudo en las tropas distantes tener influencia hasta para producir el levantamiento, llegada la hora de obrar dentro de la misma Cádiz, era poco más que nada.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII

El gobernador de Cádiz prepara su defensa contra los sublevados.-Situación del autor y falta de todos medios para contribuir al triunfo del alzamiento.-Recibe noticia completa de los sucesos.-Conducta de Riego y sorpresa del cuartel general.-Marcha de Quiroga y ocupación de la Isla.-Prisión del ministro de Marina.-Inacción de Quiroga.-Decide mandar fuerzas sobre Cádiz.-Las fuerzas sublevadas son rechazadas en la Cortadura.


Adelantando en medio de esto la tarde, notóse en el Gobierno de Cádiz desasosiego, y estarse dando providencias para defenderse de un enemigo. Gobernaba interinamente la plaza su teniente de rey don Alonso Rodríguez de Valdés, que en 1814 había sido castigado por constitucional, y aun después seguía pasando por serlo, oficial antiguo de muy limitado entendimiento y no más saber, que en este caso se ciñó a cumplir con su obligación, si bien se comprometió de tal modo en la causa del rey, que de sus resultas hubo de tener grandes pesares. Llamó a sí al general don José Álvarez Campana, residente en la misma ciudad, de donde era natural, hombre cortés y bienquisto con sus paisanos, pero hasta entonces, en su calidad de militar, de escasísimo concepto. Estos dos oficiales, habiendo comunicado Torregorda aviso a Cádiz, por señales, de haber sido ocupada la isla de León por fuerza armada, y según las apariencias, sublevadas contra el Gobierno, se prepararon a defender a Cádiz contra los enemigos que en sus cercanías, de repente, se habían aparecido. Procedieron con una habilidad que no era de esperar de su reputación. Sospechando, con razón, al batallón de Soria, pusieron en pie la milicia urbana antigua de Cádiz, que en la guerra de la Independencia no había servido, y que, con el nombre de regimiento de la Pava, era mirada como objeto de risa desde época muy antigua; pero que compuesta de gente dócil, y teniendo por oficiales en su mayor parte a los pocos que no eran constitucionales en Cádiz, obedecería y llenaría un hueco por lo pronto. Con esta gente se determinó mezclar algunos artilleros de tierra, a los que después se agregaron otros de marina e infantería del mismo cuerpo sacada de los buques que estaban en la bahía. Dispúsose, aunque ya después de anochecer, que una corta partida de esta gente pasase a situarse en la Cortadura, si es que no estaba ocupada por los rebeldes. Brindóse a ir con esta tropa un oficial joven y alentado, recién ascendido a la clase de tal, de la de cadete de Reales guardias españolas, y destinado a la expedición de Ultramar, dotado de impetuoso valor y en cuyo pecho se despertó ardiente sed de gloria, que en el discurso de su vida, no larga, pero llena de grandes sucesos y prosperidades, y terminada en la adversidad, le estuvo de continuo consumiendo. Era este don Luis Fernández de Córdoba el mismo que como general en edad temprana se ha señalado tanto en el teatro de la guerra y de la política en días no lejanos del presente. Tenía yo con él, por enlaces de familia, relaciones medio de parentesco, y las tenía asimismo de amistad. De modo que, no habiendo abrazado causa política y obrando en aquella ocasión así por estímulos del honor militar como por arranque juvenil, tal vez, si hubiese podido yo verle, le habría hecho nuestro, cuadrando más con sus inclinaciones las doctrinas de nuestro bando que las del Gobierno antiguo. Pero ni de esto ni de nada pude servir en aquel día para mí amargo, y en cierto modo aciago, aunque de gloria y provecho para el partido que había abrazado, y a la larga conducente a grandes aumentos en mi reputación y fortuna. Hube, pues, de estarme en casa esperando a Vega, o noticias de haber llegado a las puertas las tropas de Quiroga, o ruido de alboroto o de contienda en que me tocase salir a ponerme entre los de mi parcialidad, cuya bandera estuviese enarbolada. Nada sucedió, y nadie vino, excepto Montero, desesperado como yo y confuso e ignorante de todo, salvo que los nuestros no parecían, y de que estaba preparándoseles la resistencia. A Vega no volví a ver, pues viendo frustrado su plan, se escondió, augurando una tragedia. Entrada la noche salí y me encaminé a la Puerta de Tierra, donde esperaba encontrar a la gente allí apostada desde la mañana. Pero ésta, cansada de esperar sin recibir órdenes, ni ver qué le fuese posible hacer, y notando, por el contrario, señales de movimiento en el Gobierno, al cual tenía que temer en todas ocasiones, se había dispersado. Cuando llegué, pues, a Puerta de Tierra, sólo encontré tinieblas y soledad, y algunas centinelas que me gritaron ¡atrás! con voz bronca. Atrás hube de volverme, sin acertar con la explicación de lo que estaba pasando. No teniendo, pues, en qué emplearme, pasé del papel activo que me tocaba y no pude representar, al pasivo de expectante acongojado. Fuime, pues, triste y furioso a la casa donde solía pasar las primeras horas de la noche, cuya dueña, con el imprudente ardor mujeril, me reconvenía por mi situación, por no haber obrado en aquel día con más resolución o actividad. Pasáronse, así largas horas, y bien adelantada la noche, rompió el general triste silencio el estampido de algunos cañonazos lejanos. No fueron éstos muchos, y reinó de nuevo la tranquilidad. Al sonar los primeros tiros salí a las calles, donde era la soledad profunda. Recorrílas por algún tiempo sin tropezar con quien pudiese informarme, aun vaga y confusamente, de lo ocurrido. Al cabo hube de saber, no me acuerdo por quién, que los de Quiroga, habiendo venido a ocupar la Cortadura con corta fuerza, habían sido rechazados, dejando tendidos cuatro muertos en la vecina playa. Mal principio era éste, y nuncio de mayores desventuras. Recogíme, sabida esta noticia, a descansar en cuanto podía, después de aquel terrible 3 de enero en que tan diferentemente había tenido que sentir conmovido mi espíritu con violencia igual, ya en el placer, ya en la pena.

Con el siguiente día se aclararon las cosas a nuestra vista y tuvimos causas nuevas, ya de satisfacción, ya de sentimiento por lo pasado y para lo futuro, así como de temores grandísimos los unos y las otras. Llegaron más noticias de lo ocurrido en Las Cabezas y en Arcos, así como de la increíble feliz entrada en San Fernando de las tropas de Quiroga. El 1 de enero, por la mañana, Riego, al frente de su batallón de Asturias, había proclamado la Constitución de 1812 en Las Cabezas. Este paso imprudente, y ajeno de nuestro proyecto, contribuyó, con todo, en gran manera, a su gloria. Podía, sin embargo, haberle costado caro y ser fatal a la empresa a que dio heroico principio, acreditándose a un tiempo de arrojado y de hombre sólo obediente a la voluntad propia. Una sola persona que se hubiera escapado de Las Cabezas habría puesto en arma a los del cuartel general, poco distantes. Bien es cierto que tuvo cerrado el pueblo; pero sabido es con cuanta facilidad se traspasa un cordón, y cuan común es que un soldado se deserte, sobre todo estando seguro de premio si da un importante aviso. Creó asimismo Riego un Ayuntamiento para aquel pueblo, dando al cuerpo así formado el dictado de constitucional, como si pudiese serlo uno no nacido de los votos del vecindario. Al cabo, yendo adelantada la tarde, púsose en movimiento para Arcos, a cuyas inmediaciones llegó estando muy entrada la noche. Allí esperaba encontrarse con el batallón de Sevilla, y allí se vio solo, no porque el batallón que esperaba hubiese faltado a sus compromisos, pues al revés, había cumplido fielmente con lo que le estaba mandado. Su primer comandante no era masón ni conjurado; pero lo era el segundo, don Francisco Osorio, que tenía grande influjo sobre aquél, bajo cuyo mando inmediato estaba. Logróse, pues, poner el batallón en movimiento en silencio, con orden, sin declarar su intento, pero resuelto a hacer el que llevaba, teniéndole callado con arreglo a las disposiciones de antemano dadas. Llegó igualmente delante de Arcos esta fuerza; pero equivocando el lugar donde debía situarse fuera de la población, no se encontró con la fuerza mandada por Riego. Así estando cercanos ambos batallones, uno y otro se creía abandonado por el que debía agregársele. Riego, habiendo venido a él varios de los conjurados, del cuartel general, resolvió aventurarlo todo, aun sin más fuerza que la corta de que disponía. Premió la fortuna su atrevimiento, ejecutándose con toda felicidad la sorpresa. Llegóse delante de la casa del conde de Calderón, cuya guardia, compuesta de la fuerza escogida llamada batallón de Guías del general, se preparó a defenderse de la agresión que venía sobre objetos encomendados a su custodia. Costó trabajo impedir que se trabase la pelea. Apareció el general en su balcón, siendo en él igual la sorpresa que el arrojo. Arengóle desde la calle, amartillada una pistola, el teniente de Artillería Bustillos, intimándole a que se entregase. Hízolo así el desdichado conde, siguiendo otros su ejemplo y quedando presos cuantos tenían mandos superiores en el ejército, salvo los participantes en la conjuración o los que se resolvieron a abrazar la causa que veían triunfante. Por desgracia, cuyo origen apenas ha sido posible averiguar, una apariencia de querer resistir algunos de los Guías movió a los de Asturias a hacerles fuego. Cayeron muertos dos o tres de los primeros, con lo que el cuerpo quedó resentido y enconado. Al pronto, sin embargo, los Guías abrazaron la causa constitucional que se les presentaba con faustos auspicios vencedora, trayendo consigo la exención de embarcarse, y también, según era de presumir, otras ventajas consiguientes a tan importante victoria, la cual no se creía en aquel momento que fuese disputada. Antes de esto, sabiéndose ser de los conjurados el triunfo, entró en Arcos con el nuevo día el batallón de Sevilla, que en las inmediaciones había pasado buena parte de la anterior larga noche. Fue, en verdad, admirable la conducta de aquel cuerpo que por algunas horas hubo de creerse perdido, y en donde, aun la inmovilidad, que no dando distracción al ánimo ni estímulo a la pasión, sino, al revés, entrada a consideraciones de prudencia, muy propias para engendrar timidez y desmayo, se mantuvieron sin menoscabo la confianza y la disciplina, ejemplo del entusiasmo que a aquella gente inflamaba, llegando hasta a hacerlos serenos en ocasión propia para que vacilase la mayor entereza. Es la fama parcial, aun cuando no sea del todo injusta, y suele, siendo iguales los méritos, repetir con bastante desigualdad la alabanza. Del batallón de Sevilla y de sus comandantes Muñiz y Osorio se dijo poco, al paso que, desde luego, subieron a las nubes los nombres del de Asturias y de Riego.

El día segundo del año de 1820 pasó en Arcos arreglando Riego las cosas con habilidad y generosidad, siendo en él prenda común la segunda, y no la primera. Logró, por esfuerzos principalmente de dos oficiales llamados don Leonardo Valador y don José Mogrovejo, traerse a sí y bajo su bandera al batallón de Aragón o de Córdoba, que estaba en Bornos, a poca distancia de Arcos. Hecho esto, esperó noticias de otros puntos, siendo las que llegaron sólo medianamente satisfactorias y estimándolas él en su impaciencia y su desprecio de los méritos ajenos, más por lo que les faltaba para ser completas glorias y felicidades que por las indudables y grandísimas ventajas que resultaba haberse conseguido.

Quiroga debía, en el mismo día 1 de enero, moverse desde Alcalá. Pero los ríos interpuestos en el camino que había de seguir no estaban vadeables. Esto se ha negado por sus contrarios, y es, sin embargo, certísimo; como que, según dejo dicho, yo mismo desde Cádiz, viendo el temporal y conociendo el terreno, lo preveía. Al día siguiente mejoró el tiempo, y entonces consta, por testimonios para mí fidedignos, que Quiroga vaciló. Había pasado el día señalado para el movimiento, y temía que se hubiese malogrado en otros puntos, y haciéndole él solo, su perdición era segura. Además, él no mandaba como Riego, sino que, al revés, se hallaba preso y tenía que ser puesto en libertad por disposición ajena antes de encargarse del mando. Estando así irresoluto, le llegó la noticia de lo ocurrido en Arcos, con lo cual ya no le quedaba más que seguir en la ejecución de una empresa felizmente comenzada. Aun entonces manifestó dudas, no fuese que tirasen a engañarle con relaciones falsas de sucesos lisonjeros. Vencidas ya su irresolución y dudas, presentóse al frente de la tropa, y ésta le reconoció por caudillo. Hizo su viaje a Medina Sidonia con alguna lentitud por haber dado de beber más que lo debido a los soldados, cuyo afecto procuró conciliarse por tan mal medio. Incorporándose en Medina a sus fuerzas el batallón de la Corona, con menos prontitud que la necesaria, culpa de la cual fue Quiroga inocente, siguieron el viaje los dos cuerpos juntos. Las lluvias del día anterior habían empapado la tierra a punto de convertir en un lodazal el camino. Con esto y con lo demás, cogió a aquellas tropas la luz del día demasiado distantes del término de su jornada. Serían más de las ocho de la mañana cuando, llegando al molino de Ocio, vecino al arrecife que de Cádiz va a Medina, y a distancia como de una legua del puente de Zuazo, aparecieron a vista de los sublevados las terribles líneas que por treinta meses habían resistido al poder francés en el tiempo de su mayor grandeza y salvado la independencia de España. Parecía acto de desesperados lanzarse contra puesto de tal fortaleza con mil quinientos hombres no cabales, y éstos cansados y en disposición de ánimo en la que era de temer que volviendo sobre sí no quisiesen arrostrar tanto peligro. Pero había, por otra parte, la consideración de que retroceder equivalía a perderse, cuando no faltaban probabilidades de buen suceso yendo adelante. Esto último se resolvió hacer, no sin haber precedido algunos instantes de vacilación y de determinaciones menos prudentes que lo era en aquella hora la de mayor arrojo. Prosiguióse, pues, hasta llegar a la botería del portazgo. Allí, y más atrás, al rayar la aurora del mismo día, varios de los conjurados de la ciudad de San Fernando habían estado en espera de la fuerza amiga, de cuya venida tenían noticia y retirádose no habiéndola visto llegar, persuadidos de que había tenido un revés, de ser imposible de cualquier modo la entrada en la isla Gaditana en hora avanzada del día. El conocimiento de esta misma imposibilidad debía dar una esperanza de triunfo a los que llegaban, por no haber quien sospechase entre los que podían defender las líneas que a tal hora amenazase algún peligro. Componíase la guardia del portazgo de un corto número de tropa mandada por un oficial subalterno. Éste, sin el menor recelo de que hubiese guerra civil en España, al ver llegar fuerzas de ejército a que él mismo correspondía, las creyó venidas en virtud de orden superior a aumentar la guarnición de aquellos puntos. Así, dejó entrar en la batería y situarse enfrente del cuerpo de guardia una o dos compañías de los de Quiroga, que erad del batallón de la Corona. Dirigiéndose en seguida el mismo oficial al que mandaba aquella tropa y llamando como compañero, le pidió que presentase el pasaporte. En este instante, con movimiento impetuoso e inesperado, arrójanse los recién llegados sobre la centinela, sorpréndenla, cogen las armas de la guardia que estaba cerca y las derriban, apuntando con las suyas a la puerta del cuerpo de guardia, donde estaban los soldados que la componían, tan asombrados de aquel atropellamiento, que, viéndole, no podían creerle. Lo mismo sucedía al pobre oficial, que, sin pensar en defenderse, se contentó con preguntar al que tenía el mando de los que le asaltaban la causa de tan inexplicable violencia. Diósele por respuesta que callase, y él obedeció, no viendo posible hacer otra cosa sin perder la vida. Tomada tan singularmente la línea del portazgo, no traspasada por los franceses en la guerra de la Independencia, quedaba la segunda, o del puente de Zuazo, fácil de defender por ser la del brazo de mar que forma la isla Gaditana. Los de Quiroga, dueños del primer puesto, casi a carrera tendida, se arrojaron a pasar pronto la distancia de casi un cuarto de legua que le separaba del segundo. Pero en este último no hubo siquiera a quién sorprender. Algunos soldados sueltos vieron pasar a aquella tropa sin hacerles, novedad su presencia. Pasado el puente de Zuazo, de que tanto habla la Historia, los de Quiroga hicieron alto y se formaron dentro de la isla Gaditana. En las dos compañías que así se habían separado, iba encargado de su mando, don Miguel de Bádenas, de cuyas singularidades he dado antes alguna noticia. Este, como no hubiese estado jamás en aquellos lugares, y fuese informado de que con tan poco trabajo era no menos que el puente de Zuazo el puesto que acababa de ganar, hizo locos ademanes de alegría, revolcóse por el suelo, y en seguida, levantándose, cogió un papel y escribió en él: «Soy dueño del puente, Netez»; firmándose con esta palabra, que él solía con frecuencia repetir, y envió este raro parte a su comandante y a Quiroga, que estaban atrás a buen trecho. Pasad o breve tiempo, llegaron los dos batallones a traspasar el puente y entraron por las calles de la ciudad de San Fernando, nunca muy llenas de gente, sin hacer alto en ellas la poca con que se encontraban. Venidos al punto principal de la población, viose Quiroga dueño de la primera mitad de la isla Gaditana, sin poder creer en su fortuna. Ya algunos de los conjurados, noticiosos de que había en la calle tropa, habían acudido y visto con igual sorpresa que gozo a los suyos triunfantes. Pero había dentro de la población, o a corto trecho de ella, alguna tropa a la cual era necesario desarmar o agregar a las sublevadas. No era menos necesario o urgente prender a la autoridad militar que allí tenía el mando. Otra prisión había que hacer, de personaje aún más notable, venido a aquel punto por circunstancias extraordinarias, pero poco temible a pesar de su alta dignidad, por no mandar fuerza inmediata. Era éste no menos que el ministro de Marina, venido de la corte a activar la salida de la expedición a América. Estaba el buen ministro en su cuarto en perfecto sosiego, muy ajeno de la novedad ocurrida y sin haber sentido el menor alboroto, así como tampoco su guardia, cuando recibió aviso de que un oficial de Ejército, portador de órdenes de la superioridad, quería hablarle con urgencia. Dijo que entrase, y haciéndolo así el oficial, le intimó la orden de que se diese preso. Confundido el ministro, se creyó víctima de algún enredo cortesano, y exclamó: «Que bien conocía que su majestad, al mandarle prender, había obrado sorprendido, porque él había hecho cuanto podía para que la expedición saliese.» Nada respondió a esto el oficial; y como pidiese el ministro que le enseñasen la que él suponía real orden, el prendedor hubo de responder que no procedía por orden del rey, sino por la del general del Ejército nacional, título que tomaba Quiroga. Creyó el ministro que soñaba al oír la voz nacional, proscrita, según él entendía, en aquel tiempo. Yéndose aclarando el misterio, parecíale increíble que tan de callada hubiese sido ocupada la isla de León por fuerza enemiga y estuviese, según las apariencias, subvertido el gobierno de España. Obedeció, sin embargo, a la fuerza, y fue puesta bajo custodia su persona, tratada con más consideración porque merecía lástima y no infundía miedo.

Imposible parecía el malogramiento de una empresa en que habían sido tan felices los primeros pasos. Pero Quiroga perdió horas y horas en la ciudad de San Fernando sin dar providencia alguna para la ocupación de Cádiz, o cuando menos de la Cortadura. Bien es cierto que él tenía por seguro, por estarle así prometido, que sabido ser dueño de la isla de León, los conjurados de Cádiz se alzarían en aquella ciudad y le abrirían sus puertas. También es verdad que en el lugar en que estaba tenía que atender a varias cosas y que dictar muchas providencias para ponerse en seguridad completa. Pero no es menos evidente que para él lo más importante era apoderarse de la plaza de Cádiz; que, aun contando con tener dentro de ella inteligencias, era bueno acercarse a sus murallas para aprovecharlas, y que los peligros que podía haber en San Fernando eran cortos, y con poca tropa era fácil hacerles frente. De cualquier modo, la Cortadura debía ser ocupada, y siendo notorio que ninguna fuerza la guarnecía bastaban dos compañías para apoderarse de ella y conservarla, no apareciendo menos claro que el dueño de ella lo sería de Cádiz muy pronto. Al cabo hubo de convencerse de esto Quiroga, pero muy tarde, y despachó cabalmente dos compañías a hacerse con la Cortadura. Pero aún aquí cometió un grave yerro en la elección de la persona a quien dio tan importante cargo. Tenía a su lado al segundo comandante de Aragón, don Lorenzo García, llamado comúnmente el Fraile, por haberlo sido antes de vestir el uniforme de militar, y con el cual estaba unido en amistad estrecha, habiendo sido su compañero de prisión por término de varios meses. García era de los pocos puestos presos, estando en completa ignorancia de la conjuración por que eran arrestados sus compañeros, primeros y segundos comandantes de cuerpo, y tampoco era masón; pero en su encierro había sido recibido en la masonería y dádose a la causa de los conjurados con la violencia propia de su natural impetuoso. Señalábase además por ser hombre de los conocidos con el apodo de borrasqueros, que pasan su vida en comilonas y grescas, y en calidad de tal, habiendo residido algún tiempo en Cádiz, conocía a palmos el terreno que separa aquella ciudad de la isla de León, por haber comido con frecuencia en los ventorrillos esparcidos por allí a corto trecho unos de otros. Este, pues, pidió a su amigo Quiroga el mando de las tropas destinadas a la Cortadura, por cuyas inmediaciones podía él andar con los ojos vendados sin errar un paso. Pero el general, su amigo, en mala hora prefirió dar el encargo solicitado por hombre tan a propósito para desempeñarle bien al primer comandante de la Corona, don José Rodríguez Vera, buen oficial, pero nada práctico en el terreno en que iba a operar entre las tinieblas de la noche. Emprendieron la marcha los del Ejército nacional, y tuvieron tanta desdicha que llegaron a ponerse al pie de la Cortadura media hora escasa después de haber venido a ocuparla la corta fuerza enviada allí desde Cádiz. Alzábase en la oscuridad aquella mole, en medio del arrecife, como gigante que prohibía el paso a los que por el camino venían. Era fácil, con todo, haciéndose a la izquierda, pasar por la plaza, dejando a un lado aquella fortaleza, o seguir hacia Cádiz, lo cual era peligroso; pero en el estado de las cosas podía hacerse y salir bien, o entrar la misma Cortadura por la gola, acción nada difícil. Pero Rodríguez Vera y los suyos nada de esto sabían, y sólo veían ante sí alta y formidable muralla. En esto oyen estruendo, como si ocupasen aquel punto fuerzas crecidas. Era, don Luis Fernández de Córdoba, que sólo con unos pocos milicianos urbanos y un reducido número de artilleros alborotaba para figurar que traía consigo mucha tropa; apellidaba al arma, nombraba soldados, y sacaba de su situación un partido superior casi a lo posible. De súbito, vense tres fogonazos, suenan tres cañonazos y una bala rasa, suceso nada común, acierta en la columna de los constitucionales, derriba muertos a tres o cuatro de ellos, hiere a otros, y pone en confusión a todos, que no esperaban encontrar resistencia. Arremolínanse los soldados, y de temer era que, siendo al cabo gente rebelada contra el Gobierno, se hubiesen creído vendidos y revuelto contra quienes los habían traído a aquel paso. Contúvolos Rodríguez Vera, y los alentó y confirmó en la fidelidad; pero hubo de emprender con ellos la retirada, creyendo un imposible, con la fuerza que llevaba, seguir en el intento de hacerse dueño de, un puesto de tan formidable apariencia y, según parecía probado, tan competentemente defendido. Cuando los del Ejército nacional desistían de la pelea, los del real no la podían mantener por largo tiempo. Era imposible a la artillería de la Cortadura continuar sus fuegos, y la guarnición, aún abrigada por la fortaleza de aquel lugar, no era a propósito para resistir a tropa del Ejército que la hubiese asaltado. Retiróse, pues, Rodríguez Vera cuando, persistiendo, es de presumir que habría quedado victorioso; y no fue él de culpar por haberse retirado, sino quien allí le envió, teniendo persona más propia para aquel servicio, en el cual se necesitaba un hombre que conociese perfectamente el terreno. Este incidente pudo haber sido funestísimo, y lo fue no poco, pues si triunfó a la larga la causa constitucional, no fue sin prolongada dilación, ni sin correr, quienes la sustentaban, los mayores peligros, debiendo su salvación y victoria a nuevos e increíbles caprichos de la Fortuna.




ArribaAbajoCapítulo XXXIV

Tratos para sublevar el batallón de Soria.-Plan para apoderarse de la plaza de Cádiz.-Malógrase la tentativa.-Explicación del fracaso.-Riego llega al Puerto de Santa María e intima la rendición de Cádiz.-El autor logra salir de Cádiz.-Disfrazado de marinero, desembarca en el Trocadero y pasa a pie hasta Puerto Real.-Allí encuentra un soldado que le conduce a la presencia de Riego. Quejas de los oficiales contra los conjurados de Cádiz.


El día 4 de enero en Cádiz fue de congoja, no obstante saberse los triunfos primeros de las armas constitucionales y verse que las autoridades de Cádiz contaban con poco para persistir en defenderse. El revés de la Cortadura había hecho mal efecto en la poca tropa que guarnecía a Cádiz. Sin embargo, se nos anunció que, con un corto esfuerzo, sería posible decidir a los del batallón de Soria a que se alzasen en favor de nuestra causa. Por desgracia, entre los oficiales más dados a la conjuración y el comandante Medrano, que tampoco le era contrario, aunque no tuviese aún parte en ella, había algo de mala inteligencia. Pero este obstáculo podía vencerse. Creyóse oportuno que nos encaminásemos hacia los cuarteles algunas personas para influir en los pasos de nuestros amigos los oficiales. Fuimos allá Vega y yo con otros. Llevábamos rellenos los bolsillos de dinero y de cigarros para las tropas. Presentéme yo, poco adelantada la tarde y clarísimo aún el día, en la como plaza vecina a la Puerta de Tierra, parándose asombrados muchos que me conocían, porque mi presencia en aquel sitio, después de haber pasado cerca de cuatro meses oculto, y habiendo a la inmediación un Ejército sublevado aclamando la causa de que se conocía ser yo sustentador, era, si no un acto de sedición, poco menos. Así, ninguno de mis conocidos se atrevió a hablarme; pero, en compensación, ninguno de los que gobernaban a Cádiz pensó en prenderme, porque estaban entonces meramente a la defensiva. Fuera de esto, nada favorable salió de aquella necia intentona. En medio de ladesesperación que mi situación me infundía, me dio no poco que reír la conducta de Vega, que ya se escondía, ya disputaba con los oficiales pretendiendo dirigirlos, y no acertando con el modo de convencerlos o gobernarlos. Mala dirección hubo en aquel negocio. La tropa de Soria, a la cual veinte días después, teniendo ya quien le hiciese resistencia, pudo reducirse a aclamar la Constitución e intentar proclamarla en Cádiz, bien podía en la hora de que trato ser traída a dar un paso en el cual no corría el menor peligro. Fuese como fuese, nada se hizo, y yo me retiré, habiéndolo hecho antes, y, por otro lado, Vega, con quien yo estaba locamente enojado. Con efecto, el buen anciano era muy bueno para su papel propio; pero quedaba desairado y obraba con general perjuicio representando uno que no era para él ni aun para mí, y sí sólo para militares, que en tales casos entre sí se entienden y se respetan.

Pero yo, no sin motivo, me creía constituido en obligación forzosa, con pena, si con ella no cumplía, de eterna ignominia, de allanar la entrada en Cádiz a mis amigos armados, a quienes había contribuido con mis esfuerzos a atraer a la situación peligrosa en que se encontraban. No ignoraba que nos estaban haciendo amargas reconvenciones, y si bien las habría llevado con conformidad o despreciado siendo injustas, deseaba imponerles silencio con alguna acción que remediase lo poco lucido de la conducta de los conjurados de Cádiz, cuando las creía, si excesivas, bastante fundadas. Llegado el día 5, ocupada desde el 3 la isla de León por los constitucionales, y estando Riego con fuerza, cuyo número ignorábamos, hacia la parte de Jerez, era fácil hacer dentro de Cádiz una tentativa que pusiese en poder de los levantados la ciudad, cuyo vecindario, casi unánime, les era ardientemente devoto, y cuya corta guarnición contenía oficiales comprometidos en la causa defendida por los de Quiroga y Riego y otros, y casi todos, inclusos los soldados, propensos a adherirse a la misma por varias razones, y hasta por la del contagioso ejemplo dado por la mayor parte de las tropas que entonces acudían a la misma bandera. Vega se había ido de Cádiz a la isla aquel día, y su ausencia me libertaba de un superior que en aquellas horas era poco útil. Trazóse, pues, una empresa bien concertada, y cuyo buen éxito parecía infalible, siendo el plan de ella el siguiente:

En el castillo de San Sebastián, situado mar adentro, a corto trecho de la plaza de Cádiz, y unido con ella por un áspero camino sobre rocas cubiertas por el mar en la marea alta, y en la baja desnudas y transitables a pie, estaban presos muchos de los personajes más notables por su participación en la conjuración primitiva, casi todos caídos en prisión en la mañana del 8 de julio en el Palmar del Puerto, y otros a consecuencia de órdenes relativas a modo usado en aquel día y los posteriores para sofocar la conjuración en estado de mero proyecto. Eran los presos militares el brigadier don Demetrio O'Daly, el coronel graduado don Felipe Arco Agüero y los comandantes primero y segundo de Asturias don Santos y don Evaristo San Miguel, el coronel graduado, primer comandante de Aragón, don Antonio Roten, de nacionalidad suiza, y algún otro de quien no hago mención por no conservar su nombre en la memoria. De paisanos estaba allí Istúriz; pero como va antes dicho, cuatro o cinco días antes del alzamiento. Al mismo tiempo había otros presos por la misma causa en el castillo de Santa Catalina, que está pegado a la misma muralla de la ciudad, y por lo exterior hace frente al de San Sebastián, formando ambos como los lados de una ensenada pequeña o cala que lleva el nombre de Caleta, nombre que se da asimismo a la puerta por donde se comunica Cádiz con el castillo más lejano. Los presos, en Santa Catalina, gracias a la indulgencia usada en aquel período, se paseaban por Cádiz, y ni aun la circunstancia de haber roto en rebelión la trama en que se los suponía implicados había sido causa de que por la autoridad se los tratase con más rigor, cuando por los sucesos aparecía más probada su culpa, y su estancia en Cádiz más peligrosa. Uno de ellos, llamado don Felipe Benicia, comandante segundo del batallón de Aragón, habitaba un cuarto cuyas ventanas a la mar hacían frente al castillo de San Sebastián. Esta situación de los lugares que habían de ser teatro de la empresa servía de fundamento al modo de concebirla y ejecutarla.

El comandante de la guardia del castillo de San Sebastián, compuesta de un corto destacamento de Soria, era nuestro. Este había de poner en libertad a los presos y de agregárseles con su compañía, sobre la cual tenía influjo, no bien desde el cuarto de Benicia se le diese señal con tres llamaradas consecutivas de estar todo pronto.

Entre tanto, los conjurados de Cádiz habíamos de estar con gente armada en la vecindad de la puerta de la Caleta, dueños de este puesto como lo éramos, y preparados a abrir la puerta a los procedentes de San Sebastián no bien llegasen.

Vecino a la puerta de la Caleta estaba el presidio correccional cuya guardia mandaba un oficial del batallón de Soria. Este no era masón ni conjurado, pero fue ganado a la conjuración en el mismo día, y se dio a ella con un ardor conservado después por algunos años. Para entenderse con él y otros se discurrió una nueva seña, en vez de las masónicas. No bien entrasen los nuestros por la Caleta había él de agregársenos con su guardia, y aun con otro poderoso refuerzo de harta mala especie. Era este último el de los presidiarios, a quienes no sólo nos obligaba a dar suelta la necesidad de servirnos de la tropa empleada en su custodia, sino con quienes contábamos para aumentar nuestro poder en aquella tentativa, sin reparar en el daño que, procediendo así, causábamos a la sociedad y a la moral. ¡A tal punto el fanatismo político o religioso, en las horas en que arde con furia, impele a desatender las más sagradas consideraciones, hasta hollar las leyes y quebrantar los más altos preceptos, tanto cuanto de las humanas, de las divinas!

Con toda esta fuerza, que comprendía una crecida turba, a la que se allegaría sin duda gran número de gente, habíamos de ir a la Puerta de Tierra y la muralla vecina y ocuparlas. Poca resistencia o ninguna podíamos encontrar. La tropa que estaba allí y en el cuartel cercano era de Soria, cuya oficialidad casi toda era ya de nuestro bando, y cuyos soldados, al ver parte de sus compañeros en nuestras filas, se vendrían a ellas sin duda alguna. La prisión del gobernador interino, del general Campana y de algunos pocos más quedaba para después de dado el golpe. La fuerza que guarnecía la Cortadura por fuerza había de ceder, viéndose entre Cádiz y San Fernando, donde la causa constitucional estaría triunfante.

Hubo la desgracia o la fortuna de que a este plan, ya dispuesto y completo, hubiese quien agregase algo. Fue éste don José Díez Imbrech, no implicado en la conjuración liberal antigua, que oficioso por demás, y siendo ya públicos los sucesos, se arrojó a participar en los negocios pendientes, quizá con mejor celo que tino. Redújose su agregación a preparar un barco pequeño en que se aseguraba a los presos la retirada en caso de malograrse la toma de posesión de Cádiz. Si bien se advierte, tal proceder era el contrario a la famosa hazaña de Hernán Cortés y otros héroes de la antigüedad cuando quemaron las naves para cortarse la retirada y hacerse necesaria la victoria; pues si bien en caso de un revés proporcionaba la salvación de parte de los comprometidos, también los convidaba a una fuga segura, en vez de a una contienda de éxito muy dudoso.

Preparado así todo al cerrar la noche, me encaminé yo a los lugares donde había de llevarse a ejecución el plan formado, en el cual me cabía una de las partes principales. Lo primero que hice fue ir a la guardia del presidio, fuerza la más numerosa y la más cercana de todas las con que debíamos contar en nuestra empresa. Preguntó por el oficial; le llamaron, se me presentó, dímosnos la seña convenida y nos apretamos la mano, encontrando yo en aquel hombre desconocido más resolución que en otros a quienes obligaban a tenerla grandes compromisos anteriores. Hecho esto, pasé a juntarme con la turba prevenida para recibir a los procedentes del castillo y abrirles las puertas. Componían la reunión medianamente numerosa, de gente, si no forajida, poco menos, y en su mayor parte de contrabandistas, gobernada por sus respectivos capataces. Las tiendas de vinos eran propios acantonamientos para semejante tropa, la cual se situó en varias de las que allí cerca había. A una de éstas pasé yo, y a pesar de mi fanatismo, sentía horror y repugnancia al ver las personas de que estaba rodeado. Examiné el estado de las cosas y saqué de ellas un juicio satisfactorio. Por comunicaciones recibidas del castillo de Santa Catalina, supe que Benicia estaba en su cuarto, pronto a dar la señal a los del castillo opuesto. Pasé yo mismo a la puerta de la Caleta. Allí, algunos de los míos tenían hachas bien afiladas para destrozar la puerta hasta abrir entrada a los que de fuera viniesen. La guardia del puesto, compuesta de la milicia urbana, había contraído de pronto un compromiso singular, que era el de no cooperar a nuestro intento, pero sí dejarnos pacíficamente llevarle a ejecución a su vista; extraño modo de cumplir su deber, que era cuidar de la seguridad de aquel puesto, pero ejemplo harto común de las contradicciones del entendimiento y de la conciencia del hombre. Estando así todo, no había duda del triunfo, si los del castillo de San Sebastián se presentaban. Volvíme a la tienda y púseme a esperar. La hora de hacer las señales era de suponer que había ya pasado. Sin embargo, no se notaba movimiento hacia el castillo. En medio de esto, los asociados en mi empresa se entretenían en jugar, y ocurriendo, como con frecuencia sucede, una disputa en el juego, estuvieron a punto de remitir la decisión a la navaja. Alborotóse la tienda, y recelé yo un escándalo por donde fuésemos descubiertos. Llamé a uno de los principales capataces, conocido por el nombre de Manuel o don Manuel el Montañés, célebre entre los suyos y aun asociado a personas de superior esfera, como insigne contrabandista y jugador de monte. Sosegó éste a los más alborotados por un medio que yo creía contrario al que se debía emplear, pues les dijo atroces injurias; aquéllos, al principio, respondieron con otras iguales, siendo terribles los gritos y feroces los gestos y ademanes, a punto de parecer inminente una refriega aun con el mismo tremendo caudillo; pero por grados fuese bajando la voz por las opuestas partes, cambiándose las injurias en argumentos y las señales exteriores de amenazadoras en amistosas, aunque expansivas, hasta quedar restablecida la paz, y, en cuanto cabía, la obediencia. Este incidente, que empezó causándome gran cuidado, vino a serme divertido. A todos nos sirvió de distraernos de una consideración, que era la de que, corriendo el tiempo, los del castillo no daban muestras de moverse. Tanta dilación era sospechosa. Comenzó a advertirlo aquella gente y a manifestar desconfianza y miedo. Para sosegarlos yo y para salir también de dudas, propuse un arbitrio. Si bien estaba cerrada la puerta de la Caleta y echarla abajo hasta llegar el momento oportuno sería locura, al pie de la vecina muralla hay elevados montones de arena, arrojada allí por las olas, de suerte que era fácil descolgarse a la playa sin peligros. Ofrecióse a hacerlo un hombre para mí desconocido, de los de mala traza y probablemente no mejores hechos que allí estaban, el cual había de ir por las peñas hasta llegar al mismo castillo de San Sebastián, y dar de mi parte un recado a mis amigos para que me explicasen os motivos de su tardanza, o si habían mudado de resolución por no poder o no querer atenerse a su propósito primero. Mi emisario necesitaba credenciales, porque aun ignorando el significado y aun la existencia de esta voz y las fórmulas usadas en las negociaciones, conocía que sin llevar algún documento donde se acreditase quién le enviaba, y a qué estaba expuesto a llevar mal trato, o cuando menos a no ser recibido. En mi ciego ardor, conociendo lo fundado de aquel ruego, accedí a él, y tomando una pluma o un lápiz, escribí a mis amigos del castillo lo siguiente: «Espera, a usted, con las armas, la gente y todo listo, Galiano.» Así puse, con mi firma al pie, en manos de un hombre nada digno de confianza, un documento que, presentado en un proceso, sería bastante a granjearme mi condenación a muerte. Debo añadir, aunque sea digresión, que éste pedacillo de papel me fue presentado después del triunfo completo de la causa por el que le llevó, el cual, si con haberle guardado blasonaba de su fidelidad y le exhibía como título para obtener un premio, bien podía haber hecho otro uso, de él, si hubiese tornado la vuelta contraria la fortuna. A tal extremo llegaba mi fanatismo, acreditado en sucesos poco conocidos, por lo cual hay quienes me nieguen el lugar que me corresponde, para el aplauso o vituperio, en una revolución en que me cupo una de las partes principales.

El emisario despachado saltó a la playa y tardó algo en volver, como era forzoso. Le esperábamos ya con poca satisfacción, porque la tardanza en ejecutar el plan nada bueno prometía. Llegó al fin, y con las noticias que trajo, confirmó más nuestros crueles temores. Dijo, pues, que, habiéndose acercado al castillo, le había intimado para que se hiciese atrás la centinela, y que como insistiese en rogar que le dejasen hablar con el oficial comandante del destacamento, había recibido por respuesta la amenaza de que, de no retirarse, le despedirían haciéndole fuego. Todo esto fue dicho en voz alta por el emisario antes que pudiese yo cortarle la palabra, trayéndole a explicarse conmigo en secreto. Oírlo los contrabandistas, creerse en peligro si allí continuaban y empezar a irse cada cual por, su lado, fue obra de pocos momentos. Me vi, pues, solo; pero antes de retirarse mi comisionado, le pedí el papel que le había servido de credencial, y él me dijo que lo había hecho pedazos, mintiendo, pues le tenía guardado, como poco antes he referido. Casi abandonado ya en mi desesperación, hice locuras. Saliendo al lugar llamado el Campo, frente del Hospicio, acompañado no me acuerdo de quién, pateé, me golpeé, hasta me arrojé al suelo y mordí la tierra. En verdad, se había malogrado un proyecto cuyo éxito favorable era casi seguro. Llegado a la casa en que había yo de pasar la noche, oí fusilazos a lo lejos. Salí de nuevo y supe que el estruendo era causado por haberse escapado los presos y metídose en el bote, y haberles hecho fuego los soldados de la guardia, cuyo comandante los acompañó. Al oír este estruendo, el ya citado comandante de la guardia del presidio se puso en movimiento, sin encubrir su situación de cooperar al triunfo de la causa sostenida por los presos, y sus soldados le siguieron; pero viendo todo tranquilo, volvieron a la situación antigua. Por esta acción el mismo oficial fue preso y procesado, y habría llevado severo castigo si el triunfo de la causa constitucional no hubiese puesto fin a la que se le estaba formando. Este hecho prueba cuan fácil habría sido nuestra victoria si los del castillo hubiesen venido a Cádiz.

Ahora queda explicar lo que llegó a mi noticia sobre la determinación de los presos. Según algunos de ellos me dijeron, el comandante de la guardia, tanteando a los soldados para ver si estaban dispuestos a seguirle, no los encontró dóciles como esperaba y le era necesario. Este tanteo hubo de ser hecho con torpeza, pues manejándose con habilidad, sin duda le habrían seguido. Otros de los mismos presos llegados al Ejército constitucional dieron por causa de su fuga no haber sabido a punto fijo que en Cádiz se estuviese preparado a recibirlos. Esto se averiguó a su tiempo, pues proclamada ya en Cádiz y en toda la España la Constitución, y libre Benicia, aseguró que había hecho las señales, en lo cual no pudo ser desmentido. La verdad es que, viendo a mano el bote, prefirieron irse en él, a intentar la entrada en Cádiz, no siendo vergonzosa una fuga que los llevaba a juntarse con sus compañeros armados y a participar de sus peligros, fatigas y, glorias. Como supe después, al tiempo de tomarse la determinación, y estando dudoso cuál se tomaría, prevaleció la idea de que con nosotros los de Cádiz poco se podía contar, pues no habíamos abierto las puertas a los de Quiroga el día 3, como nos tocaba haber hecho, y que estando la bandera constitucional alzada, tocaba a los militares ir a pelear como valientes en las filas de sus sostenedores, en vez de meterse en un tumulto popular de éxito incierto y casi nada glorioso. Con este modo de pensar, hijo de preocupaciones que llevan a los de la profesión militar a no fiarse en los paisanos, se malogró la ocasión de tomar a Cádiz. Istúriz no quiso seguir a sus compañeros de prisión no bien supo que se iban al Ejército, en vez de intentar la entrada en la ciudad, y prefirió quedarse en su encierro y aguardar allí las resultas de la causa que contra él y los demás se seguía. También se quedó el coronel Roten, por no haber estado pronto en la hora de la salida, y estuvo a punto de costarle cara su detención, pues el gobernador del castillo, a quien habían emborrachado los presos con vino cargado de drogas para que en su embriaguez no les sirviera de obstáculo, llamando a unos soldados mandó que disparasen a Roten cuatro tiros, orden bárbara, a la cual faltó poco para ser obedecida. Los demás presos, en su pobre barquilla, hicieron una pronta y feliz navegación hasta aportar al Puerto de Santa María, estando la noche, aunque en el rigor del invierno, hermosa y serena. Aquella misma noche había llegado allí Riego, por quien fueron recibidos con extremado agasajo, no sin injustos vituperios a los conjurados de Cádiz, vituperios en alguna parte, pero no ciertamente del todo, merecidos. Riego había salido de Arcos uno o dos días antes, y pasado a Jerez de la Frontera. Allí proclamó la Constitución, según su costumbre de resolver de este modo una de las principales cuestiones pendientes. El día 5, encaminándose al Puerto de Santa María, avistó a Cádiz desde las alturas de Buenavista y le intimó la rendición por medio del telégrafo situado en aquel cerro; acción de mero aparato teatral y muy conforme al carácter de aquel personaje, la cual ni trajo ventajas ni inconvenientes, aunque sirvió de dar a conocer a los gaditanos que, además de las fuerzas situadas en la isla de León, había otras declaradas constitucionales.

Después de mi mala fortuna en la noche del 5 de enero, poco podía yo hacer, y aun nada quería, salvo pasar al Ejército a participar de la suerte común de los constitucionales. Diéronme noticia de que estaba mandado prender, aunque hoy mismo no sé si hubo tal orden. Vínoseme a hablar de otras tentativas proyectadas, dentro de Cádiz, pero en ninguna podía servir de mucho, y por ciertas preocupaciones me resistía a ponerme acorde con personas nuevas en aquellas empresas que se me proponían por asociados. Al fin, no me acuerdo bien si en la noche del 10 o del 11 de enero, encontré modo de llevar a efecto mi propuesta fuga. Vínoseme a decir que un capitán de buque mercante francés, surto en la bahía, estaba pronto a sacarme de Cádiz y depositarme en la opuesta costa, siendo él masón celoso, aunque no de la masonería española, y acérrimo liberal, y deseando favorecerme como hermano. Llegó la noche en la que había de efectuarse nuestra salida. Pero sopló en ella el viento del Norte furioso, estrellando las olas en el muelle como suele, con gravísimo peligro de las embarcaciones menores. Envióme, pues, a decir el capitán que estaba pronto a cumplir su palabra, pero que veía casi seguro ahogarnos si emprendíamos el viaje en aquella noche. La perspectiva era poco lisonjera, y preferí esperar a otro día; pero accediendo a ruegos del mismo capitán, me fui aquella noche a dormir a su casa. Amaneció el día siguiente cayendo nieve en espesísimos copos. No habían visto tal cosa en Cádiz los nacidos, y era general la sorpresa. En esto entró el capitán y me dijo que creía propicia la hora para embarcarnos, pues el riesgo de atravesar las calles de Cádiz de día era corto, mientras mirando todos al cielo atendían poco a la tierra. Me pareció acertado el consejo y le puse en ejecución. Embocéme en mi capa, cogióme del brazo el capitán, tomamos un gran paraguas y le bajamos hasta taparnos la cara, y con trazas de hombres arrecidos y asustados de la nieve, fuimos sin tropiezo por las calles y aun atravesamos la Puerta del Mar, donde había sentados dos vigilantes tan poco dignos de su título en esta ocasión, como suelen serlo casi en todas. Salimos, pues, al muelle, sin hacer alto en nosotros persona alguna, y llegados al bote que nos esperaba, salté yo en él con la alegría común en casos semejantes, sensación viva ésta (la de verse en salvo después de un peligro), que se ha reproducido más de una vez en mi persona en los varios lances de mi azarosa vida. Fuimos a bordo del buque francés. De él tenía yo que salir y aun que atravesar por alguna guardia de las tropas del rey, pero mi peligro era ya leve. Sin embargo, me fue necesario mudarme de ropa, poniéndome, en vez de la mía, una de marinero mercante francés, compuesta de chaqueta y pantalón de paño verde oscuro con varias piezas añadidas de diversos matices de verde, traje que fue el mío durante dos meses, aunque cubierto con una capa. Ya tan gozoso y sin capa, por no consentirme llevarla la condición de marinero que fingía, metiéndome en otro bote, fui en él a desembarcar en la banda de Poniente del caño del Trocadero. Echéme en tierra con los demás marineros, pretextando que íbamos a recoger no sé qué efectos de los allí acopiados, siendo verdad que a esto iban también los del bote.

Había una guardia en aquel puesto, pero por demás descuidada, especialmente tratándose de marineros franceses. Yo entré en conversación con algunos soldados, diciéndoles algunas palabras españolas con mala pronunciación y no mejor sintaxis. Así los traíamos entretenidos, cuando aprovechando yo un momento en que no me miraban, eché a andar por el camino que lleva a Puerto Real, donde contaba, o encontrar tropas constitucionales, o lograr con poco trabajo un medio de trasladarme, a San Fernando. Me alejé sin que me llamasen, a paso corto primero, y después a carrera. Había andado algún trecho, cuando comenzó de nuevo a nevar y con mucha fuerza, repitiéndose así el fenómeno de la mañana; y fenómeno le llamo, por serlo en aquel clima, pues habiendo yo nacido y vivido en él largos años, sólo esta vez he visto caer en abundancia y seguida la nieve. Yendo yo en cuerpo con mi chaqueta, me calé todo; pero el ejercicio me impedía sentir el frío. Es de notar que siendo desde niño de complexión delicada, habiendo estado tan enfermo en Londres y Suecia, y aun después padeciendo siempre, nada robusto y sí achacoso, he resistido sin rendirme a dos cosas que cada una de por sí acaban mucho a los hombres, y juntas deberían haberme causado la muerte, o cuando menos una vejez anticipada; esto es, haber cometido excesos y darme por extremo a la lectura. Sin embargo, tan fuerte estaba yo en esta época, que faltándome la costumbre de arrostrar así la intemperie, no me resentí del mal rato que me llevé en una legua larga que hay hasta Puerto Real desde el Trocadero. Llegué al pueblo a que me encaminaba cubierto de nieve, y viendo a la entrada un soldado o cabo de escuadra, conocí por su uniforme ser del batallón de la Corona, uno de los dos que Quiroga había traído consigo. Fuime a él y le pregunté de qué tropas era, y recibí por respuesta que de la primera división del Ejército nacional, lo cual me declaró que estaba entre los míos. Él, mirándome por mi pelaje, hubo de creerme poca cosa, y notándome cubierto de nieve: «Pobrecillo, me dijo tuteándome, por no parecerle digno de más consideración; tú vienes de la fragata. Respondí yo que sí, no sabiendo de qué me hablaba, y él añadió: Ya os he estado mirando venir; vamos, entra conmigo a echar un trago de aguardiente, que lo necesitas.» Acepté el convite, no obstante saber que los licores espirituosos no son buenos para quien viene frío y cansado, pero cedí a la práctica común de usarlo en tal caso, porque de pronto consuelan. Bebido un poco en buena amistad, preguntó a mi convidador qué tropa había en Puerto Real, y quién la mandaba. Respondióme que la primera división con su general cuyo nombre no me dijo. Le pedí, pues, que me llevara a casa del general, que por fuerza había de ser amigo mío, fuese el que fuese. Diome gusto; salimos de la tienda en compañía; llevóme a casa del general, y adelantándose un poco, dijo a éste que un marino quería hablarle. Mandáronme entrar, abrióse la puerta, y en el general conocí a Riego, el cual dio un grito, diciendo: ¡Es Galiano!, y vino a abrazarme, no sin gran sorpresa de mi compañero el cabo, que vio convertirse en personaje de suposición a quien tenía trazas de ser tan poca cosa. Entrado con Riego, hiciéronme preguntas sobre el estado presente y aun pasado de Cádiz, a que satisfice. Pero varios de los oficiales que rodeaban a Riego se manifestaron llenos de indignación contra los que no les habíamos abierto las puertas de Cádiz, clamando que los habíamos engañado y perdido. Llegaron a destemplarse tanto, que Riego hubo de mediar, imponiéndoles silencio15.