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ArribaAbajoCapítulo VIII

Los amigos de Riego esperan que resista a abandonar sus tropas.-Estupor que les produce la noticia de su venida.-Actitud que observa a su llegada.-Después de hallarse en Madrid algunos días, idean que haga su entrada triunfal.-Pobre y ridículo aspecto de la ceremonia.-Banquete y función en el teatro del Príncipe.-Riego canta el Trágala desde su palco.-Falsos propósitos atribuidos a los amigos de Riego.-El Gobierno manda a Riego de cuartel a Asturias y destituye a los demás generales exaltados.-El autor presenta la dimisión de su empleo.-El motín del 6 de septiembre.-El público de la Fontana abandona al autor mientras perora, para unirse a los alborotadores.


Mientras caminaba a Andalucía el canónigo embajador, seguían las cosas en su estado mismo. Algún cuidado hubo de dar la embajada, y de ella se habló en el cuerpo gobernador de la sociedad masónica, donde Gallardo, con su gusto de dar a las cosas los nombres que llevan en los libros antiguos y de usar en burlas de las cosas santas, apellidó Paraninfo al canónigo enviado, cosa que, cayendo en gracia, fue repetida. Pero si los que conocíamos a Riego algo temíamos, aun nosotros no pudimos creer que se lograse arrebatarle del Ejército, lugar que cuadraba con su ambición; y en cuanto a los que le conocían poco, se prometían maravillas de su arrojo y firmeza. Así fue que, cundiendo y robusteciéndose la idea de que los del Ejército y los de Cádiz no cederían, y manifestándonos sus parciales en Madrid con sumo entono, como seguros de la victoria, empezaron a entrar en cuidado los ministros y sus amigos. Jactábanse de no menos que de reducir con el Ejército a Cádiz y la isla de que es parte, lugar por su naturaleza fortísimo, y por su concepto de constitucional tal, que parecía impiedad y delirio el proyecto de ir a sujetar aquella gente con las armas. En estos apuros, el ministro Canga Argüelles, nada firme, aunque con otras buenas cualidades, comenzó a atribularse, agregándose a su flaqueza y deseo de mudar, que real y verdaderamente en su amor a la revolución excedía entonces mucho a sus compañeros. Lo cierto es que concibió el proyecto de que el Ministerio se volviese atrás de la resolución, y si no hizo para ello proposición formal en el Consejo de ministros, habló del asunto públicamente. No se atina lo que habría sucedido en situación semejante; pero salióse de ella de una manera inesperada. Súpose de pronto que estaba el general Riego en Madrid, habiéndose venido del Ejército tan a la callada, que fue una verdadera deserción su venida; y deserción la llamo no porque viniendo no cumplió con las leyes militares, en vez de quebrantarlas como hacen los desertores, sino porque abandonó a aquellos con quienes estaba ligado, sin darles aviso de su determinación, y aun recatándola; de suerte que la primera noticia que hubo de que pensaba partir, fue la de estar ya de camino. Tal prisa traía, que dejó sin concluir un retrato que le estaban sacando, lo cual hubo de causarle pena, porque gustaba mucho de ver reproducida su imagen en el lienzo o en el mármol, o aun en materia más humilde.

Como un rayo que nos hubiese caído encima fue para nosotros la noticia de estar Riego en la capital de España. Aun no sabiendo las circunstancias de su partida, nada nos prometimos de ella que no fuese funesto. Juntóse el Gobierno masónico, y no acertando con resolución alguna que al parecer ofreciese ventajas, ninguna tomó, dejando las cosas al gobierno de la ciega fortuna.

Riego venía mal dispuesto a oír a los que le habían aconsejado lo contrario de lo que había hecho. Pero como queriendo acreditar que si se había venido no era porque se humillaba al Gobierno, determinó echar fieros dentro de la corte. Contaba para ello con el favor del pueblo, de que se creía dueño en el más alto grado. Confirmóse en su engaño con verse rodeado o seguido, cuando salía a la calle, de una cuadrilla de ociosos, compuesta en parte de personas a quienes movía la curiosidad, y en otra parte de alborotadores de profesión, mezclados con muchachos, a quienes atraía el entretenimiento de dar vivas. Fue a verse con los ministros, y según noticias fidedignas que he tomado de esta conferencia, se destempló en ella de un modo que tenía algo de locura. Ponderó sus hechos y su poder, reconvino a los ministros por su ingratitud, casi los amenazó, e hizo ademán de desceñirse la faja, como si estuviese pronto a desecharla, juzgándola inferior a lo que él merecía. Quedáronse atónitos los ministros, que tenían ideas de un Riego, al cual miraban por un lado con admiración y por otro con miedo, ente creado por la imaginación y la fama, muy diverso del real y verdadero que se les había puesto delante, el cual, entre sus faltas, tenía la gravísima de aparecer en las circunstancias en que estaba, nada temible, a pesar de la arrogancia de sus retos. Es difícil decir a punto fijo qué quería Riego en aquel instante. Pues no había querido ser rebelde a medias o del todo, con grandes probabilidades de vencer de nuevo, debía saber que estaba forzado a representar el papel que había elegido; esto es, el de soldado obediente, a quien no dan título alguno para dejar de serlo sus hazañas. Creer que representando en Madrid contra la disolución del Ejército podía evitarla, era increíble desatino, porque su venida la hacía forzosa. Fuese como fuese, él se salió despechado de su visita, y los ministros tampoco quedaron contentos, pues si bien se hicieron cargo de que se las habían con un adversario de flacas fuerzas, a quien era fácil vencer en la lid pendiente, no dejaron de prever que las singularidades de aquel personaje de grandísimos servicios y de alta fama, aprovechadas por las artes y la ambición de los deudos, y empleadas por el mismo Riego en pro de un caprichoso interés, produjeran al Estado grandes embarazos en lo futuro. El general, en tanto, hubo de olvidar su disgusto cuando se vio en la calle gozando de la admiración y aplauso popular, en que tenía su principal recreo. Por desgracia, las turbas que le seguían no estaban bien compuestas, formándolas la gente ociosa o de mala especie, abundante en las grandes poblaciones, a las cuales se agregaban algunos mirones, bobos y no pocos burlones malignos. Eran indecibles nuestro dolor y coraje al ver al representante principal del alzamiento del Ejército y de las opiniones y del interés de la parcialidad fautora o amiga de la revolución desconceptuarse así a los ojos de la gente sensata. Y subía de punto nuestro enojo cuando oíamos decir a unos, con candor en sus peores acciones, y a otros con malignidad en su odio a nuestro partido, que Riego, de suyo bueno y noble, pero no muy avisado, obraba a impulsos de personas o perversas o locas, que le precipitaban; las cuales personas ya se entiende que eran los corifeos de nuestro bando. Bien es verdad que el general a alguien daba oídos; pero era a hombres de corto juicio, que le lisonjeaban incitándole a hacer lo mismo a que él de suyo propendía. Propagóse en esto la idea de que habiendo hecho su entrada triunfal en la capital de España Arco Agüero y Quiroga, no había razón para no hacer iguales honores a Riego, superior a sus compañeros en merecimientos y renombre. No nos agradó este pensamiento, por muchas razones. En primer lugar, era una ficción hacer entrada en un pueblo a una persona que ya había residido en él algunos días, y no enteramente desconocida, sino al revés, dándose a notar su presencia. En segundo lugar, la función que se preparaba llevaba ya dos representaciones, y aun concediendo que en esta tercera se obsequiaba a objeto nuevo y de superior valer, todavía carecía del atractivo de la novedad, muy necesario en festejos de semejante clase. En tercer lugar, eran las circunstancias desventajosísimas para la fiesta. Aun los principales del partido a que correspondía el general estábamos descontentos de la situación de los negocios, y muy particularmente de la conducta del sujeto a quien iba a honrarse, y éste tenía, además, contra él al Ministerio, a sus numerosos parciales, gente, muchos de ellos, de gran valía en la hueste constitucional antigua, los cuales miraban aquel acto como de oposición al Gobierno y no como de testimonio de gratitud a los hechos insignes del triunfador, y a todos los apasionados al rey y a la Monarquía antigua, gremio en Madrid en aquellos días nada escaso. Temíamos, pues, que saliese mal la función, y sobre todo que fuese ridícula o se acercase a serlo. No nos engañamos, por desgracia, en nuestros temores. Fue el festejo de poco lucimiento, aunque concurrido, y no supliendo el entusiasmo general lo que le faltaba de grandeza o pompa, notósele lo pobre, hasta motejarle la malignidad, haciendo asunto de burlas los coches simones del séquito y el porte de una porción considerable de los acompañantes. Aun la algazara de unos cuantos gritadores le rebajó el valor, pues contrastaba el escaso valer de quienes se mostraban alegres con la ausencia de muchos personajes de nota, o con el silencio, ceñudo en unos y burlón en otros, de gran porción de la turba de espectadores. Para pocos fue la función satisfactoria, y para muchos desagradable; y lo peor en esto fue que entre los satisfechos había no pocos enemigos de Riego, y, al revés, bastantes de sus mejores amigos entre los pesarosos.

Por mi fortuna, aunque no para salvarme de las malas consecuencias de tan triste función, estaba yo indispuesto aquel día, a punto de no poder salir de casa. No vi, pues, lo que refiero, pero súpelo de boca de mil testigos fidedignos e interesados que lo presenciaron, y cuadra, por otra parte, tan perfectamente cuanto cabe con otras escenas de parecida clase, representadas en aquel mismo período malhadado, a mi propia vista.

El triunfo de Riego terminó con un banquete. Celebróse éste en el salón de la Fontana de Oro, donde tenía sus sesiones la Sociedad patriótica, la cual hacía este obsequio al general, en la ceremonia de cuyo triunfo había tenido una parte, que no por la de todos los socios había sido voluntaria. El sitio aquel no era estrecho, pero apenas tenía el espacio suficiente para que estuviese en él con desahogo el número considerable de los convidados. Alargóse la comida, empezada como solía hacerse en aquel tiempo hacia las tres de la tarde, hasta cerrar la noche del día, que era uno de los primeros de septiembre; menudearon los brindis; se cantó, se gritó, y con el calor de la bebida fuerte, del aposento y del entusiasmo se pusieron las cabezas algunos puntos más arriba de su natural asiento. Estaba preparada en el teatro del Príncipe una función con que terminaban las de aquel día, y que asimismo estaba dispuesta en obsequio del héroe festejado. Era numerosa y bien compuesta la concurrencia, y olvidado en aquella hora todo cuanto no fuesen los merecimientos de Riego, altos sin duda, fue el general aplaudido por toda clase de gentes, aun contando las de alta esfera y juiciosos pensamientos. El principal agasajo del tiempo era cantar canciones patrióticas, porque la revolución de 1820 a 1823 gustaba mucho del canto, lo cual también había sucedido en la época de la guerra de la Independencia, y no sucede ahora, no obstante ser la afición a la música mayor en España hoy que en los tiempos pasados. Cantóse, pues, todo lo de uso, incluso el Himno de Riego, tan grato al personaje cuyas hazañas celebraba. Pero esto no bastó ál general, pues quiso añadir algo, sin mostrar en la elección mucho gusto ni tino. Habíase compuesto en Cádiz una canción necia y soez, cuyo tenor y fin era insultar a la parcialidad vencida, amante de la monarquía antigua; composición de bárbara intolerancia, en que se presentaba la Constitución como un trago amargo, dado a beber por fuerza; a lo que se agregaba dar el nada atento nombre de perros a los mismos a quienes se amenazaba con violentarles la voluntad. Acomodóse la canción nueva a una tonada antigua, cuyo estribillo tenía un sonsonete o martilleo muy propio para aumentar lo desagradable del insulto. Este cantar, apellidado el Trágala, después tan malamente famoso, fue el que recomendó Riego a la concurrencia, a la cual habló en voz alta desde su palco; pero como no hubiese en Madrid muchos que supiesen la letra o la música de la tal composición, mandó el general a sus ayudantes que la entonasen. La voz de los oficiales, mala o buena, no era la de profesores, y la del mismo Riego nada tenía de apacible o grata. Así la canción, aunque agradó a la parte peor del auditorio y fue recibida con palmadas, no sólo disgustó a las personas sensatas o de buen gusto, sino que hizo objeto de risa al que debía serlo de veneración y buen afecto. Ponderaron los enemigos de Riego la ridiculez de una escena que referida lisa y llanamente era bastante ridícula. Al siguiente día, la fiesta del anterior era objeto de casi universal escarnio, y los que no se burlaban tampoco osaban hablar de ella como de un suceso feliz o lucido, mostrando, al revés, en sus palabras o en su mismo silencio, dolor e ira.

Los ministros trataron de poner término a la presencia en Madrid del general causador de lances tan lastimosos. Llevaron a más la severidad, pues determinaron castigar a los principales amigos de Riego, suponiéndolos (porque en verdad lo creían equivocadamente) directores de la conducta del personaje célebre, a cuya sombra se les aclamaba, que excitando el ímpetu de las pasiones populares, trataban de encumbrarle. Decíase, en efecto, por Madrid, creyéndolo muchos por largo tiempo, que los principales del Gobierno masónico, ya en el cuerpo mismo de que eran miembros, ya concertándose entre sí, habían determinado derribar al Ministerio y hacerse ellos dueños de los puestos vacantes. Hablóse hasta de estar ya nombrados los ministros de los respectivos ramos, y fue muy común que el Ministerio de Estado había de ser mío, como el único diplomático de la pandil1a. Para que se vea lo que va de tiempo a tiempo, diré que esta infundada acusación me ofendió, más que por otra cosa, por venir encaminada a ridiculizarme. A ello tiraban, en verdad, quienes la hicieron, y lo lograron en todos cuantos tuvieron el cargo por verdadero. Hoy, en verdad, no parecería atrevimiento loco que un hombre de treinta y un años cumplidos, y sobre todo uno de los principales autores de la mudanza hecha en el Gobierno de España, pretendiese ser ministro. Ni se consideraba entonces como obstáculo el carecer del carácter de diputado a Cortes, pues la Constitución vigente hacía incompatible este cargo con el de ministro; era forzoso componer el Ministerio con elementos de fuera del Congreso. Pero reinaba aún en los pensamientos de todos la juiciosa idea de que para gobernar el Estado se había menester algo más que saber hablar en público y tener unos pocos años de carrera, y aun haber hecho servicios a la revolución, aunque grandes, de duración breve. Así, es lo cierto que pareció no sólo delito, sino risible desvergüenza la pretensión que, en común con otros, se me supuso de ser ministro. Allegábase a esto que los constitucionales antiguos casi todos veneraban a Argüelles y a varios de sus colegas, a punto de considerar sacrilegio el intento de derribarlos; prueba de existir aún cierta disciplina en los partidos. Por su parte, los amantes del rey, temiéndonos más que a los ministros y reputando que cuanto mal se dijese de nosotros forzosamente habría de ser cierto, creían y temían el proyecto de nuestro advenimiento, y con empeño contribuían a darle por seguro, a hacerle cosa odiosa y a la par de burla, y a impedir que se realizase.

Así, en la mañana del 5 de septiembre fueron expedidas varias reales órdenes enviando al general Riego, de cuartel, a Asturias, su patria; al general Velasco con igual destino a otro punto, exonerándole del Gobierno de Madrid, y a varios lugares a don Salvador Manzanares y don Evaristo San Miguel; alcanzando semejantes castigos a otras personas de menos cuenta o cuyos nombres no conservo ahora en la memoria. Todos éstos eran militares, y al mandarlos a residir a ciertos determinados puntos, usaba el Gobierno de una facultad que en España tiene sobre los militares, aun no estando en activo servicio. Pero en realidad de verdad, esto era desterrar, cosa muy usada entre nosotros y no olvidada aún; pues en nuestras revueltas novísimas, aun cuando han llevado lo mejor y adquirido el predominio los que se titulan y aun se creen amantes más ardorosos de la libertad, ha sido costumbre mandar salir de un pueblo a las personas cuya presencia desagrada y asusta a los dominadores, siendo idea arraigada en las cabezas españolas la de haber en el que manda facultad para determinar dónde han de residir los que obedecen. Sin embargo, aun en el desterrar entonces se buscó un pretexto, y no le había, para enviarme a vivir al lugar que por el Gobierno me fuese señalado. Sonóse, pues, que iba a salir a servir la Secretaría de la embajada de España en Londres, lo cual no me quitaba mi plaza en la Secretaría de Estado, porque las de embajadas de primera clase eran servidas entonces en comisión por los que tenían destino igual al mío, sin perderle por eso, ni aun sus ascensos de escala, ínterin estaban empleados fuera. De este modo mi caída habría sido casi un favor; pero aun así, oído y creído por mí que se me preparaba tal suerte, me propuse no aceptarla. Hubieron de pensarlo mejor los que mandaban, si es que verdaderamente se habían resuelto a enviarme a Inglaterra, y no quisieron darme tan blando castigo. Prefirióse, pues, deshonrarme con los míos, y se puso en ejecución el propósito del modo siguiente: sabedor yo del destierro de Riego y de otros de mis amigos, me encaminé a la Secretaría, cierto de que allí me esperaba un golpe, y dispuesto a llevarle, no con fortaleza, sino con arrogancia. Apenas entré, cuando llamándome el oficial mayor, don Joaquín de Anduaga, me dijo que él y don Manuel María de Aguilar y algún otro oficial de la Secretaría, que eran de la Sociedad de la Fontana, habían determinado despedirse de ella, vistos los desórdenes que allí habían ocurrido, y que de mí se esperaba que hiciese otro tanto, siendo asunto del cuerpo de que había venido a ser miembro. Respondí negándome secamente a dar tal paso. Entonces Anduaga me manifestó era incompatible seguir sirviendo mi destino y ser de una Sociedad puesta en pugna declarada y violenta contra el Ministerio. Repliquéle que así lo conocía yo también, y por eso estaba resuelto a renunciar, pero no la calidad de socio de la Fontana, y sí mi empleo de oficial de la Secretaría de Estado, no sin dejarme decir que prefería aquél a este título, porque oficiales de la Secretaría había habido siempre, y hombres que participasen, como yo había participado, en la revolución poco antes efectuada, no eran comunes. Asombróse Anduaga de mi atrevimiento, o en su entender de mi demencia, porque entonces todavía los oficiales de la primera Secretaría de Estado (que aún llevaba tal título) se estimaban personajes de alta importancia, no pareciendo creíble que hubiese quien alegremente renunciase un puesto de tanta honra y de no escaso provecho. Túvose, además, mi locura por casi insulto al cuerpo distinguido a que pertenecía. Hacía poco caso mi soberbia revolucionaria de la otra antigua; y así, fuime muy ufano a mi mesa, y sin perder tiempo extendí mi renuncia. Ésta fue descomedida en la sustancia, aunque no del todo en los términos, pues no los empleé groseros, pero sí irreverentes. Dirigíla a su majestad, como es costumbre. Recordé mi participación en la rebelión pasada, pero trayendo a la memoria que el rey había declarado este acto servicio relevante, lo cual era un desacato notorio. Añadí que, en mi entender, seguía el Gobierno una conducta a la cual yo, el exponente, no podía contribuir ni en la mínima parte que corresponde a un empleado subalterno. Tras esto, repetía censuras de lo hecho contra Riego y sus parciales, y terminaba diciendo que, pues no quería estar entre los enemigos de mis amigos, suplicaba a su majestad que aceptase la dimisión que hacía de mi empleo. Al día siguiente recibí la aceptación de esta renuncia en un oficio lacónico y seco, como debía ser, y del cual tuve la necedad de resentirme. Mi conducta en este caso no fue loable, pero tampoco fue interesada o baja. Pocos ejemplos ha habido después, y ninguno se había visto antes, de renuncias de un destino tan apetecible, estando entonces tenidos en mucho los de la Secretaría de Estado por lo que en sí eran, y porque todas las salidas de ellos eran excelentes. Escandalizó mucho a algunos mi proceder, que, como era de suponer, por otros fue muy ensalzado. Lo que mal se podía esperar era que habiendo yo, pasado poco tiempo, tomado otro empleo cuando por la reconciliación de mis amigos políticos con el Gobierno, y por haber sido ellos más o menos agraciados, cesaron los motivos que habían dictado mi dimisión, haya habido quien me pinte como un hombre que por hablar en la tribuna de la Fontana logró un buen destino. Ocho años de servicios llevaba y había hecho el para aquella época señaladísimo de ser de los principales en la empresa de restablecer la Constitución, cuando me quedé sin empleo por mi propia voluntad, y aun sin el sueldo de cesante. Y cabalmente en aquella época lo que aún tenía de mis bienes en la isla de Cuba empezó a faltarme, mostrando los que me debían una morosidad que después ha ido en aumento. Vime, pues, pobre y sin honores, aunque no sin honor, y por esto, y también por lo primero, estaba ufano.

En los días 5 y 6 de septiembre nada hizo y nada intentó el Gobierno masónico. Habíale aturdido el golpe descargado por los ministros sobre algunos de los más notables entre quienes le componían. Yo, por mi parte, sólo pensaba en lisonjear mi vanidad pueril con los aplausos que iba a recibir en la Fontana. La noche del 6 de septiembre había sesión, y ésa estaba destinada a ser la de mi triunfo; como se verá, empezó a salir la escena en que me prometía brillar, cortada a medida de mi deseo; pero pronto se trocó el aspecto de las cosas, viniendo éstas a terminar muy de otro modo que como yo creía o deseaba. Para aclarar esto, fuerza es volver la vista a lo que en otros lugares estaba pasando.

Había días que al salir el rey a paseo era vitoreado a las puertas de Palacio, y con más altos y apasionados acentos que de costumbre, y también de diferente modo. Gritaban unos al verle asomar: ¡viva el rey!, al uso antiguo, y otros añadían el adjetivo constitucional, al gusto moderno. Si bien no había dos reyes en España, y aclamando al que lo era se le aclamaba constitucional, con todo, rehusar darle este dictado equivalía a darle el de absoluto. Así lo sentían a lo menos los constitucionales, sobre todo los de cierta esfera, no largos en saber ni cortos en desmandarse. Por esto empezóse a manifestar empeño en que no se gritase ¡viva el rey! a secas. Pero los que de este modo vitoreaban al monarca no eran gentes dóciles, sobre todo no reconociendo autoridad sobre ellos en los que intentaban forzarlos a una aclamación que es demasiado larga para un viva; aunque, hablando en verdad, los que se negaban a decir constitucional era porque no tenían gusto en que el rey lo fuese. No había, sin embargo, derecho para compelerlos a usar el epíteto que les disgustaba; pero esta falta de derecho de pocos era conocida, siendo, al revés, común la persuasión de que le había, y muy claro. Al fin este gritar de diverso modo, mezclado con injurias de unos a otros gritadores, tomó el aspecto de una contienda algo grave. El 5 y el 6 de septiembre, los adictos a la persona del rey y a la monarquía antigua, viendo castigado a Riego, y con él a los fautores y parciales de la revolución, vinieron a su puesto más envalentonados y soberbios que en los días anteriores. Pero sus contrarios, los constitucionales, por lo mismo que acudían llenos de rabia y sólo medianamente abatidos, determinaron no dejarse insultar (pues insulto juzgaban los vivas al rey a secas), sino, al revés, escarmentar a los gritadores del opuesto bando. Así, a la entrada de la noche del 6, y a la hora de recogerse el rey a Palacio, después de comenzar los dos coros a entonar sus respectivos vivas, los que decían rey constitucional acometieron a los del bando opuesto a puñadas y a palos. Comenzó con esta acción un alboroto; de la plaza de Palacio se difundió en breve en todo Madrid, corriendo las gentes, cerrándose algunas puertas, acudiendo en tropel curiosos a ver y oír el alboroto, gente alegre e inquieta a satisfacer las inclinaciones en el bullicio, y malvados de los que abundan en poblaciones grandes, a buscar modo de saciar sus apetitos en el desorden. Comenzó, pues, un motín, no muy temible al principio, por no serlo los de aquella época, donde faltaban la resistencia en los que mandaban y la verdadera furia en los sublevados; de que resultaba quedarse los tumultos en mero ruido, alternando los gritos con los cantos; pero motín al cabo, en que, roto el freno de la sujeción a las leyes, el desorden podía y aun debía convertirse, de ridículo y alharaquero, en serio y grave.

Había yo, mientras tenía principio el alboroto, acudido al teatro de mis glorias, o dígase a la Sociedad de la Fontana. Rebosaba en gente el espacioso salón, como solía en las noches en que se celebraban las sesiones. Subí a la tribuna, y rompió el concurso en estrepitosos aplausos, tan continuados, que por buen rato no me permitieron dar principio a mi arenga. Sentíme enternecido de veras, a la par que ufano, siendo yo tal, que, aun ahora, agobiado y cascado por la edad, y por las amarguras endurecido, todavía derramo lágrimas, sin poderlo remediar, a todo cuanto me conmueve, y soy tan fácil de conmover, que la relación de cualquier dicho o hecho tierno heroico, y la música vocal bien ejecutada, y el tener que expresar pensamientos o afectos vivos, me estremece el cuerpo y me humedece los ojos y hace en todo mi ser, en lo físico y lo moral, terrible efecto. En verdad, en aquella hora tenía motivos para no recibir sereno testimonios de aprobación y aprecio que me eran dados con entusiasmo. No recobrado de mi enternecimiento, con voz trémula de placer y gesto animado, no sin mezcla de soberbia, comencé a dar gracias a mi benévolo auditorio, cuando altos gritos que sonaron en la calle me dieron aviso del motín, que ni esperaba yo ni deseaba, aunque a mis amigos, y a mí entre ellos, hubo de atribuirse haberle promovido y fomentado. Oyendo los concurrentes el alboroto, saliéronse a participar de él, cuáles como oyentes, y cuáles como actores; porque, no obstante serles gratas mis huecas declamaciones, todavía les agradaba más la patriótica algazara. Despechábame yo, así por estar ofendida mi vanidad de verme desatendido cabalmente cuando más atención merecía, como porque, no siendo necio, consideré cuánto partido habrían de sacar nuestros contrarios de todas clases de un bullicio intempestivo, además de reprensible, y a ningún propósito racional encaminado. Esforzábame con ridícula pedantería a detener a los que se iban, probándoles con razones tan buenas como inútiles que no era modo aquél de hacer oposición al Gobierno, y pretendiendo enseñar otro modo de hacerla más acertado y con más fruto. Predicaba en balde, como es de suponer, y aun casi llegué a predicar en desierto, porque poco menos que desierta se quedó la sala. Bajéme, pues, de la tribuna cabizbajo y mohíno, acabando tan mal la escena de mi triunfo. Continuó el tumulto, en el cual no faltaron excesos de la peor clase posible, pues algunos de los alborotadores, encaminándose a la casa del señor de Rubianes, jefe político de Madrid, llegaron a allanarla aunque a ninguna persona de las que dentro había hicieron daño. Pero el mayor número de los sediciosos se contentó con pasar algunas horas de la noche gritando, hasta que, cansados y haciéndose tarde, se recogieron a sus casas. A hora regular me fui yo a la mía, ajeno a aquel suceso, y por demás descontento de que hubiese ocurrido.