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—143→

Detente pluma... El otro alzaba del suelo a la pobre Presentacioncita, que al perder el equilibrio, y dar con su cuerpo en tierra, perdió también el conocimiento. Nos acercamos y el duque me miró con fijeza y malicia poniendo sobre los labios su dedo índice.

-¡Jesús... se ha desmayado! -balbució doña Salomé, examinando a su amiga que aún estaba en brazos del otro.

-Esto no será nada, señora... -exclamó el desconocido-. Señorita...

-El susto ha sido tan grande... -dije yo- y gracias a que no se atrevieron a seguirnos. ¡Pobres señoras, si hubieran venido solas!

-¿A dónde llevamos esto? -preguntó el compañero del duque, dando algunos pasos con la desmayada en brazos, tan sin trabajo cual si fuese una pluma.

Pareció perplejo el duque, y como no acertara a indicar una resolución conveniente, el compañero dijo:

-Vamos allá. Adelántate y llama.

Hízolo así Alagón, y no habíamos andado —144→ veinte pasos siguiendo todos al generoso caballero, cuando se abrió una puerta, y Alagón primero, después su compañero con la niña en brazos y detrás doña Salomé y yo, penetramos en una hermosa pieza iluminada por dos luces. Un hombre y una mujer encontrábanse allí, ambos en pie y tan respetuosos que por lo callados y circunspectos parecían estatuas. Veíase en el fondo una puerta entreabierta, por la cual apareció el rostro de una mujer de tan acabada hermosura que a pesar de lo apurado del lance, no pude menos de fijar en ella mis ojos. De la pared pendía una guitarra.

El compañero del duque depositó su preciosa carga en una silla. Callaban todos: el desconocido pidió un vaso de agua, mientras doña Salomé, observando que la muchacha empezaba a dar señales de vida, hacía esfuerzos por reanimarla, diciéndole:

-Presentación, vuelve en ti. Eso no es nada... ¿A ver? ¿Te has hecho daño?...

-Vamos, beba Vd. un poco de agua -dijo el desconocido, acercando el vaso a los labios de la joven, que recobraban poco a poco su vivo carmín, así como las descoloridas mejillas.

un hombre

Cuando la muchacha bebía, observé al generoso galán, que solícitamente sostenía con su mano izquierda la cabeza de la joven, mientras —145→ le daba de beber con la otra. Era un hombre admirablemente formado, de cuerpo estatuario y arrogante. Su edad no pasaría de los treinta y dos años, hallándose, según la apariencia, en aquella plenitud de la fuerza, del vigor y del desarrollo físico que marcan el apogeo de la vida. Vestía sencillo y elegante traje negro por entero y ancha capa, que habiéndosele caído en los primeros momentos del lance, fue recogida por el duque. Sus ojos eran negros, grandes y hermosos, llenos de fuego, de no sé qué intención terrible, flechadores y relampagueantes. Bajo sus cejas, semejantes a pequeñas alas de cuervo, centelleaba deshecho en ascuas mil por las movibles pupilas, el fuego de todas las pasiones violentas. Su nariz era desenfrenadamente grande, corva y caída; una especie de voluptuosidad, una crápula de nariz. La carne, superabundante había crecido, representando con fértil desarrollo su preponderancia en aquella naturaleza. El labio inferior que avanzaba hacia fuera, parecía indicar no sé qué insaciabilidad mortificante. La personificación de la sed habría tenido una boca así. Una línea más de desarrollo, y aquel belfo hubiera tocado en la caricatura. Observándole bien, se veía en la tal fisonomía, peregrina mezcla de majestad y de —146→ innobleza, de hermosura y de ridiculez. Tenía de todo, y era difícil deslindar en aquel rostro híbrido las líneas pertenecientes a las grandes razas de las que pertenecían a la degeneración propia de todo lo humano. Por su mandíbula inferior se filiaba remotamente con Carlos V, mas por sus ojos truhanescos y las patillas cortas, se iba derecho a la majería. El cráneo era bien conformado, el pelo negro y corto, con mechoncillos vagabundos sobre la frente y sienes. En suma, el perfil de aquel hombre solía verse en las onzas de oro.

Presentacioncita, abriendo los ojos, demostró tal asombro al verse en aquel desconocido sitio y ante personas extrañas, que creímos se iba a desmayar de nuevo.

-Ánimo -le dijo el belfo-, ánimo, señora mía, eso no es nada.

-¡Ah!... ¿quién es Vd.? Gracias, caballero... ¿En dónde estoy? -balbució la muchacha-. ¡Ah!, doña Salomé... Sr. de Pipaón... Están aquí... creí que me habían abandonado.

-Aquí estamos, sí, niña querida...

-Pero al instante nos vamos a marchar -afirmó con febril impaciencia la de Porreño-. Presentación, prueba a levantarte.

-Señora doña Presentacioncita -dijo el belfo sonriendo-, no hay prisa. Descanse Vd. un poco.

—147→

-Vámonos, vámonos -añadió doña Salomé-. Hija, haz un esfuerzo y levántate. ¿Puedes andar?

Presentación dio algunos pasos: cojeaba un poco, a causa de una leve torcedura en el pie derecho al caer; pero andaba. Volviose para dar las gracias al incógnito caballero; yo también quise decirle algo por pura fórmula, pero nos miramos unos a otros con sorpresa. El caballero, volviéndonos la espalda, desapareció por la puerta que había en el fondo.

-Gracias, muchas gracias, señores -dijo Presentación, dirigiéndose al duque.

-Por aquí -indicó este, que sin duda deseaba que nos marcháramos-. Yo acompañaré a Vds. hasta la calle de Toledo.

-Por aquí... a la calle... gracias, mil gracias señor duque.

El duque, mientras las dos mujeres salían, se me puso delante y abriendo mucho los ojos, aplicó de nuevo el índice a los labios.

Salimos y los minutos nos parecían siglos, porque Presentacioncita andaba muy despacio. Era ya tarde, por cuya razón a las contrariedades expuestas se unía la pavorosa contrariedad del sermón que nos esperaba cuando nuestras pecadoras frentes se pusieran al alcance de los ojos de la señora condesa y nuestros oídos al blanco de la grave voz de doña María —148→ de la Paz. Al pensar en esto, los tres no teníamos más que un deseo: que la tierra se abriese haciéndonos el favor de tragarnos.

Pero la Providencia que nunca abandona a los débiles, nos sugirió ingeniosísimas trazas para salir del paso, y fue que discurrimos sacar del propio mal el remedio, achacando la tardanza a la misma torcedura del pie de Presentacioncita, cuya invención, llevada a feliz término por mi elocuencia ante las dos irritadas matronas, tuvo el éxito más completo que pueda imaginarse.

-Es claro... ¡cómo habíamos de venir a tiempo!... Bajamos la escalera... Presentacioncita dio un paso en falso. Subimos otra vez... La Marquesa no quería dejarla salir... Se buscó un simón; el simón no parecía... Se sacó la litera de mano; estaba rota... Discurre por aquí, discurre por allá... Yo estaba en ascuas y quise venir a avisar para que no se asustaran Vds... En fin, demos gracias a Dios de que no se rompiera un pie.

-¿No puedes andar? -preguntó la condesa a su hija con desabrimiento-. Esta sí que es fiesta. Estamos convidadas para la función de mañana en la Trinidad.

-Con manifiesto y asistencia de Su Majestad -repitió doña María de la Paz-. Y es preciso —149→ ir sin remedio. Yo al menos no puedo faltar, porque el prior nos ha prometido que podremos hablar a Su Majestad y entregarle nuestros memoriales.

-Mañana -repetí-. También yo he recibido invitación de los padres. ¿Con que van ustedes a la Trinidad?

-¿Puedes andar, Presentación? ¿Puedes andar, sí o no? -preguntó con afán indescriptible doña Paulita.

La niña se levantó resueltamente y dio algunos pasos por la habitación con pie seguro.

¿Cómo había yo de faltar a la función de los Trinitarios, si era hombre que a ninguno cedía en religiosidad ni perdonaba medio de que se me tuviese por escrupuloso guardador de los preceptos y prácticas de la Iglesia? Además, poco antes había sido nombrado prioste de la archicofradía de Luz y Vela, y como tal me correspondía asistir a la función y acudir al pórtico de la iglesia, donde habíamos puesto el mostradorcito con varios objetos devotos y otros profanos, que al son de trompeta y tamboril se —150→ vendían o rifaban para atender a los gastos de la corporación.

Desde muy temprano estaba yo con mi cinta al cuello, espetado en el pórtico, en compaña de mis colegas el señor licenciado Moñino, de la suprema Inquisición, D. Felipe Rojo, racionero medio de Toledo y el sub-colector de espolios, D. Vicente Barbajosa. El gentío era inmenso, y se agolpaba en las distintas puertas del edificio, estorbando el paso de los fieles, lo que perjudicaba mucho la venta.

En el atrio del convento estaba el zaguanete de la Guardia de la Real persona. No tardó en aparecer Su Majestad, desplegando en su persona y comitiva tanta pompa y aparato, que se sentía uno orgulloso de ser español y llamarse vasallo de quien por tal modo y con tal grandeza representaba en la tierra la autoridad emanada de Dios. Daba gusto ver aquella fila de coches, tirados por sendos pares de caballos a tres pares cada uno. Cada individuo de la Familia Real iba en el suyo, resultando una procesión que cogía medio Madrid, con la multitud de batidores, correos, lacayos, escoltas, carruajes de respeto, palafreneros, caballerizos y demás figuras admirables que recreaban la vista y el alma. ¡Qué profusión de uniformes, cuánto plumacho y galón, qué diferentes clases —151→ de sombreros, de uniformes, de caras, de arreos! Parecía que le trasportaban a uno al Oriente, o a las pomposas fiestas de la India. ¡Feliz nación la nuestra, que tal magnificencia podía ofrecer a los aburridos ojos de los súbditos, para que se alegraran y diesen gracias a la Divina Providencia por haber hecho de nuestros reyes los más rumbosos y magníficos de la tierra! Allí se veía la grandeza de nuestra nación, allí sus inmensos tesoros, allí su dignidad excelsa, allí la representación más admirable de su gran poderío. ¡Viva España!

esplendor y armonía celestes

Formaron los guardias (a quien entonces llamaba el vulgo los chocolateros, no sé por qué), y el estrépito de tambores y clarines llenaba los aires. Tales sones y el limpio sol que inundara aquel día las calles, daban a la regia comitiva esplendor y armonía celestes. Los gritos de ¡viva el Rey absoluto! resonaban por doquiera. ¡Oh, feliz consorcio de la monarquía absoluta y la religión santísima! ¡Quiera el Cielo que existan luengos siglos y que estas dos instituciones, hijas de Dios, vayan siempre de la mano y partiendo un piñón, para que los fieles cristianos y súbditos del encantador Fernando vivamos pacíficamente en la tierra, libres de revoluciones impías y de locas mudanzas!

Salió la comunidad con palio a recibir al —152→ monarca, y llevándole en procesión a un camarín riquísimo que le habían preparado en el Claustro, rogáronle que se adornase el pecho con media docena de escapularios y alguna reliquia milagrosa de huesecillos o retazo de santo, lo cual como hombre piadosísimo, hizo de buena gana. El infante D. Carlos y D. Antonio Pascual imitáronle, dirigiéndose después todos, cirio en mano, a la vecina iglesia, donde ocuparon sus asientos en medio del respeto y la admiración de los fieles.

Todavía me parece que le estoy mirando. No puedo olvidar aquella majestuosa figura arrodillada, con los ojos fijos en el Santísimo Sacramento en actitud tan edificante, que la misma impiedad se habría ablandado y convertido contemplándole. ¡Con cuánta devoción atendía a las sonoras preces, y con cuánta fe al sermón que predicó el padre Vargas, y en el cual no faltó aquello de llamarle Trajano y Constantino, y de elogiar sus sabios dictamentos para dirigir sabiamente la nave del Estado! ¡Con cuánta unción y evangélica mansedumbre besó las reliquias que el padre Ximénez de Azofra le presentara, y dijo después las oraciones finales para implorar de Su Divina Majestad la gracia y el buen consejo! Todos los presentes estábamos conmovidos, y parecía —153→ que se nos comunicaba algo de la celestial pureza de aquel varón insigne, ante cuya preciosa cabeza se postraba mudo y sumiso el pueblo escogido de Dios. ¡Oh qué gusto ser español!

Concluida la ceremonia, pasó Su Majestad al camarín, donde ya se había dispuesto una lujosísima mesa, como destinada a boca y paladar de tal príncipe, y en la cual las viandas más apetitosas reclamaban la vista y olfato, recreando y extasiando el alma. No sé qué angelicales reposteros pusieron sus manos en aquello; pero lo cierto es que la tal mesa parecía destinada a servirse en los altos comedores del Paraíso, para regalo de las más excelsas potestades. Aunque allí como en los claustros no tenían entrada sino las personas convidadas, muchas damas de lo más granado de Madrid, consejeros, generales, oficiales, marinos, presidentes y priostes de las cofradías, capellanes de palacio, alguaciles y familiares de la Inquisición, canónigos de San Isidro y demás sujetos de viso, el gentío era grande, porque los trinitarios, deseosos de dar lucimiento a la fiesta, habían abierto mucho la mano en las invitaciones. No nos podíamos rebullir; todos querían ver los augustos semblantes de Su Majestad y Altezas. Los frailes no cabían en su pellejo de puro satisfechos, y trataban de atender a todo.

—154→

Su Majestad no hizo más que probar algunos platos; obsequió con dulces a las damas, dando muestras, allí como en todas partes, de su exquisita galantería, y se retiró a la sala capitular para despedirse de los bondadosos y humildes padres. Pugnaban los convidados por penetrar en la sala, llevados unos del deseo de saciar sus ojos en la contemplación del rostro de nuestro soberano, otros aguijoneados por el afán de presentarle memoriales. Gracias al padre Salmón, que se me apareció como emisario del cielo, pude penetrar en la sala, llevando conmigo a la señora condesa de Rumblar con su hija y a las señoras de Porreño. Las cinco damas estuvieron a punto de quedarse fuera. Sensible sobre toda ponderación hubiera sido este accidente, porque la condesa iba a presentar al Rey un memorial pidiendo una bandolera para su hijo, y doña María otro en pro de la tan deseada moratoria.

¡Oh!, espectáculo sublime, y qué hermoso es ver a un Rey, atendiendo con paternal solicitud al socorro de sus hijos, recibiendo las peticiones de estos y prometiendo satisfacerlas con generosidad, con esa generosidad regia, que es un reflejo de la misericordia divina. Puesto Su Majestad en un estrado que a propósito se había construido, el prior Ximénez de Azofra le —155→ presentó un memorial, solicitando no sé qué mercedes para dos sobrinos suyos y dos cuñaditos de su hermana; y después que el bendito trinitario cumplió los deberes domésticos, mirando por el bien de su venerable parentela, fue presentando al Rey uno por uno a todos los demás postulantes, que ya habían convenido con él en los pormenores de esta ceremonia. Recogió Fernando las peticiones con tanta bondad, que era imposible contener las lágrimas viéndole. A todos prometía villas y castillos, dirigía algunas preguntitas, hacía el obsequio de una sonrisa, cuando no de palabras, y daba a besar su real mano con una llaneza que no desmentía la dignidad. ¡Oh qué inefable delicia ser español y súbdito de tal monarca!

Cuando Ximénez de Azofra indicó a la señora de Rumblar que se acercase, y vio Su Majestad a la grave madre y al lindo retoño, se rió de una manera tan franca que todos nos quedamos pasmados; y al recibir el memorial fijó los negros ojos de fuego en Presentacioncita, la cual, turbada, azorada, trémula, vaciló y hubiera caído en tierra si no la sostuviéramos. Estaba la muchacha más roja que una cereza. Dirigiole el paternal y bondadoso monarca la palabra, preguntándole si tenía padre, —156→ a lo cual doña María, hecha un mar de lágrimas, contestó que no.

Todos nos asombramos de la inmensa bondad del Rey, que en aquella pregunta como que quería constituirse en padre de todos los huérfanos del reino.

Cuando nos retirábamos, Presentacioncita estaba pálida como el mármol.

-¿Le vio Vd. bien? -me dijo en voz baja-. ¡Ay! Sr. de Pipaón, estoy asombrada, aterrada.

No pude oírla más, porque sentí que entre el gentío me ponían una mano en la espalda.

Era el duque de Alagón, que quería hablarme a solas... pues no podía pasar mucho tiempo sin que él y yo tratásemos algo importante para el bien del estado.

A las dos del siguiente día estaba yo en Palacio. Enviome D. Antonio Ugarte, recién llegado a Madrid, para que diestramente y con amañados pretextos observase lo que allí pasaba. Después de hablar con varios gentiles hombres y mayordomos, llevome uno de estos al salón —157→ que precede a las regias estancias, y en el cual suele verse en días de audiencia gran marejada de pretendientes que entran o salen. Presentóseme allí el duque de Alagón, que llevándome a parte, me señaló un anciano que en el mismo instante salía de la Cámara Real.

-¿Conoce Vd. a ese? -me dijo.

-Es D. Alonso de Grijalva -contesté sin disimular mi disgusto-. ¡Maldito vejete! No puede dudarse que ha venido a implorar el perdón de su hijo.

-Y lo ha conseguido; yo puedo asegurarlo, porque estaba presente durante la audiencia. ¿Creerá Vd. que el buen señor se ha echado a llorar delante del Rey?

-¡Qué falta de cortesía!

-Su Majestad le ha recibido bien. Grijalva goza de muy buena opinión: es realista vehemente.

-Vamos, que se ha salido con la suya.

-De una manera absoluta. Por esta vez, amigo Pipaón... Además vino presentado por dos personas de la primera nobleza y por el Patriarca, y precedido por una carta del Nuncio.

-¿De modo que se nos escapó Gasparito? -dije yo, tomándolo a broma.

-Sin remedio ninguno. Su Majestad se ha —158→ mostrado tan decidido, tan categórico... Al despedirse, le dijo: «Puedes marcharte tranquilo a tu casa, que mañana sin falta estará tu hijo en libertad y se sobreseerá esa causa. Te lo prometo, te lo prometo, te lo prometo». Lo repitió tres veces.

-¡Cómo ha de ser!... A lo hecho pecho... -dije, discurriendo en aquel mismo instante qué nuevos medios emplearía para llevar adelante mi plan.

Pero sacome de mis meditaciones el duque mismo llevándome de sala en sala, hasta una en que acostumbraban a reunirse los cortesanos para arreglar sus cuentas de favoritismo unos con otros, sopesar su respectiva influencia y regodearse en común de ver la buena marcha de los asuntos del gobierno.

Cuando entramos el duque y yo, había en el salón cuatro personas; paseábanse juntos de un ángulo a otro en la diagonal de la estancia, Pedro Collado y D. Francisco Eguía, teniente general, ministro de la Guerra, anciano casi decrépito, aunque no privado aún de cierta agilidad, y con una singular comezón de hablar y moverse, que era el rasgo distintivo de su espíritu, así como la coleta y corcovilla lo eran de su cuerpo. Formando grupo aparte, hablaban por lo bajo sentados en un diván, D. Pedro —159→ Ceballos, ministro de Estado, y D. Baltasar Hidalgo de Cisneros, ministro de Marina.

Detuviéronse Eguía y Collado al vernos, y el primero, que no por ser de carácter inflexible y duro en los negocios públicos dejaba de mostrar mucha llaneza en la conversación familiar, me dijo:

-¡Cuánto bueno por aquí! Me han dicho que va Vd. a la Caja de Amortización... Sea enhorabuena.

-Gracias, muchas gracias -repuse con modestia- Bien saben todos que no lo he solicitado.

-Bien hayan los hombres de mérito -dijo Collado-. Ellos no necesitan de recomendaciones para subir como la espuma.

-Nos hemos propuesto darle su merecido a este tunante de Pipaón -declaró el duque con cortesanía-, y poco a poco lo vamos consiguiendo. Este va para ministro, Sr. D. Francisco.

-Lo creo, lo creo -repuso el anciano alzando la abatida cabeza y guiñando el ojo para mirarme-. Pero no le arriendo la ganancia... ¡Santo Dios, qué laberinto, qué torre de Babel es un ministerio!

-Lo creo, Sr. D. Francisco -dije con oficiosidad-. Pero sin su poquito de abnegación, no se concibe al buen súbdito de Su Majestad.

—160→

-¡Oh!, es claro; nos debemos a Su Majestad... Pero a mis años, la enorme carga de un ministerio es insoportable... Precisamente en estos días la balumba de asuntos puestos al despacho me ha rendido más que una batalla.

-Pues es preciso cuidarse, Sr. D. Francisco.

-¿Querrá Vd. creer, Sr. Collado -dijo el guerrero gesticulando con desenvoltura-, que ya están despachados todos los nombramientos que Vd. me recomendó en aquella minuta?...

-¿Las doce comandancias de provincias, seis plazas fuertes y no sé cuántas tenencias de resguardos?... Pues la mitad de esas limosnas son para el señor duque que nos está oyendo.

-Vamos -continuó D. Francisco con socarronería- que por falta de pedir no se les pondrá mohosa la lengua. Yo, que soy ministro, no he podido satisfacer el deseo que ha tiempo tengo de regalar un arciprestazgo al sobrino de mi cuñada. ¿Y por qué? Porque no me ocupo de pedir, ni gusto de importunar por un miserable destino.

-Se tendrá en cuenta -afirmó gravemente Collado.

-Hace pocos días -continuó el general- hablé de esto a Moyano, y me dijo que Su Majestad se había reservado la provisión de todas las plazas.

—161→

-No es cierto, ¡qué enredo! -expresó el ayuda de Cámara-. ¡Reservarse Su Majestad todas las plazas!

-Quien se las ha reservado -afirmó el duque, con enojo- es el mismo ministro, el insaciable D. Tomás Moyano, que tiene media nación por parentela.

-¡Es gracioso! -dijo Eguía riendo-. Cuentan que ha despoblado a Castilla; que ya no hay en Valladolid quien tome el arado, porque los labradores todos han pasado a la secretaría de Gracia y Justicia.

¡Cuánto nos reímos a costa del ministro ausente! Yo, que no quería perder la coyuntura de demostrar a D. Francisco Eguía la admiración que me causaba su desmedida aptitud para los asuntos militares, dije con gravedad:

-No me nombren a mí esos ministros que no se ocupan más que de la provisión de destinos, de colocar parientes y despoblar aldeas para rellenar secretarías. Tales hombres no hacen la felicidad del reino... Señores, no todos los ministros cumplen con su deber. Casi puede decirse que la mayor parte van por mal camino; casi, casi, se puede afirmar que uno solo... y no lo digo porque esté delante don Francisco Eguía... Cuantos me conocen estarán hartos de oírme asegurar que de todos los —162→ secretarios del despacho, el que con más celo se consagra a asuntos beneficiosos y de interés general, es el que nos está oyendo.

-Gracias, gracias -exclamó el guerrero, poniendo su guerrera mano en mi hombro-. He hecho lo que me ordenaban mis antecedentes militares.

-La verdad es que sólo el trabajo de las nuevas ordenanzas basta a asegurar la reputación de un ministro.

-¡Y cuánto me han dado que hacer las tales ordenanzas! -dijo D. Francisco, con voz hueca y ponderativos ademanes-. Como que abrazaban multitud de puntos delicados y que no era posible resolver a dos tirones. Ha sido preciso dictar disposiciones nuevas, que no figuraban en nuestros antiguos códigos militares. ¿Creen Vds. que es un grano de anís? Fácil era prohibir a los soldados que cantasen las estrofas que les guiaron al combate durante la guerra; pero ¿y la orden de rezar el rosario en cuerpo todos los días?... ¿y la serie de minuciosas instrucciones sobre el modo de tomar agua bendita al entrar formados en la iglesia? Luchábamos con el vacío que la legislación militar ofrece hasta hoy en este punto, y hemos tenido que hacerlo todo nuevo.

-¡Es admirable! -exclamé-. Pero sírvale —163→ a Vd. de consuelo por su trabajo, la gratitud del ejército.

-¿Qué deseo yo sino su bien? -prosiguió el venerable militar-. Sabe Dios que me contrista en extremo el que se deban tantas pagas; pero eso no está en mi mano remediarlo.

-Ni en la de nadie -afirmó el duque.

-Pero váyase lo uno por lo otro -dije yo-. Si no cobran, en cambio el Sr. D. Francisco ha decretado la construcción de un hospital de inválidos.

-Es verdad, también tengo esa gloria. Yo he dado ese decreto, y si el hospital no se construye, no es culpa mía.

-Ni mía -repitió maquinalmente Collado.

-A falta de pagas -añadió Eguía con juvenil complacencia-, preparo una disposición, en virtud de la cual, cada año de campaña se cuenta como dos de servicio, lo cual tiene la ventaja de que muchos militares noveles y que ahora empiezan su carrera, pueden retirarse a sus casas con una pingüe cesantía... Vamos, no se quejarán.

-Sobre eso écheles Vd. las cruces recientemente creadas.

-Justamente -dijo D. Francisco-. Miren Vds.: no paré hasta no conseguir el establecimiento de la Cruz de Lealtad de Valencey, con —164→ la cual se ha premiado a los que acompañaron a Su Majestad, mientras aquí ardía la más feroz de las guerras... En fin, en mi ministerio se ha trabajado. Sólo siento que mis años y achaques no me permitan desplegar mayor actividad, y me alegraré de tener un sucesor que no levante mano hasta poner a nuestro ejército en el pie de magnificencia que le corresponde.

A este punto llegaba, cuando se acercaron a nosotros el ministro de Marina y D. Pedro Ceballos.

-¿Quién va al cuarto del infante D. Antonio? -preguntó D. Baltasar Hidalgo de Cisneros, disponiéndose a salir.

-Corra Vd., corra Vd... -repuso el duque con sandunga-. Su Alteza está muy impaciente por saber el estado de la mar.

-Barcos no tenemos -indicó maliciosamente Ceballos- pero almirante...

-El Almirantazgo ha quedado constituido al fin -dijo Cisneros-, gracias a mis esfuerzos. Por algo se empieza. Hay que tener paciencia.

-Es claro; los barcos se harán después -apunté yo.

-Gracias a Dios -indicó Cisneros-, ya tenemos Almirantazgo. Precisamente acaba este de tomar una determinación importante.

-¿Cuál?

—165→

-Ceder al infante los derechos que la corporación percibe. Es una bonita renta.

-Lo que dice Pipaón -manifestó Ceballos-. Tiempo hay de hacer los barcos. La cosa no urge.

Cisneros no habló más y se retiró. Era un viejo caduco y tristón que no infundía ya sentimientos de afecto ni de antipatía. Había estado en el combate de Trafalgar, mandando en la Trinidad, como Mayor General de Uriarte. En 1810, hallándose de virrey8 en Buenos-Aires fue débil, tan débil que permitió a los rebeldes formar una junta de gobierno, con tal que le diesen un puesto en ella. Pero los insurgentes americanos, después que se apoderaron del gobierno y de las fuerzas navales, despidieron ignominiosamente a Cisneros. Vuelto a España, no encontró un patíbulo, sino la capitanía general del departamento de Cádiz, que era un buen momio, y después el ministerio de Marina. Cisneros tenía pocos amigos. Apenas le traté, porque su lúgubre tristeza me aburría en extremo.

-Si Cisneros y yo seguimos en Marina y Guerra -afirmó Eguía con petulancia-, hemos de poner a marineros y soldados, como antes dije, en el pie de magnificencia que les corresponde.

—166→

-Mientras no se encargue de calzar ese pie de magnificencia el señor duque que está presente... -dijo Ceballos mirando con maliciosa intención a Paquito Córdoba-. Mientras todo el ejército de mar y tierra no vista y coma al compás de los rollizos galanes de la guardia... El señor duque puede comunicar al señor ministro de la Guerra su receta para engordar soldados.

Con estas frases malignas, zahería el astuto ministro de Estado al señor duque de Alagón. Hacía tiempo que no se miraban con buenos ojos.

-La guardia de la Real persona -dijo Paquito Córdoba- come lo que Su Majestad se digna darle. En ella no hay un solo individuo que haya metido su mano en la olla del Rey José, ni en el puchero de las Cortes de Cádiz.

Esta saeta era muy punzante para Ceballos, que desde 1808 se había sentado a todas las mesas. No contestó el ladino cortesano a la insinuación del duque y varió de conversación. Era Ceballos hombre instruidísimo en diplomacia máxima y mínima; muy conocedor de las grandes vías, así como de los callejones de la política. Reservándome para más adelante el trazar su historia, diré aquí tan sólo, que era el más instruido de los que allí estábamos presentes, —167→ sumamente listo, de semblante simpático y modales muy finos, como de quien había cursado en diferentes cortes europeas, distinguiéndose además por su aparente dignidad y cordura al tratar las cuestiones de Estado. Detestaba cordialmente la camarilla, a la cual llamaba vil chusma, aunque nunca se atrevió a combatirla abiertamente, ni tampoco renunció a su apoyo cuando lo necesitaba. Más que odio inspirábale envidia la camarilla, porque podía más que él. En cuanto a mi persona, en aquella sazón Ceballos me consideraba mucho, por el afán de congraciarse con Ugarte, a quien envidiaba y temía. Así es que no bien disparole el duque la alusioncilla picante de su afrancesamiento, entabló coloquio conmigo, mientras los demás, se ocupaban de otro negocio.

-¿Con que va Vd. a la Caja de Amortización? -me dijo.

-Por mi parte nada sé -repuse con modestia-. Algunos me lo han dicho; pero puedo asegurar que no lo solicité, ni hasta ahora me lo han propuesto.

-Dígolo, Sr. Pipaón -añadió disimulando con una sonrisita forzada y modales respetuosos el desprecio que aquel fatuo sentía hacia mí-, dígolo, porque me parece una de las mercedes más justas que se han dado en estos tiempos... —168→ Vamos a ver, ¿por qué no se viene Vd. con nosotros?

-¿Al ministerio de Estado?

-Justo. Hombre, se lo he de decir a Ugarte, a mi querido amigo el Sr. D. Antonio... Allí necesitamos hombres de actividad, hombres de ingenio despierto...

-Gracias, Sr. D. Pedro. Yo no sirvo para la diplomacia.

Firme en mi propósito de no desperdiciar ripio para ganar la estimación de cuantos hombres figuraban, hubiesen figurado o estuviesen en vías de figurar por aquellos días, dije al don Pedro:

-En el ministerio de Estado no pueden servir hombres legos y sin ninguna ciencia diplomática. Desgraciadamente en España tenemos tan pocas personas idóneas para este ramo...

-Es verdad.

-Tan pocas, que se pueden contar -repetí-, y si nos concretamos al desempeño de la primera Secretaría, no sé, no sé que haya más de uno... No lo digo porque me esté Vd. oyendo. Cuantas veces he hablado de esto con mis amigos les he dicho: «Cítenme Vds. un hombre, uno solo que pueda reemplazar a D. Pedro Ceballos, si por desgracia dejara la cartera de Estado».

—169→

-¡Oh!, es Vd. muy benévolo, Pipaón -dijo, no muy sensible a mis lisonjas.

-Es la verdad -proseguí con calor-. Yo me asombro de la delicadeza y dificultad de los negocios diplomáticos en que hay que tratar con naciones extrañas, y procurar engañarlas a todas si es posible... Cualquier ministerio puede desempeñarse fácilmente; pero el de Vd... Bien lo conoce Su Majestad, que al tolerar en las demás secretarías a personajes tan nulos como D. Francisco Eguía -bajé la voz, aunque estaba lejos-, pone en las de Estado, al único hombre de talento y saber que frecuenta estas salas...

-¡Qué lisonjero!

-¡La verdad! Vamos a ver. ¿No da risa ver al frente del ramo de Guerra a ese grotesco señor de la coleta, que poco ha ponderaba las ridículas ordenanzas que ha dado al ejército?

D. Pedro Ceballos no pudo contener la risa.

-Calle Vd., calle Vd. -me dijo, haciendo alarde de prudencia y compañerismo.

tomándome el brazo

Luego bajando la voz, y tomándome el brazo para alejarnos más de los demás palaciegos, me dijo:

-Sea Vd. franco. Esa vil chusma, con la —170→ cual Vd. anda a brazo partido, ¿ha dicho hoy algo de la caída de Villamil?

-No ha dicho una sola palabra, Sr. D. Pedro: ellos no se franquean conmigo -respondí-. Saben que les desprecio altamente...

-Se murmura que Villamil no durará dos días. ¡Qué desventurado reino! Aquí no hay nada seguro; vivimos a merced de esa gentuza...

-Si yo no sé cómo Su Majestad tolera que ese vil criado, ese libertino duque...

-Más bajo...

-Y no dudo que lo consigan -añadí con magistral oficiosidad-. Será lástima que un ministro tan probo, tan entendido, tan decente como el Sr. D. Juan Pérez...

-¡Oh! Yo pienso hablar al Rey hoy mismo con energía -dijo aquel hombre que no había sido nunca enérgico más que para pasarse de un partido a otro-. Esta detestable servidumbre, que es autora de la bárbara política que se hace hoy, así como de las crueldades de los comisarios enviados a provincias por privada disposición del Rey sin contar con nosotros; esa vil servidumbre, esa desastrosa política, repito...

No dijo más, porque se acercó a nosotros un nuevo personaje. Era el obispo de Almería, Inquisidor general.

—171→

-Bien venido sea el señor obispo -dijo don Pedro ceremoniosamente.

-Felices, hijo mío -repuso el prelado sonriendo-; ¿esa salud cómo va? ¿Pero no anda por aquí el Sr. Collado?... ¡Sr. Collado!

Y dirigió sus miradas a un lado y otro sin dejar la sonrisita.

El lacayo acudió presuroso mientras los presentes besábamos el anillo a Su Ilustrísima. Tenía el de Almería un semblante de angelical bondad, que al punto le ganaba las simpatías de cuantos tenían la inefable dicha de tratarle. Hombre menudillo y achacoso, no dejaba por eso de ofrecer un aspecto verdaderamente patriarcal. ¡Bondadísimo varón! Viéndole, se sentía uno inclinado a las buenas acciones, a la mansedumbre evangélica, a la exaltación mística y a la piedad. No salía de su boca palabra alguna que no fuese la misma devoción y un compendio del Evangelio.

-No he querido retirarme sin hablar con usted -dijo a Chamorro-. Vengo de ver a Su Majestad, y le he recomendado el asunto de las señoras de Porreño. Se presenta muy favorable; pero es preciso que me lo apoye Vd., pero que me lo apoye en forma, ¿estamos?

-Descuide Su Ilustrísima -repuso el ex-aguador-. Se atenderá con mucho gusto.

—172→

-También el Sr. Artieda lo toma con gran calor -prosiguió el príncipe de la Iglesia, con benévola sonrisa-; pero no me fío de Artieda, que es un poco falso. Vd. es más formal, Sr. Collado... ¡Ay!, como Vd. me descuide este asunto... Son infinitas las personas de viso que se interesan por esas pobres señoras. Aquí precisamente tenemos una.

El obispo me señaló. Inclineme respetuosamente.

-En efecto -dije-. Conozco mucho a esas señoras y ya he dado algunos pasos... Es indudable que alcanzarán lo que solicitan... O hemos de poder poco, Ilustrísimo Señor, o lo hemos de conseguir.

-Es preciso hacer algo por los desgraciados -afirmó el Inquisidor, dando un suspiro, y poniendo los ojos en blanco-. Esto es más que un favor, Sr. Collado; es una obra de caridad... No me descuide Vd. tampoco aquel asuntillo de mis primas, ¿eh?

-Puede Su Ilustrísima ir sin cuidado -replicó el ex-aguador-. Todo se hará.

-Si no se tratara de obras de caridad, no molestaría... -dijo el prelado en tono de protesta-. Pero, amados hijos míos, no se ven más que lástimas por todos lados... Yo quisiera atender a todo; pero soy un pobre pastor viejo que apenas —173→ 9 puede ya con el cayado... Con que ¿quedamos en ello? -añadió con apresuramiento y afán de marcharse, porque había llegado la hora de la comida-. No necesitaré dar a usted nota escrita, ¿verdad?

-Tengo buena memoria -repuso el criado, besando de nuevo el anillo al noble prelado-. Téngala Usía Ilustrísima también para mí en sus oraciones.

Nos disponíamos a acompañarle hasta la sala inmediata, donde le aguardaban sus familiares, cuando a él y a nosotros nos detuvo otro sujeto, también anciano simpático y venerable, que de improviso entró. Era don Tomás Moyano, ministro de Gracia y Justicia, célebre por sus muchos parientes, que iban viniendo en tribus invasoras de los pueblos de Rueda, Medina y La Seca, para acomodarse en la Administración. Había sustituido a Macanaz. Si he de decir verdad, era hombre altamente insignificante, que por nada se distinguía, como no fuera por su obesidad. Al entrar hizo algunos gestos, como mandando a todos que nos detuviéramos para comunicarnos algo de mucha importancia, y antes que le preguntáramos, dijo a voces:

-Aquí llevo el decreto para que lo firme Su Majestad.

—174→

-¿Qué decreto? -preguntaron varios con curiosidad suma.

-Señores -exclamó declamatoriamente-, felicitemos todos al señor Inquisidor general por la merecida distinción con que acaba de agraciarle Su Majestad.

-Nada más justo -dijo Ceballos, descifrando el enigma y haciendo una cortesía al digno prelado-. Su Majestad ha concedido a Su Ilustrísima la Gran Cruz de Carlos III.

-¿Y eso era?... -balbució el pastor-. Pero ¿en qué están Vds. pensando?... ¡Darme a mí la gran cruz, a mí, que estoy muy lejos de merecerla, cuando hay tantos otros!...

-Fue idea mía, señores -dijo Moyano con vanidad indescriptible-. Anoche lo propuse a Su Majestad, y al punto... Hoy he extendido el decreto -añadió pasando la vista por un papel escrito-, y no falta más que la firma... «En atención a los méritos del muy reverendo, etc... y en premio de su humildad apostólica...».

-En premio de su humildad apostólica -repitió Ceballos-. Me parece admirable. Señor obispo, felicito a Usía Ilustrísima.

-¡Todo sea por amor de Dios! -exclamó el obispo juntando las manos.

Todos nos inclinamos, y aquello fue un coro —175→ de felicitaciones y plácemes. Al santo y humilde pastor casi se le saltaban las lágrimas de puro enternecimiento. Yo estaba también muy conmovido.

-En vez de ocuparse de dar cruces a los pobres viejos achacosos -dijo el Inquisidor, con ese tono de represión benévola y delicada que se emplea para condenar aparentemente las cosas que más nos agradan-, debiera Vd. ocuparse, Sr. Moyano, de expedir de una vez ese decreto en que Su Majestad nos concede el uso diario y constante de nuestra venera.

-Es verdad -repuso Ceballos-, pero ya hemos tratado en Consejo este asunto. No se puede hacer todo de una vez.

-Se ha despachado primero la creación de la Cruz de Valencey

-dijo Eguía.

-La Cruz de los Persas nos ha dado también mucho que hacer -añadió Moyano.

-Y la Cruz del Escorial.

-Pero la de los señores inquisidores quedará despachada bien pronto, y podrán usar su distintivo diariamente, como los caballeros de Calatrava y Santiago, a fin de que sean conocidos del pueblo y respetados y considerados como merece ese alto instituto.

-La visita que Su Majestad nos hizo el otro día -dijo con dulzura el prelado-, dignándose —176→ ver y fallar varias causas, sentado al lado nuestro y compartiendo nuestras fatigas, debía señalarse con una distinción solemne hecha al Supremo Consejo. Así entiendo yo la cruz que se me ha dado, señores: se ha querido honrar a toda la corporación, honrando a este indigno soldado de la fe. Doy las gracias a los generosos ministros que se han acordado de este humilde siervo de Dios; y pues nobleza obliga, suplico a los señores ministros presentes que me acompañen hoy a la mesa.

-Yo acepto -dijo D. Pedro Ceballos, con cortesana desenvoltura-. Desde el banquete que Su Ilustrísima dio al Rey el día de la célebre visita, corre por estos barrios la noticia de que el cocinero del Inquisidor general es uno de los mejores de Madrid.

-Un pasar decoroso y nada más -repuso el prelado-. Con que señores, ¿no hay otro de ustedes que quiera hacer penitencia?

-Harela yo también, señor obispo -dijo don Francisco Eguía, estrechando fervorosamente la mano que el reverendo le alargaba.

-Por mi parte, no desairaré a Su Ilustrísima -manifestó Moyano, lleno de piedad cristiana-. El despacho con Su Majestad será breve.

-Señor duque -dijo Su Ilustrísima, despidiéndose-. —177→ Sr. Collado, Sr. Pipaón, mil bendiciones para todos y mil millones de gracias por sus bondades.

Salieron.

moviendo los brazos

-¡Id con Dios!... ¡Fuera, fuera, vil chusma! -exclamó el duque, moviendo los brazos como cuando se espanta una turba de insectos importunos-. Esta sí que es vil chusma.

-Los pobrecitos se contentan con lo que les dan -indicó Chamorro, sonriendo-. La verdad es que no son muy molestos.

-Ya Ceballos da por muerto a su compañero y amigo Villamil -dije yo-. Ese fatuo insoportable me ha pedido noticias, y dice que esta noche piensa echar a Su Majestad un discursito acerca de la vil chusma.

-Ya veremos -afirmó Alagón, haciendo ademán de pegar.

-Después lo veremos -repitió el ex-aguador.

-Y qué tal, Sr. Collado -preguntó Paquito-, ¿ha podido Vd. conseguir algo esta mañana?

-Así, así -repuso el lacayo, rascándose la sien-. Todavía no se acaba de convencer.

-Se le ha puesto entre ceja y ceja que Villamil es un hombre necesario, y apéele Vd. de esa burra -dijo el duque.

-Creo que esta noche le convenceremos —178→ -indicó el aguador-. Ya esta tarde, cuando le vestimos, parecía más inclinado...

-¿Ha habido piano esta tarde? -preguntó con afán el capitán de la guardia.

-Un poquitín de forte piano. -replicó maliciosamente el lacayo.

-¿Y esta mañana?

-Rasca y más rasca... No se le podía meter el diente. Artieda, por importuno, se llevó una rociada de vocablos, que si fuera de palos no le quedara hueso en su lugar.

Esto necesita una explicación. Los favoritos habían observado que cuando Su Majestad, al sentarse junto a la mesa de su despacho, movía volublemente los dedos sobre ella, como quien toca el piano, modulando al par entre dientes un sordo musiqueo, estaba en excelente disposición para conceder lo que se le pedía. Por el contrario, cuando se rascaba la oreja o se pasaba la palma de la mano por la frente, era casi seguro que negaría la petición. Ajustaban todos hábilmente su conducta a estos externos signos del humor del príncipe, y por tal ley se regían los sucesos. Un gran movimiento en palacio, excesivo flujo y reflujo de intrigas, febril actividad en los excelsos camarilleros, indicaban que era día de piano.

-Esta tarde vamos a paseo -dijo el duque-, —179→ y daré otro ataque. ¿Qué órdenes hay para esta noche?

-Come solo.

-Mejor. Ya me ha dicho que no irá al teatro en toda la semana. Habrá tertulia -murmuró el duque reflexionando-. No falte usted a la tertulia, Pipaón.

tertulia

-Ni tampoco el Sr. Ugarte -dijo Chamorro levantándose.

-No faltará -aseguré yo.

-Voy adentro antes que me llame -añadió el aguador-. Hasta la noche, señores.

-Hasta la noche.

Luego que nos quedamos solos, el duque me dijo:

-Que no deje de venir esta noche D. Antonio. Es hombre a quien cada vez estima más Su Majestad. Personas de tales prendas debieran poseer por entero la confianza de los Reyes; no ese estúpido Chamorro...

-¡Ah! Vd. piensa como yo... -dije adaptándome rapidísimamente, según mi costumbre, a las ideas de mi interlocutor.

-¿Qué?

-Que ese Chamorro es un bestia.

-Un dromedario, en cuya joroba no vendrían mal todos los palos que él daba a su pollino cuando traía agua de la fuente del Berro.

—180→

-Quién sabe... puede que el palo esté ya cortado de la rama y alguien esté afilándole los nudos...

El duque se echó a reír, marchando ya hacia la puerta, para ir a la Cámara regia.

-Si de mí dependiera... Cuidado, amiguito Pipaón -añadió cautelosamente- con dejar entrever a ese avestruz el asuntillo de que hablamos ayer en la Trinidad.

-¡Oh, el asuntillo! ¡Y qué asuntillo, señor duque! -exclamé restregándome ambas palmas de las manos una con otra, y alzando los hombros.

El duque se puso el índice en la boca, y cordialmente se separó de mí. Poco después estaba yo en casa de D. Antonio Ugarte, contándole todo lo que había visto y oído.

A las nueve de
la noche

A las nueve de la noche pisaba yo la Cámara real, aquella deslumbradora cuadra, colgada y ornada de amarillo, en cuyas paredes los más hermosos productos del arte (todavía no se había formado el Museo del Prado) recibían diariamente, como gentil holocausto, —181→ el humo de los mejores cigarros del mundo. Diversos bustos de príncipes de ambos sexos puestos sobre las mesas, alegraban la estancia con sus caras satisfechas. Las miradas de sus ojos de mármol parece que confluían al centro, y se contemplaban unos a otros, a veces risueños, ceñudos a veces, según estaba festiva o lúgubre la tertulia. Casi en el centro de uno de los testeros, media docena de hombres desvergonzados, sucios, casi desnudos unos y haraposos otros, con semblante estúpido y ademanes incultos todos, se reían de la tertulia constantemente, embrutecidos por el vino. Eran Los Borrachos de Velázquez. A veces aquellos hombres puestos en alto, entre los cuales el del centro escrutaba con su mirar insolente toda la sala, parecían una especie de tribunal de locos. En un rincón, junto al hueco de la ventana, refugiado en la sombra y casi invisible estaba un hombre lívido, exangüe, cuya mirada oblicua lo abarcaba todo desde el ángulo oscuro. Vestía de negro y en una de sus manos llevaba un rosario. Era Felipe II, pintado por Pantoja. Ante aquel retrato se detuvo en pie Napoleón, contemplándolo con atención profunda un día de Diciembre de 1808.

Cuando yo entré en la Cámara Real, Su Majestad estaba sentado en un sillón a poca —182→ distancia de la chimenea encendida; tenía la cabeza echada hacia atrás, de modo que miraba al techo, dirigiendo hacia él el humo de su cigarro. A espaldas de su señor estaba Pedro Collado, y no lejos Artieda, que era menudillo y algo compungido, de semblante un poco aclerigado, ya viejo, tardo en hablar y en moverse, pero de ojos muy observadores. El duque había entrado conmigo. Saludamos al Rey, distinguiéndome yo por mis exageradas muestras de veneración y amor, a estilo Lozano de Torres (aún no es ocasión de hablar de este personaje). Fernando me recibió con aquella placentera bondad que le reconocen amigos y enemigos, y luego en el tono más campechano del mundo nos dijo:

-Duque, siéntate... Siéntate, Pipaón.

Volviendo la cabeza a un lado y otro, añadió:

-Collado y Artieda, sentaos.

Los dos venerables criados, el prócer ilustre y yo, humilde hijo de labradores, nos sentamos frente al poderoso en los divanes que había a un lado y otro de la chimenea.

Puso Fernando una pierna sobre la otra (¡cuán presentes tengo estos detalles!) y retorciendo el cigarro en la boca, dejó caer de sus augustos labios estas palabras:

—183→

-¿Qué se dice por ahí?

-Esta tarde -replicó Collado- han ido a comer con el Inquisidor general, D. Pedro Ceballos, Eguía y el Sr. Majaderano.

-¿Quién es Majaderano? -preguntó con indiferencia Fernando.

-El ministro de Gracia y Justicia -repuso Alagón-. Así le llamaba Gallardo en su graciosa Abeja.

No nos reímos, porque el monarca permaneció impasible. Al fin, sonriendo, dijo:

-¡Ceballos sentado a la mesa con el Inquisidor!

La señal fue dada. Todos soltamos la risa.

-¿Si querrá D. Pedro participar al prelado cómo va la secta masónica de que es jefe? -dijo el duque.

-Yo había oído que era masón -afirmé con malicia-, pero hasta ahora no sabía que era el Papa de los Hermanos.

-Tan cierto como es noche -dijo Alagón, observando el semblante de Su Majestad, que impasible hasta entonces demostraba poco interés en la conversación.

-Lo que más asombrará al mundo -indicó Collado- es saber que los masones tienen su logia en la casa misma de la Inquisición.

—184→

-Hombre, tanto como eso... murmuró el Rey con indolencia.

Todos fijamos en él la vista.

-Quizás se trate hoy de eso en la comida del Inquisidor -añadió Paquito.

-Artieda -ordenó Fernando bruscamente-. Trae cigarros.

El lacayo dio al Rey lo que este pedía, y habiéndonos ofrecido a todos los presentes, fumamos. El humo de los cuatro cortesanos juntábase con el del Rey en los oscuros ámbitos del techo, donde hacían cabriolas media docena de dioses y ninfas pintadas por Bayeu.

-¿Qué habláis ahí de franc-masonería? -preguntó Fernando después de una larga pausa en que no se oía más ruido que el del enorme reló cuya ancha esfera y pagana figura de bronce ornaban la chimenea.

-El señor ministro de Estado de Vuestra Majestad lo podrá decir -repuso Collado.

-¿Qué hablas ahí, estúpido? -dijo Fernando, sacudiendo un poco su somnolencia.

-Señor -repuso el criado, apoyando los codos en las rodillas y observando el cigarro mientras lo volteaba entre los dedos, liando y desliando la ensalivada capa-. Los tontos y estúpidos son los que dicen las verdades. Vaya por las que he dicho a V. M. en ocho años.

—185→

-¿Hablabas de Ceballos?

-Sí señor.

-Decías que era franc-masón. ¿Acaso hay ahora franc-masones? -preguntó el hijo de Carlos IV con viveza.

-Los hay, los hay -exclamó Collado-. Esta mañana hablábamos el Sr. Pipaón y yo de la taifa de masones que va saliendo por todos lados, como mosquitos en verano y... que cuente el Sr. Pipaón lo que sabe.

-Pipaón -dijo el Rey con evidente deseo de variar la conversación y sonriendo picarescamente-, no entiende más que de cortejar muchachas bonitas.

Hice una reverencia a la bondadosa Majestad, única contestación que me era permitido dar a broma tan impropia de la gravedad de mi carácter.

-Sí -añadió el señor de dos mundos, juntando la nariz con la barba-, con esa cara de Pascua florida y esa hinchazón de consejero de Castilla, es el mayor amparador de doncellas que hay en Madrid. Se mete en las casas más honestas, saca los tiernos pimpollos, los conduce socolor de música y fiestas a los barrios bajos, los lleva también a las procesiones, a las fiestas de los conventos...

-Señor, señor...

—186→

Yo no podía decir otra cosa, humillando mi frente de vasallo, ante la sonrisa de quien me honraba dejando caer sobre mí las relucientes ascuas de sus burlas reales. De repente aquellos cortesanos tan diestros, tan hábiles en el conocimiento de las conveniencias de la cámara, así como de la caprichosa voluntad de su señor en la marcha de los diálogos que allí se sostenían, dejáronme solo en presencia de Su Majestad. El duque llevó a los dos criados al otro lado de la estancia.

Fernando contemplaba el techo

Hubo una pausa. Fernando contemplaba el techo, y al fin, como quien sale de honda distracción, mirome fijamente y preguntó:

-¿Qué decías?

-Señor, Collado ha apelado a mi testimonio en apoyo de sus opiniones sobre la franc-masonería, y yo debo decir...

-Que todos son masones, y yo el jefe de ellos... ¿Te ríes? Pues no falta quien lo asegura así.

-¡Oh!, señor, antes que pronunciar tal desacato, mis labios callarían para siempre.

-La verdad es que hay un Oriente en Granada, del cual es presidente el conde del Montijo... -continuó el Rey.

-Justamente, señor y...

-Y en el cual parece andan también muchos —187→ hombres graves que no debieran ponerse en ridículo... pues tengo para mí que eso de la masonería es una farsa grotesca, que no conduce a nada bueno ni a nada malo. Muchos son masones para ocultar sus amores nocturnos -añadió con viveza-; por ejemplo tú... Dime, ¿a qué logia ibas anoche con aquellas dos damas?

-Señor... -repetí confundido.

Indudablemente me puse como una cereza. Él dijo con mucha gracia:

-La desmayada se me presentó otra vez al día siguiente en la Trinidad. Cojeaba un poco y estuvo a punto de caer segunda vez. Muchos tropiezos son en tan poco tiempo.

-¡Oh!, sí, muchos tropiezos. Vuestra Majestad sabe ya quién es la madre, la hija, el hermano, etc. En cuanto a la niña, no hay otra en Madrid ni más linda ni más graciosa.

-En verdad -indicó el Rey, dando a aquel asunto un interés inmenso-, sus facciones no son perfectas; pero la expresión de su cara es encantadora y el conjunto de sus facciones...

-¡Oh, seductor! ¿Pues y aquellos torneados brazos y aquel cuello de alabastro?...

-¡Y qué pie tan bonito! ¿No es verdad? -dijo Fernando con sencillez suma, no menos engolfado que un mozalbete en la contemplación —188→ imaginaria de la beldad soñada-. Paco no ha podido decirme los motivos de aquel brusco encuentro; ¿a dónde ibais?, ¿de dónde veníais?

Comprendiendo que marchaba por buen camino, expuse a mi interlocutor los verídicos hechos de mi paseo nocturno, sin omitir nada, ni alterarlos, ni olvidar antecedentes ni móvil alguno, y en el momento en que pronuncié el nombre de Gasparito Grijalva, sorprendiose mucho y alzando la voz, me dijo:

-Hoy ha estado aquí su padre a pedirme que ponga en libertad a ese niño. Es una buena obra... lo he concedido al momento. ¿No crees tú que es una buena acción? La pobre muchacha merece esta recompensa por su puro y noble amor.

Yo callé.

-¿No crees tú que es una buena obra ponerle en libertad?... ¿No crees que mañana mismo?...

Seguí callando y moví la cabeza en ademán dubitativo.

-¡Cuán dulce prerrogativa es la del perdón en los reyes! -exclamé-. Dios se la ha concedido para que sean superiores a las mismas leyes, que no tienen más que la de la justicia.

Fernando pareció fastidiado de mi pedantería, y bruscamente me dijo:

—189→

-¿Qué crees tú? Dilo con franqueza.

-Mi opinión, señor -repuse con humildad-, no debe ser de ningún peso en las resoluciones de Vuestra Majestad, pero si me viera precisado a darla...

-Ya la espero -afirmó con impaciencia aquel hombre prudentísimo que no quería nunca proceder de ligero en sus resoluciones.

-¿No hay tiempo de poner en libertad a ese loco? -dije con la mayor osadía-. ¿Por fuerza ha de ser mañana, señor?

-Verdaderamente es así. Pero yo prometí a ese anciano la libertad de su hijo...

-¡Qué dulce prerrogativa es la del perdón! -repetí compungidamente-. ¡Y qué placer tan grande debe de experimentar el corazón de un monarca al conceder mercedes a sus súbditos sin omitir a los más grandes criminales! Las alegrías que con una sola palabra produce, ¡cuán benditas son! ¡Cuántas lágrimas se enjugan! ¡Cuántos corazones palpitan gozosos! El de Presentacioncita, en este caso, saltará dentro del blanco seno, más por ver logrado su empeño que por amor al mancebo.

-Pues qué, ¿no está enamorada de ese calaverón?... -preguntó con mucha viveza, hondamente interesado en todo aquello que pudiera contribuir al bien de sus súbditos.

—190→

-No lo creo... Le tiene afecto, un afecto caprichoso y nada más. Es niña de mucha ambición... Ha de saber Vuestra Majestad que tiene aspiraciones locas, insensatas...

-Aspiraciones locas -repitió-. ¡Vaya con la niña!

-Si Vuestra Majestad la tratase, si pudiera apreciar por sí mismo los vuelos de aquella imaginación ardiente...

-La cojita no puede ser más mona -dijo, dando a sus ojos expresión semejante a la que en los suyos tenía alguno de los individuos del lienzo de Velázquez-. ¡Y qué cuerpo tan bien formado!... Es una preciosidad... una joyita de carne y hueso.

Hablome en este tono largo rato, demostrándome su mucha afición a las artes, y principalmente a la escultura, de la que era especial devoto.

-¡Y pensar que tales tesoros van a ser para ese tronera de Gasparito Grijalva! -exclamé yo-. Vamos, ¡quién le había de decir a ese calumniador de Vuestra Majestad, a ese charlatán irreverente y desvergonzado que mañana mismo va a recibir de Vuestra Majestad generosísima el perdón de sus culpas, y que con el perdón va a entrar en el pleno goce de sus derechos amatorios!...

—191→

-¡Es su novio, su pretendiente!... ¡Cómo se divierten esos chicos... que no son reyes!

-Y no la deja ni a sol ni a sombra. ¡Qué pesado es! Como la condesa le permite entrar en la casa, allí está a todas horas el barbilindo cosido a las faldas de su Filis. No puede la niña pestañear sin que el moscón se entere...

-¡Hombre! -exclamó el Rey, dándose una palmada en la rodilla-, me carga ese niño.

-¡Y qué lengua!... ¡Qué lengua! Es capaz de revolver a todo Madrid.

-En verdad, Pipaón, que si no fuese porque prometí a Grijalva ponerle en libertad...

-¿Pero por fuerza ha de ser mañana? -me atreví a decir-. ¡Ah! Vuestra Majestad no sabe ser generoso a medias, y por hacer bien, no repara que favorece a sus enemigos.

-No estaría demás que ese D. Gasparito, o D. Moscón, durmiese unas noches más en la cárcel, ¿qué te parece, Pipaón?

-Admirable: unos días más de cárcel, y después se le pone en la calle... ¡Generosidad y previsión! ¡Ejemplares virtudes que no deben separarse jamás!

pidiéndome fuego

-Dices bien; pero yo... -objetó Su Majestad sacudiendo el cigarro y pidiéndome fuego para encenderlo-, pero yo quisiera servir al pobre y leal D. Alonso... Cuando yo estaba en —192→ Francia, me prestó varias cantidades sin interés ninguno.

-Si Vuestra Majestad aprecia en algo mi parecer me tomaré la libertad de decirle que Grijalva tiene asuntos de más interés que el de su hijo, y en los cuales puede recibir inmensos favores de su Soberano.

-¿Cuáles?, dímelo pronto.

-El de la moratoria que solicitan las señoras de Porreño... Conceder esa merced y dar golpe terrible a Grijalva es todo uno.

-¿Grijalva es el acreedor? -preguntó con anhelo.

-El mismo. Suponga Vuestra Majestad qué gracia le hará esperar diez o doce años para poder embargar los bienes de esas señoras...

-Porreño se comió su fortuna y la ajena, diose buena vida, y ahora sus herederos no quieren pagar... ¡Qué excelente sistema! Veo que esas señoras tienen talento, Pipaón -dijo Su Majestad con expresión festiva.

-¡Excelente sistema! -repetí yo.

-¡Y sobre todo muy español! -añadió el Rey de las Españas, con un aplomo humorístico que a pesar mío me hizo reír-. Gastar lo propio y lo ajeno, vivir a lo príncipe, y después encastillarse en la grandeza y dignidad de los títulos nobiliarios para rechazar el pago de las —193→ deudas como una ignominia... ¡Oh, qué delicioso país y qué incomparable gente!

-Sin embargo, se dice que Grijalva no cobrará...

-Que sí cobrará... pues no faltaba otra cosa -exclamó Fernando con firmeza-. Se me presenta la ocasión más bonita que pudiera apetecer para contentar al buen D. Alonso sin ponerle en libertad al niño.

-Con lo cual se le hacen dos favores.

-¡Collado! -gritó el Rey volviendo el rostro.

Acudió el cortesano, y Su Majestad sin mirarle, le dijo:

-¿Apuntaste para mañana el sobreséasedel hijo de Grijalva?

-Sí señor, aquí está -repuso Chamorro sacando un papel-. Esta noche pienso que pase al señor Echevarri.

-No, no hay nada de lo dicho... ¡Artieda!

El ayuda de cámara se acercó.

-¿No fuiste tú quien tomó nota de la moratoria?...

-Para pasarla al Consejo Real... Ya le he dicho al señor obispo de Menorca y al señor Escóiquiz, que estaba concedida.

-Estúpido ¿quién te mandó prometer?...

-El señor Inquisidor general -dijo Collado- —194→ me la recomendó también con vivo interés...

-Perdone Vuestra Majestad -repuso Artieda humildemente-. Sin duda yo entendí mal, cuando Vuestra Majestad se dignó acceder a la petición que le hicieron el reverendísimo señor obispo de Menorca, el reverendísimo señor obispo de Astorga, y el reverendísimo Inquisidor general.

-¡Vete al diablo tú y tus reverendísimos!... -exclamó Fernando, con el rostro encendido por la ira, lo cual le acontecía a la menor incomodidad.

-Entonces... -balbució el ayuda de cámara.

-Entonces... -repitió el Rey, remedando, no sin gracejo, el aire contrito y el sonsonete quejumbrón de Artieda- entonces quiero decir que no concedo la moratoria... ¿Lo entiendes? ¿Todavía quieren más los reverendos? Ya no les queda nada que pedir para sí, y piden moratorias para sus tramposos amigos, tenencias de resguardo para los cortejos de sus sobrinas y beneficios simples para los niños de teta de sus señoras amas...

-El señor obispo de Almería -dijo Collado con timidez- me dijo que tenía tanto, tantísimo interés en que esas señoras... Y Su Ilustrísima...

—195→

-Basta de Ilustrísimas y de sobrinos de Ilustrísimas -dijo Fernando con hastío-. Collado, quedamos en que no hay sobreséase para el hijo de Grijalva. Artieda, quedamos en que no hay moratoria para las señoras de Porreño... Ambas cosas negadas.

Hubo una pausa. Los criados se retiraron taciturnos. Observé que desde el rincón de Felipe II, cuatro ojos me miraban con enojo.

Un instante después entró en la tertulia mi maestro y señor D. Antonio Ugarte.

tertulia

Entró risueño, rebosando alegría, repartiendo sonrisas, cautivando con su amabilidad de tal suerte, que la tertulia sólo con su presencia adquirió la animación de que antes carecía. Recibiole Fernando con mucho gozo, y después que cambiaron varias palabras, mitad en broma, mitad en veras, diole el Rey las quejas por su ausencia, a lo cual contestó Ugarte:

-Pues qué, ¿este tunante de Pipaón no dijo a Vuestra Majestad que salí de Madrid a desempeñar un encargo del señor ministro de —196→ Rusia?... Y a propósito, señor, ¿con que ya no tenemos ministro de Hacienda?

-¡Ya no tenemos ministro de Hacienda! -replicó Fernando con afectación de pesadumbre festiva-. Estamos sin ministro de Hacienda. ¡Qué desventura! Di Ugarte, ¿tenemos aire que respirar y sol que nos alumbre?

Todos prorrumpieron en sonoras carcajadas, fórmula entonces la más gráfica de la adulación.

-¡Oh!, señor -dijo Ugarte con irónico acento dramático-, estamos muy mal. ¡El mundo se desquicia!... ¿Qué va a ser del reino sin ministro de Hacienda?

-Como que no sabemos que dos y dos son cuatro si el ministro de Hacienda no nos lo dice... -añadió el Rey, produciendo nueva explosión de risas-. Pero recobra el aliento, querido Ugarte, que hay ministro.

-¿Quién, señor? ¿Se puede saber?

-El mismo, el señor alcalde de Móstoles.

-¡Oh! -exclamó Ugarte con cierta confusión-. Me habían dicho que el Sr. D. Juan Pérez se había ido esta tarde a tocar el órgano del pueblo a que debe la celebridad.

-No hagas caso -indicó el Rey- no tengo motivos para despedir a Villamil. Sólo que esta vil chusma, como dice Ceballos, es capaz con —197→ sus chismes y enredos de trastornarme los ministerios todos los días.

-Pues por Madrid ha corrido la noticia -añadió Antonio I-. Por cierto que se daba a D. Felipe González Vallejo como sucesor de D. Juan Pérez.

-Eso quieren estos -dijo Fernando, señalando con desdén a Alagón y a los dos criados-. En caso de vacante, tal vez...

-Pues el consejo del duque me parece acertado -dijo Ugarte-. Vallejo es hombre que lo entiende, aunque no lo parece. Es de esos cuya apariencia engaña.

-¡Y tanto que engaña! -repitió Fernando con malicia-. Cualquiera creería, oyendo a Vallejo, que es tonto solemne de siete capas. Se lleva uno cada chasco...

-Casi siempre engaña la apariencia en los hombres de Estado -repuso Ugarte.

-Vamos, ya cogió D. Antonio su tema favorito -dijo el duque riendo-. Va a hablar pestes de Ceballos.

-No, nada de eso... Acabo de separarme de él en casa de unos amigos -replicó D. Antonio-. Tan guapote como siempre...

-Aquí -dijo el Rey sonriendo- se ha dicho esta noche que es el jefe de los masones.

-Como D. Pedro ha de estar en todo -repuso —198→ Ugarte con mucho gracejo- nada tiene de particular que esté también en la masonería. ¿No le llaman por ahí el indispensable?

-Y el cambia-colores10.

-¿No ha figurado en todos los partidos desde 1808?

-Vamos, no murmurar -dijo Fernando-. Se miente mucho y se dicen muchas falsedades.

-Ciertamente -añadió Alagón con punzante ironía-. Que D. Pedro Ceballos, después de ser ministro de Carlos IV y del Sr. D. Fernando VII, fue a Bayona y se vendió a Bonaparte... ¡falsedad! Que el Sr. D. Pedro Ceballos, acompañado del masón Urquijo y del inquisidor Llorente, redactó la Constitución de Bayona... ¡falsedad! Que el mismo señor firmó la circular del 8 de Julio a los agentes diplomáticos, mandándoles reconocer al rey Botellas... ¡falsedad! Que el susodicho, volviéndose del revés, publicó un célebre manifiesto en que ponía como ropa de pascuas a Napoleón, a José y a Godoy... ¡falsedad! Que después ofreció sus servicios a las Cortes de Cádiz, las cuales le hicieron consejero de Estado... también falsedad y calumnia... En fin, que mi hombre cansado de tantos naufragios, arribó al puerto del gobierno absoluto, donde echó el ancla e hizo bandera de...

—199→

-¡Alto, alto!... -exclamó con mucha zunga Fernando VII-; alto, querido Alagón, que te metes en terreno de mi tío el almirante.

Todos prorrumpimos en alegres risotadas.

Un lacayo anunció la visita de dos personajes, diciendo:

-D. Pedro Ceballos, D. Juan Pérez Villamil.

Pocos minutos después, en la tertulia y placentero corrillo junto a la chimenea y alrededor de nuestro Rey, éramos siete; ocho, contando con el astro hispano de que éramos satélites.

Villamil hablaba poco y era hombre muy serio. Ceballos, por el contrario, gustaba de recrearse en sus propias palabras y era festivo, grave, frívolo o sesudo, según el humor de sus interlocutores. El primero que rompió la palabra, sin embargo, fue el ministro de Hacienda, sin duda porque traía dentro del cuerpo algo que anhelaba echar fuera.

-Señor -dijo respetuosamente-. Por ahí se dice que he dejado de ser ministro de Hacienda. Como Vuestra Majestad no se dignó decirme nada esta mañana, vengo a saber si es cierto, para retirarme al sosiego de mi casa, —200→ de donde no me gusta salir sino para el servicio de Vuestra Majestad.

-¿Qué estás hablando? ¡Que dejas de ser ministro! -exclamó Fernando con afectado asombro.

-Así se dice, señor.

-¿Habéis oído algo? -preguntó Su Majestad, recorriendo con sus ojos el círculo de semblantes que ante sí tenía.

-Yo no he oído nada...

-Ni yo.

Todos dijimos que no, haciéndonos los pasmados.

-Ya estoy cansado de recomendar que no se haga caso de paparruchas -dijo gravemente y con mucha energía nuestro soberano-. Pues qué, ¿dejarías tú de saberlo, si no estuviese contento de tu ministerio? ¿Por qué había de ocultarlo hasta el momento de sustituirte?

-Eso mismo digo yo. Si Vuestra Majestad...

-¿Y qué tenemos de negocios? -dijo bruscamente Fernando, interrumpiendo a su ministro.

-Los decretos que pasaron a informe del Consejo, están ya despachados -repuso Ceballos.

-¿Cuándo quiere Vuestra Majestad que se publiquen? -preguntó Villamil.

—201→

-Cuanto antes, hombre. Ya deberían estar publicados.

-No se dirá que no se trabaja en los ministerios -manifestó Ugarte, dirigiendo principalmente sus miradas al secretario de Estado-. Ahí es nada la balumba de disposiciones que van a promulgarse estos días.

-Decreto prohibiendo las máscaras -dijo Ceballos-; decreto prohibiendo los periódicos; decreto encargando la educación de los niños y las niñas a los frailes y las monjas; decreto recomendando que se respete y venere a los ministros del altar; circular mandando a los españoles que guarden la mayor compostura dentro de la iglesia; circular disponiendo que las señoras se vistan con modestia para asistir a las funciones religiosas... en fin, la perturbación en que el reino quedó después de las Cortes, exige que se trate de poner algún arreglo en esta sociedad... He enumerado las disposiciones que Vuestra Majestad se ha dignado proponer y que se me entregaron en minuta escrita de su puño y letra... La previsión y tino de Vuestra Majestad son dignos del mayor elogio. Los citados decretos son convenientísimos y de grande aplicación en el estado del reino... Queda, sin embargo, mucho por hacer todavía. Nosotros, como más en contacto que —202→ Vuestra Majestad con los negocios públicos y las necesidades del reino, hemos observado irregularidades y asperezas y situaciones anómalas y tirantes que deben desaparecer.

Fernando oía con profunda atención a su ministro de Estado, y los demás también.

-Explícate mejor -dijo el Rey-. Ya sabes que siempre te oigo con gusto.

Inclinándose agradecido Ceballos, prosiguió así:

-Aquello en que principalmente hay que poner mano es la irregularidad del gobierno de las provincias de Andalucía. Hay en Sevilla un hombre llamado Negrete, a quien todos conocemos, el cual domina allí como dictador, sin documento alguno que acredite su autoridad, diciéndose emisario del gobierno y atropellando a todo el mundo del modo más inicuo. La exageración y la saña son tan perjudiciales al Estado, como la tibieza y blandura excesivas. Las provincias de Andalucía están aterradas, señor, con la presencia de tal monstruo. No sabemos qué magia terrible lleva ese hombre en sus palabras; pero es lo cierto que los propios jueces tiemblan ante él. Llena ese vil los calabozos sin más ley que su capricho, y socolor de perseguir y exterminar a los liberales, comete los más infames atropellos. Él mismo —203→ forma brevemente las causas, asistido de viles sicarios, y las falla en el tribunal de la Inquisición, donde se ha constituido en juez supremo... Ahora digo yo, señor, ¿puede esto tolerarse?... ¿es posible gobernar a una nación de esta manera? Vuestra Majestad no ha dado poderes a ese hombre...

-¡Oh, no; seguramente que no! -dijo Fernando con aplomo imperturbable.

-Nosotros los ministros tampoco; el Consejo tampoco: luego ese hombre es un falsario; ese hombre es instrumento de algunos pérfidos que subterráneamente, o quizás de un modo hipócrita, fingiendo interés por Vuestra Majestad, se complacen en sostener esta sangrienta intriga, que perturba el reino todo y hace odioso el paternal gobierno establecido a costa de tantos sacrificios.

Hubo una pausa. El soberano meditaba.

-Cosas de la masonería -indicó Ugarte.

Y repitieron todos.

-Cosas de la masonería.

En aquel tiempo, la culpa de todo se echaba al gato, es decir, a los masones.

-Yo encargaré a Echevarri -dijo al fin Fernando muy seriamente-, que se ocupe con empeño de descubrir los autores de tales atentados y en ponerles remedio.

—204→

Echevarri era el ministro de Seguridad pública.

Todos fijamos la vista en Su Majestad, que contemplando el fuego, movía dulcemente los labios, tarareando y sonriendo.

-Ceballos, ¿has visto hoy a Pepita? -dijo de súbito.

-¡Oh, sí! -repuso el cortesano, cambiando repentinamente de semblante y tono y poniendo en olvido como por encanto a Negrete y sus tropelías-. La he visto. Está muy incomodada con el duque por cierta canonjía.

-¿De veras? -preguntó Su Majestad riendo.

-Traslado la incomodidad al Sr. Collado -dijo el duque-, que en su afán ambicioso ha dejado a esa señora sin la prebenda que le prometí.

-¡Qué demonio! -exclamó perezosamente Fernando-. Dádsela, dadle cualquier cosa... Por no oírla se le podrían regalar dos mitras.

-¡Dos mitras! -dije yo-. Las tiene todas la negra del Sr. Villela.

Más adelante hablaré del Sr. Villela, de su negra y de las mitras de la negra del Sr. Villela.

-Como esa canonjía estaba ya dada -manifestó Collado-, pensé que le vendría bien a doña Pepita una superintendencia de Arbitrios, —205→ y esta mañana le di la nota al Sr. Villamil.

-Se hará inmediatamente -repuso el hacendista.

-O se le dará la bandolera vacante -propuso Alagón.

-¿Pero hay todavía superintendencias de Arbitrios? -preguntó humorísticamente el Monarca-, mejor dicho, ¿hay arbitrios todavía? Yo pensé que todo eso pertenecía a la historia, según están las cajas del Tesoro de lisas y mondas.

-Señor -dijo Villamil-, el estado del Erario no se oculta a Vuestra Majestad. El escaso producto de los impuestos no basta ni con mucho a cubrir los enormes gastos, aumentados cada día con la creación de nuevos destinos. El reino no tiene recursos para costearse su ejército, ni su marina, ni para dotar dignamente la Casa Real ni su regia guardia; España es pobre, pobrísima; necesita los caudales de América para vivir con algún decoro entre las naciones de Europa.

-Y esos caudales de América, ¿dónde están?

-¡Ay, eso es lo que a todos nos contrista! Fácil sería gobernar la Hacienda, si América nos enviase los tesoros que aquí nos hacen falta. Esa gran canonjía de nuestra nación no ha durado todo lo que debiera. Reflexione Vuestra —206→ Majestad, como Rey previsor, sobre la gravedad de esta situación. La América está toda sublevada, y las juntas rebeldes funcionan en Buenos-Aires, en Caracas, en Valparaíso, en Bogotá, en Montevideo. Si Méjico está aún libre del contagio, los americanos de Washington se encargan de trastornar también aquel país, del mismo modo que el Brasil nos trastorna el Uruguay, e Inglaterra nos revuelve a Chile. La insurrección americana exige un gran esfuerzo, un colosal esfuerzo. Es preciso mandar allá un ejército; pero para esto, señor, se necesitan tres cosas: hombres, dinero y barcos.

-¡Hombres, dinero, barcos!

-Lo primero no falta; pero ¿cómo los equiparemos, y sobre todo, en qué buques les lanzaremos al mar? Vuestra Majestad no tiene en su marina un solo navío que valga dos cuartos, y los arsenales carecen de elementos para la construcción.

-¡Risueño cuadro acabas de trazar! -dijo Fernando, hundiendo la barba en el pecho.

-Risueño no pero sí verdadero -afirmó D. Juan Pérez-. Si ocultase a mi Rey la verdad, sería indigno del afecto que Vuestra Majestad me profesa.

-Y que te profesaré siempre. Has hablado como un buen ministro. Nada de fantasías ni —207→ palabras bonitas. Así me gusta a mí... Pues es preciso buscar dinero y buscar hombres y buscar barcos.

-Señor, no olvide Vuestra Majestad -dijo Ceballos-, que si se lleva adelante la negociación con Inglaterra sobre la abolición de la trata de negros, o hemos de poder poco o nos han de dar una indemnización de muchos miles de libras.

-Es verdad: para resarcir los perjuicios de los tratantes de esclavos... A ver, Ceballos, Villamil -añadió Fernando con dulzura-, estudiad un plan, un plan cualquiera que mejore la situación en que nos hallamos. A uno y a otro os sobra talento para eso y para mucho más... ¿Me entendéis? Discurrid un plan vasto, que nos proporcione los recursos necesarios para sofocar la insurrección americana, bien sea creando impuestos, bien pidiendo dinero a los holandeses o a los judíos de Francfort, bien logrando los buenos oficios de alguna nación poderosa... en fin, ya me entendéis.

-Ya manifestaré más adelante a Vuestra Majestad algo de lo mucho que he meditado sobre el particular -dijo Ceballos.

-Y tú, Villamil, discurre, trabaja, proponme algo -prosiguió Fernando-. Por supuesto, no puedes figurarte lo que me mortifica que hayas —208→ creído en esas ridículas hablillas acerca de tu destitución.

-Señor...

-Hablaremos más despacio mañana... Puedes irte tranquilo y seguro de que sé apreciar tu lealtad... ¡Oh, Villamil!... No abundan los hombres como tú... Vamos, otro cigarrito.

Diciendo esto Su Majestad, con aquella bondad peculiar, que indicaba tanta honradez y nobleza en su carácter, ofreció un cigarro a D. Juan Pérez Villamil.

ofreció un cigarro

-Gracias, señor, acabo de fumar.

-Enciéndelo para salir. Como este habrás fumado pocos... Mira, puedes llevarte todo el mazo -añadió ofreciéndoselo galantemente.

-Señor...

-Nada, que te lo lleves. Tengo gusto en ello.

Cuando D. Juan Pérez, apremiado por la bondadosísima y gallarda fineza del Príncipe, tomaba los cigarros, yo sentía que un cuerpo duro tocaba mi codo. Era el codo del señor duque de Alagón.

Villamil y Ceballos se levantaron para marcharse.

-Que vengas mañana temprano -repitió el Rey-. A ver si discurres algo. Y tú Ceballos, si ves a Pepita... en fin, ya sabes: una superintendencia —209→ de provincia o la bandolera vacante... lo que ella prefiera.

-En el despacho de mañana -dijo Ceballos, que se había quedado muy taciturno-, tendré el honor de leer a Vuestra Majestad la contestación que he dado a la nota de D. Pedro Gómez Labrador.

-Sí, bueno, todo lo que quieras... mañana... adiós, ¡pero qué tarde es!... Podéis retiraros... yo también me voy a recoger -dijo Fernando con impaciencia.

Los ministros salieron y quedamos solos los camarilleros.

Apenas se cerró la puerta tras los dos repúblicos, Fernando se levantó, y con las manos en los bolsillos, dio algunos pasos por la habitación. Ugarte le miraba sonriendo. Ninguno de los demás nos atrevíamos a desplegar los labios, y el silencio se prolongó hasta que el mismo soberano se dignara romperlo, preguntando:

-¿Qué dices a esto, Ugarte?

-Que admiro la paciencia de Vuestra Majestad —210→ -repuso el ex-bailarín-. Según el señor Juan Pérez, ya no hay colonias, ya no hay soldados, ya no hay barcos, ya los españoles no tienen alma para vencer las dificultades. Sostendrá también el abuelillo que ya no hay aire que respirar, ni sol en el cielo.

-La verdad es -dijo Fernando deteniéndose meditabundo ante la chimenea- que no estamos en Jauja.

Y luego dando un suspiro, añadió:

-Hay que despedirse de las Américas.

-¿Por qué, señor? -dijo bruscamente Ugarte-. Se exagera mucho. Persona venida hace poco de allá, me ha dicho que toda la insurrección americana se reduce a cuatro perdidos que gritan en las plazuelas.

-Lo mismo me ha escrito a mí un amigo -añadí yo, forzando los argumentos de mi patrono-. Unos cuantos presidiarios, con algunos ingleses y norte-americanos, echados por tramposos de sus respectivos países, sostienen la alarma en aquellos lejanos reinos de Vuestra Majestad.

-Pues id vosotros a reducir a la obediencia a esas dos docenas de facciosos -dijo el Rey.

-Señor, en resumen -manifestó Ugarte-, mande Vuestra Majestad a América, un ejército, un verdadero ejército, con una escuadra, —211→ en vez de medias compañías dentro de una goleta como se ha hecho hasta aquí, y a los cuatro meses se verán los resultados.

-¿Y ese ejército, dónde está? -preguntó fríamente.

-¿Dónde están los vencedores de Napoleón? Parece mentira que Vuestra Majestad haga tales preguntas.

-Hombres valerosos no faltan; pero ¿cómo se les organiza, cómo se les viste, cómo se les mantiene?

-Muy sencillamente -repuso Ugarte, alzando los hombros-: organizándolos, vistiéndolos, manteniéndolos.

-Tú tendrás alguna mina. ¿Quieres decirme dónde está?

-Dos palabras, señor -dijo Ugarte, echando el cuerpo hacia adelante en su sillón y apoyando el codo en la rodilla, mientras el Rey se sentaba junto a él-. He dicho a Vuestra Majestad la otra noche que me atrevía a organizar un ejército expedicionario, siempre que tuviera para ello la competente autorización.

-Yo te la doy -replicó Fernando-. A ver de dónde vas a sacar ese ejército, y cómo lo vas a sostener.

-Vuestra Majestad me dijo también la otra noche que consagraría a tal objeto y pondría —212→ a mi disposición una parte mínima de las rentas reales.

-Es verdad.

-Pues el alistamiento se hará, señor -afirmó D. Antonio con resolución admirable-. No tiene que pensar más en ello Vuestra Majestad.

-Bueno, ya está el alistamiento. Ahora hazme el favor de decirme si vas a mandar a América esos soldados en cáscaras de nuez.

-No señor, que los mandaré en magníficos navíos y barcos de trasporte -repuso el arbitrista con una placentera y llana confianza que a todos nos dejó pasmados.

-Pero ya sabes que no los tenemos.

-Se compran.

-¡Se compran!... Y dice «se compran» como si costaran dos pesetas.

La naturalidad admirable con que Ugarte hacía frente a los mayores obstáculos, la frescura, digámoslo así, con que todo lo resolvía y allanaba, no podían menos de cautivar el ánimo del Soberano, agobiado por el continuo clamoreo de sus ministros. Todos los demás contertulios observábamos con verdadero asombro la prodigiosa iniciativa de Ugarte, y ante tanto ingenio, ante tan firme voluntad, callábamos, confundidos.

—213→

-Pues es claro que se compran -añadió el proyectista-. Apostaría a que Vuestra Majestad va a preguntarme que con qué dinero.

-Justo.

-Pues yo respondo que, si poseo la confianza de mi Soberano, me sobrarán fondos en que elegir.

-Quizás cuentas con la indemnización que nos va a dar Inglaterra.

-¿Por qué no?

-Pero es para resarcir a los negreros.

-Eso es, pagar a los negreros y que se pierdan las Américas. ¿No vale más dejarles sin indemnización, y conservarles los esclavos y las tierras?

-Está dicho todo -exclamó resueltamente Fernando, cediendo por completo a la seductora sugestión de aquel brujo que prometía los imposibles y teñía con frescos y brillantes colores el entenebrecido horizonte de la política-. Está dicho todo. Tienes mi autorización para hacer el alistamiento, para tomar de la real Hacienda los fondos necesarios, para tratar de la compra de buques, vestuario y demás.

De aquella conversación, brotó el poder oculto que D. Antonio Ugarte tuvo durante algún tiempo, y en virtud del cual, hasta llegó —214→ a celebrar tratados con potencias extranjeras en calidad de secretario íntimo de Su Majestad. Más adelante veremos cómo alistaba tropas y qué tal mano para comprar buques tenía D. Antonio. Sus proyectos forman una página curiosa en la historia del absolutismo.

-Ya se ve -dijo después de una pausa, durante la cual observaba los dibujos de la alfombra-. Con hombres como Villamil las dificultades se multiplican. Al buen alcalde se le antojan sus dedos huéspedes, y como en todas las ocasiones difíciles se asesora de Ceballos...

-El pobre Ceballos -dijo Fernando-, ha trabajado como un negro en ese fastidioso asunto del Congreso de Viena. No se le debe criticar, y si no se ha conseguido más, no ha sido por culpa suya.

-Entre Labrador y Ceballos, como si dijéramos, entre Herodes y Pilatos, España está haciendo un papel ridículo en Viena.

-¿Pero qué puede esperarse de un plenipotenciario que ya ha mostrado no tener ni dignidad ni carácter? -dijo el duque de Alagón-. ¿No fue Labrador ministro de Estado en las Cortes de Cádiz, y después realista furibundo?

-Y al presentarse en Cádiz felicitó a las Cortes por el sabio Código que habían hecho -añadí yo.

—215→

-En manos de estos hombres que ayer eran liberales locos y hoy absolutistas rabiosos -dijo Ugarte-, nuestra política exterior no puede menos de ser desastrosa. ¡Rutina incurable! Nuestra nación, señor, ha de vivir siempre bajo la vigilancia interesada, mejor dicho, bajo la tutela de Inglaterra o de Francia. La primera trabaja porque perdamos las Américas y porque se arruine nuestro comercio; la segunda no nos perdonará nunca el haber vencido a sus soldados, aunque fueran mandados por el general Bonaparte.

-En eso creo que tienes razón -dijo fríamente Fernando.

-Pues si tengo razón, ¿por qué no intenta Vuestra Majestad estrechar sus relaciones con un poderoso imperio, bastante fuerte para ser buen aliado, bastante remoto para no disputarnos nuestro territorio?

-Soy muy amigo de Alejandro -repuso el autócrata secamente.

-Pero esa amistad sería unión indestructible, si Vuestra Majestad, que seguramente no puede permanecer soltero más tiempo, se enlazara con una princesa rusa.

Al decir esto, Ugarte había pronunciado la última palabra del atrevimiento. Hubo una larga pausa. Observamos todos el semblante —216→ del Rey, que con las piernas estiradas, las manos en los bolsillos del pantalón y la barba sobre el pecho, indolentemente tendido más bien que sentado en el sillón, no se dignaba contestar ni con palabras, ni gesto, ni mirada ni sonrisa a las palabras de Ugarte. Por último, le vimos mover los brazos, luego alzar la cabeza, y aguardamos con ansiedad vivísima el sonido de su voz.

-¿Te parece -dijo- que debo refrenar un poco a Negrete?

-Las atrocidades del comisario secreto son tan grandes -repuso Ugarte-, que convendría ponerle a un lado y prescindir de sus servicios. Ceballos tiene razón. Están tan irritados los andaluces, que son capaces de volverse todos liberales, si ese verdugo sigue haciendo de las suyas.

-La cuestión es delicada. Negrete tiene órdenes mías, y si intentamos sujetarle por la vía de las autoridades legítimas, no es fácil que ceda.

-Para eso se manda un nuevo comisionado a Andalucía, un hombre hábil, enérgico, ingenioso y muy discreto, Pipaón, por ejemplo -dijo D. Antonio mirándome.

-No -replicó vivamente Fernando, mirándome también-. Yo no quiero que Pipaón —217→ salga de Madrid por ahora. Ya se buscará otro comisionado. Después de todo, nada se pierde con que Negrete continúe sentando la mano algunos días más. Andalucía está infestada de jacobismo.

-Y Madrid también -afirmó el duque.

-Las sociedades secretas rebullen por todos lados.

-No será porque dejamos de tener ministerio de Seguridad pública -dijo con ironía el Rey.

-Echevarri encarcela a los mentecatos y deja en libertad a los pillos. Los calabozos están repletos de tontos. Pero ¿qué ha de suceder si los principales personajes del gobierno están inficionados de liberalismo? Ceballos es masón, Villamil y Moyano no ocultan sus ideas favorables a un sistema templado como el de Macanaz; Escóiquiz augura desastres; Ballesteros quiere que se dé una especie de amnistía; en toda España se conspira. Ábrase un poco la mano y las revoluciones brotarán por todas partes como pinos en almáciga.

-Pues se cerrará la mano, se cerrará la mano -dijo Fernando incorporándose en su asiento-. Duque, pon algunas líneas mandando a Negrete que siga aplastando el jacobinismo; pero con la condición de que no sea —218→ bárbaro... No se puede confiar a nadie una comisión delicada...

Artieda acercó un velador con recado de escribir, y bien pronto la tertulia se trocó en oficina. El duque tomó una pluma.

-Ugarte -añadió el Rey-, puedes redactar las bases de la autorización que te doy para alistar el ejército expedicionario y demás. Me quedaré con tu borrador para meditarlo, y después te daré la copia firmada.

D. Antonio
tomó otra pluma

D. Antonio tomó otra pluma. Acariciándose la boca con las barbas de esta, miró al Rey.

-Permítame Vuestra Majestad -dijo- que decline el grande, el insigne honor que quiere hacerme, depositando en mí toda su confianza.

Fernando le miró con asombro, y los demás también.

-De nada serviría mi abnegación, mi trabajo, mis grandes cavilaciones y proyectos -continuó el arbitrista-, si desde el principio tropezara con obstáculos insuperables. Yo he prometido a Vuestra Majestad reunir tropas y equiparlas, y comprar los buques necesarios para que vayan a América...

-Pero una cosa es prometer, y otra...

-Es que no puedo pensar en el desarrollo de mis proyectos, mientras sea ministro de Hacienda el Sr. Villamil.

—219→

-¡Bah, bah! -exclamó Fernando con tono de indolencia y fastidio.

Hubo una pausa. Todos contemplábamos al Rey, el cual, arqueando las cejas se pasaba la mano por la cabeza, cual si se cepillara el pelo hacia adelante.

-Pipaón -dijo al fin-, extiende la destitución de Villamil... Que se le lleve esta misma noche.

Yo tomé otra pluma.

Así cayó D. Juan Pérez Villamil; así cayeron también Echevarri, Ballesteros, Macanaz, Escóiquiz, el mismo Vallejo, nombrado aquella noche, Moyano, León Pizarro, Lozano de Torres, y otros muchos.

-Ahora extiende el nombramiento de don Felipe González Vallejo, ministro de Hacienda.

Así subió Vallejo.

-¿Qué más hay? -preguntó Fernando con cierta somnolencia.

-Vuestra Majestad me concedió una bandolera -dijo tímidamente Artieda-, para el sobrino del señor Arcipreste de Alcaraz...

-Es que hay una sola vacante -añadió Collado avariciosamente-, y Su Majestad me la tiene prometida.

-Es verdad -dijo el Rey.

Artieda miró a Chamorro con enojo.

—220→

-Esa vacante me la había reservado yo para mí -objetó con sequedad Paquito Córdoba-. Es mucha la ambición del Sr. Collado. Después que me ha disputado esa miserable canonjía de Murcia como si fuese un imperio...

-Tienes razón -murmuró Fernando.

El aguador clavó sus ojos en el duque con expresión de envidia.

-Señor -dijo con suavidad sonriente don Antonio Ugarte-. Pocas veces pido mercedes de esta clase a Vuestra Majestad. Ya dije el otro día que deseaba una bandolera para un joven pariente mío.

-Nada más justo -repuso el Rey cerrando los ojos perezosamente-. Ugarte, todo lo que quieras.

El duque dirigió a Antonio I una mirada rencorosa.

-Señor -dije yo, sin encomendarme a Dios ni al diablo-, no olvide Vuestra Majestad que prometió una bandolera al señor conde de Rumblar, mi querido amigo.

El Rey abrió los ojos, sacudiendo la pereza, y exclamó enérgicamente, con aquella resolución a que ningún cortesano podía oponerse:

-La bandolera, para el señor conde de Rumblar... lo mando... Alagón, extiende el nombramiento ahora mismo.

—221→

Ugarte me miró, frunciendo el ceño.

Y se levantó la sesión, como dicen los liberales.

Como se ha visto, en las tertulias de Su Majestad nadie podía vanagloriarse de tener ascendiente absoluto y constante. Unos días privaba este, otros aquel, según las voluntades recónditas y jamás adivinadas de un monarca que debiera haberse llamado Disimulo I. Además aquel discreto príncipe, que así delegaba su autoridad y democráticamente compartía el manto regio con sus buenos amigos, como compartió San Martín su capa con el pobre, no tuvo realmente favorito, no dio su confianza a uno solo, elevándole sobre los demás; jugaba con todos, suscitando entre ellos hábilmente rivalidades y salutífera emulación, con lo cual estaba mejor servido y los destinos y prebendas más equitativamente repartidos.

De lo que anteriormente he contado puede dar fe un ministro de Su Majestad por aquellos años11, el cual, en papel impreso muy conocido, dice, echándosela de rigorista y de censor: «...pero lo peor es que por la noche da entrada y escucha a las gentes de peor nota —222→ y más malignas, que desacreditan y ponen más negros que la pez, en concepto de S. M. a los que le han sido y le son más leales... y de aquí resulta que, dando crédito a tales sujetos, S. M. sin más consejo, pone de su propio puño decretos y toma providencias, no sólo sin consultar con los ministros, sino contra lo que ellos le informan... Esto me sucedió a mí muchas veces y a los demás ministros de mi tiempo... Ministros hubo de veinte días o poco más, y dos hubo de 48 horas; ¡pero qué ministros!».

Por las declamaciones de este escrupuloso descontentadizo no se vaya a creer que la camarilla era cosa mala. Era, por el contrario, lo mejor de mundo, sobre todo para nosotros, que traíamos los negocios del reino de mano en mano y de boca en boca, despachándolos tan a gusto del país, que aquello era una bendición de Dios. Ninguno, sin embargo, pudo jactarse de ser el primero en la voluntad y paternal cariño de aquel bondadoso soberano absoluto; y en prueba de ello referiré lo que sucedió al día siguiente de la reunión que con todos sus puntos y señales he descrito, no apartándome en todo el discurso de ella ni un ápice de la verdad.

Al día siguiente, como dije, volví a palacio —223→ y encontré al Sr. Collado, al Sr. Artieda y al señor duque muy alarmados. ¿Por qué? Porque el Rey estaba conferenciando a solas con un sujeto que hasta entonces no había sido recomendado ni introducido por ninguno de los sobredichos palaciegos. Creyose que sería algún emisario de Ugarte, pero entró enseguida don Antonio y negó el caso.

fraile

Reunímonos todos en la antesala y a poco vimos salir a un fraile francisco, joven, bien parecido, excelente mozo, que más parecía guerrero que fraile; de aspecto y ademanes resueltos, mirada viva y revelando en todo su continente y facciones una disposición no común para cualquier difícil cosa que se le encomendara.

-¿Quién es este pájaro? -preguntó Ugarte demostrando en su tono que estaba completamente desconcertado.

-Se llama fray Cirilo de Alameda y Brea -dijo Artieda, que estaba fuerte en todo lo referente al personal eclesiástico de la monarquía.

-Y ¿qué es este hombre?

-Fue maestro de escuela en Pinto.

-Y después marchó a Montevideo, donde se ocupaba... No sería en cosa buena.

-En redactar Gacetas.

—224→

-Es hombre que pone bien la pluma, según parece.

-Vino por vez primera con el general Vigodet -añadió Paquito Córdoba-. Su Majestad le ha recibido después en varias ocasiones, y nunca he podido averiguar...

-¿No ha dejado traslucir nada?

-Absolutamente nada.

-Hoy ha durado la conferencia dos horas.

-¿Y ninguno de Vds. sabe nada? -repitió Ugarte, interrogando todos los semblantes-. Yo estoy confundido.

-No sabemos una palabra.

-Pues estamos bien... ¿Apostamos a que este tunante de Pipaón lo sabe todo?

-Ni una palabra -respondí tan confuso como los demás.

Y era la verdad que nada sabía. Más adelante todos desciframos el enigma, que me hizo decir no hay función sin fraile; pero no ha llegado aún la ocasión de revelarlo.

Antes de seguir, quiero indicar las observaciones que sugirió el manuscrito de estas Memorias a una persona de aquellos tiempos y —225→ de estos. D. Gabriel Araceli12, a quien lo mostré (no es preciso decir cuándo ni cómo), me dijo que los lectores de él, si por acaso lograba tener algunos, no podrían menos de ver en mí un personaje de las mismas mañas y estofa que Guzmán de Alfarache, D. Gregorio de Guadaña o el Pobrecito Holgazán; a lo cual le contesté que sí, y que de ello me holgaba, por ser aquellos célebres pícaros de distintas edades los más eminentes hombres de su tiempo, y caballeros de una caballería que yo quería resucitar para que se perpetuase en la edad moderna. Dijo también el sobredicho señor, que nada de lo que apunté o describí con burdo o sutil estilo, se diferenciaba un punto de la verdad.

-La comparsa en que Vd. figuró, señor D. Juan -dijo al fin, echándoselas de dómine sermonista-, fue de las más abominables y al mismo tiempo de las más grotescas que han gastado tacones en nuestro escenario político. Cuanto puede denigrar a los hombres, la bajeza, la adulación, la falsedad, la doblez, la vil codicia, la envidia, la crueldad, todo lo acumuló aquel sexenio en su nefanda empolladura, que ni siquiera supo hacer el mal con talento. El alma se abate, el corazón se oprime al considerar —226→ aquel vacío inmenso, aquella ruin y enfermiza vida, que no tiene más síntomas visibles en la exterioridad de la nación, que los execrables vicios y las mezquinas pasiones de una corte corrompida. No hay ejemplo de una esterilidad más espantosa, ni jamás ha sido el genio español tan eunuco.

rodeados de escombros

»Los junteros de 1808, los regentes de 1810, los constitucionalistas de 1812, cometieron grandes errores. Iban de equivocación en equivocación, cayendo y levantándose, acometiendo lo imposible, deslumbrados por un ideal, ciegos, sí, pero ciegos de tanto mirar al sol. Cometieron errores, fueron apasionados, intemperantes, imprudentes, desatentados; pero les movía una idea; llevaban en su bandera la creación; fueron valientes al afrontar la empresa de reconstruir una desmoronada sociedad entre el fragor de cien batallas; y rodeados de escombros, soñaron la grandeza y hermosura del más acabado edificio. Hasta se puede asegurar que se equivocaron en todo lo que era procedimiento, porque los que discurrían como sabios lo hacían como niños. La especie de tutela a que quisieron sujetar en 1814 al Rey, viajero desde Valencey a Madrid, y el pueril formulismo ideado para hacerle jurar a él, vástago postrero del absolutismo, la precoz —227→ Constitución de Cádiz, fueron yerros que debían producir el golpe de Estado del 10 de Mayo. Hasta se puede sostener que Fernando estaba en su derecho al hacer lo que hizo; pero nada de esto atenúa las grandes, las inmensas faltas de la monarquía del 14. Fue la ceguera de las cegueras. La crueldad, la gárrula ignorancia de aquella política no tiene ejemplo en Europa. Para buscarle pareja hay que acudir a las atrocidades grotescas del Paraguay, allí donde las dictaduras han sido sainetes sangrientos, y han aparecido en una misma pieza el tirano y el payaso.

»No existe nada más fuera de razón, más inútil, más absurdo, que la reacción de 1814; no sucedió a ningún desenfreno demagógico; no sucedió a la guillotina, porque los doceañistas no la establecieron, ni a la irreligión, porque los doceañistas proclamaron la unidad católica; ni a la persecución de la nobleza, porque los nobles no fueron perseguidos: fue, pues, una brutalidad semejante a los golpes del hado antiguo, sin lógica, sin sentido común. Nada de aquello venía al caso. Si Fernando hubiera cumplido la promesa hecha en el manifiesto del 4 de Mayo, si hubiera imitado la sabia conducta de Luis XVIII, que desde la altura de su derecho saludaba el derecho de las naciones; —228→ ¡cuán distinta sería hoy nuestra suerte! Sin necesidad de aceptar la Constitución de Cádiz, que era un traje demasiado ancho para nuestra flaqueza, Fernando hubiera podido admitir el principio liberal, inaugurando un gobierno templado y pacífico para la nación y por la nación. Pero nada de esto hizo, sino lo que usted ha descrito, y aquellos seis años fueron nido de revoluciones. El desorden germinó en ellos, como los gusanos en el cuerpo insepulto. Desde 1814 a 1820 hubo en España trece conspiraciones, todas para derrocar el gobierno absoluto, una para esto y para asesinar al Rey. Abortaron las trece, pero la décima cuarta parió... Los liberales se presentaron con la rabia del vencedor y la hiel criada en el destierro. ¿Qué les impulsaba en 1812? La ley. ¿Y en 1820? La venganza. Continuaba el vicio, la corrupción, la crueldad; pero el absolutismo de Vds. había sido tan rematadamente malo, que en los liberales del trienio famoso podía haber crueldad, ambición, rapacidad, venganza, imprudencia y aun dosis no pequeña de tontería... podían aquellos benditos avanzar hasta un grado extremo en la escala de estos defectos, sin temor de llegar nunca, no digo a superar, pero ni siquiera a igualar a sus antecesores».

Así mismo me lo dijo, y se quedó tan fresco.

—229→

Pero vamos adelante con mi cuento.

¿Se ha comprendido ya cuál era mi plan en el asunto, o si se quiere, en la hábil intriga cuyo hilo se extendía desde los intereses de la familia de Porreño hasta la paternidad de D. Alonso de Grijalva? Creo que no serán necesarias explicaciones prolijas de aquella operación, como hoy se dice, hecha sin dificultades mayores y con éxito mejor del que podía esperarse, considerada su delicadeza. Aburrido Grijalva de ver que a pesar de la palabra real, no echaban de las cárceles al tuno de su hijo, admitió las propuestas que mañosamente y por conducto de varones esclarecidísimos y muy discretos le hice, resultando de ellas que me vendió los créditos contra las señoras de Porreño por la mitad de su valor. Anduvo en aquestos tratos el licenciado Lobo, con tan buen pie y mano, que D. Alonso, muy rebelde al principio, llenose de miedo y a todo lo que quisimos asintió al fin.

Después me quedaba lo peor y más amargo del caso, cual fue apretar a las señoras de Porreño, —230→ para que pagasen, y, quitándoles toda esperanza de moratoria (por la rotunda negativa del sabio y justiciero Consejo), proceder al embargo de bienes. Aquí sí que no fue posible disimular, porque D. Gil Carrascosa vendió a las venerandas señoras mi secreto, y un día en que tuve el mal acuerdo de presentarme en la casa recibiéronme como es de suponer. Desde entonces, quitado el último puntal de aquella histórica casa, todo vino con estrépito al suelo, entre alaridos de rabia y sollozos de aflicción. Las señoras de Porreño pasaron a la religión de las sombras. Su última época, solitaria y lúgubre está escrita en otro libro13.

Renuncié, como es consiguiente, a su amistad, y me ocupé de aquellas excelentes tierras de Hiendelaencina, de Porreño y Torre Don Jimeno, tan diestramente ganadas con mi talento, con mis ahorros y con el dinero que don Antonio Ugarte me prestara para reunir la cantidad necesaria. Mucho tardé en adjudicármelas, a causa de las dilaciones de la curia; pero al fin constituime en propietario, soñando con establecer un mayorazgo.

Pero retrocedamos a los días de mi anterior relación, que eran los últimos de Febrero y primeros —231→ de Marzo de 1815. La Real Caja de Administración tuvo el honor, nunca por ella soñado, de caer en mis manos. ¡Bendito sea Dios Todopoderoso y Misericordioso, que arregla las cosas de modo que ningún desvalido quede sin amparo! Dígolo por aquellos miserables y huérfanos juros que hasta mi elevación no tuvieron arte ni parte en ninguna operación rentística. Los pobrecitos no soñaban sin duda que toparían conmigo ni con la destreza de estas limpias manos, y a poco de mi entrada en la Caja engordaron hasta el punto de que no los conocía el pícaro secretario de Hacienda que los inventó.

¡Qué satisfechos quedaron de mis servicios el noble duque, y D. Antonio Ugarte! ¡Qué elogios hacían de mi impetuosa voluntad, la cual derechamente se iba al asunto sin reparar en pelillos! Yo también estaba envanecido de mí mismo, y entonces empecé a conocer lo mucho que para tales asuntos valía. Yo era una firme columna del Estado; yo desplegaba en servicio de mi Soberano absoluto y del sumiso reino, tendido a sus pies como un perro enfermo y calenturiento que no puede moverse de pura miseria, las más altas calidades intelectuales. Indudablemente Dios debía de estar satisfecho de haberme criado, viéndome tan hormiguilla, —232→ tan allegador, tan mete-y-saca, tan buen amparador de los poderosos para que los poderosos me amparasen a mí. ¡Qué minita era aquella sacrosanta Administración! ¡Qué terrenos inexplorados! En tal materia yo, era más que Colón, porque este descubrió sólo un mundo y yo descubría todos los días uno nuevo.

No hay que decir que yo navegaba a toda vela, como diría mi amigo el Infante, hacia el Real Consejo. Todo marchaba a pedir de boca en derredor mío. ¿Y qué diré de aquel seráfico ministro de Hacienda, D. Felipe González Vallejo? Hombre de mejor pasta no se ha sentado en poltrona. El pobrecito era tan buenazo, tan sano de corazón, tan amable y complaciente, que todos los negocios pequeños, como nombramientos y demás menudencias, estaban en manos de Artieda y del Sr. Chamorro. De los grandes se encargaba D. Antonio Ugarte. Dios se lo pague a aquel bendito ministro, que no tenía gota de hiel en su corazón, ni humos de vanidad en su cabeza. Parecía que no había tal ministro. Si todos los que han ocupado el sillón hubieran sido como él, otra sería la suerte de este desamparado y caído reino.

En asuntos que no eran administrativos, iban mis cosas medianamente. Antes de lo referido últimamente, yo veía a Presentacioncita —233→ todos los días en casa de las señoras de Porreño; pero cuando estas descubrieron la sutil urdimbre que mi travesura les preparara, concluyeron para mí las entradas en la casa de la calle del Sacramento. Asistió Presentacioncita a la ruidosa escena en que doña Paz y doña Salomé me notificaron con encrespadas razones, no menos sonantes que las olas del mar, su soberano desprecio, lo cual me causó pena, porque no era muy de mi gusto pasar por un intrigante de mal género a los ojos de la dulce niña de la condesa. Pocos días habían pasado después de la escena en la Cámara regia que antes describí. Robáronme algún tiempo los amigos que de Vitoria y la Puebla de Arganzón vinieron a solicitar mi ayuda para distintas pretensiones, entre ellos el venerable patriarca D. Miguel de Baraona, con su encantadora nieta (próxima a ser esposa de un joven guerrillero), D. Blas Arriaga, capellán de las monjas de Santa Brígida de Vitoria, y otros que más adelante serán conocidos; pero luego que me dieron algún respiro, consagreme en cuerpo y alma a la adorable Presentacioncita, en virtud de proyectos más o menos dulces, recientemente concebidos; que en materia de proyectos, mi cabeza no conocía el descanso, ni mi impetuosa voluntad el hastío.

—234→

Contra lo que yo esperaba, la señora condesa de Rumblar no me cerró las puertas de su casa, ni aun decoró su estatuario semblante, cual solía, con el grandioso ceño, y los agridulces mohínes propios de tan alta señora. Verdad es que yo, además de entregarle la bandolera para su hijo, haciéndole comprender que sin mí nada le habría valido la recomendación de Ximénez de Azofra, le había prometido mi eficaz amparo en el pleito que desde 1811 sostenía contra los Leivas. Tampoco Presentacioncita se mostró ceñuda, a pesar de su adhesión a la familia de Porreño; pero no lo extrañé, porque siendo yo el libertador de Gasparito, bien merecía perdón; y el novio suelto no debía valer menos que las amigas arruinadas.

Todo mi afán consistía en disponer de lugar y hora a propósito para hablarle largamente a solas, apretándome a ello el deseo de comunicarle cosas de la mayor importancia. Sin esperanza de que me concediera tal gracia, pero decidido a todo, propúsele la conferencia, y ¿cuál sería mi sorpresa al ver que aceptaba y que bondadosamente prometía señalar sitio y momento oportuno, de tal suerte que la vigilancia materna no nos estorbase? Yo estaba absorto: indudablemente habíase verificado en su carácter cierta mudanza radical, porque la dichosa —235→ niña ponía en todos sus actos y palabras mucha seriedad, cesando de mortificarme con las burlas y epigramas de antaño.

Discurrió ella el modo de que a solas la hablase, y fue por un arte ingenioso, tomando el traje de cierta muchacha que entonces la servía, y poniéndose de noche a una reja, donde la doncella acostumbraba conferenciar con cierto dragón de Farnesio.

No se me olvidará jamás aquella noche en que tuve la dicha de respirar el dulce aliento de la adorable niña, tan de cerca, que el calor de su rostro aumentaba el del mío, mareándome. ¡Y cómo brillaban sus negras pupilas en la oscuridad! Cada vez que aquel vivo rayo diminuto surcaba el espacio comprendido entre nuestros semblantes, yo me ponía trémulo. ¡Qué linda, qué seductora estaba aquella noche! Su agraciado rostro se magnificaba con la melancólica seriedad en que le envolvía como en un velo misterioso. Estaba descolorida, desvelada, y así como no había frescos colores en su rostro, tampoco había en su alma aquella plácida felicidad risueña que en época anterior irradiaba de ella, como del astro la luz, haciendo felices también a cuantos la rodeaban. Pálida y meditabunda ahora, parecía ocupada de pensamientos extraños.

—236→

Yo también lo estaba... ¡ay!, yo estaba intranquilo, demente; yo no dormía, yo no tenía paz en el corazón, porque me agitaba un ansioso afán, un proyecto de inmensa gravedad que absorbía las potencias todas de mi alma incansable e insaciable.

Llegó al fin la hora de la cita.

la cita

-¡Qué miedo tengo Sr. de Pipaón! -dijo cuando cambiamos los primeros saludos-, ¡qué miedo tengo, a pesar de las precauciones tomadas! No es fácil que mamá ni mi hermano me descubran; pero sí Gaspar, que por las noches ronda la casa, no contento con vigilarme de día, imponiéndome su voluntad hasta en los actos más insignificantes...

Después de tranquilizarla sobre este particular, le dije:

-Encantadora niña, ¡cuán mal sienta a esa incomparable persona, digna de un emperador, afanarse por un mozalbete sin fundamento, como Gasparito Grijalva! Mal empleados ojos puestos en él, mal empleada boca hablándole, y mal empleado corazón amándole. Presentacioncita, —237→ Vd. no se ha mirado al espejo, Vd. no conoce su mérito, Vd. no ha sabido apreciar el inmenso valor de su propia persona, la cual es de tanta valía, que casi casi no conozco ningún hombre digno de poseerla.

Presentacioncita

-¡Qué adulador es Vd.! -replicó sonriendo vagamente-. ¿Es eso lo que tenía que decirme?

-Por ahí empiezo, niña mía; empiezo por pasmarme de que quiera Vd. al hijo de don Alonso, habiendo en el mundo tanto bueno...

-Puesto que he venido aquí a hablar a usted con franqueza -dijo interrumpiéndome- no le ocultaré que Gasparito no me interesa ya gran cosa.

-¡Oh, confesión admirable! -exclamé con gozo-. Mire Vd... me lo figuraba. Si no podía ser de otra manera. Si esos ojos fueran nacidos para mirar a Gasparito, merecerían cegar. Digan lo que quieran, no se hizo el sol para los insectos.

-Yo no sé lo que ha pasado en mí -prosiguió-, pero de la mañana a la noche se me ha concluido la afición que a Gasparito tenía. Esto parece raro, pero no lo es, porque a muchas ha ocurrido lo mismo.

-Es que algunas chiquillas toman por amor lo que no lo es; y cuando viene la pasión verdadera, se asombran de haber derramado aquellas —238→ primeras frías lagrimitas por un objeto indigno.

-Yo creí estar apasionada de Gaspar ¡cosas de chiquillas! Cuando una juega con sus muñecas cree amarlas mucho, y después se ríe de ellas.

-¡Admirable idea!... Gasparito es una muñeca, y para Vd. acabó de repente la época de los juegos.

-Confieso que en un tiempo le quise...

-¡Ah, en un tiempo!... Luego...

-Gaspar es un muchachuelo vulgar, un joven adocenado -dijo expresándose con cierto desdén-. ¡Parece mentira que yo le amara!... ¡Qué grande error!

-¡Enorme error!... pero en fin, nada se ha perdido. Ahora bien: ¿puedo saber desde cuándo?...

-¿Desde cuándo? -repitió en un tono que revelaba sin género de duda cortedad de genio.

-Pero no me lo confiese Vd., niña -dije con viveza-. A ver si lo adivino yo. ¿Apostamos a que lo adivino?

-¿Apostamos a que no?

-¡Ay! Presentacioncita, yo no carezco de perspicacia. Desde aquella noche en que salimos de casa y tuvimos la malhadada aventura de la calle del Bastero, y aquel descomunal susto, —239→ cuando me vi precisado a hacer uso de las armas...

-Que se quema, que se quema Vd.

-Sí, desde aquella noche, desde aquel encuentro con dos caballeros desconocidos, cuando Vd. perdió el sentido y... ¿acierto, mi señora doña Presentacioncita? ¿Sí o no?

-Sí -repuso con voz que apenas se oía, más semejante a un suspiro que a una voz.

Alzando los ojos contemplaba el cielo con tristeza.

-Pues bien -añadí lleno de entusiasmo-, los pensamientos de Vd. se avienen perfectamente con lo que yo tenía que decirle. Nos entendemos. ¡Benditos corazones los nuestros que así concuerdan, respondiendo el uno a los afanes del otro!

-Yo soy muy desgraciada, D. Juan -me dijo-. ¿No conviene Vd. en que soy muy desgraciada?

-Según y cómo -respondí-, según y cómo. Puede Vd. ser muy desgraciada, pero muy desgraciada, y puede ser feliz, muy feliz, felicísima.

-Lo primero es lo cierto.

-¡Ah, si Vd. supiera, si yo dijera aquí todo lo que sé!, ¡oh, arcángel enviado por Dios a la tierra para consuelo de los tristes mortales!... —240→ Pero vamos por partes. ¿Se acuerda Vd. de la función de los Trinitarios y de la recepción de Su Majestad en la sala capitular del convento?

-¡Que si me acuerdo! -exclamó, cubriendo el rostro con sus manos y descubriéndolo después más pálido, más bello, más interesante-. Ya que se ha establecido entre nosotros cierta confianza, ya que he hecho ciertas revelaciones que me han costado mucho, no ocultaré nada, respetable amigo mío... Aquel día la presencia de Su Majestad y el reconocer en sus nobles facciones las mismas del generoso caballero que me había amparado la noche anterior, produjeron general trastorno en mi alma. Sentí primero una especie de terror. Yo no había visto nunca a Su Majestad. La idea de haber estado tan cerca, de haber estado en los mismos augustos brazos del Rey, de aquel gloriosísimo monarca, de aquel hombre que casi no lo es, por su superioridad sobre los demás, me conturbaba y confundía de tal manera, que no era dueña de mí misma. Durante todo el día estuve atónita, paralizada, estupefacta. Parecíame que resonaba su voz en mis oídos constantemente, y que no se apartaban de mí aquellos negros ojos majestuosos, a los de ningún hombre parecidos.

-¡Admirable concordia de sentimientos! —241→ 14 -exclamé interrumpiéndola-. ¿Pero es Vd. una mujer o un serafín?

-Aquella noche no pude dormir. Estaba fascinada y no sabía apartarme del retrato del Rey que mamá tiene en su cuarto haciendo juego con la estampa del señor San José. En los siguientes días traté de vencer la irresistible atracción que me llevaba violentísimamente a recrear mi espíritu con los recuerdos de aquella noche y aquel día. Pero ¡ay!, mi señor D. Juan. La noble, la gallarda, la incomparable imagen no se podía apartar de mi imaginación. Cuando oía leer la Gaceta y pronunciaban delante de mí el nombre del Rey; cuando Ostolaza le nombraba en la tertulia para encomiarle hasta las nubes por sus buenas acciones, mi rostro se encendía, parecía que iban a estallar mis venas todas y a romperse en mil pedazos mi corazón.

-¡Oh!, lo creo, lo creo -dije con calor-. Su Majestad cautiva de ese modo el ánimo de cuantos le miran. ¡Qué gallardía en su persona!, ¡qué nobleza y grave hermosura en su semblante!, ¡qué caballerosidad e hidalguía en sus modales!, ¡qué dulce música en su voz! No existe otro más seductor en el conjunto de los hombres... ¿Pues qué diré de sus elevados pensamientos, de aquella bondad de corazón, de —242→ aquella inteligencia suprema, para la cual no hay en el arte del gobierno oscuridades ni enigmas? ¿Qué diré de su espíritu de justicia, del gran amor que profesa a sus vasallos, de su religiosidad supina, de todas las admirables prendas de su alma, las cuales son tantas, que parece mentira haya puesto Dios en una sola pieza tal número de perfecciones? Vd. le tratará más de cerca, Vd. le oirá, Vd. podrá conocer por sí misma que las cualidades de ese angélico ser a quien Dios ha puesto al frente de la infeliz España exceden con mucho a sus altas perfecciones físicas.

-La nariz es un poco grande -dijo Presentacioncita con una salida de tono que me hizo estremecer-, pero no por eso deja de ser admirable el conjunto del rostro.

-¡La nariz grande! Así la tuvieron Trajano, Federico el Grande, así eran también la de Cicerón, la de Ovidio y tantos otros hombres eminentes... Pero esto no hace al caso. Lo que importa es que sepa Vd. los sentimientos que ha despertado en aquel noble y generoso corazón, no ocupado enteramente del amor a la patria y al sabio gobierno absoluto. ¡Oh, mujer feliz entre las mujeres felices! -añadí con mucho calor-. ¡Oh, flor escogida entre las flores escogidas! ¡Oh, virgen superior a todas las —243→ vírgenes!, puede Vd. vanagloriarse de ser la primera que ha encendido una llama ardiente, pura, una llama...

Presentacioncita se cubrió de nuevo el rostro con las manos. Entonces pasó por mi mente las sospechas de que fuese yo en aquel momento víctima de un bromazo tremendo. ¿Pero cómo era posible que el fingimiento de la muchacha fuese tan magistral? No, ninguna actriz de la tierra, aunque se llamase María Ladvenant o Rita Luna, era capaz de simular los sentimientos con tal perfección, desfigurando el rostro, estudiando las palabras, midiendo las actitudes, sin que ni un solo momento se descuidase y revelara el pérfido artificio.

Observé a Presentacioncita con atención profunda, y cuanto más la miraba, más me confirmaba en mi creencia de que cuanto veía y oía era la realidad incontrovertible de una pasión verdadera. Mis últimas zozobras se disiparon, cuando la vi alzar la frente y me mostró su rostro bañado en lágrimas, de verdaderas lágrimas de ternura y dolor. ¡Oh, estaba preciosa! Entre ahogados sollozos exclamó:

-Sr. D. Juan, ¡por amor de Dios!, no me diga Vd. eso, no me lo diga Vd. Es una falta de caridad jugar así con el corazón de esta desgraciada.

—244→

Sus dulces lágrimas humedecieron mi mano. ¡Qué lástima que aquel rocío celeste no fuera para mí! Me avergoncé de haber dudado un solo instante.

-¿No me cree Vd.? -dije-. Pues muy fácilmente puede convencerse de mi veracidad. Yo le proporcionaré ocasión de que oiga Vd. misma de los labios...

-¡Oh!, eso no puede ser... -afirmó con dignidad.

-No propongo nada contrario al honor -añadí-. Su Majestad creo que daría la mitad de su corona por poder manifestar a Vd. los sentimientos que le ha inspirado. Yo tengo el honor de ser amigo de Su Majestad, y me ha confiado este deseo de su corazón... ¿A qué conduce el negarle tan dulce y legítimo consuelo, cuando él, por la misma sublimidad de su amor, no aspira a nada que arroje sombra de mancilla sobre la adorada persona de usted?

-¡Oh, qué disparates! -dijo con miedo-. No, esto no puede pasar de aquí. Ni mi humilde condición con respecto a la suya me permite acercarme a él con legítimo fin, ni mi honra me lo consiente de otro modo. Es este un problema que no puede resolverse. No lo resolverá Su Majestad con todo su poder, ni me deslumbrará —245→ el esplendor de su corona hasta cegarme los ojos con que miro mi deber, la reputación de mi nombre y mi casa. ¡Jamás! Oiga Vd. bien lo que digo. Jamás consentiré en ver ni hablar a esa alta persona. Si he confesado lo que Vd. acaba de oír, lo he hecho porque mi corazón necesitaba esta noble, esta leal expansión con un cariñoso amigo que no puede venderme.

-Pero él...

-Ni una sola palabra más sobre este asunto. ¡Qué necia he sido! ¿Por qué no se me abrasó la lengua? Antes moriré cien veces que consentir en ser recibida por su amigo de Vd. o en aceptar su visita. ¡Miserable de mí! Me daría yo misma con mis propias manos la muerte, si me viese cogida en una inicua celada por los cortesanos y aduladores de Su Majestad.

-¿Usted ha podido creer que yo?... -dije muy confundido.

-¿Por qué lo he de negar? Creo que a pesar de su honradez, el deseo de servir a su señor le impulsa a abusar de mi confianza, de mi debilidad, de esta franqueza quizás culpable con que le he hablado... ¡Oh Dios mío!, ¡cuán desgraciada soy!, ¡cuán desgraciada!

-Señora, yo juro que nada he pensado contrario al honor de Vd. y de su hidalga familia. Pero no negaré que he creído posible y —246→ hasta conveniente para la tranquilidad del mejor de los hombres y del más virtuoso de los reyes, el preparar una entrevista amistosa...

-¡Por Dios!, ¡por todos los santos! -exclamó con acento dolorido-. Vd. ha tramado perderme; Vd. no es ni puede ser un hombre leal. Pipaón, se acabó, ni una palabra más; retírese Vd. ¡Al momento, al momento!

-Calma, calma. Lo decidiremos despacio y sin reñir, ni llamarme desleal.

-¿Qué quiere Vd. decir con entrevistas amistosas?

-Una conferencia de amigos, una explicación...

Quedose meditabunda largo rato, y yo pendiente de su contestación, con el alma en los oídos.

-Bien, lo pensaré. Deme Vd. esta noche para pensarlo.

-¿Y mañana recibiré la contestación?

-Sí, mañana en este mismo sitio y a la misma hora.

Cuando esto decía, sentí un rumor extraño en el interior de la casa.

-Mi hermano viene -dijo con zozobra-. Retírese Vd. al momento, al momento, y apriete Vd. el paso. ¡Oh! Ha sido una suerte que Gasparito esté malo y no pueda salir de noche.

—247→

-Dios le conserve el mal... Conque hasta mañana, ¿eh? Adiós, niña mía.

Cerró la reja y me retiré a mi casa. Yo también necesitaba meditar.

Al día siguiente oí a doña María quejarse de la profunda distracción de Presentacioncita, de sus nerviosidades y palideces, del trastorno muy visible que en sus maneras y lenguaje se había verificado, lo que acabó de confirmar mi creencia respecto a la veracidad de la niña en las confianzas que me hiciera. Llegada la noche, acudí a la segunda cita y pareciome que se habían agravado en la hermosa muchacha los síntomas de exaltada y febril pasión.

-¡Cuánto ha tardado Vd., D. Juan! -me dijo reconviniéndome.

-He venido a la hora marcada, incomparable niña -repuse-. Si Vd. se ha anticipado, no me acuse de tardío. Y ¿qué tal? ¿Se ha meditado mucho? ¿Cómo está esa preciosa cabeza? ¿Se ha serenado, se ha aclarado ese entendimiento?

-He pensado mucho en ello, Sr. D. Juan —248→ -exclamó con abatimiento-, y mi mal no tiene remedio.

-¡Que no tiene remedio! Eso lo veremos más adelante. Pero por de pronto, dígame Vd. su parecer acerca de la entrevista amistosa.

Contestome con hondo suspiro.

-La entrevista amistosa serviría tan sólo para aumentar mi desgracia. Déjeme Vd., Pipaón, déjeme Vd. Ni su amistad me sirve de nada ni quizás la merezco tampoco... me moriré sola.

-Seamos razonables, adorada niña -dije alargando una mano por entre los hierros de la reja-. Aquella persona a quien he dado esperanzas de obtener algunos castos favores, está loca de alegría. Hoy no ha habido despacho, y España y sus Indias andarán desgobernadas, mientras aquel desatentado corazón no se tranquilice.

-¿Y si yo consintiera en la entrevista? -preguntó con afán.

-Entonces pronto se conocería en el risueño aspecto del reino y en la marcha rapidísima de los expedientes, que el trono había recobrado su asiento.

-¿Pues qué -preguntó con incertidumbre-, el trono es capaz de desquiciarse por mí?

-Presentacioncita, es máxima de la antigüedad, —249→ que los reyes contrariados en sus amores no gobiernan bien a los pueblos.

-¡Ay! Pipaón, cada vez me inspira usted menos confianza -dijo ella-. Se me figura que mientras yo manifiesto mis sentimientos más escondidos con tanta sinceridad y tanta nobleza, Vd. fingiendo interés por mí, trata de engañarme, de perderme alevosamente, por servir a un caprichoso amigo.

-¡Yo falso, yo alevoso, yo traidor! -exclamé con mucho brío-. Dar tales nombres a quien es la lealtad en persona... a quien daría gustoso su vida por el prójimo, por Vd., Presentacioncita de mi alma. Por Dios, no me estime Vd. en menos de lo que valgo.

-No; Vd. no es sincero; Vd. oculta mucho sus pensamientos -dijo en tonillo quejumbroso-. Lo que ha hecho Vd. con las señoras de Porreño, mis queridas amigas, prueba su mucho arte para el disimulo.

-¿Pues qué he hecho yo con esas dignas señoras? -interrogué, maldiciendo interiormente aquel pícaro sesgo que había tomado nuestro coloquio.

-¡Y lo pregunta!... Vd. las entretuvo con promesas, mientras consumaba su ruina; usted compró los créditos de D. Alonso de Grijalva con la libertad de Gasparito, y después...

—250→

-Basta, basta -exclamé con indignación-. Esos hechos no pueden juzgarse en dos palabras. Si yo diera a Vd. explicaciones, ¡cuán distinta sería su opinión acerca de esas supuestas maldades!

-No, si no digo yo que sean maldades. El hombre debe mirar por sí antes que por los demás. Nada malo hay en procurar uno su propio bien, aunque sea a costa ajena. Lo que digo es que Vd. sabe fingir muy bien; lo que digo es que Vd. me está engañando.

-¡Oh! Santa Virgen de los Dolores, Señora y patrona mía. ¿Cómo convenceré a esta pícara de mi sinceridad, de mi buena fe? -dije con vehemencia-. Yo juro que nada he pensado que pueda ser contrario a la perfecta felicidad de usted, a su virtud esclarecida, al interés de su noble familia.

Y era verdad lo que pensaba. ¿Qué hacía yo sino proporcionar a la abatida familia de Rumblar fabulosos adelantamientos y repentina prosperidad? Interesado vivamente por el bien del reino en general y de cada español en particular, yo me constituía en protector de una familia, harto necesitada de una buena mano que la ayudase a salir del atolladero de sus deudas y del pantano de sus inacabables pleitos.

—251→

-Y si no cree Vd. mis palabras -exclamé resueltamente-, a los hechos me atengo. Ya he ofrecido a Vd. el medio de cerciorarse por sí misma, y no digo más.

-Acepto -dijo con viva energía, golpeando con el puño el antepecho de la ventanilla-. Acepto la entrevista amistosa. ¡Que Dios tenga piedad de mí!

-¡Oh, mujer feliz entre todas las mujeres felices de la tierra! En vuestra grandeza, señora mía, no olvidéis de hacer algo por este humilde servidor de Vuestra Majestad.

Al decir esto, me descubrí respetuosamente ante ella. Presentacioncita rompió a reír con vanidosa expresión.

-¡Yo Majestad! -exclamó-. Vamos, que pierdo el tino; ¡que lo pierdo sin remedio!

-Otras cosas hay más imposibles.

-No desvariemos, Pipaón. Sería locura pensar que he de salir de mi estado y condición actual. ¡Jesús!...

-Monaguillo te vean mis ojos, que obispo...

-No, no hay que pensar en tales imposibilidades... posibles, pero que yo rechazo desde ahora. Lo que digo es que si por acaso me levantase yo dos dedos más arriba de donde estoy ahora, emplearía mi valimiento en hacer todo el bien posible.

—252→

-¡Admirable corazón!... -dije con fingido entusiasmo-. Permítame Vd. señora, que salude en Vd. al iris de paz de la hispana monarquía. ¡Oh, señora!, ¡oh, excelsa joven!, ¡cuánto siento no estar en sitio donde pueda prosternarme!...

-¡Se va Vd. a poner de rodillas! -dijo riendo-. No tanto, Sr. D. Juan. Sólo decía que en caso de tener algún poder...

-¡Algún poder!... Inmenso poderío tendrá usted... ¡Oh, señora, no se olvide Vd. de los desgraciados, de los menesterosos, de los pobrecitos!, ¡ay!, de los pobrecitos huérfanos sobre todo.

-Sobre todo de los infelices que gimen en las cárceles y en los presidios por opiniones políticas.

-También, también, ¿por qué no? Apiádese usted de todo bicho viviente.

-Nada me contrista tanto -añadió con gravedad- como oír hablar de esas crueles comisiones militares, de esas persecuciones horrendas. ¡Oh! ¡Qué dulce será conseguir el perdón de los desgraciados para quienes se ha levantado la horca! ¡Qué inefable dicha correr en busca de la afligida madre, de la esposa, de la inocente hija, para decirles: «por intercesión mía tenéis padre, tenéis marido, tenéis hijo»! ¡Abrir —253→ las puertas de la patria a los proscriptos, arrancar la vil soga de manos del verdugo, aplacar la ira de los furibundos jueces, derramar el bálsamo de la caridad en el irritado y endurecido corazón del mejor de los reyes!... ¡Oh, qué hermoso papel! ¡Dios mío, mátame, o déjame hacer ese papel!

A esta exaltación sublime siguió en la sensible muchacha un abatimiento profundo. Yo la contemplaba, diciendo para mí:

-Tan atroz es su pasión, que poco le falta para estar rematadamente loca.

-¡Qué sueños! -murmuró de un modo patético pasando la mano por su abrasada frente-. ¡Qué disparates he dicho, Pipaón!... Pero mi desvarío es disculpable, ¿no es verdad? ¿Quién no pierde la vista hallándose tan cerca del sol?, ¿quién al sentir en su rostro el calor que irradia aquel centro de luz y de poder, de grandeza y munificencia, no se trastorna y marea?... Yo no sé lo que pienso, yo estoy absorta. Me parece que estoy amando a una sombra regia, a una figura magnífica y arrebatadora que para seducirme ha brotado de las estampas de un libro de historia. ¡Son tan altos los reyes! Feliz el gusano miserable que cae bajo su augusto pie. Honran hasta aquello que aplastan... Mi destino está ya decidido. No —254→ puedo contenerme -añadió con brío-. Adelante; Dios estará conmigo, puesto que está con él, como decíaLa Atalaya. ¿No es el hijo predilecto de Dios? ¿No le ha puesto Dios en el trono? ¿No emanan sus acciones todas de inspiración divina? ¿No están de antemano aprobados todos sus actos por el Eterno Padre? Adelante. Cúmplase mi destino y la voluntad de Dios.

No era ocasión de perder el tiempo en vanas retóricas. Deseando concluir, le dije:

-Su Majestad va casi todas las tardes a la Casa de Campo.

-¿Al otro lado del Manzanares?... No he estado nunca allí -repuso en tono pueril-. Dicen que es muy bonito. Hay jardines preciosos y un lago... todo de agua.

-Todo de agua, exactamente. Es un lugar delicioso. Iremos allá los dos.

-Bueno. Pasearemos primero por entre los árboles.

-Y nos embarcaremos en los botes del lago.

-¡Oh! ¡En los botes del lago! ¡Qué delicia! Pero ¡ay! -exclamó con pena-, ocurre una dificultad grande.

-¿Cuál?

-Gasparito...

-Al diantre con Gasparito.

—255→

-No es esa la principal dificultad. Por la mañana le encargaré una comisión cualquiera, y cuando venga a darme la respuesta, ya habré salido yo.

-¡Admirable idea!

-Pero mamá no me dejará salir sola de casa. Forzosamente me ha de acompañar mi hermano.

-¡El Sr. D. Diego! -exclamé meditabundo, considerando que el heredero de aquella noble casa no pecaba de sabio.

-No puede ser de otra manera. Mi hermano ha de ir conmigo, pero bien sabe Vd. que aunque se ha corregido mucho, es bastante aturdido -dijo con malicia.

-Me ocurre una idea -repuse, encontrando solución a aquella contrariedad-. No importa que el Sr. D. Diego nos acompañe hasta la posesión regia. Entraremos los tres: nos pasearemos por espacio de una hora u hora y media; luego se le hace salir con cualquier pretexto.

-Y volverá a entrar.

-No; de que no vuelva a entrar me encargo yo.

-¡Cómo resuelve Vd. todas las dificultades!... Por mi parte yo procuraré catequizar desde esta noche a mi señor hermano, que ahora está muy fino y complaciente conmigo. Le —256→ diré que Vd. nos ha convidado para pasear por la Casa de Campo sin que lo sepa mamá; que Vd. conoce al administrador, el cual nos permitirá divertirnos mucho, correr por todos lados, hacer lo que queramos, como si la posesión fuese nuestra.

-Y cazar y pescar. Prométale Vd. lo que quiera. Haremos locuras para que nadie sospeche. Cuando llegue la ocasión en que su presencia nos estorbe, Vd. dirá que se le ha olvidado cualquier cosa, que desea una fruslería, por ejemplo...

-Caramelos.

-No hay tal cosa por aquellos alrededores; pero se pueden pedir...

-Anises.

-En los puestos del río los hay. Vd. manda a su hermano que le traiga anises, ¿eh? Él sale...

-Y no vuelve a entrar...

-Es Vd. el mismo demonio. En fin, estoy decidida. Que no me abandone Dios es lo que deseo.

Después estremeciéndose de súbito, lanzó un suspiro y con voz conmovida me dijo:

-¡Qué paso tan arriesgado voy a dar, y qué falta tan enorme voy a cometer!... Aunque ningún pensamiento impuro me arrastra, —257→ yo sé que esto es una falta, una culpa que Dios no me perdonará... ¡no, Pipaón, no me la perdonará Dios!

-¡Oh!, siempre fue escrupulosa la inocencia -exclamé con zalamería-. ¡Angelical criatura! Si a mí me fuera concedido una mínima parte de la celestial gracia de Vd... ¡Pecado, culpabilidad, impureza! ¿A qué pronunciar estas palabras quien por su condición seráfica está libre del contacto del mal? Écheme usted la bendición y me creeré bueno.

Lejos de calmarse con mis afectadas razones, afligiose más. Vi que rodaban por sus mejillas abundantes lágrimas y que cruzando las manos, alzaba al cielo los ojos.

-¡Dios mío, perdóname!... ¡Madre mía, familia mía, abuelos y ascendientes míos, perdonadme! -murmuró sordamente.

Satisfecho yo también de la madurez de su pasión, le dije mil cosillas consoladoras, estrechando sus manos entre las mías. Ella inclinó la frente, y sentí el vivo calor de ella, así como la humedad de su llanto en mi mano.

-Pipaón -dijo con ansiedad-, júreme usted que no dirá esto a nadie; que todo quedará en profundo misterio; júreme Vd. que no me despreciará si por acaso... júreme Vd. que sus propósitos son buenos, sus intenciones leales...

—258→

Yo juré cuanto ella quiso que jurase.

-Es tarde -dije al fin-. Retirémonos. Júreme Vd. que no faltará mañana a la cita.

-¿Lo duda Vd.? A las dos, ¿no es eso?

-A las dos. ¡Ay!, ¡qué doloroso, qué horrible es desear y temer al mismo tiempo!

-Esperaré en la Cuesta de la Vega con un coche simón, téngalo Vd. presente, con un coche simón.

-Iré con mi hermano.

-Sólo con su hermano.

-No hay que hablar más. Adiós. Hasta mañana.

- XXVI -

En la mañana del siguiente día no dejé de visitar a D. S... S..., uno de los funcionarios más respetables, más insignes de aquella preclara monarquía. Desempeñaba el cargo dificilísimo de administrador de la Casa de Campo tan a gusto de Su Majestad, que no le cambiara éste por uno de sus mejores ministros. No le nombraré más que por sus iniciales, con cuya delicada reserva evitaré que salgan ahora a reclamar la gloria de su descendencia algunos —259→ de esos holgazanes que faltos de virtudes propias, se gallardean y ufanan con las de sus mayores. D. S... S... no había salido de ninguna Universidad, sino de las cocinas de palacio, en cuyas humildes aulas consiguió prestar al entonces Príncipe de Asturias repetidos servicios, denunciándole supuestos envenenamientos en algunos platos. Por estos escalones llegó D. S... S... a subir tan alto, que después de 1814 era hombre que no se cambiaría por Pedro Collado ni por el duque de Alagón.

Desempeñaba sus funciones este sujeto con solicitud admirable. Se le veía en todos los sitios públicos, y con frecuencia en el interior de los teatros, donde nunca faltaba alguna cómica o bailarina a quien tuviese que dar un recadillo. Había que verle en la Casa de Campo a ciertas horas y en ciertos días, dando pruebas de tan consumada prudencia y discreción y talento que no se podía pedir más. Yo me honraba con su amistad, y cuando le anuncié mi visita a la Real posesión acompañado de una madamita, alegrose en extremo, y se extendió en largas disertaciones acerca de las dificultades de su cargo, prometiéndome al fin que nos recibiría espléndidamente. Eso sí: a obsequioso y amable le ganaban pocos.

..................................................

—260→

A las dos de la tarde estaba ya en la Cuesta de la Vega, muy acicalado y vestido con las finísimas ropas que por aquellos días me había hecho y a poco se me apareció Presentacioncita. ¡Válgame Dios, qué linda estaba! A sus encantos naturales, duplicados por la dulce emoción que teñía de suave rosicler su rostro, unía el más elegante y gracioso atavío que la fecunda inventiva de una mujer enamorada puede idear. ¡Cómo lucían aquellos incendiarios ojos, que a cada movimiento de sus pupilas dejaban entrever llamaradas del cielo! ¡Qué sonrisa tan deliciosa la de sus rojos labios!, ¡qué gracia en el abanico!, ¡qué caídas las de la mantilla!, ¡qué deslumbradora claridad, qué irradiación de hermosura desde la peineta hasta las puntas de los diminutos pies! Yo estaba trastornado de admiración.

Acompañábala D. Diego, no tan risueño y aturdido como de costumbre, sino por el contrario con ciertas pretensiones de gravedad que no me hicieron gracia... ¿Sospecharía? Yo le hablé de la gira campestre que íbamos a emprender, de lo mucho que nos divertiríamos en la regia posesión, y añadí que lo mejor hubiera sido decir claramente a la señora condesa el empleo higiénico que íbamos a dar al día.

-Entonces no nos hubiera dejado venir —261→ -repuso, entrando en el simón-. Más vale así.

-Aprisa, aprisa -dijo Presentación con impaciencia-. A ese cochero que eche a andar y que no pare hasta la Casa de Campo. Temo que Gasparito descubra a dónde vamos. Desde esta mañana anda rondando la casa.

El coche partió. D. Diego recobraba poco a poco su habitual volubilidad y me hacía mil preguntas diversas relativas a la pesca del lago, a la caza de Cantarranas, a las embarcaciones de los infantes y otras menudencias. Doña Presentacioncita no hablaba nada. Yo no cesaba de contemplarla. ¡Qué expresión tan extraña tenían su rostro y sus ojos no menos picarescos que apasionados! Sin duda había en toda ella la expresión, el aire, el indefinible aspecto del justo que se dispone a ser pecador.

En medio de la confianza que me inspiraba la niña, tenía yo cierta sospecha vaga, que aun después de verme en el camino del triunfo, se removía vagamente en el fondo de mi espíritu. A cada instante creía que la encantadora muchacha iba a escaparse de mis manos, dejándome burlado... Pero cuando entramos en los jardines disipáronse mis últimas inquietudes.

-Aquí dentro -dije para mí, inundado de —262→ secreto gozo- no te me escapas. ¡Victoria completa! Ahora, ángel celeste, aunque te arrepintieras no tendrías salvación.

Yo estaba como el general que acaba de ganar una batalla.

Abandonando el coche, avanzamos por las hermosas alamedas de aquel ameno sitio. Don Diego, despabilándose con la hermosura de lo que veía, charlaba por los tres. No había acabado de entrar y ya quería cazar todas las aves, pescar todos los peces y modificar a su antojo la posesión. Tal alameda no debía estar como la plantaron sus fundadores, sino de otra manera: tales árboles debían ser arrancados y sustituidos por otros: en determinado sitio debía construirse un edificio, un pabellón... en fin, para aquel impetuoso joven nada debía ser como era.

Presentacioncita se extasiaba en la contemplación del hermoso lago, que es principal adorno y riqueza de la hermosa finca. Después de observar largo rato el risueño espectáculo que ofrece la enorme masa de agua rodeada de amena verdura y corpulentos árboles, me dijo:

-Paseemos un poquito por el charco.

-Voy un instante a ver al administrador -le dije en voz baja, mientras D. Diego se —263→ dirigía a los botes-. Pronto vuelvo: no se olvide Vd. de los anises.

-¿Nos dejarán embarcar, Pipaón? -me preguntó el conde.

-Voy a pedir licencia.

En cuatro palabras me puse de acuerdo con el respetable D. S... S... acerca de los medios de plantar en la calle el estorbo que por necesidad habíamos traído. El conde saldría; pero antes que a entrar volviera se convertirían en anises todas las piedras del cercano río.

Un momento después era desamarrado uno de los botes, y ocupándole D. Diego que empuñaba resueltamente los remos, después de describir varias curvas se acercó mansamente a la orilla.

-Entren Vds... Presentación, adentro. Señor D. Juan, salte Vd.

Saltamos adentro y tomamos asiento en los bancos del bote. Era la primera vez en mi vida que yo me embarcaba.

-¿Saben Vds. -dije a los dos jóvenes cuando habíamos avanzado como cinco varas por el agua-, que este suave movimiento no me agrada? Se me va la cabeza.

-¡Se le va la cabeza! -dijo Presentación-. ¡Qué será de la monarquía, si se le va una de sus principales cabezas!...

—264→

La miré por ver si reía; pero estaba seria.

-¡Una de sus principales cabezas! -repitió D. Diego remando cada vez con más fuerza-. Ahora me acuerdo de que no he dado a Vd. las gracias... ¡qué distraído soy!... por la bandolera que me ha conseguido.

-Eso no vale nada, amiguito. Vd. se merece más -dije con mucha inquietud-. Hágame Vd. el favor de poner la proa a tierra... Por mi amigo el infante D. Antonio juro que el navegar es cosa imponente.

-¿Pero se marea Vd. aquí?... ¡hombre de Dios! ¿Y no se avergüenza Vd.?

-Un hombre de Estado, una eminencia -dijo Presentación-, una lumbrera de España y del siglo, ¿perder su aplomo tan fácilmente?

-No me mareo, pero la verdad, esto no me gusta... A la otra orilla, que es tarde y tenemos que ver la pajarera.

-Otro poquito más -dijo la niña-. Me encanta este suave movimiento. ¡Qué hermosa es el agua!... Mire Vd., mire Vd. los pescaditos. ¿Pues y esas yerbas verdes y negras que se ven debajo?... Aquí tienen ellos sus nidos, sus casas, sus alcobas, sus camas, sus despensas... Mire Vd. cómo van en bandadas por el agua, cómo se juntan y se separan. Parece que se dicen un secreto, que se hacen preguntas, que —265→ disputan y se reconcilian después. Y ¡cómo se ve el cielo en el fondo!, parece otro cielo, ¿no es verdad, Pipaón? ¡Qué bien se ven desde aquí los árboles de la orilla; se ven dos veces, unos vueltos hacia arriba y otros hacia abajo! ¡Oh!, por allí vienen los cisnes. De lejos parecen una escuadra navegando a toda vela. ¡Ay! Pipaón ¡qué hermoso es esto!... A ver si sé yo remar.

-¡Tonta! Tú no tienes fuerza -dijo D. Diego, defendiendo los remos.

-Señor conde, diríjase Vd. a la otra orilla -exclamé yo, empuñando el timón, con no menos brío que un Sebastián Elcano-. La verdad es que estas cáscaras de nuez no me inspiran gran confianza. Puede romperse una tabla con la mayor facilidad, y aquí se ahoga uno sin remedio.

-Yo no, porque nado como un pez -dijo D. Diego.

-A tierra, a tierra.

-¿Que se ahoga uno? ¡Dios mío! -exclamó con espanto Presentacioncita-. ¿Si uno se cae aquí, se ahoga?

-Sin remedio.

Por más que ordenábamos al remero que nos llevara a tierra, se empeñaba el tunante en dar vueltas y más vueltas alrededor del lago. Corría velozmente la frágil embarcación, y la —266→ niña de la condesa parecía muy complacida de aquel extraño modo de pasear, porque aspiraba con delicia el aire que en nuestra carrera nos azotaba el rostro, y con sus manecitas agitaba el agua, salpicándola, cual si también remase.

-Basta, basta ya. ¡A tierra!

-Está Vd. pálido, Pipaón -me dijo la niña, acercándose a mí con mucho interés.

-Pálido no -repuse-, pero nos hemos paseado ya bastante por los mares.

-¿Quiere Vd. un caramelo? -añadió registrándose los bolsillos-. ¡Qué diablura! Se me han olvidado.

-Habrá Vd. traído anises.

-Tampoco -añadió con mucho desconsuelo-. Mira, Diego, en cuanto volvamos a la orilla, saldrás a comprarme unos anises. Verdaderamente, no me puedo pasar sin anises.

-En los puestos del río los hay -indiqué yo.

Daba el bote una vuelta, cuando vi que un guarda con descompuestos ademanes de ira nos hacía señas para que fuésemos a la orilla. Era un ardid convenido con D. S... S... para poner término a la excursión naval, si se prolongaba demasiado.

-¿Ven Vds.? El guarda nos hace señas de que salgamos del bote -grité, fingiendo el mayor —267→ enfado-. ¡Qué desacato hemos cometido! Nos van a echar de la posesión.

-Vamos, vamos -dijo la niña-. Aquel buen hombre está muy enfadado.

Pero el conde seguía remando, y la nave su suave curso alrededor del vasto charco. Disponíame yo a arrancar los remos de las manos del joven, cuando divisé en la orilla de enfrente muchedumbre de hombres y caballos.

Presentación se puso pálida.

-Buena la hemos hecho -exclamé, reconociendo los coches de la Casa Real-. Ahí está Su Majestad... Cuando menos nos mandan a la cárcel.

-¡Jesús, qué miedo! -dijo la muchacha-. ¿Dónde nos esconderemos? Diego, tú tienes la culpa. Vamos a tierra pronto, hijito, o échanos a pique, para que ocultemos nuestra vergüenza.

El muchacho reía con un desparpajo que me arrebató de cólera.

El guarda seguía haciendo señas. Tras el coche del Rey entraron otros, y bien pronto vimos paseando por la orilla a Su Majestad en persona, acompañado del duque y seguido de distintos individuos de su alta servidumbre. Poco después aparecieron algunas damas. Don Dieguito remaba suavemente hacia tierra.

—268→

De pronto observamos que el Rey y todos los que le acompañaban se detenían a mirarnos. Estábamos sirviendo de espectáculo a la corte.

-¡Qué vergüenza! -dijo Presentacioncita-. ¡Cómo nos miran!... Su Majestad se ha fijado en Vd., Pipaón. Parece que se sonríe.

En efecto, sonreía mirando el bote.

-Salude Vd. a Su Majestad, Pipaón, salude Vd., hombre -exclamó con afán la niña-. ¡Por Dios, no sea Vd. grosero!... ¡Qué poste!... Pero hombre, levántese Vd.

Púseme en
pie, sombrero en mano...

Púseme en pie, sombrero en mano... y en el mismo instante ¡Dios Todopoderoso y Misericordioso!... sentí unas pequeñas pero enérgicas manos que se apoyaron en mi espalda... recibí un impulso terrible, del cual no pude defenderme, por estar desprevenido, y caí con estrépito y como una piedra en el agua... ¡Horror incomparable!

Cuando mi cuerpo chocó con la superficie del agua y esta salpicó con estruendo y chasquido horrible y sumergime repentinamente, sentí un rumor espantoso de carcajadas, y sobre mí la voz de Presentacioncita, que con el ardor de la venganza, exclamaba:

-¡Por tunante!, ¡por cobarde!, ¡por pillo!, ¡por traidor!, ¡por al...!

—269→

La última palabra no la copio por respeto a mí mismo.

.................................................

Yo nadaba como una peña. Fui derecho al fondo. Agua por todas partes, agua en mis ojos, en mi boca, dentro de mi cuerpo, agua en mi aliento, que ya no era aliento, sino el angustioso hálito de la asfixia. Tragaba la muerte... me moría por dentro y por fuera... ¡me ahogaba!...

¡Ay! Cuando me sacaron, no sin trabajo, los guardas, ayudándose de ganchos, mi persona inspiraba horror, según me han dicho. Yo era una masa de fango pestilente. Los cortesanos huyeron de mí con asco, mientras los guardas me envolvían en mantas, haciéndome los tratamientos necesarios para volverme a la vida. Dentro de mi estómago tenía todo el estanque, todo el Océano y hasta el bote.

Cuando adquirí la certeza de que aún vivía para bien de la humanidad y amparo de los desvalidos, era ya de noche. Todo era silencio. Estaba en una sala, y a mi lado no vi ni Rey ni cortesanos. Los guardas me miraban y recordando el chasco, se reían.

Entonces, trayendo a la torpe memoria accidentes y pormenores, empecé a caer en la —270→ cuenta de que Presentacioncita se había burlado de mí, haciéndome una obra maestra de estudiada farsa, de disimulo, de pérfido engaño. ¡Maldita sea mil veces! Recordando su comedia, su bien fingido enamoramiento, sus coloquios conmigo, la habilidad suprema con que me fue conduciendo poco a poco a la nefanda catástrofe, de acuerdo con su hermano, con su novio y sus criados, me parecía mentira que todo fuese una burla. Después he sabido que mi conducta con las señoras de Porreño y el señor de Grijalva le inspiraron aquel plan de venganza, que llevó adelante con su incontrastable voluntad y su agudísimo entendimiento. Me aborrecía apasionadamente, me odiaba con exaltación; soñaba con la venganza, y ningún ideal amoroso, ninguna fantasía de mujer hubiera enloquecido su mente, como aquella ansia de burlarme de un modo cruel, inaudito, no contentándose con el martirio de la ridiculez, sino aspirando a daños mayores, a la muerte quizás... Confesó la pícara que nada se le importaba que me ahogase, pues un ser tan vil y despreciable como Pipaón (así mismo lo afirmó) debía morir donde vivía, es decir, en el lodo.

¡Hórrida, bella! Desde entonces, Presentación me causó espanto. Yo no me parecía a —271→ Marat; pero ella tenía no poco de Carlota Corday.

-Pero después de tal infamia, ¿les dejaron marchar tranquilos? -pregunté a D. S... S... que se me acercó para informarse de mi estado.

-La muchacha reía -me dijo-; el joven remaba con mucha fuerza para llegar a la otra orilla; pero por mucha prisa que se dio, ya les aguardaban allá los guardas, dispuestos a hacer presa en ellos... Fueron, pues, cogidos ambos hermanos, porque son hermanos, ¿no es verdad? La muchacha estaba serena, tan serena que parecía un ángel; y cuando le afeamos su conducta, respondió que Vd. por trapisondista y farsante... (no sé cuántas insolencias salieron de aquella linda boca), bien merecía el remojón delante de la corte, y aun la muerte.

-¿Y Su Majestad no dispuso...?

-Su Majestad, cuando vio que mi señor D. Juan salía lleno de fango, dijo sonriendo: «¿está vivo ese tunante?».

-¿Ese tunante?

-Así mismo. Luego añadió: «yerba ruin nunca muere», y fue hacia donde estaban los dos criminales detenidos por los guardas.

-Sin duda iba a disponer un castigo tremendo...

—272→

-Su Majestad reía de tan buena gana, que daba gusto verle. Todos nos reíamos. De repente algunos señores de la corte que acababan de entrar en la posesión se encontraron con Su Majestad en la senda que da vuelta al lago. Detuviéronse todos: aquellos señores traían una grave noticia, venida hoy por el correo de Francia, una noticia estupenda, horrible, que dejó absorto y frío y pálido a Su Majestad, y mudos de espanto a todos los que le rodeamos.

-¿Y esos dos muñecos?...

-Su Majestad permaneció un rato mudo y quieto, como si se convirtiera en estatua. Después dijo: «Vamos al instante a palacio»; y pusiéronse todos en marcha.

-¿Y esos dos muñecos?...

-Yo interrogué al Rey para saber lo que hacíamos con ellos y entonces volvió a reír...

-¡A reír!

-Y con mucha complacencia nos dijo: «que se les deje en libertad, y no se les moleste por su travesura».

-¡Travesura! ¡Se escaparon! ¡La impunidad!... ¿Y qué noticia es esa...?

-Que Napoleón ha vuelto de la isla de Elba.

Ilustración final de
la edición de 1884

Ilustración final de la edición de 1884

FIN DE LAS MEMORIAS DE UN CORTESANO DE 1815

Madrid.-Octubre de 1875.