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Histoire du Consulat et de l'Empire.

 

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Ática, cap. XVIII.

 

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Creemos recordar que Piferrer imaginó su novelita romántica El Castillo de Monsoliu una noche que estaba de centinela en dicho castillo.

 

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La Palma, semanario de historia y literatura, 11 de Octubre de 1840.

 

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Con este pseudónimo era conocida en el mundo literario hasta su muerte, ocurrida pocos meses ha la señorita Matilde Cherner; apreciable escritora que a una feliz imaginación, fácil y elegante estilo, reunía otra circunstancia especial y rarísima en su sexo, cual era una erudición amenísima y una inclinación superior a la crítica literaria. -En la ilustre pléyade de escritoras más o menos distinguidas que ostenta hoy nuestra patria literatura, tales como las señoras Arenal, Acuña, Sinués, Viedma, María de la Peña, Ventura Hidalgo, Wilson, Melgar, Tartilan, Balmaseda, etc., hay notables poetisas, novelistas y dedicadas a estudios y narraciones morales y políticas; pero no recuerdo ninguna erudita y laboriosa crítica. -Pues bien; la señorita Cherner, en sus opúsculos o memorias (alguna premiada por la Academia Sevillana) sobre varias obras de la literatura antigua, como La Celestina, las Novelas de Cervantes, las Obras de Santa Teresa, las de Juan de la Encina y otras, revelaba un estudio constante, un instinto sagaz y un gusto delicado, así como en sus novelas y cuentos de Salamanca (su patria) ostentaba feliz imaginación y un elegante estilo. Hoy esta amena y laboriosa escritora, arrebatada por la muerte, no deja en pos de sí familia, amigos ni protectores; sólo obtiene el olvido más injusto. Por eso aprovecho la ocasión de dedicar este único recuerdo a su memoria.

 

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Leyendo estaba con inexplicable fruición este artículo crítico, que acababa de recibir por el correo, inserto en el periódico valenciano El Comercio, y devanándome los sesos para despejar la X que lo firmaba, cuando me hallé interrumpido por la presencia de mi hijo Manuel, que, con otro número del mismo periódico en las manos y la sonrisa en los labios, como se gozaba en saborear mis sensaciones, dudas y extrañeza. Después de divertirse un rato a mi costa, y excitado por mis preguntas, vino al fin a confesar que él era el autor del artículo misterioso, y para probármelo de plano, sacó del bolsillo y paso en mis manos las cuartillas del borrador, que, para mejor disimular, había remitido al periódico valenciano. Puede imaginarse la sorpresa y satisfacción de un padre a esta declaración, tanto más extraña, cuanto que en distintas ocasiones me había manifestado que él no escribiría nunca, porque si lo hacía bien, todos lo achacarían a mi intervención y si mal, temería empañar mi nombre. -Esta desconfianza o modestia es común a mis otros hijos, el mayor de los cuales, D. Francisco, que obtuvo hace ocho años por oposición una plaza de oficial del Consejo de Estado, y de quien me decía uno de los más ilustres consejeros: Su hijo de V. tiene demasiado talento y no cabe allí, permanece, sin embargo, estacionado, falto de osadía y atrevimiento, que tan necesarios son en el mundo moderno. Esto me da a conocer, con sentimiento, que más bien les he perjudicado que prestádoles ayuda en sus justas aspiraciones, pues mi invencible retraimiento de toda pretensión para ellos y para mí los deja alejados del camino de la fortuna y entregados a sus personales esfuerzos.

 

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Al estampar esta carta con la firma del celoso e ilustrado Alcalde que fue de Madrid, no puedo menos de decir algunas palabras que expliquen la contradicción que se ha podido hallar entre los encabezamientos de estas cartas y mi condición modesta y retraída, que expresaba en 1845, en esos versos, que van como adjunta a estas MEMORIAS, que dicen:


    «No sé por dónde se va
A los favores del trono,
Ni en mi modesto vestido
Brillan la plata ni el oro;
   »Las veneras y entorchados,
De que andan cargados otros,
Los contemplo propios de ellos,
Como de mí... mis anteojos».



En los últimos días del año 1871 se presentaba en mi casa un caballero, a quien tuve que preguntar su nombre. -«Soy Galdo, me dijo él mismo, y el motivo de venir a ver a V. es el siguiente: Estando próximo a cesar en mi cargo de Alcalde Presidente del Ayuntamiento, y queriendo dar a V. una prueba de estimación por sus escritos y por sus actos en pro de la villa, nuestro pueblo natal, he consultado con el Ayuntamiento (al cual no pertenecía yo haría veinte años), y después de mucho proponer, he quedado en solicitar del Gobierno para V. la gracia de la gran cruz de Isabel la Católica, libre de gastos». -Al decir esto, interrumpí al bondadoso Sr. Galdo, diciéndole que mi propósito y mi deseo eran no recibir ni aceptar ninguna distinción por lo que no creía que era más que cumplir con un deber de patriotismo, y que, por tanto, agradeciéndole su insinuación, le rogaba que no hiciera de ella el menor uso y... Al continuar yo en mis palabras noté que el Sr. Galdo estaba contrariado, y de ello me hube de convencer cuando me añadió que, procediendo él con su actividad y celo acostumbrado, había dado ya aquel paso cerca del Gobierno, «y en prueba de ello, aquí tiene V. la credencial» -y la puso en mis manos, dejándome en la mayor turbación, tanto por el hecho en sí, como por venir de manos de persona que me era completamente desconocida y de quien me separaban seguramente las diversas opiniones políticas. -Agradecilo, sin embargo, como debía; diciéndole al Sr. Galdo que, al aceptar esta gracia, me reservaba el no hacer uso de ella; y así ha sucedido, a pesar del expresivo diploma que se me expidió. Las insignias están aún en la platería, y no en mi modesto frac, inverosímil y prehistórico, que hace veinte años que me dura, aunque todavía lo tengo, como quien dice, sin estrenar.