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ArribaAbajoCapítulo III

1828-1830


Ojeada a la época Calomardina



ArribaAbajo- I -

La famosa década de 1823 al 33, que por antonomasia ha recibido de la historia el epíteto de Calomardina, puede dividirse en dos períodos: el primero, comprendido entre los años 23 al 27 inclusive, y el segundo, desde 1823 al 33. -Del primero, en que reinó el terror propio de la espantosa reacción política, dije ya las razones por las que esquivaba su narración, y que me determinaron a llenar aquel hueco con la exposición del cuadro más halagüeño de la vida social y literaria en nuestra capital. Del segundo período, en que, calmadas algún tanto las pasiones políticas, quedó el gobierno absoluto entregado sólo a su vergonzosa inacción y a su insensato encono contra la ilustración y la cultura, es del que me cumple hoy, aunque brevemente, tratar.

Fernando VII, en quien los acontecimientos anteriores del período constitucional parecían no haber producido otro efecto que el de enconar su saña contra la idea liberal y avivar su espíritu de venganza por los desacatos cometidos   —44→   contra su persona, pareció, sin embargo, vacilar algún tanto en un principio sobre el sistema que seguir debía, y se propuso ensayar uno más conciliador, llamando a su Gobierno a hombres de ideas templadas, como Ofalia, Casa-Irujo, Zea Bermúdez, general Cruz, Infantado y López Ballesteros; pero muy luego hubo de volver a su innata intolerancia, reemplazando aquellos ministros con otros más análogos a sus propias ideas, hasta que al fin, escogiendo entre unos y otros, fijose en un Ministerio hasta cierto punto mixto (si bien prevaleciendo en él la idea absolutista), compuesto de Calomarde, en Gracia y Justicia; González Salmón, en Estado; Ballesteros, en Hacienda; Zambrano, en Guerra, y Salazar, en Marina. -Este fue el famoso Ministerio de los diez años, con el que Fernando, curado de su antigua manía de frecuentes mudanzas, se propuso gobernar y lo hizo, no sin cierta destreza para hacer frente a los sucesos que sobrevinieron, sirviéndose, con su ordinaria sagacidad, de las opuestas tendencias de sus ministros, haciéndolas subordinarse a la suya propia.

En su hábil manejo de este teclado de cinco octavas, el ministro de Gracia y Justicia, Calomarde, parecía el más influyente e identificado con el pensamiento del Monarca, y era, por consiguiente, el encargado por este de la represión de las ideas liberales o revolucionarias, de la persecución y anulación de sus partidarios, y de la intolerancia contra todo lo que pudiera dar vuelo al saber, al talento y a la ilustración, colocando para ello, en cabildos, tribunales y cátedras, a todo lo más fanático del bando absolutista, cerrando o abriendo a su antojo las Universidades, y dotándolas de planes de estudios los más retrógrados y mezquinos, con tendencia todo al apagamiento del espíritu público y del vuelo de las inteligencias privilegiadas. Encargábase también el Ministro de ejercer el monopolio de   —45→   gracias y mercedes, para concederlas a la ignorancia o al fanatismo político, y lo que es aún peor, al favoritismo y al cohecho.

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EL MINISTRO D. FRANCISCO TADEO CALOMARDE

En esta última aplicación del poder auxiliaban a Calomarde todos, o casi todos, los funcionarios de su hechura, desde el presidente del Consejo de Castilla, Martínez de Villela, hasta el portero mayor de su Ministerio, eslabonados entre sí por personajes intermedios, de codicia e intriga, muy semejantes a los Gil Blases y Escipiones de la novela. -Todo esto lo sabía muy bien Fernando, y hacía, como suele decirse, sobre ello la vista gorda, salvas algunas ocasiones en que se permitía el placer de oponer su veto a tales fechorías, como en aquella bien conocida en que, presentándole una propuesta de la Cámara para la vacante de una mitra, y sabedor de la parte que había tomado en ella un ama de gobierno, o cosa tal, del presidente Villela, apellidada Inés (mulata por más señas), puso el Rey, de su propia mano, al margen de la propuesta, este decreto: «La mitra de... es para D... (distinto del propuesto), y perdone por esta vez doña Inés».

Dejaba al ministro de Estado (González Salmón), antiguo diplomático y hombre de buen seso, entenderse, bien o mal, con los Gobiernos extranjeros, los cuales, a decir verdad, hacían poquísimo caso de lo que pasaba en España, y después de habernos desquiciado y envilecido, aparentaban hacia nosotros una actitud de insultante desdén.

Confiaba al Ministro de la Guerra (marqués de Zambrano) el cuidado de organizar a su modo el ejército, empezando por impurificar a toda la oficialidad y reemplazarla por sus hechuras; llevando a tal extremo su intransigencia, que, a falta de hombres de que disponer, cubrió todas las vacantes de la Guardia Real con niños imberbes, aunque de las primeras familias de Madrid, lo cual dio margen al chistoso pasquín colocado a la puerta del Ministro,   —46→   que decía: «Se buscan algunas docenas de nodrizas para acabar de criar a los oficiales de la Guardia Real».

Al Ministro de Marina (Salazar) dejábale, entregado a su dolce far niente, viendo acabarse de podrir en los arsenales los restos de los mezquinos buques comprados a Rusia, y al personal de la Armada (inútil ciertamente por entonces) dejábale morirse de hambre, con la supresión absoluta del percibo de sus haberes.

Dejaba, en fin, al Ministro de Hacienda, Ballesteros (el único representante en aquel quinteto de la ilustración y tendencia civilizadora, y que amalgamaba en su departamento, además de la Hacienda, todos los ramos que hoy constituyen los ministerios de Fomento y de Gobernación y mucha parte del de Ultramar); dejábale, digo, que desplegase su celo y buen sentido, adoptando medidas sensatas y favorables, tales como la formación por primera vez, bajo el gobierno absoluto, de un presupuesto financiero; el fomento y regularización de varios ramos, como los de Minería, Pósitos, Ingenieros civiles y otros; la publicación de un Código de Comercio (el mismo que aún hoy día rige); la creación del Consulado y Bolsa de Comercio en Madrid, y sus cátedras; la del Conservatorio de Artes, con las suyas, y la celebración de la primera Exposición pública de la Industria española, verificada en 1828.

Por cierto que, a propósito de esta Exposición, no puedo dejar de estampar aquí una anécdota, que prueba la poca importancia que daba Fernando a estos esfuerzos de su ilustrado Ministro.

Celebrábase dicha Exposición en las estrechas y mezquinas salas del Conservatorio de Artes (sito en la calle del Turco), y era tan pobre y desconsoladora, que más que Exposición pública semejaba el interior o trastienda de algún buen almacén. Invitado, empero, Fernando a visitarla oficialmente, presentose un día en ella, siendo   —47→   recibido y acompañado en la visita por el ministro Ballesteros y el director D. Juan López Peñalver, los cuales cuidaban de hacer presente al Monarca los adelantamientos de nuestra naciente industria, lo que esperaba de su protección y de la del Gobierno, etc. -Todo esto lo escuchaba Fernando con aire distraído y fijándose sólo de vez en cuando en los objetos más baladíes, hasta que, llegados que fueron a las salas donde se ostentaban los tejidos de las fábricas catalanas, y redoblando entonces el Ministro y el Director sus esfuerzos para llamar su atención sobre ellas, contestó desdeñosamente a las observaciones de ambos con un «¡Bah! todas estas son cosas de mujeres», y precipitó su salida para irse a dar un paseo por el Retiro, dejando a Ballesteros y Peñalver encogerse de hombros, y dirigirse una mirada harto expresiva, que parecía querer decir: «¡Qué rey!». -Esta anécdota la oí de boca del mismo Peñalver, que no volvía en sí del asombro que le causó esta salida de tono del Monarca.

Por lo demás, en cuanto al estado miserable de lo que entonces se llamaba la Real Hacienda, la absoluta desaparición del crédito público y la penuria general, Fernando cerraba los ojos, así como también ante los onerosos contratos y arrendamientos de las rentas públicas, ante los empréstitos ruinosos en el extranjero, a cuya sombra se elevaron colosales fortunas, tales como las de los modernos Fúcares, Riera, Aguado y otros.

Sólo cuando solía estallar algún chispazo revolucionario (lo cual sucedía muy frecuentemente) era cuando Fernando recobraba su energía, logrando ahogar en sangre aquellos movimientos; pero muy luego echó de ver que no eran sólo los liberales a quienes temer debía, sino que más cerca de sí tenía otros elementos valiosos de insurrección y rebeldía, y contra ellos hubo de convertir toda su atención y desvelo. -El bando apostólico, compuesto de   —48→   lo más fanático del partido absolutista, poco satisfecho aún con el despotismo de Fernando, le acosaba con sus exageraciones, le pretendía dominar con su influencia exclusiva; y por medio de osadas exposiciones de comunidades, prelados y cabildos, le imponía aún mayor rigor e intolerancia, exigíale el restablecimiento de la Inquisición (único punto acaso en que Fernando se creyó comprometido con los gabinetes extranjeros), el cierre de las Universidades, la supresión de las imprentas, y en fin, todo lo que significa una gráfica expresión estampada en cierta exposición de la Universidad de Cervera, que decía textualmente: «Lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir». -Y no contento el partido furibundo con estas absurdas manifestaciones, se lanzó resueltamente a la rebelión, proclamando en solemnes manifiestos la abdicación del Ley y el advenimiento al trono del infante D. Carlos, en quien tenían cifradas sus esperanzas.

No parecían estas de muy sólido fundamento, pues la falta de sucesión directa de Fernando y la esterilidad de María Josefa Amalia, después de siete años de matrimonio, aseguraban al Infante su futura elevación, al paso que acibaraban los días del Monarca y los de su regia y desdichada esposa. Esta augusta señora, más propia, por su carácter angelical y su acendrada piedad, para vegetar en un claustro, orando al pie de los altares, que para ocupar un trono, arrastraba una existencia lánguida y melancólica, entregada exclusivamente a sus ejercicios religiosos; no ejercía sobre su esposo influencia alguna, si bien era considerada y hasta estimada por este con marcada delicadeza; visitaba diariamente los conventos de monjas, y aunque sin gran criterio para hermanar su devoción con la verdadera caridad cristiana hacia el alivio y consuelo de las necesidades del pobre, no dejaba de acudir a él con algunas limosnas, no siempre las más oportunas ni discretas.   —49→   -Había llegado a connaturalizarse con su nueva patria; hablaba correctamente nuestro idioma, y hasta se ocupaba en escribir composiciones poéticas y místicas, no indignas algunas de nuestra lira religiosa. Tal era la que en una docena de octavas dedicó al Santísimo Cristo del Pardo, y que, escrita de su propia mano, figuraba en un cuadro en la iglesia de aquel convento. Y para dar una prueba, tanto de la claridad del estilo y lenguaje de esta augusta poetisa, como de la ingenuidad de su carácter candoroso, estamparé aquí -no pudiendo hacerlo de todas- la última de unas décimas publicadas entonces, y de que tengo a la vista un ejemplar, escritas por la Reina Nuestra Señora, con la descripción del sitio de Solán de Cabras, y con ocasión de haberla aconsejado los médicos el uso de estas aguas, como eficaces contra la esterilidad; cuya última décima decía así:


   «No el buscar una salud,
Que Dios nunca me ha negado;
Otros fines me han guiado
De esta fuente a la virtud.
Busco en mi solicitud
La pública conveniencia;
Sigo a una probada ciencia
Y cumplo con mi deber;
Por mí no quedó qué hacer;
Obre Dios con su clemencia».



Pero ni aquellas aguas milagrosas, ni las rogativas, novenas y exvotos, fueron bastantes a conjurar el mal; y en tanto los impacientes partidarios del Infante, lanzándose resueltamente a la pelea, primero en las insurrecciones acaudilladas por Capapé, Bessieres y otros, que fueron ahogadas muy pronto en su propia sangre, y después en la más formidable de la montala de Cataluña (1827), pusieron   —50→   a Fernando en el caso de desplegar su energía, y acompañado de su ministro Calomarde (a quien llevaba en su propio coche), partió rápidamente del Escorial para Tarragona, con el resuelto propósito de terminar de cualquier modo la rebelión. Consiguiolo, en efecto, no tanto por el empuje de las tropas que mandaba el funesto Conde de España, como por la publicación de amplios indultos, a que se acogieron los principales cabecillas; indultos, por cierto, que fueron indignamente violados después, y sacrificados sin piedad aquellos infelices.

Fernando, luego que vio apagado el formidable incendio de aquel alzamiento, regresó a Madrid, pasando por Aragón, Navarra, las Provincias Vascongadas y Castellanas, y proporcionándose a su entrada en la corte, el día 11 de agosto de 1828, el cuarto de sus triunfos caseros (1808, 1814, 1823, 1828) sobre una parte alternativa de sus propios súbditos o vasallos. -Los poetas de la nueva generación, que creyeron vislumbrar en este suceso alguna esperanza para las ideas liberales, celebraron en sentidas composiciones aquel triunfo, y en una Corona poética, que por entonces circuló, se leía al pie de aquellas los nombres de Ventura de la Vega, Juan Bautista Alonso, Bretón de los Herreros, etc., sobresaliendo entre todos ellos el magnífico Canto épico, escrito por el primero de aquellos jóvenes, con el cual pareció recoger el cetro de la moderna lira castellana81.

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Pero la dificultad quedaba siempre en pie; la rebelión carlista, bien o mal, estaba dominada; mas la esterilidad de la Reina no hacía otra cosa más que aplazar la realización de aquellas esperanzas. La Divina Providencia, empero, en sus inescrutables designios, halló la solución de aquel nudo, llamando a sí a la angelical señora, involuntario obstáculo que contrariaba los deseos del Rey y de la nación entera. El día 17 de Mayo de 1829 falleció en Madrid   —52→   la reina María Josefa Amalia, y a tan inesperado como trascendental acontecimiento, reaviváronse las esperanzas de los unos y el desconsuelo de los otros, ofreciéndose a la vista un nuevo horizonte en la marcha histórica del país.




ArribaAbajo- II -

Fernando VII, en quien el deseo de ver asegurada su sucesión directa predominaba sobre todos los demás, sintiéndose, aunque entrado ya en los cuarenta y cinco años de su edad, con fuerzas para determinarse a encender por cuarta vez la antorcha de Himeneo, no vaciló un momento en tal resolución, y escogió resueltamente para compartir su lecho a la Princesa MARÍA CRISTINA, hija de los reyes de las Dos Sicilias, y su sobrina carnal. Y tan acucioso anduvo en ello, que aun sin dar a la memoria de Josefa Amalia el tiempo necesario que el uso y la etiqueta, cuando no el sentimiento, imponen, emprendió la demanda, aceleró los trámites del negocio, y tanto, que aún no habían transcurrido siete meses desde el fallecimiento de aquella señora, cuando el 11 de Diciembre de 1829 entraba en Madrid y se unía a él en conyugal lazo la excelsa y hermosísima CRISTINA.

Venía acompañada de sus augustos padres Fernando IV de Nápoles, y de su esposa María Luisa, hermana de Fernando VII, y un hermanito en lactancia, el Conde de Trápani; y llegaba precedida de gran fama (que por cierto no defraudó) de su extremada discreción, hermosura   —53→   y gentileza. Un vestido azul celeste -color que desde entonces fue adoptado por sus numerosos partidarios con el epíteto de azul Cristina- y un sombrero blanco con plumas del propio color del vestido realzaban su deslumbradora belleza, al paso que su afabilidad y continente majestuoso y digno arrastraban tras sí todos los corazones. -Al lado de la portezuela del coche cabalgaba airosamente el rey Fernando, que con su figura semi-colosal y su expresiva fisonomía no deslucía personalmente la majestad de la Corona, y seguía toda la Real familia y suntuosa comitiva, que atravesó el largo trayecto que media entre la puerta de Atocha y el Real palacio, por entre vistosos arcos, templetes, guirnaldas y banderolas, dispuestos con mejor gusto que en otras ocasiones por la Municipalidad matritense, y de una lluvia de flores, palomas y versos, con que el inmenso pueblo saludaba a la nueva Reina, de quien esperaba su redención.

Las musas castellanas, por medio de sus más egregios representantes, entonaron cien y cien preciosos cánticos en su loor; Gallego, el Duque de Frías, Arriaza, Durán, hasta el mismo Quintana (solicitado expresamente por el Rey)82, rompieron en obsequio de Cristina su obstinado silencio; y la nueva generación poética, Vega, Espronceda, Bretón, Alonso, Gil Zárate y Pezuela secundaron decorosamente aquellas solemnes manifestaciones de los maestros del arte. ¿Qué más? Hasta mi pobre musa, que tan apartada   —54→   se mantuvo siempre de estas demostraciones hacia objetos augustos, seducida por el entusiasmo general y venciendo su natural retraimiento, saludó a Cristina con este trivial y descolorido soneto:


    Pura como la luz de la mañana,
Bella como la flor de la azucena,
Feliz trasunto de la Italia amena,
Que en tu beldad se reflejó lozana;
   Tal, dando vida a la región hispana,
Vienes, ¡Cristina!, y a tu vista suena
El eco del placer; calma la pena,
Y huye y se esconde la discordia insana.
   Llega, ¡oh Reina!, a triunfar; y la amargura
Que a la ibera nación entristecía
Disipa con tu faz encantadora;
   Cual suele aparecer en el altura,
Tras el horror de la tormenta umbría,
Iris alegre que zenit colora.



El entusiasmo, en fin, hacia la persona de la Reina, producido por el instinto público, que acertó a adivinar en ella la futura restauradora de sus libertades, no decayó un solo momento; antes bien se acreció de día en día con la declaración oficial del embarazo de S. M. (8 de Mayo). Fernando, que tenía fija su atención en esta esperanza, había hecho publicar en 20 de marzo, la pragmática sanción de las Cortes del reino de 1789, no promulgada, en   —55→   que se derogaba la llamada ley sálica, impuesta por Felipe V acerca de la sucesión exclusiva a la Corona en la rama masculina; y restablecía la antigua ley de Partida, no interrumpida jamás, por la que se declaraba la sucesión natural de las hembras a falta de hijo varón; ley veneranda y nunca contradicha, que ofreció a nuestra historia los ilustres nombres de las Berenguelas e Isabeles, y que era la misma que habían decretado en la Constitución de 1812 las Cortes de Cádiz, esto es, la que la opinión adoptaba como ley nacional.

Y cuando el 10 de Octubre del mismo año, 1830, dio a luz la Reina a la princesa ISABEL, la inmensa mayoría de los españoles aclamó con entusiasmo a la que un día había de llevar el título de ISABEL II. -Imposible es describir el regocijo general y el suntuoso aparato de las espléndidas fiestas celebradas con este motivo. La Corte, la Grandeza, el Ayuntamiento y los particulares rivalizaron en ostentación con las demostraciones de alegría; la voz de los poetas prorrumpió en sentidos cantos encomiásticos, entre los cuales merecen especial mención la magnífica oda del eminente Nicasio Gallego, y la bella octava del joven poeta Ventura de la Vega, estampada en un transparente de la Casa Consistorial y que conservo fielmente en la memoria:


    «Bajo tu imperio, religión sagrada,
Otra ISABEL, orgullo de Castilla,
Las rojas cruces tremoló en Granada,
Lanzando al moro a la africana orilla:
Esta que hoy nace, de la patria amada
Destina el cielo a la paterna silla;
¡Sagrada religión, tú la acompaña,
Y el siglo de ISABEL reluzca a España!».



Todo hacía esperar que tan fausto acontecimiento, y   —56→   la notoria influencia que había de ejercer en el ánimo de Fernando contribuirían a acelerar un movimiento de tolerancia y de clemencia hacia la idea liberal y sus partidarios proscriptos; pero la impaciencia de estos (que por otro lado no era de extrañar después de siete años de ostracismo), recrudecida por el ejemplo de la revolución de Julio, en Francia, les arrastró en mal hora, y sin dar lugar a espera, a la temeraria empresa de hacer una irrupción a mano armada para derribar al Gobierno, entrando en España por la frontera de Navarra el famoso Mina, al frente de sus huestes, y San Miguel y Gurrea por la de Cataluña. Pero muy pronto, y no hallando cordial acogida en las poblaciones, viéronse derrotados miserablemente y con riesgo inminente de sus vidas, consiguiendo tan sólo, con esta funesta algarada, recrudecer en Fernando y sus ministros las ideas más sanguinarias, que estaban algún tanto amortiguadas. -Volviose a reproducir el terror de 1824; creáronse de nuevo las comisiones militares, que tornaron a ejercer desde luego sus horribles funciones; promulgáronse nuevos decretos de proscripción y de muerte; sorprendiéronse correspondencias y conspiraciones más o menos auténticas, de que fueron víctimas el librero D. Antonio Miyar, el médico Torrecilla, y hubiéranlo sido también el ingeniero Marcoartú y D. Salustiano Olózaga, a no haberse arrojado aquel por un balcón para evitar su prisión, y evadido este milagrosamente de la cárcel de Villa, donde estaba incomunicado. -Y llegó a tal extremo el ensañamiento del bando dominante, que condujo al patíbulo a un infeliz zapatero de la calle de San Antón, llamado Juan de la Torre, por haber exclamado en un momento de exasperación: «Libertad, ¿dónde estás, que no vienes?», y desterró al alcalde de corte, D. Andrés Oller, por haberse negado a firmar este jurídico asesinato. -Cerráronse las Universidades, prohibiose rigorosamente la entrada   —57→   de los diarios extranjeros, y cesó, en fin, la publicación de todo lo que pudiese oler a ilustración y patriotismo.

Tal era la condición ineludible de aquel Gobierno arbitrario: la de pasar alternativamente desde el más sangriento período de persecución y de lucha al oprobioso de abyección y saña contra todo lo que pareciera conducir a la pública ilustración. -Parapetados en el irresponsable ejercicio de la autoridad, sin trabas de ninguna especie ni en las leyes ni en la opinión (que no tenía medio alguno de manifestarse); seguros, por lo tanto, de la impunidad más escandalosa, los magnates y funcionarios, más absolutos aún que el mismo Monarca, gobernaban a su antojo; hacían y deshacían leyes, y disponían, en favor de sus hechuras y paniaguados, de los destinos, gracias y mercedes que debían ser el premio del talento y la laboriosidad; y auxiliados por una larga cadena de parásitos intermedios de uno y otro sexo, habían convertido en fructuosa granjería, desde las más altas dignidades de la iglesia y de la Magistratura hasta los cordones de cadete o los estanquillos del tabaco. -Ya hemos visto con que desenvoltura ejercían esta omnímoda facultad, desde el Presidente de Castilla, autoridad la más excelsa en aquel Gobierno, hasta los subalternos y porteros, adjudicando al mejor postor grados y mercedes, en tanto que el hombre modesto y de verdadero merecimiento yacía oscurecido, sin hallar medio alguno de darse siquiera a conocer.

Al mismo tiempo, los grandes servicios del Estado, el Ejército, la Marina, la Magistratura, la Instrucción, la Beneficencia y las obras públicas yacían en el más indecoroso abandono; el crédito público puesto en olvido, y el comercio y la industria entregados a la más abyecta nulidad.

La moralidad privada corría parejas con la pública del Gobierno y los magnates. La falta de cumplimiento de sus   —58→   deberes y compromisos, autorizada por el ejemplo del Gobierno, era cosa corriente, desde el Grande de España, amparado contra sus acreedores con una cédula de moratoria, hasta el inquilino de una habitación o arrendatario de una heredad, que se creía autorizado para no pagar al propietario, por aquella regla de «que al que nada tiene, el Rey le hace libre»; y las quiebras fraudulentas y las violaciones de depósitos entre particulares eran una consecuencia lógica de las ejercidas por aquel Gobierno paternal.

La seguridad pública de la propiedad y de las personas era completamente un nombre vano, por falta de vigilancia en la autoridad. Conocidos son los nombres de los Niños de Écija, Jaime el Barbudo y José María, y otros héroes legendarios de esta calaña, que eran dueños absolutos de carreteras y travesías, y con quienes las empresas de trasportes, y hasta el mismo Gobierno y la Real familia tenían necesidad de entrar en acomodos y pagar tributos, a manera de seguro, por no ser molestados, o bien que, indultados alguna vez de las penas merecidas, venían con ciertas condiciones a convertirse en escolta de los mismos viajeros que antes desvalijaban o hacían perecer. -En las ciudades y en el mismo Madrid no eran menos frecuentes los ataques contra la propiedad y las personas, ejecutados, no con ingeniosos procedimientos ni estudiada astucia, sino franca y descaradamente, en medio del día, en las calles un tanto extraviadas y escalando por las noches los halcones de las casas, violentando las puertas y penetrando en las habitaciones; y en cuanto a las personas, recuerdo, entre otros varios, el secuestro de una señora, vecina de mi casa, arrancada violentamente del brazo mismo de su marido en una noche de verbena de San Antonio, y el de otra, muy conocida también, que saliendo de tertulia en la calle de Atocha, acompañada por un criado, fue arrastrada   —59→   por dos audaces libertinos hasta el alto de San Blas, donde saciaron en ella su brutal apetito, bien que, sorprendidos a pocos pasos por unos serenos (únicos vigilantes de aquel tiempo), fueron reducidos a prisión, y a los ocho días pagaron en el mismo sitio con sus vidas aquel infame atentado. -Pero ¿qué más? Hasta el mismo claustro se vio contagiado de este desenfreno, siendo teatro del horrible asesinato del Abad de San Basilio, perpetrado por su misma comunidad; y pudiera recordar también otro fraile, agonizante de la Orden de San Camilo, que vi conducir al patíbulo por haber dado muerte, y con los más repugnantes detalles, a una mujer con quien tenía relaciones.

La decantada religiosidad de aquellos tiempos sólo se manifestaba en rosarios, procesiones y solemnidades; pero precisamente en ellas era también mayor el escándalo que la ignorancia de los predicadores producía en el templo del Señor, con manifestaciones de que hoy no se puede formar idea. La indiscreta juventud, que hacía alarde -no del escepticismo moderno, más aparente que real- sino de la más cínica impiedad, seguía este instinto fatal, no contenida, antes bien sobreexcitada por las persecuciones y anatemas y leía con avidez, por espíritu de oposición o resistencia, las obras de Voltaire y Diderot, de Dupuis y de Volney, La Religiosa y La Doncella de Orleans, El Citador, Las Ruinas de Palmira, El Origen de los cultos, La Guerra de los dioses, las obscenas novelas de Pigault Lebrun y la escandalosa, de El Baroncito de Foblas, y otras muchas a este tenor, que hoy nadie conoce, o que sólo excitan desprecio e indiferencia.

Seguro estoy de que si los ilustrados jóvenes que hoy aparentan echar de menos aquella época, de la cual, por un fantástico espejismo, se forman tan bello ideal, pudiesen retrotraer a ella sus miradas inteligentes, retrocederían   —60→   avergonzados ante espectáculo semejante, ante una situación en que ellos, hombres de superior talento y de sólida instrucción, que tan bien escriben, que hablan tan bien, no hubieran encontrado medio de manifestarse, como hoy lo hacen, por medio de la palabra o de la pluma, y hubieran quedado oscurecidos, y perseguidos tal vez por esta misma afición al estudio. -Y si sus ilustres padres -algunos de los cuales me honraron con su amistad, si no con sus favores, que nunca les pedí- volvieran a la vida, seguro estoy, repito, de que harían conocer a sus dignos hijos lo equivocados que andaban en sus apreciaciones. Y cuenta que todo esto lo dice, casi al bordo del sepulcro, un testigo imparcial de aquella época y también de las sucesivas, con sus vicisitudes, excesos y desvaríos respectivos; pero que, independiente por carácter y por posición, y no habiendo recibido, ni de unos ni de otros hombres, favores que agradecer ni agravios que lamentar, sabe hacerse superior a la influencia de la edad, que impulsa ordinariamente a los ancianos a ensalzar lo pasado a expensas de lo presente, y tiene el valor de rendir sólo tributo a la verdad.





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ArribaAbajoCapítulo IV

Episodios literarios


1830-1831



ArribaAbajo- I -

El Parnasillo


De todos los cafés existentes en Madrid por los años 1830 y 31, el más destartalado, sombrío y solitario era, sin duda alguna, el que, situado en la planta baja de la casita contigua al teatro del Príncipe, se pavoneaba con el mismo título, aunque ni siquiera tenía entonces comunicación con el coliseo. -Esta salita, pues, de escasa superficie, estrecha y desigual (que es la misma que hoy se halla ocupada por la contaduría del teatro Español), estaba a la sazón, en su cualidad de café, destituida de todo adorno de lujo, y aun de comodidad. Una docena de mesas de pino pintadas de color de chocolate, con unas cuantas sillas de Vitoria, formaban su principal mobiliario; el resto le completaban una lámpara de candilones pendiente del techo, y en las paredes hasta media docena de los entonces apellidados quinquets, del nombre de su inventor, cerrando el local unas sencillas puertas vidrieras, con su ventilador de hojalata   —62→   en la parte superior. En el fondo de la salita, y aprovechando el hueco de una escalera, se hallaba colocado el mezquino aparador, y a su inmediación había dos mesas con su correspondiente dotación de sillas vitorianas. -Estas dos mesitas eran las únicas ordinariamente ocupadas por unos cuantos comensales, personas de cierta gravedad, diplomáticos antiguos en su mayor parte; y eran los señores Cuadra, Arriaza, Onís, Aguilar, Pereyra, Dehesa y Carnerero, los cuales, por costumbre inveterada, venían todas las noches a tomar su taza de café o su jícara de chocolate, que se hacían servir a la mano desde el contiguo aparador, sin tomar para nada en cuenta la mezquindez y suciedad de los trebejos de cristal o de loza en que aquellos confortantes les eran administrados. -El resto de la sala permanecía constantemente desierto, y alumbrado tibiamente por la tétrica luz de los candilones el empolvado pavimento de baldosa de la ribera, en cuyos intersticios crecía la hierba, que acudían ganosos a pastar los ratones y correderas con la misma franqueza que si fueran ganado de la Mesta en prado comunal.

Pues bien: a pesar de todas estas condiciones negativas, y tal vez a causa de ellas mismas, este miserable tugurio, sombrío y desierto, llamó la atención y obtuvo la preferencia de los jóvenes poetas, literatos, artistas y aficionados, que a la sazón andaban diseminados en los varios cafés de aquella zona, tales como el llamado de Venecia, en la esquina de la calle del Prado; el del Solito, en la manzana frontera (que hoy no existe), y el del Morenillo, en la plaza de Santana. -Y a pesar de lo extraño que puede parecer, es natural que así sucediera, porque todos aquellos apreciables jóvenes, dados por vocación irresistible al culto de las Musas, y un sí es no es también al de las nuevas ideas políticas, que no eran a la sazón moneda corriente, no se sentían a gusto y desahogo en locales   —63→   que, si bien más halagüeños y decorosos, solían estar ocupados por una concurrencia heterogénea y desconocida, compuesta de pisaverdes o lechuguinos insípidos; de militares más o menos indefinidos o indefinibles; de tal cual parásito que olfateaba adónde se consumía un boll de ponche o destapaban unas botellas de cerveza; de algún honrado droguero de la calle de Postas o apreciable mercadante de los portales de Santa Cruz; y ¿quién sabe también si un taimado polizonte, tranquilamente sentado y con aire distraído en la mesa contigua, se codeaba con un grupo de jóvenes poetas, y escuchaba su plática, que seguramente no trascendía, que digamos, a ningún olor de santidad?

En caso tal, los alumnos de Apolo, ganosos de establecer, como ahora se dice, su autonomía, y absolutamente faltos de círculos, ateneos, liceos y casinos (que por entonces ni aun siquiera de nombre eran conocidos), pensaron, y pensaron bien, que les convenía encerrarse (como los cristianos de la Iglesia primitiva en las catacumbas de Roma) en algún recinto solitario, que, a falta de otras ventajas, les pudiera brindar con la independencia y seguridad necesarias para su franca y leal comunicación; y echando el ojo por todos aquellos contornos, ninguno hallaron más a propósito que la sombría y desierta sala del Café del Príncipe.

Y he aquí la razón por la cual cierta noche de invierno (no sabré fijar si fue el de 1830 ó 31), una numerosa falange de tan despiertos y animados jóvenes tomó posesión de aquella tierra incógnita, y, nuevos Colones, plantaron en ella el estandarte de las Musas, imponiéndola, en su consecuencia, el título de El Parnasillo.

A la cabeza de aquella fuerza pacíficamente invasora descollaba la fracción de más empuje en ella; fracción señalada, tanto por el agudo ingenio de sus individuos, como   —64→   por la juvenil y donairosa excentricidad con que se entregaban a cultas y alegres jugarretas, que solían interrumpir el acompasado movimiento de aquella descolorida sociedad, granjeándose con ellas el exorbitante título, que ellos mismos alardeaban, de La Partida del Trueno. -En ella figuraban ingenios tan privilegiados como Espronceda, Vega, Escosura, Ortiz, Pezuela, Bautista Alonso, Santos Álvarez, y otros que ahora no recuerdo83. En pos de este grupo, verdadera charanga de aquella legión poética, venían como soldados de fila Pelegrín, Segovia, Villalta, Ochoa, Castejón, Tirado, Las Heras, Larra, Doncel, Valladares, Díaz, Madrazo (D. Pedro y D. Francisco de Paula), los hermanos Mayo, Olona, Diana, Pérez Calvo, Ferrer del Río, González Elipe, Romero Larrañaga, Peral, Navarrete y Salas y Quiroga. -Seguía después la cohorte artística de los adscritos a la Academia de San Fernando, la cual era capitaneada por el entusiasta arquitecto de la villa, Mariátegui, cuya obesidad haríale pasar por bombo, si su prosopopeya y coram vobis no le dispensaran el carácter de tambor mayor. -En esta legión figuraban los pintores Madrazo, Rivera, Texeo, Carderera, Jimeno, Camarón, Villamil, Esquivel, Mendoza, Maea y Gutiérrez de la Vega, los arquitectos Colomer y Aníbal Álvarez; los ingenieros Areytio y Echevarría; los grabadores Peleguer, Castelló, Ortega, y los impresores Burgos, Sancha, y el editor Delgado. -Ocupando el sitio de respeto, como quien dice la presidencia de aquella procesión, venían los protectores, entusiastas o inteligentes Sres. Acebal Arratia, Ortiz de Taranco, Carlos Calderón y Guillén Buzarán, y cerraba la marcha una escogida comitiva de personas distinguidas en nuestra buena sociedad, amigos todos y aficionados a las letras y a las artes, tales como los Sres. Gutiérrez de   —65→   la Torre (D. Carlos), Heredia (D. Narciso y D. Pablo), Hidalgo, Bañuelos, Perales, Río (D. José), Quintana (don Lorenzo), Febrer de la Torre, Pabón, Miláns del Bosch, Berriozábal, Vizmanos, Sancho Larrea, Estrada, López Berges, Pérez Vento, etc., etc.; y, en fin, como maestro de ceremonias o bastonero, encargado de facilitar su comunicación y colocación oportuna, aparecía el imprescindible don Joaquín Marraci y Soto.

-No pretendo, por supuesto, decir con esta prolija exhibición que en una misma noche y hora determinada, cual si llamados fuesen a son de campana comunal, tuviera efecto esta formidable agrupación, como ni tampoco que fuese improvisada sin la necesaria preparación o programa. Nada menos que eso, y para explicarlo bastará observar que algunas noches antes se había establecido, inmediata a la mesa única de los diplomáticos, otra con el carácter exclusivamente literario, compuesta del célebre D. José María de Carnerero, que, en su calidad de antiguo diplomático y moderno periodista, reunía ambos conceptos, y que además estaba, como quien dice, en su casa, como que habitaba el cuarto principal del café; de don Juan de Grimaldi, director o autócrata del teatro del Príncipe; D. Manuel Bretón de los Herreros y D. Antonio Gil Zárate, únicos poetas que por entonces surtían a la escena con sus producciones originales, y D. Serafín Calderón y mi humilde persona, que colaborábamos con Carnerero en la redacción de la única Revista literaria, titulada Cartas Españolas.

Entre esta mesa propiamente literaria y el dueño del café (que para mayor seguridad, acumulaba las augustas funciones de alcalde de barrio), mediante también la intervención del consabido Marraci, fueron entabladas negociaciones relativas a la próxima ocupación del local por la falange poética; y el interesado y amable Anfitrión, dispuesto   —66→   a dejarse invadir o conquistar por la nueva clientela, trató de mejorar algún tanto las condiciones materiales del establecimiento, reforzando el viejo mobiliario, añadiendo una lámpara más a la antigua funeraria, haciendo algún acopio de botellas y garrafones, y lo que es más filosófico -supuestos los escasos posibles de la mayor parte de los nuevos parroquianos- inventando en su favor el sorbete metafórico, el medio sorbete a dos reales vellón, y a la misma módica cuota el juego completo de taza de café con su plus o tostada, a discreción. -Item más, para la mejor asistencia, a su antiguo y único camarero o maestresala Romo, mozo (de sesenta abriles, que así escanciaba el garrafón como agitaba la chocolatera), añadió otro mancebo de servilleta y mandil para servir de Ganímedes a los nuevos concurrentes. Este tal mozo, llamado Pepe, fue confirmado de consuno y con ligera variación con el clásico y tradicional nombre de Pipí.

Dispuestas así las cosas, y verificada que fue la solemne inauguración, procediose a repartir las mesas y sillas lo más equitativamente posible, quedando en el centro el espacio suficiente para no poder mover un pie. -Dividiéronse luego los asociados en las correspondientes secciones (o pandillas, si place al lector) de los líricos, de los dramáticos, de los bucólicos, de los críticos, de los prosistas, de los satíricos, de los afines, de los discordes, de los entusiastas (todavía no se habían inventado los románticos), de los innumerables matices, bandas y comuniones, en fin, con que en nuestra tierra de España es uso y costumbre subdividirse toda agrupación que pase de tres individuos; y pudieron entregarse a sus animadas polémicas, sus desenfadados diálogos, punzantes epigramas y galas ingeniosas del buen decir. -Allí, al frente de la mesa que pudiéramos llamar presidencial, el dictador teatral, Grimaldi, tendía el paño y disertaba con gran inteligencia sobre el arte   —67→   dramático y la poesía; -allí Carnerero, con su amena y sabrosa conversación, sus animados cuentos, chistes y chascarrillos, que por su color demasiado subido no me atrevo a compulsar aquí, formaba las delicias de los jóvenes poetas; -allí Bretón de los Herreros, con su alegre y franca espontaneidad característica, su prodigiosa facultad para versificar, aunque fuese una noche entera, y la homérica y comunicativa carcajada con que él mismo celebraba sus propios chistes; -allí Serafín Calderón, con su lengua estropajosa y su lenguaje macareno y de germanía, contando lances y percances a la alta escuela, o entonando por lo bajo una playera del Perchel; -allí Gil Zárate formando contraste con su grave seriedad y su poco simpática elocuencia; -allí Ventura Vega, con aquel aplomo y cómica seriedad que le eran característicos, soltando un epigrama, un chiste agudo, que algunas horas después eran como proverbiales en nuestra culta sociedad; -allí Espronceda, con su entonada y un tanto pedantesca actitud, lanzando epigramas contra todo lo existente, lo pasado y lo futuro; -allí Larra, con su innata mordacidad, que tan pocas simpatías le acarreaba; -allí Escosura, con la agitada movilidad de su lengua, de su mente y hasta de su corazón; -allí Bautista Alonso, con su palabra inagotable que participaba de arenga forense y de égloga virgiliana; -allí, en fin, todos los concurrentes a aquel certamen del talento alardeaban sus respectivas facultades y convertían aquella modesta sala en una lucha animada, en un torneo del ingenio, y casi casi en una literaria institución.

¿Quién había de predecir, sin embargo, entonces que, andando el tiempo y verificadas las transformaciones políticas, aquella modesta reunión, reforzada por nuevos ingenios tan valiosos como Hartzenbusch, García Gutiérrez, Zorilla, Roce de Togores, Campoamor, Rubí, Lafuente, Tassara, Bermúdez de Castro, Ros de Olano, los hermanos Asquerino,   —68→   Vedia, Enrique Gil y Cayetano Cortés, sería también favorecida con la presencia de los grandes oradores, de los encumbrados políticos Caballero, Olózaga, González Bravo, Sartorius, Pacheco, Pérez Hernández, López (don Joaquín), Bravo Murillo, Moreno López y Donoso Cortés, y que llegaría un día, o una noche, en que el autor aplaudido, el artista premiado, el fogoso tribuno, el periodista audaz no se darían por satisfechos si no venían a depositar sus laureles en aquel oscuro recinto y a recibir en él la confirmación o el visto bueno de sus triunfos literarios o artísticos, periodísticos o parlamentarios; y que hasta el ministro cesante o dimisionario, al abandonar la dorada poltrona, tornaría muy satisfecho a ocupar su acostumbrada silla en un rincón del Parnasillo?

Y, sin embargo, todo esto sucedió, reconcentrándose en aquellas estrechas paredes lo más vital de nuestra sociedad, hasta que, rebasando sus límites, partió de ellas el rayo luminoso que había de cambiar por completo la faz de nuestra vida intelectual. -De allí, de aquel modesto tugurio, salió la renovación o el renacimiento de nuestro teatro moderno; de allí surgieron el importantísimo Ateneo científico; de allí el brillante Liceo artístico, el Instituto, y otras varias agrupaciones literarias; de allí la renovación de las academias, de la cátedra y de la prensa periódica; de allí los oradores parlamentarios y los fogosos tribunos, que promovieron, en fin, una completa transformación social. -Este movimiento en nuestra cultura, que se desarrolló en el período de 1835 al 40, merece seguramente, y lo tendrá, un capítulo especial. -Por ahora sólo me cumple señalar en éste su origen, iniciado en la modesta y hoy silenciosa y olvidada sala del Café del Príncipe.

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BRETÓN DE LOS HERREROS





  —69→  

ArribaAbajoCapítulo V

Episodios literarios


(Sigue)



ArribaAbajo- II -

El teatro y los poetas


El teatro moderno español había quedado huérfano con la emigración de su último digno intérprete D. Manuel Eduardo de Gorostiza, a fines de 1823; mas, por fortuna, no vio duradera esta orfandad; antes bien se vio remediada con creces pocos días después.

El 14 de Octubre de 1824, día de gala por el aniversario del nacimiento de Fernando VII, apareció anunciada en los carteles del Príncipe una comedia nueva, en prosa, original de D. M. B. de los Herreros, titulada A la vejez viruelas, que fue escuchada con gusto por el público, sin cuidarse poco ni mucho de su originalidad, ni tampoco de averiguar la persona de su autor. -Este, como puede adivinarse, no era otro que el inmortal BRETÓN, que, reducido a la escasez por su cesantía en un destino de provincias, hubo de recurrir a su feliz ingenio para subvenir a sus más apremiantes necesidades, desenterrando para ello dos   —70→   comedias que de antemano y por distracción tenía escritas: una la ya citada, y otra la que con el título de Los Dos Sobrinos o Lo que son los parientes, también se representó por entonces y fue recibida con agrado, que era todo lo que podía exigirse de un público poco entusiasta y que no hacía distinción entre lo que se le ofrecía original y lo que era sólo traducido. -Mayor fue el éxito de la tercera comedia de Bretón, representada en la noche del 19 de Abril de 1828, con el título de A Madrid me vuelvo, hasta que el último día de 1831, con la aparición en la escena de su bellísima comedia Marcela o ¿a cuál de los tres? acabó de subyugar el ánimo del público, que previó los triunfos posteriores que en la escena patria aguardaban al fecundo autor de Muérete y verás, El Cuarto de hora, El Qué dirán, El Pelo de la dehesa y ¿Quién es ella?

Casi al mismo tiempo que Bretón, aparecía en la escena otro campeón dramático, D. Antonio Gil Zárate (1826), con una linda comedia, titulada Un año después de la boda, que por cierto tiene mucha semejanza en su argumento con la que mucho después había de inmortalizar el nombre de Vega con el título de El Hombre de mundo. -Gil Zárate presentó también por entonces otras dos comedias de costumbres, tituladas ¡Cuidado con las novias! y El Entretenido, recorriendo en adelante todos los géneros del arte dramático, desde el ya citado, de costumbres o de carácter, hasta la tragedia clásica en D. Pedro de Portugal y Blanca de Borbón; desde el drama histórico, como en Masaniello, Don Álvaro de Luna, El Gran Capitán, Guillermo Tell y Guzmán el Bueno, al sentimental, como Rosmunda, Cecilia o La Cieguecita, Matilde o Dama y esposa; desde el político, como Un Amigo en candelero, Un Monarca y su privado, hasta el más ultra-romántico, en Carlos II el Hechizado; variado y precioso repertorio, hoy injustamente olvidado.

Pero por entonces, es decir, en los momentos en que empezaba   —71→   a iniciarse el renacimiento de la escena patria, no bastaban todo el talento y la laboriosidad de Bretón y de Gil Zárate para atraer al público al teatro de verso, y distraerle de su excesiva afición a la ópera italiana, que con gran donaire combatió Bretón en su preciosa Sátira contra el furor filarmónico. -Y por otro lado, los actores o comediantes-empresarios no podían por su parte estimular a los ingenios con el premio decoroso que su trabajo merecía, ni estimular a otros autores a que siguiesen las huellas de los ya citados; creyendo hacer un sacrificio brindándoles la escasa remuneración de 1.500 ó 2.000 reales por una sola vez; y en cuanto a la impresión de las piezas, bastará decir que yo mismo, por mi propia mano y a nombre de mi amigo el impresor Burgos, entregué a Bretón a razón de 500 reales por la impresión de cada una de sus tres citadas comedias, y lo mismo hice a Gil Zárate por la suya de Un año después de la boda.

Los actuales poetas dramáticos, que en tan distintas condiciones emplean hoy su ingenio, se asombrarán, sin duda, al leer estos pormenores, y admirarán la perseverancia, el valor heroico de aquellos verdaderos fundadores de nuestro teatro contemporáneo para continuar impertérritos en sus laudables tareas. -Y por eso también no habrán de extrañar que, considerando que en la remuneración no se hacía, ni por los actores ni por el público, la distinción debida entre las obras originales y las traducidas, se ocupasen simultáneamente en ambas tareas, repartiendo este trabajo con Ventura de la Vega y D. José María de Carnerero.

Este personaje, a quien sin injusticia no puede negarse notable influencia en el progreso de la literatura y del teatro español, no era, seguramente, un ingenio notable ni un critico profundo; pero su variada, aunque superficial instrucción, la amenidad de su trato y de su conversación   —72→   seductora, y su laboriosidad y buen gusto le habían granjeado una especie de aureola, no sólo en la buena sociedad, de la que era frecuente comensal, sino también en todo el gremio literario y artístico de la época.

Desde que en 1821, de vuelta de su emigración afrancesada, estuvo encargado de la dirección de ambos teatros, empezó a ejercer en ellos una especie de dictadura, que continuó después con el carácter de abastecedor de piezas, generalmente traducidas del francés y arregladas a nuestra escena con notable habilidad. Esto lo hacía Carnerero a las mil maravillas, tanto por el buen gusto en la elección de los originales, cuanto por la facilidad difícil con que, según la feliz expresión de Moratín, las vestía de mantilla y basquiña. -Recuerdo, entre otras, las tituladas El Ambicioso, El Afán de figurar (del Sr. Carnerero, como decían los chuscos), Los Títeres o Lo que es el mundo, El marido a picos pardos, y otras varias de Picard, Duval, Bonjour, y muchas del fecundo Eugenio Scribe, tales como La Cuarentena, El Joven de sesenta años, El Peluquero de antaño y el de hogaño, El Diplomático, El Secretario y el cocinero, El Testamento, y otras cien ingeniosas composiciones en un acto, que, realzadas en la escena por el incomparable actor Antonio Guzmán, formaron las delicias del público y suministraron a Carnerero medios decorosos de subsistencia.

Bajo el aspecto político, este biforme personaje era un tipo especial de volubilidad y travesura. -Protegido en sus primeros años por el poderoso valido Príncipe de la Paz, que le envió como agregado a nuestra legación de Constantinopla, ensayó ante sus aras el humeante incensario, que luego había de manejar en la corte de José Napoleón, como uno de sus áulicos, y redactor literario de la Gaceta de Madrid; posteriormente, en la emigración, haciendo la corte al duque de Orleáns (después Luis Felipe I), que le colocó en su Biblioteca al lado de Casimiro de   —73→   Lavigne; y a su vuelta de la emigración, consagrando su lisonjera pluma a los corifeos de las diversas opiniones liberales, desde Martínez de la Rosa y Conde de Toreno hasta el bando comunero y la sociedad demagógica titulada La Landaburriana. -Concluido aquel sistema, Carnerero, que, a pesar de su posición avanzada en la Prensa, como redactor del periódico El Patriota Español, no siguió al Gobierno a Cádiz, hizo un cuarto de conversión y halló el modo de sentarse a la mesa del Duque de Angulema, declarandose furibundo realista, y tanto, que al regreso del Monarca escribió e hizo representar una comedia titulada La Noticia feliz, que por lo ultra-exagerada podía arder en un candil. -Desdeñado, empero, por aquel Gobierno durante largo tiempo, tardó mucho en rehabilitarse y penetrar en las antecámaras del Palacio; pero al fin penetró por la mediación del ministro Ballesteros y el comisario de Cruzada Varela, y pudo obtener de Fernando VII el privilegio exclusivo de publicar un periódico o revista literaria, que tituló Cartas Españolas, y que, como buen cortesano, puso bajo el amparo y protección de la reina María Cristina; y cuando esta augusta señora se encargó de la gobernación del reino, a consecuencia de la muerte de Fernando VII, Carnerero, obediente como un girasol, fundó el periódico La Revista Española, hallando en ella el medio de prodigar el humo de su incienso a los diversos matices políticos que se sucedieron, hasta que en 1838, falto de fuerzas físicas y sobrado de achaques adquiridos en su vida accidentada, arrojó su incensario a las plantas (que no a las narices) del altísimo Mendizábal.

Otro nombre que antes cité vino a influir también poderosamente en el campo de la literatura, y en especial de la patria escena, me refiero a D. Juan de Grimaldi, o Mr. de Grimaldi, que había venido en 1823 con el ejército de Angulema, en calidad de comisario, o cosa tal, de una división,   —74→   y quedádose entre nosotros después de la marcha de los franceses. Dotado de un talento superior y de una perspicacia suma, había encarnado de tal modo en nuestro idioma, en nuestra sociedad y nuestras costumbres, que muy luego, y siguiendo su irresistible vocación al teatro y sus profundos conocimientos literarios y artísticos, no sólo vino a convertirse en oráculo de poetas y comediantes, no sólo se alzó con el dominio y dirección material de la escena, sino que, lanzándose él mismo a la lucha, hizo versiones de dramas franceses con una originalidad verdaderamente pasmosa. Basta recordar el aplaudido drama de La Huérfana de Bruselas y otros en los primeros años de su permanencia en Madrid, hasta que en 1828 tuvo la inspiración de convertir la insípida y descolorida comedia de magia de Mr. Martenville, titulada Pied de mouton, en la donosísima, original y popular Pata de Cabra. -¿Qué pensar de un extranjero que, además de los innumerables chistes castizos y típicos de que salpicó esta producción, llegó a imponer a su protagonista el gráfico y popular nombre de D. Simplicio Bobadilla de Majaderano y Cabeza de Buey? -Grimaldi, que con este verdadero triunfo de su gran talento consiguió despertar el apetito del público español y atraerle al teatro por espacio de meses, de años enteros se encontró ipso facto al frente de nuestra escena, promovió en ella importantísimas mejoras, levantó y sostuvo a los grandes actores, especialmente Carlos Latorre, Romea y Guzmán; hizo de la Concepción Rodríguez una admirable actriz, y casándose después con ella, se identificó de tal modo con nuestra patria, que llegó a tener gran influencia, no sólo en el teatro y la literatura, sino también en la prensa política, riñendo rudos combates en pro del trono de Isabel II y de la Reina Gobernadora, hasta que, vuelto a París, y con el carácter de apoderado de   —75→   aquella augusta señora y cónsul de España en dicha capital, falleció pocos años ha.

No he podido menos de detenerme algún tanto en estos dos hombres privilegiados, que se hallaron colocados, por decirlo así, a la cabeza del naciente movimiento literario, y que venían a ser los estanqueros de la literatura y del teatro, en cuyo derredor hubieron de agruparse todos los que por vocación o por necesidad se sentían inclinados al cultivo de las letras. -Mas como ellas eran tales en aquella desdichada época, que antes que refugio y sostenimiento decoroso, sólo ofrecían a sus afiliados escaso aplauso y aún más escasa recompensa, claro es que habían de alternar en su servicio con otros más fructuosos, aunque tal vez ajenos a su inclinación; así que Gil Zárate, ganoso de adquirir una posición oficial menos precaria que la del autor de comedias y poeta lírico, acometió y ganó por oposición la cátedra de francés en el recién establecido consulado; Ortiz, la plaza de intérprete del mismo; Espronceda ingresó en el Real Cuerpo de Guardias de Corps; Escosura era alférez de Artillería de la Guardia Real, y Pezuela, oficial de Caballería; Alonso asistía con éxito al despacho del famoso abogado Cambronero; Larra cursaba Medicina; Calderón, abogado y pretendiente, se entregaba con ardor al estudio del árabe en la cátedra de San Isidro, que regentaba el P. Artigas (jesuita), al piso que publicaba un tomo de preciosas poesías, que parecen arrancadas al Romancero; y así los demás, con la única excepción de Bretón y Vega, que fiaban a su solo ingenio, dedicado al teatro, la satisfacción de sus más apremiantes necesidades.

Réstame, pues, hablar de mi humilde persona, en la cualidad de literato incipiente, y por mucha que sea mi repugnancia, como quiera que la casualidad me colocó en aquella fecha en posición de tomar no poca parte en el   —76→   movimiento literario que hoy pretendo reseñar, y como también algunas de mis primeras obrecillas adquirieron cierta importancia y celebridad relativa, no tanto por su mérito intrínseco, como por las circunstancias con que a su aparición fueron acompañadas, y que acreditan las contradicciones y percances que entonces encontraba el ingenio en su vuelo y desarrollo, cúmpleme ocuparme ellas, siquiera no sea más que para bosquejar un dato característico de aquella época, desdichada para las letras, aurora, sin embargo, de otra mejor.





  —77→  

ArribaAbajo Capítulo VI

Episodios literarios


(Sigue)



ArribaAbajo- III -

En prosa llana


«De la prosa de vuesa merced, Señor Miguel de Cervantes, se puede esperar mucho; de sus versos, nada».

Así decía un librero al príncipe de los ingenios españoles, y esto mismo, salvadas las distancias, se dijo a sí propio el autor de estas MEMORIAS. -Y no ciertamente porque en aquella su primera edad juvenil no se sintiese fuertemente inclinado a cultivar el lenguaje de las Musas; no porque, arrastrado por el ejemplo de todos sus compañeros, los jóvenes poetas, dejase de probar sus fuerzas en este sentido, lanzándose atrevidamente a pulsar las cuerdas de una lira mal templada; sino porque, en medio de sus numerosas tentativas y trabajosos ensayos, llegó a convencerse de que no había recibido del cielo aquel fuego sagrado de la inspiración y el entusiasmo, que no puede suplir jamás en las composiciones poéticas la corrección de la   —78→   forma, el estudio y la discreción del autor, porque, según la expresión de Horacio:


       Mediocribus esse poetis,
Non Dii, non homines, non concessere columnae.



Mucho tiempo, sin embargo, hubo de transcurrir para hacerle renunciar a sus aspiraciones poéticas. Muchas, muchísimas composiciones métricas salieron con esfuerzo y ahogos de su incorrecta pluma; y como la escuela de entonces, clásica y doctrinaria, recetaba las cualidades propias a cada género, endosaba a sus discípulos el estilo, los ingredientes y hasta el traje propio para cada situación; vistió pellico y empuñó cayado para entonar églogas, idilios y madrigales al son del cáramo pastoril; coronó su cabeza de pámpanos para prorrumpir en anacreónticas y cantilenas; de hiedra y de ciprés, para salmodiar fúnebres elegías y endechas, pidió a Apolo para sus odas el estro y el fuego celestial, al sol sus rayos, a la luna su plateado disco y a las estrellas su trémulo fulgor; ajustó exactamente a la falsilla de catorce líneas cien conceptos alambicados en estudiados sonetos; martirizó su pensamiento con glosas, décimas, ovillejos y coplas de pie quebrado; cantó amores, lamentó ausencias, rabió celos, derramó lágrimas, y ¿quién sabe el consumo que hizo su pluma de Filis y Corinas más o menos fantásticas o tangibles? -Y aunque todos estos engendres de su imaginación no se diferenciaban gran cosa de los que, con contadas excepciones, corrían como moneda corriente entre sus jóvenes camaradas, con todo eso, la reflexión y el buen sentido le dieron a conocer que en todas aquellas poéticas elucubraciones no había asomos de lo que él juzgaba verdadera inspiración; esto es, de aquella originalidad y altivez de pensamiento, de aquel vigoroso y levantado estilo que caracterizan   —79→   al poeta creador y verdaderamente inspirado; y recogiendo por ende, y colgando en un rincón el menguado laúd, que hasta entonces tomara por dorada y armoniosa lira, cogió una pajuela (todavía no se habían inventado los fósforos), aplicola a toda aquella papelería de mal pergeñados trovos, y dio con ellos, o con sus cenizas, en el carro de la limpieza.

Sólo concedió a su intemperancia poética la licencia de expresarse de vez en cuando en tal cual romance jacarandino, en tal cual letrilla burlesca, en tal cual sátira intencionada o desenfadado epigrama; mas para todo esto sobrábale la lira, bastándole sólo una modesta vihuela o una estridente bandurria. -Descargada, en fin, su imaginación de todo bagaje pindárico; abandonada la florida senda por donde marchaban todos aquellos jóvenes, sus camaradas, los cuales bastaban y sobraban, a su juicio, a convertir en un vergel de flores las escabrosas sendas del Parnaso; con ánimo decidido y resolución heroica pasose con armas y bagajes a la humilde prosa, en la cual un instinto misterioso le pronosticaba que había de hallar mejor acogida, siquiera no fuera más que por lo insólito del caso.

Mas, para justificar en algún modo aquella brusca deserción del campo de las musas, y antes de encaminar su imaginación en la nueva dirección que pretendía dar a su prosaico ingenio, pensó que sería bien ensayarle en una obra que, sin carecer en absoluto de ciertas dotes literarias, pudiese, por su objeto de reconocida utilidad, atraer a su autor las simpatías del público; y aprovechando a este fin el prolijo y concienzudo estudio que llevaba hecho de su pueblo natal, bajo los diversos aspectos histórico, topográfico, administrativo y artístico, llegó a producir una obrilla, a que dio el título de Manual de Madrid, descripción de la corte y de la villa.

Seguramente que al trazar este libro, por demás prosaico   —80→   y limitado a una descripción más o menos amena, no pudo ser mi intento (y dejemos ya la narración afectada en tercera persona) aspirar a un triunfo literario, sino más bien a un pensamiento patriótico, en obsequio y pro de mi pueblo natal, apartándome al mismo tiempo de la frivolidad, que por entonces era el carácter de todas las producciones del ingenio. -Pero no contaba con que, a pesar de mi buena fe y recta intención, había de experimentar contratiempos oficiales para su publicación; contratiempos que, siquiera no sea más que para mostrar con este caso práctico a qué punto de esclavitud había llegado el ingenio en aquella lastimosa época, habré de consignar aquí.

A fines de 1830, hallándose ya concluida esta obrita, y en disposición de darse a la estampa, con arreglo a lo prevenido entonces por las leyes, acudí a solicitar del Supremo Consejo de Castilla la Real cédula necesaria para su publicación, entregando el manuscrito en la Escribanía de Cámara y de Gobierno, a cargo de D. Manuel Abad, con la solicitud correspondiente, para que, previa la censura privada, legal entonces, me fuese concedida la autorización; pero volviendo a los pocos días a saber el resultado, halleme nada menos que con una rotunda negativa de dicha licencia.

Cualquiera puede figurarse el efecto que semejante injusticia haría en un novel autor, que, después de haber trabajado con entusiasmo y por largo tiempo en lo que creía hacer un servicio público, y en el que fiaba algún título para obtener el aprecio de sus convecinos, se le negase ahora la publicidad, para la cual tenía hechos además los gastos de láminas e imprenta, no pudiendo siquiera sospechar que ofreciese el menor inconveniente una obrita tan inofensiva y ajena a las cuestiones políticas o religiosas; y que se le negase, en fin, pura y simplemente, sin   —81→   decirle siquiera las razones más o menos fundadas de semejante crueldad. -Por los pocos días transcurridos entre la solicitud y la negativa, se conocía claramente que motivos de animosidad personal, más bien que causas suficientes en la misma obra (que ni siquiera había habido tiempo de leer), ocasionaban aquella negativa. Pero ¿qué enemistad podía tener un joven hasta entonces apenas conocido en las letras ni en la política, aunque bien relacionado por su posición y su familia?

Por fortuna, no me desalenté ni detuve en cálculos y consideraciones; antes bien, dando por supuesta cualquiera intriga de escalera abajo, resolví valerme de todas mis relaciones, de toda mi actividad juvenil para descubrirla y desbaratarla. -En su consecuencia, visité uno por uno a todos los Consejeros de Castilla, desde el gobernador señor Puig Samper, hasta el fiscal Sr. Pérez Juana; desde el juez de Imprenta Sr. Hevia y Noriega, al relator señor Fernández Llamazares, y haciéndoles una relación verídica y enérgica del caso, y enterándoles del objeto y ejecución de la obra reprobada, vine a saber confidencialmente de aquellos señores que ni la tal censura ni la tal repulsa habían sido obra del Consejo, el cual ni siquiera tenía noticia de ella, ni dádose cuenta del libro por el escribano de cámara. -En obsequio de aquellos respetables magistrados debo consignar aquí que merecí de todos ellos la más cordial acogida, y muy especialmente del ilustrado y severo gobernador Sr. Puig Samper, el cual llevó su complacencia hasta el extremo de pedirme el borrador, que conservaba, y leerle todo, y después de mil parabienes y expresiones lisonjeras para mí, se dignó trazarme la marcha que debía seguir para pedir la revisión por el Consejo (supuesta la primera negativa), para no dejar en descubierto a los subalternos que habían intervenido en ella.

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Parapetado, pues, con esta autorización, presenteme al siguiente día con mi alegato al escribano de cámara Abad, el cual afectó admirarse de la osadía de un joven que se atrevía a rebelarse contra las decisiones del Supremo Consejo de Castilla, y se propuso, sin duda, contestar con un visto a tan inaudita pretensión. -Pero grande debió ser su asombro cuando, acabado el despacho general de aquel día, el mismo Presidente gobernador le preguntó si tenía para dar cuenta un pedimento del autor del Manual de Madrid, a lo que hubo de responder, no sin turbación, que lo había dejado en la escribanía. -«Hágalo recoger y dé cuenta al Consejo inmediatamente» -dijo el Gobernador; y mientras el escribano se disponía a cumplir aquel mandato, hizo aquel recto magistrado una lisonjera reseña de la obra, que había leído, y de la superchería de que había sido víctima el autor, con mengua de la reputación de rectitud del Consejo. -Con lo que, y en vista del pedimento, y previa una buena reprimenda al secretario, se acordó pasar la obra en aquel mismo día, y con tres luegos, a censura del Ayuntamiento de Madrid. -Esta corporación acordó nombrar una Comisión, compuesta de los ilustrados concejales D. Antonio Cabanilles, D. Severiano Páez Jaramillo y D. Rafael Pérez de Guzmán el Bueno, los cuales dieron una censura tan cumplida, que el Consejo, en su vista, acordó insertarla en la Real cédula de licencia y privilegio exclusivo, que más que esto, era una ejecutoria para mí.

Pero en todas estas idas y venidas pasaron muchos meses, de suerte que no pudo publicarse la obra hasta Octubre de 1831. -Como a consecuencia de aquellos incidentes había adquirido de antemano cierta celebridad, procuré darla en su confección material bastante esmero y aun lujo, muy poco en uso en aquella época, y concluida que fue la impresión, creíme obligado a ofrecer sendos ejemplares   —83→   de ella al Rey y Real familia, a los Ministros, Consejeros y Regidores que habían intervenido en la licencia, y a este fin pasé a La Granja, donde a la sazón se hallaba la corte, y por mediación del ayuda de cámara o mayordomo D. Juan Montenegro, amigo mío, y que me había ayudado no poco en mis reclamaciones, pude llegar a la presencia de Fernando VII en audiencia privada. -Hallábase a la sazón el Monarca vestido con harta sencillez: pantalón y chaqueta redonda de mahón, y sentado al lado de una mesa; y al serle presentada la obrita con algunas explicaciones de Montenegro, Fernando dijo, hojeándola: «Me parece muy bien y muy útil: ya sé que has tenido algunas triquiñuelas con los golillas: son mala gente». «-Señor -contesté-, sin duda una mala inteligencia o equivocación... pero, en fin, esto pasó, y sólo deseo que mi pobre trabajo merezca la aprobación de V. M. y la del público». -Pedido luego permiso para entregar otro ejemplar a la reina Cristina, me fue concedido, mereciendo de esta augusta señora la acogida más bondadosa. -Pasé luego al cuarto del infante D. Carlos con igual objeto; pero el mayordomo o jefe, que según recuerdo, era el Sr. Plazaola, me dijo que S. A. no recibía, a lo cual repliqué que no venía a pedirle nada, sino más bien a entregarle un ejemplar de mi libro; pero que, mediante su repulsa, me volvía con él y punto concluido. -Muy distinta acogida hallé en el infante D. Francisco, el cual, con su franqueza característica, me hizo mil preguntas sobre el libro y las contradicciones que había sufrido su publicación.

A los Ministros, Consejeros y demás les remití los correspondientes ejemplares, e inmediatamente se anunció su venta, siendo tal el apresuramiento del público para adquirir el libro, que en el primer día se agotó la remesa de trescientos ejemplares encuadernados que juzgué bastantes   —84→   para muchas semanas, y hubo que suspender la venta hasta preparar la encuadernación de los demás. El librero Cuesta me instaba diariamente para recibir nuevas remesas, y por último, en pocas semanas quedó completamente agotada una copiosa edición. -Caso rarísimo, cuando no único, que pudiera citarse hasta entonces en los fastos de nuestra librería.

Este éxito material no fue sólo el triunfo que obtuve con mi modesta obrilla. Llovían además sobre mí felicitaciones, las más lisonjeras, de corporaciones, autoridades y particulares, y entre otras varias que recuerdo, me bastará citar una que acaba de caracterizar aquella época extravagante. -Pocos días después de la publicación, se me presentó el librero Cuesta, pidiéndome un ejemplar de lujo como los entregados a la familia Real. -«Diga usted al infante D. Carlos -contesté- que no puedo complacerle, porque su ejemplar, que no quiso recibir de mi mano, le he colocado ya». -Y así era la verdad, porque el ministro Calomarde, por medio de su paisano y amigo, y mío también, el coronel D. Pablo Cabrero, me hizo saber su deseo de recibir otro ejemplar, por haber tenido necesidad de regalar el suyo al embajador D. Pedro Labrador, que regresaba a Nápoles; pero que era condición expresa de que el autor en persona había de entregárselo, porque deseaba conocerle. -Hube, pues, de acudir a la secretaría de Gracia y Justicia, donde fuí recibido por Calomarde con la mayor franqueza y cortesía; hízome sentar y me expresó que recordaba a mi padre, a quien había tratado como agente de Indias, muchos años hacía; elogió mucho mi laboriosidad, y me preguntó en qué podía serme útil el ministro de Gracia y Justicia. A lo que contesté agradeciéndole su voluntad, pero que, no siendo letrado ni eclesiástico, no podía hacerme magistrado ni canónigo; además de que, poseyendo una regular fortuna, pensaba dedicarme   —85→   exclusivamente a mis aficiones literarias, con lo cual, y después de reiterar sus felicitaciones y parabienes, y yo las gracias, me despedí de aquel formidable personaje, que tuvo la bondad de acompañarme hasta la puerta de la sala.

Otras demostraciones de simpatía obtuve también de altos funcionarios, entre ellos el ministro de Hacienda, Ballesteros; el comisario de Cruzada, Varela; el gobernador del Consejo, Puig Samper, y el corregidor, Barrafón; el Ayuntamiento de Madrid me pasó una honrosísima comunicación, poniendo a mi disposición su archivo y oficinas para buscar y obtener los datos y noticias que juzgase necesarios en caso de hacer nueva edición de la obrita; la escasa prensa periódica de Madrid y provincias se apresuró a prodigar a aquella mil encomios; el gran Diccionario Geográfico Universal, que a la sazón se publicaba en Barcelona con la colaboración de D. Pascual, Madoz y otros muchos escritores, no halló nada mejor (según su nota) que el adoptarla, transcribiéndola casi por completo en el artículo Madrid; y todas las capitales principales de las provincias, Barcelona, Sevilla, Valencia, Zaragoza, Granada, Cádiz, Burgos y Valladolid, se apresuraron a publicar sus Manuales descriptivos, siguiendo el ejemplo y la forma del de Madrid.

Por último, el librero Cuesta, apartándose por primera vez del retraimiento usual en el gremio, y haciendo alarde de una inaudita magnificencia, se me presentó (concluida que fue la primera edición) con la pretensión de hacer de su cuenta y riesgo la segunda, y para apoyar materialmente la demanda puso, además, sobre la mesa de mi despacho una talega de mil pesos duros, contantes, sonantes y de cordoncillo (no se habían todavía inventado los billetes de banco); con lo cual hube de recordar el dicho   —86→   del otro librero homónimo (Juan de la Cuesta) a Cervantes, que arriba estampé, y lisonjearme de que si al genio poético de Bretón le fue dada la gloria de llevar la gente al teatro, a mi pobre y prosaico ingenio le cupo en suerte el no menos difícil triunfo, inverosímil entonces, de enseñar al público el camino de la librería.





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ArribaAbajoCapítulo VII

Episodios literarios


(Sigue)



ArribaAbajo- IV -

Los pseudónimos


Alentado, que no envanecido, por el éxito de mi primera campaña prosaica, determineme a seguir por este camino, a que me inclinaba también mi irresistible instinto, y consagrarme a una obra de imaginación, aunque hija también de mi acendrado amor a mi pueblo natal, que me diese ocasión para aprovechar mi observación y estudio sobre el carácter y costumbres de sus habitantes. -Había pintado en mi primera obrilla el Madrid físico: quise aspirar en esta segunda a pintar el Madrid moral.

Mas ¿cómo hacerlo con toda la extensión que cumplía a mi propósito? Varios caminos se ofrecían a mi vista para ello, mas ninguno me satisfacía: unos, por lo anticuados o extemporáneos; otros, por escasos y limitados para mi objeto. -La novela satírica de costumbres al corte de la de Gil Blas, que era lo que más me seducía, estaba enterrada hacía dos siglos entre nosotros, y no era dado a ningún   —88→   escritor desenterrarla repentinamente, ante un público apasionado a la novela romántica de D'Arlaincourt o la histórica de Walter Scott, y el mismo autor del Quijote, que entonces apareciera con su inmortal novela, hubiera corrido el riesgo de ser recibido con indiferencia o desdén. -El teatro, que seguramente es el medio más eficaz para reflejar las costumbres sociales, era insuficiente para recorrer, como yo deseaba, todas las clases, desde las más humildes a las más elevadas, y adolecía ya de cierta tendencia al drama romántico, que empezaba a ser el favorito del público. Por otro lado, yo no podía competir tampoco con la gracia, la espontaneidad y galanura del insigne Bretón, único adalid que se atrevía a sostener esta lucha desigual. -Los cuentos y narraciones fantásticas, los apólogos, los sueños y alegorías a la manera de Quevedo y don Diego de Torres, los viajes de Wanthon y de Gulliver, las Cartas Marruecas de Cadalso, y otras formas literarias adoptadas por escritores anteriores para describir las costumbres patrias, no eran ya propias de este siglo, más explícito; preciso era inventar otra cosa, que no exigiese la lectura seguida de un libro, sino que le fuese ofrecida en cuadros sueltos e independientes, valiéndose de la prensa periódica, que es la dominante en el día, porque el público gustaba ya de aprender andando, y todavía tampoco se le había acostumbrado a endosarle las páginas del libro por debajo de las puertas en entregas o pliegos sueltos.

Dada esta situación, pues, y deseando, como es natural a todo autor, procurar a mi obrilla preconcebida la popularidad y simpatía del público, propúseme desarrollar mi plan por medio de ligeros bosquejos o cuadros de caballete, en que, ayudado de una acción dramática y sencilla, caracteres verosímiles y variados, y diálogo animado y castizo, procurase reunir, en lo posible, el interés y las condiciones principales de la novela y del drama. Al mismo   —89→   tiempo, este plan, por su variedad sin límite obligado, me permitía recorrer a placer todas las clases, todas las condiciones, todos los tipos o caracteres sociales, desde el Grande de España hasta el mendigo de San Bernardino; desde el literato al bolsista; desde el médico al abogado; desde la manola a la duquesa; desde el comediante al industrial; desde el pretendiente al empleado; desde la viuda al cesante; desde el seductor a la zurcidora; desde el artista al menestral; desde el magistrado al alguacil; desde el alcalde de barrio al cofrade y desde el cortesano al paleto; y alternando en la exhibición de estos tipos sociales con la de los usos y costumbres populares y exteriores, tales como paseos, romerías, procesiones, viajatas, ferias y diversiones públicas, al par que otros se contrajesen a las escenas privadas de la vida íntima; la sociedad, en fin, bajo todas sus fases, con la posible exactitud y variado colorido. -Y dominado por esta idea y trazado mentalmente mi plan literario, puse inmediatamente manos a la obra, publicando en las Cartas Españolas (única revista de aquella época), en los primeros días del mes de Enero de 1832, el primer artículo o cuadro de costumbres madrileñas, titulado El Retrato y firmelo con el pseudónimo UN CURIOSO PARLANTE.

En descargo de mi conciencia y en prueba de mi sinceridad, debo confesar aquí que no fui solo en lanzarme por este camino, absolutamente nuevo entre nosotros; a mi lado tuve un insigne compañero, un modelo de ingenio y de buen decir, el erudito D. Serafín Estévanez Calderón, que, bajo el pseudónimo de EL SOLITARIO, empezó a trazar por entonces, en las mismas Cartas Españolas, sus preciosísimos cuadros de costumbres andaluzas con una gracia y desenfado tales, que pudieran adoptar y firmar como suyas un Cervantes o un Quevedo -si bien el extremado sabor clásico y anticuado que plugo dar a sus preciosos bocetos   —90→   el erudito Solitario, perjudicaba a estos para adquirir popularidad, por no poder ser apreciado en lo que valía por la masa común de lectores aquel esfuerzo del ingenio. -De todos modos, el autor de las Escenas Matritenses, que procuraba seguir en la exposición de estas una marcha más sencilla y modesta, un estilo más usual, reconoce como su gloria mayor la de haber alternado semanalmente en su primer período con el insigne Solitario, con aquel ingenio singular, en quien parecía haberse trasmitido el espíritu, el estilo y hasta la forma propia del autor de Monipodio y de la Gitanilla. Por desgracia para las letras patrias, este fecundo talento hubo de consagrarse muy luego a otros diversos destinos, abandonando el campo literario, en donde era llamado a recoger tantos laureles.

Algunos meses después (a fines de 1832), y cuando ya llevaba yo publicada casi toda la primera serie de las Escenas -que se reimprimió por entonces con el título común de Panorama Matritense- apareció en el palenque de la prosa humorística otro nuevo campeón, D. Mariano José de Larra, que bajo el pseudónimo de EL POBRECITO HABLADOR, empezó a dar a la estampa varios folletos sin período fijo, insertando artículos, o más bien sátiras, en verso y prosa, sobre determinadas clases, tales como autores, comediantes, y composiciones dramáticas, haciéndolas extensivas de vez en cuando a la pintura de las costumbres -«aunque no tengo para ello el buen talento de mi antecesor, El Curioso Parlante»- según, modestamente, estampaba en uno de sus primeros artículos y repitió después en otros, indicando claramente el propósito de seguir mi camino. -Estas primeras producciones de aquel agudo ingenio, que más adelante y por el campo virgen de la sátira política había de rayar a tan inmensa altura, carecían ciertamente de originalidad y de plan, y sólo en fuerza   —91→   de la inmensa popularidad, justamente alcanzada después por Larra, pueden hoy obtener un puesto en la colección de sus escritos. Sin embargo, la crítica moderna no sólo ha tratado de establecer cierta comparación entre ambos autores con el benévolo objeto de enaltecerlos de consuno, sino que, sin tener en cuenta la fecha de su aparición, no ha titubeado en asegurar que «El Curioso Parlante era el más digno sucesor de Fígaro», siendo así que él mismo, en diversas ocasiones, se da como posterior a aquel, y hasta en dos preciosos artículos críticos favoreció, contra su costumbre, con sentidos elogios al autor del Panorama Matritense, o sea primera serie de las Escenas, única que alcanzó a conocer, por su desastroso fin en 1837. -Además, como el objeto de ambos escritores y la manera de desenvolver su pensamiento sean tan diversos, no cabe término equitativo de comparación, pues mientras que el intento de Fígaro fue principalmente la sátira política contra determinadas épocas y personas, El Curioso Parlante se contuvo siempre dentro de los límites de la pintura jovial y sencilla de la sociedad en su estado normal, procurando, al describirla, corregir con blandura sus defectos. Esto va en temperamentos, y el de Larra distaba lo bastante del mío para conducirle al suicidio a los treinta y un años, mientras que a mí, ¡Dios sea loado!, me ha permitido emprender, a los quince lustros, las MEMORIAS DE UN SETENTÓN.

Por lo demás, siempre estuvimos ambos en la mejor armonía y comunicación, y tanto, que cuando, a mediados de 1833, hube yo de suspender mi tarea con el objeto de emprender un largo viaje por el extranjero, presenté a Carnerero director de La Revista, que había sustituido a las Cartas Españolas, al mismo Larra para que ocupase mi lugar en la parte literaria, que me estaba encomendada en aquel periódico, y en su consecuencia publicó en él a   —92→   los pocos días su primer artículo con el título de Ya soy redactor; pero como había de firmarle con un pseudónimo, siguiendo la costumbre de los escritores humorísticos, abandonados los tres o cuatro que antes había usado, sometió a una Junta expresa, reunida en el café del Príncipe, la facultad de darle la investidura de otro nuevo, más expresivo y cadencioso. Discutiéronse varios hasta que la autorizada voz de Grimaldi pronunció el de FÍGARO, que adoptó Larra, con entusiasmo, a pesar de que yo expuse las razones por las cuales no opinaba favorablemente hacia un nombre de invención extranjera, lo que era, a mi entender, tan impropio como si a un periodista francés se le antojase firmar con el pseudónimo de Sancho Panza. -Larra, en fin, desde entonces, variando completamente de rumbo y entregándose al que le marcaban los vientos reinantes y su instinto natural, se lanzó atrevidamente en el mar proceloso de la sátira política, publicando desde luego sus preciosos artículos La Junta de Castelho-branco y Nadie pase sin hablar al portero, que tuvo la amabilidad de remitirme a París, y a que le contesté señalándolos como la primera etapa de la marcha triunfal que esperaba a su ingenio en el campo satírico-político, donde le pronosticaba que no había de hallar valiosa competencia.

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D. ANTONIO MARÍA DE SEGOVIA que firmaba sus escritos con el seudónimo «El Estudiante».

Tres escritores, pseudónimos también, la intentaron, aunque sin éxito notable, en los años subsiguientes. -Fue el primero y el que más se le aproximó por lo incisivo de la frase y la gracia del estilo, y aun le sobrepujó en la pureza del lenguaje y la cultura de los chistes, D. Antonio M. Segovia, que supo hacer sumamente grato a los ojos del público el pseudónimo EL ESTUDIANTE. -A su lado marchaba su compañero y colaborador en el periódico, que titularon Nosotros, D. Santos López Pelegrín (ABENAMAR), aunque, si va a decir verdad, distaba mucho del gracejo culto y atildada expresión de Segovia, dejándose llevar   —93→   por demás de su extremada afición a los retruécanos y chistes chabacanos. -Y, por último, allá, hacia 1838, apareció en León, y se trasladó luego a Madrid, D. Modesto Lafuente, con la firma popular de FRAY GERUNDIO, en sus famosas capilladas, que tan saboreadas habían de ser entre las masas populares: y es que estas masas, poco dadas de suyo a la sal ática, lo eran más, por su temperamento, a la de cocina conventual, con que solía aderezar sus guisados el fantástico lego Tirabeque. -Lafuente, pues, tuvo la singular oportunidad de hablar a estas masas en un lenguaje adecuado, y, siguiendo en el desarrollo de su pensamiento la forma y la expresión chistosa, aunque chabacana, que plugo dar al padre Isla a su homónimo, el héroe de Campazas, se apoderó por completo del entusiasmo y simpatía de la muchedumbre. Y esta le prodigó tan estrepitosa acogida, que, no contenta con devorar miles y miles de aquellos folletos de tan aperitivo sabor y que penetraban hasta los últimos fogones de la más mísera aldea, y no satisfecha con procurar de este modo al escritor una pingüe fortuna, llevó su extravagancia hasta convertir a su persona en un verdadero ídolo, y tanto, que en sus viajes por las poblaciones españolas era objeto de las más entusiastas demostraciones de aplauso y simpatía; y ciudad hubo, y por cierto de las más importantes capitales de Andalucía, que a la entrada en ella del famoso Fray Gerundio se formaron las tropas en la carrera, volteáronse las campanas y salió el Ayuntamiento a felicitarle con su arenga de cajón. -Muchas veces escuché después al esclarecido y laborioso autor de la Historia general de España la narración de tales y tan extravagantes demostraciones, que él mismo explicaba por la natural propensión de las masas populares a simpatizar con el que sabe halagar sus debilidades o sus manías.

Todos estos marcados ejemplos de popularidad y de fortuna   —94→   no fueron parte a distraer al autor de las Escenas Matritenses de su objeto exclusivo, que era, como queda dicho, pintar la sociedad común, la vida íntima del pueblo en su estado normal, sin tener para nada en cuenta las circunstancias del momento; renunciar a sabiendas a lisonjeros triunfos presentes, confiado acaso en la idea de alcanzar en lo sucesivo una simpatía más sólida y duradera, una vida más larga, exenta de remordimiento y sinsabor.

Por fortuna, puede decir que acertó en su raciocinio; las circunstancias febriles de aquella época pasaron, y con ellas desaparecieron los escritos que les fueron consagrados y las palmas tempestuosas que valieron a sus autores. Los hombres desaparecieron también; pero el hombre queda siempre, y el pintor de la sociedad sustituye al retratista de la historia. -La simpática acogida que durante medio siglo ha merecido a tres generaciones el autor de estas sus juveniles producciones, las múltiples ediciones hechas de ellas, y la favorable crítica que en todas ocasiones mereció de nacionales y extranjeros, demuestran, cuando no un mérito que acaso no tengan, la solidez del raciocinio y la precisión del cálculo del que, en circunstancias excepcionales y durante el dilatado período de diez años de agitación y de lucha (1832 a 1842), tuvo la abnegación suficiente para hacer abstracción de aquellas, negarse al aplauso momentáneo, y aplicar su modesto lente al estudio de la sociedad, procurando en sus cuadros acercarse, en cuanto le fue dado, a las cualidades que aseguran la permanencia a las obras del ingenio; esto es, la verdad y la moral en el fondo, la amenidad en la forma y la pureza y la cultura en el estilo.





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ArribaAbajoCapítulo VIII

La corte de Fernando y Cristina


1831-1833



ArribaAbajo- I -

Madrid filarmónico y social


Si la influencia de la reina Cristina no alcanzó desde luego a modificar la marcha política de aquel desatentado Gobierno, ni a dominar de todo al todo el carácter iracundo del Monarca, exacerbado a la sazón con las recientes intentonas de los liberales emigrados, en 1830 y 31, por lo menos no puede negarse que a su gran talento y a su tacto especial debiose una transformación completa en el aspecto lúgubre de aquella corte suspicaz y recelosa, inclinándola a comunicarse con la sociedad exterior y participar en algún modo de su movimiento y su cultura.

Esta sociedad, cohibida y contrariada por el Gobierno en sus aspiraciones políticas, en su expansión y progreso intelectual, a falta de objeto más importante en que ocuparse, había concentrado toda su vitalidad en el movimiento y los placeres de la vida social, y emancipándose   —96→   del apocamiento y la estrechez en que antes vegetara, modificaba de día en día su actitud primitiva, extendía su mirada a más halagüeños horizontes, y seguía, por un irresistible instinto, la marcha civilizadora del siglo, dejándose dominar por de pronto por el encanto del arte divino de la música, que, al decir de Feijóo, es el único hechizo permitido que hay en el mundo, y cuya dulzura (según Cervantes) compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu.

Esta afición de la sociedad matritense hacia la filarmonía no era, como ahora, la expresión de una moda pasajera y de buen tono, sino un verdadero culto, una devoción entusiasta hacia el arte que tan preclaros genios ostentaba a la sazón en un ROSSINI, un DONIZETTI, un BELLINI, un MEYERBEER (en su primera época rossiniana), y sus acertados imitadores Paccini, Vacaj, Ricci, Mercadante, Morlachi y Carnicer.

Y cuando las magníficas creaciones de estos genios insignes tenían en nuestra capital intérpretes tan valiosos como Galli, Maggiorotti, Inchindi, Passini, Trezzini y las divas Mariela Albini, la Lorenzani, la Cortessi, la Césari, la Naldi, la Tossi y la Meric Lalande, no es de extrañar que el público matritense adquiriese, escuchándoles, un exquisito gusto artístico, recibiese una educación musical que produjo una pléyade de excelentes artistas, más bien que aficionados, de ambos sexos, que formaron por entonces el encanto de nuestros salones. -Y pues que en estos recuerdos trato de evocar todas las notabilidades de aquella sociedad en sus diversos aspectos, político, literario y artístico, permítaseme que cite entre las de este último género a las señoritas Baldomera Cruz, Concha Mariátegui, Luisa Zárate, Petra Campuzano, las hermanas Rives, Paulina Cabrero, Antonia Montenegro y Josefa Azcona, y a los señores Ojeda, Díaz, Pérez Moltó, Cagigal, Llorens, Sentiel,   —97→   Unanue, Reguer, etc., que amaestrados y dirigidos en gran parte por el caballero Reart y Copons, insigne dilettante, y por los maestros Carnicer, Mercadante, Saldoni, Iradier, Albéniz, Masarnau, Espín, Genovés, y otros que no recuerdo, les pusieron en aptitud de competir con los más célebres artistas en la ejecución de aquellas sublimes creaciones del arte musical84.

La reina Cristina, italiana y artista de corazón, comprendió   —98→   desde luego la predisposición natural de los hijos de España para el cultivo del arte, y dispuso levantarle un templo digno, creando a los pocos meses de su llegada a Madrid el magnífico Conservatorio de Música y Declamación85, que llevó su nombre, confiando su dirección al inteligente tenor Piermarini y a su esposa, los cuales en poco tiempo le hicieron ocupar un elevado rango entre los de esta clase en el extranjero, y ofrecer en los primeros exámenes y funciones celebradas en su teatro un plantel de jóvenes artistas líricos y dramáticos, entre los que descollaban nombres tan célebres luego como los de Manolita Oreiro de Lema, la Pieri, la Villó, la Plañol, Reguer, Calvete y otros cantantes, y los de Julián y Florencio Romea y Mariano Fernández, en la declamación teatral.

Fernando, estimulado por el ejemplo de su esposa, quiso también fundar algún establecimiento de instrucción que respondiese a necesidades de otro género, y creó, por aquellos mismos días... la Escuela de Tauromaquia en Sevilla; pero, sin embargo, dejándose fascinar por las gracias y talento de Cristina, concurría con ella a las funciones del Conservatorio (aunque tal vez lo hubiera hecho de mejor gana a las del liceo taurino de Sevilla); escuchaba con interés a los jóvenes alumnos, músicos y dramáticos, y es fama que al presenciar la ejecución de la piececita titulada El Testamento, en que se ensayó el precoz talento de Julián Romea, dijo a los cortesanos que le rodeaban, y que cuidaron de hacer circular la frase feliz:   —99→   «Este muchacho que hace El Testamento empieza por donde otros acaban».

La llegada de ROSSINI a Madrid en el Carnaval de 1831 fue objeto de interés general. Venía acompañado del famoso banquero D. Alejandro Aguado, y fue recibido con el mayor entusiasmo, no sólo por el infinito número de sus apasionados, sino por la corte misma y los altos dignatarios, que se disputaban el placer de agasajar al inmortal autor de El Barbero de Sevilla. Él, por su parte, parecía simpatizar con nuestro país, que era también la patria de su esposa Isabel Colbran; gozaba mucho al verse objeto de aquellas atenciones, y para corresponder en algún modo a ellas, compuso y dedicó a la reina Cristina una bellísima canzone titulada La Passggiata (que conservó impresa), y prestándose al deseo manifestado por el comisario de Cruzada, señor Varela, que fue el que se excedió en recibirle magníficamente, escribió para él expresamente su obra maestra, el Stabat Mater, que, a juicio de muchos, es el mejor florón de la corona del Cisne de Pessaro. Aquel espléndido magnate correspondió cumplidamente a tan inapreciable obsequio, y conservaba con exquisito cuidado en un precioso estuche la pluma con que el gran maestro escribió esta inmortal composición, que después dio la vuelta al mundo artístico, y fue estrenada en Madrid la tarde de Viernes Santo del año siguiente (1832) en la iglesia de San Felipe el Real, con el aplauso y entusiasmo a que es merecedora.

Rossini, asistiendo a las funciones expresas que le dedicó el Conservatorio, se manifestaba sorprendido al ver la predisposición natural y artística de los españoles para la música, y no se cansaba de expresar su satisfacción al hallarse en la patria de su grande amigo y colaborador Manuel García. Yo mismo se lo oí repetir en un baile de máscaras en casa del Duque de Híjar: por cierto que, animado por mi entusiasmo filarmónico rossiniano, me atreví   —100→   a dirigirle un soneto improvisado, que escuchó con señaladas muestras de satisfacción, rogándome que se lo diese por escrito, como así lo hice, remitiéndoselo al siguiente día a la casa en que habitaba86

Mi soneto decía así:




A ROSSINI EN MADRID


    ¿Dónde Rossini, irás, que el peregrino
Son de tu lira, que envidiara Orfeo,
No te renueve el público trofeo
Que a tu genio sin par unió el destino?
   Vuela tu nombre, salva el Apenino,
Traspasa el Alpe, cruza el Pirineo;
Ni el ancho mar, ni el Atlas giganteo
Límite oponen al cantor divino.
   Tú, empero, de tu fama el raudo vuelo
No pretendas seguir; la patria mía,
Que hoy te recibe, goce tu tesoro.
   Pulsa tu lira en el hispano suelo;
Repetirá su mágica armonía
El eco fiel del matritense coro.



No eran solo los goces de la filarmonía a los que se entregaba con entusiasmo la sociedad madrileña, sino también a los que le brindaban sus condiciones innatas de amabilidad y franqueza en agradables saraos, bailes y tertulias, en que, desterrado el apocamiento primitivo de la antigua sociedad, que dejé consignado en capítulos anteriores, se matizaba ya con ese agradable colorido de elegancia sin sequedad, cortesía sin afectación, franqueza sin   —101→   exceso; con ese buen tono, en fin, que aún hoy la distingue y forma el encanto de nacionales y extranjeros. -No había entonces periódicos ni gacetillas que anunciasen urbi et orbi que los señores de Tal se quedaban en casa los lunes; -que en los salones de la duquesa de Cual se haría música los martes; -que los miércoles abriría sus salones la embajada Tal, o en la de Cual se ofrecería un thé dansant los jueves; -que los marqueses de X harían las delicias de todo Madrid los viernes, ni que los sábados o domingos darían una de sus maravillosas soirées los opulentos banqueros Tal o Cual. -Mas, a pesar de la falta de estas formas cancillerescas, si mi amigo Asmodeo hubiera estado por aquel entonces en edad y condiciones de escribir sus amenas Revistas, mucho y muy bueno pudiera haber dicho de los magníficos conciertos y espléndidos bailes dados por el coronel D. Pablo Cabrero, dueño de la fábrica platería de Martínez, en cuyo inmenso salón, que permitía una concurrencia de 800 personas, se reunía en días señalados todo lo más escogido de nuestra sociedad; los de los señores Vallarino, Villavicencio, Aristizábal, Elhuyar, Mariátegui, Cambronero, Gayangos, Valdés y otras varias casas de la clase media, en que se pasaban las horas en animado y agradabilísimo solaz.

La aristocracia nobiliaria, reducida entonces a la condición de servidora de Palacio, no había abierto aún sus salones no queriendo, sin duda, rivalizar entre sí, ni aspirar tampoco a la honra (que no le hubiera sido dispensada) de recibir al Monarca en sus respectivos domicilios; pero, uniéndose para festejar el Carnaval y obsequiar a Sus Majestades, celebraron magníficos bailes en la casa llamada de Trastamara, calle hoy de Isabel la Católica, en cuya planta baja había unas singulares y primorosas estancias, llamadas las cuadras, todas revestidas de grutescos y follajes, y con grandes surtidores de agua en el centro, lo cual,   —102→   combinado con una profusa y bien entendida iluminación, les daba un aspecto mágico y digno de Las mil y una noches, a par que los trajes riquísimos y de todos los tiempos, que vestía la aristocrática concurrencia, producían un espectáculo encantador.

A ejemplo de esta, aunque con más modestas condiciones, formáronse en el Carnaval de 1832 multitud de reuniones o sociedades, que celebraban sus bailes de máscaras en los salones del gran café de Solís, calle de Alcalá -donde hoy el teatro de Apolo-, en los de Santa Catalina, La Fontana y La Cruz de Malta, y en las casas llamadas de Abrantes, calle del Prado, y de Santa Cruz, calle de San Bernardino, con el entusiasmo que era de esperar de la privación en que había estado el público, durante diez años, de esta grata diversión. -Limitándome sólo a la primera de estas sociedades, a que pertenecí, diré que estaba compuesta de 150 suscritores de las clases más distinguidas y vitales de la población, y que para disponer estas fiestas con toda su brillantez se formó una Junta o Comité, en que figuraban los Sres. Peñalver, Gutiérrez de la Torre, Escosura, Santoyo, Urbina y otros, y que en ella me tocó la suerte de ser designado como vocal depositario, honra especial, que por cierto me costó algunos sacrificios por ausentes o rezagados.

Y aconteció una noche de baile (creo que era la del domingo de Carnaval), que estando en lo más animado de él, con la concurrencia de todo lo más distinguido de la corte, empezando por los infantes D. Francisco de Paula y doña Luisa Carlota, grandes, títulos y cortesanos, con toda la brillante juventud de la clase media, rivalizando todos en el lujo de los disfraces, en lo animado de los chistes y bromas y en el clasicismo de la danza (porque entonces se bailaba de verdad), acertose a presentar en la sala, vestido de frac y con la cara descubierta, el actor Valero, el   —103→   mismo que aún hoy ostenta sobre su frente artística tan preciados laureles. -Todo el mundo sabe el injusto desdén o menosprecio en que hasta estos últimos tiempos se tuvo la profesión escénica, y lo que entonces quería decir un cómico, a quien se le negaba hasta el mezquino Don. Pues bien, en esta sociedad, compuesta, como queda dicho, de palaciegos y personajes, chocó la arrogancia del actor, y empezó un bisbiseo general sobre esta incongruencia, que pasando a manifestaciones descorteses, y después a verdadera agresión contra el cómico que así se atrevía a hombrearse con aquella sociedad, le fueron acosando con sus indirectas nada benévolas y empujándole hacia la puerta, hasta que le obligaron a salir del salón. Indignado, como es natural, el actor ultrajado, corrió, según se dijo, al teatro del Príncipe, donde a la sazón se hallaban el Rey y la Reina, y penetrando hasta su presencia, quejose amargamente del insulto que acababa de sufrir en una sociedad compuesta en su mayor parte de personajes de la corte. Fernando, que en esta como en otras ocasiones no escrupulizaba en declararse en contra de sus propios servidores, habló al corregidor Barrafón a fin de que arreglase este asunto a satisfacción del actor, y he aquí la razón por la cual, hallándome yo durmiendo sosegadamente, a eso de las diez de la mañana del siguiente día, me hallé con una cita del Corregidor, en que se me mandaba presentarme a Su Señoría inmediatamente. -Hícelo así, y el corregidor Barrafón, que desde la publicación reciente del Manual de Madrid me había tomado afecto, me dijo que siendo el único de los que componían la Junta del baile de Solís a quien conocía, me llamaba para averiguar qué era lo que la noche antes había sucedido con el actor Valero, y sobre quién debía recaer la responsabilidad de aquel desmán. Yo le manifesté lo poco que me era conocido, y que no podía designar persona o personas que fuesen los iniciadores   —104→   del atropello; sólo sí que los individuos de la Junta lo habíamos sentido en extremo, y que la concurrencia estaba formada en su mayor parte de magnates de la corte, oficiales de la Guardia Real, etc. «Pues bien, a pesar de esto -dijo Barrafón- tengo orden expresa de S. M. para arreglarlo (y entonces me contó la queja producida por Valero ante la Real presencia), y en su consecuencia, prevengo a V. para que lo ponga en conocimiento de la Junta, a fin de que el insultado reciba una justa satisfacción, que es la voluntad de S. M. que para el baile de mañana la Junta invite oficialmente a Valero, remitiéndole su billete personal, y V. me dará cuenta de haberlo verificado en los términos que expresa esta comunicación».

Cuando regresé a la Junta, que tenía sus reuniones en la casa del Conservatorio de Artes, calle del Turco, y puse en su conocimiento la orden terminante de la autoridad, se armó una de mil demonios entre sus individuos, entre los cuales había varios de cabeza caliente; pero todo fue inútil; S. M. lo manda, y aquí traigo la orden del Corregidor; con que no hay más remedio que cumplirla, y remitir a Valero su billete con el correspondiente oficio. -Hízose así, y llegada que fue la noche, se presentó Valero en la sala, de frac como en la anterior, paseó dos o tres veces el salón en distintas direcciones, y todo el mundo calló, sin decir esta boca es mía87.

  —105→  

Una vez rota la valla de la etiqueta y el desdén, no eran ya inaccesibles las salas de Palacio a los artistas y literatos, apadrinados por la nueva señora que tan entusiasta se mostraba hacia todas las manifestaciones del talento. Fernando, que siempre tuvo bastante inclinación a las bellas artes, como lo demostró en su perseverancia en fundar y sostener con enormes sacrificios, y a expensas de sus propios palacios, el magnífico Museo del Prado, favorecía grandemente, a los distinguidos pintores de Cámara D. Vicente López, D. José Madraza y D. Juan Rivera, y a sus hijos respectivos, dignos herederos de sus nombres; encargaba obras de arte a otros, y acudía en los últimos días de su existencia, trémulo y fatigoso, a la solemne repartición de premios de la Real Academia de San Fernando, escuchando con interés, de los labios del joven D. Mariano Roca de Togores, la oda sublime de su tío el Duque de Frías, una de cuyas estrofas, dedicada a los americanos, hizo brotar las lágrimas de los cadavéricos ojos de Fernando.

No contento este con dispensar su protección a los artistas vivos, y apartándose de la costumbre recibida, y hasta recientemente establecida como ley en la vecina capital francesa, cuando se negó el permiso para erigir una estatua a Molière con el absurdo concepto de que este honor estaba sólo reservado a los soberanos, mandó al escultor   —106→   español Solá esculpir la estatua de CERVANTES, que, fundida en bronce, había de elevarse (como después se verificó) en una plaza de Madrid, y mandó colocar en la fachada de la casa en que murió aquel príncipe de los ingenios españoles una inscripción que así lo recordase.

En este último y laudable acto de Fernando VII no puedo menos de reproducir la parte que me tocó en su iniciativa, y que ya consigné en otra de mis obrillas88.

El día 23 de Abril de 1833 (aniversario de la muerte de Cervantes), y en ocasión de hallarse derribando como ruinosa la casa de la calle de Francos con vuelta a la del León, señalada con el número 20 antiguo, en la que falleció aquel esclarecido ingenio, en 1616, tuvo el autor de estas MEMORIAS la feliz inspiración de llamar por primera vez (y de ello se gloria sin riesgo de ser desmentido) la atención y el interés del público sobre esta fecha memorable, que tan solemnizada viene siendo después en ambos hemisferios. Al efecto estampó en La Revista Española un sentido artículo de costumbres, titulado La Casa de Cervantes -que después formó parte de las Escenas Matritenses- consagrado a deplorar aquel suceso y llamar la atención del Gobierno y las autoridades hacia tan venerandos restos. -Y -¡cosa rara en aquellos tiempos de indiferencia general!- alcanzó la fortuna de que aquel escrito no sólo llamase la atención del público sobre el objeto que le motivaba, sino que cayendo en manos del rey don Fernando VII, le afectó tan hondamente, que aquella misma noche llamó al ilustrado comisario de Cruzada D. Manuel Fernández Varela, ordenándole que por todos los medios posibles ocurriese a evitar aquel desmán, y procurase conservar la veneranda mansión del príncipe de los ingenios españoles. El Sr. Varela, en efecto, poniéndose de acuerdo   —107→   con el ministro de Fomento, Conde de Ofalia, y con el Corregidor de Madrid, que lo consultó conmigo, hizo que este llamase al dueño de la casa en cuestión (que era, si mal no recuerdo, un honrado almacenista de carbón, llamado N. Franco), el cual se negó resueltamente a la cesión que le propusieron de dicha finca al Estado, porque convenía a sus intereses reconstruirla, y porque (según repetía con mucha gracia el corregidor Barrafón) también él tenía mucho gusto en poseerla, porque sabía «que en ella había vivido el famoso D. Quijote de la Mancha, de quien era muy apasionado».

Vista, pues, esta negativa, y dada cuenta de ella al Rey, se expidió con fecha 4 de Mayo (a los diez días justos de la publicación de mi artículo), una notabilísima Real orden, expresando, casi en los mismos términos que yo proponía, la determinación de que, caso de no poder ser adquirida por el Gobierno, se colocase en su fachada un monumento mural con el busto de Cervantes y la inscripción correspondiente, lo cual tuvo efecto en 23 de Junio de 1834 (ya muerto el rey Fernando VII). Posteriormente, en la reforma de los nombres de muchas calles de Madrid, verificada por su celoso corregidor el Marqués viudo de Pontejos, se dio a la dicha calle de Francos el nombre de calle de Cervantes, aunque, para proceder con exactitud, este nombre lo merecía más bien la del León (en que estaba la casa y su antigua puerta), el sitio llamado entonces el Mentidero de los comediantes, o la contigua de Cantarranas -hoy mal llamada de Lope de Vega- en que está el convento de las Trinitarias, donde fue sepultado Cervantes; y con eso se lo hubiera podido dar a la de Francos el nombre de Lope de Vega, que vivió muchos años y falleció en ella, en su casa propia (número 15 nuevo), donde en 25 de Noviembre de 1862 (tercer centenario de su nacimiento) erigió,   —108→   a mi propuesta, la Real Academia Española un digno monumento al Fénix de los Ingenios.

Pero veo que me extravío, halagado por aquellos recuerdos juveniles, y que dejo correr la pluma, deteniéndome involuntariamente en este grato remanso de la vida social, cuando me proponía reseñar en este capítulo, que titulo La Corte de Fernando y de Cristina, no sólo el aspecto de nuestra sociedad en aquel período, sino también, y penetrando (acaso por última vez en estas MEMORIAS) en el dominio de la historia, consignar las singulares peripecias políticas que se desplegaron en aquellos años, últimos del reinado de Fernando VII. -Pero temiendo, bien lo sabe Dios, abusar de la paciencia del lector, hago un alto aquí, aplazando mi narración en este sentido para el capítulo siguiente, y pidiéndole me disimule si, en vez de un capitulo histórico-político, le ofrezco hoy solamente, una semi-secular y desaliñada gacetilla.





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ArribaAbajoCapítulo IX

Entre la vida y la muerte


1832-1833



ArribaAbajo- I -

Peripecia


Un acontecimiento gravísimo vino a turbar, a mediados de Setiembre de 1832, aquella tranquilidad material, impresionando fuertemente los ánimos. -El rey Fernando VII, que se hallaba en el Real sitio de San Ildefonso, viose bruscamente acometido de un ataque de gota, que en pocas horas puso en peligro su existencia. En tan críticos momentos, previstos y calculados de antemano por los partidarios del infante D. Carlos, para quienes era letra muerta la pragmática-sanción de 1789, que declaraba vigente la ley de Partida sobre sucesión de las hembras a la Corona a falta de hijo varón, concentraron sus esfuerzos para dar el último golpe, que se dirigía nada menos que a arrancar del Monarca moribundo la derogación de aquella ley; y apoyados por todas las eminencias palaciegas, y hasta por los dos ministros presentes en el Real sitio, lograron intimidar a la joven Reina con la horrible amenaza de una   —110→   inmediata guerra civil, hasta el punto de decidirla a prestarse al terrible sacrificio de inclinar el ánimo de su esposo, en los angustiosos instantes de la agonía, a derogar aquella ley, lo cual suponía nada menos que el desheredamiento de su propia hija. -Pero apartemos la vista de este drama lúgubre y criminal, que la historia ha dado a conocer en todos sus detalles y que no puede ser desenvuelto en estas MEMORIAS, porque ni su objeto es esencialmente histórico, ni mi propósito en ellas fue otro que el de narrar los sucesos que pasaron a mi vista.

Siguiendo, pues, en este propósito, y contrayéndome únicamente a Madrid, diré que desde los primeros instantes en que llegó a noticia de la población el estado crítico de la salud de S. M., el terror, la zozobra y el espanto fueron generales, lo cual no era, en verdad, de extrañar, si se atiende a que el funesto acontecimiento que se anunciaba era evidentemente la señal de un verdadero cataclismo social, no siendo desconocidos de nadie la intensidad de los planes preparados en uno y otro sentido, la efervescencia de las pasiones contrarias y lo tenebroso, en fin, que se presentaba el horizonte ante aquella crisis suprema.

En los días que siguieron a la grave acometida del accidente, la población entera de Madrid estacionaba en las calles y plazas, interrogándose mutuamente sobre la marcha de la enfermedad, inquiriendo noticias en todos los centros donde pudieran existir, e interrogando mentalmente al telégrafo óptico que estaba colocado en la Torre de los Lujanes, plazuela de la Villa, como queriendo arrancarle de hora en hora la noticia fatal. Añadíanse a ella las que, aunque con muy diversas versiones, empezaron a circular sobre la presión que se estaba ejerciendo cerca del Monarca moribundo para arrancarle la nulidad de la ley de sucesión; la arrogancia visible de los voluntarios realistas, que suponían conseguido el objeto de aquel atentado;   —111→   la ira o el desaliento de los sostenedores de la ley de Partida; el temor o la indecisión de los gobernantes; el ardor en los unos, la tibieza en los otros, y la suspensión, en fin, y el espasmo general.

Este llegó a su colmo cuando el día 18 se tuvo noticia de que el Rey estaba materialmente agonizando, y que no saldría de la noche, al tiempo mismo que se susurraba, aunque vagamente, la consumación del funesto codicilo.

El pueblo de Madrid corrió entonces a las iglesias, donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento, y en la Real de San Isidro el cuerpo del santo Patrono, alternando en su vela los regidores capitulares de la villa. Entretanto, los ministros residentes en La Granja, Calomarde y Alcudia, infieles a su soberano, apresuráronse a comunicar al Presidente del Consejo de Castilla, Sr. Puig Samper, y al ministro de la Guerra, marqués de Zambrano, y con el fin de que la hiciesen saber al pueblo y al Ejército, la terminante retractación arrancada in articulo mortis al desdichado Monarca. Pero el patriotismo y la entereza del primero de aquellos personajes, y el sincero afecto hacia Fernando del segundo, les hizo suspender, muy cuerdamente, el dar publicidad a aquel mandato ministerial, por lo menos hasta tener conocimiento de la muerte del Monarca.

Pero esta funesta nueva, aunque tan inminente, no se confirmó, por fortuna; antes bien, al siguiente día 19 súpose con asombro que el Rey había vuelto en sí de su letargo, y que seguía con algún síntoma de alivio; que esta mejoría inverosímil continuaba en progreso en los siguientes días, ofreciendo razonables esperanzas de salvación; súpose también, aunque envuelta en sombras, la abominable intriga fraguada en torno del lecho fúnebre, el desconsuelo y abatimiento de la joven Reina, y la llegada a La Granja de la infanta D.ª Luisa Carlota, que estaba en Andalucía,   —112→   la cual, con la energía y superioridad de su carácter, corrió presurosa a deshacer de mano maestra aquel complot, a romper el funesto codicilo, a reanimar a la Reina, a confortar al Rey y a variar por completo la situación del palacio Real. Súpose, en fin, con inmensa satisfacción y júbilo, que la facultad de Medicina había declarado al Rey fuera de peligro con fecha 28 de Setiembre, precisamente un año antes, día por día, de su futuro fallecimiento.

Surgiendo desde este momento los sucesos con vertiginosa rapidez, diariamente llegaban a noticia del pueblo de Madrid, la separación del ministerio Calomarde y la fuga de este ministro, primero a Olva, su pueblo natal, en la provincia de Teruel, y luego a Francia, disfrazado de monje Bernardo; -el reemplazo de dicho ministerio por otro, compuesto de los señores Cea Bermúdez, Cafranga, Encima y Piedra, y los generales Monet y Laborde; -hízose, en fin, público el Real decreto de 6 de Octubre, confiando S. M. el gobierno del Estado, durante su enfermedad, a la reina MARÍA CRISTINA; decreto refrendado por el nuevo ministro D. José Cafranga, y firmado por el Rey en su lecho sobre el mismo sombrero de aquel, que le conservó toda su vida y le enseñaba con patriótico orgullo.

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LA REINA MARÍA CRISTINA DE BORBÓN, ESPOSA DE FERNANDO VII

Grande fue la satisfacción que estos sucesos causaron en el pueblo de Madrid; pero esta subió de todo punto cuando vio surgir de las manos benéficas de Cristina las disposiciones y decretos anhelados largo tiempo hacía por la pública opinión. -Fue el primero de estos el que dispuso la apertura de las Universidades, cerradas dos años hacía; siguieron a este Real decreto la separación de varios jefes militares, entre los cuales se contaban los generales Conde de España, Eguía y González Moreno, tan odiados por sus horribles actos contra los liberales; el licenciamiento de más de 300 guardias de Corps, afectos a D. Carlos; un indulto general a los presos que fuesen capaces de él, y finalmente,   —113→   el célebre decreto de amnistía en favor de los emigrados, «a excepción únicamente, bien a pesar mío (según la sentida expresión de S. M.), de la de los votantes de la Regencia de Sevilla y los que posteriormente hubiesen hecho armas contra el Gobierno de S. M.». -Este célebre decreto causó la impresión más favorable en la opinión, y la musa castellana le celebró en sentidas composiciones, entre las cuales merece especial mención la magnífica oda de D. Antonio Gil Zárate:


«Vuelve a mis manos, descuidada lira,
Vuelve, y tras luengos años
De medroso callar y triste olvido,
Deja que pulse tus doradas cuerdas
Dando con libre acento
Himnos de gozo y gratitud al viento», etc.,



que conservo autógrafa y que merece figurar entre las más clásicas inspiraciones de la musa moderna; y la que se recibió en la redacción de la Revista, fechada en Écija, con las modestas iniciales J. F. P., y a las cuales, al insertarla, sustituí yo el ilustre nombre que por primera vez sonaba en España: Joaquín Francisco Pacheco.

La creación del ministerio de Fomento, encargando de él al conde de Ofalia, dio la señal de las reformas trascendentales que iba a sufrir la Administración, y por todos lados se respiraba ya otra atmósfera en sentido progresivo, otra expansión en las ideas políticas, que la corriente de los sucesos se encargaba de alimentar. El entusiasmo y simpatía de la gran mayoría del pueblo hacia la Reina y sus acertadas disposiciones no tenía límites; por todas partes resonaban cánticos y manifestaciones en su loor: los elementos de publicidad se desarrollaban, siendo el primero la Revista Española, que sustituyó a las Cartas Españolas, y   —114→   en que yo continué, aunque limitándome a la parte literaria o de amenidad: la juventud ardiente se reunía y organizaba bajo el nombre de Cristinos, y hasta se armaba en presencia de los batallones de voluntarios realistas, que ardiendo en ira, tenían, sin embargo, que contenerla ante la explosión del entusiasmo general.

Este, en fin, llegó a su colmo el día 18 de Octubre, al regreso de la corte desde el Sitio de San Ildefonso. -Fernando VII, que, acompañado de su esposa, la inmortal Cristina, venía en un coche cerrado, dejando entrever en su semblante sus gravísimos padecimientos, pudo convencerse entonces, por las entusiastas aclamaciones públicas, especialmente dirigidas a la Reina, hacia qué lado soplaban las corrientes y adónde le conduelan, bien a pesar suyo, si había de aspirar a robustecer el trono de su hija. -No dejaría de repetir en su angustia, viéndola confirmada en perspectiva, su comparación favorita: -«España es una botella de cerveza y yo soy el tapón: en el momento que este salte, todo el líquido contenido se derramará, sabe Dios en qué derrotero».

Siguiendo desde entonces la Reina su ilustrada y patriótica tarea, continuó expidiendo un sinnúmero de disposiciones análogas a esta nueva marcha del Gobierno, variando por completo el alto personal de la Administración y confiándola a manos más ilustradas y expansivas, y aunque algún tanto contrariada por la excesiva timidez y hasta tenacidad del ministro Cea Bermúdez, a quien parecía peligroso marchar fuera de la órbita de lo que él llamaba absolutismo ilustrado, llevó a cabo una transformación completa en la vida y administración del país. -Finalmente, en el último día de aquel año, Fernando VII, ya más fortalecido en su convalecencia, reunió en Palacio una Junta magna, compuesta de los próceres: y altos funcionarios, de jefes militares y civiles, del Cuerpo diplomático extranjero   —115→   y del alto clero, en la cual hizo la declaración explícita de la pérfida agresión de que había sido víctima cuando se hallaba privado de razón y al borde del sepulcro, obligándole a firmar un codicilo derogando -como si él pudiera hacerlo- la ley del reino relativa a la sucesión a la Corona y desheredando a su propia hija; pero que, aliviado, por la misericordia divina, en su grave enfermedad, había tenido a bien anular aquel nefando documento, y confiar a su cara y amada esposa las riendas del Estado; que esta augusta señora había correspondido dignamente a tan insigne confianza, por lo que, para darla una prueba más de su cariño y satisfacción, era su voluntad que desde aquel mismo día, en que volvía a encargarse personalmente del despacho de los negocios de Estado, continuase asistiendo al Consejo dicha augusta señora, para la más completa instrucción de los negocios que hubieran de ventilarse; -y luego, en una sentidísima carta, dirigida a la misma Reina, la daba las más expresivas gracias por su inseparable compañía y asiduos cuidados, que le había dispensado en su grave enfermedad. -«Jamás abrí los ojos (decía el Rey) sin que os viese a mi lado y hallase en vuestro semblante y vuestras palabras lenitivos a mi dolor; jamás recibí socorros que no viniesen de vuestra mano; os debo los consuelos en mi aflicción y los alivios en mis dolencias. Debilitado por tan largo padecer, y obligado por una convalecencia delicada y prolija, os confié luego las riendas del Gobierno... y he visto con júbilo la singular diligencia y sabiduría con que los habéis dirigido y satisfecho sobreabundantemente a mi confianza... Todos los decretos que habéis expedido, ya para facilitar la enseñanza pública, ya para enjugar las lágrimas de los desgraciados, ya para fomentar la riqueza general y los ingresos en mi Hacienda; en suma, todas vuestras determinaciones, sin excepción, han sido de mi mayor agrado, como las más   —116→   sabias y oportunas para la felicidad de los pueblos, etc.».

No se puede hacer retractación más solemne del sistema seguido durante todo su reinado, que la que hizo Fernando en este memorable documento. En él se ve claramente lo que había podido vislumbrar entre las sombras de la muerte, a saber: que el trono de su hija peligraba si no era sólidamente apoyado por los amigos de las instituciones liberales.




ArribaAbajo- II -

La jura


Como era de esperar, toda la atención de Fernando, al volver a encargarse de las riendas del Gobierno después de su milagrosa y casi verdadera resurrección, se dirigió a asegurar por todos los medios legales la sucesión de su augusta hija y a desbaratar las esperanzas y los planes de sus contrarios.

A este fin, lo primero que hubo de preocuparle fue la necesidad de convocar las Cortes del Reino para que prestasen el juramento histórico y legal a la Princesa de Asturias. Y a pesar de la repugnancia que en el ánimo del Monarca dominaba hacia todo lo que a Cortes sonase, y en medio de las dudas y vacilaciones que le combatían sobre la forma y modo de verificar dicha convocatoria, después de consultar al Supremo Consejo y a todas las corporaciones y personas más autorizadas, resolviose, al fin,   —117→   a firmar el Real decreto de 6 de Abril de aquel año (1833), por el cual se convocaba, en la forma antigua, a los Prelados, Grandes, Títulos y Procuradores de las ciudades de voto, para el día 20 de Junio, en que, con arreglo al uso constante, habían de prestar juramento89.

Hecha la convocatoria y expedidos los llamamientos, la primera y grave dificultad en que hubo de tropezarse fue la negativa rotunda del infante D. Carlos, y la consiguiente de sus hijos y del infante D. Sebastián, a someterse a este acto; mas a ella se acudió expidiéndoles una Real licencia, en la cual se expresaba que «habiendo solicitado el rey de Portugal el regreso de la Princesa de la Beyra, libre ya de la tutela de su hijo el infante D. Sebastián por el reciente matrimonio de este con la infanta de Nápoles (hermana de Cristina), venía S. M. en acceder a ello, autorizando a dicha señora para verificarlo así, y también se permitía al infante D. Carlos y su familia acompañar a su hermana a Lisboa». -En su consecuencia, y con este decoroso pretexto, salieron todos para la vecina capital portuguesa, de donde no regresaron más, a pesar de las reiteradas   —118→   amonestaciones del Rey para que acudiesen a prestar el juramento, verificándolo sólo el infante D. Sebastián, contra la expresa voluntad de su madre la Princesa de la Beyra.

El acto de la jura tuvo, en fin, efecto con una esplendidez y solemnidad de que sólo conservaban memoria los ancianos que habían presenciado, en 1789, la del príncipe don Fernando.

En la antigua y monumental iglesia de San Jerónimo del Prado, única página del arte en el estilo ojival que se conserva en Madrid (y que por negligencia incomprensible se halla hoy en el más lamentable abandono y casi en ruina), preparada al efecto de una manera ostentosa hasta lo indecible con magníficas colgaduras90 y elegantes tribunas en los costados y a los pies de la iglesia para las diversas clases y personas convidadas, se hallaban reunidos, a las diez de la mañana del 20 de Junio, los Cardenales, Arzobispos y Obispos revestidos con magnificencia al lado del Evangelio, ocupando las cabeceras de los bancos, y en el de la Epístola, los Grandes y Títulos del Reino, con sus variados uniformes de gentileshombres o de maestrantes; seguían en ambos lados los procuradores de las ciudades, vestidos de rigorosa etiqueta, casaca redonda, algunas de seda o terciopelo negro, calzón y media del mismo color, y sombrero de tres picos; y a los pies de la iglesia, los Procuradores de Toledo, que habían de sostener la competencia con Burgos para prestar el juramento.

En el presbiterio, al lado de la Epístola y bajo un rico dosel, se colocaron en tres sillones SS. MM. y la Princesa   —119→   ISABEL, que era conducida de la mano por su augusta madre, y todos riquísimanente ataviados y seguidos de vistosa comitiva, en la cual llamaba la atención, por sus pintorescas y ricas sayas, el ama de lactancia que había criado a la Princesa y que había de sostenerla durante la ceremonia del juramento y besamanos. -Cuatro sillones inmediatos fueron ocupados por los infantes D. Francisco de Paula y sus hijos D. Francisco de Asís y D. Enrique, y el infante D. Sebastián, y a los lados del trono, el duque de Frías, como conde de Oropesa, con el estoque Real levantado, y el duque de Medinaceli, designado para recibir el pleito-homenaje. Detrás, el capitán de guardias, los jefes de Palacio y los gentileshombres de cámara, los reyes de armas, colocados en lo alto de la escalera del presbiterio, y los maceros de la casa Real. Enfrente se hallaban los ministros del Consejo y Cámara de Castilla, de Indias, de Hacienda y de las Órdenes, y detrás, los capellanes de la capilla Real, formando el todo, con el conjunto de capisayos, togas y uniformes, un magnífico cuadro de solemnidad y de grandeza.

En las elegantes y suntuosas tribunas, formadas a uno y otro lado y a los pies de la iglesia, hallábanse espléndidamente ataviadas las infantas D.ª Luisa Carlota y doña Amalia, tipo aquella de majestad y gentileza, y esta de hermosura y también de obesidad; las damas de la corte, el Cuerpo diplomático y los altos funcionarios civiles y militares, con las demás personas invitadas para asistir a esta solemnidad. -Yo merecí este favor a la amistad del gentilhombre D. Juan de Montenegro (el futuro ministro de la Guerra de D. Carlos, en Oñate), y puedo asegurar, según mis recuerdos, que, a pesar de haber presenciado después muchas solemnidades, en ninguna como en esta hallé representado todo el esplendor y la grandeza de la antigua monarquía castellana.

  —120→  

Celebrada que fue la misa de pontifical por el Patriarca de las Indias, y entonando luego el himno Veni Crentor por la excelente música de la Real capilla, se retiraron los Reyes por un breve espacio de tiempo, durante el cual se dispuso delante del altar y dando frente a la iglesia, una mesa cubierta de terciopelo carmesí con el misal abierto y crucifijo, y a su frente un rico sillón para el reverendo Patriarca, nombrado para recibir el juramento; y previa la lectura de la Escritura de este, que hizo en alta voz el ministro más antiguo de la Real Cámara de Castilla (que, si mal no recuerdo, era D. José Manuel de Arjona), los reyes de armas llamaron en primer lugar al infante D. Francisco. Este, haciendo una reverencia al altar, otra a SS. MM. y otra a las Cortes (reverencias sui generis, que consistían en encoger las corvas con bien poco airosa actitud), fue a arrodillarse delante de la mesa del Patriarca, y poniendo una mano sobre los Evangelios, pronunció el juramento: pasó luego a hincar la rodilla delante del Rey, y puestas las manos entre las de S. M., prestó el pleito-homenaje, besando su mano, la de la Reina y la de la Princesa, verificado lo cual Fernando echó sus brazos al cuello del Infante, y este se retiró para dar lugar a que le siguiesen en igual ceremonia sus hijos y D. Sebastián. -Seguidamente los Cardenales y Prelados igual ceremonia, en pie delante del Rey, luego los Grandes y Títulos, y, en fin, los Procuradores de las Cortes, subiendo al presbiterio de dos en dos, mientras los reyes de armas decían en alta voz: «Jura Ávila, jura Segovia», etc. -Los de Burgos y Toledo subieron emparejados para prestar el juramento en competencia; pero el Rey pronunció la sabia fórmula «Jura Burgos, pues Toledo jurará cuando yo lo mande», y así se hizo.

Toda esta prolija ceremonia se verificó con la mayor gravedad y compostura, y no sin visible cansancio y hasta   —121→   repugnancia de la augusta niña objeto de la solemnidad, que a las veces, viendo llegar a ella a los obispos y personajes para besar su mano, la escondía, y la cara también, o prorrumpía en llanto, que sus augustos padres procuraban calmar con su sonrisa. Terminada, en fin, la ceremonia, entonado el Te Deum por el Cardenal Arzobispo de Sevilla y la grandiosa capilla Real, se retiraron Sus Majestades, en medio de las más fervorosas aclamaciones, al contiguo palacio de San Juan, en el Buen Retiro, donde comieron, y a la tarde, marchando por el paseo del Prado, hicieron su entrada pública en Madrid con toda la magnífica comitiva que la corte de España ofrece en tales ocasiones, cubierta la carrera de tropas y de un gentío inmenso hasta el Real palacio, adonde llegaron a las ocho de la tarde en medio de las más entusiastas aclamaciones del pueblo.

Las funciones reales, que se inauguraron aquel mismo día y duraron los restantes del mes, fueron en verdad sorprendentes y renovaron con creces las más solemnes del tiempo de la dinastía austriaca. Las corridas de toros por mañana y tarde durante cuatro días, en la plaza Mayor, decorada con asombroso lujo y elegancia y dispuestas por el Ayuntamiento con todos los requisitos propios de caballeros en plaza, apadrinados por la Grandeza y la villa de Madrid; comparsas vistosas acompañando a los padrinos; toros de las mejores ganaderías; los lidiadores más acreditados, entre los cuales brilló, acaso por primera vez, el joven Francisco Montes, alumno de la escuela sevillana; y, todo, en fin, el aparato que desplegaba en casos tales nuestra corte, fueron realmente un espectáculo sorprendente y grandioso. -Con él alternaban, en los días de descanso, las ostentosas justas de carrera y sortijas a la antigua   —122→   usanza, en el circo de la puerta de Alcalá, por los caballeros maestrantes de Ronda, de Sevilla, de Granada, de Valencia y Zaragoza, en que brillaron muchos por su destreza y gallardía.

La municipalidad matritense dispuso también solemnes funciones teatrales en ambos coliseos, de la Cruz y del Príncipe, magníficos fuegos de artificio, cucañas, bailes y comparsas vistosísimas, y una suntuosa Mascarada Real en carros alegóricos, en cuya composición se había agotado todo el arsenal de la risueña mitología91.

Las iluminaciones de los edificios y palacios de la Grandeza dejaron atrás todo lo anteriormente conocido, y también por su índole especial eran más pintorescas que todas las que hemos visto después. Prolijo sería el intentar reseñarlas, y sólo haré mención de la que ofreció el espléndido Comisario de Cruzada, Sr. Varela, en su palacio de   —123→   la plazuela del Conde de Barajas. Esta perspectiva, dispuesta con el mayor gusto y rica de accesorios, había sido dirigida por el eminente pintor de cámara D. Vicente López, y en su centro brillaba un inmenso cuadro admirablemente ejecutado al temple por el mismo pintor, en que se veía a la insigne reina Isabel la Católica -copia del único retrato contemporáneo de Rincón- señalando a la princesa niña el templo de la inmortalidad con esta inscripción:


   «La Católica Reina, cuya historia
Llena de noble orgullo al pueblo ibero,
Muestra a su nieta el templo de la gloria».



Veíanse a los lados un sinnúmero de alegorías referentes a la toma de Granada, al descubrimiento del Nuevo Mundo,   —124→   etc., y remataba la perspectiva con un ave fénix renaciendo de sus cenizas, con el lema a sus pies: Post fata resurgo, todo ello con tan brillante ejecución y exquisito gusto, que hacía honor al grande artista que la ejecutó y al ilustre prócer que la dispuso.

A los últimos días del mes terminaron las fiestas con un magnífico simulacro en las afueras de la Puerta de Alcalá hasta las eras de Vicálvaro, figurando dos ejércitos, al mando de los generales Sarsfiel y Freire el de ataque, y al del conde de San Román y Quesada el de defensa, que presenció Fernando y su corte a la distancia prudente a que siempre le plugo colocarse, no sin decir con su acostumbrada socarronería y aludiendo al respectivo mérito militar de los generales de ambas divisiones: -«Pues... me paso al enemigo».

Concluidos que fueron los Reales festejos, y desembarazado de otras atenciones personales, creí llegado el momento de realizar el proyecto que, de mucho tiempo antes venía acariciando, y era el de emprender un largo viaje de recreo, de observación y de estudio por los países extranjeros; en su consecuencia, en los primeros días del mes de Agosto salí de Madrid con el firme propósito de no regresar hasta pasado un año de ausencia.

No me permitiré abusar de la paciencia del lector haciéndole confidente de la relación del tal viaje, y sólo por lo que tiene relación con este artículo, diré que, hallándome el día 2 ó 3 de Octubre en la hermosa ciudad de Marsella, y su hotel de la Cannebiére, entró bruscamente en mi cuarto un camarada o compañero de viaje, con quien había hecho conocimiento en mis correrías por aquella deliciosa   —125→   comarca provenzal, M. Philipe Barkenstein, austriaco (de Viena), diciéndome alborotado:

«Monsieur, grande nouvelle. Votre Roi est mort. Quel est donc votre Roi? -Isabelle Deux (contesté yo). -Mais... cependant...». (replicó el austriaco con aire dubitativo).

La campana del hotel sonó a este tiempo, llamándonos al desayuno; bajamos al comedor y hallamos ocupada la mesa por una docena o más de militares, con sus uniformes pintorescos de zuavos o de spahis, que discurrían todos a un tiempo, y con desusada animación, sobre la noticia del día: la muerte del Rey de España. Pero ¡cuál no sería mi asombro al escuchar que toda esta conversación era en castellano corriente, salpimentada con los apóstrofes o interjecciones tan comunes en nuestras plazas y cuarteles! -Y era pura y simplemente que todos aquellos militares pertenecían a la legión extranjera que regresaba de Argel, y eran españoles e italianos refugiados. -Abrumáronme a preguntas al saber que era español y procedente de Madrid; pero les dije que hacía dos meses que había salido de esta villa; mas para satisfacerles en algún modo, les aseguré que, según todas las señales, el despotismo había concluido en España con la muerte de Fernando VII. -Pocos días después, y no hallando motivos para suspender mi comenzado viaje, continuele, en compañía de mi camarada Barkenstein, en dirección a Tolón y Niza.





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ArribaAbajoCapítulo X

Cambio de decoración


1834-1835



ArribaAbajo- I -

El Cólera morbo


Al regresar a Madrid de mi largo viaje por el extranjero, en los primeros días de Mayo de 1834, todo había cambiado de aspecto en el orden político y administrativo del país. Al Gobierno absoluto del último monarca había sucedido el ilustrado y liberal de la REINA GOBERNADORA: esta augusta señora había otorgado, con la fecha de 16 de Abril, el famoso ESTATUTO REAL, disponiendo la convocación de las Cortes del Reino en sus dos estamentos de Próceres y de Procuradores; importantísimo documento, que, firmado por los ministros Martínez de la Rosa, Burgos, Garelli, Zarco del Valle, Aranalde y Vázquez Figueroa, iniciaba una nueva época en la marcha histórica y política del reino. Consecuencia de él eran las radicales reformas emprendidas en la Administración pública, la nueva división del territorio, la creación de los jefes políticos (subdelegados de Fomento), la diversa organización de los tribunales y centros gubernativos, descartados de todos ellos los elementos y formas absolutistas, y la mayor latitud, en   —128→   fin, dada a las manifestaciones de las ideas por medio de la imprenta y de la disensión.

No hay necesidad de repetir que por mi parte, y dentro de la esfera de mi insignificancia política, veía con placer el giro que tomaban las cosas, y que, deseoso de contribuir con mis débiles fuerzas al desarrollo de la cultura patria -aunque siempre contenido dentro de los límites que me trazaban la prudencia y el amor puramente platónico y desinteresado hacia las reformas útiles- me dispuse a poner desde luego al servicio de mi pueblo natal los estudios y observaciones que había podido hacer en mis viajes a los países extranjeros, sobre las mejoras materiales y la administración de las capitales que había visitado.

Al efecto, y haciendo absoluta abstracción de las circunstancias del momento, dediqueme a ordenar mis apuntes y documentos y a trazar un cuadro comparativo de aquellas extranjeras poblaciones con la nuestra, tan atrasada a la sazón, y que continuaba, poco más o menos, ofreciendo el aspecto con que ya la describí en anteriores artículos de estas MEMORIAS, y muy particularmente en la primera edición, en 1831, de mi Manual; de esta obrilla, en la que (al decir de Larra en uno de sus artículos) «había acertado a sacar la mascarilla del Madrid moribundo y próximo a desaparecer de nuestra vista».

Terminado tenía ya mi concienzudo trabajo, y me disponía a darlo a la estampa en los primeros días del mes de julio de dicho año, cuando un acontecimiento funesto vino, no solamente a impedirlo, sino también a turbar la existencia misma del pueblo madrileño, y muy particularmente la mía propia; y aunque con inmensa repugnancia a ocuparme de aquella terrible catástrofe, especialmente en cuanto dice relación con mi persona, no me es posible prescindir de consagrarla algunas líneas de estas Memorias   —129→   retrospectivas, por la íntima relación que guardó entro ambos aspectos, público y privado.

En la noche del 9 ó del 10 de Julio, después de asistir a la tertulia o soirée, que en ciertos días de la semana reunía en su casa, calle de Relatores, el ilustrado jurisconsulto, estadista y consejero Real, D. Vicente González Arnao (el amigo y heredero de los manuscritos de Moratín), salí de ella acompañado de mis amigos Larra, Salas y Quiroga y Bustamante; y siendo la noche en extremo calurosa, y no muy avanzada la hora, entramos a refrescar en el café de San Sebastián, sin tener para nada en cuenta los vagos rumores que ya empezaban a circular de haberse observado algunos casos de cólera morbo asiático; casos que eran desmentidos, y por lo menos desdeñados del público y de los facultativos, fiándose en la notoria salubridad de nuestro clima, que en todos tiempos había resistido a la invasión de las epidemias. -Mas por lo que a mí toca, no sé si por efecto del inoportuno refresco o de la preocupación aprensiva de que me hallaba dominado, es lo cierto que desde aquel mismo momento me sentí indispuesto, y así continué en los días sucesivos, aunque sin darle gran importancia; pero en el día 15, mi médico, que hasta aquí había negado resueltamente la existencia de la enfermedad, vino azorado diciendo que esta se había desarrollado en tan terribles términos, que en aquel mismo día se calculaban hasta el número de mil y quinientos los atacados, con lo cual era general la consternación. -Esta imprudente noticia, disparada que me fue, como suele decirse, a boca de jarro, por el indiscreto facultativo, produjo en mí, como era natural, un recrudecimiento en el progreso del mal; y este subió de todo punto, cuando el funesto día 17 llegué a entender que, desbordada la muchedumbre del pueblo bajo, y no sabiendo a   —130→   quién atribuir o achacar la repentina y horrible calamidad que se le echaba encima dio oídos al absurdo rumor, propalado tal vez con aviesa intención, de hallarse envenenadas las fuentes públicas (rumor, sin embargo, que no por lo absurdo dejaba de tener precedentes en Manila y en otros pueblos a la primera aparición de la terrible enfermedad); y en vez de declararse en hostilidad, como en París y San Petersburgo, contra los médicos o los panaderos, hicieron aquí blanco de sus iras a los inocentes religiosos de las órdenes monásticas, y asaltando las turbas feroces los conventos de los jesuitas (San Isidro), de San Francisco, de la Merced y de Santo Tomás, inmolaron sacrílegamente a un centenar casi de aquellas víctimas inocentes.

La noticia de tan horrible catástrofe, difundida por todos los ámbitos de la capital, ayudó tan poderosamente a la plaga desoladora, que, tomando un vuelo indecible, añadió algunos miles a la cifra de la mortandad. -Aunque quisiera, no podría reseñar aquí el espantoso estado de la población en tan críticos momentos, porque aletargado y casi exánime, sólo era sensible a los tiernos cuidados que me dispensaba mi amantísima madre, la cual llevó su abnegación a tal extremo, que al verme materialmente expirar en la noche del 19, hubieron de arrancarla violentamente de mi lado; pero ¿de qué modo? Cuando un ataque fulminante de la terrible enfermedad la hirió súbitamente y acabó en breves horas con su existir. ¡Testimonio sublime de abnegación y de amor maternal, que no puedo menos de consignar aquí, y a cuyo recuerdo (aun a tan larga distancia) siento agolparse a mis ojos lágrimas de ternura!

Pero apartando la vista de tan lastimoso episodio, que empañó los anales de Madrid, sólo diré que, vuelto algún   —131→   tanto del paroxismo, e ignorando aún la terrible pérdida que acababa de sufrir, pude escuchar con cierto interés, de boca de mi dependiente o administrador D. Jacinto Monje (que volvía de la formación, armado de punta en blanco, con su uniforme de miliciano), la relación de la apertura de las Cortes por la Reina Gobernadora, el día 24, en que, despreciando el inminente peligro, se había trasladado a Madrid desde el Sitio del Pardo para cumplir aquella histórica solemnidad.

Entrado, en fin, en la penosa convalecencia, hube de enterarme de toda la profundidad de mi desgracia, que me había privado de la más tierna de las madres, de muchos amigos, y hasta de casi todos los vecinos de mi casa92. Pude, en fin, enterarme de la coincidencia de la horrible plaga, con la recrudescencia de la guerra civil iniciada a la muerte de Fernando; la presencia en Navarra del pretendiente D. Carlos; el encarnizamiento de los partidos políticos, y el descenso considerable de los fondos públicos, en que a mí también me alcanzaba una buena parte de mi fortuna particular.





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ArribaAbajoCapítulo XI


ArribaAbajo- I -

Mejoras en Madrid


Toda esta serie de desgracias públicas y privadas, el consiguiente desconsuelo que me inspiraban estas, y el temor del giro que pudieran tomar los sucesos, no hicieron más que remachar más y más mi ingénita aversión a la política, y el firme propósito de conservarme en el retraimiento más absoluto, aunque sin renunciar a mis opiniones de siempre; refugiándome en mis cariñosas afecciones hacia las letras, y también hacia las nobles ideas del verdadero progreso social. -A este fin, y venciendo con energía y fuerza de voluntad mi abatimiento físico y moral, me ocupé, aun antes que de arreglar mis intereses propios, en dar la última mano a mis observaciones de viaje, dignas, a mi entender, de ser sometidas a la opinión de mis convecinos, y las di a la estampa en una extensa Memoria, a la que puse el título de Rápida ojeada de la capital, y de los medios de mejorarla, y con el fin de darla más pronta circulación, la publiqué como Apéndice a la última edición del Manual de Madrid.

Dicha Memoria estaba dividida en cuatro secciones, con   —134→   los epígrafes de Salubridad, Comodidad, Ornato. -Seguridad, Vigilancia, Beneficencia. -Trabajo e Industria. -Instrucción y Recreo. En ellas iba recorriendo uno por uno todos los ramos del servicio municipal, y comparando su estado actual (que era por demás deplorable) con los adelantos respectivos que había observado en las capitales extranjeras, proponía, sin exageración y sin acrimonia, aquellas mejoras, que, a mi juicio, eran aceptables en nuestro pueblo, para acercarle en lo posible al estado de adelanto en que se hallaban los extranjeros.

Contrayéndome en la primera sección a la parte material de la villa de Madrid, encarecía la necesidad de su ampliación por los lados del Norte y Levante, y la adopción de alguno de los planes propuestos para el abastecimiento de aguas, bastantes al consumo de la población y al riego de sus campiñas, con los datos curiosos que pude allegar sobre este asunto. -Pasaba después a ocuparme en el abastecimiento de los mercados, y la construcción de algunos de estos en los sitios que designaba, haciendo desaparecer los miserables cajones para la venta, que obstruían y afeaban las encrucijadas y calles, algunas tan importantes como la de La Montera (Red de San Luis) y la de Atocha (Antón Martín). -Trataba luego de la necesidad de romper, nivelar y ensanchar varias calles y plazas, adornando estas con el plantío de arbustos y flores, a imitación de los squares de Londres; -la reforma del empedrado, que era entonces pésimo y formado con guijarros de pedernal desiguales y con el arroyo en el centro de la calle, sustituyéndole por la forma convexa, con vertientes a los lados, y la colocación de aceras algún tanto elevadas, según yo había observado en París, Londres y otras capitales, y hasta en la misma Barcelona. -La sustitución de los mezquinos farolillos del alumbrado público por un buen sistema   —135→   de reverberos (el gas no era todavía accesible por su gran coste, y de él sólo se habían hecho ligeros ensayos en las fiestas del nacimiento y de la jura de la Princesa). -Insistí también en la reforma completa de la numeración de las casas, que ya había propuesto en el Manual, adoptando el sistema de los números paras a la derecha e impares a la izquierda, para evitar la absurda confusión del establecido desde 1750, dando vuelta a las manzanas de las casas. -La fijación de nuevas lápidas claras y consistentes con el nombre de cada calle a la entrada y salida de ella, y la variación de muchos nombres duplicados y aun triplicados, ridículos y hasta obscenos, sustituyéndolos con los de hechos históricos y personajes notables del país. -La limpieza diaria -que entonces era semanal- de dichas calles, y la supresión de los basureros de los portales; la de los canalones exteriores y la de las buhardillas en las nuevas construcciones de casas particulares, y la recomendación de ciertas condiciones en estas, para la debida seguridad, salubridad y ornato de la población. -Hablé también de la conveniencia de erigir en las plazas públicas algunos monumentos para conmemorar hechos gloriosos y hombres célebres, y con este motivo, y haciendo la descripción de los cementerios de París y de la célebre Abadía de Westminster en Londres, me detenía en denunciar la mezquindez, insalubridad y repugnante aspecto de nuestros dos únicos cementerios generales, proponiendo en este punto las radicales reformas que juzgué necesarias.

En la segunda sección, de Seguridad, Vigilancia y Beneficencia, propuse la nueva división civil y eclesiástica de Madrid, que eran por demás absurdas (esta última continúa siéndolo aún); -la formación por la Municipalidad de un censo exacto del vecindario; -el levantamiento de un plano topográfico de la villa en grande escala y detallado,   —136→   para servir a su reforma y alineaciones sucesivas, con arreglo a un sistema general; -la adopción de una Ordenanza municipal para el mejor orden y buen gobierno de la villa. -Hablaba también de la reducción de muchos albergues y hospitales especiales, que yacían en desuso, y su reunión a los generales, la mayor extensión de la hospitalidad domiciliaria y la reforma de los hospicios, albergues, Inclusa y demás establecimientos benéficos. -Propuse igualmente la supresión de ambas cárceles de Corte y de Villa, situados en las casas de la Audiencia y del Ayuntamiento, y la apremiante necesidad de construir otra u otras con mejores condiciones. -Tratando luego de nuestro benéfico Monte de Piedad (que era gratuito entonces, y por lo tanto, insuficiente para atender a las públicas necesidades), propuse que fuese autorizado para exigir en los préstamos un módico interés. -De aquí pasé a proponer la creación de una Caja de Ahorros, tal como las que había visto en los países extranjeros, cabiéndome la satisfacción de ser el primero que llamó la atención del público y del Gobierno hacia tan benéfica institución, a cuya creación tuve también la suerte de concurrir cuatro años más tarde.

En la sección de Industria y Comercio excitaba el interés individual y el espíritu de Asociación hacia la creación de Compañías de Seguros de vida, de muebles y de transportes de comestibles, y discurriendo sobre nuestra proverbial indolencia y la necesidad del aprovechamiento del tiempo, me atreví a indicar la disminución de los días festivos, la supresión de las fiestas de toros en los días laborables (los lunes), y hasta la mejor distribución del día, comiendo más tarde, ampliando las horas de trabajo en las oficinas, en los tribunales y hasta en las Cortes, que entonces   —137→   terminaban sus sesiones a las dos o las tres de la tarde (que era la hora de comer), y la necesidad, en fin, de estimular al trabajo y aprovechar el tiempo, de que éramos entonces pródigos derrochadores. -Dirigiéndome al interés privado, proponía el acometimiento de empresas mercantiles; la apertura de establecimientos decorosos de comercio, entonces por extremo desaliñados y primitivos; la formación de pasajes y bazares, de los cuales sólo existían en Madrid las covachuelas de San Felipe o la plaza del Rastro; el establecimiento de buenas fondas y hoteles, de que sólo eran representantes posadas o paradores como los del Peine, en la calle de Postas; de la Gallega, en la de la Montera; de los Huevos, en la de la Concepción Jerónima, y la de los Segovianos, en la del Carmen, además de los anacronímicos que aún existen en las de Toledo y Cava Baja. -Propuse igualmente el establecimiento de los coches de plaza o de punto fijo, absolutamente ignorado en Madrid, y otras muchas reformas en el servicio público, que recomendaba al celo de las autoridades municipales y al cálculo del interés particular.

Por último, en la sección que titulé de Instrucción y recreo abogaba -no sé si indiscretamente- por la traslación a Madrid de la Universidad de Alcalá de Henares; la formación de sociedades científicas y literarias, especialmente del primitivo Ateneo; estimulaba a los industriales para la apertura de gabinetes de lectura, y la publicación de periódicos ilustrados y baratos, tales como el Penny Magazzine, de Londres, o el Magasin Pittoresque, de París; la apertura de teatrillos y espectáculos populares, jardines públicos y otros establecimientos propios para la distracción y honesto recreo de las clases más modestas, que emplean sus ahorros en la disipación o en la holganza.

Por la enumeración que antecede de las mejoras que   —138→   me decidí a proponer en mi citada Memoria, puede colegirse el estado material y administrativo de la capital de España en el año de gracia 1835. -Quizás hoy, y después del transcurso de casi medio siglo, y de realizadas todas aquellas mejoras y otras muchas que han ido sugiriendo las nueva necesidades de la sociedad, puedan ser calificadas de incompletas, mezquinas o baladíes aquellas indicaciones; pero hay que tener en cuenta que a la fecha en que hube de hacerlas no lo eran tal; antes bien, suponían esfuerzos gigantescos para su realización, y no escaso mérito en quien, apartándose de la indolencia general, tenía la audacia -que tal pudo parecer entonces- de proponerlas y propagarlas. -Diez años más tarde tuve ocasión de proseguirlas en mayor escala desde el seno de la Corporación municipal, a que fuí llamado.




ArribaAbajo- II -

El Marqués de Pontejos


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EL MARQUÉS DE PONTEJOS
Fundador, con Mesonero Romanos, de la Caja de Ahorros.

A la fecha de la publicación de mi citada Memoria, que fue, según la portada, el 1.º de Enero de 1835, hallábase, hacía dos o tres meses, al frente de la Administración Municipal, como Corregidor de la villa, el insigne D. Joaquín Vizcaíno, marqués viudo de Pontejos. -Este dignísimo funcionario, cuyo nombre no olvidará jamás la población de Madrid, fue el que inició una verdadera revolución en pro   —139→   de la cultura en la capital del reino; y sin ser hombre de grandes estudios y conocimientos superiores, bastole la energía de su carácter, la posesión de su buen instinto y la influencia y atracción que ejercían sobre todo el vecindario sus modales simpáticos y caballerescos, para emprender y plantear mejoras sustanciales, no solamente en lo material de la villa, sino también en sus establecimientos más útiles y morales. -Colocado inopinadamente, en los últimos meses de 1834, al frente de la administración de la heroica villa; sin proceder, como sus antecesores, de las aulas universitarias, de las salas de los Consejos ni de las antecámaras de Palacio, antes bien, de la parte más culta, ilustrada y vital de nuestra sociedad; conocedor práctico de sus necesidades y deseos, observador diligente de los adelantos realizados en otros pueblos, y dotado de una mirada certera y de un instinto de buen gusto, de un don de autoridad irresistible, de una franqueza y caballerosidad de trato singulares, y hasta de una hermosa y simpática persona, supo romper la cadena que venían arrastrando los que le precedieron en el mando, sobreponerse a las preocupaciones vulgares, y salvando con increíble constancia y fuerza de voluntad los innumerables obstáculos que la ignorancia y la mala fe le oponían al paso, acertó a asentar sobre ancha y sólida base el grandioso pensamiento de reforma material y administrativa de Madrid, que después pudieron continuar, sin tan gigantescos esfuerzos, sus sucesores en el mando.

Por desgracia para esta población, las revueltas políticas y las implacables disidencias de los partidos apartaron demasiado pronto de la autoridad a aquel dignísimo funcionario, el cual, en medio de sus reconocidas y excelentes cualidades de mando, tenía para aquellos el achaque imperdonable de no pertenecer a bandería determinada,   —140→   limitándose únicamente a la especialidad administrativa de la localidad93.

A los pocos días de publicada mi Memoria, que se difundió y obtuvo la misma acogida que el Manual, cuyo Apéndice formaba, el marqués de Pontejos me hizo la honra de venir a mi casa con el objeto de felicitarme por aquel trabajo, y también «para solicitar (fueron sus palabras) mi patriótica cooperación a sus designios y planes de mejoras de Madrid», añadiéndome que aceptaba una por una todas las propuestas por mí; y que si para ayudarle a llevarlas a cabo quería yo ocupar alguna posición, ya en el Ayuntamiento como concejal, ya en su secretaría, etcétera, estaba pronto a hacer que se me confiriese.

A tan franca y espontánea invitación del marqués le contesté que desde luego podía contar con mi modesta cooperación a sus patrióticos fines; que en mis ideas y trabajos en pro de mis convecinos no me guiaba otro móvil que el de contribuir con mi escaso entendimiento y fuerte voluntad a la mayor cultura de un pueblo a que me hallaba ligado por los sagrados vínculos de la cuna, de la familia y de la propiedad. Y que, independiente por   —141→   carácter y fortuna, no anhelaba posición oficial, sino trabajar privadamente en hacer aceptables esas ideas; por lo tanto podía disponer de mi decidida y amistosa correspondencia para preparar la opinión, facilitando de este modo la realización de sus laudables proyectos desde el punto de su simpática autoridad.

Hice más: deseoso de apoyar y desenvolver con alguna extensión mis ideas, tomé de mi cuenta, con el impresor D. Tomás Jordán, el Diario de Madrid desde 1.º de Mayo de 1835; dile nueva forma; le dupliqué en tamaño, y reservandome un espacio conveniente, empecé a publicar, en él un Boletín diario sobre todos los ramos de la Administración municipal, desde los referentes a policía urbana, hasta los de los diversos establecimientos útiles de instrucción, de beneficencia y de recreo. Y como contaba de antemano con la aquiescencia del Corregidor, con quien mantenía estrecha relación amistosa, me atreví a proponer en mis artículos reformas sustanciales, que al día siguiente revelan convertidas en bando con la firma del Corregidor.

De este modo se llevó a cabo en todo aquel año la nueva división civil de Madrid; la nueva numeración de las casas; la rotulación de las calles, iniciando la reforma del   —142→   empedrado y aceras elevadas; la renovación del alumbrado por medio de reverberos; la desaparición de tinglados y cajones de venta en las plazuelas; la de los basureros de los portales, y el nuevo servicio de limpieza, todo en los términos que yo había propuesto en mi Memoria y que continué desenvolviendo en los artículos del Diario. -Alzando a más elevados horizontes el pensamiento y la acción, el mismo Pontejos, por impulso propio, y poniéndose al frente del movimiento hacia la cultura que se desarrollaba rápidamente en la nueva sociedad, creó, puede decirse, con indecible celo, el filantrópico albergue de mendicidad de San Bernardino, que recibió planteado en embrión desde los angustiosos días del cólera morbo, e iniciando el espíritu de asociación y de caridad en el vecindario, inventó una suscripción módica y voluntaria de 4 reales, que le permitió desarrollar sus planes y dotar a aquel utilísimo albergue de condiciones materiales, administración y régimen inmejorables.

Pontejos, además, en el espacio relativamente corto de su benéfica administración, procuró mejorar el servicio de los hospitales, la posible reforma de nuestras horribles cárceles, impulsando la creación de una Junta de personas de posición, ilustradas y benéficas, que promovió en ellas algunas mejoras. -Más adelante, y cuando ya había cesado en el cargo de Corregidor de la Villa, influyó grandemente en la Sociedad Económica Matritense (que había recobrado su antiguo esplendor, reforzada por toda la juventud ilustrada de la capital) para formar una nueva institución, o sea la Sociedad para propagar y mejorar la educación del pueblo, que llegó a contar más de 700 asociados entre lo más distinguido de la población de Madrid por su jerarquía, riqueza, talento y probidad, los cuales se impusieron una suscripción voluntaria de 20 reales   —143→   anuales, y la obligación de asistir al trabajo material que exigiese la institución. -Al frente de esta filantrópica sociedad se puso una Junta directiva, compuesta del duque de Gor, presidente; el Arzobispo de Toledo, los marqueses de Pontejos y de Santa Cruz, y D. Manuel José Quintana, vicepresidentes; D. Mateo Seoane, secretario, y D. Francisco del Acebal y Arratia, tesorero; y vocales los Obispos de Astorga y de Córdoba; el vicario eclesiástico, Sr. Caldera; Quijana, cura de San Sebastián; Gil y Zárate, Montesino, Mesonero Romanos, Quinto, Sáinz de Baranda, Ballesteros, Acevedo, Escario, Campo, Alós, Campuzano, Magallón, Vallgornera y Ponzoa, que en muy breve tiempo consiguió establecer las cinco primeras Escuelas de párvulos (salas de asilo), bajo las advocaciones de Virio (antiguo diplomático, que había hecho un legado de 40.000 reales para este objeto), de Pontejos, de Sandalio Arias, de Montesino y de Gil y Zárate, en las cuales llegaron a reunirse hasta 700 niños de dos a seis años, para recibir gratuitamente los primeros gérmenes de su educación, con arreglo a las bases de este novísimo instituto, que consisten en educar el corazón, fortalecer el cuerpo y despertar el entendimiento, y para el uso de maestros y discípulos escribió un excelente Manual D. Pablo Montesino, y el insigne D. Francisco Martínez de la Rosa redactó su popular Libro de los Niños.

Pero lo que más acrisola el nombre de Pontejos fue la creación de la Caja de Ahorros de Madrid, que desde mis primeras indicaciones vino a constituir su desideratum o bello ideal. -Aprovechando con su acostumbrada actividad los pocos días que en 1838 se vio al frente de la provincia como jefe político, propuso al ilustrado marqués de Vallgornera, a la sazón ministro de la Gobernación del Reino, dicha creación, basada en la incorporación o simultaneidad   —144→   de la misma Caja con el Monte de Piedad, a quien se autorizaría a cobrar interés en los préstamos para pagar los réditos de los capitales que había de recibir de aquella; admirable combinación, ideada por el malogrado joven D. Francisco Quevedo y San Cristóbal, que resolvía la dificultad que hasta entonces se había opuesto al establecimiento en nuestro país de esta importantísima institución, una de las mayores glorias del siglo actual.

A consecuencia de estas gestiones, recayó el Real decreto de 31 de Octubre de 1838, disponiendo dicha fundación y creando para su dirección una Junta, compuesta de los señores marqués de Pontejos, Acebal Arratia, Goiri, Guillermo Moreno, Fagoaga y Mesonero Romanos, que efectivamente tuvo la gloria de abrirla al público el domingo 17 de Febrero de 1839.

Si el espacio de que puedo disponer lo permitiese, muy grato me sería hacer aquí mención de los obstáculos con que hubimos de luchar, de los medios ingeniosos de que hubimos de valernos para llamar la atención del público hacia esta nueva y moral institución, y para atraernos también la cooperación amistosa, en nuestra filantrópica tarea, de las personas más caracterizadas de la sociedad, con el fin de realzar ante los ojos del público tan interesante y benéfico establecimiento94.

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CAJA DE AHORROS DE MADRID
Pintura mural alegórica, por Eugenio Oliva.
(El personaje que aparece apoyado en el busto, es «El Curioso Parlante»).

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No acabaría nunca este ya largo y enojoso artículo si hubiese de describir el entusiasmo, la abnegación y el celo con que todas las clases de la sociedad matritense se consagraban por aquellos días a desarrollar las más fecundas ideas, aplicándolas a todos los ramos de la instrucción, de la beneficencia y la cultura; iniciando de este modo una nueva era en el progreso verdadero y en los intereses morales y materiales de la sociedad. -En cuanto al renacimiento de las letras, la verdadera revolución literaria que surgió naturalmente del gran sacudimiento político, me reservo explayarla en el siguiente capítulo.





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ArribaAbajoCapítulo XII

Revolución literaria


1835 a 1840



ArribaAbajo- I -

El romanticismo


A par que la transformación política que se verificaba por aquellos años en nuestro país, y como consecuencia natural de ella, llegó a operarse también en la esfera literaria una verdadera revolución. -Y no podía menos de ser así. -La libertad del pensamiento, exento ya de toda traba de previa censura; el aumento de vitalidad y de energía propio de las épocas de transformaciones políticas, de discusión y de lucha; el vigor y el entusiasmo de una juventud ardiente y apasionada, que entraba a figurar en un mundo agitado por las nuevas ideas; el brillo y esplendor con que estas se engalanaban, brindando a sus cultivadores un risueño porvenir; -todas estas causas reunidas produjeron en nuestra juventud una excitación febril hacia la gloria política, literaria, artística; hacia toda gloria, o más bien hacia toda fama y popularidad. -Una parte de aquella, dedicada a las luchas políticas, a seguir la marcha histórica de los sucesos, corrió decididamente a verter su sangre generosa en los campos de batalla en defensa de sus   —148→   contrarias opiniones y teorías, o bien ostentar su elocuente voz en la tribuna, su bien cortada pluma en la prensa periódica, su energía y capacidad en los altos puestos del Estado. -Otra, más inclinada al halagüeño cultivo de las letras y las artes, se reunía en sociedades numerosas, fundaba Ateneos, Liceos, Institutos y Academias; hacía brillar en ellos su talento y su entusiasmo, y ofrecía en aquellos magníficos torneos un público alarde de sus medios intelectuales, un espectáculo seductor, que imprimió su fisonomía especial a aquella fecunda época de vitalidad y de energía.

Precisamente al movimiento político de nuestro país había precedido la revolución de Julio en Francia, y con ella también habíase desarrollado la revolución literaria en una esfera hasta entonces desconocida. -A la clásica musa de Delille y de Molière, de Corneille y de Racine, había sustituido otra escuela de distinto vuelo y más atrevidas tendencias; a los severos preceptos de Aristóteles, de Horacio y de Boileau, las enérgicas e indisciplinadas concepciones de Shakespeare, de Byron, de Goethe y Calderón. Estos eran los nuevos ídolos poéticos, el romanticismo era el símbolo, y VÍCTOR HUGO, su gran sacerdote y profeta. -¿Quién podría negar sin injusticia el tributo de admiración y de entusiasmo al autor de Nuestra Señora de París y de Lucrecia Borgia, de las Orientales y del Angelo? ¿Quién resistir al impulso de la época, que, conmoviendo todas las imaginaciones, todos los talentos, todas las creencias, en política, en ciencias, en literatura y artes, ofrecía nuevos y dilatados horizontes a nuestra entusiasta juventud? -Esta, que, además de su apasionamiento y calor meridional, tenía dentro de casa el germen de la nueva escuela literaria, tan hábilmente desenvuelto en las inmortales creaciones de Calderón y de Rojas, de Lope, de Tirso y de Alarcón,   —149→   no podía menos de abandonar las huellas de los Garcilasos y Meléndez, de los Luzanes y Moratines, dando al olvido las anacreónticas y églogas candorosas, las acompasadas odas y tiernos idilios, las modestas y afrancesadas comedias de nuestros autores modernos, y con ellas todos los libros, todas las artes poéticas, todas las disertaciones de los eruditos de escuela, para dar otro giro al pensamiento, otras bases a la forma y otra entonación al estilo en sus composiciones líricas y dramáticas.

Y viniendo ya a señalar los primeros, y sin duda alguna más gloriosos, triunfos del romanticismo en nuestra escena patria, habré de citar en primer lugar el drama representado en la noche del 22 de Abril de 1834, titulado La Conjuración de Venecia, obra del ilustre repúblico don Francisco Martínez de la Rosa, que en aquellos mismos días, como primer ministro y alma de la nueva situación, había dotado al país del ESTATUTO REAL, obra también de su elegante pluma y acendrado patriotismo. El éxito del drama en cuestión fue tan grande como merecido, y el público, subyugado por el interés palpitante de la acción, el choque de los caracteres y la vigorosa expresión del estilo, hizo la debida justicia al mérito singular de su esclarecido autor.

Un año más tarde, el 22 de Marzo de 1835, ofreciose a la apreciación de este mismo público, a quien ya, por otro lado, eran familiares los dramas de Víctor Hugo y Dumas, y estaba acostumbrado a las grandes sensaciones que le ofrecía la nueva escuela, otro drama de atrevido pensamiento y magistral desarrollo, debido a la brillante pluma de D. Ángel de Saavedra, reciente duque de Rivas. -Era el titulado Don Álvaro o La fuerza del sino, grandiosa producción en su esencia y en su forma, en la que se veían aunados el aliento y osadía de la nueva escuela con el exquisito   —150→   gusto y brillante colorido propio de nuestros antiguos dramaturgos. Su ilustre autor (que había tenido la amabilidad de leerme algunas escenas de su drama en París, en 1833) abrigaba sus dudas sobre la buena o mala acogida que pudiera obtener de nuestro público su atrevida composición; yo procuré tranquilizarle sobre ello, pues sin negar lo arriesgado de la idea primordial del fatalismo, que campeaba en el drama, y lo atrevido de algunas situaciones y caracteres, era tal, a mis ojos, el sinnúmero de bellezas que aquella composición atesora, que no dudaba de que saldría airosa en su primera exposición ante el público español. -Así sucedió en efecto; mas, sin embargo, debo confesarlo, no se apreciaron por de pronto en su justo valor todas aquellas condiciones que enaltecen el drama y que cada día fueron apareciendo mayores, hasta ser considerado hoy como una de las primeras joyas de nuestro teatro moderno.

Algunos meses después, en la noche de 1.º de Marzo de 1836, tuvo efecto un verdadero acontecimiento teatral, que acabó de imprimir un sello de entusiasmo a esta época de renacimiento de la escena. -Un joven absolutamente desconocido en el campo literario se presentaba al público con una composición, también por el nuevo estilo, que de algunos meses atrás yacía arrumbada en los estantes de la Compañía, hasta que el actor Guzmán, con su sagacidad práctica, y a pesar de que en ella no tenía papel, acertó a escogerla para la noche de su beneficio. -Muchos altercados mediaban entre los inteligentes del café del Príncipe y de los bastidores del teatro sobre el mérito o extravagancia de la tal pieza, y muy particularmente acerca de su joven autor, de quien se decía que era un pobre soldado o quinto, que por el momento se hallaba aprendiendo el ejercicio en el depósito de Leganés.

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Estimulada la curiosidad con este aperitivo, la concurrencia aquella noche fue grande, e imponente la actitud del público. Alzose el telón y empezáronse a escuchar con agrado las primeras escenas, y a medida que el drama avanzaba y crecía en interés, reforzábase también el del público, viendo desplegarse ante sus ojos un cuadro lleno de originalidad y lozanía, de interés dramático, de armónica concepción y expresión delicada, en términos tales, que, fascinado el auditorio ante aquel cúmulo de bellezas, hijo de una rica fantasía, y aguijoneado además por la curiosidad de conocer al ingenio que así acertaba a seducirle y conmoverle (y que, según corrían voces, se hallaba entre bastidores del teatro con su chaqueta amarilla y gorra de cuartel), empezó a pedir, en medio de atronadores aplausos, no solamente el nombre del autor, sino también que este se presentase en las tablas a recibir la ovación que el público le dispensaba -testimonio de entusiasmo que por primera vez se ofreció en nuestra escena, y que después ha venido prodigándose hasta quedar completamente desprestigiado-. Verificose al fin dicha presentación, y apareció, tímido y conducido por los primeros actores Carlos Latorre y Concepción Rodríguez, y vestido con el saco de miliciano que al efecto le prestó Ventura de la Vega, el novel y ya eminente poeta Antonio García Gutiérrez, autor del inspirado drama El Trovador, de esta joya dramática, que desde entonces brilla en el cenit de nuestra escena patria, y que, armonizado, luego con las preciosas melodías de Verdi, es hoy tan popular en todos los teatros de Europa y América.

Otra sorpresa de igual género ofreció la escena nacional un año después, y otro genio, desconocido también y de humilde condición, llamaba a las puertas de la inmortalidad, una de las últimas noches del mes de Enero de 1837.   —152→   Estrenábase en ella un drama nuevo, obra, según se decía, de un joven artesano, cuya modestia, retraimiento y esquivo carácter prometía bien poco sabor a los frutos de su pluma; y con este motivo los críticos maleantes se despachaban a su gusto en el coliseo de la Cruz en bromas y chascarrillos sobre la persona y posición del autor, presagiando una segura derrota al pobre menestral metido a poeta. -Yo, que le conocía, aunque muy ligeramente (y conocía también algunos trozos del drama, y con la ocasión que luego diré), opinaba todo lo contrario, y efectivamente, no bien se escucharon las primeras escenas del apasionado drama Los Amantes de Teruel, no bien fueron desarrollándose ante los ojos del público aquellas bellezas de primer orden en sus interesantes situaciones, sus simpáticos caracteres y poética elocución, el público, entusiasmado, prorrumpió, como en el caso anterior, en atronadores aplausos, y pretendió igualmente la presentación del autor en las tablas; pero este, cuitado y receloso, había huido a esconderse y no se hallaba en el teatro, habiéndose de contentar el público con saber únicamente que el nombre del autor era el poco eufónico y castizo de Juan Eugenio Hartzenbusch, nombre glorioso, que desde aquel día suena en nuestros oídos como uno de los más preclaros de la patria literatura.

He dicho que le conocía de antemano, y así es la verdad, y no puedo rehusarme el placer de estampar aquí la ocasión que lo motivó. -Este modestísimo ingenio, hijo, como es sabido, de un ebanista alemán, seguía el oficio de su padre, trabajando a la sazón, como él mismo se envanecía repitiéndolo, en los bancos o escaños del futuro Senado; pero su irresistible vocación le conduela en distinto rumbo hacia el estudio y cultivo de las letras. Habíase ensayado privadamente en ellas desde muy niño, y entre los varios trabajos   —153→   que emprendiera, fue uno la refundición de cierta comedia desatinada de N. Laviano (autor de últimos del siglo pasado), que se titulaba La Conquista de Madrid, y que estaba basada en el milagro atribuido a la Virgen de Atocha resucitando a las hijas de Gracián Ramírez. -Esta desdichada comedia pareció al público, como era de esperar, detestable, y fue silbada despiadadamente; y yo, en mi calidad de crítico teatral, inserté en la Revista Española un artículo también despiadado, que dio en manos del mísero autor de la refundición, el cual, atribulado, se me presentó al siguiente día, y queriéndole yo desenojar con mis corteses excusas, me contestó: -«No, señor, no; la comedia es abominable, y su refundición todavía peor; pero como me sería sensible que V. me juzgase por este desdichado trabajo, le traigo aquí algunas composiciones poéticas mías y que quisiera que V. tuviese la bondad de leer». -Con esto y con dejarme sobre la mesa un envoltorio de manuscritos, diciendo que volvería a recogerlos, se marchó, dejándome en la persuasión de que los tales versos podrían ser primos hermanos de la comedia; pero ¡cuál no sería mi sorpresa al hallarme con una multitud, un verdadero ramillete de flores poéticas, en que se revelaba un exquisito gusto literario, y entre ellas algunos parlamentos o escenas del ideado drama Los Amantes de Teruel! -«¿Y es posible -(dije al atribulado joven cuando volvió a visitarme)- que hombre que sabe hacer esto se ocupe en trabajos baladíes y sin gloria, tales como la refundición de malas comedias? Usted, amigo mío, puede marchar sin andadores, y aun desplegar poderosas alas hasta encumbrarse a las alturas del Parnaso». -Y el público en aquella noche del mes de Enero de 1837 me dio la razón. -Por mi parte, después de felicitar cordialmente al modestísimo y eminente autor, me apresuré a hacer en la Junta Directiva   —154→   del Ateneo, de que era vocal, una proposición, que firmaron conmigo todos mis compañeros y aun todos los socios del Ateneo declarando la simpatía y entusiasmo con que la corporación acogía o llamaba a su seno al laureado poeta con el título de socio honorífico, y yo mismo hice a la noche siguiente su presentación a la Sociedad. No podía hacer menos por el que después llegó a ser mi cordial amigo y compañero, y que recientemente acaba de fallecer, dejándome a mí como ciprés solitario en el cementerio de nuestra ya añeja literatura contemporánea.

Otra aparición de un nuevo astro luminoso en el cielo -de nuestra poesía- en cuyo campo parecía como que brotaban por encanto nuevas y olorosas flores- tuvo efecto pocos días después del triunfo de Hartzenbusch, si bien aquella fuera motivada en una ocasión lamentable. - El día 13 de Febrero de 1837 me hacía una de sus frecuentes visitas D. Mariano José de Larra, el ingenioso Fígaro, que siempre me manifestó decidida inclinación, y en esta, como en todas nuestras entrevistas, giró la conversación sobre materias literarias, sobre nuestros propios escritos, sin celos ni emulación de ninguna especie, si bien asomando siempre en las palabras de Larra aquel escepticismo que le dominaba, y en sus labios aquella sarcástica sonrisa que nunca pudo echar de sí, y que yo procuraba en vano combatir con mis bromas festivas y mi halagüeña persuasiva: aquel día, empero, le hallé más templado que de costumbre, y animado, además, hablándome del proyecto de un drama que tenía ya bosquejado, en que quería presentar en la escena al inmortal Quevedo, y hasta me invitó a su colaboración, que yo rehusé por mi poca inclinación a los trabajos colectivos; pero en ninguna de sus palabras pude vislumbrar la más leve preocupación extraña, y hubiérale instado, como otros días, a quedarse a almorzar conmigo,   —155→   si ya no lo hubiera hecho por ser pasada la hora.

¡Cuál no sería mi asombro a la mañana siguiente, al presentárseme D. Manuel Delgado (el famoso editor que hizo su fortuna a costa de todos los ingenios de aquella época), diciéndome que la noche anterior, es decir, la del mismo día 13, en que había estado en mi casa, se había suicidado Larra en su propia habitación, calle de Santa Clara, número 3, y que él (Delgado) y otros amigos se habían encargado de tributarle los fúnebres honores, para lo cual allegaban en el acto por suscrición los fondos necesarios! -Contribuí, pues, inmediatamente, y en la misma tarde del 14 estábamos reunidos todos los amantes de las letras, o por mejor decir, toda la juventud madrileña, en la parroquia de Santiago, ante el sangriento cadáver del malogrado Fígaro; colocado que fue en un carro fúnebre, sobre el que se ostentaban cien coronas en torno de sus preciados escritos, seguimos todos a pie, enlutados y llenos de sincero dolor, tributando de este modo el primer homenaje público, acaso desde Lope de Vega, rendido entre nosotros al ingenio. Y llegados que fuimos al camposanto de la puerta de Fuencarral, y antes de introducir el ataúd en su modesto nicho, D. Mariano Roca de Togores (actual marqués de Molins) pronunció algunas sentidas frases en loor del desdichado suicida95. Adelantose luego con tímido continente un joven, un niño aún, pálido, macilento, de breve persona y melancólica voz; pidió permiso para leer una   —156→   composición, y obtenido, hízolo de un modo solemne, patético, en aquellos versos que empiezan:


   «Ese vago clamor que rasga el viento
Es el son funeral de una campana!!...
Vano remedo del postrer lamento
De un cadáver sombrío y macilento,
Que en sucio polvo dormirá mañana».



Aquella sentida composición sorprendió a los circunstantes; aquel niño inspirado hizo vibrar las fibras de nuestros corazones, y el nombre de José Zorrilla, circulando de boca en boca, consiguió inspirar desde aquel instante las mayores simpatías. Subieron estas de todo punto cuando, a contar desde aquel día, la sublime inspiración de aquel naciente genio, derramándose cual abundoso torrente en el campo literario, ya en la poesía lírica, en composiciones de tan atrevido vuelo y desusada tendencia como Recuerdos de Toledo, La Catedral, Las Pirámides, A Granada, El Reloj, Don Pedro Calderón y cien interesantísimas leyendas y tradiciones patrias; ya en la dramática, desde las tituladas La mejor razón la espada, Sancho García, El Puñal del Godo, hasta Don Juan Tenorio y El Zapatero y el Rey, elevaron entre nosotros el nombre de Zorrilla a la misma altura que el de Víctor Hugo en Francia, y le conquistaron el puesto de nuestro primer poeta popular.

La profunda influencia, empero, que la aparición de este grande ingenio ejerció en todos los cultivadores del   —157→   arte acaloró las cabezas de nuestros jóvenes poetas, que, si bien con honrosas excepciones, dejáronse subyugar, por lo general, en servil imitación, y exageraron por sistema lo que en aquel era obra de un instinto excepcional; esforzaron su ingenio en aberraciones infinitas; poblaron nuestra atmósfera poética de lúgubres y fantásticas visiones, cuadros sanguinolentos, víctimas y verdugos, castillos feudales, búhos agoreros, puñales y venenos, féretros y responsos en vez de las zagalas, pellicos, cayados, apacibles florestas y mansos ríos, que escucharon en otro tiempo.

«El dulce lamentar de dos pastores»;



e influyeron de tal modo con aquellas tétricas composiciones en la tendencia, en la inclinación y hasta en el aspecto de nuestra sociedad literaria, que hubo momentos en que más semejaba a un manicomio que a cosa seria y de gente formal.

Este movimiento vertiginoso de nuestros vates, y estos momentos de delirio, fueron los que, con no poca osadía, escogió para castigarlo por medio del ridículo el autor de las Escenas Matritenses, en el conocido cuadro satírico que tituló El Romanticismo y los románticos, llevando su valor hasta el extremo de leerle en la misma tribuna del Liceo de Madrid, foco de las nuevas doctrinas literarias y magnífico palenque de sus más aventajados adalides.

Por fortuna para él, hizo asomar la risa a los labios de los mismos censurados, y en gracia de ella, y en prenda también de su buena amistad, le perdonaron, sin duda, aquella festiva y bien intencionada fraterna. Hubo, sin embargo, algunos pérfidos instigadores de mala ley, que achacando al autor intenciones gratuitas de retratar en sus líneas a algunos de nuestros más peregrinos ingenios,   —158→   procuraron indisponerle con ellos y hacerles tomar por aplicaciones a su persona los rasgos generales con que aparecía presentado al público el tipo del poeta romántico; pero el grande y verdadero talento de aquellos les dio a conocer, no sólo la inexactitud de tal supuesto, sino la buena, intención del autor y la rectitud de su juicio literario. -Algo cree haber contribuido a fijar la opinión hacia un término justo entre ambas exageraciones clásica y romántica; por lo menos coincidió su sátira con el apogeo de la última de estas, y desde entonces fue retrocediendo sensiblemente hacia un punto racional y admisible para todos los hombres de conciencia y estudio. Dio además la señal de otros ataques semejantes, en el teatro y en la Prensa, que minando sucesivamente aquel ridículo de secta, acabó por hacerle desaparecer, y que fructificasen en el verdadero terreno de la razón y del arte talentos privilegiadas, que llegaron a adquirir una inmortal corona.

Por lo que queda dicho se deduce que si nuestros jóvenes poetas, alucinados en el período álgido del romanticismo, se entregaron por lo general en cuerpo y alma en sus líricas composiciones a la exageración y aun a la extravagancia de la nueva escuela, no así respecto a la composición dramática, en la cual bien pronto se sobrepuso en ellos, al espíritu de imitación extraña, el instinto poético y nacional que condujo a nuestros insignes dramaturgos de los siglos XVI y XVII a crear el más espléndido teatro del mundo; teatro esencialmente romántico, aunque muy diverso en su composición y tendencias de la moderna escuela francesa, que tenía por patriarca a Víctor Hugo.

Nuestros jóvenes autores, pues, más prudentes o más precavidos, huyeron de presentar en la patria escena el espectáculo de crímenes atroces, de caracteres excepcionales   —159→   e inverosímiles, de monstruos coronados, más o menos históricos o ideales, de verdugos sentimentales, de asesinos filósofos, de mujeres criminales y, sin embargo, de alma superior. No mancharon, en general, nuestra escena los Angelos y los Hernanis; las María Tudor, Margarita de Borgoña y Lucrecia Borgia; los Antoni, Catalina Howard y Ricardo d'Arlinthon. Y, si bien arrastrados por las recientes libertades política y literaria, osaron presentar en la escena retratos más o menos fieles de nuestros monarcas y personajes históricos, esquivaron darles el carácter odioso que la musa francesa contemporánea regalaba a sus héroes, y guiados más bien por un sentimiento patrio, poético y caballeresco, parecían complacerse en trazar cuadros históricos aceptables y simpáticos, aunque tal vez demasiado engalanados con el ropaje o expresión lírica o con el anacronímico y falso colorido moderno, haciendo hablar a sus personajes en el lenguaje de hoy, más bien que el propio de las ideas de la época en que figuraron.

No estuvieron solos los ilustres iniciadores del renacimiento de la escena patria, de que arriba queda hecha mención, sino que acudieron como por encanto a secundarles en tan patriótica tarea multitud de jóvenes verdaderamente inspirados, que, en el período de 1836 al 43, lograron compartir con aquellos el lauro escénico.

Doña María de Molina, precioso drama de Roca de Togores; D. Fernando el de Antequera, de Ventura de la Vega; La Corte del Buen Retiro, Bárbara de Blomberg y Hernán Cortés, de D. Patricio de la Escosura; El Conde D. Julián, y Cerdán, Justicia de Aragón, de D. Miguel Agustín Príncipe; Fray Luis de León o El Siglo y el claustro, de D. José de Castro y Orozco; Antonio Pérez y Felipe II, de Muñoz Maldonado; D. Rodrigo Calderón, de Navarrete; Garcilaso de la Vega y La Vieja del candilejo,   —160→   de Romero Larrañaga, y otros cien y cien dramas de los señores Asquerino, Díaz, Pacheco, y otros que por el momento escapan a mi memoria, contribuyeron a imprimir a nuestra moderna escena aquel carácter apasionado y heroico que ostentaba en los siglos XVI y XVII.

Algunos, muy contados, extravíos produjo la fatal imitación de la novísima escuela romántico-francesa, que vinieron a empañar el halagüeño cuadro que presentaba la nuestra; pero estos, por su escaso valor literario, o lo antipático de su argumento para un público español, pasaron, como quien dice, desapercibidos, sin dejar rastro en pos de sí.

Solamente uno, lamentable por su misma grandiosidad y su importancia, y también por la justa celebridad de su autor, consiguió, hasta cierto punto, deslumbrar y seducir al público, arrastrando nuestra escena al violento espectáculo de los Tribuletos y Luis Onceno. -Me refiero al drama Carlos II el Hechizado, trazado con atrevido pincel por el mismo autor de tantas obras dramáticas, clásicas y morales, con que había hasta allí enriquecido la escena, D. Antonio Gil y Zárate, que en un momento de satánica tentación se dejó arrastrar (sin duda alguna contra sus íntimas convicciones) por el orgullo de dar a conocer en todos sentidos sus poderosas facultades poéticas, se lanzó a ofrecer a la vista de un público extraviado por la pasión política un drama de carácter terrorífico, en que acertó a presentar con colores tan brillantes, como falsos un período histórico harto desdichado, reflejado en la persona y corte del último monarca de la monarquía austriaca; y empujado en el ardor de su concepción poética con el objeto de lisonjear, como lo consiguió en alto grado, las pasiones de la multitud, no retrocedió ante la idea de falsear la Historia, inventar los más odiosos caracteres   —161→   y revestir con ellos a personajes históricos harto conocidos y respetables. -Este mismo hombre, vuelto en sí de aquel vértigo pasajero, continuo después por el fácil camino que le trazaba su ingenio y sus ideas, dando a la escena dramas tan simpáticos y levantados como Guzmán el Bueno, Don Álvaro de Luna y Un Monarca y su privado.

En medio de esta falange de insignes poetas, alzose de improviso, fecundo y espontáneo, otro ingenio juvenil, D. Tomás Rodríguez Rubí, el cual, en breve período y sin contratiempo alguno, consiguió interesar, seducir y avasallar el gusto del público, primero con sus preciosas comedias de costumbres privadas, en el género Bretoniano, tales como El Rigor de las desdichas, Toros y cañas, Las Ventas de Cárdenas, y otras varias, cambiando luego de entonación en dramas tan profundamente sentidos como Borrascas del corazón y La Trenza de sus cabellos, que elevaron con su ejecución al primer puesto de nuestra escena a la inmortal pareja Matilde Díez y Julián Romea; y lanzándose luego de improviso, con certero empuje, en el drama de costumbres políticas, muy propio de la época actual, que el fecundo Eugenio Scribe acababa de inventar en Francia con sus bellos dramas Bertran et Raton, ou l'Art de Conspirer, Le Verre d'eau y La Camaraderie, el joven Rubí, sin tener para nada en cuenta si este nuevo género lograría interesar o no a un público español, y contando sólo con su poderosa inventiva, su profunda intención y su galana vena poética, lanzó a la escena La Rueda de la Fortuna, Dos validos o Castillos en el aire, Bandera negra e Isabel la Católica, que sorprendieron y acabaron por colocar a su autor en un puesto privilegiado, -a mi entender, el más culminante de la escena española en aquella época. Desgraciadamente, las atenciones políticas   —162→   y administrativas alejaron a este atleta poético de aquel puesto, que había ganado por su propio valor, para colocarle en otros de la Administración que, por muy elevados y en su provecho, no le brindaban los laureles que el otro le ofrecía para su gloria, si bien desde las alturas del poder o los rigores del destierro nunca olvidó su instinto de poeta, como lo prueban sus varias composiciones, siempre del mismo carácter, entre ellas la última, titulada El Gran filón.

Tal era el estado floreciente de nuestra escena patria en el período a que se refieren estas MEMORIAS.