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El insigne sacerdote, diputado y literato, D. Joaquín Lorenzo Villanueva (que era uno de los presos), en su Vida política y literaria, que publicó en Londres en 1825, y que es apenas conocida, inserta la Real orden de 17 de Diciembre de 1815, por la cual S. M. (que había abocado a su conocimiento todas las causas de los presos políticos, unas en pruebas y otras sentenciadas ya, aunque benignamente, pero después de diez y nueve meses de rigorosa prisión) daba un corte en ellas, disponiendo que «aquella misma noche fuesen extraídos de las prisiones y conducidos sin excusa alguna a sus respectivos destinos, de suerte que en siendo de día se encuentre el pueblo de Madrid con esta novedad»; todo lo cual se verificó en efecto, al tenor de la lista que acompañaba a la Real orden, y que siendo muy larga, sólo permite extractar algunos de los nombres muy conocidos, con sus respectivas condenas. Helos aquí:

D. Agustín Argüelles, ocho años al Fijo de Ceuta.

D. José María Calatrava, ocho años al presidio de Melilla.

D. Diego Muñoz Torrero, seis años al convento de Erbón.

D. Joaquín Lorenzo Villanueva, seis años al convento de la Salceda.

D. Juan Nicasio Gallego, cuatro años a la Cartuja de Jerez.

D. Ramón Feliu, ocho años al castillo de Benasque.

D. Miguel Ramos Arispe, cuatro años a la Cartuja de Valencia.

D. Manuel García Herreros, ocho años al presidio de Alhucemas.

D. Francisco Martínez de la Rosa, ocho años al presidio del Peñón.

D. Manuel López Cepero, seis años a la Cartuja de Sevilla.

D. José Canga Argüelles, ocho años al castillo de Peñíscola.

D. Francisco Sánchez Barbero, ocho años al presidio de Melilla.

D. Antonio Sabiñón (había muerto en la cárcel), condenado en las costas.

Etc., etc., etc.

 

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Fuéronlo de Estado, en dicho período, el Duque de San Carlos, D. Pedro Ceballos, D. José León y Pizarro, el Marqués de Casa-Irujo y el Duque de San Fernando. -En Gracia y Justicia, D. Pedro Macanaz, D. Tomás Muñoz, don Juan Esteban Lozano de Torres, D. Manuel Abad y Queipo, el Marqués de Mataflorida y D. José García de la Torre. -En Hacienda, D. Luis Salazar, D. Cristóbal de Góngora, D. Juan Pérez Villaamil, D. Felipe Vallejo, D. José Ibarra, D. Manuel Araújo, D. Martín de Garay, D. José Imaz y D. Antonio González Salmón. -En Guerra, los generales Freyre, Eguía, Ballesteros, Campo Sagrado y Alos; y en Marina, Salazar, Hidalgo de Cisneros y Vázquez-Figueroa.

 

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Este mi propósito infantil, al que resistí constantemente toda mi vida por no rozarme con la política en mis modestos escritos, le he visto realizado, sin celos, antes bien con gran contentamiento mío, por mi joven antigo D. Benito Pérez Galdós, en uno de sus preciosos Episodios nacionales, que titula «Un cortesano de 1815». -En él ha sabido trazar un cuadro acabado de aquella corte y de aquella época, en que no se sabe qué admirar más, si la misteriosa intuición del escritor, que por su edad no pudo conocerla, o la sagacidad y perspicacia con que, aprovechando cualquiera conversación o indicaciones que hubo de escuchar de mis labios, ha acertado a crear una acción dramática con tipos verosímiles, casi históricos, y desenvolverla en situaciones interesantes, todo con un estilo lleno de amenidad y galanura.

 

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A propósito de esto hay que recordar la sabida anécdota del capitán general Castaños, que, presentándose en la corte, un día muy riguroso de invierno, con pantalón blanco de hilo, y apostrofado por el Rey a causa de su extravagancia, -«Señor, le contestó el General, con su gráfica socarronería, acabo de cobrar la mesada de Julio, y por lo tanto continúo vistiendo como en aquella estación».

 

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Para dar una idea del espíritu que animaba a la juventud en aquellos días, no puedo resistir a la tentación de insertar un trozo de cierta Carta elegíaca que uno de los confinados en los presidios de África (D. Teodoro de la Calle) escribía a una señora muy conocida; cuya ardiente epístola, repetida en multitud de copias, corría de mano en mano y todos aprendíamos de memoria. Yo la he conservado en la mía, hasta hoy, a pesar de sus trescientos y más versos. Mas para dar una idea de su espíritu y de sus condiciones poéticas, bastarame estampar el siguiente trozo:


    «¿Y a tal afrenta, a tal baldón abates
Tu cuello, patria mía? ¿y tus guerreros,
Tus propios hijos, son los que en coyunda
Trasforman tus laureles? ¿Para esto
Del fiero galo la sangrienta espada
Con impávida frente resistiendo,
Viste talar tus fértiles campiñas
Y convertidos tus incautos pueblos,
Desde Pirene hasta la hercúlea fauce,
En sepulcros, escombros, piras, yermos?
   »En vano Mayo su esplendor esmalta
Con nuestra sangre; en vano jactaremos
De Astorga, de Rodrigo las cenizas;
De Bailén los laureles halagüeños;
De Gerona el aliento numantino;
De Zaragoza el trágico denuedo;
De Talavera la dudosa palma;
De Medellín los insepultos huesos...
¡Ay! ¡en vano sus ondas enrojecen
El Tormes, el Guadiana, el Tajo, el Ebro,
Y al regazo de Tetis precipitan
Corazas, cascos, lanzas, esqueletos!
   »¿Qué acerbo fruto coges de tu sangre,
Desventurada España? ¿Qué, tu intento
A mudar de verdugo se limita,
No a ser libre y feliz? Repara el premio
Con que el déspota al fin te galardona:
En cárceles patíbulos, destierros
Paga tu amor, y ceba vengativo
Su cólera en tus hijos predilectos, etc.».



 

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Era este ministro el famoso D. Bernardo Mozo Rosales, el mismo que en 1814 redactó o firmó el primero la representación al Rey de los sesenta y nueve diputados apellidados los Persas. El título de Marqués de Mataflorida parece que le compró en veinte mil duros a los padres de Atocha, a quienes Fernando lo había cedido, con otros, para que con su producto acudiesen a reedificar su iglesia y convento; pero en el vulgo era apellidado Mata-cerrajeros, por no sé que lance cruento habido en su casa con un oficial de aquel arte. Este ministro, sin embargo, no era el que en la opinión gozaba de peor concepto, haciendo todos justicia a su relativa moderación y tolerancia.

 

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Don Manuel Eduardo de Gorostiza, mejicano de nacimiento, aunque hijo de padres españoles y avecindado en Madrid, se había conquistado un buen renombre literario con sus lindas comedias, Indulgencia para todos, Don Dieguito, Tal para cual, Las Costumbres de antaño, etcétera, en las cuales acreditaba dotes muy relevantes como sucesor más inmediato del insigne Moratín. Pero en estos días se lanzó decididamente a la política, y en ella continuó hasta 1823, en que emigró a su patria, Méjico, llegando luego, por su talento, a los más altos puestos en aquel Estado.

 

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La música con que se cantó primeramente este famoso himno (cuya letra había compuesto D. Evaristo San Miguel) no es la que después ha sido generalmente conocida y aceptada como himno nacional. Aquella, que está en compás de dos por cuatro, es mucho más marcial y propia, y pudo ser compuesta (según noticias de mi amigo el señor Saldoni) por un oficial del ejército de la Isla, llamado Miranda. La del que prevaleció, y es la única conocida hoy, está en compás de seis por ocho, y no es otra cosa que una contradanza que el peritísimo filarmónico, coronel de Guardias Walonas, D. José María de Reart y Copons, había compuesto hallándose prisionero en Francia, en el depósito de..., donde creo que Riego estaba prisionero también. Esta noticia, que varias veces oímos de boca del mismo Reart, nuestro común amigo, el Sr. Saldoni y yo, es de una exactitud incontestable, atendida la modestia y hasta el retraimiento de dicho caballero, el cual cuando vino a Madrid no volvía en sí (son sus palabras) de la sorpresa que le causó ver convertido su juguete en himno nacional. -Ambas músicas, la de Miranda y la de Reart, fueron cantadas por el mismo Riego y sus ayudantes en el teatro la noche en que llegaron a Madrid, con la letra conocida de D. Evaristo San Miguel, que dice:


    «Soldados, la patria
Nos llama a la lid;
Juremos por ella
Vencer o morir», etc.



Surge, sin embargo, una duda, y es la de saber cuál de los dos himnos fue el primitivo entonado por la columna de Riego. Si el de Miranda, como es de presumir por su aire marcial, ¿cómo es que el mismo Riego cantó en el teatro el de Reart, y que luego fue adoptado por las bandas de música y la sanción popular?

 

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Las sociedades patrióticas organizaron también un banquete en la Cruz de Malta y una función en el teatro del Príncipe para obsequiar al simpático jefe. En aquel dirigió el poeta Gorostiza el siguiente brindis en un soneto, que prueba que la musa castellana había recobrado el habla:


    «Esos gritos de plácida alegría,
Gritos de libertad, vivas sinceros,
No los pronuncian labios embusteros,
No los dicta servil hipocresía.
   »El odio hacia la infame tiranía,
El amor a la patria y a sus fueros,
Son de los españoles verdaderos
La divisa tan sólo en este día.
   »Recibe, pues, valiente ciudadano.
(Gloria eterna del cuerpo en que serviste),
De nuestra gratitud la fe sencilla.
   »Constitución y rey firmó tu mano,
Constitución y Rey ganar supiste,
Constitución y Rey diste a Castilla».



Y en el teatro las Sras. Benita y Francisca Moreno, primeras absolutas, después de varias canciones patrióticas en los entreactos de la tragedia Virginia, entonaron un nuevo himno, dirigido al Ejército libertador, música compuesta por el Director de la orquesta D. Esteban Moreno, y tan patética como poco marcial, cuya melodía (que conservo perfectamente en la memoria, como todas las demás de aquella época), más que himno guerrero parecía música de capilla, como antífona o gozos de San José. El estribillo o coro de este himno decía así:


   «Guerreros, la patria
Os da el parabién
Porque sus cadenas
Supisteis romper».



 

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En este banquete y en la función teatral con que aquella noche obsequió el Ayuntamiento de Madrid al general Quiroga, se cantó por primera vez el Himno de la Libertad, cuya música se encargó al maestro D. Ramón Carnicer, y la letra no sé a quién, pero de seguro no fue a ningún poeta inspirado. Decía así el estribillo:


   «Libertad, libertad sacrosanta,
Nuestro númen tú siempre serás,
Puedes vernos morir en tus aras,
mas vivir en cadenas, ¡jamás!».



Adaptado después por la Milicia Nacional, trocó esta estrofa por esta otra:


   «Avanzad, avanzad, compañeros,
Con las armas al hombro avanzad,
Libertad para siempre clamando,
¡Libertad, libertad, libertad!».



Pero en ninguno de los dos casos correspondía la letra a la entonación robusta y majestuosa de la música de Carnicer.