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Capítulo X

Júrase san Fernando por rey, y guerra que tuvo con su padre, y los de Lara

     Admitida por don Fernando, y las cortes la renuncia, le alzaron por rey, según las ceremonias de aquel tiempo, en una plaza grande que está en el arrabal de la villa. De allí fue llevado por los brazos del reino a la iglesia mayor, donde solemnemente juró guardar los privilegios del reino; y éste le hizo el homenaje de fidelidad. Sucedían estas aclamaciones con todo sosiego en Valladolid; y en el mismo tiempo el conde don Álvaro minaba para que quitasen por fuerza la posesión del reino a Fernando, ya que él con sus mañas o artes no le había podido tiranizar el uso. Dio a este fin cuenta de cuanto pasaba al rey de León. Dos eran las pretensiones de este contra Castilla: la primera al gobierno, como marido que había sido de doña Berenguela; y como para la herencia se había legitimado la prole, quería que durase aun la comunicación de estos bienes. La segunda era a algunos lugares de la frontera de Castilla: común pretexto entre soberanos, que por no tener límites la ambición, intentan que no los tenga la tierra. Estas pretensiones se avivaban con la ocasión, y con el sentimiento de verse burlado en el viaje de su hijo, a que sin duda no hubiera consentido si supiera la intención de su madre. Tomó al punto las armas, y envió delante con un cuerpo de ejército a su hermano don Sancho, para que invadiese las fronteras, y a poco tiempo se apareció con otro ejército por tierra de Campos talando cuanto podía, pues si se le resistía la posesión, lograba la venganza.

     Doña Berenguela, que vio acometer al Rey por tres partes, pues los de Lara no se descuidaban en ayudar a el de León, juzgó podría sosegar a este con el cariño; pero separada ya del matrimonio, y habiendo logrado arrancar a don Fernando de la tutela, se engañó en este medio, a que el corazón de mujer había dado mucho crédito; y así se volvieron sin conseguir nada los obispos don Mauricio que lo era de Burgos, y don Domingo que lo era de Ávila, que fueron por embajadores a el de León; antes bien este creyendo flaqueza en quien no sacaba la espada, y procuraba evitar el golpe con el respeto de hijo, y con las lágrimas de mujer, cobró ánimo, y avivando la esperanza que le daba el conde don Álvaro, intentó apoderarse de Burgos, ciudad real y cabeza de Castilla.

     No había sido en doña Berenguela miedo el recado que envió al rey de León, sino prudencia con que deseaba la paz, y atención de esposo a quien había tenido por marido. Pero no vivía fiada en palabras quien se podía bien defender con la fuerza. Tenía prevenida gente bastante, que gobernada por don Lope de Haro, y otros caballeros obligaron a los leoneses a volver, no sólo sin conseguir su intento, mas con el poco crédito de retirarse precipitadamente, de suerte que logró en esta entrada hacer algún daño en los pueblos sin utilidad suya, perder mucha gente, y gastar dinero, con que compró las novedades de que se hablaba en los dos reinos.

     La Reina doña Berenguela, matrona a la verdad de las pocas que conoce la historia, atendía a todo sin asustarse de los tiros, ni conmoverse a los asaltos: y viendo retirar con tanta priesa al de León, juzgó prudentemente se habría sobresaltado algo el de Lara. Logró la ocasión, y acudió a la piedad, haciendo hablar a don Álvaro para que diese el cuerpo del rey don Enrique, y concediese treguas en cuanto fuese necesario para el piadoso fin de conducirle a Burgos. Fue prudente el consejo de la Reina, porque don Álvaro no quiso proseguir el empeño de tener debajo de su dominio a don Enrique después de muerto; y si este pensamiento le pareció crueldad, el miedo de no saber el fin de tantas revoluciones, que ya empezaban a ceder por su partido, le obligó a que condescendiese con la demanda, paliando el temor con velo de respeto, y el susto que ya tenía con el piadoso título de cristiandad. Acudieron los obispos de Burgos y Palencia, condujeron el cadáver a Burgos, acompañándole toda la nobleza, que no tenía ocupadas las manos en la guerra. Vino a Burgos la Reina, y se hicieron las reales exequias dando sepultura al cuerpo en el real monasterio de las señoras Huelgas, junto al cadáver de su hermano don Fernando.

     El Rey no acudió a esta función porque no cesaron los alborotos, y en este tiempo tenía sitiado a Muñón. El pueblo era grande, y el empeño de los que había dentro mayor: hubo menester el Rey sufrimiento, pero al fin cedió la furia a la justicia. Hiciéronse prisioneros los soldados, y aunque el natural del Rey no consintió se les hiciese mal trato, el verse prisioneros los que habían sido rebeldes, fue bastante escarmiento para muchos tímidos.



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Capítulo XI

Cortes celebradas en Burgos. Prosigue el Rey sus conquistas, y prende al conde don Álvaro

     Redúxose a la obediencia Muñón al tiempo mismo que la Reina volvía de las exequias de su hermano, y juntándose con su hijo, pasaron ambos con el ejército a Burgos para donde el Rey tenía convocadas las cortes. En tiempo de tantas revoluciones era bien menester la unión del reino con su rey. Los negocios pedían mucho tiempo para tratarse; pero la misma turbación no concedía mucha dilación; y así despacharon con brevedad los mas principales, y todavía queda por decidir la cuestión, si en negocios políticos es bien diferir mucho las resoluciones, pues en dando el tiempo que pide como indispensable la prudencia, la mayor dilación suele ser causa de una irresolución total.

     Cumplió en esta ocasión de cortes la ciudad, y capitulares de Burgos con la fidelidad innata a sus naturales, porque la entrada del Rey a las cortes fue tan magnífica, que mereció la memoria de todos los historiadores de aquellos tiempos. Concluidas las cortes siguieron de voluntarios hasta la toma de Lerma y Lara, quitándolas al conde don Álvaro, a cuya obediencia parte por voluntad, y parte por engaño se mantenían. Logró no poco el fiel ánimo de los burgaleses, pues con el precio de mucho aplauso, a costa de no gran fatiga, limpiaron sus cercanías de aquellos rebeldes, vecindad que los hubiera causado más sujeción que el trabajo que pudieron padecer en una breve campaña; y como el deseo de la libertad es una máscara con que se disfraza, la traición y el pensar descanso en la mudanza es atractivo para quien sufre de mala gana el natural y preciso yugo del vasallaje, si esta enfermedad toma cuerpo en las vecindades, es muy peligroso que se inficione el ambiente, y se corrompa el aire, siendo el mayor peligro que como está muy fácil a la corrupción la sangre que no está muy pura, se inficionan aquellos ánimos que aun estando quietos estorban mucho a la república.

     Sucedió bien esta reducción, y muy mal el estrago que hacían a este tiempo los de Lara; pues viendo al Rey ocupado en las cortes, y no creyendo tanta conformidad en los ánimos, aprovechaban la ocasión, y talaban con cuanta furia podían la tierra de Ordetajos, Quintana y Fortanio. Era esto, o querer inquietar las cortes, o por ostentar poder, o por hacer diversión. No logró el conde ninguno de estos fines, porque el Rey, Reina y ejército, sin hacer mucho caso de quien llamaba muy aprisa, para que la misma confusión no diese lugar a responder, caminaron con sosiego para introducirse en Palencia. En el camino estaba con todo cuidado don Álvaro para poder vanagloriarse de que detenía los pasos al Rey. Llegó éste cerca, y con aquellas ideas con que en la guerra se pelea con el discurso antes que se llegue a las armas, dispuso el Conde lo peor que pudo las cosas, pues se cortó las manos de que tanto había de necesitar en la ocasión.

     Supo que el Rey dividía su ejército por no talar el país, y dispuso también el suyo en dos cuerpos. Encerró la mayor parte en Herreruela, y con ánimo de observar al Rey, salió con dos mil hombres al valle de Gragera. Engañóle su soberbia, creyóse muy seguro de los suyos, y siempre hace mal quien se fía de malos. Sabía él los movimientos del Rey, y no conoció que el Rey sabría con más puntualidad los suyos. Dispuso con toda arte su gente, y cuando pensaba tener al Rey en sus manos, dio en las de Alfonso Tellez, y Suero Tellez su hermano, y Álvaro Rodríguez, que con superiores fuerzas, y ciertas noticias iban a golpe asegurado. Lográronle en breve, porque ni al valor, ni a la superioridad, ni a la justicia se pudieron resistir los rebeldes. Viose perdido don Álvaro, y como le había salido mal su idea, discurrió que nunca podía ser más desconocido que cuando le viesen humilde. Dejó el caballo, que no le podía ser útil para imposible fuga, y tendido en el suelo como un soldado particular, se cubrió con la rodela para no ser visto, o porque su soberbia no le dejaba parecer con la cara descubierta cuando se veía vencido; pero tampoco le valió esta idea, porque el vestido, el lugar, y el mismo cuidado avisó a el de los vencedores, y reconociéndole, le hicieron prisionero con los dos mil hombres que le acompañaban, sin que le pudiesen socorrer los que dejaba en Herreruela, que teniendo cortado el paso, fueron corno testigos de su propia desgracia, sin valerles ni las armas, ni la diligencia para el remedio.

     Lleváronlo al Rey, y en su persona sola le presentaron la paz, entregándole el movedor de la guerra; y no debemos pasar en silencio la noticia que con cuidado trasmitió el arzobispo don Rodrigo de doña Berenguela, y es digna de veneración, y ejemplo. Escríbela corno contemporáneo, y verídico. Recibió, dice, la Reina al nuevo prisionero con gozo y lágrimas de consuelo, y alabando a Dios que había pacificado al reino, se retiro del bullicio con que se suelen celebrar estos lances y gasto mucho tiempo en dar gracias a Dios, de cuya misericordia había recibido tan gran beneficio. Acción de matrona verdaderamente Reina, y verdaderamente católica, que sabía bien cual es el verdadero aplauso en las victorias. El corazón del Rey, que aun en sus niñeces era piadoso como santo, y magnánimo como real, no quiso cortasen un cuello las esperanzas de todos sus parciales, y le pareció indigna la justicia que se ensangrienta en un rendido. Envióle preso a Valladolid, creyendo por su corazón el que debía tener don Álvaro, no distinguiendo bien la diferencia que hay en quien es rey por nacimiento, con que ha heredado la sangre, y la majestad, de quien pretende serlo por capricho sin haber heredado las demás prendas que nacen, y rara vez se adquieren.

     Don Álvaro, viendo la piedad del Rey, determinó valerse del disimulo, pero no desistir en la emulación. Llegó a Burgos, y se entabló ajuste: raro ejemplo en las historias. Dificultóse algún tanto por don Álvaro, que aun se confiaba en sus dos hermanos, y en sus amigos; pero al fin convino en que se le entregasen al Rey las fortalezas y villas que le tenían usurpadas. Eran estas Cañete, Alarcón, Tariego, Cicafeo, Villa Franca, Montes de Oca, Torres de Bilforado y Nájera; y que sus hermanos diesen las que guardaban; para lo cual debía concurrir don Álvaro con cien soldados caso que se resistiese don Fernando de Lara, como lo procuró hacer, fiado en lo bien proveídas de gente, armas, municiones y víveres que tenía las de Castro Xeriz y Orejón y pero acudiendo el Rey con su ejército, se vio precisado a ceder, porque los suyos, que veían ya tan caída a su principal cabeza don Álvaro, o no creyeron posible la resistencia, o podía con ellos mucho la consternación. Procuró don Fernando componerse con el tiempo, y con la clemencia del Rey, y le salió muy bien este consejo, porque su Alteza le concedió el señorío de los lugares que poseía con mala fe, y pasando en virtud de esta gracia de la calidad de señor, se obligó a tenerlos como vasallo, quedando mejorado en fortuna, por ser proporcionada a su nacimiento la que por público convenio se le concedía.

     Con estas piedades compró el Rey la paz para sus vasallos, y con este genio obligaba a sus enemigos, y hacía voluntarios esclavos a sus dependientes. Suspendió el golpe a la espada con que podía hacerse temer, y se hacía temer con lo que se hacía amar. Perdonó un cuello, y conquistó muchos corazones. Redujo a su esfera de vasallo a quien quería elevarse, y no fue poco medio para reducirle el mismo elevarle cuanto cabía en su esfera. Viose el Rey en paz contra la esperanza de todos, y aunque duró poco la quietud, fue lo bastante para reconocer al legítimo rey, y para que con estas circunstancias durasen poco los nuevos alborotos.



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Capítulo XII

Rebélanse segunda vez los de Lara: ayúdalos el rey de León. Treguas entre los reyes, y muerte de los Laras

     Estuvieron quietos los de Lara porque no pudieron alborotar; temieron no ser seguidos, y así no se atrevieron a salir a campaña. Era su quietud disimulo: eran todo fuego, y en el Etna se derrite la nieve que disimula el volcán cuando digerida la materia revienta en llamas. Así sucedió, pues de repente, abusando de la piedad del Rey, se huyeron al campo, y juntando gente de aquella que acude donde hay que robar, y falta el día que son menester, se entraron en tierra de Campos. Aquí talaron y robaron lo que pudieron; que no fue mucho, porque el Rey acudió con ejército reglado, y casi sin pelear, la sola noticia de que venían disipó aquella nube, y don Álvaro perdido del todo se retiró a León.

     Aquí no estaba ni ocioso ni quieto; que mal se podía reducir a vasallaje de rey extraño quien sacudía con tanta violencia el yugo que le venía como natural. Incitó al rey de León, y a poco soplo se levantó la llama, porque estaba dispuesta la materia. Otros historiadores refieren que cuando se retiró, ya se estaba previniendo el rey de León. En esta ocasión es todo creíble; en ambos corazones estaba abrigada la ira contra el santo Rey, y uno a otro se uniría más fácilmente contra el que miraban como enemigo.

     Súpose en Castilla la fuga del de Lara, y no se ocultó el intento del rey de León, y el ánimo castellano no aguardando a que lo acometiesen, intentando vengar aun el solo intento del acometer, se entraron en el reino de León con golpe de gente previniendo al enemigo. Son estos de aquellos golpes que sacude la furia, en que suele ser más el ruido que el estrago. No iban prevenidos con cabeza que los gobernase, ni con gente bastante que los mantuviese. Llevaban los de León esta ventaja, y la grande de lograr contra unos pocos voluntarios el golpe que tenían prevenido contra un ejército, y así los obligaron a ceder, aunque no con tanta priesa que no tuviesen tiempo, y se hiciesen lugar para introducirse en un pueblo llamado Castejón. Aquí se hicieron fuertes: cercólos el de León, y acudió a la defensa el de Castilla.

     Estando los dos ejércitos a la vista, se concordaron entre los Reyes las treguas. La causa fue porque el rey don Fernando con profunda reverencia no quería hacer guerra a su padre, y no habiendo conseguido el intento con la embajada de los obispos que el año antecedente había dispuesto su madre, hallándose ahora en el aprieto de haber de embestir con el ejército a su padre, o desamparar a sus vasallos, a quien miraba como hijos, cumpliendo con todo se puso a la vista con el ejército, y escribió a su padre una carta, cuyo tenor es bien traslademos por lo cristiano, tierno y filial, y no traducimos a nuestro estilo, así por no desfigurar su afecto como porque no son menos vistosas en un cuadro las ruinas que se dibujan que los bosques con que se adornan, y lleva consigo la ancianidad no sé qué respeto tan propio de las canas, que no se puede trasladar a otras edades. Dice pues:

     �Sennor padre rey de León don Alonso mio sennor, �que sanna es esta? �Por qué me facedes mal e guerra yo non vos lo mereciendo? bien semeya que vos pessa del mio bien, é mucho vos debria pracer por haber un fijo rey de Castiella, é que siempre será a vuestra onra, ca non ha rey christiano, nin moro, que recelando á mí, á vos se ensieste. �E á donde vos viene esta sanna? ca de Castiella non vos verná danno, nin guerra en los mios dias. A mientes vos devie venir, que donde erades guerreado sodes ahora guardado é recelado; é entender debedes que vuestro danno facedes; e si vos quisieredes, mesura debie haber, ca yo vedarlo podrie muy cruamiente á todo rey del mundo, mas non puedo á vos porque sodes mio padre, y mio sennor, ca non seria cosa guisada; mas convieneme de vos sofrir hasta que vos entendades lo que facedes.�

     La respuesta del de León, no sé si fue dictada con la priesa, o con verse convencido de la carta del hijo, pues no parece propia de su sangre. No quiso responder por escrito, y se contentó con decir al mensajero que la causa de la guerra era el interés de diez mil maravedís que le debía el rey don Enrique por el cambio de la villa de Santibáñez de la Mota. No se paró el santo hijo en que se justificase la deuda, bastóle la palabra de su padre, y compró muy barata la paz y el respeto. Mandó entregar la cantidad a su padre, y se hizo la paz. El obispo de Tuy insinúa se convino entre los Reyes hacer guerra contra los moros, y esto es muy natural, porque era muy del genio del rey don Fernando por pelear contra infieles, y del rey don Alonso por extender sus fronteras.

     Más probable juzgo este segundo concierto, que el de la carta, que tan a plana renglón traslada la general de España, así porque el arzobispo don Rodrigo no habla palabra de dicha carta, como porque don Lucas de Tuy contemporáneo, con positiva razón la desvanece, y la general de España, aunque consta se escribió de orden del señor rey don Alonso el Sabio, no sabemos si la que tenemos impresa está bien trasladada, pues veremos en el discurso de esta historia graves fundamentos para sospechar se desfiguró en la imprenta por cuidado de algunos que la quisieron retocar con borrones. Lo que nos consta de cierto es que el rey don Fernando estaba tan falto de caudal en este tiempo, que el arzobispo don Rodrigo pondera con razón entre las heroicas acciones de doña Berenguela, que viendo a su hijo tan necesitado se despojó de todas sus joyas y alhajas de precio que tanto estiman las señoras como el propio patrimonio de su sexo, por dar su caudal al hijo para la guerra. Esta razón, aunque fuerte, tampoco da certidumbre, porque más había de haber costado la guerra que el dinero que pedía don Alonso de León, y así la prudencia dicta que aseguremos por fija la tregua entre los dos Reyes, y suspendamos el asenso en el medio con que se facilitó, pues en punto en que no convienen los autores de aquel tiempo, es dificultosísima la resolución sin peligro de temeridad.

     A todo el reino estuvo bien esta paz, pues se acabaron no sólo las guerras, sino quien las incitaba. El conde don Álvaro, que nunca la hubiera permitido, no la pudo estorbar por hallarse enfermo, y fue tan fatal la noticia de que no le quedaba esperanza para nuevas revoluciones, que como estaba quieto por fuerza se le alborotaron los humores con la paz, y acabó en breve sus días. Su hermano don Fernando con más valor buscó peor asilo y se refugió en África, donde el Miramamolín entretuvo con dádivas las promesas y facilidades con que le adulaba, de que por su medio podría conseguir el reino de Castilla, al cual nunca vino ni quiso venir, no queriendo por un lado ser tenido en el mundo por temerario, ni despidiendo a don Fernando, que algún día por revueltas y accidentes no pensados le podría ser útil; pero como la pasión de don Fernando era fuego, faltándole materia que abrasar se comunicó a sí mismo, y acabó su vida y su inquietud en Elvora, pueblo de cristianos junto a Marruecos. Ambos hermanos al tiempo de morir dieron testimonio de católicos, recibiendo a la hora de la muerte el orden de caballería de Santiago, y manifestando al mundo el tesón español en la constancia de su fe aun entre sus enemigos, y que si la ambición los pudo cegar para faltar a su obligación contra sus reyes, no les permitió la patria degenerar en la vileza de apostasía.

     Don Álvaro que murió retirado en Castroverde, se mandó enterrar en Uclés. Cumplió su afecto, pero no podían cumplir su voluntad los albaceas, porque como cuanto tuvo lo gastó en ideas, quedó en la muerte sin el corto caudal que era preciso para comprarle el desengaño de una mortaja: ejemplo de quien fabrica grandes torres de fantasía, que como son de aire, en acabándose la respiración, se deshacen por falta de alimento; y desnudez rara que dio motivo a que doña Berenguela nos dejase el ejemplo de caridad, y olvido de propias injurias, franqueando luego que supo el desamparo, cuanto era necesario para su conducción y exequias.



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Capítulo XIII

Paces en el reino y extensión del culto divino, y religiones en España. Casamiento de san Fernando con Beatriz, hija del Emperador

     Quieto ya en el reino su legítimo poseedor, fue su primer cuidado atender a Dios, de quien recibió el cetro, y procurar restituir en obsequio lo mismo que recibió en favor. Es maravilloso el aumento que en estos años tuvo el culto divino, no porque el Rey lo pagase todo, que no hubiera podido sufrirlo el reino, sino porque conociendo todos el gusto que daban a sus reyes, contribuían con dones, y se alentaban en las más magníficas obras. ��O cuán bienaventurados tiempos, dice el historiador obispo de Tuy, en que el muy sabio obispo don Mauricio edificó su iglesia de Burgos, el canciller del Rey don Juan fundó la iglesia de Valladolid, y después obispo de Osma edificó aquella catedral; don Nuño obispo de Astorga hizo la torre y claustro, y compuso su iglesia; Lorenzo obispo de Orense formó la torre que hacía falta en su iglesia; y el piadoso don Martín obispo de Zamora no cesaba de edificar monasterios, iglesias, y hospitales.� Y esto sin contar la iglesia de Toledo, de que más despacio hablaremos en su lugar. �A todo esto, añade el Obispo, ayudaban con larga mano el gran Fernando, y su muy sabia madre Berenguela con mucha plata, y piedras preciosas y ornamentos.� Gran privilegio de la majestad, en algo semejante a la suprema, pues con sólo manifestar su gusto se hallan hechas las cosas. No era sólo el cuidado del Rey el culto divino, que es incentivo para la virtud: pasaba más adelante favoreciendo a los virtuosos, y como es común en la naturaleza buscar su semejante, parece que en este tiempo fertilísimo de santos buscaban a san Fernando, o este buscaba a los santos, deseando sólo conversar con buenos quien no sabía ser en nada malo.

     La Reina como prudente y discreta, era desconfiada. Veía a su hijo santo; pero como su virtud era en la flor de su edad, temió no la marchitara algún cierzo. Veíale mozo, hermoso, ardiente, galán y amable, prendas todas que atestigua como de vista el arzobispo don Rodrigo, y que por ser apetecidas, suelen ser muy dañosas. A los reinos de Castilla y León nada más convenía que ver una florida sucesión, con que el tratar de casar al Rey lo dictaba el interés del reino, y lo aconsejaba la cristiandad. Hablóle sobre este punto, y el obediente hijo, a quien Dios con su providencia llamaba a este estado, convino en dar a su madre el beneplácito que esta necesitaba para cumplir la obligación de libre en aquel punto en que no pueden los padres usar de mucha mayoría con los hijos. Discurrió doña Berenguela, y consultó el negocio con los ricos-hombres del reino, y últimamente se determinó pedir a doña Beatriz, hija de Felipe duque de Suevia, electo emperador de Romanos, a quien impidió la posesión el mayor partido, y menos dilación de Otón, y de doña María hija de Iraq, o como la vulgar interpretación dice, Coysat emperador de Constantinopla, sobrina de los emperadores de Occidente Enrique, y de Federico rey de Romanos, a cuya tutela estaba.



     La nobleza de esta señora no cabía mayor, y las prendas personales esmaltaban su nobleza. Fue, dice don Rodrigo, acabada, hermosa, sabia, y sumamente modesta. La había destinado Dios para esposa de un Santo, a quien agradaba más la hermosura del alma que la belleza del cuerpo. Con esta noticia se determinó la embajada, que llevaron don Mauricio obispo de Burgos, Pedro abad de san Pedro de Arlanza, Rodrigo abad de Rio-Seco, y Pedro Odoardo prior del Hospital de san Juan de Acre, que así llamaban entonces por razón del lugar los Caballeros, que antes se llamaron de Jerusalén, luego de Rodas, y últimamente de Malta. Dioles sus poderes el Rey y la Reina, y tomaron su camino haciendo el viaje con la ostentación que se suele en semejantes reales funciones.

     Recibióles el rey de Romanos Federico con la magnificencia que pedía el mostrar gusto de que su Rey hubiese elegido para Reina a su sobrina: y después de pasadas aquellas primeras ceremonias en que se explica, o el deseo, o la cortesía, se entró a tratar en artículos matrimoniales. No tuvieron mucho que disputar; pero fue lo bastante para que en este ajuste, y en las disposiciones del viaje se detuviesen cuatro meses. El lugar donde se efectuó este tratado no nos es claro en las historias; pero se infiere fue en Norimberga, según que los Anales de Augusta señalan la habitación del rey de Romanos.

     Dispúsose el viaje, y en Francia hallaron ser superflua su prevención, porque el rey Filipo, sin más instancia que la de caballero, sirvió a la nueva Reina con hospedaje en todo el tránsito tan decente a su majestad, como debido a una reina novia, y de tan esclarecida sangre. Fue celebrada en todo el mundo esta generosidad, con la cual llegaron a España, y deteniéndose el Rey por justas causas, y necesidad pública del reino en Burgos, salió doña Berenguela a recibir su nueva hija a Vitoria. Aquí fueron sus primeros abrazos, y aquí el sumo contento de conocer la Reina por su nueva madre a tan gran matrona, y reconocer esta las singulares prendas con que se adornaba su hija. Festejóla, sirvióla, y allá en su femenil lenguaje la acarició como pedían las circunstancias. Condújola a Burgos, donde estaba el Rey y toda la corte, y el día 27 de noviembre del año de 1219 se celebró el desposorio. El Rey, reino, y toda la corte oyeron la misa que dijo de pontifical el obispo don Mauricio en el real monasterio de las Huelgas, al fin de la cual echó la bendición a las armas, y el mismo Rey se armó a sí propio Caballero, por no haber presente otro rey que lo hiciese. Sólo la reina doña Berenguela, a título de madre, de reina, de ser suyo en propiedad el reino, hizo la función que podía tocar a una mujer, vistiendo el cíngulo militar a su hijo. �Loable costumbre de aquellos tiempos que se consagraban a Dios las armas que se habían de emplear en su defensa, y no se ceñían para lograr víctimas a la venganza!

     Continuáronse los regocijos y fiestas públicas los siguientes días, y habiendo concurrido a estas bodas por reales y primeras de un rey, que a los seis meses de reino le había pacificado, todos los ricos-hombres, caballeros, y un inmenso número de gente, el día de san Andrés salieron en pública ostentación los nuevos desposados, y en el mismo convento celebró don Mauricio la función de las bendiciones eclesiásticas, que comúnmente llamamos Velaciones, por el velo con que en señal del yugo matrimonial se unen los desposados.



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Capítulo XIV

Casamiento de la infanta doña Leonor, y nuevas alteraciones en el reino

     Duraban aun las fiestas de las bodas, cuando empezaron nuevos regocijos por llegar a la corte embajadores del rey de Aragón, que en su nombre y de todo el reino pedían por su reina a doña Leonor, tía de san Fernando. Las prendas de esta señora eran celebradas en las naciones más distantes. Los aragoneses no tuvieron mucho que vacilar en la elección, deseando como deseaban dar cuanto antes estado al rey don Jaime. Su edad era poca; pero la competencia entre sus tíos de quien había de heredar el reino, si faltase el Rey, era grande, y no había mejor medio para sosegar la mucha inquietud que se podía temer, que casar al Rey, y desposeer de la esperanza de heredar los colaterales con la sucesión directa del poseedor. A los reyes de Castilla no les dejaba dudar la conveniencia de tener amigos a los aragoneses; porque como san Fernando deseaba emplear los filos de su espada contra infieles, procuraba evitar toda ocasión en que se pudiesen embotar contra católicos, y así se concertó en breve tiempo el ajuste, y se dispuso el día de la entrega, que fue a 6 de febrero de 1221. Hízose en Agreda, adonde con aquella casualidad que se imagina en lo público después de muy concertadas las horas en secreto, había llegado el día antes el rey de Castilla, y su madre doña Berenguela acompañando a la nueva Reina; y el rey de Aragón don Jaime llegó este día en que se hizo la función. Aquí estuvieron los Reyes poco tiempo, como que todos estaban, o se consideraban de paso. Condujo el rey de Aragón a la reina doña Leonor a Tarazona, y en la iglesia de santa María de la Vega recibieron las bendiciones, y los reyes de Castilla con su madre se volvieron a Valladolid, adonde habían mudado su corte.

     No duró mucho la quietud de esta, porque al fin de las grandes tempestades siempre queda algún viento que conmueve las olas. Uno de los más ricos y fuertes en Castilla, era don Rodrigo Díaz, señor de los Cameros. Éste con su grande talento, y nobilísima sangre se vio favorecido con tener la llave y gobierno de muchas fortalezas del reino. Mandaba mucho, y así tenía émulos y quejosos. Dieron cuenta al Rey quejándose de sus procederes, y el Rey con prudencia y justicia le mandó comparecer en la corte para responder a los capítulos que se le hacían. Quiso al principio declinar jurisdicción, porque había tomado la Cruzada para asistir a la guerra contra los moros, y era uno de los privilegios de los Cruzados no poderlos citar ningún juez secular, gozando fuero eclesiástico en sus causas. No debía de ser tan firme este fuero, que no admitiese mucho ensanche, o mucha duda, pues si no fuera así, ni el Rey le hubiera obligado, ni don Rodrigo hubiera cedido en comparecer como lo hizo al principio del año de 1221.

     Hiciéronle los cargos, y o fuese porque admitían poca disculpa, y se probaban más de lo que el reo creyó, o fuese porque el honor y nacimiento hizo mucha guerra a su buena fama, tomó una resolución en que la necesidad del reino evitó el precipicio. Huyóse de la corte, y se hizo fuerte en los mismos castillos y lugares que gobernaba en tenencia. No fue su delito tan grande que excediese los términos del perdón, porque no intentó levantarse contra su Rey, sino que determinase la fuerza la causa que temía que sentenciase la justicia. Acudió el Rey al remedio, y como veía que don Rodrigo se alzaba con los castillos y lugares de la corona, le privó de los que tenía suyos. No le obligó al principio este castigo, porque esperaba que una composición favorable daría término a esta diferencia, o debía de estar contento con el trueque. Requirióle el Rey con la debida obediencia, y no queriendo restituir lo que no podía volver sin abandonar toda su fortuna y hacienda, le fue forzoso al Rey repetir la diligencia, y solicitar mediador que por concordia lo hizo así, y al fin se dispuso que el Rey comprase lo que tenía usurpado al precio de catorce mil ducados.

     Dio el Rey el dinero, y añadió de adehala en este contrato su gracia, no porque quisiese comprar por amigo a un súbdito, sino porque ostentaba el perdón de las injurias, y el no tener enemigos. Verdaderamente que aunque los historiadores se contenten aquí con referir el hecho, no podemos menos de hacer alguna reflexión sobre este caso, en que resplandeció la templanza, la prudencia, y el cristiano y real ánimo de san Fernando. Contemplo yo a un rey joven en la ardiente edad de 22 años, desobedecido de un vasallo, despojado de lo que era de su real patrimonio; que le habían faltado tanto al respeto como levantarse con los mismos castillos que había confiado. Miro a un rey hecho a vencer rebeldes de mayores fuerzas. Considero el sentimiento de una reina novia aún, y con los peligros que puede ocasionar un susto a quien está encinta, como a este tiempo lo estaba la reina doña Beatriz; y últimamente contemplo que al Rey no le faltaba dinero pues le dio, ni gente pues la tenía alistada para tomar la justa venganza de sus enemigos. Y que en estas circunstancias elija comprar su propio territorio, y gaste de su patrimonio por no derramar la sangre de los vasallos, ni en justa venganza, es política superior a la que aprenden los reyes en sus escuelas de estado, y es acción que está mucho más arriba de la edad de nuestro Rey, y muy distante de los palacios de este mundo, y sólo conocida de aquellos a quien el natural, la crianza, y la devoción elevan a varones santos, y hacen santos a los varones que gobiernan.



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Capítulo XV

El tercer hermano de los Laras inquieta al señor de Molina: véncelos el Rey en amigable concordia, y queda el reino en entera paz

     No se sosegaron las inquietudes, porque al mal genio no le suaviza la Clemencia, y quien no espera su salud en tiempo quieto, desea que haya algún espíritu revolvedor que conmoviendo las aguas, sea ocasión de las turbaciones, y a la verdad los rayos no hallan en que únicamente sueñan lograr su alivio, lucimiento en la serenidad. Eran de esta condición los tres hermanos Laras. El principal conde don Álvaro le dejamos muerto con la pesadumbre que le ocasionó la noticia de haberse ajustado las paces. El segundo don Fernando ya dijimos acabó su vida en tierra de moros; porque no teniendo ocasión de inquietar, no pudo su fuego contener el incendio que le abrasó consumiéndose a sí mismo. Don Gonzalo, el tercero, que había quedado solo en Berbería, donde se había pasado con su hermano don Fernando, no cesaba de escribir cartas, y solicitar los ánimos para nuevas revueltas. Logró poco, y sólo consiguió engañar a don Gonzalo Pérez, señor de Molina. Este tenía algunas quejas contra el Rey de aquellas que siempre tienen los que aspiran a ser más, no estando contentos con lo que deben ser, y viven como enojados con la naturaleza, porque les negase en el nacimiento lo que sueñan debido en su fantasía. En este ánimo hicieron mella las promesas de don Gonzalo. Fingía el de Lara un gran partido que suponía de su parte por haberlo sido de la de su hermano. Hacíase dueño de la práctica de gobernar partidarios; daba a don Gonzalo más de lo que podía pretender; tomaba para sí lo que fingía adquirido o conquistado; y disponía ya de mucha parte del reino, como dueño de las voluntades, y de las armas.

     Con este tropel de ideas, y estas esperanzas de vanidad, se levantó en su tierra el señor de Molina, y acaloró el pequeño ejército la presencia del de Lara, que con los avisos que tenía, llegó a buen tiempo a Molina. Conoció nuestro Rey, que no era útil ofrecer el perdón a los levantados, pues el de Lara había de atribuir a miedo la clemencia, y no era debido dilatar el remedio cuando los rebelados logrando el primer golpe talaban las tierras. Acudió con su ejército, que llevaba por ventaja la justicia, la disciplina, el valor, y la obediencia. Reprimió el orgullo de los sublevados, y ganó la victoria, porque generalmente estos esfuerzos en las rebeliones nacen de un fuego que a la primera llama acaba con su materia. El señor de Molina conoció su yerro; descubrió el engaño y mala inteligencia del de Lara; apartóse de él, e ideó su fortuna en la piedad de su rey. Era valeroso, y no espantándose con la primera turbación de los suyos, y el poder que contra sí tenía, se encerró en Zafara con empeño de hacerse fuerte todo el tiempo que necesitase para conseguir un fácil partido, pues sólo pedía el de la misericordia.

     Sitióle el Rey; pero supo defenderse tan bien, que no cedió a la fuerza, quien deseaba entregarse de grado. Al mismo tiempo de esta valerosa resistencia con las armas, interpuso para con el Rey a su madre la reina doña Berenguela. Esta matrona tomó a su cargo la composición, y fue el más acertado medio, porque sobre el respeto de reina y señora natural, tenía el imperio de mujer, y no se podía oponer ni el Rey su hijo, ni el señor de Molina a nada de lo que como mediadora determinase. Así fue, y recibiendo el Rey al de Molina en su gracia con ciertas condiciones, con que le dejó sujeto para que otra vez no se dejase engañar, retiró su ejército, y volvió este año de 1222, en que sucedió esta revolución, a quedar el reino en paz.

     Creyó el de Lara hallar en el Rey algo de la mucha piedad que le sobraba para con todos, y pidió también perdón. No le faltó al Rey ánimo piadoso para admitirle; pero era muy prudente, y había menester tener iguales las balanzas, sin que pesase tanto la misericordia, que se quedase sin su intrínseco valor la justicia. Conoció que el de Lara pedía perdón, porque ya le faltaba la esperanza de poder ofender, y no deseaba le diesen lugar para estar quieto, sino que le abrigasen para salir en cualquiera ocasión que se ofreciese a revolver. Fuera de que el asilo que había buscado en los moros era muy mal sagrado, para que no le castigase un rey santo; y así se le respondió que el reino estaba en paz, y que no lo había estado todo el tiempo en que alguno de los tres hermanos había vivido en él, y que quien tan mal había tratado a su patria natural, no se espantase que le mirase como extraño, y no le quisiese regalar en su seno: que como piadoso tenía perdonadas sus ofensas, sin que procurase medios para la venganza; pero que como rey debía mirar por sus vasallos, a quien creía ofender si permitía que él los pudiese inquietar; y se oponía a la justicia dejar sin alguna pública satisfacción tantos daños como él y sus hermanos habían causado, los cuales no sólo no podía aprobar trayéndole a su gracia, sino que debía detestarlos con el mismo hecho de manifestar desagrado de sus acciones y de su rebelde, como terco modo de proceder.

     Oyó esta respuesta don Gonzalo y no quiso instar, porque no esperaba conseguir; antes temió que si el Rey le había a las manos sin manchar en nada su conciencia con la venganza, le había de castigar severamente por su justicia, y así se refugió, donde le admitían, entre los moros, retirándose a Baeza, en la cual de allí a poco tiempo acabó su vida, y con ella espiraron los tres hermanos Laras, que tanto han dado que escribir a nuestros historiadores. Eran ramas del nobilísimo tronco de los Laras. Dejaron sucesión, que dura hasta hoy en la familia de los Manriques; y en estos tiempos era ya muy antigua y tan poderosa, y noble, que por el genio tan travieso de los tres hermanos dio mucho en que pensar a nuestros reyes.



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Capítulo XVI

Perdón general que concedió el Rey. Su celo contra herejes

     Hallábase en tan pacífica posesión el rey don Fernando, que no se sentían en el reino ni aquellos accidentes que se miran como precisos en la convalecencia de una grave enfermedad. El mal humor de los tres hermanos Laras, que tanto le había infestado, estaba ya purificado con la muerte de los dos, y ausencia del que había quedado vivo. Los ricos-hombres vivían quietos a costa del desengaño; todos contentos con el Rey, que ya se reconocía por santo, pues sólo atendía a la justicia y a la razón. No fue poco poderosa para robar los corazones de los vasallos la acción generosa con que coronó su vencimiento, gloriándose de tener por trofeo de sus victorias las voluntades de cuantos le podían haber ofendido.

     El preliminar para esta idea fue expedir y publicar por el reino un perdón general, mandando que todos le imitasen en un total olvido de lo pasado, y sólo se acordasen de su obligación y de su naturaleza, no queriendo tener a ningún vasallo por fuerza, siendo su mayor gloria que le estuviesen sujetos de voluntad. Enseñando a todos con su ejemplo, y amonestándoles con el aviso, decretó que todos entre sí depusiesen los rencores y enemistades particulares, pues sería grave desorden que el rey perdonase a los vasallos, y estos no quisiesen perdonar a sus iguales. Y efectivamente, como no hay persuasión más eficaz que el ejemplo de los príncipes, en su reinado no se experimentaron aquellas guerras particulares, que en aquel tiempo se usaban muy frecuentemente, no bastando sin la espada la autoridad de los reyes para con aquellos que se miraban poco menos poderosos, o querían imitar en sus acciones el dominio y soberanía de la majestad.

     A sus gobernadores encargaba, cuando les fiaba los castillos y lugares, los gobernasen como padres, y no como señores, acordándoles, que pues iban a gobernar en su nombre, no era debido se profanase para ejecutar lo que no hiciera él mismo, si se hallara en persona.

     A esta mansedumbre unía el rigor contra los enemigos de la fe, en cuyo castigo fue tan fervoroso su celo, que por sí mismo llevaba la leña para quemar a los herejes, y aun por sí mismo pegaba fuego para que los redujese a cenizas donde se consumiese su memoria. De aquí nació la católica ceremonia que en obsequio de su santo abuelo han continuado nuestros católicos monarcas, que en los autos generales de fe, que en las cortes se hacen por la Inquisición, al pasar los ministros por palacio en la procesión que en la víspera forman para colocar la cruz blanca en el sitio del quemadero, da el rey un haz de leña, para que en su real nombre se lleve al brasero, honrando con esta acción a los ministros, y protestando la fe con la justicia, a que humildemente concurren.

     Esta heroica acción de san Fernando es tan cierta, como dudoso el año en que se ejecutó. En los conventos de reverendos padres dominicos de Ávila y Atocha está pintado santo Domingo, que como primer inquisidor ejecuta un auto de fe, y en él lleva nuestro Rey un haz de leña a cuestas para el castigo. Si esto fue así, sería por los años de 1219 ó 1220, que fueron en los que el santo estuvo en Castilla; pero su grave cronista fray Hernando del Castillo no habla de este auto, ni confirma en nada la verdad de esta pintura, cuya noticia no podía ser oculta a tan grave y aplaudido historiador, ni el caso es de tan leve circunstancia, que le hubiera pasado en silencio quien con tanta prudencia pesaba los sucesos. La. gloria de que con tanta razón es aplaudido santo Domingo por primer inquisidor, en cuya memoria se celebra en la capital de la Iglesia la congregación de la general Inquisición en la celda del general de los Dominicos, la quisiéramos venerar con la vanidad de que hubiera empezado a ejercer este oficio en España; pero el mismo historiador, a quien como en cosa propia debemos creer informado de todo, español de nación, y que no hubiera defraudado de esta gloria a su patria, pone el primer principio de la Inquisición en Verona, adonde empezó su comisión pontificia, y fue el primero que tuvo oficio y nombre de Inquisidor el gran patriarca santo Domingo.

     Los cuadros no hacen tanta fe como la historia, así por lo libre que es a los pintores el dibujo, como por lo mucho que suele desfigurar lo que ellos llaman historiado, y siempre en la pintura se traslada con el pincel la idea envuelta, y aun preocupada con la diversión en que se ha concebido la verdad. Muchas veces el pincel se divierte a los desperdicios en que pintan personajes que no vienen al asunto principal, y es creíble que el primer original saliese de una idea, que juntase en un lienzo diversos sucesos; fantasía con que muchas veces confunden los pintores dos verdades, equivocando la vista por juntar los tiempos, y haciendo presentes a los sujetos que nunca concurrieron.

     Ni aunque este ejemplo es tan digno de venerable memoria, hay motivos para que le determinemos a una función pública, y a una vez sola; pues el obispo don Lucas, autor de aquellos tiempos, no sólo dice que el Rey llevaba la leña, sino que aplicaba por su mano el fuego; y escribe esta acción no como hecha una vez, sino como muy frecuente en el santo, en quien en cualquiera ocasión, y con cualquiera hereje, era el mismo celo. Sus palabras son: �A los enemigos de la cristiana fe perseguía con todas sus fuerzas; cualquier hereje que hallaba quemaba con fuego, y el fuego y las brasas, y la llama apajeba para los quemar.� Este es autor fidedigno, a cuya puntualidad debemos este ejemplo, y parece cierto por sus palabras que no fue una vez sola la que el celo santo de la gloria de Dios arrebató a san Fernando para que nos dejase esta enseñanza, imitada por nuestros monarcas, y nunca bastantemente aplaudida por sus vasallos.

     Los anales de Oderico Raynaldo, puntual continuador de los célebres de Baronio, ponen en este año 1223 la entrada que hicieron los albigenses en España. Fue sólo centella que no encendió fuego, porque vivía el reino prevenido, teniendo ya casas fuertes, castillos y defensa grande en los conventos de las dos sagradas religiones de san Francisco y santo Domingo. El rey don Fernando, que veía esta peste infestando la Francia, se previno con la triaca que podía impedir el contagio; pero como este medicamento era preservativo, más servía para que no se infestasen los naturales, que para que se redujesen los extraños. Contra estos armados de falso celo no era fuerza bastante la exhortación, cuando ellos venían a pervertir, y a las voces respondían con voces, y a los argumentos con sofismas. Por eso el celo del santo discurrió, y bien, que el mejor medio era usar del rigor para el escarmiento, y del fuego para el castigo, pues siendo peste, ninguna medicina preserva más que el abrasar los apestados, para que purificadas sus cenizas, no inficionen el aire. Esta idea le hizo discurrir en el brasero, y de aquí nace la ley de quemar vivos a los pertinaces para la extensión de la fe, ya manteniéndola pura en sus dominios, ya extendiéndola en sus conquistas.



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Capítulo XVII

Primera salida del Rey contra moros, y vasallaje del reino de Baeza

     Con este celo estaba ya impaciente el animoso pecho de Fernando, pareciéndole que se dilataba mucho el emprender la guerra contra los moros. Era esta una vecindad impertinente a los reyes, muy nociva a los reinos, y contagio para las costumbres de los cristianos; y no podía san Fernando ver junto a sí entronizados por reyes a los que por su deslealtad a Cristo debían ser esclavos. No podía mandarlos, y era preciso para sujetarlos la fuerza, y así dispuso que se alistase gente, y que se levantasen banderas en todo el reino. Hasta ahora le había servido de excusa a su ardor el empeño en que le habían puesto las revoluciones domésticas de su reino; pero estas victorias las miraba como ensayos. En ellas había vencido la justicia y el bien del reino; y en las que esperaba, quería venciese y se ensalzase la fe y la religión. La reina doña Berenguela le exhortó a que consagrase a Dios los principios de su caballería, según refiere el arzobispo don Rodrigo; y esto es muy conforme a la piedad de esta señora, y su varonil pecho que enseñaba bien, y adulaba a su santo hijo con el consejo.

     En tierra de Cuenca, Huete, Moya y Alarcón, de la primera voz se alistaron tantos soldados, que sin aguardar orden del Rey, ni cabos que los gobernasen, creyendo que daban gusto a las dos Majestades divina y humana, se arrojaron al reino de Valencia, y volvieron muy presto ricos con los despojos que quitaron a los moros; cuyos campos y lugares talaron y quemaron. Animóse el Rey viendo tan valientes a sus vasallos, y apresuró con esta noticia todas las prevenciones, y se dispuso para la campaña.

     Alistado, pues, el ejército en la primavera del año de 1224, salió el Rey a gobernar las huestes. Acompañáronle en estas jornadas, ya para el consejo, ya para las fuerzas, el arzobispo don Rodrigo, los maestres de las órdenes don Fernando Coci de Santiago, y don Gonzalo Ibáñez de Calatrava, don Lope Díaz de Haro onceno señor de Vizcaya, don Alonso Téllez Meneses, su hijo don Suero Tello de Meneses, don Gonzalo Ruiz Girón, don Rodrigo González Girón, Rui Díaz, don Álvaro Díaz señor de los Cameros, don Lope Íñiguez de Mendoza, don Fernando Gutiérrez de Castro, don Ramiro Froles de Guzmán, y don Gonzalo Osorio, y a este ejemplo otros ricos-hombres, y un excesivo número de caballeros, a quienes empeñaba la honra; y de los demás era inmenso el número que alistaba el interés, con el ejemplar que veían de lo que había sucedido en Valencia, y con la esperanza de que el Rey no se interesaría en otra cosa más que en la religión.

     Empezó a caminar el ejército, y pasaron Sierra Morena; y al punto que los moros conocieron iba de veras la empresa, les embarazó el miedo para acudir al consejo, y batallaban consigo mismos en vez de ponerse en ordenada defensa. Mahomat, rey de Baeza, luego que supo que el ejército cristiano había pasado el puerto del Muradal, tomó por consejo más prudente la necesidad, y se rindió voluntariamente, a quien hubiera hecho que se sujetase por fuerza. Envió sus embajadores al santo Rey, le prometió vasallaje, diole la obediencia, ofreció rendir la ciudad, y ayudar con dinero y víveres al ejército. Oyóle el Rey, y como sabía discretamente usar de la misericordia y justicia, según las circunstancias lo pedían, acordó conceder al rey moro la clemencia, y en Guadalimar asentó las capitulaciones con los embajadores, gozoso de conseguir tributario un reino aunque corto, sin derramar sangre, y recibir como padre a muchos que en otras circunstancias debía tratar como esclavos.



     No convinieron con el rey moro todos los de su nación, antes bien los de Quesada la juzgaron pusilanimidad; y fiados en que su sitio era fuerte, determinaron resistirse. Pasó la resolución a obstinada porfía, y ya por su muchedumbre, ya por su sitio, consiguieron aquella engañosa tregua que les dio la dilación, con que se juzgaban vencedores, sólo por no haber sido desde luego vencidos, sin reparar que habían de pagar esta pertinacia con la sangrienta pena de ser pasados a cuchillo cuantos podían tomar armas, y hacer esclavos a todos los demás que excedieron el número de once mil, ejecutando san Fernando en corto tiempo con la mudanza de circunstancias la misericordia con el de Baeza porque se rindió, y la justicia con los de Quesada porque obstinadamente se resistieron: logrando con un ejemplar castigo la humildad, y obediencia de muchos pueblos, que aunque al principio determinaban oponerse, viendo en este corto tiempo la distinción de trato, y el diverso efecto que habían logrado el rey de Baeza y los vecinos de Quesada, unos por miedo se huyeron, y otros por entendimiento se dejaron concluir, y se rindieron. Harto lloramos no tener más individuales noticias de lo que pasó en esta jornada. Unos historiadores lo callan, y Mariana nos da el disgusto de manifestar que lo sabía, sin querer comunicarlo, diciendo que sería largo de referir; y con su licencia nunca es largo lo que es gustoso: pero las historias generales no se pueden detener a muchas individuaciones, y allí son precisos los compendios que en ésta fueran de adorno, y nos faltan las noticias aun para el bosquejo.

     Garibay explica que al pavor de Quesada desampararon los moros a Lacra, Teva y Pales, y el Rey mandó demoler el castillo de Esmader, porque no siendo útil, ocupaba gente en su defensa, y era refugio en que podían fortificarse los moros. Esclamel, y Espuley se rindieron, pero perdonando por esta sumisión la vida a sus moradores, y dejando con esto abierta y libre aquella tierra, envió a los grandes maestres Fernán Coci de Santiago, y don Gonzalo Ibáñez de Calatrava con don Lope Díaz de Haro a Bivoras, porque allí estaban encerrados, o con ademán, o con empeño de defensa, mil y quinientos árabes africanos: liga muy usada en aquellos tiempos, en que unos en la religión, y en la patria con los moros venían en su ayuda cuando los llamaban, o acudían con pretexto de socorro a adelantar sus conquistas, y formaban nuevos dominios de lo que cada uno usurpaba, o al amigo con título de defensa, o a los cristianos con pretexto de conquista. Cercáronla, y a pocos lances sacaron la presa de sus garras matando a muchos, y permitiendo la fuga a los que lograron el tiempo.

     En cuanto el ejército se ocupaba en estas victoriosas empresas dio la vuelta el Rey a Toledo, en donde le aguardaban su madre doña Berenguela, y la reina doña Beatriz. Dio gracias a Dios por las victorias, dejó el debido desahogo al pueblo en las aclamaciones, y llegado el estío, mandó acuartelar al ejército para concederle el preciso descanso, y pasó con las Reinas a Cuenca con el ánimo de disponer las cosas de suerte que en la primavera siguiente pudiese entrar en Valencia. Era este consejo prudente, porque esta empresa no se miraba por ocupación larga, y no convenía adelantarse mucho en la Andalucía, y alejando el ejército estar siempre con el temor de las surtidas con que podía inquietar el Valenciano, si lograba vengarse de la entrada conque le habían molestado los castellanos.



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Capítulo XVIII

Hace el Rey tributario suyo el reino de Valencia. Quejas del rey de Aragón, y sus ajustes

     Parece que vencía el santo Rey a sus enemigos sólo con la intención de hacerlos guerra. Llegó a Cuenca, empezó a dar providencias, y como no muy distante, tuvo noticia de cuanto en Cuenca se hacía el rey moro de Valencia, que tenía por nombre Zeyd, y acordó comprar la honra de no ser vencido con la mayor de ser vasallo de san Fernando. Para esto, precediendo las embajadas y salvo conducto, vino en persona a Cuenca, y allí firmó las capitulaciones muy a gusto de ambos monarcas, quedando san Fernando con todo un reino tributario, sólo con la buena disposición que tuvo en la empresa, y muy contento con su dominio Ceyd, por haber experimentado el benigno trato del Rey, cuya suavidad y blandura mitigaron el pavor que le habían infundido los castellanos con su correría, y se volvió a su tierra. Tocaron un arma falsa a san Fernando, porque don Jaime, rey de Aragón, cuya experiencia era ninguna, por no dar sus años tiempo a esta enseñanza, y cuya viveza en sí obraba por juicio ajeno, se dejó engañar de algunos, o aduladores a su gloria, o deseosos de turbulencias, en que se confundiesen sus desaciertos con su utilidad, e hicieron estos que se mostrase enfadado, y sentido contra el rey de Castilla, por pretender que el reino de Valencia era conquista que lo tocaba a Aragón, según la repartición que decía se había hecho de la tierra de moros, y aquella providencia que cuando se hubiese tomado era pacto para rescatar con mayor facilidad la tierra del poder de los bárbaros, la querían tan fuerte que fundase mayorazgo para el reino, invirtiendo mucho el orden de la justicia y religión; pues venía a ser impedimento para la conquista lo que se había ideado medio para la reducción, y no aplicándose a la guerra los aragoneses dejar en quieta posesión al rey de Valencia, que desocupado y seguro de los que debían ser sus enemigos, inquietaría al rey de Castilla como a vecino y cristiano. No consideró, o no podía por entonces considerar tanto el de Aragón, y movido de que resplandecían las espadas cuando en los alardes se sacaban al sol, determinó enviar embajadores de quejas a Cuenca, y al mismo tiempo entrar con ejército por tierra de Soria.

     Hizo algún estrago en varios lugares abiertos, bien como rayo de tempestad, que deslumbra y destruye sólo el corto tiempo en que luce; porque antes que los de Castilla se pudiesen poner en defensa, y hubiese espacio para conducir allá tropas arregladas, se vio necesitado el de Aragón a retirar las suyas, llamándolas a su defensa; y no habiendo conseguido nada en Castilla, no llegaron a tiempo para socorrerle en su reino, porque el infante don Fernando su tío alistó algunos señores del reino, bajo la bandera de descontentos, y creció a tanto número y poder a vista de la novedad y la osadía, que el Rey se vio precisado a concederles cuanto pretextaban, sin advertir con el natural embargo que causa una sublevación, que el darles mucho era acrecentar su poder; y aunque procuró de su parte afianzarse con la amistad del rey de Castilla, que perdonó su irrupción, como viveza de su corta edad, no le bastó esto para que no consiguiese el Infante, y sus aliados aprisionarle en Zaragoza, y tomar el mando con el pretexto de su menor capacidad. A este alboroto le sucedió lo que comúnmente sucede en estos casos, que la mayor violencia la causa la falta de consideración. Son olas que pasan presto, y fluctúan en sí mismas cuando hacen temer a los navegantes; a los cuales si no los dejan sumergidos a poder de su violencia, las quedan viendo pasar, riéndose de su mismo alboroto, que viene a parar en estrellar contra las peñas, y quedar vencidas de sí mismas cuando pretendían sorber las naos. Así sucedió en esta revolución, que con sólo dar tiempo, y acordar el Rey a las cabezas de la inquietud mucho menos de lo que podían esperar, le restituyeron la libertad, y prosiguió el Rey en posesión, y el reino no tan quieto que pudiese su rey divertirse a soñados agravios, ni faltar a la amistad, que tanto necesitaba del nuestro, dejando a este libre para su mayor empeño contra los enemigos de la fe.

     En este año 1224 y en el camino tuvo noticia de haber abrasado un casual incendio mucha parte del convento de san Isidoro de Dueñas, y comunicando sus sentimientos dio al abad y monjes una porción de dinero para que le reedificasen, no faltando aun en este acto al debido amor y estimación de su madre doña Berenguela, pues en el privilegio que hoy se conserva en su archivo, explica que la donación la hace no sólo de consentimiento suyo, sino a intercesión de su señora madre, para que todos la venerasen por piadosa, y sus monjes la reverenciasen por agradecidos.



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Capítulo XIX

Segunda salida de san Fernando. Gana a Martos y Andújar. Ríndesele vasallo el rey de Baeza, y acude a su clemencia don Alvar Pérez

     Pasado el invierno, y dada providencia a lo gobernativo del reino, salió segunda vez contra los moros de Andalucía con su ejército, acompañado del arzobispo don Rodrigo, y de los maestres de las órdenes. En esta ocasión se ganaron Martos y Andújar, y repartiendo el Santo los despojos entre los mismos que los ganaban, dio Martos a la orden de Calatrava. El rey de Baeza Aben Mahomat, que se había confederado con san Fernando el año antecedente, viendo en este el poder con que entraba, acudió con todo lo necesario al ejército, y no imaginándose seguro, o porque como entre los moros era tan desusada la fidelidad, no la concebían posible en los cristianos, o porque era nada bien visto entre los suyos por la precedente confederación, temía más a los que conocía malos, que al Rey a quien había experimentado amigo; no sólo quiso proseguir aliado, sino que determinó rendirse por vasallo. El buen trato de nuestro Rey, y el poder que cada día se le acrecentaba, infundía temor y respeto. Estos afectos le obligaron a una acción tan extraña, que no sé que en nuestras historias se cuente semejante. Vino a buscar la corte, y encontrándola en las Navas de Tolosa, se entregó a san Fernando, se sujetó por vasallo, y por primer tributo le besó la mano. Cónstanos esta acción por repetidos privilegios originales que se conservan hoy, pues como memorable se puso no sólo este año en las fechas de varios instrumentos, sino en los siguientes, diciendo el año segundo o tercero después que el rey de Baeza se hizo vasallo del de Castilla, y le besó la mano. Hallámosla ejecutada por el rey don Alonso de León padre del nuestro, cuando le armó caballero don Alonso rey de Castilla; hízola éste según la costumbre, y al tiempo mismo que nos las refieren las historias, publican su arrepentimiento.

     Esta acción es propia de nuestra nación, y no sabemos la haya introducido, ni la imitación, ni el rendimiento en otra alguna del mundo. Explica más vivamente el concepto del alma que las voces: sólo se usa para ostentar filial rendimiento, o para manifestar vasallaje; pero esto que en quien ha nacido vasallo lo mira como obligación, es muy digno de admirar en un rey, y un rey bárbaro a un rey cristiano, a quien miraba como enemigo de su secta. Estas consideraciones debieron de obligar a que por algún tiempo se tomase por época para contar desde ella los años en los privilegios reales. No sabemos con qué condiciones se ajustó este vasallaje, porque por ahora se volvió Mahomat a su reino, aunque por faltar sus vasallos a los pactos fue preciso apoderarse con toda propiedad de Baeza el año siguiente 1226 como veremos. La distancia de los tiempos, y el faltarnos los papeles, nos dejan en confusión. Es gran fortuna encontrar algunos privilegios originales que nos han aclarado muchas dudas; pero no es fácil llegar a saber donde tendrá escondidos el polvo a otros muchos que nos dieran luz para lo que ignoramos.

     Según todas las historias, Aben Mahomat se quedó con su trono, o fuese en gobierno en nombre de san Fernando, o fuese por su vida por entender mejor la dirección de aquellos bárbaros, o fuese como tributario con obligación de parias.

     Ni fue sólo este el vasallo, aunque de tan gran consecuencia, que en este año conquistó san Fernando. Otro, aunque de menos esfera de igual importancia, se redujo a la debida obediencia. Don Alvar Pérez de Castro, rico-hombre, se había quedado entre los moros desde las pasadas turbaciones. Era hijo de don Fernando de Castro el desnaturalizado. Podía ser este muy nocivo al reino, así por el mal ejemplo, como porque práctico del terreno y del gobierno de Castilla, podía hacer mucho daño con su persona y noticias. No parece vivía contento con su desesperación, viendo el rey que había perdido, y a los señores a cuyo dominio se había entregado; y así determinó volver a los pies de su legítimo señor, persuadido, y no engañado, de que quien recibía por vasallo a un moro, que era enemigo de la fe, no rehusaría el perdonar al que sólo tenía por enemigo su persona. No le salió vano el pensamiento, que espera bien quien confía en la virtud. Recibióle el Rey, y mostró don Alvar cuan de veras era su arrepentimiento, pues lavó la culpa pasada con lo bien que sirvió después con valor, consejo y lealtad.



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Capítulo XX

Sale tercera vez el santo Rey a la guerra: pone sitio a Jaén, y gana a Priego, Loja y la Alhambra

     Volvió la corte a Toledo, y a la primavera del siguiente año de 1226 salió la tercera vez san Fernando contra los moros. El ejército era bastante, pero no tanto como debía ser para las empresas que se intentaban. El arzobispo don Rodrigo, a quien el Rey en un privilegio de donación llama buen amigo, siguió como siempre; pero asaltándole una recia calentura en Guadalajara, le obligó a detenerse por ser doméstico enemigo, a quien es fuerza ceder en algo para vencerle, pues aumenta su brio y calor con la resistencia de quien le posee. Envió en su lugar a don Domingo obispo de Plasencia. No dudo suplirla bien en las funciones eclesiásticas; pero sin defraudar nada la fama al sujeto, a quien es bastante loor haber sido elegido por tal, es materia digna de reparo, que este año que faltó en el ejército el consejo del arzobispo, no sucedieron las cosas tan prósperas como los otros en que asistía: tanto como esto vale un fiel amigo, como le nombra el Rey, y un buen consejero como de cierto lo era don Rodrigo. Dirigieron las marchas a Jaén, a quien pusieron sitio; pero prevenidos los moros lucieron tan valerosa resistencia por su parte, que no contándose el ejército cristiano de tanto ánimo que pudiera sufrir un sitio largo, fue cordura y valor levantar por entonces el cerco, y revolver sobre Priego. El efecto enseñó ser acertado este consejo, porque se conservó la honra, y se ganó mucha hacienda y una plaza muy importante. Se conservó la honra, dando a entender que el sitio no se puso con intento de seguirle, sino de llamar los moros a Jaén para cogerlos descuidados en Priego. Se ganaba mucho, porque fiaban tanto los enemigos de esta plaza, que en ella habían depositado como en el sagrado de su fortaleza sus mayores riquezas. Fue importante su conquista, por lo bien murada y fuerte que era, respecto de las defensas que en aquellos tiempos menos estudiosos en hacerse mal unos a otros, había intentado el arte.

     Aunque todo el ejército la cercó de repente, y cuando ellos estaban sin más cuidado que saber el que se tenía en Jaén, fue menester todo el valor cristiano para rendirla, porque como animaba la codicia de mantener las riquezas que guardaban, y sentían dar mala cuenta de su depósito, llegó casi a desesperación su porfía; pero al fin cedieron todos los vicios al valor, y se entró por fuerza en la ciudad, matando a muchos, y prendiendo a todos los que con tiempo no se habían retirado al castillo; que a estos su buena diligencia les salvó las vidas, y la discreción de no detenerse mucho les concedió capitulaciones, con que salieron los moros, dejando bien ocupados a los cristianos en recoger el rico botín que habían depositado en aquella plaza.

     Animados ya los soldados con esta empresa, y esperanzados de que el Rey les concedía lo que por sus manos y con el peligro de su vida ganaban, tardaron menos en rendir a Loja, porque aunque la resistencia fue igual, el valor de los sitiadores estaba ya con experiencia de vencer y entrar por fuerza, y como los de adentro sabían por sus vecinos el camino del castillo, creyóse que seguirían el ejemplo en todo; pero su astucia intentó dilatar su entrega con pretender nuevos pactos, y o ya fuese esperanza de que les habían de socorrer, o ya intentar que gastasen el tiempo ociosamente los vencedores, cada día trataban nuevas capitulaciones. No duró mucho este engaño, porque conocido en el campo victorioso, un día aplicaron las escalas con tanto denuedo, que no les deslumbró la luz del sol que los descubría enteramente, y con que no podían lograr su común estilo de estar sobre la muralla sin ser sentidos, y avanzaron tan recio, que entraron en el castillo, y cobraron en la vida de catorce mil moros y moras que estaban dentro, el tiempo que les habían entretenido con falsa esperanza; y para que otra vez no les pudiese suceder lo mismo, y enseñar a los moros como el castillo era del rey, dispuso de él a su voluntad, arrasándole para que sirviese de ejemplo, quedando abatido el que había tenido atrevimiento de darles ánimo por elevado.

     Este ejemplo aterró a los que guardaban el Alhambra, pueblo vecino a Granada; pues atemorizados con lo que les contaban de sus vecinos, determinaron ponerse en salvo sin tentar inútilmente la resistencia; y dejando lo menos que pudieron, y cargando cuanto podían, abandonaron la fortaleza, y se refugiaron a un lugar preeminente en la ciudad de Granada, a quien dice nuestro Mariana, que por esta razón llaman aún Alhambra, aunque otros quieren venga este nombre de la tierra roja que allí hay, porque los árabes la llamaban así. Las etimologías son tan fáciles a la invención como difíciles a la prueba. Es cierto que si los moros que poblaron aquella parte de Granada vinieron de la Alhambra, es querer intentar cuestiones no consentir en que por esta, o colonia o refugio, se les dio este nombre. Pero esto nos importa poco, bástenos saber que ocupado el castillo de la verdadera Alhambra, pasaron los nuestros con sus correrías hasta cerca de Granada, quemando y talando sus campos; pero más discretos los moros de la ciudad, hallaron medio de comprar su libertad y su sosiego.



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Capítulo XXI

Treguas ajustadas con los moros de Granada. Conquista de Capilla y otros lugares. Vuelve el Rey a la Corte, y entradas que hizo su ejército en tierra de moros

     Para esto enviaron embajadores al santo Rey, requiriéndole de paz, y ofreciendo el más rico botín que podían dar a su piadoso y católico pecho, y fueron mil y trescientos cristianos que aprisionaban. Este robo que antes con otros fines habían ejecutado, les sirvió de mucho en esta ocasión, pues quien no tenía otro empeño en la guerra que adelantar la fe, no podía menos de conceder la paz al precio de rescatar cautivos, que podían inficionarse con el comercio de los moros; o no fuera tan católico el pecho, que abandonara los que de cierto eran cristianos, por extender en duda y en contingencia de guerra el culto católico. Era también mucha empresa Granada para el ejército, que este año se entretenía en menores asuntos, ensayándose para el siguiente, en que le veremos ocupado en más arduos empeños; y así concordada la paz en Granada, les dejó con ella el ejército, revolviendo sobre Montejo, que se ganó con facilidad, y con la misma se demolió, porque su sitio era muy dentro de los moros, y ocupaba mucha gente en mantenerle sin especial fruto en su posesión. No sabemos cómo se ganó en este tiempo a Capilla, que antiguamente se llamó Miróbriga, lugar en Extremadura de la diócesis metropolitana de Toledo. El suceso fue cierto, como nos consta de instrumento original. Cómo vino el ejército a buscarla no nos lo refieren las historias. Puede ser que al volverse el Rey a Toledo, alguna columna del ejército tropezase con ella. Cedieron los moros a la fuerza, pero retiradas las tropas, o se entregaron al rey de Baeza, o se rebelaron contra los cristianos, pues fue menester tomar en la siguiente campaña más de propósito este sitio.

     El arzobispo don Rodrigo pone en este año la toma de San Esteban, Eznatorafe, y Chicrana. Estos lugares no debieron tener resistencia, pues sólo merecieron una simple relación.

     Vuelto el Rey a Toledo, aunque había pasado el estío, y volvía para el trabajo en lo político y gubernativo, no desamparó la Andalucía, conociendo muy bien la inconstancia de los que reducía. A este fin, dio orden al maestre de Calatrava para que quedase con gente bastante a la guarda de Andújar y Martos. Quedóse allí también don Alvar Pérez para ostentar su fidelidad. Era de daño entre los moros por la práctica que tenía de Castilla, y muy provechoso a este reino por la comunicación que había tenido con los moros. Quedóse como práctico del terreno, y para manifestar a su Rey y al mundo que estaba tan sano de aquella dolencia, que no temía la recaída aun respirando en el aire inficionado, y que no vencería la comunicación de los moros la lealtad que había prometido, y la obligación en que vivía a la benignidad de su Rey, que había recibido en su seno a aquel hijo, o ingrato, o díscolo, o mal considerado.

     Estos caballeros estaban en sus cuarteles, y como a la guerra no movía el interés, no les pareció bien descansar, y así logrando el tiempo, paseaban la tierra con aquellas hostilidades, con que aun cuando nada se consiga, se debilitan las fuerzas del enemigo, impidiéndole la abundancia para el tiempo de quietud, y el sustento preciso para la ocasión de salir al encuentro. Quemaron, talaron, y abrasaron cuanto sobraba en las campiñas después de bien disfrutadas, y caminaba esta nube sin más viento que buscar los mejores cortijos para dejarlos los peores. A estos golpes despertó Abulali rey de Sevilla, y corno los bárbaros se hacían temer por muchos, dispuso en breve dos ejércitos. Con uno vino al encuentro, y su multitud hundía y talaba cuanto pisaba. Llegaron a las manos, y duró muy poco el combate, porque los cristianos pelearon tan bien, que en el encuentro y en el alcance mataron veinte mil moros, quedando con esto dueños de la campaña, para arrasarla a su gusto.

     El otro ejército tuvo más fortuna, o más rabia, pues acometió con tanta al castillo de Garcez, que no obstante la resistencia valerosa de los cristianos, lograron forzarle. Aquí peleaba la desesperación, porque bien conocían que el castillo no era de tanta importancia que su pérdida obligase a pedir paces al Rey, y no ignoraban que en volviendo al campo san Fernando había de vengar esta resistencia como atentado de su furia: pero en estos lances como obra la ceguedad, no se atiende más que al destrozo. Así sucedió, porque ganaron el castillo, y quedaron por poco tiempo vencedores; lo que irritó el ánimo de los cristianos para recobrarle con muchas mejoras.



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Capítulo XXII

Cuarta vez sale san Fernando contra moros. Gana por fuerza de armas a Capilla, y otros lugares

     Pasado el invierno salió la cuarta vez el rey don Fernando con su ejército año 1227, y con mucha más fortuna que el año pasado. Al entrar en Andalucía le salió a recibir el rey de Baeza, y aumentó como buen vasallo el ejército de su Rey con tres mil caballos. Comunicaron los dos Reyes lo que convendría disponer para la seguridad de ambos, y se convino en que el rey de Baeza entregase las plazas de Salvatierra, Burgalhimar y Capilla; y para seguridad del tratado, ofreció dicho Rey entregar el castillo de su ciudad, como de hecho le puso en manos del maestre de Calatrava. Pasóse adelante, dio el de Baeza sus órdenes, y fueron poco obedecidas, pues con el vasallaje y buena ley que guardaba con los cristianos era odiado de los suyos, y no falta quien le haya querido dar la honra de haber recibido la fe de Cristo, voz que entre los moros era título bastante para que le desobedeciesen en un todo, y más cuando mandaba entregar las plazas a los cristianos; y aunque con algún trabajo y empeño pudo reducir a Burgalhimar, en que entraron las tropas, Salvatierra se resistió a ambos Reyes quince días, y Capilla siete semanas, aunque vieron todo el ejército sobre sí. Esta pertinaz osadía tuvo esta vez un grande efecto, porque como no se cumplió al rey de Castilla la condición de entregarle las plazas, se quedó con Baeza que tenía en rehenes, y dio vuelta a Toledo a fin de reemplazar el ejército con gente, dinero, y demás necesario para asegurar a Capilla, que como perdida una vez y recobrada por los moros, la tenían ahora guarnecida con todas aquellas prevenciones que aseguraban la defensa, e imposibilitaban su conquista.

     Esta campaña era feliz si no se hubieran atravesado circunstancias que detuvieron el curso, porque en los reinos la furia de la guerra es como el ímpetu del agua, a quien detiene su rápida corriente un escollo que se atraviesa, y sin más diligencia que estar delante, impide su camino y anega el sitio que ya había vencido. Así nos sucedió, porque viniendo el Rey a disponer su socorro, detuvo el pensamiento de la guerra una montaña de política, dificultad que se atravesó, y pudo suspender por mucho tiempo las conquistas, si hubiera sido más fácil el socorro a reino extraño, cuando había tantos embarazos en el propio.



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Capítulo XXIII

Revoluciones en la Francia, de donde la reina doña Blanca pide socorro a doña Berenguela

     Cuando en España se corría tan viento en popa de la fortuna, recibió doña Berenguela unas apretadísimas cartas de doña Blanca, en que como a querida hermana pedía la socorriese en la mayor aflicción que podía abogar a una reina, madre y gobernadora de un niño, como había quedado san Luis con el cetro para jugar, y sin fuerza para gobernarle, si no le gobernaba mano ajena.

     Era este el caso. Con la novedad de la muerte de su rey Luis octavo, habían empezado a conmoverse los franceses; pero no habían erguido su cuello, ni los descontentos, ni los inquietos, juntándose en secreto para disponer la mina, en que tardaron desde el mes de noviembre en que sucedió la muerte del Rey, hasta el de marzo en que la dieron fuego, y se conmovió la Francia con las inquietudes domésticas, pretextando varios príncipes ser menos decencia suya que los gobernase una mujer. Vinieron a esta, o rebelión, o discordia, pues no podemos llamarla traición, no intentando el reino, sino anhelando a la tutela varios señores. Los principales fueron Roberto duque de Bretaña, Teobaldo conde de Champaña, con otros que tornaron por cabeza a Filipo conde de Bononia, tío del Rey, a quien querían Regente. A este partido fue muy fácil de alistar a Raimundo conde de Tolosa. Éste era fautor de herejes, a quienes había favorecido para que le sirviesen a él en las pretensiones políticas, en que andaba enredado contra los reyes, y les adelantaba en su libertad de conciencia, porque le ayudasen en su libertad de sujeción. Entró en el partido, y le echó a perder, porque dio fuego a la mina antes que estuviese bien preparada. Inquietó el reino, descubrió la conjuración, hizo algún daño, y con él avisó a la reina doña Blanca para que se previniese al remedio de la inquietud que había, y a la precaución de la que amenazaba.

     No se descuidó esta gran señora en dar el pronto remedio que pudo; pero al primer aviso, como no impedía sus disposiciones domésticas, dio cuenta al rey de Castilla su sobrino, implorando socorro con lágrimas de señora, con cariño de parienta, y con eficacia de afligida. Es verdad que mientras venía el correo hacia España, previno gente y dinero, y envió un buen número de tropas con todos los posibles socorros a Imberto de Beau-ieum, gran capitán, y tan afortunado, que cogió con arte y ventura los pasos al de Tolosa, y le obligó a dejar las irrupciones empezadas, y refugiarse a su señorío. No le valió este sagrado, pues no era razón que viviese seguro en su tierra quien inquietaba las ajenas. Sitióle el de Beau-ieum, y como para defenderse hubiese entrado mucha gente de armas, y el sitiador no diese lugar a que saliesen los ciudadanos, el hambre de todos, y la falta de municiones le redujo en breve a la obligación de admitir unas capitulaciones de rendido, o como solemos decir, a discreción del vencedor, que le puso la ley de que abjurase la herejía, admitiese en su estado inquisidores con facultad de castigar a los culpados y fundase universidad de letras, donde se enseñase la católica doctrina, y por vía de ceder en algo y honrar a la sangre del vencido, se capituló que su hija única había de casarse con don Alonso hermano del Rey, pero con condición que si de este matrimonio no quedase sucesión, el estado de Tolosa se había de incorporar en la corona. Cumplió con las condiciones todas don Raimundo, y por este medio sirvió la conjuración para aumentar el reino con un nuevo y fértil estado, como el condado de Tolosa, título hoy de Príncipe de la sangre. Efectuáronse los esponsales, por no tener edad para contraer el matrimonio los novios, y Raimundo sufrió el que le llevasen prisionero a París en cuanto cumplía todo lo prometido. Así feneció en pocos días una guerra doméstica, que podía haber inquietado al reino muchos años.

     Dichoso siglo, y dichosa Castilla, tierra fértil de matronas, dignas de eterna memoria, y nunca bastantemente alabadas Blanca y Berenguela, hermanas, ambas reinas, ambas tutoras de reyes, ambas madres de dos santos, ambas gobernadoras de dos reinos, y ambas en femenil aliento le tuvieron para sufrir que a sus hijos reyes y niños se les opusiesen tiranos a su tutela; pero ambas con varonil prudencia supieron disponer tan acordemente las circunstancias, que en breve espacio de tiempo cambiaron en utilidad las tormentas, y se aumentaron las coronas cuando tiraban a derribarlas.

     No podían doña Berenguela, ni don Fernando asegurar tan feliz suceso, cuando recibieron las primeras cartas de doña Blanca. Fiaban en su prudencia; pero temían aquella nación fogosa en sus movimientos. Acordábase doña Berenguela de sus alteraciones con los Laras; pero también consideraba no ser lo mismo una reina natural en Castilla, que una extranjera en Francia. Queríala como a hermana, y temía verla más oprimida que lo que se había visto. Todas estas consideraciones la movían a socorrer a la hermana. El piadoso corazón del sobrino no había menester la respetada orden de su madre, sabiendo que de este negocio pendía la religión que había abandonado el de Tolosa para alistar más gente por la herejía. Las dificultades del socorro eran graves, pues el dinero no abundaba tanto que se pudiera extraer de España sin peligro de que hiciese mucha falta; y gente era muy difícil enviar a otro reino, cuando el fin de volver el Rey a la corte había sido juntar más ejército con que socorrer a los de Capilla, y detener a los demás moros que por todas partes amenazaban.



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Capítulo XXIV

Muerte violenta que dan los suyos al rey de Baeza; y posesión de esta ciudad por los cristianos

     Estas confusiones consultaban entre sí madre e hijo, cuando les revolvió una novedad, que como les ocupó la atención, no les permitió el cuidado de reinos extraños, aunque estuviesen unidos los soberanos con parentesco. Vivían recelosos del rey de Baeza los moros sus vasallos, y llevaban muy mal serlo de quien había rendido vasallaje. Como ellos eran en todo desleales, sentían mucho ver a su señor muy leal con los cristianos. Querían ser absolutos, y lloraban fuese tan liberal en entregar a los católicos tantas plazas, y tener posesión de Baeza era un clavo que les atravesaba el corazón. Habíanse recobrado en fuerzas, y vuelto a sitiar a Capilla con tanto empeño de armas, y afectos, que temiendo Aben Mahomat, se quiso refugiar en Córdoba, para que no viéndole, entibiase la ausencia el hervor de la sangre; pero le alcanzaron en Almodóvar, y acabaron con su rey y su reino quitándole violentamente la vida. En este alboroto, aunque los de Capilla no habían cedido, clamaban por socorro, pues a no tenerle pronto se verían precisados a ceder segunda vez con menos honor la plaza, y dar avilantez a los moros, que ya sin rey que los sosegase y detuviese, habían intentado recobrar el castillo de Baeza, y no fue poca fortuna no se perdiese. Estas razones obligaban a mucho, y no desayudaba la debida venganza de la muerte del amigo, rey de Baeza: y así les fue preciso a los reyes de Castilla dar providencia en su reino, para discurrir después del remedio de la Francia, que ya con la buena disposición de su reina no era necesario, como hemos visto.

     Enviáronse socorros a la Andalucía, y fueron los bastantes para que los de Capilla quedasen con quietud, y los de Baeza no tuviesen opresión; porque los moros, que era multitud sin cabeza, como olas se movían y se estrellaban, y así intentando apresar por hambre el castillo, vinieron a desamparar la ciudad. Algunas historias refieren aquí el milagro de que hallándose el maestre de Calatrava en últimos términos, salió secretamente del castillo, valiéndose de la obscuridad de la noche sin ser sentido de los moros; pero a pocos pasos volviendo la cabeza vio una cruz roja sobre el castillo, que le avisaba que en él siempre había de triunfar, con cuya aparición cobró ánimo, volvió las riendas, y se refugió segunda vez adonde ya le amparaba visiblemente el cielo, y le defendía la cruz: y añaden que por la mañana vieron los moros en la tierra las señales de las herraduras todas hacia el castillo, ocultándoles la providencia las que precisamente habrían dejado señaladas cuando salían; o verdaderamente, como escribe alguna pluma que reparó en tanto milagro, el Maestre mandó al salir que herrasen los caballos todos con las herraduras del revés, y cuando volvió enmedio de la noche a la luz de la cruz, las volvieron a calzar en su sitio. Este portento no es increíble en guerra por la fe, y en socorro de un rey santo, pero no tiene comprobación alguna en la crítica. No parece posible que el arzobispo don Rodrigo, y el obispo don Lucas no supiesen un caso tan sobrenatural, y será difícil de persuadir a ninguno que dos prelados, y tan dignos no escribiesen este lance tan clásico, y hurtasen a Dios la gloria de la defensa por aplicar el triunfo a los hombres. Abundan en esta vida, como luego veremos, los milagros, y no es debido publicar portentos cuando no los asegura un grande fundamento.

     En las crónicas del santo Rey no se menciona este prodigio. Los historiadores graves de España no le insinúan, y el caso era digno de que le explicasen con más claridad, porque si a desamparar el castillo les obligó la falta de víveres, sería nuevo milagro los hubiese introducido la cruz por el aire, y si fue miedo de la multitud, es menester para contar el prodigio, pedir antes perdón al valor del gran Maestre.

     Ni si atendemos a las circunstancias era menester milagro, pues a los moros alborotados, conmovidos, y sin cabeza porque se la habían cortado a su rey, les llegó la noticia de que el de Sevilla en quien confiaban, no queriendo vasallos de tan traidora avilantez, pagó la cabeza del rey de Baeza, que le presentaron los agresores en señal de darle el reino, con las vidas de cuantos la llevaban, pues menos bárbaro que ellos, siquiera por rey, manifestó ser racional, y aseguró su cuello con no admitir el insulto. Esta noticia, que es indisputable, haría desmayar aquellos ánimos, que sólo vivían con la esperanza de la deslealtad.

     A este accidente sobrevino el Rey con grueso refuerzo de tropas arregladas, y no estaban para esperar los que no tenían más regla que la confusión, y así con sola la noticia desampararon los puestos, levantaron el sitio al castillo, y purificaron la ciudad, huyéndose en tumulto, unos a Córdoba, y otros a Sevilla, dejando a Baeza, en que entró el conde don Lope Díaz de Haro con quinientos infanzones de Castilla por la puerta que hoy llaman del Conde. Fue esta feliz entrada el día de san Andrés año de 1227, y por celebridad del día se enarboló en Baeza la cruz, y en las banderas el aspa del santo, y de esta casual ceremonia, que entonces hizo la devoción del acaso, quedó en nuestros reyes el estilo santo de llevar por divisa en sus banderas el aspa de san Andrés. Llegó el Rey, dio facultad y providencia para poblar a Baeza, y no fue menester gran cuidado, porque la fertilidad del país, y las conveniencias del sitio llamaron con empeño a cuantos podían dejar su domicilio para mejorar de terreno. Quedó por gobernador de Baeza el conde don Lope, y a don Alvar Gómez, y Tello Meneses encargó el Rey la defensa de Martos.



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Capítulo XXV

Erección y fábrica del magnífico templo catedral de Toledo, y ajuste entre san Fernando, y el rey de Sevilla

     Volvió el Rey a la corte, dejadas con las conquistas referidas, y con las disposiciones dadas bien defendidas las fronteras. En Toledo no descansaba, pensando siempre en empresas, y en empresas grandes. Estaba un día paseándose con el arzobispo don Rodrigo en la iglesia mayor, que era aquella gran mezquita que había purificado la reina Constanza, y el arzobispo don Bernardo en tiempo de los árabes. Era esta iglesia dignísima de memoria por el maravilloso suceso en que gobernando Dios el corazón de los moros cuando venía a Toledo el rey don Alonso a restituirles sus mezquitas, temerosos de sus vidas, le salieron al encuentro para suplicarle permitiese que se quedase purificada la iglesia, cediendo voluntariamente al pacto que el mismo rey había jurado de no quitársela. Esta memoria era dignísima al tiempo, pero la fábrica ni permitía durar tanto, ni la alhaja era tan preciosa, que mereciese el empeño de conservarla. Mejor era quedase a la posteridad su memoria, que su arquitectura. Sentía el Rey ver en la capital de su reino al Rey de los reyes en un palacio que para su veneración era menester contar una historia, y aun entonces era venerable por una particular providencia, y no por su obscuridad, ni pequeñez. Este sentimiento comunicó el Rey al arzobispo, y entre aquellos dos magnánimos corazones se concibió aquella magnífica obra que hoy día celebramos con las plumas, y admiramos con los ojos. Su longitud excede cuatrocientos pies; su anchura o latitud de las cinco naves que la hermosean doscientos, sin medir las capillas que la adornan a los lados. La altura de la principal nave de en medio de doscientos pies, y las otras con tal proporción que en lo menos alto forma una hermosa perspectiva con el mismo arte de su desigualdad. Los postes o machos que mantienen esta gran máquina entre chicos y grandes, si caben en el número para escribirlos, exceden de ochocientos y cuatro. Verdaderamente fueron grandes los corazones donde cupo al concebirse esta idea, y grande el ánimo en emprenderla, y gran maravilla que en aquellos tiempos un rey ocupado en guerras, empeñado en conquistas, con sólo el pequeño distrito de Castilla y Toledo, pudiese con su ánimo y favor adelantar tanto el culto divino; y siempre es digno de eterna memoria que el templo de Toledo, idea de nuestro héroe, el de Burgos, a cuya fábrica tanto concurrió, y el de Sevilla, que póstumo a su vida se delineó por su ejemplo, sean los que con más atenta curiosidad celebre por lo singularmente magníficos nuestra España.

     No le faltaba Dios al Rey con socorros a tiempo cuando gastaba cuanto tenía con Dios; pues mientras estaba en Toledo disponiendo mucho material para la obra, le dio un nuevo vasallo que le ayudase con su tributo a la paga. Había quedado en Baeza por gobernador el conde don Lope de Haro, y en Martos don Tello, y hallándose con gente y buen ánimo, corrieron la tierra de Andalucía, talando los campos de Lucena y Baena. El rey de Sevilla no se atrevió a oponerse de frente a los victoriosos, y tomando otro camino se acercó a Baeza para inquietar a los cristianos. A este consejo le dio mucha alma el socorro y ayuda que le fingían los que se habían retirado de Baeza. Deseaban ellos volver, y facilitaba el deseo lo que imposibilitaba su debilidad. Llegó hasta cerca de Baeza, e hizo aquel daño que fue menester para que perdiese el tiempo, y le diese a que revolviendo don Tello, le obligase a tal extremo de perderse del todo, que tomó a buen partido hacerse tributario del rey de Castilla, obligándose a pagarle cada año trescientos mil maravedís; cantidad que conoce bien excesiva quien ha examinado papeles de aquellos tiempos; pues aunque hemos perdido enteramente la noticia de su justo valor, sabemos que se tenía por gran donación a un monasterio veinte y cinco mil maravedís, y de nuestro Santo tenemos varias donaciones, cuyos instrumentos se guardan originales, y en ellos concede por dádiva real, y con la solemnidad de confirmarla como grande los prelados y ricos-hombres, las cantidades de veinte y cinco, cuarenta, cincuenta mil maravedís; con que la de trescientos mil maravedís fue sin duda exceso, a que obligó la necesidad sin consultar lo que valía, porque se compraba un reino que vacilaba en un peligro.



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Capítulo XXVI

Dase noticia de los Almohades, y división de la morisma en varias sectas y reinos

     Como los moros andaban oprimidos con la fuerza y violencia de las armas, y justicia de san Fernando, todo era entre ellos sediciones, división y desunión. Los que habían reinado en España, sujetándola casi un siglo, eran los Almohades. Estos se llamaron así por un gran predicador de este nombre, heresiarca de su secta, que por los años de 1148 empezó a juntar gente con la novedad de cierta interpretación que dio a su Alcorán, publicando que el Califa de Buldac, papa en su opinión, iba muy errado en su secta. Nunca estos tienen por sí solos bastantes fuerzas para hacer partido con sólo la lengua, pero nunca les falta quien defienda su lengua con las espadas. Así le sucedió a Almohades, a quien se juntó un astrólogo llamado Turmeto, que levantó la figura de un Abdelmon, hijo de un alfaharero, y le elevó, fingiendo que para rey tenía de su parte todo el influjo de los astros. Son los moros muy fáciles en estas supersticiones, y como la idea traía por tropas auxiliares la religión, la novedad, y el ser contra su legítimo rey Albadi, en breve tiempo se apoderaron, no sólo de la persona de éste, sino de todo el imperio del África; y pasando a España, lograron aquí la misma felicidad, que les duró el tiempo de las vidas de Abdelmon, y de Abenicob y Abenibeph sus hijos, que sucedieron en el imperio, y la de Abenhohamat, hijo de este último, en cuyo reinado perdieron la célebre batalla de las Navas, que ganaron los dos señores reyes Alonsos, octavo y noveno de Castilla y León, padre y abuelo de nuestro Santo; disponiendo la divina providencia que en su menor edad menguase tanto el poder de aquella luna, que no tuviese orgullo para ofender con su luz a vista del sol que ya había nacido al mundo, y quien no sólo había de eclipsar su intruso resplandor, sino ennegrecer su robado imperio; de suerte que el mismo padre y abuelo que habían dado el ser a san Fernando, le dispusieron libre el paso para lograr sus conquistas.

     Quedó en esta función tan débil de fuerzas el imperio temido de los Almohades, que ya no había sangre en el cuerpo para sustentar la vida, y las irrupciones, entradas, o recuperaciones de plazas que hemos visto, eran aquellos últimos esfuerzos de la naturaleza, con que débil el ánimo quiere ostentar vigor cuando aun le falta el sufrimiento, o es un vil engaño con que se debilita más quien pretende sacudir con violentos esfuerzos su flaqueza. Esta sola tenían los Almohades, pero aunque flacos eran muchos, y no era tan fácil el sujetarlos; y Dios, que en la victoria de las Navas empezó a abatirlos, acabó este año de 1228, formando su último fin por los mismos medios con que habían exaltado su imperio.

     Un cierto moro llamado Aben-Hut, en cuya sangre vivía no sé qué espíritu real, que se dice había heredado de los reyes de Zaragoza, y en cuya soberbia no estaban bien unidos la sangre heredada en fantasía, y la realidad de nacimiento humilde en la estimación, logró con ingenio introducir primero en conversaciones particulares, y luego predicar a voces, que todo el daño de los moros, y todo su abatimiento dependía de la mala conducta, y peores máximas en la religión de los Almohades. Esforzaba con grave voz aquello de no ser mucho faltase la providencia del cielo a quien faltaba con sus falsas interpretaciones a la ley, y no era menester dar muchas voces a los que se hallaban perdidos en su estado, y les ponían delante grandes conveniencias en esperanza. Conmovióse la morisma; seguían muchos a este nuevo predicador, y rey que consiguió coronarse en Ricote; hízose rey de Murcia; apoderóse de muchas de las cercanías de Granada, y dividió el imperio de los Almohades: con que sin derramar sangre le dejó perdido, facilitando con esto la conquista a nuestro Rey, que si bien al principio dudó prudentemente de esta turbación, luego se aseguró, que los humores revueltos sólo enferman al cuerpo que los cría.

     Pero no dejó que cobrase fuerzas esta nueva secta de religión y dominio, antes siempre envió bastante gente a que corriese el país, y le enflaqueciese con cuidados y destrozos en aquel tiempo mismo que por ser de la niñez necesitaba el nuevo dominio de mucho sosiego y ayuda que le enseñase a tenerse en pie. En este año 1229 no leemos expedición particular de san Fernando, y fue la causa que don Alonso noveno de León había sitiado sin más efecto que su desaire repetidas veces a Cáceres, y como sus fuerzas no eran muchas, y su fortuna no tan constante, temió volver al riesgo sin llevar padrino. Eligió por tal al rey su hijo; pidióle socorro de gente, y le estaba muy bien el trato de compañía, pues ganaba para sí las plazas, aunque su padre tenía otros intentos. Dividió sus fuerzas el rey de Castilla, con que no es mucho que por su parte sólo hiciese las correrías. En cuanto el ejército con que había auxiliado al rey de León ganaba a Cáceres, que tanto se había resistido, deshacía a Aben-Hut junto a Mérida, y con su entrega coronaba sus victorias. Esta noticia debemos a don Lucas de Tuy, y con su autoridad podemos bien atribuir a nuestro rey de Castilla las conquistas de Cáceres y Mérida, y la victoria contra Aben-Hut, pues tuvo tanta parte; como también el socorro que dio a su padre don Alonso para la empresa de que ya por experiencia se sabía que no podía sólo; la diversión con que ocupó al enemigo, y la gloria con que ganó para sí, sin saberlo su padre, estas ciudades, y la fortaleza con que las supo mantener: y si computamos estas partidas con las que su padre tuvo de data, es en la cuenta muy acreedor el don Fernando, aunque por llevar el ejército el nombre, y asistir en persona el rey don Alonso, se haya levantado con sumarlas entre sus hazañas; propiedad de la guerra, donde no es siempre la gloria de quien más suda, sino de quien más manda.



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Capítulo XXVII

Sale quinta vez contra moros san Fernando. Muerte del rey don Alonso de León. Quedan por sus herederas las Infantas contra el derecho de san Fernando, que con la dirección de doña Berenguela se apoderó del reino

     Pasado un año en que el rey don Alonso de León tuvo ocupadas las tropas y fuerzas de su hijo en las referidas conquistas, queriendo dar en acción de gracias parte de los despojos a el Apóstol Santiago, a quien se dice vio en el aire peleando contra Aben-Hut, determinó cesar en la guerra por atender a la devoción, y visitar en su iglesia el cuerpo del santo Apóstol. Consagró por voto la ciudad de Mérida, que dio al santo en su cabildo. El rey don Fernando volvió este año 1230 a la guerra, y encaminándose a Jaén, repitió el sitio, que también fue poco afortunado por tener más defensa que la que sufría la prevención que se llevaba. No quiso perder el tiempo el sitiador, y gastar el ejército en una porfía, y así determinó mudar el sitio poniéndole sobre Darzela. En éste estaba ocupado, cuando se oyeron las primeras noticias de haber fallecido su padre; pero aunque por infaustas se debían creer ciertas, se dudó mucho por no ser jurídicas, hasta que llegaron las que enviaba doña Berenguela, mandándole diese luego vuelta para tomar posesión del reino de León, que por derecho le tocaba por la muerte de su padre don Alonso, que sucedió en Villanueva de Sarriá de vuelta de su peregrinación este año 1230.

     Batallaron aquí en el real y generoso pecho muchos y contrarios afectos. La empresa de Andalucía la deseaba como desempeño de sus ideas; la obediencia a doña Berenguela la miraba como obligación natural; el adelantar la fe en aquel reino, conquistándole para Dios, era ya empresa a que le obligaba la devoción y la honra; y no perder para sus sucesores el reino a que le llamaba la herencia, lo creía ley que no podía lícitamente abandonar por sí solo. Acudió a estas dudas don Rodrigo, y le aconsejó como siempre lo mejor, mostrándole era forzoso tomar posesión del reino de León para proseguir la guerra, porque si no sería arduo empeño mantener dos guerras, cuando Jaén daba a entender que no bastaban las fuerzas para una sola, y que no era abandonar la conquista engrosarse con un reino, para acudir irresistible a la campaña: que más tiempo se gastaría en hacer la guerra con poca gente, que el que podía tardar la posesión de León. Estas razones que no tenían respuesta, las dio más eficacia la repetida instancia de doña Berenguela, que tomó con tanto empeño la vuelta del Rey, que salió en persona a recibirle si volvía, o a traerle si dudaba.

     Cedió a la razón, al respecto, y a la obediencia el Rey, y así la Reina la encontró en Orgaz, donde le dio de palabra la noticia que ya sabía por cartas, y por notoriedad, que llaman de hecho, aunque de hecho menos digno; y era que el rey don Alonso el noveno en su último testamento y voluntad había desheredado a su hijo don Fernando, y dejado el reino heredado y dividido entre sus hijas doña Dulce y doña Sancha, a quienes siguieron inmediatamente algunos vasallos o noveleros, y todos aquellos que fían más de un acaso que del mérito.

     No es fácil de comprehender esta resolución del rey don Alonso, y en negocios de hecho es mejor muchas veces sentar en lo sucesivo que filosofar sin fundamento. La causa de esta arrebatada resolución, siendo cierto que no la dio doña Berenguela, ni el hijo santo, es forzoso la refundamos en lo instable de una voluntad humana. Sabemos que lo hizo, pero también sabemos que hizo mal. No se halla razón que favorezca a las Infantas. La disputa del matrimonio disuelto de doña Berenguela, de cuyo tálamo procedió san Fernando, es una excepción que la padecen con mayor fundamento las Infantas hijas de don Alonso, y de doña Teresa, que era hija de don Sancho primer rey de Portugal, cuyo matrimonio se anuló por el pontífice Inocencio tercero, por ser los contrayentes primos hermanos; y como el grado era tan inmediato, y el parentesco tan conocido, no hubo en su disolución aquellos reparos y resistencias que dejamos referidas en la disolución del segundo matrimonio. El ser mayores en edad las Infantas, no es motivo que se pueda referir a vista de ser infante don Fernando. El temor de inconvenientes en que se juntasen los reinos, era fingir pretextos para no obrar bien, pues ya dos veces habían por largo tiempo estado juntas las coronas, y sólo se había experimentado el inconveniente de excusarse una guerra. Quizá sería inconveniente grave este para quien aconsejó lo que se hizo. Por otra parte cuando la disolución o separación de doña Berenguela y don Alonso, había éste jurado dejar por su heredero a don Fernando, y es menester evidenciar gran motivo para no seguir la inviolable ley del juramento, y mucho más este a quien dio vigor la aceptación que a él hizo el sumo pastor de la Iglesia, y vicario de Cristo Inocencio tercero.

     Si los teólogos de aquel reino, fingieron la probabilidad, o lo lícito de esta acción en la guerra que tuvieron padre e hijo, sin duda que se olvidaron del breve de Honorio tercero, en que siendo ya rey de Castilla nuestro Santo, le escribe ratificando la herencia del reino de León, a que en virtud del solemne juramento estaba obligado su padre, recargando la conciencia de don Alonso, y declarándole por legítimo sucesor, confirmando la aprobación pontificia que había hecho Inocencio, y añadiendo la solemnidad con que había sido jurado, y recibido heredero de los ricos-hombres, barones, prelados, y demás cuerpos que componían el reino. Contra cuyas solemnidades era bien difícil el dictamen de la herencia de las Infantas que intentaba el rey de León; y debe causar más disonancia, pues siguiendo el juramento y palabra dada, no hacía mención en sus privilegios y donaciones de ningún hijo, porque no pudiendo poner en ellas que las otorgaba con consentimiento del rey san Fernando, que por su ausencia en Castilla no las podía subscribir, no era razón se mencionasen sus hijas por hembras, y por ser de matrimonio nulo sin contradicción; y este estilo lo observó hasta el último año de su vida, en cuyos instrumentos hallamos la novedad de referirse en ellos el consentimiento que habían dado las Infantas, y su declaración de tales. No hizo eco por entonces esta novedad, porque no se creyó que era, ni podía ser antecedente que infiriese lo que sucedió, y porque nunca menos se podía temer hiciese, o maquinase en su corazón el rey de León contra el de Castilla, que cuando se hallaba favorecido de este con el socorro de su gente, y más que nunca vivían, no sólo en tregua, sino en amistad. Por esto son los corazones de los hombres, relojes por lo general desconcertados, en quienes no señala la mano la hora que corresponde al movimiento del corazón, y la campana no toca los golpes que se quieren tener en secreto.

     Este desorden fue inevitable por no pensado; pero una vez sucedido, no tenía más fácil remedio que acudir con toda prontitud al reino don Fernando, y no dejar el terreno libre a las infantas. Doña Berenguela contaba los instantes por años, conociendo bien que las tormentas, y las olas no se aumentan a la medida del tiempo, sino a el de la furia, y el mejor medicamento es el preservativo. Para esto no dejó sosegar al Rey su hijo, sino que desde Orgaz tomó la marcha hacia León. Acompañaron en esta jornada a las dos majestades don Lope Díaz, Alvar Pérez, Gonzalo Rodríguez, Alonso Tello, Guillermo González, Diego Martínez, y otros ricos-hombres, en que iban muchos capitanes, y pocos soldados, porque esta más había de ser conquista de corazones que de plazas; y debía servir más el consejo prudente que la violencia.

     Logróse cuanto se podía desear, porque desde que pisó el Rey las fronteras se halló aclamado de los pueblos. Llamábanle pío, animoso, vencedor y santo. Dábanse a sí mismos las enhorabuenas de la suerte que les tocaba de tener por rey el que no merecían, y por señor al que veneraban. Bien sé que en estas ocasiones siempre hay aclamaciones de la esperanza; pero debieron de ser con alguna singularidad, pues como tales las expresa el arzobispo don Rodrigo, que era testigo de vista; y no es mucho, que siempre dispone Dios sea respetada la virtud en otros, y aun de aquellos que no la quieren en su casa.

     Entraron en el reino según el mismo arzobispo, y la crónica de san Fernando, por Tordesillas; y aunque esto parece que tiene alguna dificultad, pues dista este lugar sólo seis leguas de Valladolid, donde era mucho llegasen los confines de León, es forzoso cedamos en esta relación a los antiguos, pues en la geografía antigua y moderna no hallamos otro lugar de este nombre, y en las guerras que traían entre sí los reyes, y en el estilo de dar en dote lugares, no es difícil fueran en esta era los confines aquellos. Ni la cercanía de Valladolid hace fuerza a la aprehensión, si esta se recobra a considerar que la corte de Castilla entonces estaba en Burgos o en Toledo, distancia bastante para que Valladolid aunque grande fuese confín de Castilla. Respuestas sobradas a la erudición de quien quiso dudar; pero más fuerza nos hace el arzobispo que se halló en todo, y describe el viaje, contando los días, el primero en Tordesillas, que tuvo la fortuna de rendir las primicias del vasallaje; el segundo en el castillo de san Cebrián; el tercero en Villarón, donde acudieron comisarios de Toro a dar la obediencia, y por esta puntualidad mereció esta ciudad que en ella se coronase rey. De allí pasaron a Mayorga y Mancilla, y en todas partes se abrían las puertas, sin más dificultad que el llegar, aunque muchas no aguardaban a que llamase para abrirlas; y sus corazones, como se entregaban de grado, no permitían la menor seña de detenidos.

     Viose en este lance lo acertado del dictamen de la Reina, porque con la priesa que tuvo en llevar a León al Rey, no permitió hubiera bastante materia para levantar la llama el fuego de la discordia. Los ricos-hombres no estaban todos llanos por san Fernando. Había en el reino tres partidos, el mayor por la justicia y el Santo, y estos acudieron prontos a su asistencia: algunos, aunque servían a las Infantas; los principales eran el Maestre, y caballeros de Santiago, que las tenían bien refugiadas en Castro-Toraf. Éstos pretextaron su acción con los visos de cortesía; pero según se dijo entonces era empeño de su palabra al Rey, cuando al fin de su vida otorgó el testamento. Los demás estaban en medio volviendo la cabeza a ambas partes, y buenos jueces de su conveniencia cada uno de los litigantes les ocupaba un oído, y aguardaban a que el tiempo determinase para dar el auto de posesión sobre seguro. A todos ganó el santo Rey, a los primeros por leales con el agasajo, a los segundos por interesados con el patrocinio; a los terceros como benigno con todos, y como hermano de las Infantas con el perdón. El pueblo tuvo también alguna aunque corta división. Las olas principales seguían al Santo: tal cual batía contra la roca, y estrellada como perdida volvía a caminar contra todos. Fue pequeña la tempestad, no se encresparon, ni se amotinaron; ni les dieron tiempo a esto los prelados, que atendiendo al bien del reino, y a la quietud de su grey, vigilantes siempre, hablaron tan a tiempo, que lograron cediesen los pocos malos a vista de ser todos casi buenos. Alaban en esta acción con singularidad nuestras historias a don Juan obispo de Oviedo, Nuño de Astorga, Rodrigo de León, Miguel de Lugo, Martín de Mondoñedo, otro Miguel de Ciudad-Rodrigo, Sancho de Coria: pastores todos que gobernaron con tal vigilancia su cayado, que ninguno permitió hiciese punta el ganado con riesgo de un precipicio.



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Capítulo XXVIII

Favorece san Isidoro la posesión de su capital en el reino de León

     Fue entre todos muy celoso don Rodrigo obispo de León, que no pudiendo saber que el cielo había de pelear las batallas de Fernando, trabajó gloriosamente contra don Diego hijo de la condesa doña Sancha. Éste juzgó que era punto de caballero defender a las Infantas por damas: conmovió el pueblo, y le dividió en bandos. Salió al encuentro el obispo don Rodrigo sosegando el pueblo, y manifestando la justicia del Rey. Habló a don Diego, exhortóle, amonestóle, pero en vano, porque él preocupado de su fantasía caballeresca hacía vanidad de la resistencia, ideando finezas por las Infantas la desobediencia a su pastor; y para librarse de su obispo se refugió a sagrado, entrando en la Iglesia de san Isidoro, y haciéndose fuerte en la torre que guarneció con gente de armas; y aquí peleaba ya el altar profanado contra el altar, contra Dios, y contra su Rey. El Obispo quedó sin armas porque no le oía don Diego, ni podía acercarse a la torre sin peligro de su prisión. El pueblo estaba conmovido, y no oían todas las ovejas el silbo del pastor, que a unas era cebo para seguirle, y a otras aviso para ahuyentarse. En esta deshecha tempestad acudió Dios a pelear por el Rey, y a vencer visiblemente a don Diego.

     Recogióse este a dar providencias a su partido, y le asaltó un recio dolor de cabeza. Pensó que era accidente ocasionado de pensar mucho, y sosegóse un rato. Aumentóse el accidente, y acudió con las manos a detener los ojos que le parecía le arrancaba la vehemencia del dolor. No pensaba en nada, porque no podía, y en una suspensión inquieta de sus sentidos oyó una voz que decía: que san Isidoro quería matar a aquel mal caballero por haber profanado su iglesia. Recobró del susto quien estaba fuera de sí de dolor: llamó al abad del monasterio, y pidiéndole perdón de los daños, ofreció desde allí ser esforzado soldado de san Isidoro. Salió con estas condiciones, y con salud de la iglesia, reconociendo por rey a don Fernando, por quien el cielo sacaba tan de recio la espada. Con este milagroso suceso quedó victorioso el Obispo, y aclamado el Rey, a quien envió al punto mensajeros para que viniese a coronarse en la capital.

     Don Lucas de Tuy refiere muy por menor este caso; y aunque le omita don Rodrigo, y otros posteriores historiadores, es debido le creamos, pues el callar uno no es fundamento para negar lo que un docto contemporáneo, y obispo afirma con individuales señas, y el argumento negativo nunca en la crítica tiene fuerza cuando es contra autor grave y contemporáneo, que de positivo explica algún suceso. Fuera de que en esta materia es muy debido distinguir el intento y fin de los autores cuando escriben un libro. Las historias generales, como es la de don Rodrigo, tienen por asunto escribir los sucesos, y no se suelen parar en sus circunstancias, cuando estas no son muy propias del héroe de quien se va hablando. Al contrario don Lucas de Tuy tiene el fin de escribir la historia en compendio, y describir muy extenso las circunstancias varias y notables que sucedían, y de esta distinción de fines nace el silencio que en muchas ocasiones guarda don Rodrigo, y debemos dar gracias a don Lucas del feliz asunto de su obra, con que eternizó muchas memorias que fuera gran lástima hubiesen quedado sepultadas en el olvido.

     Una consideración favorece mucho a la verdad de este suceso, porque siendo muy probable, como veremos en su lugar, que san Isidoro tenía elegido a san Fernando para que conquistase de los moros su ciudad de Sevilla, y así se lo mandó, y para esto se le apareció, no es extraño que le facilitase la posesión del reino de León; la cual a ser dudosa o competida le hubiera impedido, o a lo menos retardado la conquista de Sevilla. Y esta es aquella fuerte y suave disposición con que gobierna la Providencia a quien, como todos los tiempos son presentes, dispone la facilidad de un negocio para dejar libre el campo, y el sujeto que ha de gobernar el siguiente empeño a que le tiene destinado.



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Capítulo XXIX

Concordia del rey don Fernando con sus hermanas las infantas doña Dulce y doña Sancha

     Sólo faltaba a esta posesión el ser pacífica, y para esto era no pequeña la dificultad. Las Infantas quedaban muy desairadas si no se tomaba algún corte, y como san Fernando sabía ser santo caballero, y caballero muy santo no podía permitir un desaire, ni su garbo contaba como victoria vencer a dos señoras, cuyo partido aunque fuese muy grande, siempre padecía la debilidad de femenil, y no podía ser triunfo el que empezaba por descortesía, ni se debían jugar las armas contra señoras que tienen su principal defensa en su respeto. Los ricos-hombres que las seguían, no debían desampararlas, ni cabía en su sangre, ni era razón imaginar que san Fernando concebiría mérito en una villanía. Esta dificultad era tan grave que hubiera atajado a cualquier político, y era la primera que se ofreció en este negociado, que tenía bien digerido doña Berenguela, cuya prudencia nunca bastantemente alabada, por más que la ensalzan nuestras historias, no encontró jamás lance difícil, ni laberinto para quien no hallase hilo ciertamente de oro en su entendimiento con que desembarazarse.

     Así sucedió en esta ocasión, en que acompañando a su hijo, dejó que las Infantas, y sus secuaces conociesen su debilidad a la resistencia, y su partido ciertamente caído; y cuando las vio convencidas de la razón, y destituidas de aquel vigor verdadero que suele infundir la esperanza aunque falsa, tornó la mano, y en su femenil estilo trató de composición. No quiso que jugase en este lance su hijo, porque no era garbo, y porque si entraban mediadores de la una parte, habían de acudir también de la otra, y los hombres ni se reducen, ni se convienen tan fácilmente, ni dejan de tirar a sus propios intereses cuando tratan los de sus amos. Por otra parte abandonar a las Infantas a que solas tratasen con quien habían tenido por su reina, y como su madre, era sujetar su voluntad a su atención, y dejarlas indefensas con la cortesía, violentando su libertad con su misma presencia.

     Para obviar todos estos inconvenientes, dispuso que conociendo el peligro de sus hijas, y lo expuestas que ya estaban a vivir para siempre a expensas ajenas viniese por su mediadora, ahogada, y poderhabiente doña Teresa su madre, primera mujer del rey don Alonso. Vivía esta señora retirada en un monasterio, haciendo aquella vida apartada del mundo, y dada toda a Dios, que era el mérito con el cual vive ahora eternamente dichosa, y la veneramos en los altares. No obstante esto, como no impide el abandono del mundo cumplir con las obligaciones que por naturaleza son de conciencia, dejó a Dios por Dios, y por vía de vacaciones de su retiro rompió su clausura, y vino con la decencia y guarda que tocaba a una reina que había sido, y que vivía retirada por no serlo. Y era muy debido que para común edificación y decencia viesen todos lo que no quería ser.

     No se pudo idear mejor partido ni más conveniente medianera, pues sobre el afecto natural de madre, cuya naturaleza no podía permitir sin muchas lágrimas ver atropelladas a sus hijas, el respeto a su virtud tan celebrada hacía callar a todos aquellos que desean estas novedades para materia de sus conversaciones. El rey de Portugal su primo, y primo de las Infantas, no había de permitir se celebrase en las cercanías de su reino un tratado, que por ser contra sus parientas era contra su punto. Todas estas consideraciones tuvo presentes doña Berenguela, y con ellas fue a Valencia de Alcántara, que era el lugar determinado para las vistas, y dispuso el hospedaje a la portuguesa, que llegó allí a pocos días.

     Juntáronse las dos Reinas de un mismo reino, mujeres de un mismo rey, y ambas separadas del matrimonio por las sentencias y empeños de los papas; hijas ambas de dos reyes, y que la una había abandonado libremente el mundo por el retiro de un claustro, y la otra había cedido voluntariamente el reino que por herencia le tocaba: ambas apartadas del gobierno, una por vacar a Dios en el retiro, otra por atender mejor al reino con el consejo; y ambas madres del Rey, y las Infantas que litigaban; multitud de circunstancias que es bien difícil se lean en las historias como sucedidas otra vez en lo pasado, y no será mucho arrojo que nos atrevamos a dificultar que sucedan en lo venidero.

     Viéronse las dos Reinas, y pasados aquellos primeros abrazos, y demás funciones de cortesía femenil, en que la demostración de cariño es la mayor urbanidad, se llegó a lo serio de las conferencias. Duraron estas poco, porque entre una santa, y una heroína, y ambas discretas, no tienen lugar las altercaciones. Representó su idea doña Berenguela, y esta fue tal que no le quedó más arbitrio a doña Teresa, que dar muchas gracias de lo bien que trataba a sus hijas, a quien se dieron treinta mil maravedís, según dice el breve de Gregorio noveno, treinta mil ducados según copia Mariana. Garibay dice treinta mil doblas. Esta es aquella dificultad nunca apurada, y cada día mas difícil del valor de los maravedís. Por este concierto sabemos que era grande, pues según el registro de Gregorio, a quien debemos lo individual de estas noticias, el trato fue así.

     A cada una de las Infantas se le señalaron quince mil maravedís para su decencia, y en caso de muerte la herencia era del Rey. Si Dios las llamaba para el estado de religiosas, se debían rebajar a diez mil maravedís, los cuales habían de gozar aun después de su profesión. Pero en el caso de matrimonio cesaban durante él los dichos alimentos, y los lugares que por este motivo volvían al Rey o los debía éste tener en depósito, y como tal gobernar en nombre de la Infanta ausente, para que en caso de viudedad, nulidad de matrimonio, o divorcio, volviesen sin nueva merced, ajuste, ni escritura a poder de la Infanta. Para seguridad de esta cobranza se señalaron doce lugares, cuyas rentas seguras eran la cantidad que se les cedía, y en estos mandaban las Infantas poniendo sus Altezas justicias y cobradores, los cuales hacían pleito homenaje de fidelidad al Rey, y obligación de pagar a las Infantas: dejando establecido que si el Rey por justos motivos no gustase de alguno de estos gobernadores, debía la Infanta señalar otro, de forma que el Rey podía quitar, y no podía por sí solo señalar si no convenía en el gobierno la Infanta a quien tocaba el lugar. Y previniendo cuantos acasos podía ocasionar el tiempo, se hipotecaron otros siete lugares, para que en el caso de rebajarse las rentas de los que poseían las Infantas, las cobrasen de estos últimos que se daban en fianza. Dispuesto el ajuste, quedaron en tanta amistad las Reinas e Infantas, que juntas fueron a ver al Rey su hermano, de cuya liberal mano recibían sin guerra, ni otros peligros cuanto podían desear después de muchos disturbios. El Rey salió al encuentro para llegar a Valencia luego que supo la concordia; pero aquí batallaba ya el cariño con más empeño que antes el interés, y así se encontraron en Benavente, donde el Rey hospedó a las Infantas, y conociendo que el mayor festejo que se les podía hacer era poner luego en ejecución lo pactado, mandó se formase la escritura que se otorgó en Benavente a 11 de diciembre de 1230.

     Aprobaron y confirmaron ésta los ricos-hombres y prelados que se hallaban en distancia de poder venir a firmar, según la costumbre de los privilegios reales de aquel tiempo, y con todo este acto acudieron las partes ante el sumo Pontífice, para que confirmase, aprobase, y roborase esta escritura que firmó el Rey, y juró, y quizá por este juramento daba mucha fuerza a la aceptación pontificia, como que esta era aceptación del juramento que el vicario de Cristo recibía en la tierra. Es verdad que no era menester esta razón, sino el santo y cristiano estilo de aquellos siglos, en los cuales hallamos en los registros de los papas, que no sólo tomaban estos debajo de su protección, y como dándoles la bendición apostólica los reinos y reyes; sino también todas aquellas posesiones que pertenecían a personas reales, como eran bienes dotales, arras, viudedades, y otras semejantes; y de hecho el mismo pontífice Gregorio después de aprobada esta concordia expidió en 5 de diciembre de este mismo año breve en que recibía bajo de su protección a las Infantas, y a los bienes que por escritura poseían.

     Este fin tuvo tan impertinente negociado, que había confundido en su testamento el rey don Alonso; y si es digno de notar cuan poco valen contra la justicia y razón las voluntades y disposiciones humanas, no es menos digno de singular reflexión la prudente conducta de la reina doña Berenguela, que en pocos meses puso en pacífica posesión a su hijo en el reino, que por sí misma le cedió, y en pocos días ordenó que se coronase rey de otro que le tocaba por su padre. Hizo bien esta nunca bastantemente alabada matrona en no querer ser reina de Castilla, que era corto terreno para ocupar tan ancho corazón. Dejó inmortal su memoria por su templanza en no querer el cetro, por su prudencia en conseguir coronas, por su modestia en su obrar, y por su acierto en disponer.



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Capítulo XXX

Diferencia que sobrevino en este ajuste con el Pontífice sobre la entrega de Castro-Toraf

     Esta tan solemne concordia padeció a poco tiempo una tempestad en su firmeza, porque mejor informado Gregorio noveno descomulgó al maestre de Santiago Pedro González Mengo por haber entregado a Castro-Toraf, y se quejó del Rey por haberle introducido en el concierto. No refieren este suceso, ni la crónica del Santo, ni nuestras historias; pero dando noticia de la queja del Papa, y del nuevo concierto del Rey con la silla apostólica el registro de Gregorio noveno, nos hemos visto precisados a mendigar noticias de las historias de las Órdenes Militares, en cuyos archivos se confirman los instrumentos que evidencian lo que falta en las historias. Fue, pues, así el caso, tomando para mayor claridad y corriente el agua desde su nacimiento.

     Por los años de 1175 al mismo nacer la orden militar de Santiago, pensaron los reyes criarla o abrigarla con algunos castillos, donde se fortaleciesen contra los moros, y se refugiasen de sus interpresas. El rey don Fernando de León, abuelo de nuestro Santo, deseando sentasen el pie en su reino, como tan útiles para las conquistas contra moros, discurrió poner en sus manos el castillo de Castro-Toraf, cerca de Astorga; pero como la religión aún no tenía bien fundado su cuerpo, y estaba sin más alma que haberla recibido bajo de su protección Jacinto, diácono cardenal y nuncio de España, juzgó el Rey por inoficiosa una donación a un cuerpo informe, y a una alma que apenas tenía vida, y así de convenio anterior dio en propiedad el castillo a la Silla Apostólica, y en su nombre al mismo Jacinto diácono, su nuncio, para que este le enfeudase a la religión como lo hizo en el mismo año de 1175, y así quedó Catro-Toraf en propiedad de la silla apostólica, y en feudo con todo su usufruto a la religión, a quien sirvió de mucho cuando en Castilla perdieron los caballeros religiosos a Alharilla, de donde se refugiaron en Toraf.

     Por esta razón en la primera bula de confirmación de la orden que expidió Alejandro tercero, leemos que señalando bienes propios de la religión, y nombrando a Uclés, Mora, y otros lugares en Castilla para la conservación y habitación de los religiosos, no nombra a Castro-Toraf, y es la razón bien clara, porque el rey don Alfonso de Castilla menos escrupuloso en dar, no quiso fingir inconvenientes en sus donaciones y así al tiempo mismo que el primer gran maestre don Pedro Fernández de Fuencalada acudió a Roma en persona en compañía del señor nuncio don Jacinto, a suplicar al Papa confirmase la religión, presentó las donaciones hechas por el rey de Castilla, y no pudo ofrecer la del rey de León, que derechamente lo era al Papa. Por esto su Santidad ingirió en la bula las plazas y castillos de que la religión tenía el directo dominio, y omitió a Castro-Toraf, en donde sólo era feudataria, concediendo en la misma bula a los frailes todos los castillos que ganasen de los moros, en virtud de cuya cláusula juntaron en León muchos lugares al castillo de Toraf.

     Estos castillos y lugares de León no duraron mucho a la religión, porque viniendo a discordia los reyes de Castilla y León, los más de los caballeros de Santiago siguieron el partido del de Castilla, de lo cual irritado el de León, con el derecho de castigo o de venganza, se apoderó de casi todos los bienes que la religión tenía en sus dominios, y aun después de pacificados los reinos inventó mantener la posesión con el arte, porque introdujo la idea de pretender que si los frailes querían que se les restituyesen, había de ser con la condición de vivir el maestre y los principales de la religión en su reino, porque en ninguna línea quería que estuviesen sus leoneses a obediencia de los castellanos. Con estas diferencias de espadas y plumas, de guerras y procesos, tuvo el de León usurpado a la religión sus bienes veinte y siete años, y al fin paró el pleito en una composición, en que la corona se quedó con los demás lugares, y la religión recobró a su primera joya Castro-Toraf, como alhaja de mayor estimación.

     En este mal ajuste convino Gregorio noveno por no poder conseguir mejor partido; pero sacole el Rey entregando al maestre a Castro-Toraf debajo del pleito, homenaje de que había de defender a las Infantas sus hijas, según ya tenía dispuesto dotarlas en su testamento. Así se reconoce el poder de una corona, que aun cuando da, consigue, y aun cuando desprende alguna piedra, afianza más sus joyas. Este homenaje produjo el efecto que hemos visto de resistirse a la posesión del reino de León los caballeros frailes de Santiago, que mantenidos en Castro-Toraf observaban rígidamente su juramento; y aun viéndose perdido su maestre, que entonces era Pedro González Mengo, veinte y dos en el número de los maestres, juzgó contra su honra y palabra entregar el castillo al Rey, y le abandonó huyendo para dar al orbe aquella satisfacción en que la necesidad excusa las ocasiones; aunque también el rey don Fernando alcanzándole los pasos, le obligó a volver, y a que pasase el castillo de sus manos a las de sus capitanes.

     Como las Infantas miraban a Castro-Toraf con aquel cariño que infunde el haber sido su refugio, y aquella apacibilidad que lograba su sitio, tuvieron algún empeño en quedarse con él para su diversión y habitación; y al rey don Fernando y a su madre doña Berenguela les dio poco cuidado el conceder lo que pedían, y tanto menos cuanto miraban a Castro-Toraf como conquista, y el dominio directo que tenía el sumo Pontífice le había olvidado la privación del uso, y el ser solo de aquellos dominios que mantiene la especulación sin usufructo ni ejercicio; y aun llegó a tanto este olvido, que el mismo sumo Pontífice, que entonces era Gregorio noveno, confirmando la concordia entre el Rey e Infantas, no tuvo presente su derecho de Castro-Toraf, hasta que avisado por los obispos de Astorga y de Segovia, envió un breve a nuestro Rey, en que cariñosamente le expone las razones que la silla apostólica tenía a su favor, y supone no le quiso defraudar cuando en el instrumento de donación le dio por habitación de las Infantas, y al mismo tiempo usó de todas sus armas descomulgando al maestre porque había entregado el castillo sin protesta. Éste se excusó con la precisión. El rey san Fernando viendo por una parte el empeño de sus hermanas en lograr por su vida el castillo, y por otra la razón del Pontífice, discurrió un medio con que se contentase a la justicia del Papa, y al gusto de las señoras, y así respondió a Gregorio noveno con una carta en que protestaba ser propio Castro-Toraf de la silla apostólica, y se obligaba a darle siempre y cuando, según el concierto, hubiese de volver a la corona. Este es el caso, según las originales escrituras que conserva en sus archivos la religión; pero por cuanto no falta alguna ligera pluma, que por no pararse a que la cortasen más delgada, manchó con borrón su historia, confundiendo personas, y diciendo que Gregorio noveno reprehendió a san Fernando, desearíamos que todos viesen el breve de Gregorio noveno, y la respuesta de nuestro Rey, que es un en el registro de aquel Pontífice, porque en el primero se lee la atención y cortesía con que Gregorio avisa al Rey, suponiendo que bastaba su insinuación para su intento, y en la respuesta resplandece el respeto con que don Fernando veneraba como leal hijo a la silla apostólica, y ambos sirven de enseñanza y satisfacen la curiosidad.



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Capítulo XXXI

Visita don Fernando el reino de León. Piérdese Quesada, y la recobra el arzobispo don Rodrigo, a quien la dio el Rey, y fue principio del adelantamiento de Cazorla

     Concluida la paz en los dos reinos, y reducidos todos a una cabeza juzgó prudente doña Berenguela que su hijo visitase por sí mismo a León, para que viéndole sus nuevos vasallos, le amasen todos, y con su vista se afirmasen en el vasallaje los que hasta entonces le habían rendido, o por naturaleza, o por necesidad, y era debido se asegurase sellándole con el cariño. No era esto contra el parecer del Rey, que sabía que su padre ocupado en la guerra, y preocupado contra él, ni había cuidado tanto estos últimos años del reino, ni intentado arraigar la nueva flor en los corazones de sus vasallos, antes bien con el cierzo de su desamor, cuanto era de su parte, había procurado sacar la raíz para que no floreciese la vara.

     Conocía el Rey la utilidad en esta visita; pero sentía dar tregua a los moros. Estaban estos quietos, y juzgó que lo estarían por no poder más, y necesitar rehacerse en sus pérdidas antes de poder tentar nada contra Castilla. Con esto determinó ver por sí mismo todo el nuevo reino, consolando a aquellos vasallos, y concediéndoles privilegios, u obligándoles a aquellas leyes que más podían conducir a su buen gobierno, y tales que pudiese un pliego de papel de una orden suplir la persona del Rey en la composición de cualquier disturbio. Esta armonía en todo gobierno es el eje en que se mantiene, y la rueda que con sosiego la mueve. Ocupábase en esto con gusto, así por ser su primera obligación, como por lograr el consuelo de ver a sus vasallos tan contentos con el nuevo gobierno. Pero cuando vivía recibiendo aplausos, y dando gusto a todos, le llegó nueva de haber cedido los de Quesada a la furia con que de nuevo la habían atacado los moros, en cuyo poder quedaba. Llegó esta noticia a tocar en lo vivo del corazón del Rey, y al punto determinó acudir a todas partes. En el reino de León era necesaria su persona; la guerra se podía hacer sin que el Rey viniese: pero habiendo de enviar socorro, tomó uno de los mas acertados consejos que pudo prevenir o su prudencia, o la de su madre.

     Quedose en León, que allí nadie le podía substituir, y entregó el cuidado de la guerra, haciéndola propia en el fruto, en la utilidad, y en la conveniencia del arzobispo don Rodrigo. No había menester este dignísimo prelado estos menos dignos motivos para servir con fineza desinteresada a su rey, y con celo a la religión; pero conoció el Rey había de ayudar mucho a los castellanos, que en su genio piadoso añadiendo bienes a la Iglesia, habían de tomar la espada por devoción. Encargó la empresa de Quesada al Arzobispo, haciéndole desde luego donación de sitio tan disputado en estas guerras, y de lo demás que conquistase. Aceptó todos los partidos el Arzobispo, obedeciendo a san Fernando en la dádiva como a rey, y en la donación como a santo. Volvió a Castilla, ordenó el ejército, y en el verano entró en tierra de moros: taló los campos, quemó las mieses, hizo muchos prisioneros, y no sólo logró a Quesada, sino que sobrándole tiempo, le aprovechó en Cazorla, que redujo a la obediencia debida a Dios y al Rey. Este fue el principio del adelantamiento de Cazorla, que luego este año se aumentó con las conquistas de Concha, Chelis, Niebla; y el siguiente con las villas de Pilos, Toya, Lacra, Agocino, Fuente Julián, y otros lugares.

     Cumplió el Rey su promesa a Dios y a su Iglesia, y concedió a los arzobispos de Toledo la villa de Quesada, y demás lugares; y porque el Arzobispo se había adelantado de más de Quesada al de Cazorla, se llamó este estado el Adelantamiento de Cazorla, gozando de él los arzobispos hasta el tiempo del eminentísimo señor don Juan de Tavera, en cuya vida hizo el emperador Carlos quinto merced de él, con consentimiento de su eminencia, al señor don Francisco de los Cabos, marqués de Camarasa; pero el inmediato sucesor en la silla don Juan Siliceo, disputó en justicia esta posesión, y después de largos y enfadosos pleitos sobre su legitimidad y valor, el eminentísimo don Bernardo de Rojas y Sandóval concertó la diferencia, restituyendo a la santa Iglesia el Adelantamiento en la forma que hoy lo posee por la concordia estipulada y confirmada con bulas apostólicas. En estos lugares de la concordia no entró Quesada, porque volvieron a recobrarla los moros, y perdida ya, cuando se volvió a ganar segunda vez, se miró por todos como habido por nueva conquista, sin derecho a ella por el Arzobispo, que no tuvo medio de mantenerla.



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Capítulo XXXII

Diversión que hizo el Rey enviando contra los moros ejército a la Andalucía con su hermano el infante don Alonso, que ganó la batalla junto a Jerez

     Para dar más fuerza al arzobispo, dice don Lucas el de Tuy, que envió el Santo desde León un ejército a Andalucía. Iba en él para el decoro y nombre de General su hermano el infante don Alonso, y para el gobierno don Alvar Pérez de Castro. Refiere en breves palabras, según su estilo, que taló los campos, y consiguió una completa victoria contra un poderoso ejército cerca de Jerez, de cuyos despojos volvió riquísimo. y dejó bien escarmentado al rey de Sevilla Abenhue que los capitaneaba, fiando la victoria del poder de su multitud. De este original trasladó el anónimo de la crónica del santo Rey; pero como leyó el caso tan desnudo, le quiso vestir, y zurció tan mal, que hace con sus portentosas adiciones increíble el lance a vista del silencio de los demás; y siempre causa no poca confusión ver que calle tanto el arzobispo don Rodrigo, pues no era acción para pasada en silencio, y más en la soberanía del Infante, a quien por su sangre se había de atribuir toda la que los moros derramaron. Y si paramos un tanto el discurso, se hace más difícil que el Arzobispo escriba tan despacio su expedición de Quesada, y omita la que ejecutó al mismo tiempo el Infante contra todas las leyes de la política que sabía muy bien don Rodrigo, y que pedían referir muy por menor la función de don Alonso.

     El tiempo, el empeño particular de algunos, y las varias impresiones que se han hecho de estas crónicas antiguas, causan muchas de estas turbaciones o confusiones en la historia. La sospecha de estar viciadas unas y otras es más que mediana, y su fundamento grave, pero la dificultad en discernir si estaría añadida la crónica de don Lucas de Tuy, o dimidiada la historia de don Rodrigo, es insuperable. No obstante, nos debemos inclinar a creer verdadera la batalla y victoria, la cual pudo pasar en silencio don Rodrigo porque no tuvo más efecto que ganar honra, ni nuestro Rey ocupado en negocios políticos tuvo otro fin que divertir y escarmentar a los moros, y obligar a que no le inquietasen su gobierno; y una duda tan confusa la remueve con bastante autoridad la tradición, y la confirman nuestros Nobiliarios, cuando de esta batalla originan el apellido Machuca, noble en nuestra España, y de antigüedad tan constante. Sucedió, pues, que Diego Pérez de Vargas perdió por cansadas en el ejercicio la lanza y espada; pero más fuerte que lo insensible su brazo, viendo que le faltaban los hierros, acudió a una oliva, y desgajando a una rama su cepejón, entró por medio de los moros, haciendo en ellos tanta riza con este rústico instrumento como había hecho antes con los aceros, porque no hieren con virtud propia si les falta el impulso que ahora gobernaba un tronco. Esta acción, dicen estos libros, que vista por Alvar Pérez su hermano, exclamó diciendo: Machuca, Machuca bien, Diego; y de este dicho, o por norabuena de su valor, o por donaire de su instrumento, se refiere que viene el apellido de los Machucas, a quienes según este suceso no se les puede negar la antigüedad de su nobleza, que estaba antes muy conocida en la villa de Madrid, que se gloria con ser solar de tan ilustre familia.

     Otras muchas circunstancias de este suceso, como ser solamente los cristianos tres mil, y los moros treinta mil; haber muerto solos diez cristianos; tener entre sus prevenciones mucha cantidad de cordeles con que llevar atados a los cristianos, que sirvieron para aprisionar los moros; haberse visto en el aire al apóstol Santiago acompañado de un cándido ejército de caballos y caballeros blancos, sin duda mostrando en su color su naturaleza angélica; y otras semejantes individuaciones, nos contentamos con apuntarlas a la piedad, sin querer ingerirlas en la serie verdadera de la historia, porque padecen tanto de peligro en su certidumbre, cuanto se exageran portentosas.

     Nuestros más juiciosos historiadores, como son Zurita, Garibay y Mariana, no hablan palabra de todo lo referido, ni aun de la batalla que no hallaron bastantemente autorizada. La crónica no hace fe, porque sobre no saberse ni el autor que la escribió, con muchos fundamentos se puede dudar si la imprenta ha desfigurado sus verdades con muchas cosas que se conocen claras ficciones. Y en este mismo caso tiene una cláusula que debilita toda su autoridad, pues dice: Que por orden y exhortación del infante y capitán general, los cristianos se previnieron a la victoria, poniéndose bien con Dios, y limpiando sus conciencias, y se explica así: �Los cristianos se confesaron, los que podían, al Sacerdote, y los que no le podían haber, se confesaron unos con otros.� Esta cláusula que falta en lo substancial en la fe divina, es por sí sola bastante para negar toda fe humana, si no se confirma lo que dice por otros autores o circunstancias; y a la verdad el padre Pineda, que en el Memorial por el santo Rey procura cuanto puede esforzar la probabilidad de este suceso, sólo cita a su favor uno u otro manuscrito de menos autoridad que la crónica, pues aun su existencia la concedemos sólo por obsequio, a quien los refiere. Dejando, pues, a la discreción de quien lee la libertad de creer según el peso de estos fundamentos referidos, volvamos a nuestro héroe, que dejamos en León.



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Capítulo XXXIII

Bodas de la infanta doña Berenguela con Juan de Breña, rey de Jerusalén

     En cuanto el infante don Alonso y el Arzobispo gobernaban la guerra en Castilla, y el Santo visitaba a León, tuvo esta noticia de que le venía un huésped, a quien por su persona era debido festejar, y por el motivo de su llegada no podía un Santo dejar de asistir. El rey de Jerusalén Juan de Breña, a quien otros llaman Juan de Acre, viéndose sin poder para resistir en oriente, abandonando el reino a la necesidad, se embarcó para poniente. Tomó tierra en Italia, y como su fin era empeñar a los reyes en el recobro de su reino, procuró hacer alianzas, y logró en breves días el casamiento de doña Violante, su única hija y heredera, con el emperador Federico segundo, rey de Nápoles y Sicilia; y de esta raíz ha nacido en nuestros reyes el título de reyes de Jerusalén. De allí vino a España, donde el rey don Jaime de Aragón le festejó mucho; pero no parece pasaron sus ofertas de palabras. Llegó a Castilla y León con el piadoso título de visitar el cuerpo del patrón de España. Honrole mucho el rey de Castilla, asistiole, agasajole, y con las expresiones de cariño y cortesía, se introdujo el concierto del matrimonio, en que el rey de Jerusalén que era viudo, tomó por esposa a doña Berenguela, hermana del Santo, hija del rey don Alonso y de doña Berenguela. No sabemos si en este tratado como en el primero se capitularon asistencias para la conquista de Jerusalén. Es cosa muy natural, y muy del genio de un rey, que nada tenía más en el corazón que hacer guerra a los enemigos de la fe, y conquistar reinos a la religión. Lo cierto es que estos proyectos no tuvieron efecto, porque con la distancia del sitio y poder de los enemigos, había menester más esfuerzo que el que sobraba a los príncipes de Europa, ocupado cada uno en guerra particular; y así volviendo a Italia con su esposa, le mandó el Papa se encargase de la tutela del emperador Balduino, que por su corta edad no era capaz del cetro. Hízolo también como se podía esperar de su conducta, y le concedió Dios tan al principio de sus bodas una hija, a quien puso por nombre Berenguela, que tuvo edad para desposarse con el Emperador, cuando este pudo tomar sobre sus hombros el Imperio: conmutando así la providencia el reino de Jerusalén que Juan había perdido, en que viese a sus dos hijas emperatrices, y a su sucesión con más estados que le podía haber dado una buena fortuna en las guerras de su reino. Los Anales de Toledo adelantan este viaje al año 1224, seis antes del que llevamos de cuenta.



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Capítulo XXXIV

Divorcio de don Jaime rey de Aragón, y doña Leonor tía de don Fernando. Vistas que tuvieron los dos reyes en Huerta, y conclusión de este tratado

     Concluida esta dependencia, que aunque de tanto lustre se ajustó como de paso, sobrevino otra más enfadosa, que obligó al Rey a venir a Castilla. Había estado don Jaime de Aragón casado varios años con doña Leonor, hija de don Alonso octavo de Castilla, abuelo de nuestro Rey, de quien era por esta razón tía. Sentencióse por el legado apostólico Pedro Sabiniense la separación de los dos, a título de ser parientes dentro de tercer grado, contra lo que había determinado el concilio Lateranense. En la sentencia de consentimiento de las partes se la señaló a la reina doña Leonor por razón de su dote alimentos bastantes con que vivir. La bula con que Gregorio noveno dio comisión al Legado para determinar este negocio, tenía cláusula expresa, en que le mandaba se asistiese a esta Reina con lo necesario para su decencia. El Rey que había puesto el pleito, no reparaba en incidencias. Los prelados que concurrieron con el Legado a sentenciar, tuvieron el debido respeto a la orden pontificia y al decoro de doña Leonor; pero sin exceder en esto por asegurar más el partido, no fuese que el rey don Jaime se arrepintiese de dar después de la sentencia de divorcio lo que ofrecía tan liberal porque los jueces le despachasen.

     No vivía contento el santo Rey con esta separación, porque en las circunstancias no tenía mucho de cristiandad, y se divisaban muchas señas de afecto o desafecto. Había pedido el de Aragón el divorcio y manifestado el impedimento con empeño de que se legitimase. Pasaba ahora a segundas nupcias con doña Violante, hija del rey de Hungría. Tenía a doña Leonor, aunque con los estados o lugares que se había mandado por la sentencia retirada enteramente, y manifestando bien se había acabado el cariño mucho antes que el matrimonio. Dudábase de la permanencia del juramento que había hecho recibir años antes por sus reinos reconociendo y jurando por infante de Aragón a don Alonso, hijo suyo y de doña Leonor; porque si bien poco antes de la sentencia había dado petición ante el Legado pidiendo que se declarase por tal, el mismo presentarla pocos días antes de la sentencia, y contentarse con que el Legado pusiese un simple auto de vista, sin querer proveerla, era materia de sospecha prudente, y entonces que no tenía otro sucesor, no es mucho que el desamor a su madre no se transfundiese contra su propia sangre, ni que intentase apartarla tanto de su compañía, que separase el reino de su propio hijo.

     En este año que trató el rey de Aragón su segundo casamiento con doña Violante llegaba al estrecho este negociado, porque se debía temer mucho que el rey don Jaime, que había pedido y conseguido el divorcio, si lograba hijos de doña Violante, tomase la herencia para estos, como ciertamente legítimos; y en todo pleito es peligroso el derecho, y en pleito de reinos donde son tantos los jueces como los pueblos, es un grande abogado el rey, y hace sumamente peligrosa la sentencia. Todo lo consideraba san Fernando, y así desde León envió varios embajadores al rey don Jaime, y aunque los sujetos a quien cometió este negocio tenían las partes de conciencia, valor, y conducta, y no les faltaba la lengua para hacer patentes las razones, a todas satisfacía don Jaime sin dejarse concluir, antes viendo que las disposiciones para las segundas bodas se adelantaban, dieron cuenta a san Fernando.

     Determinó este avocarse con el rey de Aragón, que no resistió a la conferencia, y de unión y conformidad se dispusieron las vistas en el convento de Huerta en el confín de Aragón. Señalose el día que fue a 17 de Septiembre de 1232. Iba tan empeñado san Fernando, como quien consideraba no estar Dios bien servido, quedar su tía desairada, y su sobrino expuesto. Ponderó al de Aragón los motivos que le pudieron mover en otras circunstancias, porque siendo los reyes los que por estar sobre lo eminente del trono son más conocidos en el mundo, tiene el gusto del reinar la penalidad de no hacer cosa en secreto; y si todas las acciones de los reyes están expuestas a censura, no hay duda que de esta se había de hablar mucho en Europa: y no era aire del Rey, que se pudiese censurar había puesto el pleito de divorcio por casarse con otra: merecía más doña Leonor; el hijo que le había dado era prenda que los debía tener unidos, y no se podía hacer este agravio a un Rey que sabía ser caballero. Pero todas estas, y las demás razones en que se empleó la elocuencia de Fernando no tuvieron fruto, porque es imposible convencer con razón a la voluntad que se gobierna con afecto, y tenía el de Aragón a su favor el más poderoso argumento. Pretextaba escrúpulo, y era digno de tenerse en un matrimonio dentro del tercer grado, prohibido pocos años antes por el concilio Lateranense. Armábase con la jurídica sentencia del Legado, y en el pleito estuvieron muy avisados sus consejeros, pues atendieron a la debida decencia de la Reina, y nunca se propuso motivo para la separación, sino el de parentesco; como que estaban muy unidas las voluntades si se pudieran conformar con las conciencias. Representaba o fingía bien el sentimiento que había tenido; pero exageraba su escrúpulo como razón que no admitía respuesta. Aseguraba el reino en el infante don Alonso; y esto por entonces se podía creer que era verdad, porque era su hijo, y era único. Prometía lo mismo aunque el cielo le diese muchos hijos en doña Violante, y lo que hubiera hecho, o la verdad de esta promesa, se queda a nuestra buena fe, porque falleció antes el infante; y así no llegó el tiempo a descubrirnos el corazón, bien es verdad que haciendo justicia al de Aragón todo el tiempo que vivió don Alonso le trató como heredero, y no intentó contradecirse en lo prometido.

     Por el Infante no se podía sacar otro partido, pues no era justo diese rehenes que asegurasen en él la corona, y eran por eso mismo índices de la desconfianza. Por la Reina, como señora, se hizo algo más, y fue añadir a los tratados de separación la villa de Hariza, para que en ella viviese y criase a su hijo, dando con esta alhaja alguna muestra de buena voluntad, y que no había faltado enteramente el amor, o por lo menos sin tocar a odio se había convertido en cortesía. Jugó aquí un lance de garbo el de Aragón, pues la villa que tocaba en intereses, la dio con toda galantería y señas de que se alegraba poder dar gusto a aquella señora; pero al hijo mostró sentimiento, y sólo le alargó por no desconsolarla, con la obligación de que en creciendo en edad le había de restituir, para que sus vasallos le conociesen y le amasen, y él se criase entre las soberanías de la corte, y el ruido de los negocios no le aturdiese si entraba en la faena desde los regazos de la madre. Este ajuste tenía a lo menos algunos visos de decencia para doña Leonor, y se hubo de contentar don Fernando con lo que le ofrecían, cuando no podía su delicada conciencia apretar mucho en lo que deseara.



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Capítulo XXXV

Disposiciones en el gobierno político de los reinos, y sexta salida del Rey contra moros

     Acabada esta conferencia, se volvió don Fernando a su reino de León. En estos años no leemos que intentase expedición alguna de importancia contra los moros. Ellos vivían quietos porque los dejasen vivir, y se alegraban que el rey don Fernando heredase reinos que le ocupasen y le divirtiesen; y a la verdad, como la primera obligación era atender a lo que ya poseía, y no perder con el mal gobierno, más que lo que se adelantaba o podía adelantar con las armas, vemos a nuestro Santo muy ocupado en lo político, y en estos años desde 1231 hasta 34 son muchísimos los privilegios que se conservan suyos por ser importantes a las ciudades que los obtuvieron. Entre ellos hay el privilegio de fueros de Badajoz, de Cáceres, de Castro Xeriz, y otros; y como la concesión de cada uno de estos fueros pedía meditación, atención, cuidado y examen, así para conceder lo que podía conducir al buen gobierno y alivio de los vasallos, como prudencia y tesón para negarles lo que podía impedir lo soberano a la majestad, y su curso a la justicia, no es mucho ocupasen el tiempo; y el visitar el nuevo reino, y confirmar aquellos nuevos vasallos, gastaba muchos días. Los moros escarmentados en Quesada, cuya inquietud les había costado tan caro, que contaban por perdido todo el Adelantamiento del Arzobispo, vivían temerosos, y si pudieran conseguir en el real corazón de san Fernando se detuviese en los negocios políticos, contarían esta por la mayor victoria; pero admitían con gusto las precisas treguas, ya que no tenían esperanzas de victoria ni de paces.

     Concluidas ya las disposiciones políticas del gobierno, y dadas aquellas providencias que parecían necesarias para la dirección de los vasallos, conquistadas las voluntades de los leoneses, que quedaban más seguros en la obediencia con el gusto, que sujetos con la presencia, fiando el Rey su obediencia en su lealtad, determinó por este año de 34 proseguir la guerra contra los moros. No le sufría el corazón aumentar reinos para su corona, sino conquistaba almas para el cielo. No creía era extender su dominio, si no adelantaba la fe. Volvió a Castilla, y juntadas las huestes fue a sitiar a Úbeda. Poníansele delante las dificultades de ser plaza, a quien el miedo había prevenido y fortalecido mucho, porque la cercanía de Baeza por no tenerla en un continuo sobresalto, la había guardado con todas aquellas murallas, defensas, y almacenes que la podían ser seguridad a una interpresa, o defensa en caso de acometimiento. No acobardaron al noble pecho del Rey estas apariencias, antes era espuela a su valor limpiar a Baeza del padrastro que la afeaba, teniéndolo tan cerca, y como empresa de más honra, la admitió con más gana. Llevó el ejército, sitió la ciudad, y se halló la dificultad verificada; porque aunque con las buenas disposiciones del Rey a la plaza se le cogió de repente, no se la cogió desprevenida. Fiáronse en sus defensas, que para aquel tiempo eran tan bastantes, que duró el sitio cerca de seis meses. Para todo esto tuvieron provisiones, y no les faltó el valor hasta que les fatigó el hambre. Al Rey no le hizo novedad esta resistencia, y le sobraba constancia para sufrir la tardanza. La defensa no debió llegar a tocar los límites de la pertinacia, pues llamando a capitulaciones los perdonó el Rey las vidas, como que no las empleaban mal los que tan bien se defendían; y ellos no debieron de pedir otro partido, temerosos de que se recibiese por ofensa el haber tardado tanto en ceder. Con esta capitulación tan honrada para el Rey y útil a los sitiados, se rindió la ciudad, y entraron en ella los sitiadores en 29 de Septiembre, día del arcángel san Miguel. No hallamos en nuestros Anales las circunstancias de este sitio. Todos los autores convienen en su duración, y en mucho tiempo de sitio es necesario sucediesen muchas cosas dignas de la historia, que las suponemos en confuso; y por ser muy sabidas en aquellos tiempos no hubo quien se aplicase a escribirlas como superfluas, y ahora las lloramos como perdidas. A este mismo tiempo las Órdenes Militares que entonces obraban por sí mismas con sola la licencia del Rey, tomaron a Alfanges y Santa Cruz.

     La misma confusión que de Úbeda, tenemos en el lastimoso accidente que sucedió después de la toma de Úbeda, y fue el fallecimiento de la Reina. Refiérenlo los autores todo como sucedido por este tiempo; pero ni dicen el año, ni la causa, ni el lugar, aunque se supone en el reino de León. Zúñiga en los anales de Sevilla prueba con legítimos documentos, que el Rey tuvo esta pesadumbre por los últimos meses del año de 35, pues se hallan instrumentos formados en el mes de Agosto de este año, en que el Rey dice que juntamente con la reina doña Beatriz y con su madre doña Berenguela, etc. y por estos como tan antiguos, pues son títulos de posesión, debemos corregir a los que han hablado más en confuso por no haber sabido, o no haber escrito lo individual. Lo cierto es que Dios visitó al santo Rey con este aviso por este tiempo, meses más o menos.

     Fue la reina doña Beatriz digna esposa de tal Rey, e hizo más feliz su matrimonio con su fecundidad, pues tuvo nueve hijos: don Alonso, que después fue llamado el Sabio, don Fadrique, don Fernando que murió niño, don Enrique, don Felipe electo arzobispo de Sevilla, don Manuel, doña Leonor que murió niña, doña Berenguela, monja en las Huelgas de Burgos, y doña María. El dolor del Rey en este accidente, y su conformidad, nacida a un tiempo de su virtud y de su valor, nos la dejaron los autores a nuestra consideración, y no es poco argumento de su pesadumbre ver los ejércitos de Castilla sin inquietar a los moros, y el Rey divirtiendo su justo sentimiento con la novedad de visitar a sus vasallos.



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Capítulo XXXVI

Principio casual de la conquista de Córdoba, de cuyo arrabal, y una puerta se apoderaron los castellanos

     Cuidó Dios de las armas y con razón, pues siendo la guerra que hacía el Santo tan de su gloria, debía tomar a su cargo el cielo capitanear los ejércitos, cuando tenía con el sentimiento suspenso el corazón de su capitán por haber menester su esfuerzo para sufrir este golpe. Los cristianos de Andújar determinaron correr la tierra. Era esta una galantería muy usada en aquel tiempo, en que como nadie se imaginaba seguro, todos querían vivir prevenidos, y alejar cuanto pudiesen al enemigo.

     En una de estas correrías que en las expresiones de aquel tiempo llamaban cabalgadas, hicieron los cristianos de la frontera prisioneros a varios moros, que llamaban Almogávares. Eran estos como partidarios que de su voluntad se aplicaban a correr la campaña, aunque también servían al ejército, como en este tiempo los Dragones. Estos, aunque tan seguros para los moros, los vendieron en esta ocasión, dando noticia como Córdoba se podía lograr por interpresa, atacándola por el arrabal que en lengua mora se llamaba Axarquía; y aunque en aquel idioma se llamaba así todo arrabal, este de Córdoba ha eternizado su nombre específico con el general, y le llamamos hoy Axarquía. Los cristianos oyeron bien la proposición, y como el valor andaba de sobra, y eran francas de órdenes las cabalgadas, sin más prevención de víveres, gente, ni armas que su valor, partieron con las guías a Córdoba, sólo con el acuerdo de no pensar mucho, y algunas escalas que pidieron, como por partido o condición de salir bien de su palabra los Almogávares.

     Córdoba, fiada en su grandeza y majestad, no estaba tan prevenida como Úbeda. Suele ser muy común que está más libre del riesgo, quien ve próximo el peligro, porque asegura más el miedo cuidadoso de quien teme, que la ostentosa confianza de quien desprecia. Córdoba se aseguraba en su multitud, y juzgaba que su nombre solo era bastante defensa para ser temida. El arrabal o Axarquía la guardaban los Almogávares, y según la crónica del Santo, parece que los cristianos enviaron a ella a los que tenían prisioneros, para que en la ocasión les ayudasen; y cumplieron bien, porque aguardando a la noche del día 23 de Diciembre, año de 1235, se acercaron a una torre que estaba junto a la puerta de Martos, y aplicando las escalas subieron a la torre Álvaro Colodro y Benito de Baños. Fueron estos los primeros, porque muy hábiles en la lengua arábiga, podían ocultarse entre los moros, cuando la falta de luz no dejaba otra seña con que fuesen conocidos y es el único reparo que sabemos pusiesen estos animosos soldados, que ciegos con el valor y el deseo se atrevieron a lo que no hubieran intentado con solo haber una vez parado en el camino. Subieron estos dos, o espías, o exploradores, o conquistadores, a la torre, y hallaron dormidos a los Almogávares, aunque no tanto que no hubiesen menester su lengua, porque menos entregados al sueño los moros que estaban de aviso, les dijo uno de ellos que lo primero que se debía hacer, era echar de la torre abajo a sus compañeros, con cuya acción quedaron dueños de ella.

     El desprevenido ruido de los precipitados avisó a los moros con sobresalto, y en la confusión con que abrieron los ojos sólo les quedó el remedio de combatir cada uno solo como podía, o algunos juntos, sin más orden que la casualidad. En esta confusión, montando algunos cristianos a las torres, se apoderaron de todas las de la Axarquía: otros por las calles seguían a los que se recogían a la ciudad; y Domingo Muñoz con su corta, aunque valiente compañía, se apoderó de la puerta de Martos, por donde dio entrada a Martín Ruiz con sus caballos. Llegado el día se hallaron los cristianos con mucho valor repartido entre pocos sujetos, y gran fuerza contraria esparcida en una inmensa multitud. Discurrieron por las calles de la ciudad los caballos, y no hubieron menester poco brio para volver a la puerta antes que se viesen sepultados de saetas. Aquí recobrados conocieron había sido abuso lo que imaginaron valentía, y que es imposible la interpresa cuando hay una infinidad de centinelas que se opongan; pero con invencible ánimo, y con el brio de resistir a lo imposible, entraron en consejo los que hasta entonces habían procedido por ímpetu, y ponderando las dificultades que habían experimentado, discurrieron, y bien la gran diferencia que en la guerra tiene el ofender o defenderse, y que su corto número no era bastante para atropellar el peso de la muchedumbre que se les oponía a la conquista; pero sus valientes pechos eran esforzados para mantener la Axarquía y puerta que había conquistado su diligencia y su fortuna.



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Capítulo XXXVII

Tiene el Rey aviso del estado de Córdoba. Parte en persona al sitio, donde llegó con fortuna. Muerte violenta que dieron los suyos al rey de Écija; y disposición para el sitio de Córdoba

     Con las reflexiones hechas por la cordura y valor, sin la menor templanza en el esfuerzo, determinaron acuartelarse en la Axarquía, y despachar al punto mensajeros a los amigos para su socorro. Llegó el primero a don Alvar Pérez de Castro, que se hallaba en Martos, y prontamente acudió no sólo con la gente que tenía a su mando, sino con cuanta pudo recoger en el camino; y no fue poca, porque la novedad es un clarín que hace gran eco al pecho cuando se toca con alguna prisa. Al Rey enviaron por embajador o mensajero a Ordoño Álvarez de Asturias. Diéronle orden de que fuese noticiando a todos los lugares del camino el asunto de su embajada, para que sabiendo todos el riesgo en que quedaban, y la esperanza que los mantenía, acudiesen con la mayor prontitud. Así sucedió, pues cada día crecía el número de la gente en la Axarquía, y es maravilla que estuviesen los moros tan sobrecogidos de la novedad y el miedo, que no intentasen desposeer a los pocos cristianos del sitio que por interpresa ganaron, y se contentasen con no verse perdidos del todo, tan inmobles al pasmo que se clavaron en el puesto, sin mover el paso para rechazar, como les hubiera sido fácil al enemigo, dejándole engrosar para dejarse perder.

     Orduño Álvarez cumplió bien con su embajada; pues a toda diligencia llegó a Benavente donde estaba el Rey. Hallole puesto a la mesa, y sin reparar en más etiquetas que las que pedían el negocio y la urgencia, le dio su embajada, informó del estado en que quedaba Córdoba, el aprieto de los cristianos, y la esperanza de poder conseguir su conquista si se reforzaban. Oyole el Rey, y dio el ejemplo que correspondía a este héroe, pues al punto dejó la mesa, y como que su sustento era la obligación, el ejemplo, y el valor, encomendó como siempre los negocios políticos a su madre, y tomó las riendas al caballo, mandando le siguiesen los que podían, y que se avisase por el reino concurriese la gente de armas a Córdoba. Este decreto fue tanto más eficaz, cuanto menos escrito: no había resistencia en obedecer al que iba delante en el trabajo, y en pocas palabras explicó mucho con las obras, dejando el bocado de la boca, y diciendo: síganme mis amigos. Tomó el camino por Ciudad-Rodrigo, Alcántara, la barca de Medellín, Magazela, y Bienquerencia. Era este un castillo sujeto al gobierno de Córdoba: el Rey no se quiso parar a combatirle, ni la gente que llevaba consigo era ejército con que se podía hablar muy alto, pues de cien personas que le salieron acompañando de Benavente, a sólo treinta habían permitido las aguas que llegasen con el Rey a Bienquerencia. Su Alcaide salió de paz al encuentro, y dio a aquella pequeña compañía un refresco de pan, vino y cebada. Esta cortesía muestra bien el miedo y terror que tenían los moros, que aun en lance de no poder ser destruidos por armas querían ganar al Rey por agasajo. Recibiole don Fernando con benignidad, pidiole las llaves de castillo. Eso no señor, replicó el moro, yo vivo sujeto a Córdoba y a vos no os cumple el castillo hasta que ganéis a Córdoba. Esto decía seguro a su parecer de la imposibilidad de la conquista; pero como la gente que llevaba el Rey no era bastante ni para este castillo, y el acercarse a Córdoba era mas importante, fue preciso alabar como acción de honra, la que en el interior del moro era lisonja de seguridad, y en las pocas fuerzas del Rey era imposible contradecir.

     Pasó de Bienquerencia a Dos-Hermanas; de aquí a Guadalaxacar, y dejando a Córdoba a la derecha, puso sus reales en la puente de Alcolea. Dio aviso a los de la Axarquía, a quienes recobró el corazón, y la esperanza su feliz arribo, correspondiendo a esta buena nueva con otra no menos alegre para el Rey de haber concurrido al sitio muchos caballeros cruzados, y gran número de gente de Castilla, León y Extremadura, fuera de la arreglada que habían conducido don Alvar Pérez, y don Pedro Ruiz su hermano. Ya con estos socorros esperó el Rey, y los cabos poder ordenar un sitio, si bien como la más de la gente no era militar, y de la agregada por accidente no se podía esperar en su constancia, todo hubiera sido poco, si Dios con alta providencia no hubiera gobernado y dispuesto las cosas, de suerte que se aumentase la esperanza a los sitiadores, y la perdiesen enteramente los sitiados.

     Habían estos pedido socorro a Aben-Hut, rey de Écija. No gustaba el moro de la vecindad de los cristianos vencedores, motivo porque era muy amado de los suyos. Tenía mucha prudencia, y gobernaba con inteligencia un poderoso ejército, con que ahora se hallaba junto a Écija. La enemistad que profesaba con el rey don Fernando le estimuló mucho a ir en socorro de Córdoba; que si lo ejecuta siendo tan lucido su ejército como desordenado el del Rey, era en lo natural seguro el lance; pero como era advertido, no creyó que la prudencia del Santo se podía exponer a este riesgo, y Dios le había humillado, castigando sus buenas prendas con el deslustre de desgraciado. La experiencia y el respeto que se hacía guardar el rey don Fernando, le hicieron dudar como discreto, y como lo era a lo humano, tomó un consejo, que Dios enderezó al bien de los cristianos. Era confidente de este rey Lorenzo Juárez, cristiano, a quien san Fernando había libertado de la obligación de su vasallo, desterrándole por grandes delitos. Él, despechado con el castigo, determinó la venganza faltando a las obligaciones de la fe para hacer daño a san Fernando, se fue a servir a Aben-Hut. Creyó este que ninguno le podía aconsejar mejor, pues las circunstancias le obligaban a mirar por sí, cuidando de su padrino. Oyole Lorenzo Juárez, y le inspiró Dios al corazón en el mismo instante que le hablaba el moro. Tomó tiempo; dio por consejo el ofrecerse a ir en persona a reconocer los reales del rey don Fernando, para examinar aquella verdad a que no se persuadían, de ser tan corto y desprevenido el número de los sitiadores.

     Partió Lorenzo de Écija acompañado de algunos moros, a quienes dejó cerca de Córdoba; y caminando solo, llegó al real. Llamó a un montero, nombrado Martín de Stiela. Diose a conocer, y pidió que le introdujese al Rey, el cual no se espantó con la novedad, y le admitió con la espera de prudente, con rostro severo de majestad indignada, pero sin señas de más odio, que el que tocaba a su delito. Arrojose a sus pies, y mostrando aquel rubor que es inseparable de la traición, explicó en breve la causa de su venida, y que con pretexto de que no los hiciesen prisioneros, había dejado a los moros en un sitio separado. Yo os ofrezco, prosiguió, señor, serviros en apartar de la idea de Aben-Hut el socorro que otros desean por poderoso, y si sirviéndoos en esto, que es de tanta importancia, merezco algo, sólo os pido por premio me admitáis por vuestro vasallo, a cuya obediencia me rindo, y no me quedo aquí a que dispongáis de mi vida, porque en el lance en que vivo, creo es debido deis algunas treguas al justo castigo que merezco, para que os sirva ausente en más de lo que pudiera dando mi vida a vuestra justicia. Admitiole el Rey en su gracia, y agradeciendo a Dios sus inescrutables secretos, mandó volver a Lorenzo, pero éste previniendo las providencias de una sagaz política, replicó: No estamos bien, señor; el moro es capaz, y como muy discreto, bastantemente desconfiado: yo, para que quedemos bien todos, necesito que pues hay en el Axarquía gente bastante, se engruese este real, se sitie a lo menos por la mayor parte esta ciudad, y que todas las noches mande V. Alteza encender muchos fuegos, porque en caso que el moro quiera certificarse de mis proposiciones, puedan las segundas espías confirmar, y corroborar mis dichos. Gustó al Rey el consejo, y le prometió hacer lo que le estaba bien, y le envió consolado con su gracia, y él fue contento con su idea.

     Volvió Lorenzo al moro, y pintole el ejército del santo Rey como debía ser, no como era. Ponderó dificultades, encareció el valor de la gente, y sobre todo insistía mucho en alabar la prudencia del moro, que no había querido exponerse a contar otra ruina más sobre las que siempre le habían sucedido contra castellanos. Estas razones movían el ánimo del Rey, como quien ya le había tropezado en la resolución. Y dudoso más y más le resolvió otro embajador, dichoso en su asunto por las circunstancias en que pretendía. Era este un moro de Valencia, que de parte de su rey venía a Aben-Hut a pedir también socorro contra el rey don Jaime de Aragón que sitiaba la ciudad. Este aviso conmovió a Aben-Hut, y parándose, vaciló un poco porque le llamaban ya dos amigos; pero el ocupar su lucido ejército contra cristianos, el pavor de oponerse a san Fernando, la mayor confianza que tenía en las fuerzas de Córdoba, y los consejos de don Lorenzo, dieron con volver las riendas hacia Valencia un gran día a los cristianos de Córdoba, que ya se miraban seguros, y un despecho a los sitiados que se veían abandonados; y Dios aumentó uno y otro efecto con la segunda noticia de que caminando el moro hacia Valencia, un vasallo suyo ahogó en Almería todos sus designios con su respiración pues convidando a su rey a un gran banquete, después que logró el gusto que él vino suspendiese sus sentidos, le arrojó en una alberca de agua. Raro accidente que acabó con el rey, y con el ejército: con el rey que quedó sepultado en el agua; con el ejército, que no teniendo cabeza se disipó, dando lugar a que don Lorenzo viniese a los reales, trayendo como preseas de su negociado muchos cristianos que sirviesen en el sitio, y un reino, que dividido en muchas cabezas y reyes, nunca volvió a florecer: ejemplo de lo que puede un acaso, y de lo que vale un gran rey; y aviso de lo que obra la divina providencia cuando quiere favorecer a un santo, y destruir los enemigos de la fe, y de la religión.



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Capítulo XXXVIII

Cerco y conquista de Córdoba. Restituyen los moros las campanas que habían traído de la santa iglesia de Santiago

     La noticia de la muerte de Aben-Hut desesperó enteramente a los moros de Córdoba, y la misma dio valor y ánimo a los cristianos. Ya en este tiempo estaba regular el sitio, porque con los que salieron de la Axarquía, con los que habían concurrido voluntarios por la firme esperanza de la conquista, y con los caballeros que habían traído consigo los grandes Maestres, había gente bastante para un bloqueo, con que ciertamente se impedía la introducción de víveres en la ciudad; y como en esta había muchas bocas, ya era su mayor enemigo el mismo número en que antes ponía su confianza. Determinaron pedir capitulaciones, y acudieron a oír un desprecio, porque querían contratar como pudieran al principio. Repitieron sus diligencias siempre en vano, porque nuestro Rey tenía ya suficiente tropa para mayor resistencia, consideraba ser debido premiarla con el despojo y repartimiento, y los moros no podían tener esperanza de socorro. Detúvose el Rey, y sin derramar sangre, redujo a la última miseria del hambre a los sitiados. En este caso salieron a darse casi a partido, aunque la entrega fue con dos pactos: el primero que saliesen los moros concediéndoles el rey don Fernando las vidas, que sacaban de la plaza; y el segundo, que a pesar de su rabia restituyesen a la fuerza de sus hombros las campanas que tenían en la mezquita a la santa iglesia de Santiago cuyas eran: pacto que por ser triunfo de la religión, y restitución garbosa de su crédito, fue el más apreciable que pudo lograr aquel tan piadoso como religioso pecho.

     Había 260 años que Alhaghil Almanzor, en tiempo del rey don Bermudo, por mofa de los cristianos les había obligado a que condujesen sobre sus hombros las campanas que había en la santa iglesia del Patrón de España Santiago a su célebre ciudad de Córdoba, en cuya mezquita como habían de estar violentas las volvieron boca arriba para que sirviesen de lámparas donde alumbraban a todos, siendo la befa de los cristianos, cuando debían clamorear el sepulcro de su inutilidad. Lloraba este caso el santo Rey, y no quiso perdonar las vidas a los sitiados en Córdoba, hasta que ofrecieron restituir enteramente la honra a la religión, y se consagrase su triunfo solemnizando la entrega. Así se pactó, y así se ejecutó, conduciendo en sus hombros los moros las campanas al mismo sitio donde las habían robado, para que repicasen sus lenguas la gloria, y el ensalzamiento de la fe.

     Con estos pactos se entró en la ciudad el día 29 de junio del año 1236 día de los santos Apóstoles san Pedro y san Pablo, que en este día tocaba fundar la fe de la Iglesia en una ciudad, que, según el arzobispo don Rodrigo, era entonces la mayor que se visitaba en el mundo fuera de Roma, Constantinopla, y Sevilla. Los olimpos nunca fueron sierras, ni declinaron a valles, siempre están encumbrados porque así nacieron. Nació Córdoba grande, edificola, o aumentola y adornola Marco Marcelo cuando fue pretor en España; enamorose, y con razón de su hermosura, fertilidad y temple. Llamáronla antiguamente Colonia Patricia, porque la habitaban por elección los patricios romanos, príncipes y capitanes que se venían a ella por gozar de su cielo, y descansar de sus trabajos. Los moros, aunque bárbaros y sin aseo en las habitaciones, movidos del animal instinto que aviva el gusto, la escogieron por su corte, y después en la policía cristiana y española ha quedado feliz solar de lucidísima nobleza, bello arsenal de valerosísimos capitanes, fecunda madre de profundos ingenios, fértil en los frutos, gallarda aun en los irracionales, deliciosa en su temple, y con mucha razón enamorada de sus naturales.

     Pero no es mucho se haya conservado grande en el dominio cristiano la que se consagró tan desde luego a la verdadera religión, pues apenas se entregó al victorioso dominio de san Fernando, cuando este héroe, atendiendo a todo como religioso, como victorioso, como príncipe, y como rey, lo primero hizo que se colocase por estandarte que mostraba su victoria, el que manifestaba los triunfos de la fe, ensalzando la cruz en lo más alto de la torre; y dispuso luego que con solemnidad de triunfo se purificase la mezquita. Hizo esta función el obispo de Osma, que suplía por el arzobispo don Rodrigo, a quien por ausente le falta la gloria de que le demos mucha parte de este gran suceso. Estaba en Roma, no se sabe el motivo; puede ser fuese la visita personal que en aquel tiempo estilaban hacer por sí mismos los obispos. Había dejado por su substituto del oficio de canciller mayor al obispo de Osma. La honra de este oficio de que hasta hoy gozan los señores arzobispos de Toledo, se la deben a nuestro Rey en la persona de don Rodrigo, a quien condecoró con él para sí, y sus sucesores. Al citado obispo de Osma como interino en tanto grado, y muy digno de la confianza de san Fernando, le tocaba la función. Hízola dando al Rey aquel gran gusto que tenía en promulgar, y ver ensalzada la fe con sus sudores.

     Como príncipe y victorioso se dio y conoció por dueño de todo el fertilísimo terreno de Córdoba, pero al punto como rey y padre común le repartió entre los que tanto le habían servido. Su magnánimo corazón gustaba de tener mucho para tener mucho que dar. Conocíase rey muy lleno de gracias, y no fecundara el agua sino pasara por cada parte del río. Fecunda, y no pierde por eso de su caudal, pues con rara maravilla en la naturaleza, y natural efecto en los soberanos, cuanto más dan, más reciben, y queda más purificado el licor cuanto más se esparce.

     No sólo gozaron de la liberalidad del Rey los vasallos que estaban presentes, sino que fue feliz lluvia de oro para cuantos quisieron. El suelo por fecundo, ameno y templado, convidaba a la habitación, y el Rey le dio nuevo incentivo al deseo concediendo muchos privilegios a los que viniesen a poblar. Con estos atractivos vio en pocos días que hacía poca falta la multitud de moros que había arrojado, y que se resucitaba ameno pensil, el que tenía desfigurado lo inculto de la morisma. Erigió la iglesia catedral, y señaló por primer obispo a don fray Lope, monje de Fitero. Para esta iglesia, y todos sus ministros se extendió su mano muy franca, pues demás de los diezmos, la asignó muchas heredades y rentas. Dejó por gobernador en lo político a don Alfonso Téllez de Meneses, y en lo militar a don Alvar Pérez de Castro; y dando al descanso la gente que había conmutado lo poco sangriento del sitio en las incomodidades de largo, se volvió a Toledo, donde le aguardaba aquella grande heroína su madre doña Berenguela, bañada de santo gozo, como quien conocía la importancia de la conquista, la casualidad del empeño, la felicidad en el sitio, y sobre todo el grande aumento de la fe y religión.

     Gregorio nono, que a la sazón gobernaba la Iglesia, oyendo la relación del sitio, entrega y conquista juzgó por propia obligación de su paternal y católico oficio concurrir con el santo Rey a sus gloriosísimas empresas, y así en los días tres y cuatro de Septiembre expidió dos bulas, en la primera de ellas concediendo la cruzada, y dando facultad a todos los obispos de España para que concediesen a todos los voluntarios, o a los que no pudiendo, o no queriendo ir en persona concurriesen con dinero para sustentará otros en la guerra, todas las indulgencias, que según el concilio general ganaran si fuesen en persona a visitar los santos lugares de Roma; y por la segunda, que dirigió al arzobispo de Toledo, y obispo de Osma, dispuso y mando contribuir al estado eclesiástico con veinte mil doblas de oro en cada uno de los tres años siguientes, juzgando prudentísimamente debía concurrir la Iglesia al gasto, al trabajo, y al afán, pues era suya la conquista y el ensalzamiento. No se debe pasar sin alguna reflexión la liberalidad con que el sumo Pontífice, en tiempo en que exageran los historiadores la falta de trigo porque valía cada fanega a cinco maravedís, se determinó a dar por contribución sesenta mil doblas en solos tres años; pues aunque es cierto no iguala su valor a nuestros doblones, es también cierto que bien considerada fue imposición que en otro tiempo se hiciera insoportable, pero en aquel en que a nuestro Rey todo le parecía poco para dar a la Iglesia, esta nada juzgaba excesivo para aliviar al Rey.



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Capítulo XXXIX

Ejemplares castigos que el Santo mandó hacer en los herejes y pertinaces: y segundas nupcias con doña Juana princesa de Ponthieu

     En el año de 1237, y el siguiente atendió el santo Rey al gobierno político, de que hallamos muchos privilegios dados en diversas partes, concediendo fueros, otorgando donaciones, y autorizando concordias entre partes, o dando sentencias según el uso de aquellos tiempos. Alaba el obispo de Palencia en esta razón a nuestro Rey por estas palabras: oía a todos; no había hora escusada para audiencias; era amante de la justicia; recibía con singular agrado a los pobres; no quería tener a ninguno quejoso, y deseaba como buen padre dar gusto a cuantos le permitía la justicia; era al mismo tiempo severo contra los delitos, singularmente contra los que abandonando la fe se inficionaban con la herejía, o contra los que disimulaban sus errores por no perder la conveniencia de ser sus vasallos. Averiguó este celo que en Palencia había algunos pertinaces, sin que hubiese bastado para limpiar sus almas las persuasiones de los eclesiásticos, los consejos de sus amigos, ni el temor tan debido a la justicia. Conoció que estos eran más peligrosos por menos conocidos; que el mismo no huirlos podía inficionar a los inocentes, y que no era debido no se castigase un vicio por disimulado, ni se curase un veneno por escondido; y sabiendo que esta gente no gusta de parecer lo que tiene pertinacia de seguir, y que su mayor castigo es avergonzarlos con descubrirles, mandó que a cuantos se les probase haber incurrido en el torpe delito de la herejía, si no abjuraban públicamente, y los reconciliaba el obispo de Palencia según la facultad pontificia que tenía, los sellasen en el rostro, estampando con el fuego su infidelidad, y perpetua infamia. Este castigo como era de por vida aterró a muchos de ellos, y con aquella voluntad que cabe en el miedo entraron en el redil de la Iglesia, donde como no se les permitía la fiereza de lobos, se domesticaron por el trato de las ovejas, y tuvo tanto fruto para la religión, que se puede muy bien contar por victoria suya aunque le faltase el estrépito de las armas.

     Ocupado el Rey en negocios políticos, y dando aquellas providencias que en el método del tiempo eran más convenientes por más usadas, divertía la pesadumbre que trae consigo una viudez. Hallamos tiernas memorias de nuestro héroe en varias donaciones que hizo a muchas iglesias de su reino por el alma de su cara esposa. En estos negocios se empleaba enteramente; pero considerando doña Berenguela que su hijo vivía en el estado de viudo, aunque con pureza de santo, trató segundas nupcias para casarle con doña Juana, condesa en el reino o territorio de Francia.

     No consta por historiador alguno que el santo Rey por sí hablase, intentase ni procurase nuevo empeño. Vivía quieto; divertía su imaginación con los sinsabores del gobierno; atendía a la crianza de su dilatada sucesión, y de nada había menos peligro que de poderse divertir el que ni concedía un instante al ocio, ni en su vida había cedido el freno al menor asomo del apetito. Su discreta madre bien conocía estas virtuosas prendas de su hijo, pero veíale victorioso, aplaudido, amado de todos, joven, galán, cariñoso y blando, y reconocía que estas dotes eran tanto más plausibles, cuanto se hermanaban con una religiosa modestia; pero que eran muy peligrosas en un rey, que por no poderlas encerrar en un claustro, las había de tener siempre públicas al peligro. No había, dice el arzobispo don Rodrigo, el menor escrúpulo en la delicada conciencia de san Fernando. Venerábale su madre como santo; pero temíale como que todavía era hombre, y le pareció sería el nuevo estado del matrimonio una seguridad a su virtud. Representole con las palabras que notaba aquel su grande entendimiento, estas razones divinas, y acudió también al socorro del brazo seglar de la convenencia del reino, porque si bien del matrimonio de la difunta reina doña Beatriz habían quedado por fecundo fruto de bendición el príncipe don Alonso, que después fue el décimo de este nombre y de Castilla, y los ocho infantes referidos arriba, era toda esta fecundidad una hermosísima primavera de flores, en cuya delicadeza sólo había firme una esperanza, y la necesidad del reino pide la mayor seguridad en su cetro, por ser grande el riesgo a que se expone si tiene la desgracia de quedar huérfano. El Rey héroe, a quien gobernaba en todo la razón, oídas las que con cariño y prudencia representaba quien le quería bien, y le deseaba santo y afortunado, convino en cualquier tratado que le dispusiese, y de hecho se efectuó con la condesa doña Juana, hija del conde de Ponthieu.

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