Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Abajo

Menéndez Pelayo ante la maurofilia literaria del siglo XVI: comentarios al capítulo VII de los «Orígenes de la novela»

María Soledad Carrasco Urgoiti





Federico de Onís, de quien fui alumna cuando iniciaba mis indagaciones sobre la materia de que hoy nos ocupamos, escribió como conclusión de un ensayo sobre Menéndez Pelayo, destinado a dar a conocer la literatura española en los Estados Unidos: «Es posible que sus obras no sean perfectas; pero es difícil que haya nadie que se ponga a trabajar en cualquier cuestión chica o grande de la literatura española sin que encuentre que delante de él Menéndez y Pelayo fue quien roturó primero aquel campo y lo describió según líneas que casi siempre son definitivas»1. Después de leer y trabajar muchos años en torno a una cuestión de que trata el capítulo séptimo de los Orígenes de la novela (1905), me es muy grato plantearme la confirmación de aquel juicio formulado por un maestro de hispanistas, que tempranamente representó la integración y apertura que este término implica. La respuesta es un asentimiento rotundo en cuanto a la valoración y caracterización del breve repertorio de obras de ficción ubicadas en la frontera que separaba y conectaba Castilla con el reino nazarí de Granada.

También vio claro don Marcelino la fuerza con que las obras narrativas españolas que él caracterizaba como «novela histórica de asunto morisco» o «novela morisca»2 impactarían la escena literaria allende el Pirineo y dejarían en varias lenguas y a través de diferentes etapas una notable estela temática. En todos los casos se implicaba el aquí y ahora del autor en la recreación idealizada de aquella pugna entre paradigmas de distinta ley, y su envés de concordia, que ofreció durante el siglo XVI la evocación de la frontera andaluza en romances, historias, ficciones e incluso comedias españolas. Fue el hispanista francés Georges Cirot quien estudió globalmente a partir de 1938 la producción literaria que engloba bajo la etiqueta «maurofilia literaria»3. Surgió tal tendencia en la España de los primeros Austrias y se caracterizaba por recrear en términos positivos, tanto el último esplendor andalusí que representó el reino de Granada, como la voluntad de conquistarlo por parte castellana. Pero hay que advertir que ya don Marcelino había desbrozado el campo. A partir de los estudios de Cirot, es decir después de la Segunda Guerra Mundial, no cesó la actividad erudita y crítica en torno al romancero y al repertorio legendario hispánico, particularmente el que contemplaba el ocaso del emirato nazarí.

Al mismo tiempo que señalamos tal continuidad, preciso es constatar que en la segunda mitad del siglo XX la historiografía ha planteado de manera distinta las motivaciones que movían la pluma de los narradores españoles de la segunda mitad del siglo XVI cuya obra fue tratada por don Marcelino en los Orígenes de la novela. Hoy somos muchos los que creemos que los ingenios que crearon los paradigmas del moro cortés o «moro sentimental» vivían con zozobra el desmantelamiento gradual de la España mudéjar. No es ésta la ocasión de resumir todos los planteamientos que en ese sentido se han producido durante el último medio siglo, pero sí de indicar que en su conjunto tales estudios establecen como una de las motivaciones de la maurofilia las tensiones surgidas a lo largo del siglo XVI en torno a la minoría morisca.

Dado que los Orígenes de la novela es obra representativa de la plena madurez del creador de la historiografía literaria española, surge la pregunta de cuándo se manifestó por vez primera su interés por la materia fronteriza de que tratamos. Y las indagaciones iniciales deparan una sorpresa: Menéndez y Pelayo abrazó esta temática en la adolescencia, antes de emprender estudios universitarios. No lo hizo desde un ángulo erudito ni crítico sino como poeta novel. Recién acabado el bachillerato en 1871, cuando ya sus amplios conocimientos y su capacidad expresiva obligaban a considerarlo un sabio en ciernes, el joven santanderino compuso con enorme ilusión un poema en octavas de corte clasicista que tituló «Don Alonso de Aguilar en Sierra Bermeja»4. Se trata de un hecho histórico que marca el fin de un ciclo. Los Reyes Católicos han entrado triunfantes en Granada; el último reino musulmán asentado en la Península ha dejado de existir como estado independiente, el «rey moro» ha hecho entrega de las llaves, y la mayor parte de la nobleza nazarí opta por el exilio o por la conversión, mientras que la población artesana de la ciudad de la Alhambra y la de las villas y aldeas fronterizas mantienen su religión y su identidad, dentro de las condiciones que de momento permiten las capitulaciones acordadas entre vencedores y vencidos.

La guerra de conquista tiene un trágico epílogo: guerrilleros moros fronterizos de varias comarcas serranas rehacen su hueste y se sublevan; uno de los principales caballeros de la Andalucía cristiana, don Alonso de Aguilar, que es cabeza de la casa de Córdoba, acude a sofocar ese primer brote de resistencia. Lo logra, pero muere en el empeño. Éste fue el momento elegido por el muchacho sabio, que no en balde se está formando en la España post-romántica, como otros varios escritores coetáneos que serían grandes novelistas de signo realista o costumbrista. La intuición le lleva a glosar un tema épico mayor: la muerte del héroe. Y hasta el dato geográfico recogido en el rótulo parece prestar el colorido propio al escenario del hecho. En el poema, Don Alonso muere en Sierra Bermeja como Roldán en Roncesvalles, y su sacrificio propicia la grandeza de la nueva patria que están fundando doña Isabel y don Fernando. Acaudilla la revuelta y da muerte al héroe un personaje -el Ferí de Benastepar- que había asomado en las vívidas páginas de don Diego Hurtado de Mendoza, quien lúcidamente buscó en anteriores episodios el germen de la rebelión de los moriscos de 15685. El relato de la muerte de don Alonso, que ha luchado entre los cadáveres de los suyos, así como los previos gritos de guerra -«¡Yo soy don Alonso!» y «Tú eres don Alonso, mas yo soy el Ferí de Benastepar»-, se glosan en el poema.

En la elección del tema influyó probablemente una fuente romántica: el irreductible guerrillero, aún moro y no morisco, pasó a la ficción inglesa de la mano de un escritor montañés educado -y posteriormente exilado- en Inglaterra: Telesforo de Trueba y Cosío (1799-1835). Su extensa producción en lengua inglesa, incluye la novela histórica Gómez Arias or the Moors of the Alpujarras (1824), en la que desarrolla, a la manera de Walter Scott, episodios históricos que habían dado tema a comedias españolas del siglo XVII. El novelista otorga un papel prominente a don Alonso de Aguilar y presenta con realce el episodio de su muerte. Trueba fue también autor de una colección de relatos titulada The Romance of History. Spain (1830), sobre momentos de la historia medieval española, que abarcan desde la historia del rey godo Rodrigo hasta la rebelión de los moriscos de 1568, pasando por la conquista de Sevilla y la caída de Granada6.

A pesar de que sus ideas eran divergentes, Menéndez Pelayo dio a conocer a este trasterrado en la patria chica de ambos, dedicándole uno de sus primeros trabajos, en que muestra ya vasta erudición y una sensibilidad crítica tan abierta hacia la literatura del pasado como a las innovaciones de su tiempo. Al trazar la biografía de Trueba y el trasfondo literario y político en que se movía no dejó de señalar la penuria intelectual de la España de Fernando VII y la efímera transformación que supuso la revolución de Riego. En su presentación de la obra del polifacético exilado toca muchos registros, incluyendo la nueva sensibilidad que se había despertado en Europa hacia el pasado medieval. Sabe perfectamente lo que han trabajado sobre el romancero castellano hombres de letras ingleses y germanos y conoce las obras poéticas que han escrito sobre temas españoles7, incluyendo las que remiten a la España musulmana y a la Reconquista.

En suma, aunque la realización del proyecto juvenil de don Marcelino no acabó de cuajar como poema clasicista ni romántico, ese texto puso de relieve su temprano interés por la generación liberal que había introducido en España el romanticismo, aunque ideológicamente adoptase posiciones muy alejadas de ellos. Muchos años más tarde, dedica a los poetas románticos franceses el tomo quinto de la Historia de las Ideas Estéticas, cuya «Advertencia Preliminar» está fechada en 1883. Allí ofreció, en palabras de un ilustre condiscípulo, una «admirable galería de figuras contemporáneas, trazadas con vigoroso colorido, sintiendo el alma de la musa romántica de una manera sincera y espontánea…»8.

Ya en el cauce de la historiografía literaria, en que su figura llena una época, vuelve Menéndez Pelayo a encontrarse con la contingencia histórica tratada en su primer poema al historiar el género romancístico del romance fronterizo. Leídos hoy, los prólogos a su monumental Antología de poetas hispano-americanos, que hubieron de transformarse en la Historia de la poesía castellana en la Edad Media, resultan actuales a pesar de lo mucho que en ese campo se ha realizado. Precisamente don Ramón Menéndez Pidal valoraba altamente la aparición de la «crítica marceliniana con la más rica y vigorosa matización de valores, fundada en una máxima amplitud de visión histórica y de sensibilidad estética»9. Cara al pasado, Menéndez Pelayo recogió de su maestro Manuel Milá y Fontanals la antorcha que pasaría a Menéndez Pidal cuando profundizó en la imbricación de poesía épica y romancero10. Al tiempo señalaba la conexión que, dentro de una marcada diferencia, existe entre el romance fronterizo y el morisco nuevo, que de él deriva aunque sin compartir su condición de poesía elaborada en un proceso de transmisión creadora. Hoy todo estudioso sabe que, en la nueva modalidad, trazaba y acababa el poema una pluma individual, que permanecía desconocida para la generalidad de quienes leían o cantaban tales poesías. Éstas aparecían, casi siempre incorporadas sin nombre de autor, en ciertos florilegios, llamados flores de romances, que gozaron de inmensa popularidad en las últimas décadas del siglo XVI. Ya en el Tratado de los romances viejos -que apareció en la colección Biblioteca Clásica el año 1890 para incorporarse luego, como Segunda Parte, a la Antología de poetas líricos castellanos- hacía alusión Menéndez Pelayo, como a un punto de encuentro entre ambos repertorios, a la obra de Ginés Pérez de Hita Historia de los bandos de Zegríes y Abencerrajes, caballeros moros de Granada y civiles guerras que hubo en ella... (1595). Y observaba que en dicho libro se conserva «la forma pura, primitiva y perfecta del Romance de Abenámar»11.

Menéndez Pelayo se reencontró con la materia de los romances fronterizos y moriscos, así como con las crónicas relativas al final de la reconquista, cuando prologaba las comedias de Lope de Vega, por encargo de la Real Academia de la Lengua12. Sin contar los muchos casos en que secundariamente afloran los temas de la maurofilia literaria -como El primer Fajardo (vol. X)-, el tomo XI de estas Obras está dedicado a la materia de Granada y reúne, además de El remedio en la desdicha en que se desarrolla la trama de la novela breve El Abencerraje, cinco comedias relativas a la última campaña contra la capital nazarí. Cuando estudié hace años la conexión entre el romancero morisco de tema granadino y la comedia de Lope de Vega13, pude comprobar que las fuentes romancísticas de la trama o de particulares escenas habían sido señaladas por don Marcelino en las «Observaciones preliminares» sobre cada pieza que acompañan la edición. Igualmente estableció las conexiones entre los textos de ficción y los dramáticos.

En el conjunto de las introducciones a comedias cuya trama se localiza en episodios de la reconquista se hace evidente, no sólo el alto concepto en que tenía don Marcelino la producción de los escritores hebreos y musulmanes de Al-Andalus, sino también su convicción de que en ellos se perfila con mayor fuerza que en los reinos cristianos medievales lo que será la mentalidad española14. La Introducción a El remedio en la desdicha le brinda la oportunidad de comentar la Historia de los amores de Abindarráez y Jarifa -también conocida como El Abencerraje-, así como los romances que glosan momentos de la breve novela. Opina que la comedia los supera, aunque no alcance la excelencia de la obrita narrativa. Representó, pues, esta labor de prologuista una nueva etapa de investigación que aportó más amplios materiales y puntos de vista a la construcción de esa extraordinaria historia de la narrativa española en las etapas medieval y renacentista que son los Orígenes de la novela.

La familiaridad con la obra de Pérez de Hita que muestran los prólogos de Menéndez Pelayo a las comedias de Lope de Vega se extiende a su producción como cronista de la villa de Lorca. Al prologar, por ejemplo, El primer Fajardo hace referencia al poema Libro de Lorca del autor de las Guerras civiles de Granada, junto a diversos textos árabes y castellanos, que permiten crear el peculiar clima de la frontera en que el protagonista avanza en la fraternización con el contrario hasta el límite de la traición, pero sin traspasarlo. En esos amenísimos textos monográficos nunca falta el dominio del campo cultural que pudo ser asequible al autor, ni el realce de la nota emotiva frente a los momentos de valor lírico.

El capítulo séptimo de los Orígenes de la novela española (1905-1910)15, dedicado a la novela histórica, analiza una considerable diversidad de textos, pero acaso las páginas más memorables sean las que estudian la novela histórica de asunto granadino. En todo caso a ellas limitamos esta reseña, con la excepción de las obras en que se recrea la caída del reino visigodo, ya que frente a las dedicadas al colapso del último emirato asentado en la Península ofrecen cierto contrastado paralelismo, en cuanto tratan de la destrucción de un reino y la aparente liquidación, o al menos caída en la semiclandestinidad, de la religión profesada por sus reyes y su pueblo. Muy distinto es el caso de la recreación imaginativa y terrible de las grandezas y los vicios de un pasado lejano de que se sirve Fray Antonio de Guevara para censurar el panorama social coetáneo. Su obra ha tenido una deriva ajena a la de la novela morisca, si bien cabe observar que en ambos casos nos hallamos ante textos muchas veces reeditados, y que sobrevivieron también en traducción y cautivaron la atención de un público no español.

Obvia es también la distancia entre los textos que estudiamos y la literatura de viajes, que floreció desde una época previa al siglo XVI. En cuanto a los relatos basados en leyendas relativas al origen de una ciudad, o a los fastos y tradiciones que permanecen en la memoria colectiva, sin duda tienen puntos de contacto con la obra de Pérez de Hita, pero don Marcelino se limita generalmente a sugerir el nexo al englobarlos en el mismo capítulo. Más explícita es la conexión que establece con los Comentarios Reales del Inca Garcilaso de la Vega, quien al reconstruir como caballero español un pasado que también le es propio y le ha llegado por tradición familiar se sitúa en una tesitura comparable a la del escritor murciano que desde su presente mudéjar recreaba el pasado nazarí.

Menéndez Pelayo inicia su recorrido por «la novela histórica» en torno al medioevo español con el ciclo del rey Rodrigo (pp. 103-108). Naturalmente no cuenta con el magistral trabajo de Menéndez Pidal sobre la materia16, mas no por ello deja de percibir que los cronistas y fabuladores del XV sentaron las bases de un desarrollo legendario y temático que arraigaría en el romancero: «el tema épico de la penitencia de don Rodrigo continúa vivo en la tradición popular, como lo prueban los romances que se han recogido en Asturias», y añade que aquella «trufao mentira paladina, no sólo penetró en la imaginación del vulgo, sino que arrastró a egregios historiadores, en quienes pudo más el amor a lo maravilloso que la severidad crítica» (p. 104). Menciona entre estos crédulos sabios al P. Juan de Mariana, y no deja de esbozar el recorrido legendario y literario de los personajes Rodrigo y Pelayo hasta el romanticismo del siglo XIX, cuando surgieron un drama de Hartzenbusch y una leyenda de Zorrilla para dar fe de la atracción del tema.

A cien años de distancia de Pedro del Corral y con muy diferente motivación volvió al tema de la conquista del reino godo por los musulmanes el morisco Miguel de Luna. Esta figura ha sido muy estudiada desde la aparición en 1983 de «La voluntad de leyenda de Miguel de Luna» por Francisco Márquez Villanueva17, donde se aclaran las estrategias defensivas respecto a la minoría de que formaba parte que utilizó este escritor y médico morisco, que estaba relativamente bien situado en la España de Felipe II, a quien sirvió como intérprete de lengua árabe. Tanto Márquez como Luis F. Bernabé Pons, en el Estudio Preliminar de la Historia verdadera del rey don Rodrigo (1592)18, interpretan su libro como una obra de ficción encaminada a influir en la política, proponiendo como espejo de príncipes a un soberano musulmán que triunfa como conquistador y luego rige sus estados con justicia, ofreciendo protección a sus súbditos que profesan distinta fe.

Don Marcelino, que conocía la Historia crítica de los falsos cronicones (1867) de J. Godoy Alcántara, intuyó claramente este cariz del libro pseudo-histórico de fines del XVI, y reaccionó como beligerante, tachándolo de «disparatado e insulso» y lamentando que alcanzase «una celebridad escandalosa». No se le ocultaba que Miguel de Luna pudo implicarse en las falsificaciones de los libros plúmbeos y otras supuestas antigüedades que otorgaban a Granada cierta primacía en cuanto a la fecha de abrazar el cristianismo, ya que aludían a una temprana evangelización, por parte del propio Apóstol Santiago y otros mártires que popularizaron los textos apócrifos. Sin embargo, al crítico su antipatía no le impide observar que fue el autor morisco el primero en llamar Florinda a la Cava, y que la carta que ésta escribe a su padre dándole cuenta de su desdicha fue versificada por Lope de Vega en su comedia El último godo. También le concede, junto a Corral, el mérito de haber suscitado en la Inglaterra romántica un brote literario notable en torno al rey Rodrigo. La única ocasión en que parece dejarse arrastrar a una errónea observación adversa a Luna es cuando compara su obra con «las deliciosas Guerras de Granada, que quizá el autor [Luna] se propuso remedar» (p. 106). No puede objetarse al juicio que alaba la obra de Pérez de Hita, pero ésta no se publicó hasta 1595, tres años más tarde que la del intérprete morisco, por lo cual, si hubo influencia fue este último quien la debió ejercer.

Después de tratar de Miguel de Luna y de Fray Antonio de Guevara se centra don Marcelino en «las preciosas narraciones de asunto granadino que en el siglo XVI nacieron al calor de los romances fronterizos, última y espléndida corona de nuestra musa popular,...» (p. 127). Observa que «en estas bellas rapsodias épicas están inspiradas las dos casi únicas, pero muy notables tentativas de novela morisca que debemos a nuestros ingenios del siglo XVI». Una nota a pie de página aclara la expresión «casi únicas», advirtiendo que al mismo género pertenece la «Historia de Ozmín y Daraja» que Mateo Alemán insertó en el Guzmán de Alfarache, y que comentará «a su tiempo». Que yo sepa, no llegó a cumplirse tal propósito.

Tanto el texto de El Abencerraje, en la versión del Inventario de Antonio de Villegas, como la Historia de los bandos de los Zegríes y Abencerrajes, es decir el libro de Ginés Pérez de Hita, más conocido como Primera Parte de las Guerras civiles de Granada, habían aparecido en la Biblioteca de Autores Españoles19 antes de que la Nueva Biblioteca de Autores Españoles se abriese en 1905 con los Orígenes de la novela. Ello no impide que el capítulo séptimo de esta obra crítica se desarrolle como un tratado, que en la edición de las Obras completas que manejamos ocupa más de cien páginas. Aunque el capítulo que lleva el rótulo «La novela histórica» no se divide en secciones, el autor ofrece en el encabezamiento la relación de las materias tratadas. El segmento dedicado a las dos obras narrativas de materia granadina se extiende veintidós páginas. Hoy resultan de muy grata lectura, pues en ellas se combinan en perfecto equilibrio la portentosa erudición que busca nexos entre las creaciones literarias, la perspicacia para abordar las incógnitas, la forma contundente en que se emiten juicios y la gracia con que se caracteriza un texto. El lector goza tanto como aprende.

Un siglo después de escritas las páginas dedicadas a El Abencerraje podemos constatar que don Marcelino se plantea ya las incógnitas que rodean esta breve novela, que surgió sin nombre de autor, como la Vida de Lazarillo de Tormes, a mediados del siglo XVI, con el misterio añadido de que aparece en tres versiones, sin que se pueda afirmar cuál es la primera ni se conozca el nombre del redactor de ninguna de ellas. Así queda claramente planteado en los Orígenes de la novela, y ninguna de las diversas aproximaciones al problema que se han ido sucediendo ha resuelto el enigma a gusto de todos.

En cambio, sí ha servido la historiografía que se desarrolló en la segunda mitad del siglo XX -con aportación capital de Francisco López Estrada- para poner de relieve la sutileza del implícito código caballeresco que subyace en el argumento y permite la amistad entre contrarios20. También se ha analizado desde varias ópticas la sabia estructuración de la obra y la sensibilidad renacentista que aflora en la confidencia del enamorado -y se acrecienta en el texto inserto en una edición póstuma de La Diana de Jorge de Montemayor21-. Los tres textos han sido objeto de cuidadas ediciones, se han hallado las fuentes de los episodios divergentes y se ha hecho el cómputo de las diferencias. Claudio Guillén22 y Joaquín Gimeno Casalduero23, entre otros, han realizado interesantes, no siempre coincidentes, análisis de estructura y estilo. Desde la óptica de la conflictividad inherente a la vida del converso, el trasfondo social de cada versión ha resultado significativo en las monografías de S. G. Armistead24, M. Bataillon25, I. Burshatin26 y G. A. Shipley27, además de las ya citadas en las notas del presente estudio. Todo este desarrollo crítico posterior a Menéndez Pelayo no se opone sino que complementa sus planteamientos iniciales. Acaso le hubiera sorprendido a don Marcelino la opinión, muy compartida hoy en día, de que el feliz desenlace que alcanza la pareja de enamorados granatenses gracias a un alcaide castellano, sin que medie conversión, sumisión ni exilio, lleva implícito un alegato por la convivencia. Este mensaje parece destinado a contrarrestar los duros planteamientos que a mediados del siglo trajo el cambio de reinado. En la década de 1590, cuando aparecen la obra de Pérez de Hita y la breve novela de Mateo Alemán, ya no se abogará por la pacífica coexistencia sino por la conversión y la aceptación plena del converso.

Señala con énfasis y datos don Marcelino la secuela de versiones romancísticas y glosas de los momentos más emotivos que suscitó El Abencerraje, y, como ya dijimos, destaca su traslación al género dramático que realizó Lope de Vega. También apunta hacia la órbita de influencia que alcanzó la novelita en otras lenguas y literaturas cuando observa que «la historia de Abindarráez fue el tipo más puro, así como fue el primero, de la novela granadina, cuya descendencia llega hasta El último Abencerraje, de Chateaubriand» (p. 134).

Como en el caso de la novela breve, las páginas dedicadas por don Marcelino a Pérez de Hita siguen siendo válidas como caracterización del autor y de sus dos obras englobadas bajo el título Guerras civiles de Granada, aunque aparecieron a casi veinte y cinco años de distancia. De hecho pertenecen a distintos géneros narrativos, ya que la primera28, publicada en 1595, encaja en la denominación de novela histórica y remite a un pasado, no remoto pero sí cancelado, mientras que la segunda29, que no aparece hasta 1619, es una crónica o más bien un libro de memorias sobre una guerra que estalló en 1568 y que el autor vivió en edad adulta. Salió a luz en 1619, presumiblemente después de su muerte. En todo caso ya se había dado fin a la España morisca con los decretos de expulsión, y las últimas palabras del texto, en que se critica el destierro a Castilla que se había impuesto a los moriscos de Granada en 1570, incidían en el terreno de la memoria pero no en el de la actualidad, como cuando fueron escritas el año 1597, en plena polémica. No sería aquella la primera vez que Pérez de Hita encontraba rémoras a la hora de publicar sus obras30.

Creo que sigue siendo válida la afirmación, que leemos en los Orígenes de la novela, de que el primero de los libros citados «es una novela histórica, y seguramente la primera de su género que fue leída y admirada en toda Europa, abriendo a la imaginación un nuevo mundo de ficciones» (p. 134). La cuestión del supuesto original en lengua árabe se aborda teniendo en cuenta el ejemplo de los libros de caballerías, y no deja don Marcelino de advertir en nota el uso paródico que a su juicio hizo Cervantes del recurso usado por Pérez de Hita al introducir el hallazgo, en el Alcaná de Toledo, de los cartapacios de Cide Hamete Benengeli y la intervención del morisco aljamiado que los traduce. Otra materia que ocuparía a la erudición de nuestro tiempo queda inaugurada en este pionero estudio31.

Don Marcelino pasa revista a las circunstancias reales reflejadas en la obra de Pérez de Hita, e indica el carácter de tópico caballeresco de la calumnia a la reina mora y su defensa por caballeros cristianos, aduciendo ejemplos pertinentes. Se encuentra aquí con don Alonso de Aguilar y, sin recordar para nada el poema que le dedicó en la adolescencia, sí funda en este personaje una mención de las conexiones que en el clima de frontera establecían algunos nobles castellanos con el emir de Granada. Esto le lleva a comentar, citando a Aben Jaldún, lo que en términos de hoy se podría llamar la occidentalización de las costumbres granadinas antes de la conquista.

No vacila el crítico al identificar el componente que prima en la elaboración del libro: éste es, por un lado los romances fronterizos, reflejo próximo de los fastos narrados, y por otro «los llamados moriscos, que a fines del siglo XVI se componían en gran número; género convencional y artificioso, cuanto animado y brillante, que Pérez de Hita no inventó, pero a cuya popularidad contribuyó más que nadie con su libro» (p. 137). De nuevo una anticipación perfectamente ajustada a los posteriores avances en torno al romancero: el viejo y el nuevo. Del mismo modo identifica a los dos historiadores -Hernando del Pulgar y Esteban de Garibay- cuyas obras baraja Pérez de Hita. También constata, achacándola al uso de tan heterogéneos elementos, la carencia de una fuerte «unidad de plan». Finalmente observa que los héroes pueden ser tanto moros como cristianos, y subraya la alternancia de lance caballeresco y fiesta como rasgo definidor del libro.

Menéndez Pelayo dedica varias páginas a los Abencerrajes y su sacrificio, abordando la leyenda desde el punto de vista de las muchas referencias a este linaje y señalando la modificación que en su transmisión sufre la base histórica de las divisiones entre los últimos nazaríes. También constata en el texto que la caída de fortuna del paradigmático linaje se impuso con la fuerza de un mito -aunque no emplea esta palabra- partiendo de la leyenda sobre la muerte de un número de caballeros de tal linaje, supuestamente ejecutados en la Alhambra junto a la fuente de los Leones en cumplimiento de una orden del rey moro.

Como nota de gran originalidad el crítico destaca el punto de vista que ofrece esta crónica novelesca de la conquista de Granada, «tomándola, no desde el real de los cristianos, sino desde el campo musulmán y la ciudad cercada» (p. 144). No deja de caracterizar la gala visual y la bizarría que envuelve al jinete moro, advirtiendo que esta imagen convencional, que alterna con la del pastor de las églogas, cautivó a los lectores coetáneos. Lo que no aparece aún de manera clara en don Marcelino es la conexión entre tal idealización de una corte medieval desaparecida y la defensa de la condición de hidalguía que en el entorno de Pérez de Hita reclamaban muchos cristianos nuevos de origen moro. Esta veta reivindicativa, que recorre las dos Partes de las Guerras civiles de Granada ha llevado a suponer que el autor fue un morisco, o bien una persona formada entre los mudéjares de Murcia y muy vinculada a la burguesía cristiano-nueva del reino de Granada32.

Antes de concluir su análisis entra don Marcelino en una cuestión bibliográfica, cuando corrige una opinión de Buenaventura Carlos Aribau sobre la modernidad del castellano que manejaba Pérez de Hita. Tal característica -observa- sólo puede aplicarse al texto de las Guerras civiles de Granada en la edición de Madrid, Amarita, 1833, que había sido revisado por una docta pluma contemporánea, y fue reproducido en el volumen Novelistas anteriores a Cervantes (1846), tercero de la Biblioteca de Autores Españoles, que prologó el propio Aribau. Agrega una pizca de pimienta a la enmienda la identificación -dada como posible- del corrector con uno de los prosistas de más personal estilo del siglo XIX: el costumbrista Serafín Estébanez Calderón, quien estudió árabe y también escribió Cristianos y moriscos, sin duda la más bella novela morisca del romanticismo español. La corrección da lugar a una escueta y acertada caracterización de la prosa de Pérez de Hita: «Ginés Pérez peca muchas veces de desaliñado, y su estilo no es ni más ni menos moderno que el de cualquier contemporáneo suyo. Escribe en la excelente lengua de su tiempo, sin género de adivinación alguna» (p. 147).

Por último, hay que subrayar las referencias esparcidas a lo largo de las páginas comentadas sobre la difusión de la temática de moros y cristianos en la variante caballeresca. Pondera don Marcelino la fuerza con que la estilizada figura del moro cortés, que se difunde a partir de la lectura de las obras comentadas, se impuso a escritores españoles posteriores, y observa que aun con más fuerza cautivó la imaginación de autores de ficción franceses del siglo XVII al XIX y se impuso entre literatos y viajeros románticos de Europa y América. El autor de los Orígenes de la novela conocía ya, no sólo las referencias españolas, sino las más relevantes que ofrecen otras literaturas, y sus comentarios apuntan hacia una línea de investigación que no se ha interrumpido a lo largo del siglo XX y que penetra en el XXI33.

En cuanto a la Segunda Parte, Menéndez Pelayo advierte en ella diversos desenfoques, como la introducción de cultas arengas y otros pasajes imitados de poemas épicos. Comenta la inferioridad de los romances que cierran cada capítulo y que suelen ser del propio Pérez de Hita, pero cuando se da una excepción notable la señala. Así valora las endechas «¡Ay de Ohánez!», anunciando el desastre que sobrevendrá a los moriscos, entonadas en presencia de Aben Humeya por una joven huérfana, que cae muerta al terminar su canto profético. También destaca como ejemplo de retrato literario la semblanza del Marqués de los Vélez, y pondera el episodio protagonizado por el Tuçaní, vengador de la muerte y expolio de su amada en el saco de Galera, advirtiendo que ello dio tema a la pieza trágica de Pedro Calderón de la Barca Amar después de la muerte o El Tuçaní de la Alpujarra34. Esta obra ha sido bien estudiada y representada en fecha reciente. En términos generales se observa que la posteridad ha ofrecido quizás una valoración más positiva que la de Menéndez y Pelayo del último libro de Pérez de Hita, teniendo en cuenta que no sólo recoge reacciones personales y contradictorias de la experiencia de una guerra vivida, sino que retrata la sociedad morisca a través de una galería de personajes y colectivamente, al mostrar sus varios estratos sociales y sus contradictorias alineaciones35. Pero también en relación con esta obra es justo valorar la labor de pionero que realizó don Marcelino. Una vez más, su portentoso ojo crítico, su erudición y sensibilidad nos llegan a través de páginas vibrantes, que a un siglo de distancia nos siguen admirando e impactando.





 
Indice