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Menéndez Pelayo y el Romanticismo alemán

Raquel Gutiérrez Sebastián

Borja Rodríguez Gutiérrez





Decir de Menéndez Pelayo que fue germanista convencido, introductor en España de la literatura alemana de la primera mitad del siglo XIX, puede sonar como proposición sorprendente y exagerada. Pero si obviamos la imagen tópica del polígrafo, basada en el estereotipo del rancio conservador, en citas de segunda mano, y en la falta de conocimiento ponderado de su obra copiosa y rica, si nos asomamos al torrente de datos, juicios críticos, censuras comprensivas y morigeradas, alabanzas sinceras y elogios apasionados que derrocha en el tomo de la Historia de las Ideas Estéticas dedicado a Alemania, no podemos por menos que concluir que el Menéndez Pelayo proalemán y filorromántico es tan auténtico como el Don Marcelino horaciano y clasicista. De ello se percató tiempo atrás uno de los corresponsales de Menéndez Pelayo, A. Rubió, que le comenta amistosamente que su entusiasmo por Goethe «hace olvidar al fervoroso discípulo de Horacio» (Menéndez Pelayo, 14-IV-1888, 1985b: 203).

Amor por Alemania, o mejor dicho, por una Alemania. En la década de 1880, cuando van apareciendo en España los sucesivos tomos de la Historia de las Ideas Estéticas, gobernaba en Alemania Bismarck, a quien Menéndez Pelayo reprochaba, en ese tomo cuarto que es el irrecusable testimonio de su abrumador conocimiento y de su predilección por la cultura alemana, la «ciega, pedantesca y brutal teutomanía» que iba haciendo odioso el nombre de Alemania a todo «espíritu bien nacido» (MP: 1940a: 106) [En adelante todas las referencias al tomo IV de la Historia de las Ideas Estéticas se refieren a esta edición y se harán con el número de página]. La Alemania que amaba Don Marcelino era la de principios del XIX, la Alemania universal, «idealista, optimista y expansiva» (105), la de los «grandes días de Weimar» retratados por M. de Staël, en los que se produjeron «un cúmulo de obras maestras» (MP: 1940b: 277), en la que se desarrollaron Goethe, Schiller, Winckelmann, los Schlegel, Herder, los llamados por Menéndez Pelayo «educadores del mundo moderno» (105); en suma: la Alemania romántica.


Concepto de romanticismo

Romántica tal cual ahora la entendemos, hay que decir antes que nada. El término de romanticismo ha servido de rótulo a diferentes y variados significados, en muchas ocasiones contradictorios o antagónicos. En la actualidad, la idea de romanticismo alemán engloba, en general a toda la cultura, la filosofía y la literatura alemana desde los últimos años del siglo XVIII, hasta, por lo menos, 1850. No así para Menéndez Pelayo, que utiliza ese marbete con un significado mucho más estrecho, particular y preciso. Para Don Marcelino, el romanticismo alemán fue una escuela, una fracción, no la totalidad de la cultura y la literatura alemana de finales del XVIII y principios del XIX. Es más, ni siquiera se trataba de la tendencia dominante de la época, sino de una secundaria en la que no se cuenta ninguna de las personalidades más relevantes de la época, «Con decir que ninguno de estos nombres [Goethe, Schiller, Lessing; Herder; Kant; Hegel] pertenece a la escuela romántica, fácilmente se infiere que ésta no ejerció la suprema dirección de los espíritus en Alemania» (136). El romanticismo alemán, para Menéndez Pelayo, es una escuela, una facción de escritores reaccionarios y neófitos católicos que se caracterizaban por el entusiasmo por la Edad Media y su poesía, la exaltación del espíritu teutónico y la galofobia, la admiración por las literaturas menos parecidas a la de sus vecinos, especialmente la inglesa y la española, la tendencia a lo sobrenatural y a lo fantástico, la efervescencia de la pasión, mezclada con cierto idealismo vaporoso y tenue y el culto de la arquitectura gótica, de las noches de luna, de las nieblas del Rhin, de la mitología popular, de las baladas y consejas, de las artes taumatúrgicas y de las potencias misteriosas (136). La habilidad del santanderino para la síntesis le hace extractar una lista que, con excepción del patriotismo teutónico, podría servir para caracterizar las literaturas románticas de muchos países, o, como diría el mismo Don Marcelino, las escuelas románticas de muchas literaturas.

No obstante, la nómina de escritores románticos que maneja Menéndez Pelayo es amplia: A. W. Schlegel (1767-1845), Werner (1768-1823), F. Schlegel (1772-1829), Novalis (G. F. von Hardenberg) (1772-1801), Tieck (1773-1853), Wackenroeder (1773-98), Hoffmann (1776-1822), Görres (1776-1848), Lamotte-Fouqué (1777-1843), Achim d'Arnim (1781-1831), Uhland (1787-1862), Eichendorff (1788-1857), C. Brentano (1788-1842), Rückert (1788-1866), Müller (1794-1827), Immermann (1796-1840), Platen (1796-1835). Añade además tres autores a los que califica de introductores del romanticismo: Bürger (1747-1794), Stolberg (1750-1819), y Körner (1791-1813).




Goethe, Schiller y Heine

Autores que son románticos porque permanecieron siempre dentro de esos límites de su escuela. Menéndez Pelayo no niega el romanticismo que hay en muchos momentos en Goethe, en Heine o en Schiller. Pero todos ellos, según Don Marcelino, son demasiados grandes para contentarse con los angostos espacios de la escuela romántica alemana y se convierten en autores universales, en educadores del mundo, precisamente en aquello que más admira de la Alemania de los inicios del siglo y que lamenta haya desaparecido en la Alemania bismarckiana. Goethe, es «poeta de los mayores del mundo: el mayor del siglo en que nació, y el mayor también del siglo XIX» (86); por los años en los que está escribiendo la Historia de las Ideas Estéticas, reitera esta opinión en una carta a Juan Valera (MP, 11-II-1887, 1985a: 254). Aunque mucho más que romántico, aunque poeta universal, sí que se puede decir que en una parte de su obra es romántico, es más, es el creador del romanticismo europeo. Del romanticismo histórico con Goetz von Berlichingen, de donde arranca «el amor inteligente a las cosas de la Edad Media, el arte de saber leer las crónicas con ojos de poeta, y resucitar en ellas un mundo enterrado» (87) hasta el punto que Scott no deja de ser un discípulo de Goethe. Del romanticismo psicológico, con Werther, «el primero y el más humano de toda la larga serie de espíritus melancólicos, descontentos y no comprendidos, orgullosos y débiles, henchida la cabeza de ilusiones y de vanagloria que los incapacitaba para la acción, enervados por una actividad mental sin contenido y sin objeto, que los conducía a la desesperación o al suicidio» (87) [creemos que no es posible lograr una mejor definición, más sucinta y escueta, del insatisfecho héroe romántico]. Para Don Marcelino la descendencia de Werther es muy amplia: incluye el Chateaubriand de El genio del Cristianismo, Adolfo de Constant, Obermann de Sénancour, la Última carta de Jacopo Ortis de Foscolo y Childe Harold de Byron. Es decir, la plana mayor de los protagonistas románticos que más eco despertaron en las conciencias de Europa.

Schiller, para Don Marcelino, avanzó desde su romanticismo inicial a una obra mucho más extensa y ambiciosa, pero el crítico no disimula su admiración por el joven romántico autor de Los Bandidos, y de sus otras primeras obras «escritas con tan ardorosa elocuencia, con tan infantil audacia, con tan extraña mezcla de sinceridad y de sentimentalismo, con un frenesí tan contagioso, con una vena tan turbia a veces, pero tan opulenta, que al más rígido le falta valor para condenarlas. Aquellos no son personajes de este mundo; pero ¡qué gran poeta es el que habla por su boca!» (48).

En sus Orígenes de la novela y comentando una carta de Goethe a Schiller define al primero como autoridad literaria más grande que la de F. Schlegel y que ninguna otra de los tiempos modernos (1943: 217). En otro lugar, recordando los orígenes del romanticismo hispano se lamenta de que no llegaran aquí «las intuiciones sublimes con que explicó Schiller la teoría de las pasiones dramáticas, o aquella poética de Goethe, tan alta, tan complicada y tan serena» (1942b: 293-294). No es necesario seguir, pues los ejemplos serían interminables.

Muy relevante es el caso de Heine, para Don Marcelino poeta disidente y tránsfuga de la escuela romántica alemana, pero que conservó siempre la marca de su origen y debió a esa escuela gran parte de su gloria (155). La valoración del polígrafo acerca de este poeta en 1883 (1942b: 407) subrayaba que tiempo atrás había gustado poco de su poesía, pero que a la sazón se había convertido en «el más ferviente de sus admiradores y el más deseoso de propagar su conocimiento en España» (1942b: 410), como lo demostró su participación y asesoramiento de muchas de las traducciones al español de la obra del poeta alemán. Don Marcelino consideraba, sin embargo, que el Heine polemista y satírico sería mucho antes olvidado por la historia literaria que el vate poético y pensaba que era el poeta del XIX más próximo a él y a su generación, que ya había abandonado las «languideces» de Lamartine, el «oropel teatral» de Víctor Hugo y hasta los «inofensivos piratas» de Byron. Tal vez por eso Heine fue una referencia constante en su obra crítica y aparece tanto en relación con el Arcipreste de Hita (1944: 302) como con Luciano (1943b: 12); tanto relacionado con Juda Leví (1944: 101) como con Amós de Escalante (1942c: 305); y lo mismo habla de los cantos populares de Goethe, Heine, Béranger, Rosetti y Manzoni (1942b: 5) que compara la prosa ácida e irónica de Heine con la de Rabelais (1944: 294) o con la de Voltaire (1943b: 12).




Romanticismo y literatura nacional

No hay contradicción cuando Menéndez Pelayo indica la influencia fundamental que Goethe, Herder y Schiller ejercieron sobre el desarrollo del romanticismo europeo. No fueron románticos, pero fueron referencia inexcusable para los románticos. Y ello es posible por el concepto de literatura de Don Marcelino, tan ligado a las características nacionales de la literatura, tan romántico en sus concepciones histórico-literarias, tan herderiano en sus planteamientos como una y otra vez se echa de ver en su obra: «El nombre de romanticismo tiene en Francia, en Italia y en España una significación muy lata. Dícese romántico en oposición a clásico, y bajo ese nombre se confunden todas las tentativas de insurrección literaria, que con tanta gloria estallaron en la primera mitad de nuestro siglo. Pero en Inglaterra, y sobre todo en Alemania, los términos romanticismo y romántico tienen un sentido mucho más restricto, y se aplican a grupos más pequeños y mejor caracterizados. Grandes poetas, que en otras partes están generalmente considerados como románticos, pasan por clásicos en su tierra. Byron, prototipo y dechado de imitación en su vida y en sus obras para los vates románticos franceses, españoles y hasta polacos y rusos, es, a los ojos de cualquier inglés, un poeta clásico» (133).

Un autor no romántico puede aportar, al salir de su literatura nacional, elementos que en otras literaturas pasan por genuinamente románticos: la razón es que en Francia, en Italia, en España dominaba a lo largo del XVIII un clasicismo de segunda mano, estrecho, mecánico e intolerante que se había apoderado del verdadero clasicismo y lo había sumido en las sombras. De suerte que toda revolución contra ese clasicismo de vía estrecha, tanto si provenía de las tradiciones nacionales como del más puro helenismo, aparecía ante los lectores hastiados del pseudoclasicismo alicorto, intolerable y pacato como una revolución provocadora de escándalo y asombro. (Más de cien años después, Tollinchi, en su fundamental estudio sobre la cultura romántica europea (1989), daba la razón -aunque sin nombrarle- a Menéndez Pelayo e incluía el helenismo como una de las señales de identidad de la revolución romántica).

Del helenismo de Don Marcelino poco puede dudarse; de su amor por la literatura tradicional tampoco. Es patente en el concienzudo admirador e investigador del Romancero, en el erudito que se sumergía en las fuentes tradicionales y populares de las comedias de Lope, del escritor que proclamaba que Herder era «gran poeta, aun escribiendo en prosa» y que nadie como el autor alemán tuvo la capacidad de «adivinar la poesía de las edades pretéritas, lo que él llamaba voces de los pueblos» (105). No es extraño, pues, que se sintiera atraído, interesado por la obra de eruditos que, seducidos por lo tradicional, por lo diferente y por lo español, miraban desde Alemania a la literatura española: los Schlegel.




El romanticismo filológico de los hermanos Schlegel

A la ponderación de su obra filológica dedica el cap. III de la Historia de las Ideas Estéticas en España, valorando positivamente su importancia como teorizadores del movimiento romántico, su papel como difusores de la literatura española en el ámbito germánico, así como su valor como críticos literarios, especialmente del teatro, y censurando la primacía en sus opiniones de los criterios ideológicos frente a los estéticos.

Si tenemos en cuenta el concepto de romanticismo de Don Marcelino al que acabamos de referirnos, es lógica su crítica al del F. Schlegel, cuya sustentación teórica considera «excesivamente amplia y no poco contradictoria» (151). A las restricciones del polígrafo se oponía la concepción amplia del alemán, que consideraba románticos tanto los cantos de Homero como los poemas indios y persas o ciertos elementos de la tragedia griega.

Mucho menos crítico y más agradecido se mostró Don Marcelino cuando se refirió a la importancia de los Schlegel en la difusión de nuestra literatura en su país, aunque encontrara ciertos excesos en los juicios de los alemanes que no dejó de exponer, como la alabanza sin reservas de Calderón que Guillermo Schlegel hace en la Lección XVI de su Curso de literatura dramática, a la que no concede valor por su escaso conocimiento de los dramas calderonianos y por el hecho de que no hubiera leído ninguna obra del resto de los dramaturgos españoles de su época, como Lope de Vega, Alarcón o Tirso de Molina: «apenas leyó otra cosa que algunos dramas de Calderón, los cuales, interpretados conforme a cierta estética, nunca soñada del poeta madrileño, dieron motivo a Schlegel para aquel pomposo y magnífico ditirambo de la lección XVI, donde Calderón resulta colocado en el pináculo de la poesía romántica, lo cual no puede menos de regocijarnos el alma como españoles, aunque envuelva una injusticia enorme respecto de todas las demás glorias de nuestra escena, sacrificadas sin piedad por Schlegel al ídolo, en gran parte fantástico que él se había forjado» (142).

Más fundamentada y razonada le parece la visión de la literatura española de F. Schlegel en su Historia de la Literatura Antigua y moderna, cuya edición francesa de 1829 se conserva en la Biblioteca del erudito. Apunta para ilustrar su buen juicio los elogios que hizo del Poema del Cid, así como sus ponderaciones del Quijote y del teatro calderoniano, aunque en este punto surge de nuevo el puntilloso Don Marcelino, señalando que Federico solamente conoce a Calderón en su faceta de autor de dramas de tema religioso, como lo demuestra el que solamente se refiera a dos de sus comedias religiosas, La Devoción de la Cruz y El Príncipe Constante, aspecto en el que funda Don Marcelino su acusación de dogmatismo, indicando que es responsable de los extravíos de una escuela trascendental que «dio en apreciar las obras de arte, no tanto por sus condiciones intrínsecas de tales, cuanto por las ideas o sentimientos de índole filosófica, religiosa y social que contenían, fuese cual fuese el acierto o el desmaño de la ejecución, como si en el arte salvasen las buenas intenciones y tuviesen el privilegio de no exigir realización perfecta y cumplida» (151).

Pero lo que no podía dejar de admirar el santanderino es el papel jugado por los alemanes en su facera crítica, en la que destacaba su condición de difusores del teatro de Calderón y Shakespeare, su importancia en la divulgación del sánscrito, su conocimiento de la cultura greco-latina y del arte medieval, su valoración de la historia como determinante del hecho literario (¡cuántas veces dijo esto mismo Menéndez Pelayo!), su papel como iniciadores de los estudios de literatura comparada, su condición de difusores de la crítica germánica en toda Europa, y el hecho de que su espíritu agitador (fundamentalmente el de Guillermo) fuera el detonante de una serie de polémicas literarias que sirvieron para poner en primer plano las ideas del Romanticismo, fundamentalmente referidas a la crítica teatral. Este interés por la crítica dramática hace que el erudito hable elogiosamente de dos de los libros de W. Schlegel, Lecciones de literatura dramática y Curso de literatura dramática, famoso a partir de la traducción francesa de M. de Staël en 1814, y en la que se revelaba, en opinión del santanderino, un conocimiento perfecto de las obras maestras, fundamentalmente del teatro griego y del teatro de Shakespeare, pese a que en determinados momentos todo en la obra se subordinaba a la intención de zaherir la dramaturgia francesa. En ella destaca la distinción entre el espíritu clásico y el romántico, el reconocimiento de la inspiración como patrimonio universal, la diferenciación entre el efecto teatral y el poético, las reflexiones sobre el papel del coro en el teatro clásico y el contraste entre libertad moral y fatalidad. De este mismo autor le interesa la Comparación entre la «Fedra» de Racine y la de Eurípides, obra en la que partiendo de la Dramaturgia de Lessing se analiza desde una posición antigalicista las diferencias y semejanzas entre el teatro francés y el griego, provocadora de una gran polémica literaria cuyos frutos conoce al detalle Menéndez Pelayo. El polígrafo recoge la idea de Schlegel de que «en medio de semejanzas externas y accidentales, nada hay en el fondo más diametralmente opuesto que la tragedia griega y la tragedia francesa» (139), y expone además los argumentos del alemán contra la idea de la crítica francesa de emparentar la tragedia francesa con la griega: para Schlegel la supuesta perfección de Racine está en que falsifica el asunto de Fedra dándole un sentido moderno, en que pervierte también los caracteres de Hipólito y Fedra y en que olvida la parte divina del argumento. Menéndez Pelayo comprende el odio furibundo de Schlegel hacia el teatro galo y hasta cierto punto lo justifica por la exageración que habían hecho los franceses de las bondades de su tragedia. Pero, para no ser demasiado parcial en la polémica, Don Marcelino argumenta frente a Guillermo Schlegel lo aportado por Heine y por la crítica francesa: que las dos Fedras solamente tienen en común el esqueleto de la fábula, que son dramas nacidos de una inspiración diversa y que aunque Eurípides pudo ser un poeta mayor que Racine, el entusiasmo que provocó en su momento la obra del francés justifica las alabanzas que se le pudieran hacer. Don Marcelino llega a decir con cierta ironía no exenta de profundo contenido crítico que W. Schlegel fue «El verdadero iniciador de la crítica moderna entre los franceses» (141), pues no en vano el reguero de contestaciones surgidas a raíz de su obra crítica y sus presupuestos antifranceses ayudaron a consolidar un pensamiento crítico-literario francés y polarizaron hacia uno u otro bando, el germanófilo o el galófilo, a críticos de toda Europa.




Conclusión

Menéndez Pelayo no perdió nunca su interés por la literatura alemana, ni el amor por sus autores. Desde 1893 hasta 1910 Menéndez Pelayo recibe información sobre las traducciones de Schiller o Goethe que emprende por ejemplo Estelrich. Éste le consulta, le informa e incluso le manda traducciones para que el santanderino las juzgue y corrija. Ambos escritores debaten sobre las diferentes traducciones que de ambos poetas existen, sus méritos y sus defectos. Después, en 1908, (carta, 20-X), Menéndez Pelayo insta a Estelrich a que «siga firme en su Goethe» (1989: 823), mientras que unos meses antes (1-III) le da noticias de diversas traducciones de Schiller que Estelrich no conocía (Ibid.: 513).

Todo esto ya después de publicarse ese estudio gigantesco sobre la literatura, la cultura y la filosofía alemanas, demostrando así que su interés persistía. Estudio que fue la puerta de entrada de esa cultura, esa filosofía y esa literatura en España. Una entrada por la puerta grande, con el aval y la recomendación de la voz crítica más respetada de la época, que con su prestigio, su conocimiento y su capacidad de juicio puso a la literatura alemana romántica, lo que nosotros hoy en día consideramos romanticismo alemán, en el primer plano de la España del momento. Lo que, sin duda, Menéndez Pelayo entendía que había que hacer, pues con su pluma daba entrada en España a los «educadores del mundo».







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