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Menéndez Pelayo y Manzoni

Montserrat Ribao Pereira





En 1876 el Ayuntamiento y la Diputación de Santander becaban a Menéndez Pelayo para ampliar sus investigaciones en Europa. A resultas de esta iniciativa, el joven erudito llega a Italia al año siguiente para una estancia determinante en su devenir como estudioso y creador literario. En efecto, la obra de don Marcelino, considerada en su conjunto, da cuenta de la trascendencia de las letras italianas y de sus relaciones estéticas con la literatura de la vieja Europa, si bien carecemos del análisis unitario sobre este aspecto que, a buen seguro, pensaba el polígrafo para su frustrado volumen sobre las ideas estéticas en España durante el siglo XIX1. Y aun cuando la crítica ha destacado sus reflexiones a propósito de los escritores latinos, petrarquistas y humanistas fundamentalmente, o su interés por escritores modernos a los que estudió y tradujo (Monti y los sonetos a Judas, Leopardi y la Palinodia, Fóscolo y los Sepolcri...2), no es mucho lo que se ha escrito, desde una perspectiva hispana, del interés que manifiesta, de principio a fin de su carrera, por la figura de Alessandro Manzoni, al que califica como «primero de los líricos cristianos de nuestro siglo»3.

La afición de Marcelino por Manzoni se testimonia ya en su época universitaria. Escribe Leopoldo Alas en Solos de Clarín que «Para entretener las horas de descanso en la Universidad, el entusiasta alumno solía recitarnos versos de Fray Luis de León (que prefiere a todos los poetas de aquel tiempo) y otras veces de Manzoni, o de algún poeta inglés, o portugués, o catalán... lo que se pedía»4. Poco después, en 1877 y en plena polémica sobre La Ciencia Española, las cartas a Laverde que Menéndez Pelayo envía desde Roma dan cuenta de sus lecturas, de sus trabajos y de su febril actividad intelectual, en la que ya se dibuja explícitamente el interés literario que despierta en él el escritor lombardo.

En efecto, Laverde induce al joven Marcelino a la búsqueda de textos manzonianos traducidos al español. En 1876 (E 2-62) le había solicitado que localizase varias traducciones de José Joaquín Pessado a las que se había referido ya Pacheco en La Concordia (una de ellas la de El cinco de mayo) y le recordaba un estudio de Salvador Costanzo en el que figuraban cinco traducciones de la citada oda. El volumen en cuestión acaso fuese el de los Opúsculos políticos y literarios (Madrid, Rivadeneyra, 1847), que recogía las traducciones de Cañete, Hartzenbusch, Tomás Rubí y Heriberto García de Quevedo, si bien el mismo Costanzo había editado ya, en 1868, Música terrenal, que puede servir de prólogo o apéndice a la Música celestial -de 1865-, donde reproducía, además del texto en italiano y de una adaptación al portugués escrita por José Ramos Coelho, nueve versiones españolas, entre ellas la del propio Pessado sobre la que Laverde mostraba interés.

Años más tarde, en 1879 (E 3-299), el tema continúa interesando a maestro y a discípulo: Laverde le informa de una nueva traducción, esta vez de Suárez Cantón, aparecida en La Revista de Asturias (II, 1879: 214), y ambos intercambian noticias sobre la de Llausás (Barcelona, Imprenta de Jepús, 1879), de mayor repercusión crítica5 y a la que siguen refiriéndose tiempo después6. Vuelve don Marcelino sobre el tema en su correspondencia con Estelrich, quien prepara durante años su Antología7, y todavía en 1894 resume en su carta a César Nicolás Penson el devenir del poema manzoniano en las letras españolas hasta entonces, completando un catálogo de las mismas todavía vigente8.

A juzgar por la carta de Menéndez Pelayo a Laverde en abril del 77, es probable que este también le hubiese puesto en la pista de los Himnos Sacros. Pero estos poemas habían ya suscitado, previamente, el interés creador del santanderino, tal y como él mismo señala: «¡Lástima que sea mala esa traducción de los Himnos de Manzoni! Yo pensé hacer el mismo trabajo, y aun interpreté algunas estrofas del de Pentecostés, que es el más bello» (E 2-165). Las versiones de los Inni Sacri, sobre las que maestro y discípulo siguen conversando epistolarmente durante años, no terminan de ser del agrado del polígrafo. En febrero de 1879 Laverde anuncia a Menéndez Pelayo haber leído la traducción «fácil y elegante, aunque en algunos pasajes poco fiel» de La Pentecostés, de G. Tejado, aparecida en La Ciencia Cristiana9 (E 3-243), y en diciembre de ese mismo año le envía la versión de García Vázquez Queipo (E 4-75); en la respuesta de mayo del 80 don Marcelino lamenta que la traslación manzoniana deje «mucho que desear» (E 4-160). Será la de Quadrado la que, finalmente, considere más acertada,

sin estrellarse como otros traductores en la reproducción exacta de los metros originales que con su aparente facilidad de adaptación a nuestra lengua han engañado a tantos, sino procurando tan sólo tina imitación general del movimiento rítmico, con lo cual queda holgura para la expresión exacta del pensamiento original, sin necesidad de andar a caza de esdrújulos violentos y afectados10.


Como ocurría con las de la oda, las traducciones de los Himnos siguen ocupándole en las siguientes décadas. Estelrich le enviará noticia de una nueva traducción, esta vez en Bogotá y por Pedro Bravo, en agosto de 1900 (E 15-776), y en 1908 intercambiará opiniones epistolares sobre Manzoni con el estudioso E. Mele, a quien hace llegar sus trabajos sobre Quadrado y Milá y Fontanals a propósito del autor de los Inni sacri, al tiempo que se interesa por los estudios del erudito italiano en torno a las relaciones de aquel con la literatura española. Uno de los artículos que Mele envía a Menéndez Pelayo es «Il metro del primo coro dell' Adelchi e il metro d' arte mayor» (Studi di Filologia Moderna, I, 1-2, 1908)11 y don Marcelino disiente de sus argumentos en lo que a las influencias moratinianas en la versificación del italiano se refiere:

Las razones que Vd. aduce sobre el metro de arte mayor me hacen mucha fuerza, pero para mí la cuestión todavía queda algo dudosa. Seguramente no tomó el metro de Moratín (aunque el Canto se había impreso suelto en 179812), pero pudo tomarle de Juan de Mena, cuyos ejemplares abundan tanto, y del cual había citadas estancias enteras en las historias literarias de Bouterweck y Sismondi, que Manzoni conocería de seguro.


(E 19-826)                


De hecho, aunque en el momento de escribir el capítulo dedicado a Boscán en su Antología de poetas líricos castellanos Menéndez Pelayo defendía la relación entre el verso manzoniano, «riguroso dodecasílabo de cuatro cadencias» y el de Moratín, «cuyas obras pudo conocer»13, en las posteriores adiciones al mismo se hará eco de estas reflexiones epistolares y concluirá que

no parece verosímil que una composición de circunstancias, tan mediana y de tan poco interés, fuese precisamente la que llamó la atención de Manzoni, cuando podía encontrar el mismo metro en tantos otros libros, incluso en las Fábulas literarias de Iriarte, de las cuales existía traducción italiana.


(AP, X, «Adiciones y rectificaciones»: 425)                


También en su correspondencia con Pereda intercambia juicios sobre el italiano. Desde Bruselas, en 1877, dice haber enviado al polanquino un ejemplar de I promessi sposi, sobre el que arroja una opinión muy clara: «Tengo mucha curiosidad de saber su opinión sobre I promessi sposi, a ver si concuerda con la mía. Guárdese el ejemplar porque tengo otro en las obras completas, de Manzoni, y dígame qué juicio forma de ese admirable libro y pesada novela» (E 2-263). Y desde Roma, en la serie de cartas que se publican en La Tertulia, reitera este juicio, que argumenta por extenso:

Universal aplauso ha valido a Manzoni su novela I Promessi Sposi, uno de los dos libros italianos más leídos en este siglo. A decir verdad, Manzoni, que era ante todo un lírico, no parecía nacido para el género de Walter Scott. La acción de I Promessi Sposi es un poco lánguida, y los personajes principales no interesan grandemente; pero si la obra no es un dechado de novela, como algunos (con error, a mi juicio) pretenden, es a lo menos un libro elocuente y conmovedor, de los que hablan al corazón y al entendimiento. Notaré, sobre todo, cuatro episodios, el de la monja de Monza, modelo de análisis psicológico, el de la conversión del Innominado, el del tumulto de Milán y el de la peste. En muy pocos libros de esta centuria pueden encontrarse páginas que se acerquen a las citadas.


(ED, V, «Cartas de Italia»: 348)                


Esta carta, Letras y Literatos italianos, fechada en mayo de 1877 y redactada, por tanto, cuando su autor cuenta solo veintiún años, manifiesta una opinión crítica sobre Manzoni que, si bien irá matizándose con el tiempo (de hecho, y como más adelante anoto, en su semblanza sobre Milá y Fontanals de 1908 no subrayará el estilo elocuente y conmovedor de I promessi sposi, sino justamente su realismo, «el mejor antídoto que puede encontrarse contra aquellas dolencias del sentimiento y de la fantasía». ED), V: 150), no variará en lo que se refiere al sustancial reconocimiento de su valor ético y estético. En ella el joven Menéndez Pelayo enumera ya los principales aspectos de lo que su devenir erudito confirma como núcleo de su fervor manzoniano: los inicios poéticos del lombardo, la importancia de los Himnos sacros y la perfección de Pentecostés y La Pasión, la inesperada alabanza a Napoleón («la apoteosis del derecho de la fuerza») en El cinco de mayo, la superioridad estética de los coros de Carmagnola y Adelchi, su apasionada defensa de La moral católica contra Sismondi y la deuda con el maestro lombardo de la escuela milanesa (Grossi, Azeglio, Carcano, Cantú, Sestini, Tosti), distinguida siempre «por su acendrado catolicismo» (ED, V: 348-349). Una nueva carta, en este caso dirigida a J. M. Quadrado en octubre de 1899, refleja claramente la firmeza de sus convicciones estéticas al hilo de una admiración por Manzoni constante desde su primera juventud hasta su presente, ya en el umbral del siglo XX:

Su poesía no es obra de arte, sino de la inspiración, e impecables la fuerza y la elevación de su pensamiento; la gracia ideal, la plenitud de la armonía, la opulencia del ritmo, el ímpetu y las audacias líricas. Lo ideal susurró a su oído revelaciones que muy pocas veces había hecho antes a otros magníficos poetas. Fue Manzoni pensador genial, controversista insigne, apologista religioso, historiador, poeta y escritor elocuentísimo: novelista no superado en las modernas épocas por ningún otro, a no ser por nuestro Cervantes. Todo grande, todo elevado, todo insuperable rectitud de miras en él, y con cuya noble y generosa alma comencé yo a identificarme desde los días de mi niñez, cuando mi maestro de italiano me hacía leer y traducir su célebre oda Il Cinque Maggio, a la muerte de Napoleón, ¡Y cómo la sublimidad de esa oda arrebataba y conmovía mi alma infantil.


(E 13-164)                


La correspondencia entre Valera y Menéndez Pelayo, por su parte, permite comprobar hasta qué punto Manzoni es un referente canónico en la poesía de su tiempo14. En Autores dramáticos contemporáneos, como preámbulo a El haz de leña, don Marcelino analiza la trayectoria literaria de Núñez de Arce y le valora como poeta civil de voz robusta y enérgica, capaz de hablar a los mejores como el lombardo en los Himnos sacros15. Será precisamente esta mención la que da pie a Valera para escribir a don Marcelino, con quien comparte la doctrina general de su trabajo, pero no el encomio que la poesía de Núñez le merece:

Himnos y coros de Manzoni, alguna cosa de Carducci, la Campana de Schiller, no pocas odas de Quintana, dos o tres yambos de Barbier, varios trozos de Leopardi, son la gran poesía política. Los Gritos del combate son filfa, y hasta el título es risible por lo pretencioso sin fundamento.


(E 6-179)                


En el ámbito poético la obra del italiano resulta, como vemos, término de comparación sistemática. Otro buen ejemplo de ello es la conferencia sobre Quintana como lírico que Menéndez Pelayo pronuncia en el Ateneo de Madrid en 1887, en la que la mención de Manzoni cierra el discurso como síntesis de los valores poéticos sobre los que ha versado la disertación:

La musa de Quintana es menos variada y menos rica que la de Horacio, pero más austera y más popular, en el más profundo aunque menos usado sentido de la palabra. Para encontrar algo con que parangonarla, hay que recordar, en lo antiguo, el nombre de Tirteo, y, en nuestros tiempos, el de Manzoni. Solamente las Mesenianas y los coros de Carmagnola y de Adelchi dejan en la mente y en el oído la impresión de férvido heroísmo que se siente y respira en los triunfales versos de Quintana.


(ED, IV, «Quintana considerado como poeta lírico»: 269)                


Manzoni es referencia, asimismo, catando el polígrafo aborda el tema de la historia como materia de la literatura. Tal es así, de modo especialmente significativo, en su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia en 1883: La historia considerada como obra artística. En él cita literalmente dos principios manzonianos»16: la relación directa y proporcional entre verdad material y verdad poética, así como el origen de la verdad dramática:

Es además la vida tan grande, tan luminosa, tan poética e inexhausta, que puede decirse que ha agotado y agota todas las combinaciones posibles en el arte, y que, abriendo por cien partes sus entrañas, manifiesta y saca a luz cada día portentos no imaginados, ante los cuales parece fútil y baladí todo antojo idealista. [...] «No consiste (diré con Manzoni) la esencia de la poesía en inventar...; semejante invención es lo más fácil y más vulgar que hay en el trabajo del espíritu, lo que exige menos reflexión y también menos imaginación... ¿Dónde puede encontrarse la verdad dramática, mejor que en lo que los hombres han ejecutado realmente?


(ED, VII: 9)                


Años más tarde, en su discurso de respuesta al de Menéndez Pidal con motivo del ingreso de este en la Real Academia Española (1895), retoma esta misma argumentación y la expande, referida esta vez al drama histórico. Aun cuando sean los argumentos de la Carta sobre las unidades dramáticas más aceptables, a su juicio, que las posteriores reconsideraciones manzonianas sobre el particular, destaca don Marcelino la lucidez de una de ellas: el arte -explica- solo es arte en cuanto produce no un efecto cualquiera, sino un efecto definitivo, y en este sentido solo es bello lo verdadero, porque lo verosímil (materia propia del arte) es un género de verdad que la mente percibe de una manera definitiva, irrevocable. Ahora bien,

si a lo verosímil sustituye la verdad positiva, ¿cómo podrá lograrse la unidad y la armonía del efecto estético, cuando el espíritu se ve involuntariamente arrastrado en dos direcciones opuestas y transportado a cada momento de los espacios de la poesía al campo de la historia?


(ED, VII, «El drama histórico»: 36)                


El desarrollo del discurso da respuesta a esta aparente contradicción planteada por el propio Menéndez Pelayo:

[...] la llamada verdad positiva o contingente vale, no por sí misma, sino por lo que contiene de verdad ideal; y cuando el espíritu asiente a la una o a la otra, su asentimiento es análogo y no contradictorio, puesto que la ley interna de su ejercicio le obliga a idealizar la verdad positiva y a dar cierto género de realidad concreta a la verosimilitud ideal, de donde resulta que la historia es concebida imaginativamente, y que la pura creación de la fantasía poética toma forma y desarrollo análogo a los de la historia, y aun se confunde con ella cuando el prestigio del genio creador llega a tanto, adquiriendo entonces cierto género de vida muy positiva los personajes poéticos.


(Ídem)17                


En estrecha relación con el tema de la verosimilitud se encuentra el estudio de las unidades dramáticas. Los postulados teóricos de Manzoni, tomados de la réplica a las críticas que su Carmagnola recibe por parte de Chauvet, son también transcritos literalmente como argumento de autoridad en el capítulo X de la Historia de las ideas estéticas (en adelante HIEE). El lombardo es, de hecho, la piedra de toque que permite al polígrafo validar incluso la modernidad de Tirso quien, a su juicio, se adelanta en dos siglos a la sustitución de la verosimilitud material por la verosimilitud moral:

La verosimilitud y el interés en los caracteres dramáticos, como en todas las partes de- la poesía, se derivan de la verdad. Pues bien: esta verdad es cabalmente la base del sistema histórico, es decir, del que rechaza las unidades. Para probar que la persistencia de un personaje en un mismo designio contradice a la verosimilitud cuando se extiende más allá del término prescrito por las reglas, sería necesario probar que a ningún hombre le sucede aspirar a un fin lejano de más de veinticuatro horas en el tiempo, y de más de algunos centenares de pasos en el espacio; y para tener el derecho de sostener las unidades, sería preciso haber demostrado que el espíritu humano está constituido de tal modo, que se disgusta y se fatiga de verse obligado a seguir los propósitos de un hombre más allá de un solo lugar y de un solo día.


(HIEE, I: 789)                


La carta sobre las unidades dramáticas, «irrebatible y profundísima» en palabras de don Marcelino, mengua el valor de teorizaciones posteriores, como las expuestas por Martínez de la Rosa en su Poética (París, Didot, 1827)18. Es esta -afirma- un «verdadero curso de literatura castellana» en el que, sin embargo, nada se avanza con respecto a Boileau o a Corneille en lo que al plan y a la unidad de composición dramática se refiere, obviando las fundamentales impugnaciones de Schlegel o Manzoni (HIEE, I: 1463). Sin embargo, como explicará en 1882 en el prólogo a la edición de Edipo en la colección Autores dramáticos contemporáneos, la práctica teatral de Martínez de la Rosa le convierte, con Abéu Humeya, en creador de uno de los dramas «más verdaderamente históricos que se han escrito en España», digno representante de un género consagrado por «altos ejemplos desde Shakespeare hasta Schiller o Manzoni» (ED, IV: 80).

Las consideraciones sobre la historia conducen a Menéndez Pelayo hacia el ámbito de la novela. En este sentido es ineludible destacar su estudio de 1876 sobre escritores montañeses, en el que reivindica a Trueba y Cossío como «padre de la novela histórica entre nosotros», el primero en dar un impulso decisivo a este género, aun cuando no llegue a escribirse en la Península -a su juicio- una obra comparable a Ivanhoe o a I promessi sposi (ED, VI: 149- 150).

Scott y Manzoni son, asimismo, las referencias de las que parte para su análisis de la novela histórica en Amós de Escalante19. Las reflexiones sobre Ave Maris Stella le llevan a distinguir entre dos tipos de narración histórica extensa. En primer lugar cabría considerar aquellas «histórico-anoveladas», de cuyos inconvenientes habría dado cuenta el opúsculo manzoniano De la novela histórica, caracterizadas por el recurso a una Historia que se desborda:

con tan impetuoso raudal, que anula la acción del protagonista inventado y convierte sus personales aventuras en una especie de máquina teatral puesta al servicio del gran drama de las ambiciones y las catástrofes humanas.


(ED, VI: 312-313)                


Una segunda categoría, de la que I promessi sposi sería el más claro y alto ejemplo, estaría representada por aquellas obras en que surge la eventual sustitución de la verdad histórica por la verdad poética:

Pero ni la historia se compone tan sólo de peregrinos y encumbrados acaecimientos, ni sabe ni dice todo lo que puede decirse y saberse de ciertos períodos, hombres y razas, que por no haber influido eficazmente en el mundo, o porque de sus hechos no queda bastante memoria en papeles y libros, permanecen olvidados y silenciosos aguardando el son de la trompeta que los levante del sepulcro. Y entonces llega el arte, que entre sus excelencias tiene la de suplir con intuición potente las ignorancias de la ciencia, los olvidos y desdenes de la historia; y resucita hombres y épocas, nos hace penetrar hasta lo íntimo de la organización social, y nos da a conocer, no sólo la vida pública y ruidosa, sino la familiar y doméstica de nuestros progenitores. [...] pero cuando faltan modos de averiguar[la], importa poco, si el novelista lo es de veras, que haya sustituido la realidad histórica, mezquina y prosaica a veces, con otra realidad poética, dulce y halagadora, que, en medio de todo, es tan real como cualquiera otra de la vida. Pero ni aun ese cargo puede hacerse a los poetas eruditos que antes de escribir novelas se han internado en el laberinto de las pasadas edades con el hilo de la crítica, y han reconstruido, no simplemente adivinado, la historia, fundándola, antes que en vagas imaginaciones, en porfiada y diligente labor sobre antiguos documentos, sin desdeñar tradiciones y usanzas añejas, donde la historia vive vida tan persistente y tenaz como en los relatos de los cronistas. Tal hizo Walter Scott [...]; tal realizó con suma conciencia Manzoni para restaurar aquella Lombardía semiespañola del siglo XVII, y tal fue, en su historia montañesa de la misma centuria, la empresa que acometió Juan García, discípulo de los más hábiles que en España han tenido ambos maestros.


(ED, VI: 314)                


Como vemos, el conocimiento de la novela manzoniana es, en don Marcelino, muy temprano. En sus reflexiones epistolares de 1877 (el mismo año de la versión primera de su estudio sobre Amós de Escalante) con Laverde sobre E. Montengón se refería a este como predecesor de Manzoni en Rodrigo (E 1-210); y mientras su interlocutor mencionaba la novela del italiano con el título que generaliza J. Nicasio Gallego, Los novios (E 1-256). Menéndez Pelayo remite habitualmente al original italiano, a I promessi sposi20. Años más tarde, en su carta a Estelrich de octubre de 1888, se permitirá incluso corregir datos aportados por este último en el borrador de su Antología y le explica que el primer traductor de la narración «fue Gallego y no Lista», que Sabino Tejado la adaptó con bastante libertad, «añadiendo rasgos de su cosecha al carácter de don Abundio», y que Félix Enciso Castrillón suprimió en la suya el episodio de la monja de Monza, «o se le hizo suprimir la absurda censura que dominaba en los últimos años del reinado de Fernando VII» (E, 9-349)21. Además -y volviendo al ensayo sobre Ave Maris Stella- constatamos la profundidad de la lectura manzoniana en Menéndez Pelayo cuando expone que, a su entender, la proximidad de Amós y del italiano procede tanto del perfil religioso y moral de ambos como del empleo común de técnicas muy concretas (la interpolación, íntegra o en extracto, de documentos históricos), de procedimientos narrativos específicos (contención emotiva, acción ajustada a los términos de la vida cotidiana) o de la similar pintura de determinados caracteres22. La conclusión general sobre este modo de la novela histórica en Ave Maris Stella, se prolonga, desde este título concreto, hacia otras manifestaciones del género y conduce a don Marcelino, finalmente, hasta El señor de Bembibre:

[...] en Ave Maris Stella, como en todas las buenas novelas históricas, el interés es doble: uno el personal de los protagonistas: otro el interés colectivo, el interés de la historia en que ellos van envueltos y que los arrastra en sus tortuosos giros. Atender al primero y no al segundo, que en la intención del autor es casi siempre el capital, equivale a desconocer la verdadera índole de este género narrativo, cuya mayor eficacia y virtud poética consiste precisamente en mostrar la acción del destino histórico sobre el destino individual: empresa de mucha más consecuencia que las manifestaciones del puro realismo. Entendida de este modo la novela histórica, viene a ser una transformación moderna de la epopeya. Así en la novela única e insuperable de Manzoni, una inocente pareja de sencillos contadini, Renzo y Lucía, pasea sus contrastados amores a través del hambre, del tumulto y de la peste, y viene a reflejarse en aquellas humildes existencias todo el movimiento de la sociedad lombarda del siglo XVII en todas sus clases y condiciones, desde los bravos asalariados y tiranuelos feudales, hasta el santo Arzobispo Federico Borromeo. Así, en El Señor de Bembibre, novela dignísima de ser citada en primera línea entre las nuestras, el gran drama de la caída de los Templarios y la visión imponente del Castillo de Cornatel, se sobreponen en mucho al interés que, sin duda, despiertan las cuitas amorosas de don Álvaro y doña Beatriz, tan delicadamente interpretadas por el alma ardiente y soñadora del poeta.


(ED, VI: 316-317)23                


Más allá de consideraciones estéticas y genéricas, Menéndez Pelayo rastrea, continuamente, similitudes entre autores decimonónicos hispanos y el lombardo: desde el parecido moral del perediano Padre Apolinar y Fray Cristóforo24 a la inferioridad compositiva de La venida del espíritu Santo de Francisco Ortega con respecto a la Pentecoste, pasando por las reminiscencias visibles en otros poetas hispanoamericanos, como José Joaquín Ortiz o Juan Cruz Varela25.

También alude al italiano en sus estudios sobre autores del siglo XVIII y así, por ejemplo, del jesuita Colomés anota una tragedia (Alboino, o la ruina del reino de los longobardos) que anunciaría ya las líneas generales del drama histórico tal y como se manifiesta en Adelchi26. La evocación de Manzoni en Menéndez Pelayo alcanza incluso sus trabajos sobre textos y autores medievales. No deja de resultar sorprendente, en este sentido, la similitud en la valentía de espíritu que descubre en don Juan Manuel y en el lombardo (Orígenes de la novela, en adelante ON, I-III: 145) o la mención de sus Himnos al hilo de una copla a San Juan Bautista escrita por Fray Ambrosio Montesino (AP, III-XXII: 69).

Del mismo modo, Manzoni figura reiteradamente en los juicios de don Marcelino sobre autores foráneos. Así, evoca a Diderot cuando, a propósito de La Religiosa, «libelo repugnante y groserísimo», afirma que, pese a todo, contiene un germen luminoso de verdad que posteriormente merece ser purificado «por el arte inmaculado de Manzoni», quien se haría eco del mismo en el episodio de la religiosa de Monza en sus I promessi sposi (HIEE, II: 639). De Goethe menciona sus elogios a los Himnos sacros y la fervorosa defensa que este lleva a cabo de las tragedias manzonianas frente a la crítica de la Qarterly Review (HIEE, II: 97). De Villemain, por su parte, censura la mala traducción de El cinco de Mayo de la que es responsable y su ignorancia de los Himnos sacros (HIEE, II: 768-769).

En sus planteamientos estéticos sobre la revolución artística que supuso el romanticismo es donde la figura de Manzoni sirve a Menéndez Pelayo como autoridad para la afirmación de alguno de sus presupuestos. Así, frente al principio del liberalismo político que se asocia a la estética desde el preámbulo de V. Hugo a Hernani en 1830, don Marcelino afirma el carácter conservador de los autores románticos tanto en las literaturas alemana, inglesa o francesa como en la italiana:

Pues si vamos a Italia, encontraremos que allí los poetas revolucionarios, ateos y pesimistas han sido y son siempre clásicos, al paso que el romanticismo fue profesado exclusivamente por almas cristianas y piadosas, tales como Manzoni, Tomás Grossi y Silvio Pellico, y tuvo también el carácter de rehabilitación de la Edad Media.


(HIEE, II: 725)27                


En este mismo capítulo dedicado al romanticismo en la Historia de las ideas estéticas, en concreto cuando se refiere a sus iniciadores (HIEE, II: 669-722), el polígrafo opina, además, sobre destacados escritores modernos, y sobre todos ellos hace planear el nombre de Manzoni como puntal de referencia: de Chateaubriand resalta que sus obras -a diferencia de lo que ocurriría con las de Byron, Manzoni o Leopardi- envejecen extraordinariamente con el paso del tiempo y pierden mérito cuando se las traduce, ya que su fuerza radica sobre todo en las palabras, en el lenguaje, que solo un francés puede valorar en su justa medida (698); de Fauriel alude a su faceta como traductor de Carmagnola y Adelchi, «cuyos coros decía que le aceleraban el pulso como los de Eurípides» (713): de Sismondi de Sismonde, por su parte, comenta don Marcelino la estimación de la que es objeto la Historia de las repúblicas italianas, pese a las refutaciones de que son objeto sus preocupaciones calvinistas en la manzoniana Historia de la Moral Católica (710-711).

En 1890 Menéndez Pelayo pronuncia un discurso sobre Manzoni en el Ateneo que, probablemente, resumiese las razones y argumentos de su manifiesto interés por la obra del italiano. La conferencia tiene un eco importante en la prensa. El País (30 de marzo) destaca la «voz vibrante y llena de emoción» con que el joven catedrático lee Pentecostés ante un auditorio muy diverso en sus intereses. El Liberal (30 de marzo) informa de la intervención:

Estudió a Manzoni como poeta lírico, como autor dramático, como novelista y como crítico, demostrando por medio de ejemplos prácticos la verdad de sus asertos. [...] La conferencia terminó con un paralelo entre Manzoni y Walter Scott, trazado de mano maestra, y en el que hizo la apología del autor de Los novios considerado como novelista.


La Dinastía (7 de abril) apunta algunos enfoques más, entre ellos el de la filosofía manzoniana y su aspecto político:

[...] con un criterio amplio e imparcial estudió la significación de Manzoni en su tiempo y con relación a la literatura contemporánea de la que puede considerársele como precursor, y con ahondamiento profundo de mirada apareció también la filosofía diluida en las obras del gran poeta y lo consideró igualmente en su aspecto político [...]; en toda su conferencia demostró un conocimiento inmenso del asunto, dándola en ocasiones un carácter narrativo y en cierto modo familiar y revelando noticias y datos inéditos sumamente curiosos, acerca de la vida de Alejandro Manzoni.


Amigos y conocidos de don Marcelino le envían cartas de felicitación en las que, asimismo, ruegan se edite y difunda su trabajo. Pese a que, según leemos en El Imparcial (31 de marzo de 1890), «hizo un estudio acabado del insigne poeta italiano, cuya fisonomía espiritual y artística presentó en bellísimos períodos que llevaba escritos», Menéndez Pelayo insiste, en las contestaciones a todos ellos, en el carácter improvisado del discurso que, «en rigor, no existe»:

La conferencia de Manzoni fue casi totalmente hablada, y como no había taquígrafos, no fue posible recogerla. La escribiré y ampliaré cuando tenga tiempo.


(Abril 1890, E 10-405)                


De hecho, en febrero de 1891 Federico Baráibar da noticia a don Marcelino de su edición de las tragedias del italiano, que piensa publicar -junto a las poesías traducidas por Quadrado y sus propias adaptaciones de Urania (que Valera había prometido a Estelrich para su Antología y que no llegó a redactar) y de la Muerte de Carlo Imbonati- en un volumen para el que solicita, como prólogo, el discurso del Ateneo (E 11-38). Finalmente, Tragedias, poesías y obras varias de Alejandro Manzoni (Madrid, Librería de la Viuda de Hernando, 1891), sale a la venta sin este estudio preliminar sobre Manzoni. En noviembre de 1909 Antonio Gómez Restrepo recuerda a don Marcelino algunos asuntos de los que todavía no se ha ocupado y que se esperan de su erudición, ente ellos la publicación de la conferencia de 1890. Y es que, como profetiza Restrepo, «lo que usted deje sin hacer, no lo hará después nadie en el mundo castellano» (E 20-486).

Aunque, al parecer, no llegó a preparar su estudio para ser publicado, en la semblanza sobre Milá y Fontanals, que lee en 1908 en el Ateneo y en la Universidad de Barcelona, expone Menéndez Pelayo una síntesis de sus ideas estéticas sobre Manzoni que acaso sí rescate materiales del aclamado discurso de 1890. Recuerda en este ensayo la irrupción del lombardo en España a través de las noticias aportadas por El Europeo en 1823, el eco de los Himnos en la Misa nueva de Cabanyes, la traducción de Los novios que lleva a cabo J. N. Gallego por iniciativa de Aribau, así como la impronta general del autor y de la Alta Italia en la escuela catalana. A propósito de su presencia relevante en Milá, sus palabras son reveladoras tanto del pensamiento del maestro como del suyo mismo:

Pero Milá tuvo la suerte de conocer al mismo tiempo que las innumerables narraciones de Walter Scott, la novela única e imperecedera de Manzoni, que le reveló un mundo poético superior, en medio de su humilde austeridad y voluntario alejamiento de toda quimera engañosa. El realismo de Manzoni, que sería más amargo que benévolo si no estuviese penetrado dondequiera de piedad y resignación: aquella ironía alta y trascendental que, dominando el espectáculo de la vida, nos hace entrever su ley: la simpatía hondamente evangélica por los menesterosos y los humildes; la compenetración admirable del caso doméstico y vulgarísimo con la trama entera de la vida social; el espíritu de práctico y positivo cristianismo que en todo el libro rebosa, eran y son el mejor antídoto que puede encontrarse contra aquellas dolencias del sentimiento y de la fantasía de que Milá había emprendido purificar tan rígidamente su alma, contra aquellos fantasmas que a un tiempo amaba y temía como perturbadores de su reposo. No sólo I Promessi Sposi, sino las poesías líricas y las tragedias, y la Moral Católica y todas las prosas históricas, literarias y doctrinales del gran milanés, que es, no sólo el más excelso artista íntegramente cristiano de la última centuria, sino un pensador de los más ingeniosos y sutiles, fueron asiduamente frecuentados por Milá, que basó en la célebre Carta sobre las unidades dramáticas una parte de su propia poética28.


Como podemos comprobar, tras el maestro Milá y Fontanals Menéndez Pelayo defiende y avala, por su propia relevancia intelectual, la pertinencia de Manzoni en el horizonte estético del siglo XIX. Como ha señalado la crítica, la presencia del lombardo es muy reducida en los escritores realistas, excepción hecha de Alarcón y Pereda29, aun cuando se hayan rastreado ecos en Galdós30 o acaso esté pendiente un estudio de las conexiones de I promessi sposi con Los pazos de Ulloa, cuya primera impresión, para el lector, es la que produce un clérigo temeroso que se siente amenazado en un cruce de caminos, como en el título italiano31. Sin embargo, don Marcelino adopta una postura personalísima entre los eruditos de su generación y aborda, con asiduidad y coherencia, la pertinencia de Manzoni en los planteamientos éticos y estéticos de su tiempo, desplegando para ello una mirada crítica sobre los escritos del lombardo que, de acuerdo con el objetivo inicial de estas páginas, hemos datado desde los inicios del santanderino en la investigación literaria hasta sus últimos años. En esta reivindicación manzoniana, que hace suya Menéndez Pelayo, parecen adquirir pleno significado, en fin, las afectuosas palabras que Emilia Pardo Bazán le dirige desde A Coruña en octubre de 1883:

No envejecerán las obras de usted, porque la suma de sus investigaciones y verdaderos descubrimientos que encierran las remozará a cada paso, hasta cuando vengan en pos de usted otros a espigar el campo que usted segó y recogió la mejor cosecha. [...] tenga usted la serenidad, la convicción reposada y majestuosa que conviene a un arquitecto que edifica para los siglos futuros.


(E 6-197)                







Bibliografía

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