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Escila (III), Glauco y Circe

    Y ya, arrojado dentro de unas fauces de Gigante al Etna,
y los campos de los Cíclopes, ignorantes de qué cosa los rastrillos, cuál el uso
del arado, y que nada a los ayuntados bueyes deben,
había dejado atrás el euboico habitante de las henchidas aguas.
Había dejado también Zancle y las opuestas murallas de Regio,  5
y el naufragador estrecho que, presa de un gemelo litoral,
de la tierra ausonia y de la siciliana tiene los confines.
De ahí, con su mano grande desplazándose a través de los tirrenos mares,
a los herbosos collados acude y los atrios Glauco
de la hija del Sol, Circe, de coloridas fieras llenos.  10
A quien una vez hubo visto, dicho y recibido el saludo:
«Divina, de un dios apiádate, te lo suplico, pues sola aliviar
tú puedes», dijo, «si sólo te parezco digno, este amor.
Cuánta sea de las hierbas, Titania, el poder, para nadie
que para mí más conocido, quien he sido mutado por ellas,  15
y para que no conocida no sea para ti la causa del delirio mío:
en un litoral de Italia, de las mesenias murallas en contra,
a Escila vi. Pudor da las promesas, las súplicas,
las ternuras mías y despreciadas palabras referir.
Mas tú, si alguna soberanía hay en tu canción, una canción  20
con tu boca sagrada mueve, o si más expugnadora la hierba es,
usa las tentadas fuerzas de una efectiva hierba,
y no que me cures a mí y sanes estas heridas que tengo, mando,
de su fin ninguna necesidad hay: que parte lleve ella de este calor».
Mas Circe -pues no tiene más apto ninguna su ingenio  25
para llamas tales, ya sea que el origen esté de tal cosa en ella misma,
ya sea que Venus causa tal cosa, ofendida por la delación de su padre-
tales palabras le devuelve: «Mejor persigue a quien desee
y ansíe lo mismo, y de parejo deseo cautivada.
Digno eras todavía, y podrías serlo ciertamente, de ser rogado,  30
y si esperanza dieras, a mí créeme, serías rogado todavía.
Y para que no lo dudes y te falte confianza en tu hermosura,
heme aquí, cuando diosa sea, cuando hija del nítido Sol,
con el encantamiento cuando tanto, tanto también con la grama pueda,
que por ser tuya hago votos. A la que te desprecia desprecia, a la que te sigue  35
dale las tornas, y con un solo acto a dos vengar puedes.
A la que tal intentaba: «Antes -dice- en la superficie frondas
-Glauco-, y en los supremos montes nacerán algas,
que en vida de Escila se muten nuestros amores».
Se indignó la diosa, y por cuanto dañarle a él mismo  40
no podía -ni quería, amándole-, se encona con la que
a ella habíase antepuesto, y de su Venus por el rechazo ofendida
en seguida infames pastos de horrendos jugos juntos
maja, y triturados hecateios encantos les mezcla
y de azules velos se viste y a través de su tropel  45
de fieras aduladoras sale de mitad de su aula
y dirigiéndose, opuesto contra las rocas de Zancle,
hacia Regio, entra en el bullir de las hirvientes olas,
en las cuales como en sólida tierra pone sus huellas
y recorre sobre lo alto las superficies a pies secos.  50
    Pequeño había un abismo, ensenado en curvos arcos,
grato descanso de Escila, adonde ella se retiraba del hervor
del mar y del cielo, cuando muchísimo en mitad de su orbe
el sol era y mínimas desde su vértice hiciera las sombras.
Éste la diosa previamente lo malogra, y con venenos hacedores de portentos  55
lo inquina. Aquí, exprimidos líquidos de una raíz dañosa
asperja, y, oscuro, del rodeo de sus palabras nuevas,
en tres novenas la canción largamente murmura con su mágica boca.
Escila llegó y hasta el vientre en su mitad había descendido,
cuando desfigurarse sus ingles merced a monstruos que ladraban  60
contempló y, al principio, creyendo que no aquellas
de su cuerpo eran partes, rehúye y espanta y teme
las bocas protervas de los perros, pero a los que huye consigo arrastra a una,
y el cuerpo buscando de sus muslos, y piernas, y pies,
cerbéreos belfos en vez de las partes aquellas encuentra:  65
y se yergue por la rabia de los perros, y esas espaldas de las fieras,
sometidas a sus ingles truncas y a su útero perviviente, contiene.
    Llora enamorado Glauco y de la que demasiado hostilmente había usado
las fuerzas de las hierbas, huye de las bodas de Circe.
Escila en ese lugar permaneció y cuando le fue dada ocasión,  70
primero por odio de Circe, de sus aliados expolió a Ulises,
luego, ella misma, hubiera hundido las teucrias quillas,
si no antes en la peña que también ahora rocosa pervive
transformada hubiera sido: su peña también el navegante evita.


El peregrinaje de Eneas (III): Italia

    A ella cuando a remos, y a la ávida Caribdis,  75
vencieron los barcos troyanos, cuando ya cerca del litoral ausonio se hallaban,
por el viento son devueltos a las orillas líbicas.
Recibe a Eneas allí en su ánimo y en su casa quien no bien
la separación de su frigio marido había de soportar,
la Sidónide, y en una pira, en la figuración de un sacrificio hecha,  80
se postró sobre un hierro y defraudada defraudó a todos.
De nuevo, huyendo de las nuevas murallas de esa arenosa tierra,
hacia la sede del Érix devuelto y al fiel Acestes,
sacrifica él, y el túmulo de su padre honora.
Y esos barcos que Iris la Junonia casi había quemado  85
desata, y del Hipótada el reino y las tierras humantes
de caliente azufre y las peñas de las Aqueloides deja atrás,
las de las Sirenas, y huérfano de su conductor ese pino
la Inárime y Próquite escoge, y en un estéril collado
situadas las Pitecusas, de sus habitantes con el nombre dichas.  90


Los Cércopes

    Como que de los dioses el padre, el fraude y los perjurios de los Cércopes
un día aborreciendo y las comisiones de esa gente dolosa,
en un desfigurado ser a sus varones mutó, de modo que igualmente
desemejante al humano y semejantes parecen,
y sus miembros contrajo, y sus narices, de la frente remangadas,  95
aplastó y de arrugas roturó de vieja su cara,
y velados en todo el cuerpo de un dorado vello
los mandó a estas sedes y no dejó antes de arrebatarles el uso
de las palabras y, nacida para los perjurios, de su lengua.
El poder lamentarse sólo con un ronco chirrido les dejó.  100


El peregrinaje de Eneas (IV): la Sibila

    Cuando éstas hubo preterido y a la diestra de Parténope
las murallas abandonó, por la izquierda parte del canoro
Eólida en el túmulo y, lugares preñados de palustres ovas,
en los litorales de Cumas y en las cuevas de la vivaz Sibila
entra y que a los manes paternos él acuda a través de los Avernos,  105
le ruega. Mas ella su rostro, largo tiempo en la tierra demorado,
erigió, y, al fin, delirante del dios por ella recibido:
«Grandes cosas pretendes», dijo, «varón por tus hechos el más grande,
cuya diestra a través del hierro, su piedad a través de los fuegos se han contemplado.
Deja aun así, Troyano, el miedo: dueño serás de tus pretensiones  110
y las Elisias moradas y los reinos postreros del mundo
conmigo de guía conocerás y las efigies amadas de tu padre.
Inviable para la virtud ninguna vía hay», dijo y fulgente
de oro una rama en el bosque de la Averna Juno
le mostró y le ordenó desgajarla de su tronco.  115
    Obedeció Eneas y del formidable Orco
vio las riquezas y los antepasados suyos y la sombra anciana
del magnánimo Anquises. Aprendió también las leyes de esos lugares
y cuáles los peligros que habían de ser arrostrados en nuevas guerras.
De ahí, llevando sus fatigados pasos por la opuesta senda,  120
con su guía Cumea suaviza en la conversación el esfuerzo.
Y mientras el camino horrendo a través de los opacos crepúsculos coge:
«Si una diosa tú presente, o si a los dioses gratísima -dijo-:
de un numen en la traza estarás siempre para mí, y confesaré que yo
de regalo tuyo existo, tú, quien, que yo a los lugares de la muerte entrara,  125
quien de esos lugares que yo saliera, quisiste, de la muerte por mí vista.
Por esos méritos, tras llegar yo del aire a las auras,
unos templos te alzaré y te otorgaré unos honores de incienso».
    Se vuelve a mirarle la vidente y unos suspiros tomando:
«Ni diosa soy», dijo, «ni de sagrado incienso con el honor  130
dignes una humana cabeza, y para que ignorante no yerres:
una luz eterna a mí y el carecer de final se me concedía
si mi virginidad hubiese padecido a Febo, mi enamorado.
Mientras esperanza tiene de ella, mientras previamente sobornarme con dones
ansía: «Elige», dice, «virgen Cumea, qué deseas.  135
De tus deseos serás dueña». Yo de polvo cogido
le mostré un puñado: cuantos tuviera de cuerpos ese polvo,
tantos cumpleaños a mí me alcanzaran, vana, le rogué.
Se me pasó pedir jóvenes también en adelante esos años:
éstos con todo él me los daba, y la eterna juventud,  140
si su Venus padecía. Despreciado el regalo de Febo
célibe permanezco. Pero ya la más feliz edad
sus espaldas me ha dado, y con tembloroso paso viene la enferma vejez,
que de sufrir largo tiempo he. Pues ya, aunque para mí siete siglos
han pasado, aun así resta, para que los números del polvo iguale,  145
trescientas mieses, trescientos mostos ver.
Un tiempo habrá cuando, de tan gran cuerpo, a mí pequeña
el largo día me hará, y mis miembros consumidos por la vejez
se reduzcan a una mínima carga, y ni amada haber sido pareceré
por un dios, ni haberle complacido: Febo también quizás, él mismo,  150
o no me conocerá o que me amó negará,
hasta tal punto mutada se me llevará y para nadie visible,
por mi voz, aun así, se me conocerá. La voz a mí los hados me dejarán».


Aqueménides

    Mientras tales cosas a través del convexo camino mencionaba la Sibila,
de las sedes estigias emerge el troyano Eneas hacia la ciudad  155
eubea, y propiciados unos sacrificios según la costumbre,
a las costas acude que todavía de su nodriza no tenían el nombre.
Aquí también se había detenido, después de los hastíos largos de sus labores,
el Neritio Macareo, compañero del sufridor Ulises.
El cual, al que había sido abandonado un día en medio de las peñas del Etna  160
reconoce, a Aqueménides, y al encontrarlo de improviso,
de que viva asombrado: «¿Qué azar a ti, o dios,
te guarda, Aqueménides? ¿Por qué», dice, «una bárbara proa a ti,
un griego, te porta? ¿Se dirige vuestra quilla a qué tierra?».
A quien tal preguntaba, ya no tosco en su atavío,  165
ya suyo él, y no trabado su sombrero de espinas ningunas,
dice Aqueménides: «Que de nuevo a Polifemo y aquellas
comisuras yo contemple, fluidas de sangre humana,
si mi casa que esta quilla para mí mejor es, o Ítaca,
si menos a Eneas venero que a mi padre, y nunca  170
estarle bastante agradecido podré, aunque se lo ofreciera todo.
Puesto que hablo y respiro y el cielo y los astros del sol
contemplo, ¿podría ingrato y olvidado serle?
Él me dio el que este aliento mío a la boca del Cíclope
no haya venido, y aunque ya ahora la luz vital abandone yo,  175
en un túmulo, o ciertamente no se me sepultará en aquel vientre.
¿Qué animo entonces era el mío -a no ser que el temor me haya robado
todo el sentido y mi ánimo-, cuando a vosotros, dirigiros a las altas
superficies, abandonado, contemplé? Quise gritaros, pero a mi enemigo
entregarme temí: a vuestro barco incluso el grito  180
de Ulises casi hizo daño. Yo vi cuando de monte desgajada
una ingente peña lanzó en medio de las ondas,
vi de nuevo, como por las fuerzas de una catapulta llevadas,
vastas rocas que él disparaba con su brazo de Gigante,
y que no hundiera ese oleaje o esa piedra la quilla,  185
mucho temí, ya que yo no estaba en ella olvidado.
Pero cuando la huida os retornó de una certera muerte,
él ciertamente todo el Etna deambula gemebundo,
y por delante tienta con la mano los bosques, y de su luz huérfano
contra las peñas se lanza, y sus brazos, desfigurados de la sanguaza,  190
tendiendo al mar, maldice la raza aquiva
y dice: «Oh si algún azar a mí me devuelve a Ulises
o a alguno de sus aliados, contra el que se ensañe mi ira,
las entrañas del cual me coma, cuyos vivientes miembros
con mi diestra despedace, cuya sangre a mí me inunde  195
la garganta y aplastadas tiemblen bajo mis dientes sus extremidades:
cuán nulo o leve me sería el daño de mi luz arrebatada».
Esto y más aquel feroz. A mí un lívido horror me invade,
contemplando su rostro todavía de la matanza mojado,
y sus cruentas manos, y vacío el orbe de su luz,  200
y sus miembros y cuajada de sangre humana su barba.
Esa muerte estaba ante mis ojos, lo mínimo aun así ella de mi dolor,
y ya, que iba a ser atrapado, ya ahora mis entrañas pensaba
que en las suyas iba a sumergir, y en mi mente prendida estaba la imagen
del tiempo aquel en el que vi de a dos los cuerpos de mis compañeros,  205
tres veces, cuatro veces ser golpeados contra la tierra,
cuando echado él encima, a la manera de un hirsuto león,
sus entrañas y carnes y con las blancas médulas sus huesos
y medio exánimes sus extremidades sepultaba en su vientre ávido.
Un temblor me invadió: de pie estaba, sin sangre, afligido,  210
viéndole mojado y arrojando de su boca sus cruentos
festines y bocados con vino aglomerados vomitando:
tales imaginaba que a mí, desgraciado, se preparaban los hados,
y durante muchos días agazapado y estremeciéndome ante todo
crujido y la muerte temiendo y deseoso de morir,  215
con bellota combatiendo el hambre y, mezclada con frondas, con hierba,
solo, pobre, desahuciado, a la muerte y a esa condena abandonado,
ésta desde lejos contemplé después de largo tiempo, esta nave,
y les supliqué mi huida con gestos y al litoral corrí
y los conmoví: a un griego un barco troyano lo acogió.  220
«Tú también expón tus azares, de mis compañeros el más grato,
y los del jefe y la multitud que contigo se confió al ponto».


Aventuras de Ulises

    Que Éolo, él le cuenta, reinaba en el profundo etrusco,
Éolo, el Hipótada, reteniendo en su cárcel a los vientos,
los cuales, encerrados en una piel de vacuno, memorable regalo,  225
los tomó el jefe duliquio, y que con soplo favorable marchó
durante nueve luces, y contempló la tierra a la que se dirigían;
que la siguiente tras la novena, cuando se movió esa aurora,
de envidia sus aliados, y del deseo de botín, vencidos
fueron: creyéndolo oro, arrancaron sus ataduras a los vientos;  230
que con ellos marcha atrás, a través de las ondas recién
recorridas el barco, y a los puertos volvía a dirigirse del eolio tirano.
«De ahí, de Lamo el Lestrigon», dice, «a la antigua ciudad
llegamos: Antífates reinaba en la tierra aquella.
Enviado a él yo soy, en número de dos mis acompañantes,  235
y apenas en la huida buscada fue la salvación de un acompañante y mía.
El tercero de nosotros tiño la impía boca del Lestrigon con el crúor suyo.
Al huir nosotros nos acosa y una hueste contra nosotros
lanza Antífates. Nos atacan y rocas y maderos
nos lanzan y sumergen a nuestros hombres y sumergen nuestras quillas.  240
Una, aun así, que a nosotros y al mismo Ulises portaba
escapó. Por esa perdida parte de nuestros aliados, dolientes
y de muchas cosas lamentándonos, a las tierras arribamos aquellas
que lejos de aquí divisas -de lejos, créeme, se ha de ver
la isla vista por mí-, y tú, oh el más justo de los troyanos,  245
nacido de diosa, pues finalizada la guerra de llamarte enemigo
no he, Eneas, te aconsejo: huye de los litorales de Circe.
Nosotros también, amarrado nuestro pino de Circe en el litoral,
de Antífates acordados y del inmansueto Cíclope,
a marchar nos negábamos, pero para alcanzar la morada desconocida  250
a la muerte fuimos elegidos: la suerte a mí y al leal Polites
y a Euríloco a la vez y a Elpénor, el del excesivo vino,
a dos novenas de aliados de Circe a las murallas nos envió.
Las cuales, cuanto las alcanzamos y estuvimos en el umbral de su techo,
mil lobos y mezcladas a los lobos osas y leonas  255
al correr a nosotros nos dieron miedo, pero ninguno de temer,
y ninguno había de hacernos en el cuerpo herida alguna;
incluso tiernas movieron al aire sus colas
y adulándonos cortejan nuestras huellas hasta
que nos reciben unas sirvientas y a través de unos atrios de mármol cubiertos  260
a su dueña nos llevan. Sentada está ella en un receso bello,
de solemne trono y, vestida de un manto brillante,
por encima está velada de un dorado atuendo.
Nereides y ninfas a la vez, que vellones ningunos arrastran
moviendo sus dedos, ni hilos subsiguientes sacan,  265
gramas distribuyen y, esparcidas sin orden unas flores,
las disciernen en canastos y variadas de colores hierbas.
Ella misma, el que ellas hacen, su trabajo concluye, ella qué uso,
o en qué hoja esté, cuál sea la concordia de ellas mezcladas
conoce y a ellas atendiendo los lotes examina de las hierbas.  270
Ella cuando nos vio, dicho y recibido el saludo,
esparció su rostro y nos devolvió augurios con sus votos.
Y sin demora que se mezclen ordena cebadas de tostado grano
y mieles, y la fuerza del vino puro con leche que coágulos ha padecido
y, los que bajo esta dulzura se oculten furtivamente, unos jugos  275
añade. Recibimos de su sagrada diestra dadas esas copas,
las cuales, no bien sedientos con nuestra árida boca apuramos,
y nos hubo tocado con su vara la diosa siniestra lo alto de nuestros cabellos
-vergüenza da, mas lo contaré-, de cerdas a erizarme comencé
y ya a no poder hablar, por palabras a emitir un ronco  280
murmullo y hacia la tierra a postrarme con todo el rostro
y la cara mía sentí que en un ancho morro se encallecía,
mis cuellos hincharse de protuberancias y por la parte que ahora poco esas copas
sostenidas por mí fueran, con ella huellas hacía,
y con los que lo mismo habían padecido -tanto las drogas pueden-  285
me encierra en la pocilga, y solo de un cerdo carecer de la figura
vimos a Euríloco: solo él de las copas a él dadas había huido,
las cuales, si él no hubiese evitado, del ganado cerdoso una parte
permanecería ya ahora también, y no, de tan gran calamidad cerciorado
por él, hasta Circe, vengador, hubiese venido Ulises.  290
El pacificador Cilenio a él le había dado una flor blanca:
moly la llaman los altísimos; con una negra raíz se tiene.
Guardado por ella, y por las advertencias también celestes, entra
él en la casa de Circe, y a las insidiosas copas
llamado, y a la que intentaba con su vara acariciar sus cabellos, rechaza,  295
y empuñada su espada, pávida, la aterroriza.
De ahí, sus palabras y sus diestras dadas, y en el tálamo recibido
del matrimonio, de dote los cuerpos de sus aliados demanda.
Se nos asperja de jugos mejores de una desconocida hierba,
y se nos golpea la cabeza con un azote de la vara vuelta,  300
y palabras se dicen contrarias a las dichas palabras.
Mientras más ella canta, más con ello de la tierra aligerados
nos erguimos, y las cerdas caen, y bífidos abandona su hendidura
a nuestros pies, vuelven los hombros, y sometidos a sus antebrazos
nuestros brazos fueron: a él llorando, llorando lo abrazamos nosotros,  305
y prendidos quedamos del cuello de nuestro jefe, y palabras antes ningunas
dicho hubimos que las que nos atestiguaban agradecidos.


Pico

    De un año allí nos detuvo la demora, y muchas cosas, presente,
en tiempo tan largo vi, muchas con mis oídos recogí:
esto también, con las muchas, que a escondidas me refirió una  310
de sus cuatro fámulas, de las destinadas a tales sacrificios.
Así pues, con el jefe mío mientras Circe sola se demoraba,
ella a mí de níveo mármol hecha una estatua
me muestra, juvenil, portando en la cabeza un pico,
en el santuario sagrado puesta, y por sus muchas coronas señalada.  315
Quién fuera y por qué en ese sagrado santuario se le honraba,
por qué ese ave llevaba, a mí que le preguntaba y saber quería:
«Atiende», dice, «Macareo, y de la dueña mía el poder cuál sea,
de aquí también aprende. Tú a mi relato dispón tu mente.
    Pico, de Ausonia en las tierras, prole de Saturno,  320
el rey fue, de los útiles para la guerra caballos estudioso.
La hermosura de ese hombre la que contemplas era, puedes tú mismo su decor
contemplar y por la fingida imagen aprobar al verdadero.
Parejo su ánimo a su hermosura, y todavía contemplar merced a sus años
no había podido cuatro veces en la griega Élide su pugna quinquenal.  325
Él a las dríades, del Lacio en los montes nacidas,
había vuelto hacia su rostro, a él las fontanas divinidades
le pretendían, las náyades, las que el Álbula, las que el Numicio,
las que del Anio las aguas y de su curso brevísimo el Almo
o el Nar lleva vertiginoso, y el Fárfaro de opaca onda,  330
y las que honran el pantano nemoroso de la escítica Diana
y sus muy lindantes lagos. Despreciadas aun así todas, a una
ninfa él honraba, que en otro tiempo en el collado del Palacio
se dice que del jonio parió Venilia Jano.
Ella, tan pronto como maduró en sus casaderos años,  335
antepuesto a todos, al Laurente entregada, a Pico, fue,
rara ciertamente por su faz, pero más rara por su arte del cantar,
de donde Canente se le llamaba: los bosques y las rocas mover
y amansar las fieras y las corrientes largas demorar
con la boca suya, y los pájaros errantes retener, solía.  340
La cual, mientras con su voz de mujer modula canciones,
había salido de su morada Pico a los campos laurentes,
a fin de atravesar paisanos jabalíes, y sobre el lomo pesaba
de un agrio caballo, y en su izquierda un par de astiles llevaba,
y recogida su clámide bermellón por un rubio oro.  345
Había llegado a unos bosques, y la hija del Sol a los mismos,
y para nuevas recoger de esos fecundos collados sus hierbas,
del nombre suyo llamados, los campos circeos había abandonado.
La cual, no bien al joven en los ramajes escondida hubo visto,
quedó suspendida: cayeron de su mano, las que había recogido, hierbas,  350
y una llama por todas sus médulas le pareció que erraba.
Cuando por fin compuso su mente de ese vigoroso bullir,
qué anhelaba, a confesar iba: que no pudiese acercarse,
la carrera de su caballo hizo, y rodeado él de escoltas.
«No», dice, «escaparás, aunque del viento seas arrebatado,  355
si sólo yo me conozco, si no se ha desvanecido toda
de mis hierbas la virtud ni a mí mis canciones me engañan».
Dijo y la efigie sin ningún cuerpo de un falso
jabalí finge y por delante de los ojos correr del rey
le ordenó, y, denso de troncos, a un bosque que marchar pareciera,  360
por donde máxima la espesura es y para el caballo lugares transitables no son.
No hay demora, a continuación de esa presa busca sin él saberlo la sombra
Pico y veloz de su caballo los espumantes lomos abandona
y una esperanza persiguiendo vana sus pies lleva errante en el alto bosque.
Piensa ella unas súplicas y esas palabras suplicantes dice  365
y a unos ignotos dioses con una ignota canción ora,
con el que suele el rostro confundir de la nívea Luna,
y para la cabeza de su padre tejer bebedoras nubes.
Entonces también, cantada su canción, se densa el cielo,
y nieblas exhala la tierra, y por ciegas sendas vagan  370
sus séquitos y falta la custodia del rey.
Habiendo hallado ella el lugar y el tiempo: «Oh por tus ojos», dice,
«que a los míos cautivaron, y por ésta, el más bello, tu hermosura,
que hace que una suplicante a ti diosa yo sea, considera estos fuegos
nuestros y por suegro, que lo contempla todo, al Sol  375
recibe, y no, duro, a la Titánide Circe desprecia».
Había dicho. Él, feroz, a ella y sus súplicas rechaza y:
«Quien quiera que eres», dice, «no soy tuyo. Otra cautivado
me tiene y me tenga, suplico, por una larga edad,
y con una Venus externa mis conyugales alianzas yo no hiera,  380
mientras a mí a la hija de Jano me la conserven los hados, a Canente».
Muchas veces reintentadas sus súplicas en vano la Titania:
«No impunemente lo habrás hecho, y no», dice, «serás devuelto a Canente,
y herida qué haga, qué enamorada, qué una mujer aprenderás
de los hechos. Mas está enamorada y herida y es mujer Circe».  385
    Entonces dos veces hacia los ocasos, dos veces se vuelve a los ortos,
tres veces al joven con su bastón tocó, tres canciones dijo.
Él huye, pero, de lo que él acostumbraba más veloz, él mismo
de correr se asombra: alas en su cuerpo ve,
y de que él súbitamente se sumaba del Lacio a los bosques  390
como nueva ave indignado, con su duro pico en los fieros troncos
clava y enconado da heridas a las largas ramas.
El purpúreo color de la clámide sus alas sacaron;
el que prendedor había sido y su ropa había mordido, el oro,
pluma se hace y su cerviz se rodea de rubio oro,  395
y nada antiguo a Pico, salvo sus nombres, restan.
    En esto que sus séquitos, habiendo llamado muchas veces por los campos
para nada a Pico y en ninguna parte hallado,
encuentran a Circe, pues ya había atenuado las auras
y sufrido ella había que las nieblas con los vientos y el sol se reabrieran,  400
y con acusaciones la apremian verdaderas y su rey le reclaman
y fuerza añaden y se disponen a atacarla con las salvajes armas.
Ella de un dañino humor los asperja y de jugos de veneno,
y a la Noche y de la Noche a los dioses, con el Érebo y Caos
convoca y con largos aullidos a Hécate ora.  405
Saltaron de su lugar -de decir admirable- los bosques
y hondo gimió el suelo, y vecino palideció el árbol,
y asperjadas de sus gotas se mojaron las pajas de sangre,
y las piedras parecieron emitir mugidos roncos,
y ladrar los perros, y que la tierra de sierpes negras  410
se hacía inmunda y que tenues ánimas revoloteaban de silentes:
atónita por esos prodigios la gente se asusta. Ella las caras
de los asustados tocó, asombradas, con una envenenada vara,
por cuyo tacto monstruos de variopintas fieras
a los jóvenes vienen: a ninguno le permaneció su imagen.  415


Canente

    Había asperjado caduco Febo los litorales de Tartesos
y en vano su esposo por los ojos y el ánimo de Canente
ansiado era. Los criados y el pueblo por todos
los bosques se dispersan y opuestas luces portan.
Y no bastante es para la ninfa llorar y lacerar sus cabellos  420
y darse golpes de pecho -hace esto, aun así, todo-
y se abalanza y deambula vesánica del Lacio por los campos.
Seis noches ella y otras reiteradas luces del sol
la vieron, indigente de sueño y de alimento
por los cerros, por los valles, por donde el azar la llevaba, andando.  425
El último la contempló el Tíber, del luto y del camino
fatigada y ya depositando su cuerpo, larga, en su ribera.
Allí, junto con lágrimas, por el propio dolor entonadas,
unas palabras de sonido tenue afligida derramaba, como en otro tiempo
sus canciones ya muriendo canta, exequiales, el cisne.  430
Por sus lutos, al extremo, en sus tenues médulas derretida
se consumió y, leves, poco a poco se licueció en las auras.
Su fama, aun así, señalada en ese lugar quedó, al cual según el rito el Canente,
por el nombre de la ninfa, lo llamaron los antiguos colonos.
    «Muchas cosas tales a mí narradas durante un largo año,  435
y vistas por mí, fueron. Acomodados y por la deshabituación lentos,
de nuevo a entrar al estrecho, de nuevo dar las velas se nos ordena,
y que dudosas nuestras rutas, y que el camino vasto, la Titania
nos dijera, y que nos aguardaban los peligros del salvaje ponto.
Muchó temí, lo confieso, y al hallar este litoral, a él me aferré».  440


El peregrinaje de Eneas (V): el Lacio

    Había acabado Macareo, y en una urna de mármol la nodriza
de Eneas sepultada, en su túmulo esta breve canción tenía:
AQUÍ · A · MÍ · CAYETA · MI · AHIJADO · DE · CONOCIDA · PIEDAD
ARREBATADA · DEL · ARGÓLICO · EN · EL · FUEGO · QUE · DEBÍA · ME · CREMÓ.
    Se libera de su herboso muelle la atada cuerda,  445
y lejos las insidias y de la malfamada diosa dejan la morada
y a unos bosques se dirigen donde nuboso de sombra
al mar prorrumpe el Tíber con su rubia arena.
De la casa del hijo de Fauno Latino se apodera y de su hija,
no sin Marte aun así. Una guerra con esa gente feroz  450
se emprende y enloquece por su pactada esposa Turno.
Se abalanza al Lacio la Tirrenia toda y largo tiempo,
ardua, con las angustiadas armas se busca la victoria.
Aumenta cada uno sus fuerzas con externo vigor
y muchos a los rútulos, muchos los campamentos troyanos  455
guardan, y no Eneas a las murallas de Evandro en vano,
mas Vénulo en vano a la ciudad del prófugo Diomedes había ido.


Diomedes

    Él ciertamente bajo el Iápige Dauno unas muy grandes
murallas había fundado y sus dotales campos poseía.
Pero Vénulo, después que los encargos de Turno llevó a cabo  460
y auxilio busca, sus fuerzas el héroe etolio
excusa: que ni él ni de su suegro los pueblos mandar a la batalla
quería, o a los que de la gente suya armara,
que no tenía ningunos: «Y para que esto inventado no creáis,
aunque con el recuerdo los lutos se renueven amargos,  465
sufriré el recordarlos aun así. Después que la alta Ilión quemado se hubo,
y de que Pérgamo apacentó las dánaas llamas,
y de que el héroe Naricio, de la Virgen a una virgen al arrebatar,
el castigo que mereció él solo distribuyó a todos,
nos dispersamos, y por los vientos arrebatados a través de enemigas  470
superficies, las corrientes, la noche, las lluvias, la ira del cielo y del mar
sufrimos los dánaos, y, el colmo, el desastre del Cafereo,
y para no demorarme refiriendo estos tristes lances por su orden,
Grecia entonces le pudo a Príamo incluso digna de llanto parecer.
A mí, aun así, salvado, el cuidado de la armada Minerva  475
me arrebató de los oleajes, pero de los campos de la patria de nuevo
se me expulsa, y memoriosos castigos de su antigua herida
me exige la nutricia Venus, y tan grandes penalidades
por las altas superficies sostuve, tan grandes en terrestres armas,
que yo felices aquellos he muchas veces llamado  480
a los que la común tempestad y el importuno Cafereo
sumergió en las aguas, y quisiera que de ellos parte una hubiera sido yo.
Lo último ya habiendo soportado mis acompañantes en la guerra y en el estrecho,
abandonan, y un fin ruegan de ese errar, mas Acmon,
de férvido ingenio, entonces verdaderamente también por las calamidades áspero:  485
«¿Qué queda que ya la paciencia vuestra rehúse
soportar, varones?», dijo. «¿Qué tiene Citerea que más allá
-que quiera, supón- nos haga? Pues mientras cosas peores se temen
hay para los votos un lugar: la suerte, en cambio, cuando es la peor que existe,
bajo esos pies el temor está, y es seguro el extremo de las desgracias.  490
Aunque lo oiga ella, aunque, lo cual hace, nos odie a todos
los hombres al mando de Diomedes, el odio aun así de ella todos
despreciamos: y en gran cosa está un gran poder a nuestros ojos».
Con tales cosas irritando a Venus el Pleuronio Acmon
la aguija con sus palabras y reaviva su vieja ira.  495
Lo dicho por él complace a pocos: sus amigos más numerosos
a Acmon corremos, al cual, responder queriendo,
su voz al par que de su voz la vía se le hubo atenuado,
y sus cabellos en plumas acaban, de plumas su nuevo cuello se cubre,
y su pecho y espalda; mayores remeras sus brazos  500
acogen, y sus codos se ensenan, leves, en alas.
Del pie una parte grande invade los dedos, y sus labios
en cuerno endurecidos se hacen rígidos y su límite en punta ponen.
De él Lico, de él Idas y con Rexénor Nicteo,
de él se admira Abante y mientras se admiran la misma  505
faz acogen y el número más grande de mi tropa
empieza a volar y los remos él circunvuela batiendo sus alas:
si de estos pájaros súbitos cuál sea la forma preguntas,
como no de los cisnes, así próxima a los blancos cisnes.
Apenas yo, ciertamente, de estas sedes y de los áridos campos  510
del Iápige Dauno soy dueño, con esta mínima parte de los míos».


El olivo salvaje

    Hasta aquí el Enida; Vénulo los calidonios reinos, y las
peucetias ensanadas, y los mesapios campos abandona.
Entre los cuales unos antros ve que, nublados de su mucha espesura
y asintiendo con sus leves cañas, el mediocabrío Pan  515
ahora posee, mas que poseyeron en cierto tiempo las ninfas.
A ellas un pastor ápulo, de aquella región ahuyentándolas,
las aterró y primero con un súbito susto las conmovió,
luego, cuando en sí volvieron y despreciaron a su perseguidor,
al compás moviendo sus pies trazaron unas danzas.  520
Las reprueba el pastor e imitándolas con su baile agreste
añadió a sus obscenas frases insultos rústicos,
y no antes su boca calló que a su garganta sepultó un árbol.
Árbol, pues, es, y por su jugo se puede reconocer su carácter,
como que la marca de su lengua el acebuche en sus bayas amargas  525
exhibe: la aspereza de sus palabras pasó a ellas.


Las naves de Eneas

    De ahí cuando los legados volvieron, las a ellos negadas
de Etolia aportando, los rútulos sin las fuerzas esas
sus guerras guarnecidas traen, y cantidad, de ambas partes,
de crúor se entrega. He aquí que lleva ávidas contra los armazones  530
de pino Turno unas antorchas y los fuegos temen a quienes la ola perdonó,
y ya la pez y las ceras y los alimentos restantes de la llama Múlciber quemaba, y a través
del alto mástil hacia los linos iba, y humaban los banquillos de la incurvada quilla,
cuando acordada de estos pinos, de la cima del Ida cortados,
la santa madre de los dioses de tintineos de bronce golpeado  535
el aire, y lo colmó del del murmullo del soplado boj,
y leves, portada por sus domados leones a través de las auras:
«Inútiles incendios lanzas, y con una diestra sacrílega,
Turno», dice. «Los arrebataré, y no he de tolerar que queme
el fuego devorador de los bosques partes y miembros míos».  540
Tronó mientras tal decía la diosa, y al trueno secundarios
con saltarín granizo cayeron graves borrascas,
y el aire, y henchida de súbitas embestidas la superficie,
los Astreos turban y marchan a los combates los hermanos,
de entre los cuales la nutricia madre, de las fuerzas de uno solo sirviéndose,  545
rompió las retenidas de estopa de la flota frigia
y lleva las naves en picado y en medio de la superficie las sumerge.
Su madera ablandada, y su leño en cuerpos convertido,
en figura de cabezas las popas corvas se mutan,
en dedos acaban y en piernas nadando los remos y,  550
lo que seno fuera, costado es, y la quilla, sujeta
a la mitad de los navíos, de espina dorsal en uso se muta,
los linos melenas suaves, las entenas brazos se hacen,
azul, como lo fuera, su color es, y, las que antes temían,
esas ondas en sus juegos de doncellas fatigan  555
estas Náyades marinas, y en los duros montes habiendo nacido
el mullido estrecho frecuentan ni a ellas su origen las inmuta.
Aun así, no olvidadas de cuán muchos peligros muchas veces
padecieron en el piélago, bajo las sacudidas quillas
muchas veces pusieron sus manos, salvo aquella que llevara a aquivos:  560
del desastre todavía frigio memoriosas odian a los pelasgos
y del barco neritio vieron los trozos con alegres
rostros y con ellos alegres vieron que se volvía rígida la popa
de Alcínoo, con sus rostros, y que roca por dentro crecía de la madera.


Árdea

    Esperanza había, en ninfas al haberse animado la flota marinas,  565
de que pudiera por miedo del prodigio el rútulo desistir de la guerra.
Persiste, y tienen sus dioses ambas partes y -lo que de los dioses está
en traza- tienen arrestos; y ya no unos dotales reinos,
ni el cetro de su suegro, ni a ti, Lavinia virgen,
sino vencer buscan, y por pudor de deponerlas,  570
guerras hacen y finalmente Venus vencedoras las armas
de su hijo ve y Turno cae. Cae Árdea, en vida
de Turno llamada poderosa. Al cual, después que una espada bárbara
lo arrebató y quedaron a la vista sus techos, caliente, bajo la brasa,
de en medio de la montonera, entonces por primera vez conocido, un alado  575
alza el vuelo, y las cenizas azota al batir sus alas.
Su sonido y su flacura y su palidez y todo: los que honran
a su ciudad tomada, el nombre también permaneció en ella
de esa ciudad, y ella misma se plañe, la árdea, el alcaraván, con sus propias alas.


Apoteosis de Eneas

    Y ya a los dioses todos y a la misma Juno la virtud  580
de Eneas a limitar sus viejas iras había obligado,
cuando, bien fundadas las riquezas del creciente Julo,
tempestivo estaba para el cielo el héroe Citereio.
Rondaba Venus a los altísimos, y alrededor del cuello
de su padre derramada: «Nunca para mí», había dicho, «en ningún  585
tiempo duro, padre, ahora que seas el más tierno deseo,
y que al Eneas mío, quien a ti de la sangre nuestra
te ha hecho abuelo, aunque pequeño, que le des, oh óptimo, un numen,
con tal de que le des alguno. Bastante es el inamable reino
con haber visto una vez, una vez haber ido por los caudales estigios».  590
Asintieron los dioses, y la esposa regia su semblante
inmutado no mantuvo y con calmado rostro consiente.
Entonces el padre: «Sois», dice, «de ese celeste regalo dignos
la que lo pides y por quien lo pides: toma, hija, lo que deseas».
    Hablado había. Se goza y las gracias da ella a su padre  595
y a través de las leves auras, de sus uncidas palomas portada,
al litoral acude laurente, donde cubierto de caña serpea
hasta los estrechos, de sus caudales ondas vecinos, el Numicio.
A él ordena que a Eneas de todo lo sujeto a la muerte
purifique y lo lleve hacia las superficies por su tácito curso.  600
El cornado secunda los encargos de Venus y con las suyas,
cuanto en Eneas había sido mortal, purga
y lo dispersó en las aguas. La parte mejor restó en él.
Lustrado, su madre con un divino aroma ungió
su cuerpo y con ambrosia, con dulce néctar mezclada,  605
tocó su boca y lo hizo dios, al cual la muchedumbre de Quirino
nombra Índiges y en un templo y en aras lo ha acogido.


Los reyes latinos

    Después, bajo el dominio de Ascanio, el de dos nombres, Alba
y el estado latino estuvo. Lo sucedió Silvio a él,
nacido del cual, tuvo repetidos Latino  610
sus nombres, junto con el antiguo cetro; el brillante Alba sigue a Latino.
Épito después de él es, tras éste Cápeto y Capis,
pero Capis antes estuvo. El reinado de ellos Tiberino
tomó, y hundido en las ondas de la corriente toscana
sus nombres dio a su agua, del cual Rémulo y el feroz  615
Ácrota fueron engendrados. Rómulo, más maduro en años,
de un rayo pereció -el imitador del rayo- por un golpe.
Que de su hermano más moderado, Ácrota, el cetro pasa
al fuerte Aventino, el cual, en el que había reinado,
en ese mismo monte yace depositado y atribuyó su vocablo a ese monte.  620


Vertumno y Pomona (I)

    Y ya de la palatina gente el mando Proca tenía.
Bajo el rey tal Pomona vivió, que la cual, ninguna entre las latinas
Hamadríades ha honrado con más pericia los huertos
ni hubo más estudiosa otra del fruto del árbol,
de donde posee el nombre. No los bosques ella ni caudales,  625
el campo ama y las ramas que felices frutos llevan.
Y no de la jabalina pesada va, sino de la corva hoz, su diestra,
con la que ora su exceso modera y, extendidos por todas partes,
sus brazos contiene, ora en una hendida corteza una vara
injerta y sus jugos apresta para un prohijado ajeno,  630
y que sienta sed no tolera y las recurvas fibras
de la bebedora raíz riega con manantes aguas.
Éste su amor; éste su estudio, de Venus incluso ningún deseo tiene.
La fuerza aun así de los hombres del campo temiendo, sus pomares cierra
por dentro y los accesos prohíbe y rehúye masculinos.  635
¿Qué no los Sátiros, para los bailes apta esa juventud,
hicieron, y enceñidos de pino en sus cuernos los Panes,
y Sileno, siempre más juvenil que sus propios años,
y el dios que a los ladrones o con su hoz o con su entrepierna aterra,
para apoderarse de ella? Pero es así que los superaba amándola  640
a ellos incluso Vertumno, y no era más dichoso que ellos.
Oh cuántas veces, en el atavío de un duro segador, aristas
en una cesta le llevó, y de un verdadero segador fue la imagen.
Sus sienes muchas veces llevando con heno reciente trenzadas,
la segada grama podía parecer que había volteado.  645
Muchas veces en su mano rigurosa aguijadas portaba, tal que él
jurarías que cansados acababa de desuncir sus novillos.
Una hoz dada, deshojador era y de la vid podador.
Se vestía unas escalas: que iba a recoger frutos creerías.
Soldado era con una espada, pescador, la caña tomada.  650
Por fin, merced a esas muchas figuras acceso para sí muchas veces
encontró de modo que poseyera los goces de la contemplada hermosura.
Él incluso, coronadas sus sienes de una pintada mitra,
apoyándose en un bastón, puestas por esas sienes canas,
se simuló una vieja, y entró en los cultivados huertos  655
y de los frutos se admiró y: «Tanto más poderosa», dice,
y a la que un poco había alabado dio besos cuales nunca
verdadera hubiese dado una anciana, y en el terreno encorvada se sentó,
mirando arriba, curvas, del peso de su otoño, las ramas.
Un olmo había enfrente, especioso por sus brillantes uvas.  660
El cual, después que al par, con su compañera vid, hubo aprobado:
«Mas si se alzara», dice, «célibe sin el sarmiento su tronco,
nada, excepto sus frondas, por que se le buscara, tendría.
Ésta también, la que unido se le ha, la vid descansa en el olmo.
Si casado no se hubiera, a la tierra inclinada, yacería.  665
Tú, aun así, con el ejemplo no te inmutas del árbol este,
y de los concúbitos huyes, ni de casarte curas.
Y ojalá quisieras. Helena no por más pretendientes
se hubiese inquietado, ni la que de los Lápitas movió
a las batallas, ni la esposa del demasiado demorado Ulises.  670
Ahora también, aunque huyas y te apartes de los que te pretenden,
mil varones te desean, semidioses y dioses,
y cuantos númenes poseen los albanos montes.
Pero tú si supieras, si unirte tú bien y a la anciana
esta oír quieres, que a ti más que todos esos,  675
más de lo que crees, te amo: rehúsa esas vulgares antorchas
y a Vertumno de tu lecho por compañero para ti elige, por el cual a mí también
como prenda tenme, pues para sí mismo más conocido él no es
que para mí. Y no por doquier errante deambula por el orbe todo;
estos lugares grandes honra y no, cual parte grande de tus pretendientes,  680
a la que acaba de ver ama: tú el primer y el último ardor
para él serás y sola a ti ha consagrado sus años.
Añade que es joven, que natural tiene
de la hermosura el regalo, y en las figuras aptamente se finge todas,
y que lo que hayas de ordenarle, aunque le ordenes cualquier cosa, será.  685
Qué de que amáis lo mismo, que los frutos que por ti honrados
él el primero tiene y sostiene tus regalos con diestra dichosa.
Pero ni ya sus crías anhela, del árbol arrancadas,
ni, las que el huerto alimenta, con jugos tiernos las hierbas,
ni otra cosa que a ti: compadécete del que así arde y a él mismo,  690
quien te pide, en la boca mía, presente cree que te suplica,
y a los vengadores dioses y a la que los pechos duros aborrece,
a la Idalia, y la memorativa ira teme de la Ramnúside.
Y para que más lo temas -y en efecto a mí muchas cosas mi vejez
saber me ha dado- te referiré, en todo Chipre muy conocidos,  695
unos hechos con que virar fácilmente y enternecerte puedas.


Ifis y Anaxárete

    «Había visto, generosa de la sangre del viejo Teucro,
Ifis a Anaxárete, de humilde estirpe creado.
La había visto y concibió en todos sus huesos un fervor;
y tras luchar mucho tiempo, después que con la razón su furor  700
vencer no pudo, suplicante a sus umbrales vino,
y ora a su nodriza confesándole su desgraciado amor,
que con él dura no fuera, por sus esperanzas en su ahijada, le pidió,
y ora de entre sus muchas compañeras enterneciendo a cualquiera
con acongojada voz, pretendía su propenso favor.  705
A menudo para que las llevaran dio sus palabras a tiernas tablillas,
a veces, mojadas del rocío de sus lágrimas, coronas
a sus jambas tendió y puso en su umbral duro
su tierno costado y, triste, a la cerradura insultos le gritó.
Más salvaje ella que el estrecho que se levanta al caer los Cabritos,  710
más dura también que el hierro que funde el fuego nórico,
y que la roca viva que todavía por su raíz se sostiene,
lo desprecia y de él se burla, y a sus actos despiadados añade
palabras soberbias, feroz, y de su esperanza incluso priva a su amante.
No soportó, incapaz de sufrirlos, los tormentos de ese largo dolor  715
Ifis, y ante sus puertas estas palabras últimas dijo:
«Vences, Anaxárete, y no tendrás tú hastíos algunos al fin
que soportar de mí: alegres triunfos apresta
y a Peán invita y cíñete de nítido laurel.
Pues vences, y muero con gusto: venga, férrea de ti, gózate.  720
Ciertamente a algo alabar de mi amor te verás obligada, en lo que a ti
te sea yo grato y el mérito confesarás nuestro.
No, aun así, antes mi anhelo por ti recuerda que me ha abandonado,
que la vida, y de mi gemela al par luz me he visto privado.
Y no a ti la fama ha de venir, nuncia de mi muerte:  725
yo mismo, no lo dudes, llegaré y estar presente pareceré,
para que de mi cuerpo exánime tus crueles ojos apacientes.
Si aun así, oh altísimos, los hechos mortales veis,
sed de mí memoriosos -nada más allá mi lengua suplicar
sostiene- y haced que de mí se cuente en una larga edad,  730
y, los que arrancasteis a mi vida, dad tiempos a mi fama.
    Dijo, y a esas jambas, ornadas a menudo de sus coronas,
sus húmedos ojos y pálidos brazos levantando,
al atar a lo más alto de las puertas las ataduras de un lazo:
«Estas guirnaldas a ti te placen, cruel y despiadada», dijo,  735
e introdujo su cabeza, pero entonces también vuelto hacia ella,
y, peso infeliz, quebrada su garganta, se colgó.
Golpeada por el movimiento de sus pies, un sonido agitado y
que abrir ordenaba pareció haber dado, y abierta la puerta, el hecho
revela: gritan los sirvientes y en vano levantándolo  740
-pues su padre había sucumbido- lo reportan hasta los umbrales de su madre.
Lo recibe ella en su seno y abrazada a los fríos miembros
del hijo suyo, después que las palabras de los desgraciados padres
hubo expresado, y de las madres desgraciadas las operaciones concluyó,
los funerales guiaba, lacrimosa, por mitad de la ciudad,  745
y lívidos portaba sus miembros en el féretro que había de arder.
Por acaso, vecina su casa a la calle por la que, digna de llanto, iba
la pompa, estaba, y el sonido de los golpes de pecho, dura, a los oídos
llega de Anaxárate, a la cual ya un dios vengador trataba.
Conmovida, aun así: «Veamos», dice, «el desgraciado funeral»,  750
y, de anchas ventanas, va al piso alto
y no bien, impuesto sobre el lecho, contempló a Ifis,
rígidos quedaron sus ojos y cálida fuera de su cuerpo su sangre,
sobrevenida a ella una palidez, huye, y al intentar
hacia atrás llevar sus pies, prendida estaba, y al intentar volver su rostro,  755
esto también no pudo, y poco a poco invade sus miembros,
la cual había estado ya hacía tiempo en su duro pecho, una roca.
Y para que esto fingido no creas, de su dueña con la imagen una estatua
conserva todavía Salamina, y de Venus también un templo, con el nombre
de la Contemplante, tiene. De las cuales cosas consciente, oh querida mía, tus lentos  760
orgullos deja, te lo suplico, y a tu enamorado únete, mi ninfa:
así a ti ni un primaveral frío queme tus nacientes
frutos, ni los abatan florecientes, robadores, los vientos».


Vertumno y Pomona (II)

    Ello una vez que para nada el dios, apto a la figura de vieja,
hubo expresado, al joven volvió, y los aparejos  765
se quitó de anciana, y tal se apareció a ella,
cual cuando a él opuestas, nitidísima del sol la imagen,
vence a las nubes y sin que ninguna lo impida reluce,
y a la fuerza se dispone. Pero de fuerza no hay menester, y en la figura
del dios cautivada la ninfa fue, y mutuas heridas sintió.  770


Apoteosis de Rómulo y Hersilia

    El próximo, el soldado del injusto Amulio, de Ausonia
gobernó las riquezas, y Númitor, el anciano, ellos perdidos, de su nieto
por regalo sus reinos cobró y en las fiestas de Pales de la ciudad
las murallas se fundan. Y Tacio y los padres sabinos
guerras hacen, y Tarpeya, por haber abierto de la ciudadela el camino,  775
de su aliento digno de castigo se despojó, amontonadas las armas.
    Después los nacidos de Cures a la manera de los tácitos lobos,
en su boca reprimen sus voces y unos cuerpos vencidos del sopor
invaden y a las puertas van que con tranca firme
había cerrado el Iliada: una aun así la propia Saturnia  780
abre, y estrépito al girar el gozne no hizo.
Sola Venus que habían caído de la puerta los cerrojos sintió
y cerrado los hubiera, a no ser porque rescindir nunca
los dioses pueden los actos de los dioses. Unos lugares a Jano juntos poseían
las Náyades Ausonias, rorantes de un helado manantial.  785
A ellas ruega auxilio, y esas ninfas a la que cosas justas pedía
no se resistieron, a la diosa, y las corrientes del manantial suyo sacaron.
Todavía no, aun así, inaccesibles la bocas
de Jano, abierto, estaban, ni el camino había cerrado la onda:
lívidos ponen azufres bajo la fecunda fontana,  790
y encienden sus huecas venas con humeante betún.
Con las fuerzas estas y otras, un vapor penetró hasta lo más hondo
de la fontana y, al alpino modo, las que competir con la helada
osabais, aguas, no cedéis a los fuegos mismos.
Por esa aspersión llameante humean las jambas,  795
y la puerta, para nada prometida a los rigurosos sabinos,
por esta fontana nueva fue obstruida, mientras de Marte el soldado
se vestía de sus armas. Las cuales, después que Rómulo más allá
opuso, asolada quedó la tierra romana de cuerpos sabinos,
asolada quedó también de los suyos, y del yerno el crúor  800
con la sangre del suegro mezcló la impía espada.
Con la paz, aun así, que se detuviera la guerra, y no hasta lo último
a hierro dirimirla eligen, y que Tacio acceda al reino.
    Había sucumbido Tacio: igualadas para dos pueblos,
Rómulo, sus leyes dabas, cuando, dejando su yelmo Mavorte  805
con tales cosas se dirige, de los dioses y de los hombres, al padre:
«El tiempo llega, padre, puesto que con fundamento grande
el estado romano vigoroso está y no de un único gobernante depende,
de cumplir -me han sido prometidos a mí y a tu digno nieto-
sus recompensas, y a él, arrancado de las tierras, imponerlo al cielo.  810
Tú a mí, presente un día el consejo de los dioses,
pues lo recuerdo y en mi memorioso corazón tus piadosas palabras escribí:
«Uno habrá al que tú subirás a los azules del cielo»
dijiste. Confirmada sea la suma de las palabras tuyas».
Asintió el todopoderoso, y el aire de nubes ciegas  815
ocultó y con trueno y su fulgor aterró el orbe.
Las cuales, a él prometidas, las sintió confirmadas, las señales de su robo:
y apoyado en su asta, a sus caballos, hundidos de su timón
ensangrentado, impávido sube Gradivo, y con un golpe
del látigo dio un estallido e inclinado, por el aire resbalando,  820
se posó en lo más alto del collado del nemoroso Palacio,
y a él, que daba a su Quirite no regias leyes,
lo arrebató, al Iliada. Su cuerpo mortal por las auras
tenues se diluyó, como por la ancha honda lanzada
suele, de plomo, la bala por la mitad consumirse del cielo.  825
Bella le viene una apariencia y de los divanes altos
más digna, cual es la hermosura de Quirino en trábea.
    Le lloraba como perdido su esposa, cuando la regia Juno
a Iris, que hasta Hersilia descienda por su senda curva
le impera, y que a la viuda sus mandados así le refiera:  830
«Oh de la latina, oh de la gente sabina, matrona,
la principal honra, dignísima de tan gran varón
de haber sido antes la esposa, ahora de serlo de Quirino,
detén tus llantos y si el cuidado tuyo el de ver
a tu esposo es, conmigo de guía al bosque ven que en el collado de Quirino  835
verdea y al templo del romano rey da sombra».
Obedece, y a la tierra bajando por sus arcos pintos,
a Hersilia compele con las ordenadas palabras Iris.
Ella, en su vergonzoso rostro apenas levantando sus luces:
«Oh diosa -pues para mí, tanto no quién seas decir al alcance está,  840
cuanto sí es claro que eres una diosa- guíame, oh guíame», dice, «y ofréceme
de mi esposo el rostro, el cual, si sólo poder verlo
los hados una vez me dieran, el cielo haber recibido confesaría».
Y sin demora de Rómulo con la virgen Taumantea
se adentra en los collados: allí una estrella del éter deslizada  845
cae hasta las tierras. De cuya luz ardiendo
Hersilia, sus cabellos, con esa estrella pasó a las auras.
A ella con sus manos conocidas el fundador de la ciudad de Roma
la recibe, y su primitivo nombre, al par con su cuerpo,
le muda y Hora la llama, la cual, ahora diosa, se unió a Quirino.  850
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