Libro quinto
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Perseo y Fineo
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Y mientras estas
cosas, de los cefenos en medio del grupo, de Dánae |
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el héroe conmemora, de una
bronca multitud los reales |
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atrios se llenan, y el que unas
conyugales |
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fiestas cante no es su clamor, sino
el que anuncie fieras armas, |
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y en repentinos tumultos los
convites tornados, |
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asemejarlos a un estrecho
podrías, al que, quieto, la salvaje |
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rabia de los vientos removiendo sus
ondas exaspera. |
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Primero entre ellos, Fineo, de esa
guerra el temerario autor, |
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agitando un astil de fresno con
cúspide de bronce: |
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«Heme aquí»,
dice, «heme aquí de mi esposa antes de tiempo
arrebatada vengador; |
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y ni de mí a ti tus plumas,
ni en falso oro tornado |
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Júpiter te
arrebatará». A él, que intentaba disparar,
Cefeo: |
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«¿Qué
haces?», exclama, «¿Qué cabeza a ti,
germano, |
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enloquecido, te mueve a este
delito? ¿No es por unos tan grandes méritos que esta
gracia |
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se devuelve? ¿Con esta dote
la vida de la rescatada pagas? |
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La cual a ti, no Perseo, la verdad
si buscas, te quita, |
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sino de las Nereidas el grave
numen, sino el cornado Amón, |
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sino el monstruo del ponto que de
las entrañas venía |
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a saciarse mías; en ese
tiempo a ti arrebatada te fue, |
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en el que a morir iba, a no ser
que, cruel, esto precisamente |
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exijas, que muera, y que tú
con el luto te consueles nuestro. |
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Claro que no bastante es que,
tú mirando, haya sido desatada, |
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y que ninguna ayuda tú, su
tío o su prometido, le prestaste: |
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¿encima, de que por un otro
haya sido salvada te dolerás, |
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y sus premios le
arrebatarás? Ellos si a ti grandes te parecen, |
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de aquellos escollos donde fijos
estaban los hubieses buscado. |
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Ahora deja que quien la
buscó, por quien no es huérfana esta vejez, |
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se lleve lo que por sus
méritos y con la voz se ha pactado, y que él |
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no a ti, sino a una cierta muerte
antepuesto fue, entiende». |
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Él nada repuso, sino que
tanto a él como a Perseo con rostro |
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alternativo mirando, si acuda a
éste ignora o a aquél, |
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y demorándose brevemente,
blandida con las fuerzas su asta |
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cuantas la ira le daba,
inútilmente, a Perseo le manda. |
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Cuando quedó de pie ella en
el diván, de los cobertores entonces por fin Perseo |
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saltó y, esa arma
devolviéndole, feroz, su enemigo |
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pecho le hubiera roto si no tras
los altares Fineo |
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se hubiese ido, y, cosa indigna, a
un maldito le fue de provecho un ara. |
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En la frente, aun así, de
Reto, no defraudada su cúspide se clavó, |
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el cual, después que
cayó y el hierro de su hueso fue arrancado, |
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convulsiona, y asperja de sangre
las puestas mesas. |
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Entonces en verdad arde la masa en
indómitas iras |
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y sus dardos allí
concentran, y hay quienes que Cefeo dicen, |
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con su yerno, debe morir; pero del
umbral de su morada |
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había salido Cefeo, poniendo
por testigos el derecho, la lealtad, |
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y del hospedaje a los dioses, de
que aquello con su prohibición se promovía. |
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La bélica
Palas asiste y protege con su égida a su hermano |
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y le da ánimos. Había
un indo, Atis, a quien de la corriente del Ganges |
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una nacida, Limnee, bajo sus
vítreas ondas había parido |
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según se cree, egregio por
su hermosura, que con su rico atavío |
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él acrecía,
todavía íntegro en sus dos veces octavos
años, |
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vistiendo clámide tiria, que
una orla recorría |
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áurea; ornaban gargantillas
de oro su cuello |
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y, rezumantes de mirra, un curvado
pasador sus cabellos; |
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él ciertamente,
lanzándoles la jabalina, cosas, aun distantes, |
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en atravesar docto era, pero en
tender más docto los arcos. |
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Entonces también a
él, que con flexible mano doblaba los cuernos, Perseo |
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con un palo que en medio puesto del
ara humeaba |
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lo derribó, y entre sus
quebrados huesos confundió su cara. |
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A él, cuando su alabado
rostro agitando en la sangre |
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el asirio lo vio Licabante,
unidísimo a él |
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y su compañero y de su
verdadero amor no disimulador, |
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después que al que exhalaba
la vida bajo su amarga herida |
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lloró, a Atis, esos arcos
que él había tensado |
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arrebató y: «Conmigo
sean tus combates», dijo, |
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«y no largo te
alegrarás del hado de un muchacho, por el que
más |
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deshonra que gloria tienes».
Esto todo todavía no |
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había dicho: rieló de
su nervio un penetrante dardo, |
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y, evitado, aun así, de su
ondulado vestido quedó colgando. |
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Torna contra él su
arpón, contemplado en la muerte de Medusa, |
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el Acrisioníada, y lo entra
en su pecho; mas él, |
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ya muriendo, con ojos que nadaban
bajo una noche negra |
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alrededor buscó a Atis, y se
inclinó hacia él, |
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y se llevó a los manes los
consuelos de su unida muerte. |
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He aquí
que el sienita Forbas, nacido de Metíon, |
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y el libio Anfimedonte,
ávidos de acometer la lucha, |
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con la sangre con la que
ampliamente la tierra humedecida se templaba |
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habían caído
resbalando; al levantarse se lo impide una espada, |
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del uno en su costado, de Forbas en
la garganta traspasada. |
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Mas no al Actórida
Érito, cuya arma una ancha |
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segur bifronte era, Perseo busca
acercándole su espada, sino que, con altos |
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relieves protuberante y por el peso
de su mucha masa |
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ingente, con las dos manos levanta
una cratera, |
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y se la estrella al hombre; vomita
él rútilo crúor, |
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y hacia atrás cayendo la
tierra con su moribunda cabeza golpea. |
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Después a Polidegmon, de la
sangre de Semíramis nacido, |
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y al caucasio Ábaris y al
Esperquionida Liceto |
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e intonso de pelo a Hélice,
y a Flegias y a Clito |
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abate y los erigidos montones de
murientes pisa. |
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Y Fineo, no
osando correr cuerpo a cuerpo hacia su enemigo, |
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blande una jabalina: a ella su
vagar hizo caer en Ida, |
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que no participaba, en vano, en esa
guerra, y ninguna de las dos armas seguía. |
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Él, vigilando con ojos
torvos al inclemente Fineo: |
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«Visto que sin duda a los
partidos», dice, «se me arrastra, recibe Fineo |
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el enemigo que tú has hecho
y paga con esta herida la herida». |
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Y ya cuando iba a devolver, sacado
de su herida, el dardo, |
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|
sobre sus miembros cayó
desplomado, de sangre faltos. |
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También
entonces, después del rey cefeno el primero Hodita |
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por la espada yace de
Clímeno; a Protoénor lo abate Hipseo, |
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a Hipseo el Lincida. Estuvo
también el muy anciano entre ellos |
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Ematión, de lo justo amante
y temeroso de los dioses, |
100 |
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el cual, puesto que le
prohíben sus años combatir, hablando |
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lucha, y avanza, y las criminales
armas maldice; |
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a él Cromis, abrazado con
temblorosas palmas a los altares, |
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le tajó con la espada la
cabeza, la cual hacia delante cayó al ara, |
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y allí con su casi
exánime lengua palabras execratorias |
105 |
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dejó salir y en medio de los
fuegos expiró su aliento. |
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Después
de eso los gemelos hermanos Broteas y Amón, con los
cestos |
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invictos -si vencerse pudieran con
los cestos las espadas-, |
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de Fineo por mano cayeron, y de
Ceres el sacerdote |
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Ámpico, velado en sus sienes
por la blanqueciente cinta. |
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Tú también
Lampétida, que no debiste ser tomado para estos
servicios, |
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sino quien, de la paz obra, la
cítara al par de la voz movías, |
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|
encargado habías sido de
celebrar los manjares y la fiesta cantando; |
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al cual, lejos retirado y el
plectro no belicoso sosteniendo, |
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Pétalo, burlándose:
«A los estigios manes cántales», dijo, |
115 |
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«el resto», y en la
izquierda sien su punta le clavó; |
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cayó, y con dedos moribundos
él vuelve a tocar |
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los hilos de la lira y por acaso
fue triste canción, la suya. |
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Y no deja que éste
impunemente haya caído, feroz, Licormas, |
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y arrebatando del diestro poste el
robusto cerrojo |
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contra los huesos de la mitad de su
cerviz lo estrelló, mas él |
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se postró en tierra, de un
novillo inmolado a la manera. |
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|
Arrancar intentaba también
del poste izquierdo el roble |
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el cinifio Pélates:
intentándolo, su derecha atravesada fue |
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|
por la cúspide del
marmárida Córito y con el leño se quedó
prendido; |
125 |
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|
allí sujeto su costado
vació Abante, y no se derrumbó él, |
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|
|
sino que del poste que le
retenía, muriendo, su mano colgaba. |
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Tendido está también
Melaneo, de los cuarteles de Perseo seguidor, |
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y riquísimo en campo
nasamoníaco Dórilas, |
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el rico en campo Dórilas,
que él no había poseído otro |
130 |
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|
más extensión, o los
mismos elevaba montones de incienso. |
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|
En su ingle, oblicuamente, un
disparado hierro se le quedó apostado: |
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mortífero ese lugar; al
cual, después que de su herida el autor, |
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|
estertorando su aliento y volviendo
sus luces, le vio, |
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el bactrio Halcioneo: «Eso
que oprimes», dice, «ten, |
135 |
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de tantos campos, de tierra»
y su cuerpo exangüe abandonó. |
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Blande contra éste su astil,
de la caliente herida arrebatada, |
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vengador, el Abantíada; la
cual, en mitad de la nariz recibida |
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por su nuca atravesó y por
ambas partes sobresale; |
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y mientras a su mano la fortuna
favorece, a Clitio y Clanis, |
140 |
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en una madre engendrados sola, con
una opuesta herida derribó, |
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|
pues a través de los dos
muslos de Clitio, blandido con su grave |
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brazo, un fresno hizo pasar; una
jabalina Clanis con la boca mordió. |
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Cayó también
Celadón el mendesio, cayó Astreo, |
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de madre palestina, de dudoso padre
creado, |
145 |
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y Etíon, sagaz en otro
tiempo para el porvenir ver, |
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entonces engañado por un ave
falsa, y Toactes, del rey |
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|
el armero, e infame por haber
asesinado a su genitor Agirtes. |
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Más, aun así, que lo
concluido queda; y puesto que de todos el deseo |
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el de a uno solo aplastar es,
conjuradas de todas partes pugnan |
150 |
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tropas por la causa que el
mérito y la palabra dada impugna; |
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por esta parte el suegro, en vano
piadoso, y la nueva esposa |
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|
con su genetriz apoyan, y con sus
alaridos los atrios llenan, |
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|
pero el sonido de las armas los
supera, y los gemidos de los que están cayendo, |
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|
y una vez manchados de ella, con
mucha sangre Belona |
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sus penates anega, y renovados
combates mezcla. |
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|
Rodean a uno
solo Fineo y los mil que siguen |
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a Fineo: los dardos vuelan, que el
invernal granizo más numerosos, |
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cerca de ambos costados y cerca de
su luz y sus orejas. |
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|
Acopla él sus hombros a las
rocas de una gran columna, |
160 |
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|
y seguras las espaldas teniendo y a
las adversas tropas vuelto, |
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resiste a los que le acosan: le
acosaba por la parte siniestra |
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el caonio Molpeo, por la diestra el
nabateo Equemon. |
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Como una tigresa al oír en
los extremos de un valle los mugidos |
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de dos manadas, aguijoneada por el
hambre, |
165 |
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|
no sabe a cuál de ambos
mejor lanzarse y por lanzarse arde a ambos, |
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|
así dudoso Perseo de si a
diestra o a izquierda irse, |
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|
a Molpeo con una herida atravesando
la pierna aparta, |
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|
y contento con su huida
quedó, puesto que no le da tiempo Etemon, |
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sino que enloquecido está;
y, ansiando hacerle heridas en lo alto de su cuello, |
170 |
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con no circunspectas fuerzas
lanzando la espada |
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la rompió, y en la externa
parte de la columna golpeada |
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|
la lámina saltó
despedida y de su dueño en la garganta se clavó. |
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No, aun así, para la muerte
causas bastante vigorosas aquella |
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llaga le dio; tembloroso, y sus
inertes brazos en vano |
175 |
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tendiendo, Perseo lo perforó
con su cilénida alfanje. |
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|
Pero cuando su
virtud a la multitud sucumbir vio: |
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«Auxilio», Perseo dijo,
«puesto que así lo forzáis |
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|
vosotros mismos, del enemigo
buscaré: los rostros volved vuestros, |
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|
si algún amigo hay
presente» y de la Górgona sacó la cara. |
180 |
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«Busca a otro a quien
impresionen tus oráculos», dijo |
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Téscelo, y cuando con su
mano una jabalina fatal se preparaba |
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|
a mandar, en ese gesto
quedó, estatua de mármol. |
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Próximo a él
Ámplice, plenísimo de su magno ánimo, |
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|
el pecho del Lincida busca: y en el
buscarle |
185 |
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|
su derecha se arreció y no
más acá se movió ni más
allá. |
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|
Mas Nileo, el que engendrado del
séptuple Nilo |
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se había mentido y en su
escudo incluso sus corrientes siete, |
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|
en plata en parte, en parte
había cincelado en oro: |
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«Contempla», dice,
«Perseo, los primordios de nuestra familia: |
190 |
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|
grandes consuelos te
llevarás a las tácitas sombras de la muerte |
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|
por tan gran hombre al haber
caído»; la parte última de su voz |
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|
en mitad de su sonido quedó
suprimida y, entreabierta, querer |
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|
|
su boca hablar creerías, y
no es ella transitable a las palabras. |
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|
Les increpa a ellos Érice y:
«Por falta de ánimo, no por sus fuerzas |
195 |
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|
de Górgona», dice,
«estáis paralizados; atacadle conmigo |
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|
y postrad en tierra a ese joven que
mágicas armas mueve». |
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|
A atacarle iba: retuvo sus plantas
la tierra |
|
|
|
e inmovilizado sílice
permaneció su armada imagen. |
|
|
|
Ellos, aun así, por cuanto
habían merecido los castigos tuvieron, pero uno solo |
200 |
|
|
el soldado era de Perseo: por
él mientras lucha, Aconteo, |
|
|
|
la Górgona contemplando, en
una surgida roca se consolidó; |
|
|
|
a él, creyendo
Astíages que todavía vivía, con su larga |
|
|
|
espada lo hiere: resonó con
tintineos agudos la espada. |
|
|
|
Mientras queda suspendido
Astíages la naturaleza contrajo misma |
205 |
|
|
y en su marmórea cara
permanece su rostro de asombro. |
|
|
|
Larga demora es los nombres de la
mitad de esa muchedumbre de varones |
|
|
|
decir: dos veces cien cuerpos
restaban al combate, |
|
|
|
la Górgona al ver, dos veces
cien cuerpos se arreciaron. |
|
|
|
Se arrepiente
entonces al cabo Fineo de su injusta guerra, |
210 |
|
|
pero ¿qué puede
hacer? Los simulacros ve en diversas posturas, |
|
|
|
y reconoce a los suyos, y por su
nombre cada uno llamado, |
|
|
|
le reclama ayuda y,
creyéndolo poco, los cuerpos a sí
próximos |
|
|
|
toca: mármol eran; se aparta
y así suplicante |
|
|
|
sus confesas manos y oblicuos sus
brazos tendiéndole: |
215 |
|
|
«Vences», dice,
«Perseo. Aparta tus prodigios, y el petrificador |
|
|
|
rostro quita de quien quiera que
ella sea, tu Medusa: |
|
|
|
quítalo. No a nos el odio y
del poder el deseo |
|
|
|
nos ha impulsado a esta guerra; por
una esposa movimos las armas. |
|
|
|
La causa fue tuya por sus
méritos mejor, por su tiempo la nuestra: |
220 |
|
|
no haber cedido me pesa: nada, oh
valerosísimo, excepto |
|
|
|
este aliento concédeme; tuyo
lo demás sea». |
|
|
|
Al que tal decía y no a
él, a quien con su voz rogaba, |
|
|
|
a mirar se atrevía:
«Lo que yo», dice, «temerosísimo
Fineo, |
|
|
|
sí puedo otorgarte y un gran
regalo es para un hombre inerte, |
225 |
|
|
deja tu miedo, te otorgaré:
ningún hierro te hará violencia; |
|
|
|
pero además te daré
un recordatorio que permanecerá por los siglos, |
|
|
|
y en la casa del suegro siempre se
te contemplará, del nuestro, |
|
|
|
para que se solace mi esposa de su
prometido con la imagen». |
|
|
|
Dijo y a la parte trasladó a
la Forcínide a aquella |
230 |
|
|
a la que Fineo con su temblorosa
cara se había vuelto. |
|
|
|
Entonces también, al que
intentaba sus luces tornar, el cuello |
|
|
|
se arreció, y, en roca, de
sus ojos el humor se endureció, |
|
|
|
pero aun así su cara
temerosa y su rostro, en mármol suplicante, |
|
|
|
y sus sumisas manos y su faz
culpable permaneció. |
235 |
|
|
Otras hazañas de Perseo
|
|
Vencedor el
Abantíada en las murallas patrias con su esposa |
|
|
|
entra y de un padre defensor y
vengador, que no lo merecía, |
|
|
|
ataca a Preto: pues puesto en fuga
su hermano mediante las armas, |
|
|
|
Preto se había apoderado de
los acrisióneos recintos. |
|
|
|
Pero ni con la ayuda de las armas
ni con el que mal había capturado, el recinto, |
240 |
|
|
las torvas luces superó del
prodigio portador de culebras. |
|
|
|
A ti, aun
así, oh de la pequeña Serifos regidor,
Polidectes, |
|
|
|
ni de este joven la virtud, a
través de tantas pruebas contemplada, |
|
|
|
ni sus desgracias te habían
ablandado, sino que un inexorable odio, |
|
|
|
duro de ti, ejerces y un final en
tu injusta ira no hay. |
245 |
|
|
Detractas incluso su gloria y
fingida de Medusa |
|
|
|
arguyes que es la muerte. «Te
daremos a ti prendas de la verdad. |
|
|
|
Salvad vuestras luces»,
Perseo dice, y la cara del rey |
|
|
|
con la cara de Medusa pedernal sin
sangre hizo. |
|
|
|
Pégaso
|
|
Hasta
aquí a su hermano, nacido del oro, como
acompañante |
250 |
|
|
la Tritonia se ofreció;
después, circundada de una cóncava nube, Serifon |
|
|
|
abandonó, a diestra Citnos y
Gíaros dejados, |
|
|
|
y por donde sobre el ponto el
camino parecía el más breve, a Tebas |
|
|
|
y el virgíneo Helicón
acude; monte que, cuando alcanzó, |
|
|
|
en él se apostó y
así se dirigió a sus doctas hermanas: |
255 |
|
|
«La fama de un nuevo
manantial ha arribado hasta nuestros oídos, |
|
|
|
el que la dura pezuña del
alado hijo de Medusa ha quebrado. |
|
|
|
Él la causa de mi camino: he
querido el admirable hecho |
|
|
|
contemplar; lo vi a él de la
materna sangre nacer». |
|
|
|
Toma la palabra Urania:
«Cualquiera que es la causa para ti |
260 |
|
|
de ver estas casas, divina, al
ánimo gratísima nuestro eres. |
|
|
|
Verdadera, aun así, la
noticia es: es Pégaso el origen de este |
|
|
|
manantial», y a los licores
sagrados condujo a Palas. |
|
|
|
Quien admirando mucho tiempo,
hechas a golpes de pie, las ondas, |
|
|
|
de espesuras antiguas las florestas
alrededor contempló, |
265 |
|
|
y las cavernas y las hierbas
adornadas por innumerables flores, |
|
|
|
y felices llama al par por su
estudio y su lugar |
|
|
|
a las Memnónides; a ella
así se dirigió una de las hermanas: |
|
|
|
Pireneo
|
|
«Oh
tú, que si tu valentía a obras mayores no te
llevara |
|
|
|
al partido vendrías,
Tritonia, de nuestro coro, |
270 |
|
|
verdades dices y con mérito
apruebas nuestras artes y lugar, |
|
|
|
y una grata suerte, con que seguras
sólo estemos, tenemos. |
|
|
|
Pero -hasta tal punto vedado
está al crimen nada- todo aterra |
|
|
|
estas virgíneas mentes, y
siniestro ante mi cara Piréneo |
|
|
|
ronda y todavía en toda mi
mente no me he recobrado. |
275 |
|
|
La Dáulide y los campos
foceos con su tracio soldado |
|
|
|
había hecho cautivos ese
feroz, y unos injustos reinos retenía. |
|
|
|
A nuestros templos nos
dirigíamos parnasios: nos vio cuando
marchábamos, |
|
|
|
y nuestros númenes venerando
con falaz rostro: |
|
|
|
«Memnónides»,
pues nos había reconocido, «deteneos»,
dijo, |
280 |
|
|
«y no dudéis, os
suplico, bajo el techo mío esta grave estrella y esta
lluvia» |
|
|
|
-lluvia había- «en
evitar: entraron en menores cabañas |
|
|
|
a menudo los
altísimos». Por sus palabras y por el tiempo
movidas, |
|
|
|
asentimos a aquel hombre y hasta lo
primero entramos de su morada. |
|
|
|
Habían cesado las lluvias, y
vencido por los aquilones el austro, |
285 |
|
|
las hoscas nubes huían del
nuevamente purgado cielo. |
|
|
|
Nuestra intención marchar
fue: cerró sus techos Piréneo |
|
|
|
y una fuerza prepara que nosotras
rehuimos tomando nuestras alas. |
|
|
|
Él, al perseguidor
semejante, se apostó arduo en su fortaleza |
|
|
|
y: «Por donde el camino es
vuestro, será también el mío», dijo,
«el mismo», |
290 |
|
|
y se lanza fuera de sí desde
el culmen de la más alta torre |
|
|
|
y cae de rostro y estallados los
huesos de su cara |
|
|
|
bate una tierra, muriendo, de su
maldita sangre teñida». |
|
|
|
Las Piérides (I)
|
|
La Musa
decía: unas plumas sonaron por las auras |
|
|
|
y la voz de los que saludan llegaba
de las ramas altas. |
295 |
|
|
Levanta la mirada y busca de
dónde unas lenguas que tan claro |
|
|
|
hablan suenen, y un humano cree la
hija de Júpiter que ha hablado. |
|
|
|
Un ave era, y en número de
nueve, de sus hados quejándose, |
|
|
|
se habían establecido sobre
las ramas, imitándolo todo, unas picazas. |
|
|
|
A la admirada diosa, así le
comenzó la diosa: «Hace poco también
éstas |
300 |
|
|
acrecieron de los voladores la
multitud, vencidas en un certamen. |
|
|
|
Píeros las engendró,
rico en peleos campos, |
|
|
|
y la peonia Evipe su madre fue:
ella a la poderosa |
|
|
|
Lucina nueve veces, nueve veces al
ir a parir, invocó. |
|
|
|
Henchidas estaban de su
número esta multitud de estúpidas hermanas |
305 |
|
|
y a través de tantas
hemonias, a través de tantas acaidas ciudades, |
|
|
|
aquí llegan, y con tal voz
entablan los combates: |
|
|
|
«Cesad al indocto pueblo con
esa vana dulzura |
|
|
|
de engañar. Con nosotras, si
alguna es la confianza vuestra, |
|
|
|
Tespíades, contended,
diosas. Ni en voz ni en arte |
310 |
|
|
seremos vencidas, y otras tantas
somos. O retiraos vencidas |
|
|
|
del manantial de Medusa y de la
hiantea Aganipe, |
|
|
|
o nosotras de los ematios llanos
hasta donde los peonios |
|
|
|
nivosos nos retiraremos. Diriman
las contiendas las ninfas». |
|
|
|
Vergonzoso ciertamente contender
era, pero ceder pareció |
315 |
|
|
más vergonzoso. Las elegidas
juran por sus corrientes, las ninfas, |
|
|
|
y, hechos de viva roca, ocuparon
sus asientos. |
|
|
|
Metamorfosis de dioses
|
|
Entonces, sin
sorteo, la que primera declaró que ellas
competirían, |
|
|
|
las guerras canta de los
altísimos, y en un falso honor a los Gigantes |
|
|
|
pone y atenúa los hechos de
los grandes dioses; |
320 |
|
|
que salido de la más honda
sede de la tierra Tifeo |
|
|
|
a los celestes causó miedo,
y que todos dieron |
|
|
|
la espalda para la huida, hasta
que, cansados, la egipcia tierra |
|
|
|
los acogió, y en siete
puertos dividido el Nilo. |
|
|
|
Que allí también el
nacido de la Tierra, Tifeo, llegó, narra, |
325 |
|
|
y que los altísimos se
escondieron en mentidas figuras. |
|
|
|
«Y conductor de
rebaño», dijo, «se vuelve Júpiter, de
donde con recurvos |
|
|
|
cuernos ahora todavía se
representa al libio Amón; |
|
|
|
el Delio en un cuervo está,
la prole de Sémele en un macho cabrío, |
|
|
|
en una gata la hermana de Febo, la
Saturnia en una nívea vaca, |
330 |
|
|
en un pez se esconde Venus, el
Cilenio de un ibis en las alas». |
|
|
|
El rapto de Prosérpina
|
|
Hasta
aquí al son de la cítara había movido su
habladora boca: |
|
|
|
se nos demanda a las
Aónides... Pero quizás ocios no tengas, |
|
|
|
ni para prestar a nuestros cantos
oídos estés desocupada». |
|
|
|
«No lo duda, y vuestra
canción a mí refiere por su orden», |
335 |
|
|
Palas dice, y del bosque se sienta
en la leve sombra. |
|
|
|
La Musa relata: «Dimos la
suma del certamen a una sola; |
|
|
|
se levanta y, con hiedra recogidos
sus sueltos cabellos, |
|
|
|
Calíope antes templa,
quejumbrosas, con el pulgar las cuerdas |
|
|
|
y estas canciones somete a los
percutidos nervios: |
340 |
|
|
«La
primera Ceres el terrón dividió con el corvo
arado, |
|
|
|
la primera dio granos y alimentos
suaves a las tierras, |
|
|
|
la primera dio sus leyes; de Ceres
son todas las cosas regalo, |
|
|
|
a ella de cantar yo he;
ojalá tan sólo decir pudiera |
|
|
|
canciones dignas de la diosa.
Ciertamente la diosa de canción digna es. |
345 |
|
|
Vasta, sobre
unos miembros de Gigantes echada fue una isla, |
|
|
|
la Trinácride, y, sometido a
sus grandes moles, empuja |
|
|
|
a quien osó las
etéreas sedes esperar, a Tifeo. |
|
|
|
Se afana él ciertamente, y
pugna por volver a levantarse muchas veces, |
|
|
|
pero su diestra mano está
sujeta al ausonio Peloro, |
350 |
|
|
la izquierda, Paquino, a ti, y del
Lilibeo sus piernas son presa, |
|
|
|
su cabeza hunde el Etna, bajo el
cual, de espaldas, arenas |
|
|
|
escupe, y llama, feroz, vomita de
su boca Tifeo. |
|
|
|
Muchas veces por rechazar lucha los
pesos de la tierra |
|
|
|
y las ciudades y los grandes montes
rodar de su cuerpo: |
355 |
|
|
entonces tiembla la tierra y el rey
teme mismo de los silentes |
|
|
|
que se abra el suelo y que por una
ancha hendidura se destape, |
|
|
|
y que entrometido el día, a
las temblorosas sombras aterre. |
|
|
|
Este desastre temiendo, de su
tenebrosa sede el tirano |
|
|
|
había salido, y en su carro
de negros caballos llevado |
360 |
|
|
rodeaba cauto de la sícula
tierra los cimientos. |
|
|
|
Después que explorado
bastante hubo que lugar ninguno vacilaba, |
|
|
|
y dejado su miedo, lo ve a
él la Ericina en su vagar, |
|
|
|
en el monte suyo sentada, y a su
nacido abrazando volador: |
|
|
|
«Armas y manos mías,
mi nacido, mi poder», dijo, |
365 |
|
|
«ésos con los que
superas a todos, coge tus dardos, Cupido, |
|
|
|
y al pecho del dios rápidas
tensa tus saetas |
|
|
|
al que cedió la fortuna lo
postrero del triple reino. |
|
|
|
Tú a los altísimos y
al mismo Júpiter domas, tú a los númenes del
ponto, |
|
|
|
por ti vencidos, y al mismo que
rige los númenes del ponto. |
370 |
|
|
¿Los Tártaros a
qué esperan? ¿Por qué no el de tu madre y tu
imperio |
|
|
|
extiendes? Se trata de la parte
tercera del mundo, |
|
|
|
y, aun así, en el cielo
-cuál ya el sufrimiento nuestro es- |
|
|
|
se nos desprecia y conmigo las
fuerzas se disminuyen del Amor. |
|
|
|
¿A Palas no ves y a la
lanceadora Diana |
375 |
|
|
apartarse de mí? De Ceres
también la hija, virgen, |
|
|
|
si lo toleramos, será, pues
las esperanzas persigue mismas. |
|
|
|
Mas tú, por nuestro socio
reino, si alguna estima es ésta, |
|
|
|
une a esa diosa con su
tío», dijo Venus; él su aljaba |
|
|
|
desata y según el arbitrio
su madre de mil saetas |
380 |
|
|
una separó, pero que la
cual, ni más aguda ninguna, |
|
|
|
ni menos fallida es, ni que
más oiga al arco, |
|
|
|
y oponiéndole la rodilla
curvó el flexible cuerno |
|
|
|
y hasta el corazón con su
arponada caña atravesó a Dis. |
|
|
|
«No lejos
de las heneas murallas un lago hay, de alta |
385 |
|
|
-por nombre Pergo- agua: no que
él más numerosas el Caístro |
|
|
|
las canciones de los cisnes en el
deslizarse escucha de sus olas. |
|
|
|
Una espesura corona sus aguas
ciñéndole todo costado y con sus |
|
|
|
frondas, como por un velo, de Febo
rechaza las heridas; |
|
|
|
fríos dan sus ramas, flores
de Tiro su humus húmedo: |
390 |
|
|
perpetua primavera es. En la cual
floresta, mientras Prosérpina |
|
|
|
juega y violas o cándidos
lirios corta, |
|
|
|
y mientras con afán de
niña canastos y su seno |
|
|
|
llena y a sus iguales lucha por
superar recogiendo, |
|
|
|
casi a la vez que vista fue, amada
y raptada por Dis, |
395 |
|
|
hasta tal punto fue presuroso el
amor. La diosa, aterrada, con afligida |
|
|
|
boca a su madre y a sus
acompañantes, pero a su madre más veces, |
|
|
|
clama, y como desde su superior
orilla el vestido había desgarrado, |
|
|
|
las colectadas flores de su
túnica aflojada cayeron, |
|
|
|
y -tanta simplicidad a sus pueriles
años acompañaba- |
400 |
|
|
esta pérdida también
movió su virginal dolor. |
|
|
|
Su raptor lleva los carros y por su
nombre a cada uno llamando |
|
|
|
exhorta a sus caballos, de los
cuales, por su cuello y crines |
|
|
|
sacude de oscura herrumbre
teñidas las riendas, |
|
|
|
y por los lagos altos, y por los
pantanos que huelen a azufre |
405 |
|
|
vase de los Palicos, hirvientes en
la rota tierra, |
|
|
|
y por donde los baquíadas,
la raza nacida en Corinto, la de dos mares, |
|
|
|
entre desiguales puertos pusieron
sus murallas. |
|
|
|
Hay, intermedio
de Cíane y de Aretusa de Pisa, |
|
|
|
que une entre sus estrechos cuernos
el incluido en él, un mar: |
410 |
|
|
aquí estuvo, de cuyo nombre
también el pantano se denomina, |
|
|
|
entre las sicélidas ninfas
celebradísima, Cíane; |
|
|
|
la cual, de su abismo en medio
hasta la mitad se alzó del vientre, |
|
|
|
y reconoció a la diosa, y:
«No iréis más lejos», dice; |
|
|
|
«no puedes de la involuntaria
Ceres yerno ser: pedida, |
415 |
|
|
no raptada debió ser, y si
comparar con las grandes |
|
|
|
las pequeñas cosas para
mí lícito es, también a mí me
eligió Anapis; |
|
|
|
implorada, aun así, y no
como ésta, aterrada, me puse yo el velo». |
|
|
|
Dijo, y hacia partes opuestas sus
brazos tendiendo, |
|
|
|
se les opone. No más
allá contuvo el Saturnio su ira, |
420 |
|
|
y a sus terribles caballos
incitando en lo profundo del abismo, |
|
|
|
blandido con su vigoroso brazo el
cetro real |
|
|
|
ocultó; la herida tierra
camino hacia los Tártaros hizo |
|
|
|
y los inclinados carros en mitad de
la cratera recibió. |
|
|
|
«Mas Cíane, por la
raptada diosa y las despreciadas leyes |
425 |
|
|
del manantial suyo afligida, una
inconsolable herida |
|
|
|
en su mente callada lleva y en
lágrimas se consume toda |
|
|
|
y de las que había sido su
gran numen poco antes, en esas |
|
|
|
aguas se extenúa: ablandarse
sus miembros hubieras visto, |
|
|
|
sus huesos poder doblarse, sus
uñas deponer su rigidez; |
430 |
|
|
y lo primero de ella toda, cuanto
era tenue, se licuece: |
|
|
|
sus azules cabellos y sus dedos y
sus piernas y pies, |
|
|
|
pues breve el tránsito es
hacia las heladas ondas |
|
|
|
de los reducidos miembros;
después de esto los hombros y piel y costado |
|
|
|
y los pechos se vuelven,
desvanecidos, en tenues riachos; |
435 |
|
|
finalmente en vez de viva sangre
por sus viciadas venas |
|
|
|
linfa pasa, y resta nada que
aprehender puedas. |
|
|
|
Mientras tanto
asustada en vano su madre a su hija |
|
|
|
por todas las tierras, todo busca
el profundo: |
|
|
|
a ella la Aurora al llegar, con sus
húmedos cabellos, |
440 |
|
|
descansando no la vio, no el
Héspero; ella para sus dos |
|
|
|
manos unos llameantes pinos ha
encendido del Etna, |
|
|
|
y por las escarchadas tinieblas los
lleva incesante; |
|
|
|
de nuevo, cuando el nutricio
día había embotado las estrellas, a su nacida |
|
|
|
desde el ocaso del sol buscaba
hasta sus nacimientos. |
445 |
|
|
Agotada de su labor sed
había concebido, y su boca ningunos |
|
|
|
manantiales habían lavado,
cuando cubierta de paja vio |
|
|
|
por azar una cabaña y sus
pequeñas puertas pulsó; mas entonces |
|
|
|
sale una anciana y a la divina ve,
y a quien linfa pedía, |
|
|
|
algo dulce le dio que había
cubierto antes con tostada polenta. |
450 |
|
|
Mientras bebe ella lo dado, un
chico de boca dura y atrevido |
|
|
|
se detuvo ante la diosa y se
rió y ávida la llamó. |
|
|
|
Se ofendió ella, y con la
todavía no bebida parte, al que hablaba, |
|
|
|
con la polenta mezclada con su
líquido regó la divina. |
|
|
|
Absorbió su cara las manchas
y los brazos que ahora poco llevara |
455 |
|
|
los lleva de piernas, una cola se
añadió a sus mutados miembros |
|
|
|
y en una breve forma, para que no
sea su capacidad grande de dañar, |
|
|
|
se contrae, y que una
pequeña lagartija menor su medida es. |
|
|
|
De la asombrada y llorosa y a tocar
aquellos prodigios dispuesta |
|
|
|
anciana huye, y del escondite
gusta, y adecuado a su color |
460 |
|
|
el nombre tiene, constelado su
cuerpo de variegadas gotas. |
|
|
|
A través
de qué tierras la diosa, y qué ondas errara, |
|
|
|
de decir larga la demora es: en su
búsqueda le faltó orbe. |
|
|
|
A Sicania vuelve, y mientras todo
lustra en su caminar |
|
|
|
llegó también hasta
Cíane. Ella, de no mutada haber sido, |
465 |
|
|
todo se lo habría narrado,
pero boca y lengua al querer |
|
|
|
decir no ayudaban, ni con que
hablara tenía. |
|
|
|
Señales, aun así,
manifiestas dio, y, conocido para su madre, |
|
|
|
en ese lugar en que por azar se le
había desprendido, en el abismo sagrado, |
|
|
|
de Perséfone el
ceñidor encima mostró de las ondas. |
470 |
|
|
El cual una vez reconoció,
como si entonces al fin raptada |
|
|
|
la hubiera sabido, sus no ornados
cabellos se desgarró la divina, |
|
|
|
y una y otra vez golpeó con
sus palmas sus pechos. |
|
|
|
No sabe todavía dónde
está; a las tierras, aun así, increpa todas |
|
|
|
e ingratas las llama y no del
regalo de sus frutos dignas, |
475 |
|
|
a Trinacria ante las otras, en la
que las huellas de su pérdida |
|
|
|
ha hallado. Así pues
allí con salvaje mano los arados que vuelven |
|
|
|
los terrones quebró, y a una
semejante muerte, llena de ira, |
|
|
|
a los colonos y a los
agrícolas bueyes entregó, y a los campos
ordenó |
|
|
|
que defraudaran su depósito
y fallidas las simientes hizo. |
480 |
|
|
La fertilidad de esta tierra,
divulgada por el ancho orbe, |
|
|
|
falsa yace: mueren los sembrados en
sus primeras hierbas |
|
|
|
y ya el sol excesivo, excesiva ya
la lluvia los arrebata, |
|
|
|
y las estrellas y vientos las
dañan y ávidas aves |
|
|
|
las simientes arrasadas recogen; la
cizaña y los tríbulos fatigan |
485 |
|
|
las cosechas de trigo, y la
inexpugnable grama. |
|
|
|
Entonces su cabeza la Alfeia
sacó de las eleas ondas |
|
|
|
y su rorante pelo de su frente
apartó a sus orejas, |
|
|
|
y dice: «Oh de la virgen
buscada por todo el orbe |
|
|
|
y de los granos genetriz, tus
inmensos trabajos detén, |
490 |
|
|
y no tengas ira, violenta, contra
una tierra a ti fiel. |
|
|
|
La tierra nada ha merecido y se
abrió involuntaria a esa rapiña. |
|
|
|
Y no soy por mi patria suplicante:
aquí como huéspeda he venido. |
|
|
|
Pisa mi patria es y de la
Élide traemos los orígenes, |
|
|
|
la Sicania como extranjera honro,
pero más grata que cualquier |
495 |
|
|
suelo esta para mí tierra
es: estos penates ahora, Aretusa, |
|
|
|
esta sede tengo; la cual tú,
suavísima, salva. |
|
|
|
Mudado de lugar por qué me
he, y por las ondas de tanta superficie |
|
|
|
sea transportada a Ortigia,
llegará para esas narraciones mías |
|
|
|
una hora tempestiva, cuando
tú de tu inquietud aliviado te hayas |
500 |
|
|
y semblante mejor tengas. A
mí la transitable tierra |
|
|
|
me ofrece camino, y por debajo de
profundas cavernas arrastrada, |
|
|
|
aquí la cabeza saco y unas
desacostumbradas estrellas diviso. |
|
|
|
Así es que, mientras por el
estigio abismo bajo las tierras me deslizo, |
|
|
|
vista fue con los ojos nuestros
allí tu Prosérpina: |
505 |
|
|
ella ciertamente triste, y no
todavía sin terror su rostro, |
|
|
|
pero reina, aun así, pero la
más grande del opaco mundo, |
|
|
|
pero aun así la poderosa
matrona del tirano infernal». |
|
|
|
La madre a las
oídas voces quedó suspendida y cual de piedra |
|
|
|
y como atónita largo tiempo
pareció, y, cuando por el dolor |
510 |
|
|
grave su grave ausencia sacudida
fue, con sus carros sale |
|
|
|
hacia las auras etéreas.
Allí, nublado todo su rostro, |
|
|
|
ante Júpiter con los
cabellos sueltos se detuvo enojada, |
|
|
|
y: «Por mi sangre he venido
suplicante a ti, Júpiter», dice, |
|
|
|
«y por la tuya: si ninguna es
la estima de una madre, |
515 |
|
|
su nacida a un padre mueva, y no
sea tu inquietud, suplicamos, |
|
|
|
más vil por ella porque de
nuestro parto fue dada a luz. |
|
|
|
He aquí que buscada largo
tiempo al fin yo a mi nacida he encontrado, |
|
|
|
si encontrar llamas a perder
más ciertamente, o si |
|
|
|
a saber dónde está
encontrar llamas. Que raptada fue, lo llevaremos, |
520 |
|
|
en tanto la devuelva a ella, puesto
que no de un saqueador marido |
|
|
|
la hija digna tuya es, si ya mi
hija no es». |
|
|
|
Júpiter tomó la
palabra: «Común es prenda y carga |
|
|
|
esta hija para mí contigo;
pero si sólo sus nombres verdaderos |
|
|
|
a las cosas de dar gustamos, no
este hecho una injuria, |
525 |
|
|
pero es amor; y no será para
nosotros el yerno ese una vergüenza, |
|
|
|
si tú sólo, divina,
quisieras. Aunque faltara lo demás, cuánto es |
|
|
|
ser de Júpiter el hermano.
Qué decir de que no lo demás falta |
|
|
|
y no cede sino en su suerte a
mí. Pero si tan grande tu deseo |
|
|
|
de su separación es,
volverá a subir Prosérpina al cielo, |
530 |
|
|
con una ley, aun así,
cierta: si ningunos alimentos ha tocado allí |
|
|
|
con su boca, pues así de las
Parcas en el pacto precavido se ha». |
|
|
|
Había
dicho, mas para Ceres lo cierto es sacar a su nacida. |
|
|
|
No así los hados lo
permiten, porque de sus ayunos la virgen |
|
|
|
se había liberado y mientras
ingenua vaga entre los cultivados huertos, |
535 |
|
|
carmesí una fruta
arrancó de un árbol curvado de ellos, |
|
|
|
y cogiendo siete granos de su
pálida corteza |
|
|
|
los apretó en su boca; y
solo de todos aquello |
|
|
|
Ascálafo vio, a quien un
día se dice que Orfne, |
|
|
|
entre las Avernales ninfas no la
más desconocida, |
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del Aqueronte suyo parió en
sus espesuras negras; |
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lo vio y, con su delación,
del regreso, cruel, la privó. |
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Gimió hondo la reina del
Erebo, y al testigo una profana |
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ave hizo, y asperjada su cabeza con
linfa del Flegetonte |
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en pico y plumas y grandes ojos la
convirtió. |
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Él, de sí privado, de
fulvas alas se viste |
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y en cabeza crece y se encorva a
largas uñas, |
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y apenas mueve esas plumas nacidas
por sus inertes brazos |
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y un feo pájaro se vuelve,
nuncio del venidero luto, |
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el indolente búho, siniestro
presagio para los mortales. |
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«Éste, aun así,
por su delación un castigo, y por su lengua, parecer |
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que mereció puede: a
vosotras, Aqueloides, ¿de dónde que |
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pluma y pies de aves, cuando de
virgen cara lleváis? |
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¿Acaso porque cuando
recogía Prosérpina primaverales flores, |
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de sus acompañantes en el
número, doctas Sirenas, estabais? |
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A la cual, después que en
vano la buscasteis en todo el orbe, |
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a continuación, para que
sintieran las superficies vuestra inquietud, |
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poder sobre los oleajes con los
remos de vuestras alas sentaros |
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deseasteis, y propicios dioses
tuvisteis, y las extremidades |
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visteis vuestras dorarse con
súbitas plumas. |
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Aun así, para que aquel
cantar, para serenar oídos nacido, |
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y tan grande dote de vuestra boca
no perdiera del todo su uso de la lengua, |
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los virgíneos rostros y la
voz humana permaneció. |
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Mas, en medio
del hermano suyo y de su afligida hermana, |
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Júpiter por igual divide el
rodar del año: |
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ahora la diosa, numen común
de los dos reinos, |
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con su madre está los
mismos, los mismos meses con su esposo; |
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se torna al instante la faz, tanto
de su mente como de su cara, |
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pues la que hace poco podía
a un Dis incluso afligida parecer, |
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alegre de la diosa la frente es,
como un sol que cubierto de acuosas |
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nubes antes estuvo, de esas
vencidas nubes sale. |
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Aretusa
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Demanda la
nutricia Ceres, tranquila por su nacida recuperada, |
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cuál la causa de tu huida,
por qué seas, Aretusa, un sagrado manantial. |
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Callaron las ondas, de cuyo alto
manantial la diosa levantó |
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su cabeza y sus verdes cabellos con
la mano secando |
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del caudal Eleo narró los
viejos amores. |
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«Parte yo de las ninfas que
hay en la Acaide», dijo, |
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«una fui: y no que yo con
más celo otra los sotos |
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repasaba ni ponía con
más celo otra las mallas. |
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Pero aunque de mi hermosura nunca
yo fama busqué, |
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aunque fuerte era, de hermosa
nombre tenía, |
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y no mi faz a mí, demasiado
alabada, me agradaba, |
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y de la que otras gozar suelen, yo,
rústica, de la dote |
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de mi cuerpo me sonrojaba y un
delito el gustar consideraba. |
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Cansada regresaba, recuerdo, de la
estinfálide espesura. |
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Hacía calor y la fatiga
duplicaba el gran calor. |
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Encuentro sin un remolino unas
aguas, sin un murmullo pasando, |
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perspicuas hasta su suelo, a
través de las que computable, a lo hondo, |
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cada guijarro era: cuales tú
apenas que pasaban creerías. |
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Canos sauces daban, y nutrido el
álamo por su onda, |
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espontáneamente nacidas
sombras a sus riberas inclinadas. |
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Me acerqué y primero del pie
las plantas mojé, |
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hasta la corva luego, y no con ello
contenta, me desciño |
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y mis suaves vestiduras impongo a
un sauce curvo |
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y desnuda me sumerjo en las aguas.
Las cuales, mientras las hiero y traigo, |
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de mil modos deslizándome y
mis extendidos brazos lanzo, |
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no sé qué murmullo
sentí en mitad del abismo |
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y aterrada me puse de pie en la
más cercana margen del manantial. |
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«¿A dónde te
apresuras, Aretusa?», el Alfeo desde sus ondas, |
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«¿A dónde te
apresuras?», de nuevo con su ronca boca me había
dicho. |
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Tal como estaba huyo sin mis
vestidos: la otra ribera |
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los vestidos míos
tenía. Tanto más me acosa y arde, |
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y porque desnuda estaba le
parecí más dispuesta para él. |
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Así yo corría,
así a mí el fiero aquel me apremiaba |
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como huir al azor, su pluma
temblorosa, las palomas, |
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como suele el azor urgir a las
trémulas palomas. |
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Hasta cerca de Orcómeno y de
Psófide y del Cilene |
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y los menalios senos y el helado
Erimanto y la Élide |
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correr aguanté, y no que yo
más veloz él. |
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Pero tolerar más tiempo las
carreras yo, en fuerzas desigual, |
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no podía; capaz de soportar
era él un largo esfuerzo. |
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Aun así, también por
llanos, por montes cubiertos de árbol, |
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por rocas incluso y peñas, y
por donde camino alguno había, corrí. |
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El sol estaba a la espalda. Vi
preceder, larga, |
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ante mis pies su sombra si no es
que mi temor aquello veía, |
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pero con seguridad el sonido de sus
pies me aterraba y el ingente |
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anhélito de su boca soplaba
mis cintas del pelo. |
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Fatigada por el esfuerzo de la
huida: «Ayúdame: préndese», digo, |
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«a la armera, Diana, tuya, a
la que muchas veces diste |
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a llevar tus arcos y metidas en tu
aljaba las flechas». |
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Conmovida la diosa fue, y de entre
las espesas nubes cogiendo una, |
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de mí encima la echó:
lustra a la que por tal calina estaba cubierta |
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el caudal y en su ignorancia
alrededor de la hueca nube busca, |
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dos veces el lugar en donde la
diosa me había tapado sin él saberlo rodea |
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y dos veces: «Io Aretusa, io
Aretusa», me llamó. |
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¿Cuánto ánimo
entonces el mío, triste de mí, fue? ¿No el que
una cordera puede tener |
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que a los lobos oye alrededor de
los establos altos bramando, |
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o el de la liebre que en la zarza
escondida las hostiles bocas |
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divisa de los perros y no se atreve
a dar a su cuerpo ningún movimiento? |
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No, aun así, se
marchó, y puesto que huellas no divisa |
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más lejos ningunas de pie,
vigila la nube y su lugar. |
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Se apodera de los asediados
miembros míos un sudor frío |
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y azules caen gotas de todo mi
cuerpo, |
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y por donde quiera que el pie
movía mana un lago, y de mis cabellos |
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rocío cae y más
rápido que ahora los hechos a ti recuento |
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en licores me muto. Pero entonces
reconoce sus amadas |
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aguas el caudal, y depuesto el
rostro que había tomado de hombre |
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se torna en sus propias ondas para
unirse a mí. |
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La Delia quebró la tierra, y
en ciegas cavernas yo sumergida, |
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soy transportada a Ortigia, la cual
a mí, por el cognomen de la divina |
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mía grata, hacia las
superiores auras la primera me sacó». |
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Triptólemo
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Hasta
aquí Aretusa; dos gemelas sierpes la diosa
fértil |
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a sus carros acercó y con
los frenos sujetó sus bocas, |
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y por medio del cielo y de la
tierra, por los aires se hizo llevar, |
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y su ligero carro hacia la ciudad
tritónida envió |
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y a Triptólemo en parte a la
ruda tierra unas semillas por ella dadas |
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le ordenó esparcir, en parte
en la tierra tras tiempos largos de nuevo cultivada. |
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|
Ya sobre Europa sublime el joven y
de Asia |
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la tierra se había hecho
llevar: a las escíticas costas regresa. |
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El rey allí Linco era; del
rey alcanza él los penates. |
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De dónde venía y la
causa de su camino y su nombre preguntado, |
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y su patria: «Patria es para
mí la clara», dijo, «Atenas, |
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Triptólemo mi nombre; he
venido, ni en una popa a través de las ondas, |
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ni a pie por las tierras: se
abrió para mí, transitable, el éter. |
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Dones llevo de Ceres que esparcidos
por los anchos campos |
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|
fructíferos sembrados y
alimentos suaves devuelvan». |
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El bárbaro se enojó,
y para que el autor de tan gran regalo |
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|
él mismo pudiera ser, en
hospitalidad lo recibió y del sueño presa |
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lo atacó a hierro: cuando
intentaba atravesarle el pecho |
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un lince Ceres lo hizo, y de nuevo
por los aires ordenó |
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al mopsopio joven que condujera su
sagrada yunta». |
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Las Piérides (II)
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Había
finalizado sus doctos cantos de nosotras la mayor; |
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|
mas las ninfas, que habían
vencido las diosas que el Helicón honran |
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con concorde voz dijeron: como
insultos las vencidas |
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lanzaran: «Puesto que»,
dijo, «por el certamen a vosotras |
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|
una humillación haber
merecido poco es, y maldiciones a vuestra culpa |
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|
añadís, y no es la
paciencia libre para nosotras, |
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pasaremos a los castigos y adonde
la ira nos llama iremos». |
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Ríen las Emátides y
desprecian las amenazadoras palabras, |
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y al intentar a nuestros ojos con
gran clamor tender |
670 |
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|
sus contumaces manos, plumas salir
por las uñas |
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contemplaron suyas, cubrirse sus
brazos de plumón, |
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y la una con un rígido pico
endurecerse la cara |
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de la otra ve, y unos
pájaros nuevos acceder a las espesuras, |
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|
y mientras quieren darse golpes de
pecho, por sus movidos brazos suspendidas |
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|
en el aire quedaron, de los bosques
insultos, la picazas. |
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Ahora también en estos
alados su locuacidad primitiva ha permanecido |
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y su ronca garrulidad y el
afán desmedido de hablar. |
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