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ArribaAbajoCanto VIII

Entran los españoles la ciudad de Potonchan [Champotón] con daño y muerte de muchos indios. Retírase con su gente el cacique Tabasco malherido, habiendo peleado con gran esfuerzo y coraje valerosamente.




    Cuando el ánimo noble, valeroso,
en quien concurre fuerza y fortaleza
(fortaleza del alma, don precioso,
fuerza que al cuerpo da naturaleza),
acomete algún caso peligroso
con cuerdo osar, mostrando su nobleza,
el hecho más sangriento facilita
y al enemigo abate y necesita.

   Por Cortés se verá y su compañía,
que el peso del combate sustentaba,
pues con doscientos hombres resistía
bien a seis mil de aquella turba brava,
y con sangrienta y áspera porfía
su extremado valor manifestaba,
que en el trance más grave y más dudoso,
se enciende más el pecho generoso.

   Oyeron los trescientos emboscados
(que atrás dije) la pieza disparada
y, como leones fieros, desatados,
dejan el sitio oculto y enramada.
Los instrumentos bélicos callados
se mueven a la seña deseada,
en el asalto codicioso, fiero,
queriendo cada cual ser el primero.

   Cual suelen los veloces corredores
salir en campo a joya prometida,
a quien la sed de verse vencedores
anima y apresura en su corrida,
codiciando del vulgo los favores
y la opinión, con premios adquirida,
así los españoles valerosos
parten a la ciudad con pies briosos.

   Allanan sin contraste el ancho foso
y cólmanle en un punto de fajina,
do con haz mal compuesto, embarazoso,
con diligencia cada cual camina,
y el más valiente y más pundonoroso
al duro peso la cerviz inclina,
que la codicia por su parte obraba
y ya del pueblo el saco aseguraba.

   Estaba el Potonchano, inadvertido,
por la banda del río peleando
en defensa del muro ya rompido,
el entrar o no entrar averiguando:
respecto de lo cual había ocurrido
toda la gente allí, desamparando
por las partes de tierra el fuerte muro,
ignorantes del daño y mal futuro.

   Do los fuertes iberos allegaron
gruesas cuerdas y, escalas arrimando,
sin resistencia alguna en él se entraron,
sus más fuertes lugares ocupando.
Alvarado y cien hombres se quedaron
en ellos, y a la gran ciudad bajando
los demás, por las calles alentados
discurren, de tropel amontonados.

   Mas Ávila, como hombre que entendía
de guerra los ardides cautelosos,
de los pasos estrechos se desvía,
buscando los más llanos y espaciosos:
de bárbara celada se temía,
que es el temer a tiempos de animosos;
por la ciudad se mete recatado,
con paso y escuadrón bien ordenado.

   Allega en breve espacio a una ancha plaza,
de suntüosas casas adornada,
de círculo vistoso y sutil traza
y por diversas partes torreada.
Nadie el tendido paso le embaraza,
que toda estaba libre y despejada,
de adonde del combate bien se oía
el bélico rumor y vocería.

   Sueltan la clara voz, hasta allí muda,
añafiles, trompetas y atambores
con sangrienta señal, horrenda y cruda,
amenazando al pueblo y moradores.
La descuidada gente, torpe y ruda,
con repentinas voces y clamores
va al reparo turbada, sin aliento,
sin orden, en confuso movimiento.

   Doscientos indios a Ávila salieron,
gran cantidad de flechas despidiendo,
y a las espesas balas se opusieron,
mi importante paso defendiendo.
Mas los ungidos (que atajado vieron
el camino) con furia arremetiendo,
se mezclan con los bárbaros briosos,
de otro mayor peligro recelosos.

   Sale adelante el fuerte Tugaíno
sembrando fanfarronas amenazas,
en el pecho un espejo cristalino,
con industria engastado en las corazas
(blanco de su cercano y cruel destino),
blandiendo un asta con ufanas trazas;
Ávila con la vista le rodea,
cuya faz juvenil con muerte afea.

   Topa tras éste al infeliz Guacano,
que ya hizo a sus dioses mil canciones,
solemnizadas por su voz y mano
con varias suertes de agradables sones,
amado del Cacique potonchano
por su loable trato y condiciones:
calienta en su pulmón la aguda punta,
sacando en ella sangre y alma junta.

   Muere a manos Tlenón de Villandrando,
y a las de Magariño, Talbo acaba,
joven por cuyo rostro un vello blando,
a brotar sin concierto comenzaba:
alma y suspiro por la herida echando,
de la distante madre se acordaba,
que, aunque en vano, impedir quise en aquesto,
lo que tenía el hado ya dispuesto.

   De suerte el Bautizado su ser muestra,
que al asaltado Idólatra retira,
y ya con grato Marte y suerte diestra,
tras solos treinta que escaparon tira,
la ocasión abrazando que se muestra,
antes que vuelva la crinada mira,
que si de ella, señor, así no se usa,
al que una vez la pierde, mil se excusa.

   En tanto que este estrago sanguinoso
por la ciudad infausta se extendía,
con proceder sangriento, riguroso,
por el muro Alvarado discurría
de su escuadrón seguido, belicoso,
aunque pequeño lleno de osadía,
en bélicas porfías importante,
más que sin ella el escuadrón pujante.

   Quiere impedirle Calpocaya el paso
y ábrele por su pecho a dura muerte;
pasa de aguda punta a Muyo y Tlasso,
y al joven Bauno, de infelice suerte.
Hierre a Talbida el animoso Lasso
y gana con su daño un paso fuerte;
tras él a Tisso y a Ceilón ofende,
tras quien por la muralla el paso tiende.

   Pierres Gómez le sigue, y Villanueva,
Granado, Jaramillo y Alderete,
y de su gran valor haciendo prueba,
cada cual lo difícil acomete:
la espada en la enemiga sangre ceba,
rompiendo el más doblado coselete;
siembran de cuerpos el sangriento muro,
do no hay a su rigor lugar seguro.

   Sale blandiendo una fornida lanza
el valiente Tuxcaya jactancioso,
cuyo bote en un hombro a Orduña alcanza,
dando principio a un flujo sanguinoso.
Luego tras Pantigosa se abalanza
con un salto alentado, fervoroso:
engástale en un muslo la ancha punta,
y a la otra parte rojeando apunta.

   Hiere a Juan Bello, con alada flecha,
en el rostro Xitlí, y en Quintanilla
pone la mira Pulcayón derecha,
que entró desbaratando su cuadrilla.
No la menuda malla le aprovecha,
ni salió suficiente a resistilla,
que una jara le envía (en nada aviesa)
con que el siniestro brazo le atraviesa.

   Habiendo larga pieza peleado
sin declararse la dudosa suerte,
entró con nuevas fuerzas Alvarado,
terror sembrando, confusión y muerte:
con que el número de indios arriscado,
en el de ochenta sólo se convierte,
que con rotos escudos, vergonzosos,
sus espaldas cubrieron pavorosos.

   Estos, por todas partes apretados,
de valerse mil medios intentaron
y, de no se rendir determinados,
del alto muro al río se arrojaron,
do murieron los más despedazados
y en las amigas lanchas se estacaron,
que por honrosa muerte la eligieron
y otro ningún partido no admitieron.

    Ya, de Carlo, Alvarado el pendón planta,
con la ave que de Tros el caro hijo
en vuelo velocísimo levanta,
causa a Jove de sumo regocijo.
Toda la turba idólatra se espanta,
víendole en la más alta torre fijo
y sus caras banderas abatidas,
pisadas, y en mil partes divididas.

   Muchos de los iberos maltratados
del animoso Antípoda quedaron,
que aunque de agudas flechas lastimados,
la sangrienta contienda no dejaron.
Los importantes pasos ya tomados,
Ávila y Alvarado se juntaron:
mandan que un tanto el saco se suspenda
por que al socorro de Cortés se atienda.

   Ávila y ciento treinta compañeros
quedan en guarda del lugar ganado,
y con ciento y setenta arcabuceros,
a ayudar a Cortés salió Alvarado.
Haciendo fiero estrago en los piqueros,
que el paso le tenían ocupado,
corre viendo a Cortés, que le aguardaba
donde con más rigor se peleaba:

   Que, aflicto y de favor menesteroso,
y admirado de ver que no venía,
con pecho fuerte y brazo riguroso,
el peso del combate sostenía,
lo que el hórrido Marte sanguinoso
pudiera hacer, haciendo en aquel día;
la fatigada diestra ejercitando,
y con sagaz industria administrando.

   Y no fuera bastante todo aquesto,
ni resistir tal ímpetu pudiera,
si con ira sangrienta y paso presto
al socorro Alvarado no acudiera:
que el escuadrón crismado descompuesto,
roto, laso, afligido, sin bandera,
dividido en cien partes peleaba,
a quien fuerza, y no grado, ya obligaba.

   Con presto paso Titán ya cayendo,
por verse con su Tetis iba ufano,
su extendida madeja recogiendo,
refrescando su ausencia el fértil llano,
cuando con voz conforme arremetiendo,
al bárbaro escuadrón el castellano,
de su puesto con tal furor le impele,
cual viento a secas hojas mover suele.

   Con tal pujanza y brío al Indio asalta
Alvarado, y fue tal la arremetida,
que de sanguino humor el campo esmalta,
privando a muchos de la cara vida.
Ya al siervo de Luzbel el valor falta
y entregado al temor, puesto en huída,
por desusadas sendas caminaba,
ciego de aquel pavor que le forzaba.

   Rojos arroyos en copiosa vena,
por mil distintas partes se deslizan,
bordan las ondas y la inculta arena,
y aquí y allí vistosos las matizan.
El marcio estruendo la campaña atruena,
huyen aquéllos, éstos se encarnizan,
reciben fieros golpes los infidos,
ya hechos sus jueces los ungidos.

   Suena la dulce trompa de victoria,
por el ibero bando declarada.
Partícipes los vientos de tal gloria,
la voz extienden clara y entonada,
manifestando al mundo por notoria,
del Indio la dañosa retirada;
Neptuno, de su asiento cristalino,
sale a ver el conflicto atroz, sanguino.

   Siguen los españoles el sangriento
alcance, y su destino venturoso;
hieren, tropellan, matan, con violento
furor tratando al Bárbaro medroso,
que con veloces pies, cual presto viento,
se mete por los montes presuroso:
mas quien su fin siniestro ver desea,
se aguarde, que Tabasco me vocea.

   El cual con Núñez y Solís quedaba
en la trabada lid, junto al postigo,
do la rolliza maza meneaba
en daño del crismado bando amigo,
que ya en los prestos golpes aflojaba,
porque el ánimo y fuerza al enemigo,
con nueva saña y furia ya crecía
y con fuerza mayor los afligía.

   Mas los valientes jóvenes, corridos
de ver que tanto un hombre les durase,
debajo sus rodelas recogidos,
temerosos del leño no bajase:
en diferentes partes divididos,
por que su intento y fin obrase,
cada cual por la suya procuraba
acabar la contienda dura y brava.

   Cuales prestos alanos al furioso
toro suelen buscar la oreja armada,
con diente blanco, agudo y espumoso,
el peligro temiendo de la entrada,
que con presteza y curso cauteloso
le rodean con fiera vista airada,
así los dos al indio solicitan,
mas de su fuerza y ser nada le quitan.

   Ya le acometen de uno y de otro lado,
ya el airado Cacique los retira,
y con el grueso fresno levantado,
golpes furiosos y sin tiento tira.
Cierra con él Solís, el brazo alzado,
mas el fiero jayán, ardiendo en ira,
con el tercio de en medio del gran leño
le alcanza y pone en un pesado sueño.

   Cae del golpe deshecha y quebrantada
la rodela, en cien partes dividida,
y a la cabeza, oculta y acerada,
baja el furor insano de la herida,
sobre el hombro siniestro reclinada,
del rigor de la maza compelida:
va el español al agua sin sentido,
do estuvo por un rato adormecido.

   Núñez con gran presteza se abalanza,
viendo la maza baja y coyuntura:
de una punta en el pecho al indio alcanza,
tal ocasión teniendo a gran ventura.
Por dichoso se juzga en la venganza,
pero en la piel curtida, fuerte y dura,
hizo la aguda espada aquel efeto
que hiciera en un templado y fuerte peto.

   Vuelve, revuelve el indio apresurando
el paso, en nueva cólera encendido,
satisfacción sangrienta procurando,
afrentado de verse así ofendido.
Al español gran trecho retirando,
ya le trae sin aliento y afligido,
y sin duda a sus manos pereciera,
si al instante socorro no viniera.

   Llega Tapia sobre él, llega Murguía,
(que juntos el alcance van siguiendo),
mas Tapia adonde estaba Solís guía,
a la parte más flaca socorriendo.
Levántale del agua do yacía,
por narices y boca despidiendo
mezcla de sangre, arena y agua junto,
dando claras señales de difunto.

   Sácale a tierra en hombros, y lanzando
lo que en el vientre hinchado le abundaba,
su acuerdo, ser y fuerzas recobrando,
en fuego de venganza se abrasaba,
y el presto paso al Indio enderezando,
vuelve a la brega sanguinosa y brava.
Tapia también le sigue, deseoso
de verse con el bárbaro animoso.

   A quien los cuatro cercan, entendiendo
dar con su muerte fin a aquel debate;
mas el bastón Tabasco revolviendo,
hace que cada cual de él se recate:
con la facilidad le está esgrimiendo,
en la prisa mayor del cruel combate,
cual si fuera de pino frágil vara
a quien sin pesadumbre gobernara.

   Cada cual al contrario busca entrada
con solícitos pies y pecho airado,
mas venla tan difícil y cerrada,
que la teme el más presto y esforzado.
Con ligereza el indio no pensada,
el cerco en daño suyo conjurado
ensancha, y a los cuatro de sí alarga
con los espesos golpes que descarga.

   Como grueso peñasco que cayendo
(del encumbrado cerro desasido)
baja, los viejos robles abatiendo,
del turbulento Bóreas impelido,
y en estable laguna, con estruendo,
es de las quietas aguas recibido,
que a la orilla en redondo curso guían,
del fresno así los cuatro se desvían.

   En aquesta sazón llega, rasgando
el aire, una pelota rigurosa,
y al indio el diestro muslo penetrando,
en él le abrió una fuente sanguinosa.
Despidió un ronco acento, acrecentando
la herida el brío y cólera rabiosa,
y fogoso procura la venganza,
redoblando a los golpes la pujanza.

   Vido Solís que el bárbaro traía
un ramal de la piel desabrochado,
y que por las junturas descubría
parte del hombro izquierdo desarmado.
Él, que satisfacerse pretendía
(de la pasada injuria no olvidado),
la espada al hombro descubierto apunta,
sacando roja de él la aguda punta.

   Nunca toro, de vara lastimado,
tales extremos hizo en ancho coso;
no jabalí, de perro maltratado,
procuró la venganza tan furioso;
no en inculto lugar préster airado
(dañosa especie de áspid ponzoñoso),
hollado de algún pie, tan fiero vuelve
a morder como el bárbaro revuelve.

   Levanta el grueso leño, mas fue en vano,
que el español a tiempo se retira,
que no pudo ofenderle el inhumano
golpe que el fiero antípoda le tira.
Hurtóle el cuerpo a la siniestra mano,
que él mismo de presteza tal se admira;
baja la maza con furor horrendo,
haciendo al dar en la agua un sordo estruendo.

   Mucha sangre al Cacique le faltaba,
que había por las heridas despedido,
a causa de lo cual el indio andaba
falto de aliento y de ánimo afligido;
en los pesados golpes aflojaba
y, viéndose apretado y perseguido,
a su siniestra suerte busca medio,
tomando el retirarse por remedio.

   Y al enemigo siempre resistiendo,
con paso tardo, corto, perezoso,
vuelto el rostro indignado, retrayendo
se va al lugar del monte más fragoso.
Su mísero destino maldiciendo,
que a extremo le llevó tan vergonzoso,
riega con roja sangre el ancho prado,
ya de ella por mil partes esmaltado.

   Cual el león de lisa crin caída,
de dilatado pecho y gran cabeza,
de indómita cerviz, altiva, erguida
(muestras que manifiestan su fiereza),
acosado en la caza más reñida,
dañando a todas partes su braveza,
suele de entre monteros escaparse
con un dudoso y cauto retirarse.

   El cual, si ve que es visto en campo raso,
huir de quien le ofende regatea
y, con roncero y mal compuesto paso,
da nombre al retirarse de pelea,
haciendo de astas gruesas poco caso
por no dar muestras de flaqueza fea:
de aquesta suerte el indio el campo deja,
a quien ya el español menos aqueja.

   En esto a recogerse toca España,
cesa el alcance duro, ejecutivo,
desamparan los indios la campaña,
de un temor apretados excesivo:
quien a mover los pies mejor se amaña,
sin esperanza aun va de quedar vivo,
que por torpe se tiene el más ligero,
y piensa que es de todos el postrero.

   Gran cantidad de antípodas murieron,
sin muchos que quedaron mal heridos,
que aflojando en su curso no pudieron
pasar más adelante y, escondidos
entre matas espesas, perecieron
(sin ser en sus fatigas socorridos)
con mísero alarido desangrados,
de fieras sin piedad despedazados.

   Entran la gran ciudad desamparada
con mano codiciosa saqueando;
ven rastro de la hacienda levantada,
que está a su pretensión desengañando.
No tienen por victoria la alcanzada,
los que estaban el saco deseando,
que el esperado premio hace las cosas
fáciles, aunque más dificultosas.

   Muchos de los iberos se hallaron
haber quedado heridos malamente,
y a punto de morir de ellos llegaron,
con término en sus caras imprudente;
mas, aunque lastimados, escaparon
del peligroso trance y accidente,
guardándolos su suerte para cosas
(como adelante oiréis) más peligrosas.


 
 
FIN DEL CANTO OCTAVO