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ArribaAbajoCanto XXII

Surge la armada de Pánfilo de Narváez junto a la Veracruz. Sale Cortés de Méjico en su busca y, asaltándole en un lugar fuerte, le prende y, dejándole en la Veracruz, da la vuelta a Méjico. Cuéntanse también las siniestras señales de la perdición del nuevo mundo, los sacrificios de hombres y derramamiento de sangre humana que los indios hicieron para aplacar sus ídolos, de donde salió el rebelión de la gran ciudad y prevenciones de él, instigados de nuestro antiguo adversario.




    A lo que ya dispuesto el Cielo tiene,
poco perturba estigia diligencia,
que el bien o el mal que cada cual contiene
no huye con tan vana resistencia:
aquello nos reparte que conviene
la suma, inevitable Providencia
y a ninguno impedir es concedido
lo que del Cielo está constituido.

   Quién ve el soberbio ángel cuidadoso,
quién al gobernador con gruesa armada,
procurando impedir el milagroso
efecto de tan alta y gran jornada:
¿piensas, dañado príncipe ambicioso,
que la infernal potencia conjurada,
con proceder fogoso detestable,
podrá mudar el hado inevitable?

   ¿No sabes tú, ángel vano, que postrados
a los pies del Autor de toda cosa
están Naturaleza, suerte y hados
allá en su excelsa estancia luminosa,
por quien son los designios gobernados,
el cielo, tierra, infierno y mar ondosa,
las aves y compuestos elementos?
¿Por qué en vano fatigas tus intento?

   Junto a la Veracruz surgió la armada
de Pánfilo, detrás de unos peñoles,
de dieciocho bajeles numerada
y en ellos novecientos españoles
con ochenta caballos de extremada
señal; a quien centlí, pavos, frisoles,
los pueblos de la costa presentaron,
que ser navíos de Cortés pensaron.

   Pánfilo con su gente salta en tierra
y a Cempoallán se fue, determinado
de mover a Cortés sangrienta guerra
o hacerle desistir de lo ganado;
comienza a levantar la costa y sierra
con término imprudente, apasionado,
a los indios diciendo le siguiesen
si algunas quejas de Cortés tuviesen.

   Sabido por Cortés lo que pasaba,
escribe y pide a Pánfilo se vean,
y que las provisiones que llevaba
de Carlos Quinto en público se lean:
por que (visto por él lo que mandaba)
obedecidas, cual conviene, sean
y no altere los pueblos entre tanto,
cosa que a Dios y al Rey ofende tanto.

   Pánfilo, sin ningún comedimiento,
responde que la tierra luego deje
y que salga de Méjico al momento
y, no lo haciendo así, de él no se queje,
de que le hizo hacer requerimiento;
mas viendo el ciego lazo que se teje
en daño suyo, al hado el pecho puso
y a fiarlo a su diestra se dispuso.

   Después de haber el caso con su gente
en confuso votar comunicado
y, con lengua apacible y elocuente,
a su pequeño ejército exhortado,
fuese al gran Moctezuma incontinente
(de quien era aquel día convidado),
a quien, después de haber los dos comido,
suplica le conceda grato oído.

   Dírele: «Como siempre en mí el serviros
ha sido el blanco donde va mi intento,
y de aquello que pueda desabriros
declarado enemigo, atroz, sangriento,
quiero satisfaceros con deciros
cuánto procuro vuestro real aumento,
pues ya estáis de mis obras satisfecho,
do algunas experiencias habéis hecho.

   «Yo os allané la tierra y los señores
antes que en vuestra gran ciudad entrase;
vuestro reino amparé y gobernadores,
para que en dulce paz se conservase;
yo os envié los presos cogedores,
cuya muerte impedí se ejecutase
por los bravos caciques indignados,
contra vuestra corona conjurados.

   «Y no tengáis por menos importante
el servicio, señor, de haberos preso,
pues con él evité fuese adelante
la sangrienta intención de un mal suceso:
cosa que fue a impedir, señor, bastante,
de vuestra muerte y mía el hado avieso,
que la española gente procuraba
porque los nueve muertos no vengaba.

   «No os traigo a la memoria lo servido
porque satisfacción de ello pretenda,
ni del modo, señor, que he procedido
es bien tan bajo término se entienda;
mas porque os enteréis que siempre he sido
de quien podéis fiar vida y hacienda,
de mi prisión la fe y palabra os suelto,
que de irme, cual mandáis, estoy resuelto.

   «Mas si os es de algún gusto el obligarme,
y no os fuerza negocio de importancia,
haréisme gran merced en aguardarme
(mientras voy a la costa) en esta estancia:
de que habéis la palabra y fe de darme,
y en defender mi gente hacer instancia,
porque nadie la ofenda con mi ausencia,
pues siempre la amparó vuestra presencia.

   «Que yo parto a decir a aquella gente,
que de mi dulce patria es ya venida,
cómo por Vuestra Alteza expresamente
me es mandado apresure mi partida:
y advertirle también que es conveniente
en nada vuestra gente sea ofendida,
ni de las naves hombre salte en tierra,
por evitar escándalos y guerra.

   «Será con brevedad, señor, mi vuelta
si vos no me mandáis haga otra cosa,
que ya toda mi gente está resuelta
de irse a su patria y de ello deseosa.
Pienso de Tlaxcallán tomar la vuelta
(aunque no sé si está de mí gustosa),
por donde habré de entrar con mano armada
a si acaso me deniegan la pasada.»

   Responde Moctezuma enternecido:
«Ninguna cosa os dé, Cortés, cuidado,
que por mis dioses juro que he sentido
haberos por tan poco contrastado.
Siempre seréis de mí favorecido
y de mi gente y reinos ayudado,
los cuales pospondré por complaceros
y, de quien os ofenda, defenderos.

   «Vuestras cajas tocad, haced la gente
que baste para hacer el paso llano,
de Méjico escoged la más valiente
y en mi tesoro real meted la mano;
y si éste os pareciere inconveniente,
tomad otro camino, aunque a trasmano,
por donde podréis ir hasta la costa
por tierras mías, a mi cuenta y costa.»

   Entonces la rodilla hincó en el suelo
Cortés, y al gran señor besó las manos
lleno de regocijo y de consuelo,
oyendo ofrecimientos tan humanos.
Moctezuma replica: ¿«Id sin recelo,
que aquí me hallaréis con los cristianos.
De no desampararlos os prometo,
llevad de mi palabra este conceto.»

   Con esto y con doscientos y cincuenta
españoles a punto, bien armados,
arcabuceros de éstos los noventa,
y trescientos tamemes alentados,
vuestro abuelo de Méjico se ausenta,
otros tantos dejando diputados
para que a Moctezuma acompañasen
y en la prisión cuidosos le guardasen.

   Por capitán a Pedro de Alvarado,
su teniente, dejó, y a donde estaba
Pánfilo con sus gentes alojado,
con presuroso paso caminaba.
En Chololla y Tlaxcala fue hospedado,
que cada cual servirle procuraba:
mas en tanto que en esto se detiene,
diré lo que en su daño se previene.

   La mejicana gente belicosa,
a ser señora siempre acostumbrada,
en ira ardiendo y rabia vergonzosa,
de verse de mortales sujetada,
viendo a su rey en cárcel afrentosa
y su temida ley vituperada,
de la cerviz sacude el yugo duro,
por señales temiendo el mal futuro;

   La memoria afligiendo con agüeros
en los pasados tiempos ofrecidos,
con algunos presentes, graves, fieros,
no menos admirables que temidos,
por donde rastrearon que a extranjeros
habían de ser sus cuellos sometidos,
los cuales en el aire, osadamente,
visto habían pelear con pecho hirviente.

   En todo a los iberos semejantes
eran estos guerreros belicosos,
que con golpes durísimos, pujantes,
los aires asordaban orgullosos.
Estos del fiero Antípoda triunfantes
iban, cargados de trofeos honrosos;
y así, cuando al Hesperio el Indio vido,
ser dijo el que en el aire había vencido.

   Los aires de amenazas se hincheron,
de pronósticos tristes y señales;
la tierra y mar bastante indicio dieron
del ímpetu preciso de sus males.
Caer del aire humor sanguino vieron,
mal agüero en las aves y animales,
y una estrella fogosa, vehemente,
volar sobre ellos del rosado oriente.

   Vieron envuelto en fiero incendio el cielo
y, entre prestos relámpagos fogosos,
en bonanza bajar rayos al suelo,
con frecuencia de truenos espantosos:
la faz se oscureció del rey de Delo
y sus cabellos (crespos y hermosos)
en el medio escondió de su discurso,
forzándole de nieblas gran concurso.

   Vieron cometas que, con largas colas,
sobre la gran ciudad se reclinaban;
grandes peces salir de entre las olas
del mar y que en la tierra se quedaban;
al mediodía las Cabrillas solas
compitiendo con Titán relumbraban;
estrellas nunca vistas descubrieron,
que de su perdición prodigio fueron.

   Vieron una visión bajar en vuelo,
estando al sacrificio un hombre dando,
el cual, con ojos fijos en el cielo,
estaba a Dios con lágrimas llamando.
Esta le dijo: «Amigo, ten consuelo,
que al que pides favor te está aguardando,
y presto cesará el torpe ejercicio
del sangriento, inhumano sacrificio.»

   Oyeron llorosísimos aullidos
de perros, y en serpientes silbos roncos,
de fieras asperísimos bramidos,
retumbando su horror en huecos troncos;
abriéndose, la tierra dio estallidos,
hinchendo el aire de gemidos broncos:
bajó también su quicio con estruendo,
de que el orbe quedó todo tremiendo.

   De súbito las luces se murieron
que estaban en los templos encendidas;
las ofrendas de suyo se cayeron,
aunque en escarpias gruesas suspendidas.
De día mil nocturnas aves vieron
graznar, en varias partes esparcidas;
de noche en la ciudad fieras hallaron,
y bestias que la lengua humana hablaron.

   Oyeron muchas voces espantosas
que en los sepulcros los difuntos daban;
apareciéronse ánimas penosas
que el venidero daño denunciaban.
Oyóse estruendo y voces belicosas,
que en los desiertos campos resonaban,
cual si dos gruesas haces se embistieran
y en sangrienta batalla contendieran.

   Vistos en la ciudad estos agüeros,
confusos, recelosos, atajados,
acuerdan de llamar los agoreros
de Colimán y Talco más nombrados:
donde estaban dos vanos estrelleros
que de gente vivían apartados,
el uno de los cuales único era
(llamado Goro) en revolver su esfera.

   Este mandó que luego degollasen
diez niños, de a tres años cada uno,
también cien cojugadas, y mezclasen
la sangre en una urna, todo en uno,
y que la piedra hiena dentro echasen
y, de frente de lobo, pelo uno,
los dos ojos y entrañas de un raposo,
cabeza y pie de perro vedijoso.

   Con esta sangre Goro humildemente
el templo rocïó, y sus dioses vanos,
llevando en procesión copia de gente,
granados y plebeyos ciudadanos.
Rezando con voz baja y pecho hirviente,
roció también los muros mejicanos,
con larga toga de algodón ceñida
y la calva cabeza en leche ungida.

   Llegó con esto Goro do tenían
cincuenta hombres cautivos maniatados
(que entre millares escogido habían
por los más corpulentos y esforzados)
que al dios de sus batallas dar querían,
a quien habían de ser sacrificados,
para que así su furia se templase
y con aquella sangre se aplacase.

   Abrió en las aras Goro al uno el pecho,
mas, en lugar de sangre, por la herida
(de que no quedó el indio satisfecho)
salió una verde cólera encendida,
y de otros veinte el sacrificio hecho,
salió la misma mezcla recocida:
lob muertos corazones no latían
y de cuajada podre se cubrían.

   Visto por Goro los futuros males
que la no acepta ofrenda prometía,
los pronósticos tristes y señales
de que el cielo, la tierra y mar se henchía,
dijo: «Ofendidos dioses celestiales,
¿cómo la entorpecida lengua mía
al afligido pueblo mejicano
dará a entender lo que obra vuestra mano?»

   Con esto y un suspiro dolorido
dijo: «Grandes miserias aguardamos;
nuestro dios de la guerra está ofendido
y en vano en aplacarle nos cansamos.
Ruegos ni sacrificios no ha admitido;
todos permite al fin que nos perdamos,
y esto no sólo en Méjico se entiende,
que a todos estos reinos comprehende.

   «¡Oh mal afortunados mejicanos,
que ver tan triste día merecisteis!
y dichosos aquellos que a las manos
de vuestros enemigos morir visiteis
en los soberbios campos tlaxcallanos
(cuyas muertes, en fin, vengar pudisteis),
y dichosos aquellos cuya vida
fue sin sazón en verde flor cogida.

   «¡Oh soberanos dioses celestiales!
si a humanos ruegos dais gratas orejas
y no os ofenden ya (por ser mortales)
las justas causas de mis justas quejas,
mirad con píos ojos nuestros males,
renovados por graves culpas viejas:
no pague por el malo el inocente,
pues es, cual veis, en culpa diferente.»

   Abrió por las espaldas tras aquesto
a un cautivo, Goro, el más fornido,
a quien hizo el pellejo fuese presto
del palpitante cuerpo dividido.
Quedó deforme, fiero, descompuesto,
en el suelo temblando con gemido:
cuya alma se detuvo en la salida
por no haber vía y puerta conocida.

   La toga se quitó, y la piel caliente,
corriendo sangre, el bárbaro se viste;
la abertura cosiéndole igualmente,
de la hórrida corteza se reviste.
El corvo cuerpo y la arrugada frente
esconde en ella, con semblante triste,
de quien huir la turba bien pudiera
si tan crüel costumbre no tuviera.

   Usaban de estas y otras crueldades
con nombre de devoto sacrificio,
de nuestro antiguo adverso novedades,
puestas ya por costumbre en ejercicio.
Sembraba allí el tirano sus maldades
con toda suerte y género de vicio:
hablaba con los indios por momentos,
dándoles como suyos documentos.

   Fue al templo el viejo Goro revestido
y tras él todo el pueblo alborotado,
adonde habían cien hombres prevenido
que ofrecer a su dios sangriento, airado:
cuyo pecho en las aras fue rompido
y, de uno en uno, el corazón sacado,
con cuya sangre el ídolo regaron
y, latiendo, a sus pies los arrojaron.

   A quien, haciendo humilde reverencia,
llegó el vano agorero con respeto,
juzgando su atrever por indecencia.
Le suplica reponga el cruel decreto,
procura escudriñar con diligencia
de la habladora estatua lo secreto,
de espíritus malignos entrañada
y de respuestas fáciles preñada.

   ¿Quién del tartáreo, horrible ayuntamiento
en esta hueca estatua está metido,
que hiere la región del vago viento
con voz horrenda y áspero bramido,
produciendo secretos ciento a ciento,
no a humano entendimiento permitido,
su depravada ley falsa ensanchando,
de tantas almas desde allí triunfando?

   Gran rato estuvo en la oración ferviente,
junto al ídolo, el indio arrodillado,
y en gran silencio la devota gente
la respuesta aguardando con cuidado:
tembló el templo y la estatua reciamente,
llenos de aquel furor endemoniado,
dando muestra al entrar de que venía
el sol cegando y enturbiando el día.

   Bien quisiera ya el bárbaro apartarse
a inquirir desde afuera aquel secreto,
que los huesos sintió desencajarse
del frágil cuerpo, con crujir inquieto,
y los compuestos miembros desgoznarse,
de temor erizado el pelo prieto,
mas no pudo apartarse cuando quiso,
sin saber el tartáreo, crudo aviso.

   Volvióse al pueblo el cuello retorciendo,
hiriendo con furor entrambas manos,
las altas gradas con los pies batiendo
con mil mudos afectos inhumanos:
en cuyo angosto pecho no cabiendo
tantos secretos infernales vanos,
los unos con los otros combatían,
que en confuso montón salir querían.

   Un murmurio en su pecho resonaba,
de encontradas palabras abundoso,
que un nuevo caos en él manifestaba
cual pudiera en lugar más espacioso;
un aliento con otro se atajaba,
según era su curso presuroso:
sonó en el templo un áspero bramido
y de Goro, tras esto, un fiero aullido.

   «Esta gente conviene, dijo, muera,
que es el mayor contraste que tenemos,
y es posible será de esta manera
que los temidos daños evitemos.
Que hubiera luego efecto gran bien fuera,
pues con cosa tan cara no podemos
a nuestro airado dios hacer servicio
ni ofrecerle más grato sacrificio.

   «Cese la nueva ley introducida
que del Crucificado aquestos llaman,
sea de nuestro templo impelida
la que por madre tan de veras aman
y en la necesidad más conocida
«¡Gloriosa Virgen!» (como oísteis) claman.
No pierda nuestra ley su antigua fuerza,
antes muramos, pues, cual veis, es fuerza.»

   Dijo, y un gran zurrido, en voto acorde,
discurre por la turba bulliciosa;
no hay ninguno del sátrapa discorde:
apellidando libertad sabrosa,
«¡Muera, muera (sonaba en voz concorde),
esta gente atrevida, jactanciosa,
que turba los antiguos sacrificios
de sangre, a nuestros dioses tan propicios!»

   Que cesasen los pleitos decretaron,
y hasta ocasión mejor se suspendiesen;
los contratos también todos cesaron,
porque el usar las armas no impidiesen;
los jueces el hábito tomaron
de Marte, porque todos los siguiesen
y no causar temor como justicia,
sino incitar mejor a la milicia.

   Sólo en recuperar su ley se trata
y en librar a su rey de cárcel dura.
El temeroso Hesperio se recata,
su estancia reforzando mal segura:
un fuego ve se enciende y se dilata
(en medio de su próspera ventura)
que amenazando está, con fin lloroso,
su proceder, al Cielo ya enojoso.

   Iba de muchos la maldad creciendo,
su codicioso y deshonesto trato
(por su torpe apetito) discurriendo
a suelta rienda, sin ningún recato;
con la prosperidad desconociendo
a su glorioso autor, con pecho ingrato:
¡Oh cuán poco, mortales, entendemos,
pues con el bien a Dios desconocemos!

   Ya del pesado sueño convencidos
los fatigados cuerpos reposaban,
y a un general descanso reducidos,
del trabajoso curso descansaban.
Cesaron de los lobos los aullidos,
todas las cosas en silencio estaban;
Hécate la mitad tenía del cielo,
de escasa y turbia luz bañando el suelo.

   Cuando Cortés, al fuerte arremetiendo
donde el soberbio Pánfilo yacía,
por la española gente entró rompiendo
con proceder sangriento y cruel porfía,
a quien con duros lazos oprimiendo,
con él en Villa Rica amanecía,
quedando el vano Pánfilo herido
y habiendo un ojo en esta lid perdido.

   Dejóle en Villa Rica aprisionado,
y atrayendo con término prudente
la gente de quien iba acompañado
(cosa a sus altos fines conveniente),
con razones habiéndola aplacado,
para Méjico parte alegremente,
do le amenaza confusión y espanto,
bien como expresará el siguiente canto.


 
 
FIN DEL CANTO VIGESIMOSEGUNDO