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ArribaAbajoCanto XXIII

Pretenden los mejicanos quitar del altar, con armada mano, la imagen de Nuestra Señora que Cortés había puesto, de adonde resulta un comprobado milagro. Combaten los indios la estancia de los españoles. Da Cortés vista a Méjico, donde entra con gran recelo. Hace un general razonamiento Cuetlabac a los indios ofreciéndose por su caudillo y, señalándose valerosamente, embiste a la casa fuerte de los españoles con estrecho cerco y dura batería.




    Cuando el perfecto Autor de toda cosa
instituyó la iglesia primitiva,
mandó que su doctrina fructüosa
se esparciese en la tierra con voz viva,
con fuerza sobrehumana, milagrosa,
autorizando lo que haciendo iba,
en nombre suyo, aquel sin par colegio,
dotado de tan alto privilegio.

   Unos el capitán encadenado
de los humanos cuerpos desterrando,
con vieja posesión apoderado;
otros al ciego el claro sol mostrando;
otros al cuerpo mísero, encorvado,
que lleve las muletas enseñando,
con paso agradecido y libre, al templo,
a suspenderlas por glorioso ejemplo.

   Otros a los llorados cuerpos muertos
los ausentes espíritus volviendo
iban, a los helados miembros yertos
su antigua fuerza y ser restituyendo;
otros en los poblados y desiertos
millones de milagros mil haciendo,
hasta que la palabra y fe sagrada
fue, cual hoy resplandece, autorizada.

   Luego (según aquesto) fácil cosa
será de persuadir que conveniente
fue que, de aquesta alteza milagrosa,
también usase entre la indiana gente,
la fe empezando a introducir gloriosa,
y primitiva iglesia permanente,
que si entonces su causa Dios trataba,
ahora un mundo entero la ignoraba.

   ¡Oh altísimo misterio soberano,
de inmensa admiración por cierto dino!
que Dios tuviese al ciego Mejicano
cerrado tantos años el camino;
sin dar noticia alguna a rey cristiano,
hasta que este varón al mundo vino,
que fue en el año mismo que Lutero,
monstruo contra la Iglesia horrible y fiero.

   Este, para sembrar mil opiniones
torpes, sin fundamento, ciegas, vanas,
y henchir de almas las tártaras regiones
con mil doctrinas bárbaras, insanas;
aquél, para ocupar de mil millones
de ellas las altas sillas soberanas:
donde se esconde el sol la fe plantando,
un mundo entero a su obediencia dando.

   Uno, para abrasar los templos santos
y profanar su culto misterioso,
usando con las vírgenes de cuántos
insultos pudo un monstruo tan vicioso;
otro, para fundar lugares tantos,
do la Cruz introdujo fervoroso
y adonde, como vemos, adorado
es el perfecto Autor de lo criado.

   Pues a un varón electo por el cielo
para cosas tan altas (cual sabemos),
de tan cristiano proceder y celo,
que Dios le quiso mucho creer debemos,
pues antes ni después que dejó el suelo
otra cosa en contrario no tenemos:
¡Quién te viera, oh varón afortunado,
ahora apóstol siendo, ora soldado!

   ¿Qué Pompeyo, triunfando en edad tierna
del contrastado Hiarbas, hizo tanto?
¿Qué Julio, qué Escipión de fama eterna,
qué Alejandro, que al mundo puso espanto?
¿Quién en la antigua edad y la moderna
dio tan llena materia a humano canto?
¿O cuál Aníbal, Pirro, Emilio, Antonio
dejó de su valor tal testimonio?

   Estos hicieron hechos valerosos,
mas de ejércitos gruesos ayudados,
de cercanos socorros poderosos
y de lo necesario confïados.
No cual este varón menesterosos,
ganaron fama y nombre celebrados,
que bienes de fortuna son gran parte
para hacer resistencia al fiero Marte.

   Que un hombre sin dineros, empeñado,
con tan pequeña flota y compañía,
se confïase del instable hado
y le siguiese por incierta vía:
y un mundo, hasta entonces ignorado,
con tal valor entrase, do no había
socorros (ni de haberlos esperanza)
más del valerle a cada cual su lanza.

   Cosas son que, por cierto, bien miradas
dejan atrás el discernir humano,
pues testimonio dan de ser guiadas
por la alta, poderosa y franca mano,
a quien las intenciones más dañadas
no podrán calumniar; negocio es llano,
pues cuatro partes que el milagro quiere
aquí las hallará quien las leyere.

   Milagro obra es de Dios maravillosa,
sobre lo natural acontecida,
por su alta omnipotencia misteriosa
a los flacos mortales ofrecida.
Esta es, de cuatro, la primera cosa
que el milagro requiere definida
para ser verdadero y no fingido,
como en Iañes, el mago, ya se vido.

   La segunda ha de ser que admire al suelo,
el ordinario curso atrás dejando,
y la tercera, el pío y santo celo
de aquél por quien se va el milagro obrando;
la cuarta, que acaezca por el Cielo
y en cosa que la fe va confirmando,
y con aquestas partes que refiero,
será el milagro justo y verdadero.

   Pues si estas cuatro partes cotejamos
con las de los milagros que aquí canto,
veremos cuán conformes las hallamos
y que no en ponderarlas me adelanto:
nuestra incredulidad aborrezcamos,
pues que ya en nuestro daño puede tanto
que se temen decir estas verdades
sin dar de la Escritura autoridades.

   ¡Gloriosa Virgen, virgen excelente!
del Redentor depósito divino,
dorada llave, que a la rea gente
abrió el cerrado, celestial camino;
norte de vida, cuya luz fulgente
la tiniebla mortal rompiendo vino:
para cantar haced mi estilo grave,
lo menos, Virgen, que de vos se sabe.

   No vuestras excelencias virginales,
señora, cantaré, por ser notorias;
ni mis versos, humildes, manüales,
dignos se sienten de tan altas glorias,
que vuestros coronistas celestiales
al mundo admiran con cien mil historias,
mas algunas, en Indias sucedidas,
cantaré por remotas, no sabidas.

   Apenas hubo el agorero vano
al bullicioso pueblo persuadido,
cuando con furia y prevenida mano,
alzando un alto y súbito alarido,
al lugar do Cortés (del hecho ufano)
de la Virgen la efigie había subido,
arremetió con ímpetu gritando,
despedazar la tabla procurando.

   A quien como los bárbaros tocasen
con sacrílegas manos indignadas,
y por diversas partes la trabasen
para arrojarla por las altas gradas,
y con tanta violencia porfïasen,
de la imagen mil manos aferradas
pegadas a la tabla se quedaron
según lo poco o mucho que alcanzaron.

   Donde por largo espacio, con gemidos,
estuvieron su suerte lamentando,
mas los demás (del miedo compelidos)
huyen, tabla y lugar desamparando:
miraban a los míseros asidos,
que andaban de soltarse procurando,
cual pájaros en liga pegajosa,
con queja al viento y lengua presurosa.

   Mas el piadoso Dios, que no pretende
del hombre la ruina, sino enmienda,
aunque amedrenta al Indio, no le ofende,
mas quiere que algo de su ser se entienda:
de esta opresión le suelta, de a do entiende
no hallar el triste a tal fatiga senda,
quedándose la Virgen como estaba
y con admiración la turba brava.

   Dejan el templo y con orgullo parte
un confuso tropel de toda gente,
la demás convocando a toda parte
con alta voz y paso diligente:
alzan de Moctezuma el estandarte,
tocan al arma con bullicio hirviente,
suenan flautas, tambores y cornetas,
tortuosos caracoles y trompetas.

   Los bárbaros sus casas desamparan,
de ira ciegos y en coraje envueltos;
como si en vivo incendio se abrasaran
huyen de ellas con ánimos resueltos:
o como si a caer amenazaran
los materiales, unos de otros sueltos,
asina cada cual su casa deja
y de lo más querido más se aleja.

    Del armarse la prisa embarazosa
a los más diligentes más impide:
quién por tomar el arma más dañosa
la menos útil con enojo pide;
quién con alada flecha ponzoñosa
apremia el arco y su pujanza mide;
quién sin espada del bastón se vale;
quién, pensando se armó, sin armas sale.

   Todos con paso largo, descompuesto,
van en ciego montón, sin aguardarse;
el amigo más grato es ya molesto
como haya atrás un pie por él de echarse:
no hay ruego acepto (ni aun de padre) en esto
ni quien atienda a más que adelantarse,
pensando de adquirir, con ser primero,
glorioso nombre en el combate fiero.

   Temen los corvos viejos los agüeros
y con varios juïcios los explican,
con que los graves daños venideros
por antiguas señales certifican,
trayendo muy de atrás prodigios fieros
con que más los temores multiplican.
Lloran los niños, las mujeres lloran,
y siempre sus recelos empeoran.

   Sin orden por las calles discurriendo
las jóvenes hermosas van errando:
los trenzados cabellos descogiendo,
los rostros con las manos maltratando,
a los abiertos templos van corriendo
y, los pies de sus dioses abrazando,
con abundosas lágrimas los riegan
y por sabrosa paz y vidas ruegan.

   La grita se acrecienta, el temor crece,
y teme lo que finge el más medroso;
el más claro juïcio se entorpece
y al más torpe acompaña en temeroso:
todo es mal cuanto el hado adverso ofrece
y miserable estado prodigioso,
que nunca el mal se cansa ni tropieza
cuando a descomponer a alguno empieza.

   Cincuenta mil soldados mejicanos
en menos de dos horas se juntaron,
sin gran copia de armados ciudadanos,
que de setenta mil y más pasaron:
con ánimos briosos y lozanos
al sitio y casa fuerte se acercaron
do el Español estaba recogido,
temeroso y a lid apercibido.

   Comienzan el combate riguroso,
sube al cielo el estruendo y vocería:
«¡Dadnos a Moctezuma valeroso!»,
toda la turba bárbara decía.
El Español, aflicto y temeroso,
con gran valor su estancia defendía,
copia de tiros desde arriba arroja
y de su audacia mínima no afloja.

   Mas no quedara de ellos hombre a vida,
si el alto Moctezuma no mandara
con instancia a la turba embravecida
que el rigor asperísimo dejara.
Fue con valor la casa combatida,
y si Dios su ruïna no estorbara
con milagros visibles, piedra enhiesta
no quedara a su furia descompuesta.

   Teníalos la sed en punto estrecho,
y en el patio, en la tierra un hoyo abriendo
de hondo a la rodilla aun no de trecho:
de agua copiosa vena fue saliendo
con que quedó el Esperio satisfecho,
el milagro notorio conociendo,
que el suelo salobral la producía
no salada, más dulce, clara y fría.

   Viéndose en confusión tal, Alvarado
repara el fuerte y casa diligente,
guardando a Moctezuma con cuidado
porque no se le fuese con su gente:
hizo a Cortés saber el triste estado
del duro rebelión y mal presente,
fïando su intención de un indio amigo
que fue, señor, de todo buen testigo.

   Cortés, con nueva tan pesada y dura,
en lo íntimo del pecho el fin temiendo,
el paso para Méjico apresura,
por la dificultad mayor rompiendo.
Bien ve que es en terrible coyuntura,
mil siniestros sucesos revolviendo,
y mientras duermen todos Cortés vela,
que siempre es el que manda centinela.

   Temen los españoles su ruïna,
mas de Cortés oyendo las razones,
a ser un Julio cada cual se inclina
en las más peligrosas ocasiones:
el corazón más tímido se indina
y aspira a graves y arduas pretensiones,
que al fin la exhortación al fuerte esfuerza,
y si al cobarde no, a callar le fuerza.

   Hizo reseña, donde halló que había
cien caballos revueltos y ligeros,
mil hombres de española infantería,
de amigos indios ocho mil flecheros,
que de la Liga y Tlaxcallán traía
y Huexocinco, por los más certeros,
entre muchos millares señalados
por fuertes, corpulentos y alentados.

   Cortés con esto a Méjico dio vista,
y viendo la ciudad callada y quieta
que no hay quien la entrada le resista,
duda el seguirla y el temor le aprieta:
teme la turba bárbara le embista
con sus celadas o traición secreta,
y aqueste no es temor, sino advertencia,
que da al de más valor más excelencia.

   Concierta sus pequeños escuadrones
y por la gran ciudad el paso tiende,
arbolados de Carlos los pendones,
do la águila imperial la garra extiende,
que del rebelde imperio a los varones
castiga y en Viena al Turco ofende,
y al temido Francisco de la Galia
prende, de quien tembló la fuerte Italia.

   Aquéstos y otros triunfos refería
Cortés del quinto Carlo a sus soldados,
en quien altos deseos infundía
de tan gloriosos hechos alentados:
«Pongamos otro triunfo, les decía,
con éstos por la fama celebrados,
debajo, amigos, la imperial bandera
que un mundo entero de quien sois espera.»

   Vio al entrar por las calles poca gente,
sin mujeres y niños las ventanas,
desbaratados uno y otro puente,
dos fuertes casas por el suelo llanas.
De armas rumor ninguno no se siente,
antes calles y plazas hacen llanas,
que aquéste era del Bárbaro el decreto
para que su intención tuviese efeto.

   Estaba ya de acuerdo el Mejicano
que al Ibero la entrada no impidiesen,
con que su fin sangriento estaba llano
sólo con que los puentes le rompiesen,
de adonde (sin remedio sobrehumano)
era imposible que salir pudiesen,
tenido por negocio ya acabado,
con el ángel soberbio consultado.

   Entró en el español alojamiento
el sin par capitán sin resistencia,
dando al aflicto amigo gran contento,
en aprieto tan grande, su presencia.
Dejó el gran Moctezuma su aposento
de do (cual prometió) no hizo ausencia,
a Cortés recibiendo con caricia,
culpando de su pueblo la malicia.

   Con esto a sus estancias se retira
cada cual, uno de otro receloso.
De ver el menester Cortés se admira
de su gente, y estado peligroso.
Del duro rebelión las causas mira,
nacidas de un extremo codicioso;
nótalas, pero advierte que es cordura
buscar para el castigo coyuntura.

   Cosas notables a Cortés contaron,
en los recios combates sucedidas,
los milagros también con que escaparon
diversas veces las lloradas vidas.
Que vieron en los aires, afirmaron,
del Indio las escuadras ofendidas,
una mujer fulgente que arrojaba
tierra, con que la vista les quitaba.

   Que en un caballo blanco un hombre vieron
haciendo estrago, en ellos sanguinoso,
a quien por celestial todos tuvieron
según el rostro y hábito lustroso;
que de él con gran terror se retrajeron,
el combate dejando fervoroso:
aquélla era la Virgen y éste el santo
patrón de España, a quien debemos tanto.

   De aquéstas y otras cosas informado,
la casa reparó con diligencia,
a los indios mandando su mercado
hiciesen sin ninguna diferencia,
según como hasta allí lo habían usado,
cuyo mandato tuvo resistencia:
de que dijo Cortés, algo mohíno,
cosas de que notable daño vino.

   No debe el enemigo maltratarse
cuando aplacarse quiere mayormente,
ni con armas la paz ha de buscarse,
con palabras ni término impaciente;
no de que no le entiende ha de fiarse
el contrario, aunque en lengua diferente,
que nunca falta al mal quien le declare
ni al bien quien le oscurezca y desampare.

   Estaba con Cortés en su aposento
un valiente cacique poderoso,
los afectos notando y movimiento
de vuestro abuelo, y término enojoso:
mandóle, con aquel desabrimiento,
que al levantado pueblo bullicioso
a empezar mercado compeliese
y que del orden dado no excediese.

   Cíñese un coselete con presteza
(de tres dobleces de una piel curada)
el indio, con gallarda sutileza,
sobre tostado líbano asentada;
de un capacete de oro la cabeza,
con una roja pluma levantada,
fija en el hueco de una perla lisa,
y un sol en la cimera por divisa.

   Acudió donde nunca a Dios pluguiera
(mostrando ir donde el general mandaba),
indignado del término y manera
con que tan sin respeto los trataba.
El paso alarga y a la turba fiera
en la espaciosa plaza congregaba,
(que estaba de morir todo resuelta),
do sin temor la voz el indio suelta,

   Diciendo: «No el altivo atrevimiento
puede con justo título llamarse
esfuerzo, porque va sin fundamento
y es sin él imposible el conservarse.
Bueno es el arriscado pensamiento,
con la ocasión sabiendo acomodarse,
mas si de aquestos límites excede,
locura y no valor llamarse puede.

   «Ni tengáis por menor inconveniente,
cuando viene, el perder la coyuntura,
que aquéste es de fortuna propiamente
el punto, y do consiste la ventura:
¿de qué sirve que al tímido imprudente
le comunique el Cielo su hondura
si no sabe elegir lo que conviene
y del medio contrario se previene?

   «De estos extremos dos ninguno apruebo,
ni de ellos debe usar quien busca gloria;
que uséis del medio aconsejaros debo,
cosa loable y digna de memoria.
No a mi propio interés, cual veis, me muevo,
que mi sana intención os es notoria,
y nunca, si advertís, propuse cosa
que fuese a mi república dañosa.

   «Duéleme, oh valerosos mejicanos,
la suerte general que nos persigue,
y que seis extranjeros tengan manos
a quien la cara libertad se obligue,
y que de nuestros triunfos soberanos
no aumento, mas infamia, se nos sigue:
pues si al contrario la cerviz bajamos,
con ella nuestras glorias le entregamos.

   «No emprendéis gran hazaña en defenderos,
que un pájaro en su nido se defiende.
Si en vuestra tierra receláis perderos
y en vuestros pechos tal temor se extiende,
mal podréis en la ajena guareceros,
a quien la extraña libertad ofende:
mirad que aquésta es prenda tan subida
que sólo ha de perderse con la vida.

   «La edad tenéis dispuesta y vigorosa,
el ánimo a venganza provocado,
notada vuestra ley de perniciosa,
vuestro rey en prisión vituperado.
El reino, de esta gente codiciosa
está (cual veis) revuelto y usurpado.
Pues si esto os es notorio, ¿a qué aguardamos
que ley, patria y señor no libertamos?

   «Vuestros estados, casas, posesiones,
entregáis al contrario si hay flaqueza;
vuestros hijos cautivos y en prisiones,
de mujeres e hijas la pureza;
dais al soldado abiertas ocasiones
que a vuestros ojos manche su limpieza;
la honra posponéis por quedar vivos,
y el mayor bien que os queda es ser cautivos.

   «Todo aquesto Fortuna nos promete
por premio de la próspera victoria;
sólo falta nuestro ánimo lo acete,
haciéndose capaz de eterna gloria:
mirad la obligación en que nos mete
nuestra afrentosa pérdida notoria,
que a aquésta debéis más, y a vuestro aumento,
señores, que a mi mal razonamiento.

   «Aprovechaos de mí en la coyuntura,
de mí (cual capitán) que uséis os ruego,
que aquesta diestra por la suerte dura
el camino abrirá con sangre y fuego.
Defendiéndoos, morir tendré a ventura:
mirad cómo al contrario el pecho entrego,
que aquesta es prueba, amigos, conocida,
de estimar vuestra causa y no mi vida.»

   Dijo, y las prestas plantas revolviendo,
por medio rompe de la turba espesa.
Una lanza, señor, lisa blandiendo,
de pedernal los cabos, larga y gruesa,
a la española estancia va corriendo,
y con diestra fortísima, no aviesa,
la arroja por los aires, rechinando,
dentro del patio, la pared salvando.

   Esta al fuerte Toyúx tocó en el pecho,
tlaxcallano mancebo corpulento,
y no siendo tres pieles de provecho,
el oculta pulmón buscó en su asiento.
En él se engasta, aunque en lugar estrecho,
el penetrante pedernal violento,
sacando de la parte más briosa
del cuerpo el alma roja y sanguinosa.

   Tras ésta, en la carrera reparando,
despide otra fornida y tiesa lanza,
atrás el diestro brazo derribando,
con la cual al cholollo Otoxto alcanza.
Fija en el pecho la quedó temblando,
por cuyo ancho postigo el alma lanza,
con la memoria, en el postrer gemido,
de la cara consorte y patrio nido.

   Otra lanza tras ésta tira, y tira
otra que casi alcanza a la primera;
tras estas dos, con pecho ardiendo en ira,
otra despide con pujanza entera,
con que del puesto al español retira,
temiendo su dañosa diestra fiera.
Tras éstas otras tres el indio arroja,
que el fuerte brazo de su ser no afloja.

   Como cuando pastor, con presta mano,
con honda impele piedras presurosas
opuesto al bravo toro, que en el llano
con frescas bascas le embistió celosas,
de esta suerte el soberbio mejicano
despide copia de astas peligrosas,
en los campos de Méjico cortadas
de las hayas sombrías y copadas.

   Este era Cuerlabác, joven valiente,
sagaz, experto, astuto, reportado,
de grave rostro y espaciosa frente,
corpulento y de miembros bien formado:
de Aculhúa y su casa descendiente,
de Moctezuma con razón amado,
condigna (cual le tuvo) su persona
de un espacioso reino y su corona.

   Tras él parten los bárbaros furiosos
sin orden, en copiosos escuadrones,
y en confusos tropeles presurosos
corren de armadas gentes mil montones;
en las calles y pasos anchurosos
aun apenas asientan los talones,
que el aprieto era tal que quien tocaba
del pie la punta al suelo, ufano estaba.

   No el helado granizo con ruïdo
(en la región del aire congelado,
por el frígido viento endurecido,
la nube habiendo en agua desatado)
tan espeso jamás bajar se vido
como del fiero Bárbaro indignado
bajaban, de las torres y terrados,
de piedras a la casa los nublados.

   Por mil partes con furia el fuerte embisten
entrarle abiertamente pretendiendo;
los españoles su furor resisten,
varias suertes de tiros despidiendo.
A sus estancias con valor asisten,
mortales golpes dando y recibiendo;
ponen los indios a la casa fuego,
el coraje creciendo y furor ciego.

   El grave riesgo vuestro abuelo viendo,
y el daño inevitable que aguardaba,
y en la vana defensa conociendo
cuán sin efecto su designio andaba;
la sangre que su gente iba vertiendo,
y cuánto aquello al Bárbaro alentaba,
con nuevo parecer mudó de intento,
con más necesidad que fundamento.

   Sale por una puerta y, al instante,
salga otro capitán por otra manda
con dos escuadras, de ánimo constante,
pensando retirar la espesa banda;
mas el gallardo Bárbaro arrogante,
en su injuria aguzando su demanda,
con nuevo brío y ánimo arremete,
sin temer que el temor ya le sujete.

   Búscanse los vecinos corazones,
cada cual pretendiendo al otro entrada,
no para concordar en intenciones,
mas para ensangrentar en él su espada.
Nueva esperanza da a sus pretensiones
la diestra más inútil y cansada,
pensando cometido está a su efeto,
del hado riguroso el cruel decreto.

   ¿Quién os podrá decir cuán en su punto
la rabia fiera y el coraje andaba,
la variedad de heridas que en un punto
aquella y esta espada, señor, daba;
quién cómo el un contrario y otro junto
(faltándole las armas) se rasgaba
con las uñas el uno al otro, y dientes,
narices, ojos, boca, orejas, frente?

   Dos veces las espaldas les volvieron
a los pujantes indios victoriosos
los tristes españoles, y cubrieron
sus hombros con escudos vergonzosos,
y otras tantas sobre ellos revolvieron,
sacando fuerza del honor briosos:
cual dos furiosos vientos encontrados,
echando a un cabo y otro los nublados.

   Pero al fin fue del Indio la pujanza
tal, y tan grande el brío descompuesto,
tan grande de vencer la confïanza
que Megera en sus pechos había puesto,
que el Ibero (perdida la esperanza)
dejó, viendo su muerte, el caro puesto,
y a su estancia se vuelve mal herido,
del orgulloso Bárbaro seguido.

   Tanto aquesto esforzó la batería,
y de los tiros el rigor fue tanto,
tanta la confusión y vocería,
picando el muro de uno y otro canto,
tal el fuego y granizo que caía
de las casas y torres, que mi canto
no lo podrá explicar ni humana lengua
sin que, como la mía, caiga en mengua.

   Con gran esfuezo el Español se muestra,
pero no puede tanto ni es posible,
que al fin dio de mortal forzosa muestra
a poco espacio del combate horrible.
Viendo Cortés su suerte cruel, siniestra,
donde excusar la muerte era imposible,
tanta muerta y herida de su gente,
trazó lo que en el canto oiréis siguiente.


 
 
FIN DEL CANTO VIGESIMOTERCERO